SILENCIOSO EN GEHENNA

  

Escribí este relato porque quería decirles a los chicos universitarios: «Mi generación y la anterior a la mía os han pasado un buen lío, y, si queréis cambiar las cosas, tendréis que llegar hasta ahí. Por otra parte, si sois más listos de lo que nosotros fuimos y si sois capaces de cambiar las cosas sin violencia, esto es lo que debéis evitar».

Joe Bob Hickey no tenía signo astrológico o, más exactamente, tenía doce. Cada año celebraba su cumpleaños bajo un diferente Piscis, Geminis o Scorpio. Joe Bob Hickey era huérfano. Y también era bastardo. Había sido hallado en el porche del Asilo del Condado de Sedgwick, Kansas. Arropado en una manchada manta militar, había sido abandonado bajo una de las arcadas del porche. Eso fue en 1992.

Años más tarde, la matrona que lo había descubierto en el porche comentó que mirar en sus ojos era como dar una ojeada a una sala llena de espejos vacíos.

Joe Bob era un niño travieso. En el Asilo parecía ir buscando líos, no importándole en que oscuro desván se escondiesen, y les clavaba el diente, y no los dejaba ir, sangrientos y cansados, hasta que retumbaba el trueno. Mudado de un hogar adoptivo a otro, finalmente se escapó a la edad de trece años, gruñendo. Eso fue en el 2005. Nadie le ofreció siquiera darle unos bocadillos de mantequilla de cacahuete para el camino. Pero al cabo de un tiempo tuvo catorce años, luego dieciséis, y luego dieciocho. Y para aquel entonces había descubierto como era realmente el mundo, había desarrollado su musculatura, había leído libros y saboreado la lluvia, y en algún camino había encontrado su misión en la vida, y eso le parecía bien, así que no tenía que preocuparse en volver atrás. Y que se metiesen en el culo sus bocadillos de mantequilla de cacahuete.

*

Joe Bob aseguró el cable de detonación cerciorándose de dejar bastante por detrás y a su alrededor como para permitirle el suficiente espacio para arrastrarse sin enredarlo con el megáfono. Sacó las tenazas de su zurrón, cortó en la cerca de alambres la forma de un ventanal de iglesia, devolvió las tenazas al zurrón, se lo echó al hombro y se lo acomodó bien, recordándose una vez más que tenía que estudiar un nuevo sistema de arneses con los que el megáfono y el zurrón no se enredasen.

Luego, se echó boca abajo y atravesó, con los brazos muy pegados al cuerpo, la cerca electrificada, introduciéndose en los terrenos de la Universidad de California del Sur. Los reflectores de las torres de centinela casi nunca iluminaban aquel rincón alejado del perímetro. Un punto ciego olvidado. Pero podía ver al policía en su torre, hacia la izquierda, observando el terreno con su equipo miniradar. Joe Bob sonrió burlonamente. Su bollixer estaba dando un eco correspondiente a un gato.

Apoyando las manos en el suelo, arqueando las piernas, aplastándose contra el suelo, reptó a través de la tierra de nadie del punto ciego. En una ocasión, el policía apuntó el miniradar en su dirección, pero este solo captó a un felino y al palidecer y desvanecerse su curiosidad, prosiguió por otros sectores. Joe Bob se deslizó suavemente. (El palo santo, debido a la disposición diagonal y oblicua de las sucesivas capas de sus fibras, no puede ser hendido. No solo es una madera increíblemente dura, que con una densidad específica de 1,333 se hunde en el agua, sino que, al contener en sus poros un 26 % de resina, es lustrosa y autolubrificante. Por esta razón fue usada para cojinetes en los motores de los primitivos vapores oceánicos). Joe Bob era como palo santo. Deslizándose aceitosamente por entre la oscuridad.

El bloque de las Ciencias de la Tierra: Edificio Esso, como decía la inscripción de un dintel; se alzaba sobre la niebla baja que se extendía en volutas por el polígono, pegada a tierra. Joe Bob se arrastró hacia él, sorbiéndose distraídamente una cavidad molar en la que se le había incrustado un pedacito de pollo robado/asado/devorado. Había trampas de resorte situadas irregularmente alrededor del edificio. Boca abajo, llevó a cabo un complicado slalom por entre ellas, abriéndose camino con verdadero arte. Y entonces estuvo en el edificio, y se sentó con la espalda contra la pared, y desabrochó la tapa de un bolsillo de bandolera.

Plástico.

Pasado de moda, en aquellos tiempos de explosivos sónicos y neblinas, pero aún efectivo. Puso sus cargas.

Luego pasó al Edificio de Tácticas, a los Laboratorios de Bacteriofagia, al bloque de Archivo Central de Computadores, y al Polvorín. Minados todos.

Entonces reptó de vuelta a la cerca, descolgó el megáfono, se aplastó contra el suelo para que no se recortase ninguna silueta contra la bostezante alba que comenzaba a teñir suavemente el este, y accionó el disparador de las cargas.

Los Laboratorios fueron los primeros que saltaron, lanzando paredes y techos hacia el cielo en una serie de explosiones que atravesaron todo el espectro del azul al rojo y viceversa. Luego, el Bloque de Computadores aulló y murió, chisporroteando y silbando como un circuito protector atrayendo motas de polvo; luego los Edificios de Ciencias de la Tierra y Tácticas atronaron conjuntamente como saurios y se desplomaron, esparciendo polvo, maderos y yeso y paredes divisorias de material extrusionado y goterones de metal fundido. Y, finalmente, el Polvorín, en una serie de húmedos golpes retumbantes que se encadenaban uno tras otro en un ritmo majestuoso y no obstante irregular. Y un enorme bang de proporciones olímpicas que hizo estallar en pedazos al Polvorín, llenando la noche con las colas de cometa de la munición trazadora.

Todo ardía, mientras pequeñas explosiones continuaban retumbando entre el creciente sonido de estudiantes, profesores y tropas correteando por entre el siniestro. Todo ardía mientras Joe Bob daba el máximo volumen al megáfono, se lo llevaba a la boca y comenzaba a gritar su mensaje:

—¡A esto le llamáis libre enseñanza, puñado de gusanos! ¿Llamáis a las cercas electrificadas y a los centinelas armados en las clases el camino de la sabiduría? ¡Alzaos, so lechuguinos! ¡Luchad por la libertad!

El bollixer estaba zumbando, informando de contactos de haces de radar. Estaba enviando el eco de masas informes, mogotes, pedruscos, cualquier cosa. Joe Bob siguió gritando:

—¡Arrancadles sus armas! —Su voz resonaba como la trompeta del Juicio. Dominaba los sonidos de los hombres que trataban de salvar los otros edificios y atronaba en la naciente alba—. ¡Echad a las tropas fuera de la Universidad! Jefferson dijo: «¡La gente tiene el tipo de gobierno que se merece!» ¿Es esto lo que os merecéis?

El zumbido se estaba haciendo más fuerte, los impulsos se repetían con mayor frecuencia. Estaban delimitando el terreno en donde se encontraba. Pronto lo habrían localizado; al menos con una alta probabilidad. Entonces los pelotones de rociadores saldrían a por él.

—¡Fuera con las tropas!

»¡Aún hay tiempo! Mientras uno de vosotros no tenga el cerebro totalmente lavado, aún existe una posibilidad. ¡No estáis solos! Somos un gran movimiento organizado de resistencia... Uníos a nosotros... Destruid sus cuarteles... Dinamitad sus polvorines... ¡Abajo los varks fascistas! ¡Libertad ahora, haceos con ella, mientras aún están desconcertados! Abajo los varks...

Los rociadores habían tomado posición en los sectores más probables. Cuando las unidades de miniradar triangularon, encontraron un lugar de acecho potencial y lo confirmaron, estaban dispuestos. Su bollixer emitió un zumbido continuo, y supo que lo habían descubierto. Colgó de nuevo el megáfono de su arnés y tanteó la tapa de su pistolera. Se abrió con un sonido de tejido velero y desenfundó el rociador. El culatín estaba plegado a lo largo del cuerpo del arma, y lo abrió, asegurándolo en posición.

Sal de aquí, se dijo a sí mismo.

Cállate, se contestó. ¡Fuera los varks!

Hey, deja ya eso. No quiero que me maten.

¿Tienes miedo, gallina?

Ajá, tengo miedo. Si quieres que te vuelen el trasero, ese es tu problema, so estúpido bobo. ¡Pero a mí no me metas en él!

El monólogo interior llegó a un final abrupto. Hacia la derecha de Joe Bob tres rociadores llegaron deslizándose a través de la hierba, disparando mientras se acercaban. De todas maneras, no hubiera importado. Donde iba Joe Bob, también iba Joe Bob.

Las cargas de rociado golpearon la cerca y estallaron con ruido débil, restallando, salpicando por todas partes excepto el lugar en que Joe Bob había cortado la forma de un ventanal de iglesia. Desempalmó el cable de detonación y lo metió dentro del zurrón, reptando hacia atrás sobre su estómago y disparando por encima de sus cabezas.

Creí que eras un gran asesino.

¡Cállate, maldito! Fallé, eso es todo.

¡Narices, fallaste! Lo que pasa es que no quieres ver sangre.

Reptando, reptando, retirándose, todo brazos y piernas; y los rociadores seguían acercándose. Somos un gran movimiento organizado de resistencia, había gritado por el megáfono. Había mentido. Estaba solo. Era el último. Tras él, quizá no hubiera otro en un centenar de años. Las cargas de rociado abrieron cicatrices en la tierra, a su alrededor.

¡Asustado! No quiero que me maten.

El helicóptero se alzó sobre su horizonte visual, subió recto hacia arriba y vino directamente a su posición. Oyó un sonido débil y gimoteante y ¡Asustado! pasó de nuevo por su mente.

Zanja. Dentro de ella. Echado de espaldas, el ángulo del borde herboso lo ocultaba del helicóptero, pero le impedía ver al pelotón de rociadores. Respiró profundamente, se pasó la lengua, que estaba demasiado seca para serle de utilidad, por los labios, y esperó.

El helicóptero llegó justamente encima y trepidó al girar para dar un pase de ametrallamiento. Apoyó el rociador contra el borde de la zanja y apretó el gatillo, manteniéndolo apretado mientras una línea continua de cargas atravesaba el aire. Disparó por delante del helicóptero, manteniendo el fuego. La máquina se introdujo directamente en la línea de fuego. Las primeras cargas golpearon la nariz del helicóptero manchando la superficie como si se tratase de una planca cromada oxidada. Tormentas eléctricas, pequeños vórtices de energía recorrieron el helicóptero, agrietando los portillos, oscureciendo la escena de abajo al piloto y al artillero. Las cargas de rociado se alimentaron con la energía eléctrica del vehículo y perforaron el casco, golpeando la fuente de energía y el helicóptero estalló repentinamente. Goterones de metal retorcido, aún destellando con rociado activo, llovieron por todo el campus. Los rociadores se echaron al suelo, y se apretaron contra él para escapar a la metralla ardiente.

Con el sonido de la muerte aún dando ecos, Joe Bob Hickey corrió a lo largo de la zanja, hasta el bosque, y desapareció.

Ya ha sido dicho antes, y se dirá de nuevo, pero nunca tan simple o humanamente como lo dijo Thoreau: «Sirve mejor al estado quien más se le opone.»

(Acetato de aluminio, un compuesto químico que es obtenido bajo la forma de su sal natural, Al(C2H3O2)3, como un polvo blanco soluble en agua y amorfo; es usado principalmente en medicina como astringente y antiséptico. En la forma de su sal básica, obtenida como un polvo blanco, cristalino e insoluble en el agua, se usa principalmente como material impermeabilizante en la industria textil, como material ignífugo y como mordiente. Un mordiente puede ser varias cosas, y dos de las más importantes son el ser una sustancia adhesiva que pegue los panes de oro o plata a una superficie, y un ácido u otra sustancia corrosiva usada en el grabado para comerse las líneas.)

Joe Bob Hickey era como acetato de aluminio. Mordiente. Ácido grabando una superficie corroída.

La oscuridad de la noche lo encontró terriblemente dolorido, muy lejos de la ruina ardiente de la Universidad. Tambaleándose bajo los gigantescos pilones Soleri del tranvía continental, cayéndose, dándose golpes, tropezando una y otra vez en su incierto caminar. Cayendo sobre la grava hasta hierbas altas y el olor de un riachuelo amargo. Desde la oscuridad llegaron hasta él manos y lo volvieron boca arriba. Parpadeó una luz y una voz dijo: —Está sangrando —y otra voz, rota y cascada dijo:

—Lleva un rociador —y una tercera voz dijo:

—No lo toquéis, vámonos —y la primera voz dijo de nuevo:

—Está sangrando —y la luz fue llevada al extremo de la colilla de un cigarro, antes de que ardiese del todo. Y entonces volvió de nuevo la total oscuridad.

Joe Bob comenzó a sentir dolor. No sabía cuanto tiempo llevaba sintiendo dolor, pero se dio cuenta de que ya era desde hacía rato. Entonces abrió los ojos, y vio la luz de una fogata que danzaba chisporroteante ante él. Estaba recostado contra la base de un zumaque. Una mano salió de la niebla que lo rodeaba, pareciendo venir directamente del fuego, y una voz que había oído ya antes dijo:

—Tenga. Déle un sorbo a esto —una botella de plástico con algo caliente fue llevada a sus labios, y otra mano que no podía ver alzó un poco su cabeza, y bebió. Era una especie de sopa que sabía a hierbas. Pero que le hizo sentirse mejor.

—Usé algo del shpritz de la lata en su zurrón. Le jugaron una mala pasada, amigo. Justo en la mismísima espalda. Sangraba de mala manera. Parece que va bien. Ese shpritz.

Joe Bob volvió a dormirse. Esta vez más tranquilo.

Luego, en un momento más fresco y agradable se despertó de nuevo. La fogata estaba apagada. Podía ver claramente lo que se podía ver. Se alzaba el alba. Pero, ¿cómo podía ser aquello... otra alba? ¿Había corrido todo el día, escapándose de los varks enviados a rastrearle? Tenía que ser eso. Al amanecer, había estado acurrucado al otro lado de la cerca, dispuesto a hacer estallar sus cargas. Recordaba aquello. Y las explosiones. Y el pelotón de rociado, y el helicóptero, y...

No quería pensar en cosas cayendo del cielo, ardiendo, chisporroteando.

Corriendo, todo un día y una noche corriendo. Había notado dolor, terrible dolor. Se movió un poco, y notó el pálpito de la herida en su espalda. Un trozo del helicóptero ardiendo debía haberle alcanzado mientras corría; pero había seguido corriendo. Y ahora estaba allí, en algún otro lugar. ¿Dónde? Luz filtrada, atravesando las frescas copas de los árboles.

Miró a su alrededor, por el claro. Formas bajo mantas. Media docena, no, siete. Y la fogata convertida ahora en rescoldos humeantes. Se quedó acostado, incapaz de moverse, y esperó la llegada del día.

El primero en levantarse fue un viejo con la cara sucia por una barba de quizá tres días, y un huevo escalfado por ojo. Cojeó hacia Joe Bob, que había cerrado sus ojos hasta convertirlos en rendijas, y lo miró. Luego, extendió una mano, arregló la manta que se le había abierto, y se volvió hacia la casi apagada fogata.

Estaba volviéndola a encender para el desayuno cuando dos de los otros salieron de sus envolturas. Uno era bastante alto, y llevaba un gancho por mano, y el otro era tan viejo como el primero. Estaba desnudo en el interior de las mantas, y no tenía un solo pelo en todo el cuerpo. Era rosado, muy rosado, y su piel suave. Se le veía incongruente: la cabeza de un viejo, con el cuerpo sonrosado y liso de un niño de una semana.

De los otros cuatro, tan solo uno era normal, sin tara. Joe Bob creyó esto hasta que se dio cuenta de que el normal no podía hablar. Los tres que quedaban eran un jorobado con un domo de plástico en su espalda que destellaba y contenía bandas de colores que cambiaban y alteraban su tonalidad según su estado de ánimo; un negro con quemaduras de rociado que le cubrían todo un lado de la cara, dándole la apariencia de alguien que siempre estaba medio en sombras; y una mujer que podía haber tenido de cuarenta a sesenta años, era imposible de decir, con cintas adhesivas de tres centímetros de ancho en sus muñecas y tobillos, cuyas junturas parecían doblarse en direcciones opuestas a las normales.

Mientras Joe Bob yacía contemplándolo todo disimuladamente, se lavaron lo mejor que pudieron, usando el agua de una bolsa antiséptica, evitando el agua burbujeante y cubierta de espuma del sucio arroyuelo que se arrastraba como un enorme gusano patatero a través del claro. Luego, el viejo del ojo raro se acercó a él y se arrodilló apretando la palma de su mano contra la mejilla de Joe Bob. Este abrió los ojos.

—No hay fiebre. Buenos días.

—Gracias —dijo Joe Bob. Tenía la boca seca.

—¿Qué tal le parecería una taza de un café bastante bueno con achicoria? —sonrió el viejo. Le faltaban dientes.

Joe Bob asintió con dificultad.

—¿Podría recostarme un poco más alto?

El viejo llamó:

—Walter... Marty... —y el que no podía hablar se acercó a él, seguido por el negro de rostro semimarfileño. Suavemente alzaron a Joe Bob hasta colocarlo en posición sentada. Le dolía terriblemente la espalda, y cada músculo de su cuerpo estaba entumecido por haber dormido sobre el frío suelo. El viejo le dio a Joe Bob una botella plástica de leche medio llena de café—. No hay ni leche ni azúcar, lo lamento.

Joe Bob sonrió agradeciéndoselo y bebió. Estaba muy caliente, pero era bueno. Lo notó correr por su interior, distribuyéndose por sus capilares.

—¿Dónde estoy? ¿Qué lugar es este?

—Nevada —dijo la mujer, acercándose y poniéndose en cuclillas. Llevaba un mono de campesino recortado por las pantorrillas, sujetado en los hombros por un par de pinzas.

—¿En qué lugar de Nevada? —preguntó Joe Bob.

—Oh, a unos quince kilómetros de Tonopah.

—Gracias por ayudarme.

—Yo no tuve nada que ver con eso. Si me hubieran hecho caso, ya nos habríamos ido. El estar tan cerca del tranvía me pone nerviosa.

—¿Por qué? —Miró hacia arriba; el tranvía aéreo, la menos impresionante de todas las obras en arco de Paolo Soleri, y aún así asombrosa, se extendía hacia el horizonte sobre los majestuosos brazos de los pilones que se alzaban hasta doscientos metros por encima de ellos.

—Por los cerdos de la Compañía. Hacen misiones de limpieza, a todo lo largo de este recorrido. Buscando saboteadores. No me gustaría que pensasen que éramos de esos.

Joe Bob se sentía nervioso. Los mayores patriotas estaban en las celdas de condenados a muerte. Uno podía violar a una niña, asesinar a siete mujeres, saltarle el cerebro a un viejo tendero, eso era aceptable; pero si era antinacional entonces hasta los peores criminales deseaban tomarse venganza de él. Pensó en Greg que, mientras esperaba el resultado de una apelación en las celdas para condenados de Q, había sido matado a golpes por un asesino de varks que había rociado a la multitud de una hora punta mientras trataba de huir de un robo en una farmacia, que le había salido mal. El asesino de varks había machacado la cabeza de Greg con un taburete de su celda. Fueran lo que fueran aquella gente, no eran como él.

—¿Cerdos? —preguntó Joe Bob.

—¿Cuánto tiempo llevas escapando, muchacho? —preguntó el increíblemente alto con un gancho por mano—. Cerdos. Policías. La ley.

El viejo cloqueó y le dio una palmada al alto en las nalgas.

—Paul, es demasiado joven para conocer esas palabras. Ese era nuestro vocabulario. Ahora les llaman...

Joe Bob le dijo la palabra que buscaba:

—¿Varks?

—Sí, varks. ¿Sabes de dónde viene eso?

Joe Bob negó con la cabeza.

El viejo se sentó y comenzó a hablar, y como si estuviese contando un cuento a unos niños, los demás se pusieron cómodos y le escucharon.

—Viene del oricteropo, el cerdo escarbador de África del Sur, al que en afrikaan se le llama aardvark. Simplemente lo acortaron a vark.

Siguió hablando, contando historias de los días en que él era más joven, de las cosas que habían pasado, de su país cuando era más nuevo. Y Joe Bob escuchaba. Como al viejo le habían hecho aquel huevo escalfado por ojo en un dispensario del gobierno, el mismo lugar en que Paul había recibido su gancho metálico, el mismo lugar en que Walter había perdido su lengua y a Marty lo habían trabajado con el ácido que le había dejado media cara en blanco. El mismo tipo de dispensario en el que todos habían sufrido. Pero hablaron de los desórdenes que habían terminado en aquellas tierras, y de como ahora iba todo mejor para todo el mundo, incluso para las bandas nómadas como la suya. Y el viejo les llamaba bindlestiffs, pero Joe Bob supo que cualquier cosa que eso significase, no era lo que él era. Y también sabía otra cosa: no era mejor.

—¿Juega al Monopolio? —preguntó el viejo.

El jorobado, con su domo de plástico destellando colores pastel, correteó hasta un atado y abriéndolo sacó una caja de cartón que había sido reparada muchas veces. Entonces le enseñaron a Joe como jugar al Monopolio. Perdió rápidamente; el acumular propiedades le parecía una estúpida pérdida de tiempo. Trató de hablarles de lo que estaba sucediendo en los Estados Unidos, acerca de la abolición del Trust del Pentágono, acerca de la abolición del Tribunal Supremo, acerca de como las universidades solo entrenaban gente para las grandes industrias o el Trust, acerca de las unidades centrales de memoria de computador en Denver en donde estaba codificada la identidad e historial de todo el mundo, para poder efectuar su arresto instantáneo, si era necesario. Acerca de todo. Pero ya lo conocían. No creían que fuera malo. Pensaban que mantenía a los saboteadores en su lugar, para que así el país pudiera ser tan bueno como siempre.

—Tengo que irme —dijo finalmente Joe Bob—. Gracias por ayudarme.

Era un juego en tablas: el odio contra la gratitud.

No le dijeron que se quedase con ellos. No lo había esperado.

Caminó subiendo por el lecho de grava; se quedó bajo la gran sombra aérea del tranvía suspendido que volaba de costa a costa, desde el Golfo a los Grandes Lagos, y miró hacia arriba. Parecía libre. Pero sabía que estaba anclado en el suelo, profundamente, cada doscientos metros. Solo parecía libre, porque Soleri lo había proyectado así. El arte no era realidad, únicamente apariencia de realidad.

Se volvió hacia el este. Sin lugar al que ir distinto a los demás, iba a cualquier parte. Hasta que retumbase el trueno, en cualquier rincón oscuro.

La inauguración de curso, en la Universidad Estatal de Nueva York, en Búfalo, era un asunto bien organizado. Organizado por los varks, tropas, rociadores y (añadió Joe Bob, mirando desde un tejado) cerdos. Los alumnos de primer curso estaban cuadriculados, divididos en grupos de no más de cuatro, en cubículos de paredes de plástico transparente. Tenían una visión sin obstáculos de las pantallas en las que el Presidente Interventor daba la lección inaugural del curso, pero no podían causar problemas a las fuerzas de represión en caso de disturbio. (Habían corrido rumores de insatisfacción, y hasta habían clavado en los tableros de anuncios una hoja multicopiada de protesta).

Joe Bob miró alrededor con sus prismáticos de teatro. Estaba observando a los perros guardianes.

La pertenencia e importancia dentro del claustro de profesores era indicado por el tipo, modelo y armamento de los perros guardianes robot que flotaban, zumbando suavemente, justamente por encima del hombro derecho de cada administrador y profesor. Joe Bob estaba buscando un modelo 2013 Dictográfico con nebulizadores de gases y bocas de rociado. El último modelo... el Presidente Interventor.

El modelo más moderno que había entre la multitud era un 2007. Eso significaba que todo eran ayudantes de cátedra y profesores auxiliares.

Y aquello significaba que estaban dando las primeras clases desde el estudio en el Edificio de Propaganda. Se deslizó por el tejado de vuelta hacia la torre artillera. El guarda aún seguía durmiendo, envuelto totalmente por un capullo de hilex. Miró a la momia envuelta en la plateada telaraña. Lo encontrarían y lo rociarían con disolvente. Joe Bob había dejado por cubrir la nariz; el guarda podía respirar.

¡El gran asesino!

Cállate.

El comando efectivo.

¡Te dije que cerraras el pico!

Se introdujo en el traje elástico de una pieza del guarda, tiró de las mangas hasta las muñecas, estirándolas para acomodar sus hombros, más anchos. Luego, llevando el arnés y el zurrón, descendió la escalera en espiral bajando hasta el Edificio de Propaganda propiamente dicho. No se veían varks dentro del edificio. Todos estaban de vigilancia exterior, pues estaban en una alerta de mucho cuidado: el día inaugural.

Continuó bajando niveles hasta el sistema de calefacción central. Era junio. Hacía calor fuera. Las calderas habían sido apagadas, los acondicionadores de aire regulados a unos placenteros 22° por todo el campus. Halló el esquema de los conductos y siguió con el dedo el camino hasta el estudio. Se puso el arnés y el zurrón, abrió una rejilla y se metió en los conductos. Era una larga subida vertical a través del sistema. Subiendo...

20 ¿recuerdas la regla que se transformó en ley, de que no podía ser discutido en las clases abiertas nada que no se refiriese directamente al sujeto que era explicado aquel día 19 y recuerdas aquellas clases de arte moderno en las que comenzaste a hacer preguntas acerca de los usos de las artes nobles como vehículo para el disentimiento y la revolución 18 y cómo empezaste a preguntarle al profesor acerca del Guernica de Picasso y la fiebre que le había llevado a pintarlo como una condena de los horrores de la guerra 17 y cómo el profesor se había olvidado de la regla y había contado la historia del fresco de Diego Rivera en el Rockefeller Center, que había sido encargado por Nelson Rockefeller 16 y cómo, cuando el fresco estuvo terminado, se vio que Rivera había pintado en un puesto prominente a Lenin, y Rockefeller le ordenó que pintase otro rostro encima, y Rivera había rehusado hacerlo 15 y cómo Rockefeller había hecho destruir el fresco 14 y al cabo de diez minutos de la discusión el Interventor había hecho que arrestasen al profesor 13 y recuerdas el día en que el Trust del Pentágono facilitó el dinero para construir el nuevo estadio a cambio de que el departamento de Teoría de Juegos fuera transformado en Tácticas y habían cambiado el nombre del edificio a Edificio Neuman 12 y recuerdas cuando te apuntaste a las clases y buscaron tu información en Central y hallaron todas las afiliaciones y te hicieron firmar el juramento de lealtad de los estudiantes 11 y aquella tarde hicieron un registro en el sótano 10 y te cogieron con Greg y Terry y Katherine 9 y no nos dieron ni una posibilidad de salir y llenaron el sótano con nebulizado 8 y le pegaron a Terry un tiro en la boca y Katherine 7 y Katherine 6 y Katherine 5 y ella murió acurrucada como un niño en el sofá 4 y entraron y agujerearon la puerta a disparos desde dentro para que pareciese como si hubiéramos estado devolviéndoles el fuego 3 y se os llevaron a ti y a Greg detenidos 2 y la bota y las esposas y las confesiones y escapaste y corriste? 1

Subiendo...

Mirando a través de los intersticios de una rejilla. El estudio. ¿No era estupendo? Cámaras, platos, todos ellos obesos y empolvados y contentos. Los perros guardianes girando girando sobre sus hombros en el aire girando y girando.

Ahora veremos lo duro que realmente eres.

¡No empieces a meterte conmigo!

Ahora tendrás que matar a alguien por fuerza.

Ya sé lo que tengo que hacer.

Veamos como concuerdan tus charlas pacifistas con el cargarte a alguien...

¡Maldito seas!

... a sangre fría, ¿no es así como se dice?

Puedo hacerlo.

Claro que puedes. Me produces náuseas.

Puedo: puedo hacerlo. Tengo que hacerlo.

Entonces, hazlo.

El estudio estaba repleto de administrativos, técnicos, guardas y soldados, con altos cargos militares vestidos de paisano observando los alumnos de primer curso en busca de posibles reclutas forzosos. Y, en los calabozos del campus, a veinte metros por debajo del Polvorín, once estudiantes se acurrucaban en jaulas de máxima seguridad: imposibilitados de ponerse en pie, imposibilitados de sentarse, estaban construidas de tal forma que un hombre solo podía estar acurrucado, con la espina dorsal arqueada.

Con los perros guardianes vigilando, dando vueltas y observando, dispuestos a disparar, era imposible secuestrar al Presidente Interventor. Pero había una forma en que confundir a los guardas robot. Wendell la había encontrado en Darmouth, pero había muerto por esa información. Pero había una forma.

Para ello necesitas matar a alguien.

Un vark. Necesito matar a un vark.

También los varks mueren.

Ignoró la conversación. No llevaba a ninguna parte; nunca llevaba a parte alguna. Tenía el rociador en la mano. Se estiró boca abajo, abrió las piernas y apoyó los lados de los pies contra el suelo, y apretó el culatín contra el hueco de su hombro derecho. En el punto de luz enfocado en la mira telescópica, vio lo que pasarla en los siguientes segundos. Rociaría al guarda de pie junto al cámara que llevaba la Arriflex. El guarda caería y los perros guardianes serían alertados. Comenzarían a escudriñar, y en aquel momento rociaría a uno de ellos. Se cortocircuitaría, y comenzaría a rociar. Los otros perros guardianes entrarían en acción, empezarían a dispararse entre ellos, y en la confusión subsiguiente abriría la rejilla de una patada, entraría de un salto y capturaría al Interventor. Si tenía suerte. Y, si aún tenía más suerte, escaparía con él. Con algo más de suerte aún, lo usaría como rescate para los once.

¡Suerte! Morirás.

Pues moriré. Ellos morirán, yo moriré. Moriremos todos, estoy cansado.

Todas tus palabras, todas tus excelentes y nobles palabras.

Recordó todas las cosas que había dicho a través del megáfono. Ahora le parecían lejanas y perdidas. Era el momento de las decisiones finales. Su dedo se envaró sobre el gatillo.

El punto de luz se agrandó.

La luz se hizo más fuerte.

No podía ver el estudio. El destello de la luz dorada lo ocultaba todo. Parpadeó, sacó el ojo de la mira del rociador y se dio cuenta de que la luz dorada estaba allí con él, dentro del conducto, rodeándole, dándole calor, brillando y agrandándose. Trató de respirar y se dio cuenta de que no podía. Su cabeza comenzó a palpitar, aumentando la presión en sus sienes. Tuvo un pensamiento pasajero: era uno de los perros guardianes, lo había olfateado y aquella era alguna clase nueva de niebla, o un rayo calorífico, o algo nuevo que desconocía. Entonces, todo se hizo borroso en un estallido de brillo dorado mucho más violento que cualquier cosa que jamás hubiera visto. Aún más que cuando estaba echado boca arriba, de niño en un campo de trigo invernal, mirando con los ojos muy abiertos al sol, para ver cuanto tiempo lo lograba soportar. ¿Por qué siempre había deseado sufrir dolor?, ¿para pavonearse ante quién? Aún más brillante que eso.

¿Quién soy, y a dónde voy?

Quién era: incontables miles de millones de átomos, separados y llevados lejos de allí, a lo largo de un túnel dorado perforado en el espacio azafrán y el tiempo ocre.

A dónde iba:

Joe Bob Hickey se despertó y la primera de las muchas sensaciones que cayeron en cascada sobre él fue la de balanceo. En una marea que no lo era, en el aire, quizá en el agua, meciéndose, en uno y otro sentido, en un movimiento pendular que le hacía sentir náuseas. La luz dorada se filtraba a través de sus cerrados párpados. Y sonidos. Agudos sonidos musicales que parecían cortarse antes de que los hubiera oído totalmente hasta el último trémolo vibratorio. Abrió los ojos y se encontró yaciendo de espaldas, sobre una sustancia suave que se amoldaba a la forma de su cuerpo. Volvió la cabeza y vio el megáfono y el zurrón en el suelo, cerca de él. El rociador había desaparecido. Luego volvió la cabeza al otro lado y miró hacia arriba. Había visto barrotes. Barrotes dorados alzándose en arco hacia una unión en lo alto. Como un arco gótico, por encima de él.

Lentamente, se puso de rodillas mientras arrolladoras oleadas de náusea se movían por su interior. Eran barrotes.

Se puso en pie y notó más claramente el balanceo. Dio tres pasos y se encontró al borde de la superficie suave. Colocada directamente sobre el suelo, era una superficie de tono grisáceo, una gran forma circular. Bajó de ella, al sólido suelo de... la gavia.

Era una gavia.

Caminó hasta los barrotes y miró afuera.

A quince metros por debajo había una calle. Una calle dorada en la que grandes seres bulboides se movían, llevando frente a ellos a humanos color azul pervencha, más pequeños que ellos, y dándoles latigazos para obligarles a tirar o empujar de las carretas en las que viajaban sentadas las criaturas bulbosas doradas. Se quedó mirándola durante largo tiempo.

Luego, Joe Bob Hickey regresó al colchón circular y se acostó. Cerró los ojos, y trató de dormir.

En los días que siguieron, fue bien alimentado, y se enteró de que el tiempo estaba bajo control. Si llovía, una burbuja de energía, que no comprendía, y que era invisible, cubría su gavia. El calor nunca era demasiado grande, ni nunca tenía frío por la noche. Se le llevaron las ropas y se las volvieron a traer enseguida... cambiadas. Después de aquello, siempre estaban limpias y flamantes.

Estaba en algún otro lugar. Le dejaron saber eso. Las criaturas bulbosas doradas eran la clase dirigente, y los humanos azules eran sus trabajadores. Estaba muy en algún otro lugar.

Joe Bob Hickey contemplaba las calles desde su gran gavia balanceante, suspendida a quince metros por encima de las concurridas calles. Desde su gavia lo podía ver todo. Podía ver a los dorados dirigentes bulbosos mientras guiaban a los pobres siervos azules y nunca vio el rostro de uno de esos seres más pequeños, pues sus ojos siempre estaban vueltos hacia sus pies.

No tenía ni idea de porque estaba allí.

Y estaba seguro de que se quedaría por siempre.

Sea la que fuere la idea que hubieran tenido en mente, al arrancarle de su tiempo y lugar, no sintieron necesidad de comunicársela. Era una cosa en una gavia, que colgaba balanceándose, aprisionada, muy arriba sobre una calle dorada.

Poco después de darse cuenta de que era allí donde iba a pasar el resto de su vida, fue bañado por una luz amarillo oscuro. Lo iluminó totalmente y le dio calor, y se quedó dormido durante un rato. Cuando despertó, se sintió mejor que en muchos años. Los agudos dolores que la herida de metralla le había causado regularmente, habían cesado. La herida había cicatrizado completamente. A pesar de que comía los extraños y simples alimentos que hallaba en su gavia, nunca sintió la necesidad de orinar o defecar. Vivía en sosiego, no deseando nada, porque no deseaba nada.

Despierta, por Dios. Contémplate a ti mismo.

Estoy bien. Estoy cansado, déjame tranquilo.

Se puso en pie y caminó hacia los barrotes. Allá abajo en la calle, se había detenido la carreta de un ser bulboide dorado, casi directamente debajo de la gavia. Vio como los hombres azul se desplomaban sobre su arneses, y contempló como la dorada cosa bulboide les fustigaba. Por alguna razón, vio aquello por primera vez tal como había visto las cosas antes de ser traído a aquel lugar. Sintió ira ante la injusticia del acto; notó como la sangre le latía en las sienes; comenzó a chillar. El ser dorado no se detuvo. Joe Bob buscó algo que tirarle. Aferró el megáfono, lo conectó y empezó a aullar, maldiciendo, amenazando al monstruo del látigo. El ser miró hacia arriba y sus muchos ojos plateados se clavaron en Joe Bob Hickey.

—¡Tirano, asesino, basura! —gritaba.

No podía detenerse. Gritó todas las cosas que había gritado durante años. Y el ser dejó de dar latigazos a los pequeños hombres azules, y estos lentamente se pusieron en pie y arrastraron la carreta, mientras el ser los seguía. Cuando estuvieron muy lejos, la criatura subió de nuevo a la plataforma de la carreta y los fustigó para que corrieran.

—¡Alzaos, so lechuguinos! ¡Luchad por la libertad!

Chilló durante todo aquel día, lanzando a lo lejos, con el megáfono, su voz que iba a estrellarse contra los muros de los edificios dorados sin ventanas.

—¡Arrancadles sus látigos! ¿Es esto lo que os merecéis? ¡Aún hay tiempo! Mientras uno de vosotros no esté totalmente esclavizado, aún existe una posibilidad. ¡No estáis solos! Somos un gran movimiento organizado de resistencia...

No están escuchando.

Escucharán.

Nunca. No les importa.

¡Sí! Sí, les importa. ¡Mira! ¿Ves?

Y tenía razón. Allá abajo, en la calle, pasaban carretas y cuando entraban en el radio de acción de su voz las criaturas bulbosas doradas comenzaban a gemir con terribles voces estridentes de insecto, y se azotaban a sí mismas con los látigos... Y las carretas se ponía de nuevo en marcha, alejándose... Y las criaturas golpeaban a sus esclavos azules hasta perderse de vista.

Frente a él, gemían y se fustigaban a sí mismos, tratando de purgar su crueldad. Tras él, reanudaban sus vidas normales.

No le llevó mucho tiempo el comprender.

Soy su conciencia.

Fuiste la última que pudieron hallar, y te tomaron, y ahora cuelgas de aquí y les remuerdes y ellos se golpean el pecho y gimen mea culpa, mea maxima culpa, y quedan limpios. Luego, siguen como antes.

Ineficaz.

Tótem.

Payaso, soy un payaso.

Pero habían elegido bien. No podía hacer otra cosa.

Tal como antes había sido una voz silenciosa, chillando palabras que debían ser chilladas, pero nunca oídas, seguía siendo esa voz silenciosa. Día tras día llegaban bajo él, y gemían su culpa; y tras hacerlo, quedaban libres para proseguir.

La luz amarillo oscuro, ¿sabes lo que te hizo?

Sí.

¿Sabes cuánto vivirás, cuánto tiempo estarás diciéndoles la porquería que son, cuánto tiempo te balancearás aquí en esta gavia?

Sí.

Pero sigues haciéndolo.

Sí.

¿Por qué? ¿Te gusta no servir para nada?

Sí sirve para algo.

Tú mismo dijiste que no servía para nada. ¿Por qué?

Porque si lo hago durante toda la eternidad, quizá al fin de la eternidad me dejarán morir.

(El gonolek de cabeza negra es el más rapaz de todos los alcaudones de las junglas africanas. Ornitológicamente, los vanga-alcaudones ocupan aproximadamente el mismo lugar entre los paserinos como los halcones y las lechuzas entre los no paserinos. Debido a que empalan a sus presas en espinas, se han ganado el cruel nombre de «pájaros carniceros». Como muchas aves de presa los alcaudones a menudo matan más de lo que pueden comer y, cuando se presenta la oportunidad, parecen matar por el simple placer de matar.)

Todo era luz dorada y consciencia.

(No es raro encontrar un árbol espinoso o una cerca de alambre de púas decorados con una docena o más de saltamontes, langostas, ratones o pequeños pájaros. La afirmación de que el alcaudón establece tales despensas en tiempos de abundancia para cubrir futuras necesidades ha sido puesta en duda. A menudo no regresa, y los cadáveres se secan o pudren lentamente.)

Joe Bob Hickey, presa de aquel mundo, empalado en una espina de luz por el alcaudón, y hermano del alcaudón mismo.

(La mayor parte de los alcaudones de la jungla tienen voces fuertes y melodiosas y revelan su presencia por llamadas distintivas.)

Se volvió hacia la calle, llevándose el megáfono a la boca y, solo como siempre, chilló:

—Jefferson dijo...

Desde la calle dorada llegó el sonido de gemir de insectos.