EN LAS TIERRAS SOLITARIAS

  

La amistad, la más huidiza de las formas de relación humana, me parece a mí que es una de las más valiosas. El viejo dicho: «Se puede llamar rico a aquél que tiene tres amigos» quizá sea una tontería, pero lleva su razón. Las vaguedades del espíritu humano, particularmente en tiempos tan penosos y preocupantes como son los actuales, parecen casi hacer imposible la amistad duradera. Y yo me pregunto cuán más difícil será en el futuro, cuando el Hombre se haya asentado en numerosos oasis del mar de las estrellas. Creo que muchos verán cómo desaparecen sus prejuicios y miedos ante su necesidad de compañía, especialmente en las tierras solitarias.

Pederson sabía que caía la noche; los grillos arpa habían salido. El halo de calor solar que lo había mantenido dorado durante el largo día se había disipado, y podía notar ya el frío de la oscuridad. A pesar de su ceguera notó un apreciable cambio en las sombras que ocupaban lo que mucho antes había sido vista.

—Pretrie —llamó en el silencio, y la respuesta del eco de los valles lunares respondió y respondió «Pretrie, Pretrie, Pretrie» más y más abajo, casi hasta el pie de la pequeña montaña.

—Estoy aquí, viejo Pederson, ¿qué quieres de mí?

Los sedosos tonos de la voz del alienígena eran tranquilizadores. Aunque Pederson jamás había visto al alto y extremadamente anciano jilkita, había pasado sus dedos artríticos y espatulados sobre la cabeza desprovista de cabello y con forma de lágrima, había visto con su tacto las profundas cuencas redondas en las que brillaban los ojos, la nariz respingada, el corte delgado y sin labios que era su boca. Pederson conocía aquel rostro tan bien como conocía el suyo, con sus arrugas, bolsas y protuberancias. Sabía que el jilkita era tan viejo que ningún hombre podría estimarlo en años terrestres.

—¿No oyes aún llegar al Hombre de la Guadaña?

Pretrie suspiró, con un suspiro que le salía de lo más profundo de los pulmones, y Pederson pudo escuchar el inevitable chasquear de huesos cuando el alienígena se acuclilló junto a la pneumolitera del viejo.

—Viene, pero lentamente, viejo. Pero viene. Ten paciencia.

—Paciencia —cloqueó reflexivamente Pederson—. Eso es lo que me queda, Pretrie. Nada más que eso. En otro momento también tuve tiempo, pero ahora ya casi lo he gastado todo. ¿Dices que viene?

—Viene, viejo. Espera. Simplemente espera.

—¿Qué tal están las sombras azules, Pretrie?

—Gruesas como pieles en los valles lunares, viejo. Llega la noche.

—¿Han salido las lunas?

Se oyó un respirar a través de las anchas ventanas de la nariz, ventanas ritualmente sesgadas, y el alienígena replicó:

—Únicamente dos esta noche, Tayseff y Teei están bajo el horizonte. Se hace oscuro rápidamente. Quizá esta noche, viejo.

—Quizá —asintió Pederson.

—Ten paciencia.

Pederson no siempre había tenido paciencia. De joven, con la sangre bulléndole en las venas, había peleado con su padre presbibaptista, y salido al espacio. No creía en el Cielo, el Infierno o en los rigores de la Iglesia Consolidada. No entonces. Luego sí, pero no entonces.

Había salido al espacio y los años habían sido buenos para él. Había envejecido lentamente, con salud, como les ocurre a los hombres que están en la oscuridad entre la suciedad de los mundos. Y sin embargo había visto a la muerte, y a los hombres que habían muerto creyendo, a los hombres que habían muerto no creyendo. Y con el tiempo le había llegado el convencimiento de que estaba solo, y de que algún día, un día, el Hombre de la Guadaña vendría a por él.

Siempre estaba solo, y en su soledad, cuando llegó el momento en que no pudo trabajar en las grandes naves que atravesaban los espacios interestelares, se alejó de ellas.

Se alejó y llegó a Jilka, en donde los días eran cálidos y las noches suaves. Porque la ceguera se había apoderado de él, y la lentitud que le daba previo aviso de la visita del Hombre de la Guadaña. La ceguera causada por demasiados vasos de vik y escocés, por demasiada alta radiación, por demasiados años de forzar la vista en las inmensidades. Ciego, e incapaz de ganarse su sustento.

Así que solo, había llegado a Jilka. Como el pájaro llega al árbol, como el ciervo muriendo de hambre en invierno encuentra el último trozo de corteza, como el agua apaga la sed. Había llegado a él, para esperar allí al Hombre de la Guadaña, y fue allí dónde el jilkita Pretrie lo encontró.

Estaban sentados juntos, silenciosamente, en el porche, con muchas cosas no dichas, y que sin embargo se comunicaban uno al otro.

—¿Pretrie?

—Viejo.

—Nunca te he preguntado qué es lo que sacas de esto. Quiero decir...

Pretrie extendió el brazo y el sonido de su garra golpeando el tablero de formica de la mesa llegó a Pederson. Luego, el alienígena depositó un bulbo de vik aguado en su mano.

—Ya sé lo que quieres decir, viejo. He estado contigo cerca de dos cosechas. Sigo aquí. ¿No te basta eso?

Dos cosechas. Que equivalían a cuatro años terrestres, como Pederson sabía. El jilkita había salido del amanecer un día, y se había quedado para servir al viejo ciego. Pederson nunca había preguntado el por qué. Un día estaba peleándose con la cafetera (le gustaba sobremanera el café hecho al estilo antiguo y despreciaba el uso de los cubitos de café) y los controles caloríficos de su barracón... y al siguiente tenía un criado desinteresado y generoso que servía con dignidad y cariño cada uno de sus deseos. Había sido una relación amistosa; él no le había pedido gran cosa a Pretrie y el alienígena no había solicitado nada a cambio.

No estaba en posición de interrogar o solicitar una explicación.

Aunque podía escuchar a los hermanos de Pretrie entre los helechos sedosos durante la cosecha, el jilkita ni en ese momento se alejaba demasiado del barracón.

Ahora, estaba llegando su fin.

—Ha sido más fácil estando tú aquí. Yo... esto... gracias, Pretrie —el viejo sentía la necesidad de decirlo claramente, sin rodeos.

Un suave gruñido de afirmación.

—Te doy las gracias por haberme permitido permanecer contigo, viejo, Pederson —contestó suavemente el jilkita.

Pederson notó en la mejilla un toque de frialdad. Al principio pensó que era lluvia, pero no notó más, por lo que preguntó:

—¿Qué fue eso?

El jilkita se agitó, con lo que Pederson tenía por desasosiego, y respondió:

—Una costumbre de mi raza.

—¿Cómo? —persistió Pederson.

—Una lágrima, viejo. Una lágrima de mi ojo a tu cuerpo.

—Hey, mira... —comenzó a decir, tratando de expresar sus sentimientos, y dándose cuenta de que mira no era la palabra más adecuada. Vaciló, mientras surgía en su interior una emoción que creía muerta hacía mucho—. No tienes porque estar... bueno... ya sabes, triste, Pretrie. He vivido una buena vida. El Hombre de la Guadaña no me asusta.

Su voz era valerosa, pero cascada por la edad de sus cuerdas vocales.

—Mi raza no conoce la tristeza, Pederson. Conocemos la gratitud y la amistad y la belleza. Pero no la tristeza. Esto es un grave inconveniente, según tú me has dicho, pero lo cierto es que no suspiramos por la oscuridad y los seres perdidos. Mi lágrima es un agradecimiento por tu amabilidad.

—¿Amabilidad?

—Por permitirme permanecer contigo.

El viejo calló entonces, esperando. No comprendía, pero el alienígena le había encontrado, y la presencia de Pretrie había facilitado las cosas para él durante esos últimos años. Le estaba agradecido, y era lo bastante juicioso como para permanecer callado.

Siguieron sentados, pensando cada uno sus propios pensamientos, y la mente de Pederson aventó el grano de las incidencias, separándolo de la paja de la vida pasada.

Recordó los días solitarios en las grandes naves, y cómo se había reído, al principio, al pensar en la religión de su padre, y en las palabras de éste acerca de la soledad:

—Ningún hombre puede seguir el camino sin compañía, Will —le había dicho su padre. Él había reído, declarando que era un lobo solitario, pero ahora, con el indescriptible calor y presencia del alienígena junto a él, sabía la verdad.

Su padre había tenido razón.

Era bueno tener un amigo. Especialmente cuando el Hombre de la Guadaña se acercaba. Resultaba extraño saberlo con tal tranquila certidumbre, pero así eran las cosas. Lo sabía, y esperaba plácidamente.

Al cabo de un tiempo, bajó el frío de las Altas Montañas Azules, y Pretrie le trajo un chal. Lo colocó sobre los delgados hombros del viejo, a los que se adhirió cálidamente; y se sentó de nuevo sobre sus piernas triplemente articuladas.

—No lo sé, Pretrie —reflexionó Pederson, más tarde.

No hubo respuesta. No había habido pregunta.

—Simplemente no lo sé. ¿Valió la pena? El tiempo en el espacio, los hombres que he conocido, los solitarios que murieron y los moribundos que nunca estuvieron solos.

—Todas las razas sienten esa inquietud, viejo —filosofó Pretrie. Lanzó un profundo suspiro.

—Nunca creí que necesitase a alguien. Luego he cambiado de opinión, Pretrie.

—Uno nunca sabe —le replicó el alienígena. Pederson le había enseñado pocas cosas; Petrie había llegado hasta él hablando ya terrestre. Era otra de las cosas que le asombraba del jilkita, pero de nuevo Pederson no le había interrogado acerca de ello. Había muchos misioneros y espacionautas en aquel sector del Borde.

—Todo el mundo necesita a alguien —prosiguió Pederson.

—Nunca lo sabrás —asintió enfáticamente Pretrie. Y luego añadió—: Quizá sí lo sepas.

Entonces el alienígena se envaró, poniendo su garra sobre el hombro del viejo.

—Ya llega, viejo Pederson.

Un estremecimiento de expectación, y un escalofrío casi de miedo llegaron con él. La cana cabeza de Pederson se alzó, y a pesar del calor del chal notó frío. Estaba tan cercano ahora...

—¿Viene hacia aquí?

—Está aquí.

Ambos lo sentían, pues Pederson podía notar como el jilkita también lo sentía, ya que con el tiempo se había sensibilizado a los estados de ánimo del alienígena, tal como el otro lo había hecho con los suyos.

—El Hombre de la Guadaña —Pederson dijo suavemente las palabras en el aire nocturno, y los valles lunares no le respondieron.

—Estoy dispuesto —dijo el viejo, mientras extendía su mano izquierda para que le asiera por ella. Con la otra, dejó el bulbo de vik.

La sensación de rigidez llegó hasta él, y fue como si alguien le hubiera aferrado la mano. Luego, como pensaba que se iba a ir solo, dijo:

—Adiós, Pretrie, amigo.

Pero no hubo adiós del alienígena junto a él. En cambio, la voz del jilkita le llegó como entre una neblina que se alzase lentamente.

—Nos vamos juntos, amigo Pederson. El Hombre de la Guadaña se lleva a todas las razas. No esperarás que me vaya solo. Cada necesidad es una gran necesidad.

—Estoy aquí, Hombre de la Guadaña. Aquí. Y no estoy solo —de alguna manera, Pederson sabía que la garra del jilkita había sido también ofrecida, y aferrada.

Cerró sus ojos ciegos.

Al cabo de un largo momento, el sonido de los grillos arpa sonó fuerte otra vez, y en el porche frente al barranco hubo el silencio de la paz.

La noche había llegado a las tierras solitarias; la noche, pero no la oscuridad.