TODOS LOS SONIDOS DEL MIEDO
¿Qué clase de cultura estamos edificando a nuestro alrededor? Una sociedad en la que todo el mundo trata de adaptarse a la medida, la norma, el común denominador, la vulgaridad, el nivel común. Hasta los estudiantes muestran un tremendo conservadurismo que les induce a no sacar sus cabezas por encima de la multitud, a no sobresalir. Los candidatos políticos estadounidenses son tan blandengues porque deben, necesariamente, mostrar un rostro sin facciones, para identificarse con un electorado que tampoco las tiene. Hay una uniformidad en la forma de pensar, en la forma de actuar, en la forma de vestir, en los deseos y los objetivos. Más que a las amenazas obvias de las bombas de cobalto, el comunismo, el hambre, las plagas, la peste o las canciones modernas, yo temo por la seguridad de mi país y mi pueblo ante la amenaza de esta traicionera parálisis del ego. Y he tratado de decir algo sobre ella en el siguiente relato.
—¡Dadme algo de luz!
Grito: atormentado, medio gemido medio canto, lanzado contra una oscuridad susurrante; un hombre enfundado de blanco, con los brazos alzados hacia las baladroneantes sombras, fuliginosas cuencas en las que había habido ojos, suplicante, exigente, ira y desesperanza, angustia que va del alma al mundo. Trastabilló, un paso, dos, tambaleante, débil, el hombre vuelto a ser niño, tratando de encontrar alguna salida del envolvente mas y oscuridad en el que temblaba.
—¡Dadme algo de luz!
A su alrededor un coro griego de voces susurrantes; desgarrándose las vestiduras se bamboleó hacia una insinuación de sonido, un lugar de descanso, una meta. El hombre dolorido, la imagen de todo dolor, toda desesperación, y en ninguna parte de aquel círculo de dolorosa luz había un escape de su tormento. Pies con sandalias dando pasos, cada uno sobre un abismo, sin esperanza ni seguridad; ¿qué puede significar ser tan eternamente ciego?
De nuevo:
—¡Dadme algo de luz!
El último torturado arrancarse las palabras de una garganta en carne viva por la desesperanza de salvación. Entonces el hombre se hundió en las sombras que caían sobre él. El rostro medio oculto en un claroscuro, negro total blanco absoluto, hundiéndose y hundiéndose en lo gris de en derredor de sus pies, el círculo de ardiente luz blanca empalándolo, un ser clavado con una aguja de brillo hasta que cerrándose, cerrándose, cerrándose lo tragó, todo negrura, oscuridad dentro y fuera, un negro aún más oscuro, nada, fin, final; silencio.
Richard Becker, Edipo, había interpretado su primer papel. Veinticuatro años más tarde, lo interpretaría de nuevo en su última representación. Pero antes de que el telón de esa actuación final cayese, veinticuatro años de grandeza tendrían que desarrollarse en escenarios de vida y teatro y emoción.
Tiempo: pasando.
Cuando había decidido interpretar el mendigo paranoide de Dulces milagros, Richard Becker había ido a la tienda del Ejército de Salvación, y comprado una serie de harapos que hasta los mojigatos caritativos encargados de la tienda habían tratado de tirar a la basura como invendibles e inmundos. Compró un par de zapatos cuarteados y sin suelas de un número más grande del que usaba. Compró un sombrero que había visto tantos y tantos otoños de lluvia que su ala se había hundido y ajado bajo su acción. Compró un chaleco incoloro de un traje destruido hacía mucho, y un par de pantalones cuyo trasero formaba una bolsa deshilachada, y una camisa a la que faltaban tres botones, y una chaqueta que parecía tipificar cada uno de los desechos humanos que jamás hubiera dado un sueñecito en un callejón.
Compró esas cosas bajo la protesta de las amables mujeres de pelo cano que estaban haciendo su parte en la caridad, y preguntó si podía pasar al lavabo unos momentos para probárselas; y cuando emergió, con su buena chaqueta de paño inglés y sus pantalones oscuros bajo el brazo, era otro hombre. Como por arte de magia, la barba mal afeitada (que quizá ya la llevase cuando entró en la tienda, pero que había pasado inadvertida por lo apuesto de su presencia) cubría sus fláccidas mejillas. El pelo colgaba lacio y gris sucio bajo el aplastado sombrero. El rostro estaba arrugado y marcado por las privaciones y vicios de una vida pasada en los bajos fondos y en las tabernas. Las manos estaban encostradas de suciedad, los ojos sin lustre y desprovistos de personalidad, el cuerpo grotescamente encorvado por la carga de la simple existencia. Aquel viejo, vagabundo de la Bowery, ¿cómo se había metido en el lavabo, y dónde estaba aquel simpático joven que había entrado usando aquella chaqueta y pantalones? ¿Lo había, de alguna manera, dominado aquel ser (¿y qué sucia arma podía haber utilizado aquel débil viejo para dominar a un dinámico y fuerte joven?) Las canosas Buenas Mujeres Caritativas estaban heladas por la angustia al imaginar al atractivo y bien plantado joven, yaciendo en el lavabo, con su cráneo machacado por un trozo de cañería.
El viejo pordiosero ofreció la chaqueta, los pantalones y el resto de la ropa que el joven había llevado puesta y, con una voz que tenía treinta años menos que el cuerpo que la emitía, explicó:
—No voy a necesitar esto, señoras. Véndanselo a alguien que pueda hacer buen uso de ello. —La voz del joven, saliendo de aquel pellejo.
Y pagó por los harapos que llevaba. Lo contemplaron mientras cojeaba y caminaba tambaleante, saliendo a través de la puerta delantera hacia las sucias calles, otro vagabundo que iba a unirse a la marea de almas perdidas que inevitablemente se convertían en arroyo y río y océano de desperdicios, quedando finalmente varados en una celda de comisaría, o un portal, o un banco del parque.
Richard Becker pasó seis semanas viviendo en la Bowery; en hoteles de pulgas, almacenes abandonados, sótanos, alcantarillas y en los tejados de las casas, compartiendo y hundiéndose en la naturaleza y suciedad y degradación de los hombres vacíos de su tiempo.
Durante seis semanas fue un pordiosero, un borrachín acabado, alcoholizado sin esperanza, con ojos llorosos y manos reumáticas y la vejiga enferma.
Una a una las semanas llegaron a seis, y en el primer día de ensayo de Dulces milagros, el lunes de la séptima semana, Richard Becker llegó al Teatro Royale, donde representó su papel con las ropas que había llevado durante las pasadas seis semanas.
La obra llegó a las quinientas dieciocho representaciones y Richard Becker ganó el Premio del Círculo de Críticos Dramáticos como el mejor actor del año. También ganó el Premio como el actor novel más prometedor del año.
En aquel entonces tenía veintidós años de edad.
La siguiente temporada, después de que Dulces milagros hubiera ido de gira por provincias, Richard Becker se enteró, en las páginas de Variety, que John Foresman y T. H. Searle estaban a punto de comenzar los ensayos de Casa de infieles, el nuevo libreto de Odets, el primero en muchos años. A través de unos amigos en las oficinas de Foresman & Searle, obtuvo una copia del libreto, y seleccionó un papel que consideró maravilloso por sus posibilidades.
El papel de un artista introspectivo y atormentado, deprimido por el nivel de comercialización al que su trabajo había llegado, resuelto a recuperar la inocencia de la niñez que había perdido, a través de un trabajo manual en una fundición.
Cuando las críticas de la primera representación celebraron el concepto que de Tresk, el artista, tenía Richard Becker como: «Un pináculo de intuición téspica» y notaron que: «Su fidelidad en el papel llevó a parte del auditorio a preguntarse como un autor tan sensitivo podía aferrar la dura y poco sutil vida de un trabajador de fundición», no tenían ni idea de que Richard Becker hubiera trabajado durante casi dos meses en una fundición y estampación de acero en Pittsburgh. Pero el maquillador de Casa de infieles sospechaba que Richard Becker había sido víctima, en alguna ocasión, de un terrible fuego, pues sus manos estaban marcadas por los estragos de un gran fuego.
Tras dos éxitos, dos conquistas de Broadway, dos caracterizaciones que fueron equiparadas inmediatamente con las más brillantes que el callejón de Schubert hubiera contemplado jamás, la reputación de Richard Becker comenzó a tomar caracteres de leyenda.
EL HOMBRE QUE ES EL MÉTODO, le llamaban, en los mejores artículos y entrevistas. Cuando le preguntaron a Lee Strassberg del Actor’s Studio, contestó que Becker nunca había sido alumno suyo, pero que, si se hubiese presentado la ocasión, hubiera llegado hasta a pagarle para que asistiese a sus clases. En cualquier caso, la pericia de Richard Becker en la aplicación de la teoría de Stanislawski de inmersión total en un papel se convirtió en un ejemplo real de la validez del concepto. Evitando ser un simple repetidor de frases, Richard Becker era el hombre que pretendía ser en el escenario.
Se conocía bien poco de su vida privada, pues hacía saber que si tenía que ser totalmente convincente en una caracterización, no deseaba que una sombra intrusa de sí mismo se alzase entre el auditorio y la imagen que ofrecía.
Las ofertas de estrellato de Hollywood fueron rehusadas, pues, tal como comentó Theatre Arts en un breve artículo sobre Richard Becker:
«La gestalt que Becker proyecta a través de una hilera de luces de bambalinas quedaría disminuida y transformada en bidimensional en la pantalla de Hollywood. El arte de Becker es la destilación última de la verdad y una metamorfosis que requiere la realidad de una producción teatral para retener su pureza. Hasta puede notarse que Richard Becker actúa en cuatro dimensiones, en oposición a las simples y artesanales tres de sus contemporáneos. Seguramente nadie pueda argüir con ventaja contra el hecho de que contemplar una actuación de Becker es casi una experiencia religiosa. Únicamente podemos felicitar a Richard Becker por su perspicacia al rechazar ofertas de los estudios cinematográficos».
Los años de creación de un historial de papeles definitivos (arruinándolos totalmente para otros actores que fueran condenados a interpretarlos después de que Becker hubiera dicho todo lo que se podía decir) pasaron, mientras Richard Becker se transformaba, sucesivamente, en un Hamlet que daba nueva luz a las implicaciones freudianas de Shakespeare...
Un feroz segregacionista del Sur cuya mujer revela una ascendencia negra... Un vendedor parlanchín que se enfrenta con la futilidad y la cobardía... Un Marco Polo de múltiples facetas... Un proxeneta disoluto y totalmente amoral, movido por un odio hacia las mujeres, que le lleva a vender a su propia hermana al mal... Un político sin conciencia, muriendo de cáncer y senilidad...
Y el papel que había supuesto el mayor reto de todos los que había interpretado, el recrear, en la obra de Tennessee Williams, al loco fanático religioso, atrapado por sus propias emociones en conflicto, hasta llegar al asesinato a martillazos de una joven inocente... Cuando lo encontraron, en el apartamento de la modelo, junto a la Plaza Gramercy, fueron incapaces de obtener de él un relato coherente de por qué había hecho un acto tan repugnante, pues se había hundido en un tono estentóreo de fervor bíblico, pontificando acerca de la sangre del cordero y la maldición de Jezabel y los fuegos eternos de la perdición. Los hombres de Homicidios tenían entre sus filas a un novato, recién ingresado en la fuerza, que sintió terribles náuseas a la vista de las paredes manchadas y la aplastada forma arrinconada en la pequeña cocina; tuvo un violento mareo y se lo llevaron del apartamento unos minutos antes de que se llevasen a Richard Becker.
El juicio fue un acto doloroso para todos aquellos que lo habían visto en los escenarios, y el jurado ni tuvo que retirarse para llegar a un veredicto de locura.
Después de todo, fuera quien fuese aquel fanático que la defensa puso en el banquillo, no estaba cuerdo, y ciertamente ya no era Richard Becker, el actor.
Para el Doctor Charles Tedrow, el paciente en la celda acolchada 16 era una preocupación constante. Le resultaba imposible dejar de recordar una noche hacía tres años cuando había estado en una butaca de platea del Teatro Henry Miller, y había visto a Richard Becker, frívolo y hábil, como el risible Tosspot en el éxito cómico de la temporada Nunca con un granuja.
Era incapaz de separar sus pensamientos de la forma y figura de aquel actor que se había sumergido de tal forma en el Método que, por un tiempo, durante tres actos, era un torpe, refunfuñante, perillán alcohólico al que le gustaba comer granadas y (como Becker declaraba sobre las tablas) «¡la baratería de litoral!». Separarlos de aquella extraña y multifacetada criatura que vivía sus muchas vidas en la celda acolchada numerada con el 16.
Al principio, habían venido periodistas, para entrevistar al Buen Doctor a cargo del caso Becker, y al último de ellos (porque el Doctor Tedrow había establecido restricciones en aquel tipo de publicidad) le había dicho:
—Para un hombre como Richard Becker, el mundo era muy importante. Era muy hombre de su tiempo; no tenía una verdadera personalidad propia, si exceptuamos una facultad y necesidad absorbentes de reflejar el mundo que lo rodeaba. Era un actor en el más puro sentido de la palabra. El mundo le daba su personalidad, sus actitudes, su razón y su apariencia existenciales. Sáquele todo eso, enciérrelo en una celda acolchada, como nosotros nos vimos obligados a hacer, y comienza a perder su nexo con la realidad.
—Según tengo entendido —el periodista había preguntado cuidadosamente— Becker está reviviendo sus papeles, uno tras otro. ¿Es eso cierto, Doctor Tedrow?
Charles Tedrow era, por encima de todo, un hombre dedicado, y resultó evidente su furia ante aquella observación, por lo que revelaba de una fuga en la política de seguridad del sanatorio.
—Richard Becker está sufriendo lo que podría ser llamado, en términos psiquiátricos, una regresión alucinatoria inducida. En su búsqueda de alguna realidad, en esa celda, se ha aferrado al método de asumir las características de los personajes que representó en los escenarios. Por lo que he sido capaz de averiguar a través de las críticas de sus interpretaciones, está yendo desde la más reciente a la anterior y a la anterior, etcétera.
El periodista había hecho más preguntas, había formulado hipótesis aún más superficiales y fantasmagóricas, hasta que el Doctor Charles Tedrow se había visto obligado a concluir la entrevista.
Pero, mientras se hallaba sentado frente a Richard Becker, en la silenciosa oficina, se daba cuenta de que casi nada de lo que había concebido el periodista podía rivalizar con lo que Becker se había hecho a sí mismo.
—Dígame, doctor —preguntó el ampuloso y parlanchín vendedor ambulante que era Richard Becker—, ¿qué infiernos hay de nuevo en el mercado?
—Las cosas están realmente tranquilas estos días, Ted —replicó el médico. Becker llevaba así dos meses; sumergido en el papel de Ted Rogat, el bocazas tenorio, protagonista de la obra de Chayefsky El errante. Los seis meses anteriores había sido Marco Polo, y antes el nervioso boquiabierto e incestuoso hijo de La copa de la tristeza.
—¡Infiernos, recuerdo a una chavalina en, dónde sería, oh, sí, infiernos, sí! Fue en la ciudad de Kansas. La buena vieja C.K. ¡Muchacho, vaya si estaba buena! ¿Ha estado alguna vez en C.K., Doc? Yo era un detallista de medias de nylon cuando trabajaba C.K. Joroba, deje que le cuente...
Era difícil aceptar que el hombre sentado al otro lado de la mesa era un actor. Se parecía a su personaje, hablaba como su personaje, era Ted Rogat, y el Doctor Tedrow se encontraba de vez en cuando haciéndose a la idea de que debía soltar a aquel completo desconocido que se había metido en la celda de Richard Becker.
Siguió sentado y escuchó la historia de la singular puta de la ciudad de Kansas que Ted Rogat había recogido en un restaurante armenio, y seducido con promesas de medias. La escuchó y supo que sin importar cualquier otra cosa de Richard Becker, aquel ser de muchos rostros y muchas vidas, no estaba más cuerdo que el día en que había matado a la muchacha. Tras dieciocho meses en el sanatorio estaba yendo hacia atrás, atrás, atrás en su carrera artística, volviendo a interpretar los papeles, pero sin nunca enfrentarse con la realidad.
En el estado y enfermedad de Richard Becker, el Doctor Charles Tedrow se veía un poco a sí mismo, a todos los hombres, a su tiempo y al millar de enfermedades que eran su herencia.
Devolvió a Richard Becker, y al mismo tiempo a Ted Rogat a la seguridad del pequeño mundo de la celda 16.
Dos meses más tarde lo volvió a traer, y pasó tres horas muy interesantes discutiendo terapia de grupo con el Herr Doktor Ernst Loebisch, diplomado por la Academia de Medicina de Munich y la Clínica Psiquiátrica de Viena. Cuatro meses más tarde, el Doctor Tedrow trabó conocimiento con el amargado e insípido Jackie Bishoff, delincuente juvenil y héroe de Calles de la noche.
Y, casi un año después, el Doctor Tedrow estaba sentado en su oficina frente a un vagabundo, un despojo, un pordiosero de ojos llorones y vicioso que podía solo ser el mendigo de Dulces milagros, el primer triunfo de Richard Becker, veinticuatro años antes.
Tedrow no tenía ni idea de como resultaría ser Richard Becker sin camuflaje, en su propio caparazón. Ahora, a efectos prácticos, era un zarrapastroso viejo vagabundo con suciedad incrustada en las fláccidas arrugas de su cara.
—Señor Becker, quiero hablar con usted.
La desesperanza brilló en los ojos del viejo pordiosero. No hubo respuesta.
—Escúcheme, Becker. Por favor, escúcheme, si está en alguna parte de ahí dentro, si puede oírme. Deseo que comprenda lo que voy a decirle; es muy importante.
Un graznido, cascado y forzado, salió de los labios del vagabundo, que murmuró:
—Necesito un trago, ¿por qué no me da un trago, eh...?
Tedrow se inclinó sobre la mesa, y su mano temblaba cuando tomó la barbilla del viejo vagabundo en su palma, y la mantuvo fija, mirando a los ojos del extraño.
—Escúcheme, Becker. Tiene que escucharme. He mirado los archivos y, por lo que estos dicen, esa fue la primera actuación que usted hizo. ¡No sé qué pasará! No sé que forma tomará este síndrome cuando ya haya usado todas sus otras vidas. Pero si puede oírme, tiene que comprender que quizá se esté acercando a un período crítico de su ...vida.
El viejo pordiosero se mojó sus labios cuarteados.
—¡Escuche! Aquí estoy, quiero ayudarle. Quiero hacer algo por usted, Becker. Si puede salir de ahí un instante, tan solo un segundo, podremos establecer contacto. Tiene que ser ahora o...
Lo dejó sin terminar. No tenía forma en que saber qué era lo que sucedería. Cuando quedó en silencio, mientras soltaba la barbilla del viejo, se inició una extraña alteración de músculos faciales, y los rasgos del despojo se alteraron, fluyendo como mercurio, y por un segundo vio un rostro que reconoció. En unos ojos que ya no estaba enrojecidos y sanguinolentos, el Doctor Charles Tedrow pudo ver inteligencia.
—Parece como si tuviera miedo, doctor —dijo Richard Becker. Y—: Adiós, otra vez.
Entonces la luz murió, el rostro se alteró de nuevo, y el médico estuvo contemplando una vez más el vacío rostro del despojo de los barrios bajos.
Envió al viejo de vuelta a la celda 16. Más tarde, aquel mismo día, hizo que uno de los enfermeros le llevase una botella de moscatel de 89 centavos.
—¡Hable ya! ¿Qué infiernos está pasando ahí?
—No... puedo explicarlo, Doctor Tedrow. Pero será mejor... será mejor que venga de inmediato. Es... es, ¡oh, Jesús!
—¿Qué ocurre? ¡Deje de llorar, Wilson, y dígame qué infiernos ocurre!
—Es, es el número dieciséis... es...
—Estaré ahí dentro de veinte minutos. No deje que nadie se acerque a esa habitación. ¿Comprende? ¡Wilson! ¿Me comprende?
—Síseñor, síseñor. Yo... Oh, Cristo... Apresúrese Doc...
Podía notar el pantalón de su pijama arrugado alrededor de sus rodillas, bajo los tejanos, mientras apretaba a fondo el acelerador de su coche. Los senderos de medianoche pasaban traqueteantes por el parabrisas, y la lóbrega oscuridad por la que corría era casi demasiado grotesca para ser algo natural.
Cuando metió el coche por el camino del sanatorio, el portero abrió la verja de hierro casi espasmódicamente. El vehículo mordisqueó la grava, lanzándola hacia atrás en amplio abanico, cuando Tedrow se abalanzó hacia adelante. Cuando frenó chirriando frente al sanatorio, las puertas se abrieron violentamente y el Ayudante Jefe, Wilson, corrió escaleras abajo.
—Por aquí, p... por aquí, Doctor Te...
—¡Salga del paso, so idiota, ya sé el camino! —echó a Wilson a un lado y subió a saltos los escalones, metiéndose en el edificio.
—Todo empezó hace una hora... No sabíamos lo que estaba pasan...
—¿Y no me llamó inmediatamente? ¡Burro!
—Pensamos, pensamos que era otro de sus estadios, ya sabe como son...
Tedrow dio un bufido de ira y lanzó su abrigo mientras corría rápidamente por el pasillo hacia la sección del sanatorio que albergaba las celdas acolchadas.
Cuando llegaron al anexo, oyó por primera vez el chillido, a través de la gruesa puerta de cristal.
En aquel chillido, en aquel atormentado, suplicante, implorante y desesperadamente perdido temblor estaban contenidos todos los sonidos del miedo que jamás hubiera oído. En aquella voz escuchó hasta su propia voz, su propia alma, gritando por algo.
Por un algo innombrable, cuando escuchó de nuevo el chillido.
—¡Dadme algo de luz!
Otro mundo, otra voz, otra vida. Algún condenado y vacío rogar desde un rincón de un universo polvoriento. Colgando atemporal, vibrante en su incolora agonía. Un millón de voces robadas, cansadas y ciegas, fundidas en aquel aullido, toda la eterna tristeza y pérdidas y dolores jamás conocidos por el hombre. Todo estaba allí, mientras lo bueno del mundo era abierto en canal y abandonado para sangrar su fluido dorado sobre el polvo. Era un animal solitario en el acto de ser comido por un ave de presa. Era un centenar de niños aplastados bajo orugas de acero. Era un buen hombre con sus entrañas desparramadas sobre sus manos sanguinolentas. Era el alma y el dolor y la misma fibra vital de la existencia, escapándose, sin luz, sin esperanza, sin posibilidad de socorro.
—¡Dadme algo de luz!
Tedrow se lanzó contra la puerta, y tiró del pestillo del ventanillo de observación. Miró durante largo y silencioso rato mientras el chillido temblaba de nuevo en el aire, ingrávido, transparente, haciendo ecos en el vacío. Miró, y sintió como el impacto de un horror sin límites sofocaba su propio alarido de incredulidad y terror.
Entonces, dio la espalda al ventanillo y se quedó allí, con la espalda bañada en sudor, contra la puerta, con la última visión de Richard Becker a quien esperaba no volver a contemplar nunca más, grabada al fuego para siempre en sus retinas.
El sonido de sus débiles sollozos en el pasillo mantuvo alejados a los otros. Miraban silenciosos, escuchando aún aquel nunca pronunciado eco que reverberaba una y otra y otra vez por los corredores
—¡Dadme algo de luz!
Tanteando tras de sí, Tedrow cerró de un golpe el ventanillo, y luego su brazo cayó de nuevo a su costado.
Mientras, en el interior de la celda 16, yaciendo contra la pared más lejana, con la espalda apoyada en el suave e inerte acolchado, Richard Becker miraba a la puerta, al pasillo, al mundo, por siempre.
Miraba tal cual en el instante de su nacimiento, pura y simplemente.
Sin rostro. Desde el nacimiento del cabello hasta la barbilla, un vacío, un espacio en blanco, una extensión sin facciones. Vacío. Silencioso. Desprovisto da visión u olfato u oído. En blanco y sin facciones, un ser al que Dios nunca se había dignado bendecir con un espejo del alma. Ahora, su Método había desaparecido.
Richard Becker, actor, había interpretado su último papel, y se había ido, llevándose con él a Richard Becker, un hombre que había conocido todos los sonidos, todas las visiones, toda la vida del miedo.