Aldo Nove
El mundo del amor
I
«Recuerdo que cuando era niño no pensaba que terminaba así».
Aldo Nove
Me llamo Michele y soy un hombre del Ariete.
Sergio es mi mejor amigo.
La tarde del sábado Sergio y yo fuimos al híper de la Folla di Malnate.
Cuando no sabemos qué hacer vamos allí a ver a los demás que no saben qué coño hacer, y van a ver los equipos de 280.000 liras sin compact.
En el coche, Sergio y yo siempre hacemos «¡Tata tara tatá tatáta!».
Hacemos así, como al principio de El precio justo.
Iva Zanicchi entra y hay esa especie de fiesta antes de la publicidad. Todos saltan y gritan: «¡OK el precio es justo!».
La Folla di Malnate está junto a Várese. Várese es una ciudad, y en esta ciudad está la plaza Kennedy. Por la noche esta plaza se llena de locas. Parecen hormigas que salen. Yo no es que tenga nada contra las locas de la plaza Kennedy. Llegan ahí y se quedan en el coche hasta que aparecen otros maricones. Entonces encienden las luces y si ven que el otro maricón es un monstruo salen zumbando. Si no hacen el amor en alguna parte, y esa es la mágica vida de los culos.
Sergio y yo somos normales, y por eso, los sábados por la tarde, nos ponemos en marcha y vamos al híper de la Folla di Malnate.
Bebemos Baileys, miramos desde las ventanillas, hacemos «Tata tara tatá tatáta», les pitamos a los palurdos del sur que van por ahí con sus coches chungos tipo Visa o el Cinquecento nuevo.
—¿Has visto qué coche de palurdos, ese Visa?
—¡Hace cagar!
—En vez de comprar ese coche podían haberse comprado el billete de vuelta a Sicilia, y hasta les adelantaban la pasta para comprar el desatascador del váter y envenenar a todos los demás palurdos de Sicilia.
—¡No, no cabes dentro!
—¿Eh?
—¡Envenénate con el desatascador!
Llegados al híper damos tres o cuatro vueltas para encontrar aparcamiento, a veces hasta diez, y solo dos si aún no son las cinco, el año pasado incluso una sola vez: había un Fiesta que se marchaba en ese momento, y nos metimos allí.
Entonces liamos un porro y nos lo fumamos mirando a las palurdas que salían del híper con bolsas llenas de congelados.
Estas palurdas tenían las bolsas llenas de radiocasetes, bolsas con tubos de gel y pechugas de pollo. La mirada baja, contemplando las huellas de frenazos que había allí.
—En el fondo los palurdos también son seres humanos —le dije a Sergio echando un sorbo de Baileys—. Van de compras como nosotros.
—Sí, pero lo hacen para reunir puntos para la dote de sus hijos con las fuentes para espaguetis del Molino Blanco. Compran todo lo que trae puntos, y ya está, ni siquiera lo abren, sacan los puntos y los pegan en la ficha. Esa es la mágica vida de los palurdos.
Al entrar en el híper compramos dos o tres Rasca y Gana. Una vez hice tres veces cuatro. No paré de comprar boletos. Pero luego ya no volvía a ganar nada, de esa vez me acuerdo, también compré unos Raider, y me apetecía un Cheese.
II
La tarde del sábado Sergio y yo fuimos al híper de la Folla di Malnate.
Cuando no sabemos qué hacer vamos allí a ver a los demás que no saben qué coño hacer, y van a ver los equipos de 280.000 liras sin compact.
En el coche, Sergio y yo siempre hacemos «¡Tata tara tatá tatáta!».
Hacemos así, como al principio de El precio justo.
Iva Zanicchi entra y hay esa especie de fiesta antes de la publicidad. Todos saltan y gritan: «¡OK el precio es justo!».
Le dije a Sergio vamos arriba, donde están las cintas de vídeo. Sergio dijo vale, pillo unas medias de lana y vamos arriba. Sergio se paró a pillar unas medias de lana azul de 8.500, pero también una balanza pequeña de 28.500 liras.
Luego subió.
Arriba todo eran equipos y cintas, cintas de grupos italianos años ochenta que todos han olvidado, grupos de discoteca de 9.500 con el pañuelo de regalo, y televisores.
Además estaban las cintas de vídeo de Candy-Candy mezcladas, en una caja de metal, con cintas de kungfú y de Totó. Pero yo fui derecho a ver las cintas de vídeo para las pajas.
Sergio me siguió llevando en la mano las medias de 8.500 y la balanza, que acababa de comprar, abajo.
Fuimos allí a ver las historias de Moana. Todas de 29.500 para arriba. Y las americanas costaban eso o más: 32.500.
—Cuando era pequeño las pajas se hacían gratis. Ibas al baño de la parroquia con un Caballero normal, o mensual, encontrado en el basurero que hay en la carretera que va a Gaggiolo. Estaba todo arrugado, ese Caballero, y lo leías, te hacías una paja deprisa y corriendo, porque luego llegaba el Don.
—¡Don din don!
—¡Dan dan!
—Tata tara tata tatáta.
Cogimos El mundo del amor, la única cinta que costaba sólo 12.000.
III
La tarde del sábado Sergio y yo fuimos al híper de la Folla di Malnate.
Cuando no sabemos qué hacer vamos allí a ver a los demás que no saben qué cojones hacer, y van a ver los equipos de 280.000 liras sin compact.
En el coche, Sergio y yo siempre hacemos «¡Tata tara tatá tatáta!».
Hacemos así, como al principio de El precio justo.
Iva Zanicchi entra y hay esa especie de fiesta antes de la publicidad. Todos saltan y gritan: «¡OK el precio es justo!».
Pensábamos que 12.000 era el precio justo para hacerse una buena paja. La caja no era muy allá, salía una tipa con las tetas fuera cortada por abajo, porque abajo estaba el título, El mundo del amor, en amarillo. Pero la tipa no estaba mal.
En cuanto llegamos a casa metimos la cinta en el vídeo, sin ponerle siquiera la etiqueta amarilla con el título El mundo del amor, de modo que la cinta estaba allí anónima misteriosa, cada vez para saber lo que había dentro tenías que ponerla. Era una cinta sin personalidad.
Teníamos un rollo de papel higiénico cada uno, pero nunca nos corríamos tanto como para gastarlo todo. Lo que sobraba del rollo lo usábamos para otras pajas o para limpiarnos el culo o para sonarnos la nariz o para quitar las gotas de Baileys que caían al suelo. Pero en seguida empezó la película.
Eh, al principio de la película El mundo del amor hay un tío mirando con un catalejo a unos que van de putas, que hablan con putas. Luego encuadran el cartel de la Esso, luego los tejados, luego uno desnudo besando un zapato, un tipejo con cara de gilipollas integral.
Luego el tío que mira con el anteojo se limpia el sudor de la frente, dos hombres se quitan la camiseta y se lamen los brazos, son gays; una tía se quita la falda y hace el perro en el suelo, dice «guau guau», pero se deja las bragas y aparece el letrero de que la parte científica de la película está basada en los textos de los profesores Freud Kinsley y Stoller Kraff…
Sergio y yo estábamos allí con la polla en la mano, en la luz azulada del comedor a oscuras, sólo con El mundo del amor encendido. Pero de pajas nada, no había ambiente: en un momento dado se vio a un profesor bestial sentado, con el peluquín marrón ladeado a la izquierda. Detrás de sus hombros había un póster de huesos cortados en dos.
¡Así no había manera de pelársela!
—Era mejor El precio justo —dice Sergio—. ¡Por lo menos se ven tipas enseñando las tetas, y que están buenas! ¡Tata tata tatá tatáta!
—¡Tata tata tatá tatáta! —bailando con el papel higiénico.
Sergio empieza a dar vueltas por la habitación, parece Prince panoli, ahí con la picha en la mano, a oscuras, gritando:
—¡Tata tata tatá tatáta!
Yo me siento y lío un porro detrás de otro.
IV
«Amor es un deseo que viene del corazón por abundancia de gran placer: y los ojos antes general el ardor y el corazón le da alimento».
Giacomo da Lentini
Continuamente en el vídeo se veía un putón rubio que tiene polla: ¡es un travestí como los que hay yendo para Milán! Y se ven tres tipejos que se arrastran por el suelo en un parque y abren un Skoda donde dentro hay dos tías con pelos en los sobacos que tortillean un poco y los tres tipejos las violan con la voz del profesor bestial que explica esta violencia sexual causada por problemas con los padres de los tíos.
Por último, los tipos arrastran fuera a una de las bolleras ensangrentada por los cartones que le han restregado por la cara y la matan en la grava después de sacarle una teta.
¡Menudo coñazo de vídeo!
No se podía ver así, le dimos al avance rápido y siempre aparecía el profesor explicando, y escenas de tíos que lamían calzoncillos, que hablaban de la familia, se azotaban con sangre, nada de pajas, y al final el primer plano de un cipote y un letrero intermitente:
SE ADVIERTE A LOS ESPECTADORES FÁCILES DE IMPRESIONAR QUE, A PARTIR DE ESTE MOMENTO, SE ABSTENGAN DE CONTEMPLAR LAS SECUENCIAS SOBRE LA SÍNTESIS DE LA OPERACIÓN DE CAMBIO DE SEXO
y el letrero aparecía varias veces.
—Oh —dice entonces Sergio mientras se le escurre el Baileys de los labios—, por fin algo fuerte, vamos a ver.
De hecho a continuación se ve el encuadre de uno con las piernas abiertas.
Primer plano: polla.
Luego se acerca un cirujano con bisturí, empieza a abrirle el capullo, por arriba, como si nada: borbotones de sangre.
—Oh —le digo a Sergio pasándole el porro—, le coges cariño a tu polla y luego ¡zaccc! no te queda nada.
—Sí, es demencial —me contestó, haciendo gárgaras con el Baileys, mientras el cirujano apartaba la piel del capullo de ese tío filmado como si fuera una de esas cosas que luego se rompen y que están para proteger los paraguas de 10.000.
Había una carnicería de sangre, en medio del vídeo.
El profesor explicaba que era una castración.
Nosotros intentamos verla en blanco y negro, la castración.
Había cojones, sangre y cirujano color plastilina; efectivamente era mejor en colores: cojones, sangre y cirujano color salsa de tomate recién abierta, y sangre.
¡Sergio estaba excitado!
Va a la cocina a coger un cuchillo, el más grande, mientras dice: «¡Tata tara tatá tatata!».
La luz azulada del televisor era como cuando un héroe corta la sabana con el hacha, poco a poco se abría camino hacia nosotros esa polla toda destrozada de la parte final del vídeo El mundo del amor. 12.000 bien gastadas.
Mientras tanto Sergio había vuelto a la cocina. Se sentó en el suelo y empezó a cortarse un poco la mano, desde los dedos hasta la palma y luego más arriba. Quedaba súper, tipo Sid Vicious.
El profesor del vídeo decía que con la piel retirada del cipote cortado se hacía un buen chocho, de las piernas del tío seguía saliendo un huevo de sangre. También Sergio y yo habíamos decidido cortarnos la polla, para reírnos un poco por la noche.
—¡Pásame el cuchillo, Sergio! —le grité a mi amigo apoyando el papel higiénico en el compact de los 883 remix (special for dj.) que había comprado el jueves.
—No, espera, antes tengo que cortarme un pedazo de lengua —me dijo Sergio clavándoselo a lo bestia entre las papilas gustativas.
—Toma —susurró luego sangrando por la boca mientras me pasaba el cuchillo asqueroso.
Eh, me alegré de tener el cuchillo.
Me pasé la hoja dos o tres veces por la punta rojiza del pito. Como un samurai antes de empezar la terrible batalla. Sergio, entre tanto, ha vuelto a la cocina a por otro cuchillo (porque el que había cogido antes, ahora lo tenía yo).
—Sergio… —le dije.
—¿Eh?
—¡Tata tara tatá tatáta!
Me corté la picha de cuajo.
—¿Qué coño haces?
—Me la he cortado.
—¿Por qué?
—Para montarme un rollo lésbico. Contigo, amor mío.
—¿Pero tú qué eres, una maricona?
—¡No, pero puede que sea una bollera!
Y le enseñé el pingajo.
Me dolía, estar ahí así, apoyado en el sofá con la picha cortada ensangrentada como si fuera un pie de cerdo descongelado. Era como si me muriera.
Apoyé mi aparato cortado en la cómoda.
Chorreaba. Chorreaba. Era un budín de sangre.
Tenía, en su lugar, un chumino aficionado.
Sergio se había dado perfecta cuenta de cómo andaban las cosas, de cómo tenían que andar esa noche. Miles de películas de tortilleo preciosas, que habíamos visto sin entender…
Sin poder probar esas experiencias de amor.
Sin poder lamernos los chochos que no teníamos.
Hacía falta una solución radical.
Sergio, de un solo tajo hacia la ingle, se cortó violentamente la polla, como había hecho yo.
Yo, la verdad, me estaba muriendo. Recuerdo que de pequeño pensaba que no terminaba así.
Me arrastré hasta debajo de la tele.
Subí un poco el volumen.
El profesor estaba diciendo que para ser verdaderos transexuales hay que poner una especie de bollo transparente en el pecho cortado, que es una teta, pero de silicona.
La imágenes empezaban a confundirse.
Sergio se acercó a mí, empujándose con los codos por el suelo.
Olía a Denim y a sangre. Yo también estaba así.
Acercó la boca a mis piernas.
Yo también acerqué mi boca a las suyas.
Fue el último sesenta y nueve de mi vida.
El primero como mujer. Y el único de moribundo.
En mi cabeza había una verdadera confusión. Oía un zumbido, obsesivo, que se volvía una especie de música perfecta. Oía como carcajadas lejanas.
Como ecos indescriptibles.
Como si a mi alrededor hubiera mucha gente.
Como cuando Iva Zanicchi entra y hay esa especie de fiesta, antes de la publicidad.
«El paisaje verbal
detrás de la página
un vacío imposible de llenar
no interpreta nada
el arte de la impaciencia
superpone otra imagen
mientras pasamos quemando».
Nanni Balestrini