Stefano Massaron
El ruido
Hola a todos. Tengo 46 años y no me puedo quejar. Soy redactor de una revista femenina, gano lo suficiente para mantener a mi familia, tengo una mujer a la que quiero, dos hijas adolescentes que no me dan demasiados problemas y, poco a poco, estoy acabando de pagar las letras de la casa, un pisito de tres habitaciones, cocina y baño, en un barrio relativamente tranquilo de Milán.
Como iba diciendo, no me puedo quejar. Bueno, en realidad eso no es del todo cierto: últimamente cada vez me cuesta más conciliar el sueño. El motivo os lo explicaré enseguida. Por eso (y por consejo de mi médico de cabecera, al que aprecio y del que me fío muchísimo), he decidido contar por escrito la historia de Debora la Bola. Así a lo mejor los recuerdos dejan de atormentarme.
Sucedió hace tiempo (a finales de los años cincuenta), pero tengo la sensación de que no ha pasado ni siquiera un día. Cada vez con más frecuencia, en los últimos tiempos, cuando estoy a punto de dormirme se me planta delante de los ojos esa cara de luna llena, ese pelo grasiento, esos ojos de carnero que casi desaparecían en la cara lechosa picada de concentraciones rojizas de espinillas, erupciones y granitos. Estoy hablando de ella, por supuesto: Debora la Bola. Siempre intento apartarla, me revuelvo entre las sábanas para librarme de su presencia, lucho en la orilla del sueño para quitármela de la cabeza. A veces lo consigo y puedo dormir. Pero otras veces oigo el ruido, ese ruido.
Y entonces ya no duermo.
Mamá abre la puerta, y Debora no tiene el valor de mirarle a la cara. Se queda ahí plantada con la vista baja, mirándose la bata gastada, sujeta con un cinturón de tela sobada. El olor acostumbrado a sopa de cebolla impregna la casa, y Debora se refugia en él casi con impaciencia, esperando que el familiar consuelo de la costumbre alivie el escozor de los arañazos y la vergüenza que le inflama las encías.
Mamá le coge la barbilla y le levanta la cabeza, obligándola a mirarle a los ojos.
—¿Qué ha pasado?
Debora levanta la nariz. Tiene la cara sucia, y las dos líneas más limpias que le surcan los mofletes son la prueba irrefutable de que acaba de llorar.
—Nada —dice con un hilo de voz, y luego, tragando saliva como para reunir un poco de valor, añade a media voz—: Me han tomado el pelo.
Yo tenía nueve o diez años, puede que once, y vivía con mi familia en un barrio popular de Cologno Monzese (para el que no lo sepa, Cologno era, y sigue siendo, un suburbio dormitorio situado a la entrada de Milán). A nuestros bloques los llamaban las colmenas a causa de la regularidad geométrica de las ventanas, que eran muchísimas pero todas demasiado pequeñas. Pero en el interior de esos bloques cuartelarios no se respiraba olor a miel. El hedor acre de las escaleras combinaba con la capa de suciedad que cubría las paredes y las manchas de humedad que reinaban insolentes en el yeso desconchado de los rellanos (conocía bien esas manchas de moho verdusco, porque encima de ellas los lápices pastel escribían mal y los tacos se borraban pronto). A veces, cuando los cabezas de familia (casi todos obreros, como mi padre) lograban trabajar unas semanas, detrás de las puertas se sentía el olor grasiento y penetrante de la carne guisada, pero la verdad es que no sucedía muy a menudo. En una palabra, éramos los «pobres» de la sociedad de entonces.
En las colmenas vivían familias de inmigrantes meridionales que habían ido al norte con la esperanza de hallar algo que en su tierra natal no podían encontrar. Lo mismo que los inmigrantes de ahora… y para ser sincero, me da un poco de grima cuando oigo a alguien como mi padre farfullar cosas del estilo de: «Ah, estos africanos, que se vuelvan a su país». ¿Será posible que se hayan olvidado ya —me pregunto— de todas las sciure marie y los sciur giuàn1 que decían lo mismo de nosotros hace poco más de una generación? ¿Será posible?
¿Por dónde iba? Ah, sí… la mayoría de los cabezas de familia, por lo tanto, estaban sin trabajo, y se las arreglaban haciendo chapuzas y cobrando el paro todos los meses. Y lo mismo que los inmigrantes de ahora (perdonad si insisto), los que no lograban defenderse haciendo chapuzas acababan inevitablemente contratados por la empresa más próspera y floreciente que se podía encontrar en lugares como ese: el pequeño crimen organizado. Muchos amigos de mi padre (y también, sí, una vez le tocó a él) fueron a parar a San Vitúr a ciapaa i bott,2 como dice la vieja canción… aunque seguramente por motivos menos nobles que la lucha partisana.
Las colmenas estaban apiñadas en grupos de cuatro, cada uno de la misma altura y miseria. De balcón a balcón había cuerdas de tender en las que las coladas formaban puentes de calzoncillos y sábanas que unían los pisos entre sí. Dentro de cada grupo de casas había un patio, ahogado por los bloques que le quitaban luz y aire… todos menos uno, uno solo, en el que entraba el sol oblicuo unas pocas horas diarias. Eso hacía que fuera el patio más codiciado por todos los niños de las colmenas. Por el privilegio de jugar en él, imaginaos, hacíamos verdaderas guerras a pedradas con los niños de los otros bloques. La pequeña cicatriz que me cruza la ceja izquierda es el resultado de una de esas batallas furibundas.
Aquel día, el día de mi historia, lo habíamos conseguido. Eran las seis de la tarde: el sol y la sombra se repartían el angosto cuadrado de cemento a partes iguales, cortándolo en diagonal. Estábamos a mediados de julio… o puede que más tarde, porque recuerdo el calor terrible y la humedad sofocante que me envolvían como una segunda piel. En verano era así: el polvo (ese polvo de las calles de tierra y grava que luego fueron asfaltadas con el boom automovilístico de los años sesenta) se te pegaba mezclándose con el sudor, y ya no se te quitaba. Aunque eso a nosotros nos daba igual, en lo único que pensábamos era en jugar, jugar y jugar. Como mucho nos ganábamos algún pescozón extra de nuestra madre cuando volvíamos a casa demasiado sucios para la cena, pero mientras tanto nos lo habíamos pasado bien, y eso lo compensaba con creces.
Esa tarde, decía, estábamos todos, entre otras cosas porque ninguna familia de nuestra colmena era lo bastante rica como para permitirse volver al sur a veranear. Éramos una docena, reunidos alrededor del infernáculo pintado con tiza blanca en el adoquinado. Llevábamos unas tres horas jugando, y la partida estaba en tablas. «¿Tres horas jugando al tejo?», os preguntaréis los que recordéis ese juego. Bueno, hay una explicación: no era el típico tejo que todos conocíamos. Era un juego inventado por nosotros, una versión modificada con obligación de dividirse en dos equipos y la posibilidad de ganar o perder, complaciendo así el espíritu de competitividad de unos machotes como nosotros. Solo en esas condiciones permitíamos que participaran también las niñas. Aparte del escondite, era el único juego al que jugábamos todos juntos, niños y niñas. Los otros (canicas y chapas para simular el Giro de Italia trazado en el cemento con trozos de asfalto como rudimentarias tizas, el fútbol, con partidos interminables usando los postes de la luz como palos de portería) eran exclusivos para nosotros. Lo que hicieran las niñas cuando jugaban entre ellas era algo que no nos concernía.
Aquel día Carmine y Franco, los jefes del grupo, estaban agachados, observando. Franco tenía doce años y ya hacía algún trabajito sucio para sus hermanos mayores, y Carmine había suspendido por segunda vez el examen de quinto de primaria. Estas características de ambos, unidas al hecho de que a veces se escondían en los sótanos para fumar los Nazionale del padre de Franco y leer tebeos guarros manteniendo a raya a los demás, bastaban para que entre los niños de las colmenas su palabra fuera la ley. Eran ellos quienes, en los escasos periodos de tregua, se reunían con los jefes de los otros patios para decidir los turnos de juego en el Patio del Sol.
¡Ah! ¿Veis cuántos detalles vuelven a la mente cuando nos detenemos con atención en nuestros recuerdos? Patio del Sol… me parece casi increíble, ahora que pienso en ello, que se pueda bautizar con un nombre tan poético y glorioso ese escupitajo de cemento encerrado entre cuatro bloques de pisos. Sin embargo, así lo llamábamos, el Patio del Sol.
Perdonad… siento una cosa aquí, a la altura del pecho, que se hincha y me cosquillea la garganta, que me pincha la nariz y las comisuras de los ojos. Es lo que llaman nostalgia, supongo. Maldición, qué bonito sería recordar, dejarse llevar por el sentimiento de algo que había entonces y ya no hay… qué dulce sería cerrar los ojos y dejarse mecer por la añoranza de esas sensaciones. Sería maravilloso… si luego no llegara el ruido.
Ese ruido sordo, blando, húmedo.
Definitivo.
La madre se recoge el pelo negrísimo y fino que le cae, despeinado, sobre la cara, y la abraza con dulzura.
—No te preocupes, Beba.
Debora se esfuerza por librarse del abrazo de su madre.
—¡Son todos unos imbéciles! —dice con un tono de despecho infantil—. Me dijeron que era una… una… —balbucea, tratando de contener las lágrimas, y luego termina de un tirón—: ¡Una trolera!
La madre desaprueba con la cabeza:
—Beba, ¿qué has contado? ¿No habrás vuelto a sacar esa historia del hombre volador, verdad?
Debora baja la mirada, culpable. Siente la mano rápida y nerviosa de su madre que le acaricia el pelo con dulzura. Al principio intenta apartarse, pero luego se rinde y se deja consolar.
—Beba… escúchame, pequeña, tienes que dejarte de fantasías. Tú sabes que los hombres no vuelan, ¿verdad? Sabes que no puede existir un hombre volador, ¿verdad, Beba?
Debora mantiene la mirada baja y no dice nada.
—Contéstame, Beba, lo sabes, ¿verdad?
En vez de contestar, ella mira los pies de su madre, metidos en las zapatillas que siempre lleva puestas, las azules de felpa, despeluchadas y susurrantes, que Debora podría reconocer con los ojos cerrados en cualquier lugar del mundo. Tiene ganas de irse de allí, de encerrarse en el baño para quitarse el mal sabor de boca, pero no puede.
—¿Beba? —insiste su madre, esta vez con un tono que no admite réplica.
Beba asiente a regañadientes, mientras el rubor de la denota le sube a las mejillas.
—Sí, lo sé.
—Bien —dice la mujer, acariciándola otra vez—. Ahora ven a ayudarme con la sopa, que papá no tardará en venir.
Debora levanta los ojos hacia ella.
—Pero antes ve a lavarte la cara y las manos.
Ella obedece, tratando que disimular las prisas que tiene de correr hasta el lavabo. Su madre le da la espalda y se pone a trajinar alrededor de la cocinilla de gas. Debora cruza la puerta del cuarto de baño, con cristal esmerilado, pensando en cuántas veces la ha visto así, en bata, inclinada sobre los fogones, con el vapor atravesándole el pelo negrísimo que le cae, liso y húmedo, sobre la frente. Es una imagen que lleva profundamente grabada, el complemento visual del sonido de las zapatillas azules que acompaña los pasos de su madre cuando da vueltas por la casa. La encuentra así cuando vuelve del colegio, la encuentra así por la tarde cuando vuelve de jugar con los niños en el patio. Siempre la ha encontrado así: esperando a PAPÁ, un ser vociferante y terrible que completa y trastorna al mismo tiempo su vida de madre e hija.
Papá.
Se frota la boca con fuerza, casi deseando hacerse daño. Frota sin parar, hasta que se da cuenta de que mamá puede sospechar algo, porque ha pasado demasiado tiempo. Mientras se enjabona la cara, procurando que no le entre espuma en los ojos, siente un nudo que le atenaza la boca del estómago, una especie de angustia sin nombre que aparece siempre que su padre está a punto de llegar. Debora no sabe si esperar o temer ese momento, y se encuentra en equilibrio entre las dos emociones contrapuestas, como si las dos sílabas iguales del apelativo papá fueran el bien y el mal, la seguridad y el miedo, la protección y el terror, conceptos de significado diametralmente opuesto pero al mismo tiempo inseparables en una sola y terrorífica palabra.
Con un suspiro, Debora se enjuaga la cara y se seca. Luego sale del cuarto de baño y va a la cocina, a ayudar a mamá.
Como iba diciendo, esa tarde de verano de finales de los años cincuenta, tres o quizá cuatro horas antes del Ruido, Edoardo, hermano menor de Franco, daba saltitos delante de los dos jefes de la banda, haciendo ondear sus greñas pelirrojas.
—¡Está en el seis, está en el seis! —gritaba, contento.
—¡Cállate, cojones! —le regañó Franco cogiéndole del brazo.
—A mí también me parece que está en el seis —dijo Carmine bajando la voz.
Estábamos todos alrededor, en trepidante espera de la decisión que decidiría el resultado de la partida. Aunque tanto Franco como Carmine estaban en el mismo equipo, ninguno de nosotros se planteaba el problema de un posible conflicto de intereses. Como he dicho, la palabra de los jefes estaba por encima de toda réplica.
En medio de un silencio expectante, Carmine hizo un globo con el chicle, observando la piedrecita negra posada sobre la línea de tiza. Se lo pensó un poco más, luego la cogió con la mano y la depositó solemnemente sobre el número seis.
—¡Viva! ¡Lo había dicho yo! ¡Está en el seis, está en el seis! —repitió Edoardo, saltando con excitación.
Los otros niños y yo corrimos alrededor del infernáculo, para empezar otra vez.
—Me toca a mí —dijo una voz inexpresiva.
Todos nos volvimos hacia ella.
Dado lo que ocurrió después, ese momento (que en sí mismo no tenía nada de especial) cobró en mi mente una importancia enorme. Durante días, semanas, meses, después de esa tarde, cada vez que cerraba los ojos la veía enfrente de mí, tal como la había visto en ese preciso momento, con un pirulí en una mano y la otra blandamente caída sobre el costado desproporcionado. Un poco de jugo se le había quedado pegado en los labios, dando a su gruesa boca una pátina azucarada de carmín que resultaba simplemente obscena en su tranquila lascivia (puede que sean características que le he atribuido después, durante los continuos y tormentosos procesos de rememoración: tengo serias dudas de que, en la ingenuidad de mis once años, pudiera ni siquiera imaginar algo tan fuerte como la lascivia en un cerco de jarabe). La expresión de su cara estaba enfurruñada, como casi siempre. El pelo, largo y con raya en medio, algo grasiento, le colgaba a los lados de la cara, redonda y blanca como la luna, que le había valido uno de los sobrenombres de los que hablaré más adelante. Los mofletes y la frente estaban salpicados de granitos rojos. El cuello, lleno de pliegues y brillante de sudor, desaparecía en un vestido de cuadros. Debora siempre llevaba vestidos de cuadros, no recuerdo haberla visto nunca con otra cosa.
Los niños de las colmenas (y el que escribe, debo admitirlo, en primera línea) la llamaban de varias maneras: los nombres más frecuentes eran Cara de Luna Llena, Globo, Chichabomba… pero, evidentemente, el más usado era el que ella más detestaba: Debora la Bola.
Sí, porque Debora, ese era su gran defecto y su cruz, era gorda… o más bien habría que decir colosal. No puedo afirmarlo con seguridad, pero al pensar en ello diría que, aunque no era más alta que las otras niñas de su edad, se acercaba tranquilamente a los cien kilos. Sus vestidos eran enormes, inmensos cortes de tela de cuadros rojos y blancos que revoloteaban a su alrededor como velas de barcos piratas (entre nosotros, con la maligna ferocidad de los niños, corría el rumor de que su madre, para vestirla, había aprovechado los manteles de la casa de comidas donde el año anterior, cuando su marido estaba en la trena, había trabajado de fregona). Debora tenía nueve años e iba un curso atrasada… porque había estado enferma. A nosotros nos bastaban esas tres palabras llenas de significados inquietantes, susurradas a media voz cuando ella no estaba presente. Había estado enferma, y punto. Alguien (nadie recordaba quién, como es de rigor que nadie recuerde el origen de todo chisme que se precie) se lo había oído a uno de los mayores, quizá a una madre que hablaba con la panadera, e inmediatamente se lo había contado al resto del grupo. A partir de entonces, cualquier otra explicación era superflua. Había estado enferma: bastaba con eso.
Nos apartamos para dejarla pasar.
Debora llegó a la primera fila y señaló el tejo que estaba sobre el cemento.
—Ahora me toca a mí —insistió, en tono obstinado.
Carmine, desde lo alto de sus once años, se sopló el mechón de pelo negro que le caía sobre la frente. Tez oscura, ojos y pelo como el carbón. Se decía que ya se había llevado a más de una compañera de clase entre las matas del descampado (área edificable, la llamarían ahora) que se extendía por detrás de los bloques.
—¿Estás segura, Bola?
Debora dio un paso adelante, amenazadora:
—¡Te he dicho que no me llames así, Carmine! Te lo he dicho.
Nos echamos a reír. Carmine se limitó a sacudir la cabeza con aire de superioridad, con una mueca que quería ser una media sonrisa.
—No te toca.
—¡No es verdad! Me tocaba a mí, antes de que…
—No te toca a ti —dijo Antonio, que hasta entonces se había mantenido apartado con los brazos cruzados, chupando pensativamente una ramita arrancada por ahí. Le llamaban Tonio el Rojo porque su padre era comunista de los convencidos. Había llegado a las colmenas un año antes, y todavía estaba trepando para ganar posiciones en la escala jerárquica del grupo.
—No te toca a ti —repitió con voz seria.
Debora volvió a protestar. Resumiendo, en menos de un minuto no había niño que no se desgañitara intentando meter baza.
—¡Eh, tranquilos! ¡Alto! —dijo Franco—. Hagamos la cuenta.
—No vale —replicó Debora—. Yo…
—¡Tiene razón, hagamos la cuenta!
—¡La cuenta, la cuenta!
Carmine miró a Debora y se encogió de hombros.
—¿De acuerdo? Bueno, ponéos en corro.
Cuando todos estuvimos a su alrededor, Carmine cerró los puños y empezó a mover los brazos como las aspas de un molino.
—Decidme basta.
Pasaron unos segundos y Edoardo dijo:
—¡Para!
—¡Tonto! —le soltó Debora—. No vale decir para, hay que decir basta… ¡basta! —añadió.
Carmine se paró y empezó a contar.
—Veintiocho, veintinueve, treinta… ¡treinta y uno! —terminó, tocando el hombro de Debora—. ¿Has visto? ¿Estás satisfecha? Te ha tocado a ti.
—Sí, pero de todos modos me tocaba a mí —porfió ella, colocándose delante del infernáculo. Se inclinó, metiéndose el pirulí en la boca, y se quedó quieta durante un largo instante de concentración preliminar.
Este es otro de los momentos que se me han grabado en la memoria como una fotografía: el culo inmenso de Debora la Bola que tapa por completo el dibujo del infernáculo, el borde gastado de su traje de cuadros del que sobresalen las enormes pantorrillas arañadas y polvorientas, las medias caladas de algodón cortadas en dos por la ultima lámina de sol concedida a la tarde por las siluetas inmensas de los bloques… y luego el calor sofocante, el silencio súbito, la atmósfera cargada de tensión que envolvía al grupo, como si hubiéramos intuido de forma inconsciente que no se trataba de un vulgar juego de patio, sino de algo que marcaría profundamente nuestras vidas futuras.
—A ver si no te equivocas —le dijo Edoardo con un hilo de voz—, porque entonces perdemos.
Debora no contestó. Entornó los ojos, tragó una bocanada de aire que le hinchó aún más el tórax inmenso… y partió.
Ahora soy yo el que cierro los ojos, mientras escribo, y lo que pasa por mis párpados no es una fotografía sino una serie de imágenes desconexas y, al mismo tiempo, coherentes como una filmación. Veo las caras atentas de mis amigos de infancia, veo sus ojos aguzarse inconscientemente, sus bocas rumiantes de chicle inmovilizarse… y luego la veo a ella, a Debora la Bola, moviéndose con la gracia y la ligereza de un elefante cojo.
Con los dos pies sobre el 1 y el 2, a la pata coja con el izquierdo en la casilla 3, luego otra vez con los dos en el 4 y el 5, y por último con el pie derecho en el 6.
Ese era el momento más difícil. Edoardo gritó para animarla y Debora se dispuso a saltar hacia atrás. Se movió, pero tuvo un instante de vacilación.
Y, como era evidente, perdió el equilibrio.
—Es hora de acostarse, Beba —le dice mamá con una sonrisa triste—. Venga, prepárate, y luego vienes a darme el beso de las buenas noches.
Ella mira la sopa fría en el plato de su madre y se queda un momento indecisa. Luego, con voz seria, pregunta:
¿Dónde está papá?
Mamá se encoge de hombros.
—Se le ha hecho tarde —le dice—. Vamos, sé buena y vete a la cama.
Debora levanta la vista. Quiere decir algo, pero luego, cuando ve la pátina húmeda que vela los ojos de su madre, se levanta de la mesa y se va en silencio.
Ninguno de nosotros se sorprendió, en realidad: sencillamente, Debora la Bola estaba demasiado gorda para mantenerse mucho tiempo en equilibrio a la pata coja.
Cogió aire para no caerse y se retorció grotescamente. Cuando se dio cuenta de que no lo iba a conseguir, trató de saltar de todos modos. Aterrizó de culo con un ruido seco de tela demasiado ancha, un ruido parecido al chasquido de una sábana al viento. Abrió la boca. El pirulí salió volando de sus labios abiertos y cayó en el cemento.
Hubo un instante de silencio y luego Tonio el Rojo se echó a reír. Fue como una señal: al cabo de unos segundos todos reíamos a mandíbula batiente. No quiero cometer el error de atribuir al asunto un significado que entonces no tenía, y sin embargo, cuanto más lo pienso, más me parece que el sonido de nuestras carcajadas era de alguna manera falso, más parecido al chorro de vapor que sale de la válvula de escape de una olla a presión que a la manifestación espontánea de una diversión, quizá un poco sádica, pero al menos comprensible.
Debora se quedó sentada en el suelo, con la boca abierta de par en par, en una expresión de estupor absoluta y definitivamente cómica. En ese momento, mientras los demás se reían sin freno, noté que la carcajada se me apagaba lentamente en la garganta, agotándose en sí misma como cuando (os habrá pasado a muchos de vosotros) las pilas de los tocadiscos terminaban a mitad de una canción. En los ojos de carnero de Debora vi aparecer algo desconocido, una emoción tan nueva ni su semblante que me parecía fuera de lugar: cólera. Una Cólera feroz y amenazadora, hirviente como un volcán.
¡Sois unos bestias! —gritó—. ¡Iros a tomar por culo, cabrones subnormales!
Pero el grupo ya estaba desatado.
—Vamos, Chichabomba, no te cabrees —dijo uno—. ¡Imagínate si llegas a rebotar!
Las carcajadas arreciaron. Debora se puso grotescamente de pie, y el volumen de su cuerpo le impidió hacer lo que, estoy completamente seguro, en ese momento le habría gustado más que nada en el mundo: lanzarse hecha una furia sobre nosotros, pegarnos a todos hasta hacernos sangrar, pisotearnos a cada uno hasta hacernos papilla.
—¡Me tenéis sin cuidado… todos! —gritó cuando recuperó la posición erguida. Apartó de una patada el pirulí, que se rompió contra la pared del bloque más cercano—. ¡Me tenéis sin cuidado! ¡Tengo a alguien que me quiere!
Carmine se le acercó, sonriendo y abriendo los brazos en señal de paz. Quizá también él había entendido que esa vez las cosas eran distintas… o quizá era sólo una maniobra de distracción para golpear con más fuerza a la víctima indefensa. En realidad, por los recuerdos que tengo de él, diría que esta última hipótesis era, con diferencia, la más probable.
—Vamos, Debora —le dijo, divertido—, no armes tanto escándalo.
—¡Quítate de delante, subnormal! —gritó Debora, empujándole con tanta fuerza que cayó con los pies por el aire.
Las carcajadas cesaron de inmediato.
Todos sin excepción notamos que la sangre se nos helaba en las venas, y el motivo era bien sencillo: Debora la Bola acababa de tirar al suelo al Jefe… no sé si me explico.
—¡Os odio! ¡A todos! Incluida tú, Betta —dijo Debora, mirando con odio a la niña de pelo largo que estaba medio escondida junto a Tonio el Rojo. Betta era la única que jugaba algunas veces con ella, incluso cuando no era estrictamente necesario—. ¡Tú, que finges ser mi amiga! ¡Te odio! ¡A ti más que a los demás!
Carmine se levantó, sacudiéndose el polvo de los pantalones a toda prisa. Estaba herido en su orgullo: un jefe no podía pasar por alto algunas cosas. Se acercó a Debora y le miró a los ojos. Nadie osaba respirar.
La verdad es que yo esperaba que Carmine la pegara. Pero se limitó a mirarla, y Debora sostuvo su mirada: permanecieron así un instante eterno, inmóviles, enfrentándose en un duelo de voluntades heridas.
—Esta me la pagarás —dijo él por fin, a media voz—. Te aseguro que me las pagarás.
Luego se volvió y caminó hacia donde, estábamos nosotros.
—Me tenéis sin cuidado todos —repitió Debora, pero su momento ya había pasado. Parece que ella también se había dado cuenta, porque se dirigió al portal de su bloque lentamente, cabizbaja, sin atreverse a mirarnos a la cara.
Pero cuando estuvo a unos diez metros de distancia la alcanzó otra estocada.
—Mirad —dijo Betta con una vocecita estridente por la perfidia—, ¡tiene el culo tan gordo que se le han quedado marcados los números!
Era verdad. Desgraciadamente para ella, así era: en los cuadradotes blancos y rojos de su enorme vestido se veían un 3 y un 4 al revés. Y yo, me avergüenza decirlo, además de unirme a las carcajadas fragorosas de los demás, sentí también una satisfacción salvaje y primordial al verla tan absoluta, definitivamente derrotada. Un puño de sádico placer me apretaba la luna del estómago, animándome a gritar maldades cada vez más feroces y a reír, reír hasta perder el resuello.
Maria recoge la mesa, retirando los platos sin que su marido aparte la vista ni un momento de la Gazzetta dello sport que tiene abierta ante sí. Cuando pasa por delante de él para quitarle el plato, tropieza con el periódico y él, sin mirarla siquiera, reniega:
—¡Ten cuidado, coño!
En cuanto él entró en casa una hora antes, se ha dado cuenta de que esa noche las cosas están torcidas. Lo ha entendido por la falta de luz en la mirada torva bajo las cejas negras y pobladas, por la barba sin afeitar, por la peste a alcohol en el aliento que explica claramente en qué se ha entretenido esa hora y media que le han estado esperando Debora y ella, en silencio, mirando a hurtadillas la sopa de cebolla que se enfriaba en los platos.
Le dijo a Beba que cenara a pesar de la ausencia de su padre y la mandó enseguida a la cama. Le da igual que él en la mesa exija que esté la familia al completo: hoy ha decidido arriesgarse, y no quiere que la niña esté presente cuando empiece lo que tiene que empezar.
En cambio él no dijo nada. Se sentó a cenar y se enfrascó en la lectura del periódico. Sin mediar palabra, sin decir hola. Nada. En otro momento Maria hasta se habría sentido aliviada, pero hoy no… hoy no, después de ver que la aguja de la báscula se paraba entre 90 y 95 cuando hizo que se subiera Beba poco antes de la cena.
La niña necesita ir al especialista, y lo necesita ya. Y a uno privado, porque con el seguro hay que esperar por lo menos dos meses… Pero para ir a una consulta privada hace falta dinero, y todo el dinero que sobra en casa (poco, a decir verdad), se lo bebe él en los bares o se lo gasta con alguna puta.
No. Hoy no. Hoy tiene que hablar con él.
De modo que se enfrenta a su marido, y empieza con rodeos.
—¿Dónde has estado, que has llegado tan tarde? —le pregunta, con el tono más neutro y coloquial que puede encontrar.
Él desvía la mirada del periódico a ella, con aire extrañado.
—¿Qué has dicho?
—Te he preguntado que dónde has estado —repite Maria, tratando de dar más firmeza a su voz.
No funciona muy bien: él sigue mirándola con creciente estupor.
—¿Desde cuándo metes las narices en mis asuntos?
Aunque Maria no espera una contestación amable, la violencia del tono de voz de su marido la sobresalta. En ella aparece de inmediato lo que ya se ha convertido en reflejo condicionado a la ira de él: el miedo. Sus manos se cubren de sudor helado, el corazón salta en su pecho, su pulso se acelera.
—Vincenzo —repite, procurando disimular el temblor que vibra en su voz—, Beba tiene que ir a un especialista… no puede seguir así. Pesa 95 kilos. No podemos esperar al seguro.
El no da muestras de haberla oído.
—No has contestado a mi pregunta, mujer. ¿Desde cuándo te metes en mis asuntos?
Antes de que Maria se dé cuenta de lo que está haciendo, su boca se abre y las palabras salen de ella. Ahora es imposible volverse atrás.
—¡Desde que Beba ha empezado a engordar y tú te gastas todo el dinero que tenemos en emborracharte con los delincuentes de tus amigos!
Está atemorizada por lo que acaba de decir, sí, pero al mismo tiempo tiene la sensación de que por fin se ha librado de una roca que le pesaba en los hombros desde hacía mucho, demasiado tiempo. La ligereza y la sensación de alivio que la embargan son tan intensas que no advierte la pátina de hielo que cubre la mirada de su marido, la furia obtusa que nada bajo esa fina capa de frialdad.
Con gestos rabiosos, Debora se apresuró a sacudirse el polvo de tiza, pero su salida de escena ya se había echado a perder: iodos reíamos a más no poder, y ya nada podía detenernos.
—¡No me volveréis a ver! ¡Nunca más! ¡No volveré nunca más con vosotros! ¡Me tenéis todos sin cuidado! ¡Yo tengo a alguien que me quiere! Me iré con el hombre volador, ¿Habéis oído? ¡Me tenéis sin cuidado, subnormales!
No dábamos crédito a lo que estábamos oyendo.
¿Quién te va a llevar con él? ¿El hombre volador? Atiza…
Las carcajadas se volvieron ensordecedoras. Incluso uno de nosotros (no recuerdo quién, quizá el pequeño Edoardo) se revolcaba por el suelo cogiéndose la barriga… o a lo mejor exagero, pero esta no es la cuestión: el hecho es que no era la primera vez que Debora la Bola sacaba a relucir esa historia. No había en ello nada de particular: ya sabemos que todos los niños tienen una fantasía preferida y recurrente, algo en lo que se refugian en los momentos de desconsuelo o de alegría, y que cuidan como el secreto más preciado. Pero Debora, con su obtusa ingenuidad, había sido tan estúpida como para dejar que se le escapara, y eso, en un grupo de estructura jerárquica como el nuestro, basado en la dureza y la virilidad de los dos jefes, era un error que, sencillamente, no podía ser perdonado. La primera vez la estuvimos tomando el pelo durante semanas, atormentándola y provocándola cada minuto de cada hora de cada día hasta que una tarde, exasperada y hundida por la continua destilación de risitas y bromitas, se marchó a su casa llorando y no apareció en un mes. Y ahora volvía a ofrecernos el flanco.
Recuerdo perfectamente que en ese momento la odié. Tuve la clara impresión de que lo estaba haciendo a propósito, como si quisiera atraer el escarnio y la ferocidad del grupo para hundirse hasta el fondo en el fango de la humillación. Yo reía con los demás, sí, pero era como si me oyera reír desde un kilómetro de distancia. En mi interior me habría gustado liarme a bofetadas con ella y gritarle: ¿por qué, maldita sea? ¿Por qué nos obligas a hacer esto?
—El hombre volador… pero ¿la habéis oído? —saltó Carmine—. ¿Y tu hombre volador será capaz de despegar contigo a cuestas?
Las carcajadas se hicieron salvajes. Franco y Tonio el Rojo empezaron a correr en círculo con los brazos separados, imitando con la boca el ruido de los aviones.
Debora permaneció inmóvil mirándonos, luego se volvió y siguió caminando hacia el portal. No recuerdo quién fue el que empezó, ni creo que tenga mucha importancia. Sólo sé que, antes de que le diera tiempo a dar el primer paso, ya habíamos empezado nuestra cantinela:
—Tro-le-ra, tro-le-ra, tro-le-ra…
Debora entró en el sucio zaguán y cerró la puerta tras de sí.
Enseguida advertí la mirada que cruzaron Carmine y Franco, y sin saber por qué sentí un escalofrío que me recorrió el espinazo. Inmediatamente traté de bajar la mirada, pero no me dio tiempo: me habían visto. Carmine me miró y, con un brusco movimiento de la cabeza, me indicó que les siguiera, y luego se dirigió hacia el portal con paso decidido.
Ahora podría tratar de justificarme, podría decir que no era capaz de imaginar lo que iba a pasar… pero mentiría: sí que lo sabía. Lo sentía, era como una sombra sólida que me apretaba detrás de los ojos y me pesaba en la ingle, una opresión en la boca del estómago que me transmitía una vaga sensación de náuseas y una extraña y perversa excitación.
Fue en ese preciso momento, creo, cuando mi destino se desvió por otro camino. Más tarde he tratado de imaginar infinidad de veces cómo habría sido mi vida si aquel día me hubiera comportado de otro modo. Me he preguntado hasta la saciedad si el rechazo de las mujeres que marcó mi adolescencia, si las dificultades en las relaciones con el otro sexo que me llevaron a perder la virginidad cuando los hombres de mi edad ya tenían un par de hijos y a casarme casi cuarentón, no dependen en realidad de lo que sucedió dentro de mí en ese preciso y brevísimo instante perdido en el mar de los recuerdos de mi infancia. A pesar de que nunca he encontrado una respuesta clara, he entendido una cosa: en la vida de todos hay momentos en los que las circunstancias nos imponen una elección, que condiciona nuestro futuro de un modo irrevocable. Podemos ir en una dirección o en otra, pero no podemos quedarnos quietos, no podemos esquivar de ningún modo la decisión. Pues bien, ese día tomé la dirección equivocada.
Era la primera vez que Carmine y Franco me trataban de igual a igual. Con esa breve señal de la cabeza Carmine me brindó la oportunidad de subir a su nivel, de instaurar con ellos la complicidad que me depararía el respeto y el temor del resto del grupo. Era mi gran ocasión y, que Dios o quien por él pueda perdonarme, me decidí sin dudarlo y les seguí por las escaleras.
—Por tu bien haré como que no he oído nada, Maria. No lo vuelvas a hacer. Soy tu marido y lo que hago fuera de casa, desde que el mundo es mundo, es asunto mío —le dice él con una voz terriblemente tranquila. Una sonrisa idiota e innatural le estira los labios, contrapunto malsano de la luz helada que le brilla en los ojos—. Prepárame el café —ordena, y vuelve a enfrascarse en el periódico.
Maria querría callar, pero no puede soportar lo que está viendo: él ha vuelto a leer el periódico como si nada. Beba le tiene sin cuidado. Sin cuidado. A Maria no le cabe duda y, sencillamente, no puede ni quiere contenerse.
—Si quieres café, prepáratelo tú —dice.
Él se levanta de la silla, mirándola con incredulidad. Sacude la cabeza, como si le disgustara lo que va a hacer, y luego se suelta la correa.
—¡Maria, te has pasado de la raya, coño! —dice con voz tranquila y fría—. Necesitas una buena tunda.
Maria retrocede.
—Aparta, no te acerques. ¡No puedo más! No…
Se interrumpe para poner una silla entre ella y el hombre, que ahora la persigue dando vueltas como un depredador a la mesa de la cocina.
Ella tira la silla a un lado con un movimiento brusco del brazo. La silla choca ruidosamente con la pared. La correa silba en el aire.
Ahora la sensación de alivio ha desaparecido en el ánimo de Maria. Todo lo que queda en su interior, ahora, es la mordedura demasiado familiar del miedo. Su voz se quiebra, con un odioso tono de súplica.
—¡Vincenzo, piensa en la niña, por favor! ¡Por favor!
Sin hacer caso de sus palabras, él se acerca cada vez más. La arrincona, blandiendo la correa con tanta fuerza que los nudillos se le ponen blancos.
—¡No me toques, cabrón! Cojo a la niña y me voy, te juro que me vo…
El cinturón golpea en plena cara y luego se abate de nuevo, rápido y feroz. Maria grita, intenta protegerse, pero no sirve de nada. Con un rápido paso adelante él se le echa encima. La agarra por el pelo y la pega. El puño le da en los labios, y Maria cae al suelo notando el sabor amargo de la sangre que sube y le llena la boca. Intenta levantarse agarrándose al borde de la mesa, pero el hombre le da otro puñetazo, esta vez en el cuello. Maria se da una costalada, arrastrando el mantel. La botella de vino se rompe en el suelo.
En la oscuridad de su alcoba Debora oye el ruido y cierra los ojos, se tapa los oídos y mete la cabeza bajo la almohada, tratando de ahogar los sollozos por miedo a que la oiga su padre.
En cuanto nos oyó llegar por detrás, gimió e intentó escapar… os dejo que imaginéis con cuanto éxito. El primero en alcanzarla fue Carmine. En el último peldaño del tercer tramo de escalera la agarró por los brazos y la empujó con fuerza hacia delante. Ella chocó contra la pared desconchada del descansillo entre el primer y el segundo piso.
Debora empezó a lloriquear, y Carmine la hizo callar de un tortazo.
¡Cállate, gordinflona! —le dijo en voz baja. Luego se volvió hacia mí—. Tú mira a ver si viene alguien.
Retrocedí un paso, colocándome junto a la barandilla para poder ver hacia arriba y hacia abajo… pero en realidad mi mirada estaba fija en lo que sucedía a menos de un metro de donde me encontraba. Con una sonrisa maligna en los labios, Franco empujó los hombros de Debora, dándole una patada en la espinilla para obligarla a arrodillarse.
Ella emitió un «No…» apenas musitado. Sus ojos ya no eran de carnero. Los tenía muy abiertos, vivificados por el terror que le hacía temblar de forma incontenible las comisuras de los labios.
—Por favor…
Carmine la agarró por el pelo y la sacudió con fuerza:
—¡Calla, gordinflona! —Sin soltarla, con la mano libre, se desabotonó la bragueta y se la sacó—. Si te mueves te juro que te mato —le dijo, y luego se la metió en la boca y empezó a moverse hacia delante y hacia atrás.
Yo estaba paralizado. Quería salir corriendo, darme la vuelta y marcharme de allí… no, no estoy tratando de parecer mejor que los otros dos, os lo aseguro. No pretendo justificarme, ni mucho menos. Quería salir corriendo, eso sí, pero no por la indignación o el disgusto, no… quería huir por el bochorno, por la vergüenza de encontrarme ante el mayor tabú de mi generación, eso de lo que entonces sólo hablábamos a escondidas y a media voz, turbados por una mezcla letal de excitación y sentimiento de culpa. Por eso y sólo por eso.
Como decía, yo quería huir. Pero, profundamente fascinado por la escena que se estaba desarrollando ante mis ojos, seguí mirando cómo entraba y salía la picha de Carmine, con creciente frenesí, de esa boca sucia de jugo de pirulí… y poco a poco, por la pasividad resignada con que Debora la Bola aceptaba ese cuerpo extraño en su interior, por su manera de cerrar los ojos sin emitir sonido alguno, por la lentitud con que las lágrimas se deslizaban por sus mofletes, me di cuenta de que no era la primera vez que alguien la obligaba a hacer algo así.
Las piernas me flaquearon. Me agarré al pasamanos, mientras la cabeza me daba vueltas y el corazón me revoloteaba en la garganta. Cuando Carmine terminó le tocó el turno a Franco.
Y luego, como era inevitable…
—Ahora te toca a ti —me dijo Carmine.
Llegados a este punto, sinceramente, mis recuerdos se hacen un poco confusos. Los detalles pierden consistencia, desleídos por la rabia… o mejor dicho, en la ferocidad que crecía en un interior a medida que me acercaba a la cara obtusa y estólida de esa víctima demasiado perfecta. La vergüenza que sentía había desaparecido sin dejar rastro. Ahora ya me daba igual todo. Sólo quería humillarla, degradarla, hundirla aún más… el deseo de cometer esa tropelía me atenazaba el vientre, y no veía el momento de liberarlo.
No sabía muy bien lo que tenía que hacer, nunca había hecho algo así. De modo que me la saqué, se la metí entre los labios e intenté imitar los movimientos que les había visto hacer a mis dos amigos hacía un momento. Cuando noté que Debora empezaba a chupar, algo enorme y oscuro se despertó en mi ulterior, partiendo de la base de la espina dorsal e invadiendo todas mis terminaciones nerviosas, desde la punta de los pies hasta la raíz de los cabellos. No entendía nada: empecé a moverme con violencia, agarrándome a los mechones grasientos que le colgaban a los lados de la cara para que se estuviera quieta, sin preocuparme de los golpes que daba su cabeza en el revoque agrietado y mohoso del descansillo. Veía cómo esa parte de mí, ese apéndice que hasta entonces no había tocado más que para lavarme, entraba y salía de su boca húmeda, veía cómo las lágrimas se le escurrían hasta la barbilla y luego se detenían en la pelusa apenas esbozada de mi ingle, veía cómo sus forúnculos se volvían cada vez más rojos, cada vez más congestionados… y mientras tanto empujaba, empujaba, empujaba… empujaba con las caderas, cada vez más fuerte, cada vez más deprisa, cada vez con más violencia. La sensación creció, y recuerdo que por un momento pensé que me iba a morir. Luego, con un estremecimiento, vertí el primer orgasmo de mi vida en la boca hirviente de llanto de Debora la Bola.
—Vamos, díselo tú también —me apremió Franco, mientras le apretaba las mejillas con fuerza para impedir que abriera los labios—. ¡Vamos!
Y yo, aturdido y borracho de maldad, con mi picha ya floja de preadolescente aún fuera de los pantalones cortos, me incliné sobre unas piernas que me parecían de gelatina y le dije lo que le habían dicho Franco y Carmine cuando les había tocado a ellos:
—Trágatelo todo, puta.
Debora, sin dejar de llorar con lágrimas gordas y silenciosas, cerró los ojos con fuerza como se hace un momento antes de recibir un bofetón, y tragó.
—Te dije que me la ibas a pagar, gordinflona de los huevos —le dijo Carmine.
Debora se apoyó en la pared, con los enormes hombros sacudidos por sollozos mudos y desesperados.
Le dimos unas cuantas patadas y nos marchamos, entre risitas y palmadas en los hombros. Carmine y Franco no me habían tratado nunca con tanta familiaridad, lo cual me llenó de orgullo.
Ya era uno de ellos.
—Mira lo que has hecho, guarra —le grita él, acompasando sus palabras con las patadas que le propina en las costillas y los costados—. ¡Luego tendrás que limpiarlo!
Sigue descargando correazos en los brazos que ella ha levantado para protegerse la cara.
Maria solloza desesperada, respirando el polvo del suelo y el olor nauseabundo del vino vertido. Sólo piensa en protegerse de los golpes que le llueven sobre el cuerpo desde todas partes.
Con un último grito él salta encima de Maria y la aplasta con todo su peso, luego la agarra del pelo y la obliga a mirarle. Ella siente el olor apestoso de su aliento y cierra los ojos.
—¡Mírame! —le grita él—. ¡Mírame, puta!
—Vincenzo… por favor…
Él le abre la bata, golpeándola sin parar en la cabeza con la mano libre, y luego le arranca las bragas.
—¡No! ¡No! ¡Vincenzo, por favor… no!
—¡Cállate, guarra!
Haciendo palanca con la rodilla le separa las piernas a la fuerza.
—Ahora ábrete de piernas y haz lo que quiere tu marido.
Maria deja de debatirse. Ya no le quedan fuerzas para reaccionar. Sollozando y tragándose la sangre de sus labios heridos, renuncia a oponer resistencia y le deja hacer.
El Ruido llegó esa noche después de las diez.
Por una de esas coincidencias que se dan algunas veces, había logrado arrancarle a mi padre el permiso para bajar al patio después de cenar, algo que por lo general tenía prohibido. No digo que si me hubiera quedado en casa habría perdido todo el prestigio ganado de un modo tan mezquino por la tarde, pero seguro que no habría sido lo mismo.
Estábamos los tres, Franco, Carmine y yo. Tal como esperaba, ahora ya era uno de ellos a todos los efectos, y podía participar en calidad de cómplice en todas las actividades medio clandestinas que eran la prerrogativa de los verdaderos jefes de banda. La primera chupada de Nazionale que Franco me brindó de un paquete desteñido y arrugado se me pegó a la garganta como lija pero, esforzándome casi hasta el ahogo, conseguí milagrosamente no toser y mantener el tipo.
Ahora, en el vértigo eufórico de la intoxicación de nicotina, estaba sentado en el suelo mirando el cielo junto a los otros dos, con la espalda apoyada en el ventanuco del sótano de donde acabábamos de salir.
—Desde luego, que te la chupe Betta tiene que ser mucho mejor —dijo Franco.
Carmine sacudió la cabeza.
—Olvídalo. Esa es de Tonio el Rojo.
—¡Qué coño dices! —saltó Franco—. ¿Tú cómo lo sabes?
Franco siempre hablaba así, haciendo preguntas sin ninguna entonación interrogativa. Mantenía los labios apretados, como los duros, y parecía que las palabras le salían de la boca casi por equivocación.
—Es verdad —dije yo la mar de contento, porque podía meter baza en la conversación—. Cuando jugamos al escondite los dos siempre se van juntos. Tonio me dijo una vez que ella le ha hecho una pera —terminé dándomelas de entendido. Me sentía como si esa tarde el sexo ya no tuviera ningún misterio para mí.
—Bueno, de todos modos, tarde o temprano…
Aunque en los meses y años posteriores fue precisamente ese ruido el que me hizo despertarme sobresaltado por la noche, jadeando y cubierto de sudor frío en la cama de la habitación que compartía con mi hermanito pequeño, aunque es precisamente ese ruido el que de un tiempo a esta parte ha vuelto a interrumpir mis pesadillas de hombre de mediana edad, sé que no seré capaz de describirlo con la precisión necesaria para que siquiera lo podáis imaginar. Fue como si alguien volcara desde el cielo un camión de sandías. La tierra tembló, pero no fue un verdadero terremoto, sino más bien una vibración sorda que repercutió en nuestros espinazos con la lentitud ineluctable de un estremecimiento, como si Godzilla hubiera elegido el Patio del Sol para dar su primer paso ciclópeo fuera de la pantalla del cine de la parroquia, donde los domingos por la tarde seguíamos sus terribles gestas chupando regaliz y tirando bolitas de papel al pelo de las niñas.
Le precedió un silbido sordo (uno de esos sonidos inocuos de cuya presencia sólo nos damos cuenta cuando cesan de pronto) y luego, una fracción de segundo después, fue completado por una ráfaga húmeda y en cierto modo densa, como si alguien hubiera arrojado al patio un perol lleno de melaza. Pero su principal cualidad, la que hizo que se me helara la sangre en las venas antes incluso de que a la parte consciente de mi cerebro le diera tiempo a registrarlo como realmente sucedido, se puede resumir con el término que empleé en una de las primeras páginas de este relato: definitivo. La cosa que lo hubiera producido ya no podría ser la misma después de semejante choque… Os lo digo yo… yo, que todavía oigo ese ruido y lo seguiré oyendo el resto de mis días… yo, que a veces, en los peores momentos, no puedo quitarme de la cabeza la idea de que será lo último que oiré antes de irme al otro barrio.
—¿Qué coño ha sido eso? —dijo Franco.
Nos levantamos y corrimos a ver. Cuando dimos la vuelta a la esquina del edificio nos quedamos petrificados, como si alguien nos hubiera clavado los pies a la calzada. La primera sensación que tuve fue que la cena me subía prepotentemente a la garganta, reclamando una vía de escape. Vacilé y, apretando los dientes, conseguí no vomitar. Franco tuvo menos suerte: se volvió para otro lado, pálido como el papel. Oí las arcadas que le sacudían el estómago, pero no le miré… porque sencillamente no podía: Carmine y yo mirábamos, paralizados, el amasijo que manchaba el patio, totalmente incapaces de apartar la vista de él.
Era Debora la Bola. Mejor dicho, su parte posterior, inconfundible por las enormes pantorrillas y el culo colosal. La parte anterior de su cuerpo se había fundido con el adoquinado: parecía una estatua a medio salir del molde de yeso. Había sangre por todas partes. Cuando digo por todas partes, me refiero a todas: la pared del edificio, el cristal esmerilado del portal, el poste de teléfonos… y luego por el suelo, reunida en un charco viscoso y tentacular que se agrandaba lentamente por el patio, extendiendo sus tentáculos en la oscuridad como un pulpo que se abre en el fondo del mar. Fragmentos perlados de tejido cerebral flotaban en el líquido rojizo, alejándose perezosamente del cráneo machacado.
Pasó un rato, no sabría decir cuánto. En un momento dado, mientras la gente empezaba a gritar en las ventanas, Carmine dio la espalda al cuerpo y, hablando a media voz, dijo:
—Joder qué asco.
Ahora podría contaros que me lié a tortas con él, que le mandé a tomar por el culo. No, lo siento, nada de eso. Me limité a mirarle y, cuando vi su expresión de disgusto, me encogí de hombros y no dije absolutamente nada.
Eché a andar lentamente hacia el portal de mi edificio, porque sabía que cuando bajaran los padres de Debora no podría mirarles a la cara.
En su pequeña alcoba, Debora abre los ojos y se quita los dedos de las orejas. Cautelosamente, sale de debajo de la almohada.
La casa está en silencio.
Aparta las sábanas y apoya un pie en el suelo. La pierna que ve salir de la cama es gorda, fea. La piel es tersa y blanca, como si estuviera a punto de estallar.
En la oscuridad atraviesa la habitación y se acerca a la ventana.
Él está allí, guapísimo, más guapo que un actor de cine. Flota al otro lado del cristal del dormitorio y sonríe, contento de verla.
Tímidamente, Debora agarra la manija y tira hacia sí. Él le tiende la mano. Debora acepta la ayuda y se sube al antepecho. Permanece un momento de pie, disfrutando del aire de la noche que le seca el sudor de la piel martirizada por las espinillas, luego se inclina hacia delante y, sonriendo, se monta en la espalda del hombre volador.