LOS DESECHADOS
Los guapos se dan mejor vida que los feos. Esto suena a frase hecha y, sin embargo, todos los bellos de este mundo, defendiéndose hasta el final, dirán que no es cierto. Pretenderán que el ser guapos les complica la existencia. Que les dan más empujones, que la gente trata más de usarlos, y, oyendo a las chicas guapas, uno llegaría a creer que su belleza es una maldición, pura y simplemente. Pero piensen en ello un momento: al menos, un ser humano hermoso tiene eso como base de partida. Los feos tienen que trabajar más para conseguir una migaja; las cosas son más difíciles para ellos. Racionalizar esto es bien simple: adoramos a la generación de la Pepsi; tenemos una necesidad patológica, generalizada, de ocultar nuestra edad, arreglarnos las caras, vestimos como niñitos tamaño gigante, nos teñimos las canas y vivimos en una mentira. ¿Qué ha pasado con el envejecer con dignidad, con la reverencia por los ancianos, con la búsqueda de una personalidad como algo contrapuesto a la simple belleza superficial? Les advierto: esto es una enfermedad; les carcomerá desde dentro mientras el exterior parece brillar. Irá empeorando hasta convertirse en una cultura que no podrá tolerar a los desechados.
Bedzyk vio cómo Riila se volvía loca, y contempló cómo se abalanzaba contra el portillo de lucita, hasta que su diminuta cabeza quedaba convertida en una pequeña masa sanguinolenta de carne machacada y sangre. Suspiró, y aspiró profundamente hasta hinchar el enorme fuelle de sus pulmones, y se preguntó por qué él, entre todos los desechados, había sido tan sencillamente nombrado su líder. El navío colgaba en el espacio, entre la Luna y la Tierra, no deseado, desapercibido, una balsa a la deriva en el océano de la noche.
A su alrededor, en el salón de la nave, los otros contemplaban cómo Riila se suicidaba, y cuando su cuerpo cayó sobre la alfombra, se dieron la vuelta, dejando que Bedzyk decidiese quién iba a deshacerse de ella. Eligió a John Smith, aquél con plumas en donde debería haber tenido cabello, y al otro sin nombre, que balbuceaba en lugar de hablar.
Los dos alzaron el pesado cuerpo, con su pequeña cabeza de guisante, y lo llevaron hasta la compuerta de desperdicios. La vaciaron, la abrieron, tiraron el cadáver dentro, cerraron la escotilla y lo lanzaron fuera. Pasó junto a la ventana del salón en su trayectoria. Al cabo de un momento hubo desaparecido.
Bedzyk se sentó en un sillón e introdujo aire con un silbido en su tremendo pecho. Era un trabajo duro ser el líder de aquella gente.
¿Gente? No, esa no era exactamente la palabra. Aquellos desechos. Esa sí que era una bonita palabra a usar, con muchas connotaciones. Eran restos, bazofia, basura, piltrafas. Cuán adecuado había sido que Riila les hubiera abandonado por aquel camino, la compuerta de basuras. Todos utilizarían aquel camino algún día. Se fijó en que no había «día» en la nave. Pero algún algo, quizá un día, quizá una noche, cada uno de ellos saldría vomitado por aquella compuerta.
Tenía que ser así. Eran los desechos.
Pero, ¿gente? No, no eran gente. La gente no tenía ganchos en lugar de manos, ni un ojo ciclópeo, ni caparazones, ni gibas en el pecho y la espalda, ni aletas, ni ninguna de las otras mutaciones que exhibían los residentes en la nave. La gente era normal. Con brazos, piernas y ojos que hacían juego entre sí. Parejas compuestas por un hombre y una mujer normales, distribuidos normalmente por el Sistema Solar, y que se dividían normalmente entre ellos y los mundos fronterizos del Borde los bienes de ese Sistema. Todos normalmente dispuestos a dejar que los sucios desechados muriesen en su prisión.
—Nos ha dejado.
Había ahuecado los labios, hundido su cabeza, perfectamente normal, en su gigantesco pecho y pensado. Ahora, miró al que hablaba. Era John Smith, con plumas en donde debiera haber tenido cabello.
—He dicho que nos ha dejado.
Bedzyk asintió sin replicar. Riila era una más de la serie. Ya habían perdido más de doscientos desechados en la nave.
Y perderían más.
Era extraño como aquellas... dudó de nuevo antes de usar la palabra gente, para finalmente utilizar la que empleaban entre ellos: criaturas... aquellas criaturas se habían insensibilizado ante la muerte de uno de su especie. O quizá no se considerasen a sí mismos tan deformes como el resto. Cada persona de la nave era diferente. No había dos que hubieran sido afectadas de la misma manera por la Enfermedad. A algunas de aquellas criaturas se les habían alterado las fibras mismas de los músculos, dejando inútiles sus miembros; a otras se les habían obturado los poros de la piel, eliminando todo pelo.
Y a otros, los extraños fluidos segregados en el interior de su riego sanguíneo les habían originando el crecimiento de extrañas formas allá donde había habido lisura. Pero quizá cada uno de ellos pensase que era menos repugnante que los otros. Era concebible. Bedzyk pensaba que su enorme pecho no era tan molesto a la vista como, por ejemplo, la espinosa cresta y cabezas dobles de Samswope. De hecho, pensó amargamente Bedzyk, mucha gente creía que aquel pecho grande como un barril, recubierto de vello oscuro y de apostura heroica era atractivo... Los otros son bastante horribles, pero yo no, sobre todo yo no. Sí, era concebible.
En cualquier caso, ahora ya no prestaban atención si uno de su grupo se quitaba la vida. Miraban a otra parte; de todas formas, la mayor parte de ellos estarían mejor muertos.
Entonces se dio cuenta:
¡Estaba comenzando a comportarse como los demás! Tenía que dejar de pensar así. No estaba bien. No debía permitirse que nadie aceptase la muerte de esa manera. Decidió que el próximo sería detenido, y que les iba a hacer una seria advertencia, y decirles a los desechados que pronto aterrizarían, así que ánimo.
Pero sabía que se quedaría sentado la próxima vez, viéndolo ocurrir, tal como había hecho ésta. Pues había tomado la misma resolución antes de que Riila les dejase.
Samswope llegó al salón; había estado de cocina todo el «día» y sus dos cabezas estaban bañadas en sudor. Se abrió paso, entre los grupos que conversaban, hasta el asiento junto al de Bedzyk.
—Mmm —era su saludo; estaba dando cuenta de su llegada.
—Hey, Sam. ¿Qué tal va?
—Mizzu-miz —farfulló, imitando a Scalomina (el cíclope ex-fontanero, de ascendencia siciliana), moviendo la mano en un ademán típico de éste—. Viviré. Por desgracia —añadió esto último con un mínimo de humor.
Todos los habitantes de la nave estaban hundidos en el pesimismo.
—Riila se suicidó hace un rato —dijo Bedzyk, sin darle importancia. No había otra forma de decirlo.
—Me lo imaginé —contestó Samswope—. Vi como la llevaban junto a la cocina, hacia la compuerta de desperdicios. Es el sexto caso, solo en este semana. ¿Vas a hacer algo, Bed?
Bedzyk se giró abruptamente en el sillón. Dirigió una mirada a un punto situado exactamente entre las dos cabezas de Samswope. Sus palabras tenían toda la amargura de la impotencia y la ira por el hecho de que la responsabilidad recayese sobre él.
—¿Qué es lo que quieres decir con eso de que qué voy a hacer? ¡Por Dios, yo también estoy prisionero aquí! Cuando hicieron la gran redada, me arrancaron de una esposa y tres hijos, igual que a ti te sacaron de tu negocio de coches usados. ¿Qué infiernos quieres que haga? ¿Rogarles que no se abran sus cabezas contra la lucita, pues eso ensucia nuestra bella ventana al espacio? ¡Mierda!
—No sueltes tacos, Bed, ya sabes que no me gustan.
Bedzyk hizo un gesto de impaciencia.
—Sí, sí, ya sé. Eras un buen metodista, ibas a la iglesia cada domingo, y luego el lunes volvías a robar a la gente todo lo que podías... Me gusta aun menos que a ti el estar aquí.
Samswope se pasó ambas manos por sus caras simultáneamente, con ademán de cansancio. Los ojos azules de su cabeza izquierda se cerraron, y los marrones de la derecha parpadearon rápidamente. Su cabeza izquierda, que había estado hablando hasta ahora, se derrumbó sobre su pecho. Su cabeza derecha, la casi estúpida, murmuró incoherentemente... La cabeza izquierda de Samswope se alzó de un tirón, y una mirada de disgusto y odio ensombreció sus ojos:
—¡Cállate, so... so estúpido! —Golpeó su cabeza derecha con el puño.
Bedzyk lo miró sin sentir compasión. La primera vez que había visto como Samswope se golpeaba, ¿o sería mejor decir flagelaba?, había sentido piedad por el mutante. Pero ahora ya era algo habitual el que Samswope descargase su ira en su cabeza estúpida. Y había veces en que Bedzyk pensaba que Samswope estaba mejor que muchos. Al menos tenía una válvula de escape, un recipiente para su odio.
—Tómatelo con calma, Sam. Nadie va a ayudarnos, ni un solo y asqueroso...
Samswope le echó una mirada a Bedzyk, y se lo pensó mejor al contemplar los gruesos brazos y enorme pecho del hombre, por lo que cansinamente murmuró:
—Oh, no sé, Bedzyk, no sé —dejó caer su cabeza izquierda entre sus manos. La derecha le guiñó en forma imbécil a Bedzyk. Este se estremeció y miró a otra parte.
—Si pudiéramos haber hecho aquel aterrizaje en Venus —entonó Samswope desde el interior de sus manos—. Si solo nos hubieran dejado.
—Ya deberías saber, Sam —le recordó amargamente Bedzyk—, que no hay sitio para nosotros en todo el Sistema. No hay sitio en la Tierra ni en parte alguna. Tienen colocaciones, cuotas y asignaciones. Tantos en Io, tantos en Calixto, tantos en la Luna y Venus y Marte y cualquier otro lugar en el que quieras asentarte. No hay lugar para los desechados. No hay lugar en todo el espacio.
Al otro lado del salón tres hombres-peces, cuyas cabezas iban enfundadas en cascos transparentes y burbujeantes, se habían enzarzado en una disputa, y dos de ellos estaban tratando de abrir el seguro del cierre del casco del tercero. Esto ya era algo distinto; aquel hombre-pez estaba luchando, no deseaba morir dando boqueadas. Esto no era un suicidio, sino un asesinato, si los dejaba continuar.
Bedzyk se puso en pie de un salto y se abalanzó contra los dos hombres-peces atacantes. Asió a uno por el antebrazo y le hizo dar la vuelta. Tenía el puño ya en alto, cuando se dio cuenta de que un golpe podría destrozar el globo acuoso que rodeaba el rostro de pez y matar al mutante. Por consiguiente, le hizo dar otra vuelta y lo empujó firmemente apoyándole las manos en los hombros, hacia la puerta del compartimento. El hombre-pez se tambaleó alejándose, lanzando burbujeantes maldiciones dentro de su agua vital, y echando furiosas miradas hacia sus compañeros. El segundo hombre-pez abandonó la escena por su propia voluntad, siguiendo al primero fuera del salón.
Bedzyk ayudó al hombre-pez restante a tomarse un relajante, y contempló desinteresadamente cómo el mutante dejaba que un nuevo suministro de aire burbujease por el agua del globo. El hombre-pez murmuró gracias con su boca sin labios, y Bedzyk no le dio importancia al asunto. Regresó a su sillón.
Samswope estaba dando masajes a su cabeza estúpida.
—Esos tres nunca se comportarán como adultos.
Bedzyk se dejó caer sobre el sillón.
—Tampoco tú te sentirías muy dichoso viviendo dentro de una pecera, Swope.
Samswope dejó de dar masaje a la arrugada piel amarillenta de la cabeza estúpida, pareció dispuesto a contestar ásperamente pero un pitido y un graznido del intercomunicador le interrumpió.
—¡Bedzyk! Bedzyk, ¿estás ahí abajo? —era la voz de Harmony Teat en la sala de control. ¿Por qué siempre le llamaban a él? ¿Por qué insistían en convertirlo en árbitro de todo?
—Ajá, estoy aquí, en el salón. ¿Qué pasa?
El intercomunicador pitó de nuevo y la melosa voz de Harmony Teat surgió del techo:
—Acabo de localizar una nave que se acerca a nosotros, desde las tres treinta. Acabo de repasar las efemérides y las listas de vuelos regulares. No debería haber nada ahí. ¿Qué debo hacer? ¿Crees que sea una nave aduanera de la Tierra?
Bedzyk se puso en pie. Suspiró.
—No, no creo que sea una nave aduanera. Nos desterraron, pero dudo que tengan la imaginación o el coraje suficiente para venir a exigirnos cuentas. No sé lo que pueda ser, Harmony. No hagas nada y graba cualquier señal que envíen. Voy hacia ahí arriba.
Salió rápidamente del salón, y subió las rampas en zig-zag hacia la sala de navegación. No se dio cuenta de que Samswope lo seguía hasta que hubo pasado el nivel hidropónico.
—Esto... se me ha ocurrido acompañarte, Bed —dijo Samswope en tono de disculpa, frotándose sus pequeñas manos rojizas—. No quería seguir con esos... esos monstruos. —Su cabeza estúpida colgaba hacia un lado, durmiendo un sueño inquieto.
Bedzyk no le contestó. Se dio la vuelta y caminó cubiertas arriba, sin mirar hacia atrás.
No hubo problemas. La nave se identificó cuando estaba aún muy lejos. Era una nave aviso del Sistema Central en Butte, Montana, Tierra. En él viajaba un Agregado Especial llamado Curran. Cuando la nave se situó en órbita paralela al navío de los desechados, acercándose para un contacto, Harmony Teat (cuyo largo cabello gris verdoso le llegaba por debajo de las aguzadas prominencias de su columna vertebral) estableció un campo de atracción en aquella zona del casco. La nave terrestre golpeó resonantemente el navío de los desechados, y sincronizaron compuertas.
Curran pasó ataviado con un traje espacial.
Era un joven delgado e increíblemente bronceado, con un pelo tan corto que casi se le veía el cráneo. Tenía ojos vivaces y su trato correcto era el propio de un dignatario profesional del Servicio Extranjero.
Bedzyk no se entretuvo en cortesías:
—¿Qué es lo que quiere?
—Si se me permite preguntarlo, ¿con quién estoy hablando, señor?
Curran era el perfecto modelo del diplomático.
—Bedzyk es como me llamaban en la Tierra —frío, desdeñoso, quizá-sea-repugnante-pero-aún-tengo-mi-pequeño-orgullo.
—Mi nombre es Curran, señor Bedzyk. Alan Curran del Sistema Central. Se me ha ordenado que venga a hablarle acerca de...
Bedzyk se recostó contra el mamparo opuesto a la compuerta, sin ofrecerle siquiera al Agregado el pasar al salón.
—Quiere que salgamos de su cielo, ¿no? Es usted un maloliente y sucio... —Titubeó en su furia. No podía acabar la frase, por lo irritado que estaba—. Lanzan demasiadas bombas ahí abajo, y eventualmente algunos que tenemos algo en nuestra sangre reaccionamos, y nos convertimos en monstruos. ¿Qué hacen entonces...? Le llaman la Enfermedad, nos apresan queramos o no, y nos lanzan al espacio.
—Señor Bedzyk, yo...
—Usted, ¿qué? ¿Qué infiernos quiere ahora, señor Sistema Central? ¡Con su elegante y limpio cuerpo y su bella casa en la Tierra, y sus asignaciones de cuanta gente ha de vivir en cada lugar para mantener estático el balance cultural! Usted, ¿qué? ¿Quiere invitarnos a que nos vayamos? De acuerdo, nos iremos —estaba casi aullando, con el rostro púrpura por la emoción, y las grandes manos, apretadas contra sus costados para evitar golpear al emisario—. Saldremos de su cielo. Hemos recorrido todo el camino hasta el Borde, señor Curran, y no hay ningún lugar en el espacio para nosotros. No nos quieren dejar aterrizar ni en los mundos fronterizos en los que podríamos ser útiles. ¡O, no!, piensan que los vamos a contaminar. De acuerdo, no nos empuje, Curran, que ya nos vamos.
Comenzó a dar la vuelta, y ya estaba junto al pasadizo, cuando la fuerte voz de Curran lo detuvo:
—¡Bedzyk!
El hombre de pecho prominente se volvió. Curran estaba despegando el cierre adhesivo de la parte superior de su traje. Lo abrió y mostró su pecho.
Estaba cubierto de llagas leprosas, verdes y marrones. Entonces, el bronceado de su cara tampoco era natural. Era un hombre con la Enfermedad, que deseaba saber cómo la había adquirido... cómo podía curarse. En la nave, llamaban a la deformidad especial de Curran el «contrabando».
Bedzyk regresó lentamente, sin apartar la vista del rostro de Curran.
—¿Le enviaron a hablar con nosotros? —preguntó, asombrado.
Curran volvió a cerrar su traje, y asintió. Se puso una mano en el pecho, como deseando estar seguro de que sus pústulas no iban a escapar, abandonándole. En sus ojos brilló un intenso terror.
—Las cosas se están poniendo peor allá abajo, Bedzyk —dijo como si hubiese una terrible necesidad de apresurarse—. Cada día cambian más y más. Nunca se había visto nada igual...
Dudó, se estremeció.
Se pasó una mano por la cara, y se tambaleó ligeramente, como si los recuerdos que se ocultaban en su interior fuesen a hacerle desmayarse.
—Me... me gustaría sentarme.
Bedzyk lo sostuvo por el codo, y lo acompañó unos pasos hacia el salón. Entonces Dresden, la muchacha con manos de cristal, que llevaba unos monstruosos guantes acolchados, salió por el pasillo de conexión que conducía allí, y Bedzyk pensó en el centenar de extrañas formas con que Curran tendría que enfrentarse. Eso no iba a ser bueno para su estado. Se volvió en la otra dirección, y llevó a Curran de vuelta a la sala de navegación, en la que Samswope estaba en pleno fornicio con Harmony Teat.
Les interrumpieron, y los dos mutantes saltaron aparte, como si estuvieran cargados negativamente.
Se quedaron coritos, mirándoles aborregadamente, y Bedzyk hizo un gesto de que salieran. Recogieron apresuradamente sus cosas, que estaban amontonadas sobre la cámara de trayectorias, y salieron a escape por el pasadizo. Bedzyk suspiró profundamente e indicó un sillón de pilotaje.
—Siéntese.
Curran parecía un colegial tembloroso. Se hundió en el sillón, tocándose de nuevo, incrédulo, el pecho.
—Estoy así desde hace dos meses. Aún no lo han averiguado; he tratado de impedir que lo vieran...
Estaba estremeciéndose violentamente.
Bedzyk se sentó sobre el estante de la cámara de trayectorias, poniendo una pierna encima de otra. Cruzó los brazos sobre el enorme pecho y miró a Curran.
—¿Qué es lo que quieren ahí abajo? ¿Qué es lo quieren de sus queridos desechados? —Saboreó esta última palabra, que le sabía a alumbre.
—Las cosas están... tan mal que no va a creerlo, Bedzyk —se pasó la mano por el corto cabello, nerviosamente—. Creíamos haber vencido la Enfermedad. Teníamos todas las razones para creer que el rociado atmosférico que Fármacos Tierra había desarrollado acabaría con ella. Rociaron el planeta entero, pero en el producto había algo que no conocían, que se combinó con algo de la Enfermedad que tan solo medio sospechaban, y esto produjo una variedad más fuerte.
«Fue entonces cuando las cosas empezaron a ir mal. Lo que había sido un asunto minoritario, que solo atacaba a unos pocos como ustedes, con alguna debilidad en la sangre que los convertía en susceptibles, se transformó en una regla en lugar de una excepción. La gente comenzó a cambiar a ojos vistas. Yo... Yo... —Tartamudeó, estremeciéndose de nuevo ante otro recuerdo.
»Mi... mi prometida —prosiguió—, mirando su maletín diplomático y sus manos—. Estaba almorzando con ella en la Terraza del Rockefeller Plaza. Teníamos que regresar a nuestro trabajo en Butte al cabo de veinte minutos, con el tiempo justo para tomar un taxi, y ella ...ella... cambió mientras estábamos allí sentados. Sus ojos empezaron... empezaron... no puedo explicarlo, uno no puede explicar lo que fue el verlos convertirse en agua y gotear por sus mejillas como... Fue... —su rostro se contrajo como si estuviera tratando de contenerse para no enloquecer totalmente.
Bedzyk cortó secamente su histeria:
—Tenemos en la nave, en este momento, a siete personas así. Sé lo que quiere decir. Y no son los que están peor. Prosiga, ¿estaba diciendo?
Tan prosaica aceptación del horror detuvo totalmente la histeria de Curran.
—Las cosas se pusieron tan mal que todo el mundo se quedaba en sus casas, nadie salía por lo horrible de la situación. Entonces un curandero de Cincinnati, o algún sitio así, obtuvo la solución. Un suero, hecho de una secreción de la sangre de... de...
Bedzyk añadió el resto, por él:
—¿De los desechados?
Curran asintió seriamente.
La risa de tonalidades hirientes de Bedzyk agitó la delgada capa de cordura de Curran. Miró al hombre sentado junto a la cámara de trayectorias. Su rostro adquirió una expresión de furia.
—¿De qué se ríe? ¡Necesitamos su ayuda! Les necesitamos a todos ustedes como donantes de sangre.
—¿Por qué no usar a los cambiados de ahí abajo? —Apuntó con el pulgar a la gran ventana de observación de lucita en la que colgaba la Tierra, turgente y multicolor—. ¿Qué hay de malo en ellos... —y luego añadió con malicia— y en usted?
Curran tuvo un estremecimiento nervioso cuando se dio cuenta de que podía ser alineado, con tanta facilidad, con los enfermos.
—No servimos. Fuimos cambiados por esta nueva Enfermedad mutada. La secreción en nuestra sangre es diferente de la de ustedes. Ustedes fueron atacados por la Enfermedad primaria. Nosotros tenemos una más complicada. Pero, según ha demostrado la investigación, los únicos que tienen lo que necesitamos son ustedes los dese... —Se contuvo—. Ustedes que fueron sacados de la Tierra antes de que se alterase la Enfermedad.
Bedzyk resopló despreciativamente. Dejó que una amarga e incrédula sonrisa se asomara a sus labios.
—Ustedes los terrestres son fantásticos —agitó la cabeza como riendo de un chiste privado.
Se bajó del estante de la cámara de trayectorias y regresó al portillo, hablando medio para sí, medio a una inexistente tercera persona:
—¡Esos terrestres son increíbles! ¿Se lo puede imaginar, puede llegar a creérselo? —Sus palabras contenían asombro e incredulidad—. Primero nos meten en una prisión metálica y nos lanzan al espacio para que muramos en solitario, no quieren saber nada de nosotros, dicen que nos larguemos. Luego, cuando tienen un problema demasiado grande, corren tras de nosotros, nos piden por favor que les ayudemos, que nosotros, sucios y repugnantes monstruos, les ayudemos a los limpios y bonitos terrestres —se volvió repentinamente—. ¡Salga de aquí! ¡Salga de esta nave! No les ayudaremos. Tienen asignadas cuotas para cada mundo...
Curran le interrumpió.
—Sí, eso es. Si la población disminuye mucho más... se han estado matando entre sí... tumultos... es terrible... entonces el balance se alterará, y toda nuestra cultura del Sistema se tambaleará y desplomará y...
Bedzyk le cortó, acabando lo que había empezado a decir:
—...Sí, ustedes tienen sus sucias cuotas, pero no tenían lugar para nosotros. ¡Bueno, pues nosotros no tenemos lugar para ustedes! Ahora, lárguese al infierno. ¡No queremos ayudarles!
Curran saltó en pie.
—¡No puede echarme así! No habla por todos los que hay a bordo. No puede tratar a un emisario de la Tierra de esta manera... —Bedzyk lo había agarrado por el traje y lo empujaban hacia la conexión entre las dos naves antes de que el Agregado supiera lo que estaba sucediendo. Golpeó la puerta y rebotó. Mientras se tambaleaba volviéndose hacia Bedzyk, el mutante de enorme pecho recogió el maletín de junto a la silla de control y se lo tiró al estómago.
—¡Tenga! ¡Tenga su oferta y sus sucias peticiones, y salga de esta nave! No queremos saber nada de...
La puerta se abrió de golpe, y los desechos aparecieron en ella. Llenaban el pasillo, hasta el ángulo donde unos pasillos laterales llevaban hacia el salón y la cocina. Se empujaban y apretujaban para poder mirar en el interior de la sala de mando. Samswope y Harmony Tea y Dresden estaban delante, y de alguna parte Samswope había obtenido una mortífera y pequeña pistola rechinadora. La asía fuertemente, amenazadoramente, y Bedzyk se sintió orgulloso de que hubieran venido en su ayuda.
—No necesitas eso, Sam... El señor Curran se estaba yen...
Entonces se dio cuenta. La rechinadora no apuntaba a Curran, sino a él.
Se quedó muy quieto, con una mano aún aferrando el brazo de Curran, mientras éste recogía el maletín.
—Dresden lo oyó todo, señor Curran —dijo Samswope en un tono patéticamente conciliador—. Él quiere que nos pudramos en esta barcaza —hizo un gesto hacia Bedzyk con su mano libre mientras la cabeza estúpida afirmaba un cierto asentimiento—. ¿Qué oferta puede hacernos, señor Curran? ¿Podremos volver a casa...?
Había un gimoteo y un servilismo en la voz de Samswope que Bedzyk solo había creído adivinar antes.
Trató de interrumpirle:
—¿Estás loco, Swope? ¡Veletas, eso es lo que sois! ¡Veletas cuando veis una falsa esperanza de abandonar la nave! ¿Es que no os dais cuenta de que únicamente desean usarnos? ¿No podéis comprenderlo?
El rostro de Samswope se puso lívido, y chilló:
—¡Cállate! ¡Cállate y deja que hable Curran! No queremos morir en esta nave. ¡Quizá a ti te agrade, pequeño dios de lata, pero nosotros odiamos estar aquí! ¡Así que calla y deja que hable!
Curran habló entonces rápidamente:
—Si nos dejan enviar un destacamento médico para utilizarles como donantes de sangre, tengo la promesa del Sistema Central de que se les permitirá aterrizar en la Tierra y de que tendrán una reserva para que de nuevo puedan vivir en ella sus vidas normales ...
—¿Qué es lo que os pasa? —Bedzyk interrumpió una vez más, tratando vanamente de hacerse oír sobre el alboroto del corredor—. ¿No podéis daros cuenta de que está mintiendo? ¡Nos usarán, y nos abandonarán de nuevo!
Samswope gruñó amenazadoramente:
—¡Si no te callas, te mataré, Bedzyk!
Bedzyk se hundió en el silencio y contempló la escena que se desarrollaba frente a él. Estaban mordiendo el anzuelo. Iban a dejar que aquel podrido traidor terrestre los cegase con falsas esperanzas.
—Hemos reasignado nuestras cuotas de forma que haya espacio para ustedes, quizá en los nuevos valles fértiles de Sudamérica o en los veldts de África. Será maravilloso, pero necesitamos su sangre, necesitamos su ayuda.
—¡No os fiéis de él! ¡No le creáis, no podéis confiar en un terrestre! —gritó Bedzyk, abalanzándose hacia adelante para arrancar la pistola rechinadora de la mano de Samswope.
Samswope disparó a quemarropa. Primero el rechinido de energía que brotó de la boca de la pequeña pistola llenó la sala de control, y luego el hedor de carne quemada, y los ojos de Bedzyk muy abiertos por el dolor. Chilló débilmente, y se tambaleó hacia atrás, contra Curran. Este se echó a un lado y Bedzyk gimió agonizante, derrumbándose sobre la cubierta. Un enorme agujero chamuscado apareció en su enorme pecho. Enorme pecho, enorme muerte. Y yacía allí con los ojos abiertos, apenas si pudiendo pronunciar las palabras:
—No... no se puede, no se puede uno fiar de un terrestre... —que salían de sus labios sanguinolentos. Era la última palabra que le iba a dejar pronunciar la muerte.
El rostro de Curran había palidecido hasta que solo era una mancha sobre el oscuro azul de su traje espacial.
—U... u... ust...
Samswope se introdujo en la sala de mandos y aferró a Curran por el brazo, casi igual que lo había hecho Bedzyk.
—¿Nos promete que podremos aterrizar y que se nos permitirá habitar en algún lugar de la Tierra?
Curran asintió mudamente. Si le hubieran pedido las llaves de la Tierra, lo hubiera aceptado también. Samswope aún tenía la rechinadora.
—De acuerdo, entonces... Haga que su destacamento médico venga, y nos saque esa sangre. ¡Queremos volver a casa, señor Curran, deseamos volver a casa más que cualquier otra cosa!
Lo llevaron hasta la compuerta. Tras él, Curran vio cómo tres mutantes alzaban el cuerpo sin vida de Bedzyk, llevándolo sobre sus hombros por entre la multitud. Desapareció de su vista por un corredor lateral, y Curran se quedó mirando hacia allí.
Detrás de él, Samswope dijo:
—Lo llevan a la compuerta de desperdicios, señor Curran. Todos nos vamos por ese camino —Su tono era duro e intransigente—. No nos gusta tomar ese camino, señor Curran. Queremos volver a casa. Usted conseguirá eso, ¿no, señor Curran?
Curran asintió otra vez en silencio, y entró en la compuerta que unía ambas naves.
Diez horas más tarde llegó el destacamento médico. Los desechados se mostraron totalmente obedientes y cooperadores.
Se tardaron casi once meses en inocular a toda la población de la Tierra y del Sistema, tal como dictaba la más elemental caución preventiva, y durante ese tiempo ningún otro desechado se quitó la vida. ¿Por qué iba a hacerlo? Volvían a casa. Pronto llegarían los remolcadores, y llevarían al gran navío de los desechados a una órbita de regreso a la Tierra. Volvían a casa. Ahora había lugar para ellos, a pesar de su condición. Tenían muy buen ánimo, y las risas tintineaban extrañamente por los pasillos en los «atardeceres». Hasta hubo unas nupcias entre Arkay (que era ciego y tenía una cola peluda) y una cosa joven y hermosa que los demás llamaban Daanae, pues ella no podía hablar. Al no tener boca, le resultaba imposible. En la ceremonia en el salón, Samswope actuó de oficiante, pues los desechados lo habían hecho su líder, de la misma forma tranquila en que lo habían hecho con Bedzyk anteriormente. Tenían muy buen ánimo, y recordaban constantemente que, tan pronto como lograsen detener la Enfermedad, volverían a casa.
Entonces, un «atardecer», llegó una nave.
No eran los pequeños remolcadores que siempre habían supuesto, sino un carguero casi tan grande como el que era su hogar. Samswope se apresuró a sincronizar las compuertas, y cuando las luces rojas hicieron contacto en el panel de control, aseguró la unión firmemente, y corrió, atravesando la multitud, para ser el primero en saludar a los hombres que iban a liberarlos.
Cuando la compuerta suspiró, abriéndose, y vieron los diez primeros que habían sido empujados, supieron la verdad.
Uno tenía una cabeza tan plana como un plato, sin ojos, y la boca en el cuello. Otro tenía varios centenares de millares de viscosos tentáculos allá donde debiera haber tenido brazos, y se movía sobre muñones que ya no podían ser llamados piernas. Y otra era llevada por un par de grandes hombres sin rostro, en un cuenco. Este contenía una gelatina amarilla, y nadando en esa gelatina estaba la mujer.
Entonces lo supieron. No volvían a casa. Supieron que aquéllos eran los últimos inmundos de la Tierra. Los últimos que habían sido atacados por la Enfermedad; que habían cambiado antes de que el suero pudiera salvarlos. Eran los últimos, y ahora la Tierra estaba limpia.
Samswope los contempló entrar, algunos arrastrándose sobre torsos sin extremidades, otros en cestos, otros con un brazo que les surgía del pecho, o con cabello azul y moho creciéndoles por todo el cuerpo. Los contempló y supo que el hombre a quien había matado tenía razón.
Y cuando el carguero desincronizó compuertas y se alejó hacia la Tierra... con la tácita advertencia No nos sigan, no traten de aterrizar, no hay sitio para ustedes allí... Samswope podía escuchar las palabras histéricas de Bedzyk en el interior de su mente:
—¡No os fiéis de ellos! ¡No hay sitio para nosotros en ninguna parte! ¡No os fiéis de ellos!
¡Uno no puede fiarse de un terrestre!
Samswope comenzó a caminar lentamente hacia la cocina, sabiendo que necesitaría que alguien cerrase la compuerta de desperdicios tras él. Pero no le importaba quien fuese. Habían ahora los suficientes desechados a bordo.