Niccolò Ammaniti & Luisa Brancaccio

Nochecita

Emanuele tenía los pies hinchados, pero no podía quitarse los mocasines

Su madre, la señora Flaminia Monteleone, no toleraba esas cosas. «Vuelve a ponerte los zapatos, o te vas a cenar a la cocina. Con el servicio. ¡No eres un patán!», le había dicho una vez, al verle cenar en calcetines.

Y así, sentado en el sofá de brocado junto a mamaíta, tragaba el puré de verdura mientras veía el TG1.

Quería volver a su habitación, echarse en la cama y morirse.

«Qué asco de día», pensó.

Todo por culpa de Lalla y sus sostenes.

De sus jerseys, lápices de labios, guantes de cabritilla, medias de malla, leche limpiadora.

De las tres a las ocho, entre Benetton, Stefanel, Fendi, de compras con su novia. No había abierto un libro. Y solo faltaban tres días para el examen de derecho comercial.

Notó una punzada de dolor en el costado.

Se tragó otra cucharada del sano puré de verdura que tan bien le sentaba a la úlcera de mamaíta.

—Cori, ¿qué hay de segundo?

La filipina gorjeó:

—Judías verdes hervidas.

Emanuele subió el volumen del televisor.

—¡Baja eso, Emanuele! Tengo un dolor de cabeza horrible —dijo la señora Monteleone con aire cansado.

Emanuele no la soportaba. Todos los días con ese puto dolor de cabeza. Con esa expresión de disgusto en la cara. Parecía que se había comido un plato de callos pasados. Estaba ahí plantada, seca y verde como un espárrago, con ese traje de chaqueta rojo cárdeno, con su úlcera de las narices que les tenía a todos desnutridos a base de pollo hervido, con el pitillo en los labios y las gafas oscuras.

—Bueno, me voy a la cama.

La señora Monteleone permaneció impasible.

Emanuele se levantó y se arrastró hacia su cuarto, atravesando los sesenta metros del fastuoso salón, tapizado de cuadros abstractos y alfombras kilim.

Pero se quedó clavado en la puerta.

—Emanuele, ¿te acuerdas de que mañana por la mañana tenemos que ir a la boda? Le he dicho a Cori que te despierte a las seis y media, ponte el vestido azul, el de Caraceni…

Emanuele siguió avanzando sin contestar.

¡No! ¡Mierda! ¡La boda! ¡Maldita sea, yo tenía que encerrarme a estudiar!

Se había olvidado por completo.

En Siena. En un castillo perdido de una finca rústica.

¿Por qué Guglielmo tendrá que casarse en Siena?

Y además, ¿por qué tendrá que casarse?

Está claro, para tocarles los cojones a sus parientes, ¿por qué, si no?

¡Terrible! Despertarse a las seis y media, viajar con esa momia de mamaíta que no para de decirte: «¡No corras, Emanuele! ¡Ve más despacio! Nos vamos a matar».

Entendía a su padre. El infeliz tuvo que marcharse a Bélgica para no vivir a su lado.

Luego se imaginó un corro de pijos y parientes agolpados delante del buffet y a su primo Guglielmo, el mayor gilipollas del centro de Italia, pavoneándose del brazo de Donna, una mujerona rubia de Vermont.

Enfrascado en estas degradantes consideraciones, Emanuele se encaminó por el pasillo con frescos en las paredes. Parecía un condenado a muerte camino de la silla eléctrica. Estaba a punto de entrar en su cubil, cuando sonó el videointerfono.

Contestó.

En la pantallita apareció la jeta picada de viruela de Aldo Trebbiani.

Sonrisa alegre. Cuatro pelos embadurnados de gel. Ojos pequeños y vivarachos. Narizota.

—¿Nochecita, chico? —graznó el telefonillo.

—Ey, Aldo, ¿qué haces? ¿Quieres subir?

—No, baja tú. Vamos a dar una vuelta.

—… Me iba a la cama.

—¿Cómo es eso?

Me he pasado la tarde con Lalla y mañana al amanecer tengo que ir a Siena.

—Entonces nochecita reducida. Un porrete rápido.

No… —pero se lo pensó mejor— Está bien, bajo un momento, y me acompañas a comprar cigarrillos.

—Así me gusta.

Colgó y fue a ponerse la chupa.

¡Nochecita!

En su jerga significaba ponerse morados de porros, rigurosamente sin novias, y volver a casa bien colocados a la hora que fuera.

Pero desde hacía algún tiempo, a Emanuele esas nochecitas ya empezaban a fastidiarle.

Las nochecitas son un túnel. Te pones ciego de porros y estás hecho polvo si no consigues estudiar y todo se te va de las manos y te oprime, la puta habitación y las cenas con tu madre y las bodas en Siena. De modo que las evito como la peste.

Aldo le esperaba encerrado en el BMW de su padre, con la calefacción al máximo. Llevaba puesto el abrigo marrón claro, la camisa azul que hacía juego con sus ojos y unos mitones de piloto.

Tenía una tirita de mariposa en la frente.

Emanuele se sentó, pero antes de cerrar la portezuela se quedó mirando la tirita:

—¿Qué te has hecho en la frente?

—¡Deprisa, cierra la puerta, que entra aire frío! —dijo Aldo con urgencia y salió quemando rueda—. ¿Adonde vamos? —preguntó, gritando sobre la voz de Pino Daniele.

—A comprar cigarrillos. Pero ¿qué te has hecho en la frente?

Bajaban a toda velocidad por la calle Archimede, desierta a esas horas. Había humedad en el aire, y unas pocas farolas iluminaban con una luz pálida y esférica los coches aparcados.

—Ahora te lo digo.

Y siguió conduciendo con la espalda hacia atrás, la nuca pegada al reposacabezas y los brazos extendidos como un piloto de rally.

—Bueno, qué, ¿cómo te has hecho eso?

—Ahora te lo digo.

En la plaza Euclide Aldo se tragó dos semáforos en rojo.

—Ayer. Inauguración del Pakiana en Fregene. Pinchaba un tal Max Trip Twentyfive. Una buena movida. ¿Y quién estaba en esa movida?

—¿Quién?

—Riccardo y yo.

—¡Ah! ¿Qué Riccardo?

—El cirujano.

—¿Y qué?

—Pues nada. Estábamos bailando. Hacía un calor tremendo. El nivel etílico era muy alto. El cirujano se metía vodka con melón. Luego se siente mal, y se me echa encima diciendo que quiere irse a su casa. Ese no se corta, bebe como un cosaco. Le dije que pasaba de él, que me estaba divirtiendo y que se fuera al váter a trallar y él fue para allá, pero se equivocó de puerta y se armó la de dios en el lavabo de tías. Pero tengo que aclarar que antes de ir al Pakiana el cirujano y yo nos habíamos puesto morados en el Bolognese, canelones con salsa. ¡No te imaginas cómo dejó el váter! Y cuando una de las tías se encontró un canelón medio digerido en su estuche de los potingues pilló un cabreo descomunal. Lo pusieron a caldo, primero la tía y luego los gorilas. Y yo nada, a lo mío, pasando. ¿A mí qué me importa? Así que esos cuatro salvajes lo echaron a la calle. ¿Pues te quieres creer que el muy borde empezó a dar patadas a la puerta, a decir que quería entrar, que tenía tarjeta VIP? Al final abren y le dicen que si no se va llaman a la policía y le dan con la puerta en las narices. ¿Sabes cómo es la puerta del Pakiana?

Emanuele negó con la cabeza.

—Una caja fuerte. Acero inoxidable. Blindada. Pesa un huevo. Le pillaron la mano con la puerta.

—Joder.

—¡Se dejó tres dedos! Yo los vi moviéndose en el suelo, los cabrones de los dedos, y entonces me lié a hostias con el primer gorila que encontré. En fin, resumiendo, que acabamos todos en urgencias. Riccardo, los tres gorilas y yo con los dedos de Riccardo en el bolsillo del abrigo. Espera… —Aldo empezó a hurgarse en el bolsillo—. A lo mejor todavía queda algún pedazo de tendón… Imagínate, el pobre estaba a punto de graduarse en cirugía. ¡Le han jodido! ¿Qué va a hacer ahora? Como mucho podrá ser psiquiatra. Coño, te rompes los codos para sacar la especialidad y luego tres capullos te amputan tres dedos… Imagínate, ponerse ahora a estudiar para psiquiatra.

—No digas gilipolleces…

—Mira, qué asco… —Aldo dio la vuelta al bolsillo del abrigo, manchado de rojo—. Tendré que llevarlo al tinte…

—¡Pues menudo mal rollo! —dijo Emanuele—. Bueno, dame el costo que lío un porro.

—No tengo costo.

—¿Cómo que no tienes costo?

—No, no tengo, creí que tenías tú.

Aldo frenó en seco delante del All Night Long Bartabacchi.

—Bueno… No importa. Voy a comprar tabaco —dijo Emanuele, bajando.

El All Night Long Bartabacchi era un local cutre, con un letrero rosa intermitente. Dentro no había un alma, salvo una cajera gorda pintándose las uñas y una camarera menor de edad. Emanuele compró dos paquetes de Marlboro light y salió cojeando.

Tenía que volver enseguida a casa a quitarse esos malditos mocasines.

En cuanto llegue me doy un baño de pies de hora y media con bicarbonato, se dijo, aliviado con esta idea.

Volvió al coche.

—¡Hace demasiado frío! Ni siquiera tenemos costo. Yo casi me volvería a cas…

Vio que Aldo se había sacado de la chaqueta un frasquito transparente lleno de polvo blanco.

Emanuele maldijo entre dientes.

—¡Sorpresa! ¡Coca! ¡Empieza una nochecita en versión deluxe! —dijo Aldo con una sonrisa de oreja a oreja.

—Nooo, por favooor. Coca no. Quiero irme a dormir. Mañana tengo que ir a la boda de mi primo…

PERO ¿ESTÁS LOCO? Esta es la mejor coca del mundo. ¿No me crees? ¡Pruébala!

—Te creo, te creo, pero no puedo. Mañana tengo que ir a la boda.

—No, no, tú no me crees, lo sé. Pruébala, joder, no puedes decir que esta coca no es buena si no la pruebas. Venga, un tirito.

—No, no me apetece, de veras.

Mientras tanto Aldo se había hecho dos rayas y aspiraba con la nariz y se frotaba las encías con el dedo.

—Hazte una raya, vamos —insistió. No iba a parar de insistir en toda la noche.

—¡Qué pesado! ¡Una raya nada más, y me llevas a casa!

Emanuele, de mala gana, se hizo la raya y Aldo arrancó quemando rueda.

Se lanzaron por la orilla del Tíber. Pino Daniele cantaba «‘o scarrafone».

—¡Joder, pues sí que es buena esta coca! —dijo Emanuele sorprendido—. ¿Dónde la has pillado?

—Anoche —contestó Aldo con aire ladino.

—¿En el Pakiana?

—No, en el Fatebenefratelli.

—¡¿El hospital?!

—Sí. El gorila, ese al que le rompí el tabique, no paraba de meterse coca en la nariz machacada diciendo que funcionaba como anestésico, de modo que le pregunté si me vendía un poco. Pillé cien mil liras, la probé, una bomba. De modo que le di el Rolex por veinte gramos. Un buen neg… —El móvil empezó a sonar. Aldo se lo sacó del abrigo y contestó con tono de operador de la telefónica—: Hola… ¿Qué tal? ¿Sííí? Sí… Está bien. Está bien… Tranquila… ¡Ahora voy!

Y viró en redondo saltándose el bordillo del carril bus.

—¿Qué haces? ¿Quién era? —preguntó Emanuele alarmado.

—Melania. Vamos a recogerla.

—¿Adonde?

—A Torpignattara.

—¡NI HABLAR! Torpignattara está en el quinto coño. No existe. Llévame a casa enseguida —dijo Emanuele, cabreado.

—¡Pero menudo coñazo eres! ¿Qué vas a hacer en casa? ¿Bailar la rumba en la cama? Acompáñame a buscar a Melania y dentro de media hora como mucho estarás en casita. No me apetece ir solo.

—Pero quítame este Pino Daniele, que ya estoy hasta los huevos —dijo Emanuele sacando el CD, y añadió—: ¿Quién es esa Melania?

Melania estaba sentada en el capó de un coche, en un callejón oscuro, fumando un cigarrillo.

A los lados había construcciones bajas, sin revocar, con las pilastras de hormigón vistas. Verjas oxidadas, perros rabiosos y obras. En la cercana parada del autobús cuatro somalíes se helaban el culo.

Un sitio de mierda.

—¡Ahí está! —dijo Aldo en cuanto vio a Melania, y en vez de frenar aceleró.

Melania también vio los faros del BMW, bajó del capó, se arregló el pelo y se estiró la minifalda.

Aldo tiró del freno de mano, y con un derrape bien calculado paró el coche a pocos centímetros de sus pies.

—¡Idiota! ¿Es que me quieres matar? —rió ella, apoyando las manos en el capó hirviente.

Dando pasitos con sus tacones altos, abrió la puerta de atrás y entró.

Una vaharada de perfume de supermercado inundó el coche.

¡Dios! ¿Qué se ha echado? ¿El Baygon para las cucarachas?, pensó Emanuele.

Pero era un pedazo de tía.

Tenía la cara redonda. Los ojos verdes, con pestañas largas. El pelo le llegaba al culo, rizado y negro. La boca ancha y carnosa, roja, ahogada en el pintalabios. En las orejas llevaba dos enormes aros dorados del tamaño de perchas de loros.

—¡Ahhh! Qué calorcito más rico hace aquí dentro. ¡Ahí fuera se me estaba quedando el trasero helado! —se rió.

Tenía una voz nasal y quejumbrosa y las vocales demasiado abiertas.

—¿Qué tal, Aldo? —Y sin esperar respuesta tendió la mano a Emanuele—. Buenas, yo soy Melania Crocetti. Encantada.

—Emanuele —contestó él, seco, y se la estrechó.

Melania se quitó la chupa oversize. Debajo llevaba un chaleco de piel vuelta que apenas cubría las tetorras apretadas en el wonderbra de encaje.

Emanuele hizo una rápida comparación mental entre las grandes tetas de Melania y las de Lalla, encogidas.

¿Por qué las niñas bien siempre tienen las tetas pequeñas?

Aldo volvió a poner el CD y cogió el frasquito de coca. Hizo una ruidosa esnifada y se la pasó a Emanuele.

—No, gracias. Paso.

Melania chilló desde atrás con aire ofendido:

—¿Y a mí no me ofreces? Aldo, eres un maleducado.

—¡Ah, vale! ¡O sea que eres una drogadicta! —dijo Aldo.

Le pasó el frasco sin mirarle siquiera a la cara.

Emanuele estaba harto. Y esa calle no le gustaba. Esos somalíes de los cojones no dejaban de mirar hacia el coche.

—¿Nos vamos de esta pocilga, por favor?

En marcha.

Aldo corría a 160 por la Casilina, derecho al centro de la ciudad. Los semáforos en ámbar destellaban. Mientras tanto Melania se afanaba con la coca, ensuciándose la nariz de blanco.

—No creas que soy una drogadicta como tu amigo, Emanuele. Lo que pasa es que sé aprovechar lo mejor de la vida. Y no sé decir que no… —añadió con desparpajo.

Aldo se echó a reír a carcajadas.

A Emanuele se le heló la sangre en las venas de la vergüenza ajena.

—¿De dónde la has sacado? —preguntó a su amigo en voz baja.

—Es la enfermera de mi abuela.

—¿La enfermera de tu abuela? ¡Ahhh! ¡Claro!

La abuela de Aldo tenía 93 años y un Alzheimer galopante. Se hacía sus necesidades encima y necesitaba a alguien que le diera de comer y le limpiara el culo: de eso se encargaba la bella Melania. Así, cuando Aldo, como buen nieto, le llevaba bombones a su abuelita, aprovechaba para darle un repaso a la enfermera.

—¿Se puede saber adonde me lleváis? —preguntó Melania inclinándose hacia delante con una sonrisa llena de expectativas.

—Estamos acompañando a Emanuele a su casa —contestó Aldo.

—¿Cómo? ¿Ya te vas a casa?

—Es que mañana tengo que ir a Siena… a la boda de mi primo. Tengo que levantarme temprano.

A Emanuele le reventaba dar explicaciones, hablar de sus asuntos con esa tía, pero en fin.

—No seas coñazo. ¿Qué te importa la boda de tu sobrino? Ven con nosotros, venga —insistió ella.

—No es mi sobrino, es mi primo. Y no puedo, de veras. Ya es la una. Es tarde —contestó Emanuele, mosqueado.

—No te preocupes por este zombi. ¿Que se quiere ir a casa? Pues lo llevo a casa —intervino Aldo.

—Gracias —contestó Emanuele con frialdad.

Le reventaba esa situación. Le reventaba la insistencia de esos dos. Le reventaba tener que justificarse. Y le dolían los pies.

¿Qué coño les importa que me quede o me vaya a la cama? Solo había salido a liarme un porro, joder, se dijo, cruzando los brazos.

Ya se encontraba a salvo. Estaban en la calle Aldrovandi. A un paso de su casa. Una vez en la cama se olvidaría de Melania, de Aldo y de la puta nochecita.

—Joder, cómo me gusta Pino Daniele. Chicos, tengo costo. ¿Qué os parece un porro rápido? —dijo Melania con una sonrisa de oreja a oreja.

—¿Has visto? Tiene costo. Estás de suerte —dijo Aldo.

No había nada que hacer.

Emanuele tenía que hacer este último esfuerzo. Se sentía obligado. Obligado a no decir que no otra vez.

—Vale, el porrete de las buenas noches…

—Viejo cerdo asqueroso y porreta, que eso es lo que eres. Te gusta meterte ciego en el sobre, ¿eh? —Aldo le daba palmaditas en el hombro y codazos en plan colega.

—Para ya, maldito chiflado —dijo Emanuele tratando de quitarse a ese plasta de encima.

Se detuvieron en una avenida oscura con árboles, junto a una tapia. Pasaban pocos coches, veloces.

Melania lió el porro rápidamente, con mucha técnica. Se lo acercó a Emanuele para que lo encendiera.

Se pasaban el peta en silencio, reteniendo el humo en los pulmones. Luego Aldo sacó del salpicadero una botella de whisky y también se la pasaron silenciosamente. Un trago, una calada, una calada, un trago.

Pino Daniele chillaba: «Fate ‘na pizza c’a pummarola ‘ncopp».

Emanuele se puso a mirar la luna enorme al otro lado de la tapia. Estaba cansado. Cansado de perder el tiempo. Cansado de no ser capaz de estudiar. Cansado de no ser capaz de concentrarse. De pronto tuvo la sensación de que era un hámster que se había subido por equivocación a la rueda y estaba obligado a dar vueltas sin parar.

La gente cree que los hámsters se divierten. No es verdad. Los hámsters suben a la rueda por equivocación y tardan un huevo en darse cuenta de que si dejan de correr la rueda se para y pueden bajar.

Emanuele tenía ganas de cerrar los ojos y dormir hasta el día siguiente, hasta el otro, hasta después del examen, y despertarse en verano, cuando su madre iba al Argentado.

—Estoy rendido, vámonos —dijo por fin, dando la última calada.

Abrió la ventanilla y tiró la colilla.

Una vaharada helada y cargada de olor a excrementos animales entró en el coche.

—¡Joder, qué peste! ¿Qué es eso? —dijo Melania, tumbada en el asiento de atrás.

—El zoo —dijo Aldo poniendo el motor en marcha.

—¿Estamos en el zoo? ¡Genial! Nunca lo he visto.

—Si eres buena el tío Aldo te llevará, ¿a que sí? —le dijo Emanuele, sorprendido de su tono ácido.

—¿Cuándo? ¿Cuándo me vas a llevar al zoo?

—Ahora —dijo Aldo, apagando el motor.

—Está cerrado, bobo —refunfuñó Emanuele.

—¿No me digas? Pues saltamos la valla.

—¡Sí, venga! ¡Saltamos la valla! —Melania se excitó.

Pero a Melania la habría excitado hasta una cola en Correos.

—Saltadla vosotros. Yo me voy a casa andando. Portaos bien —dijo Emanuele de mala gana, pensando en la cuesta que le esperaba. Pero estaba dispuesto a ir a pie con tal de volver. Se levantó las solapas de la chaqueta, abrió la portezuela y se marchó sin despedirse. Echó a andar por la avenida a oscuras, con las manos en los bolsillos.

Esperaba que Aldo hiciera algo, que fuera detrás de él, que le acompañara a casa. Pero seguía caminando, solo, subiendo la cuesta, con los mocasines apretados.

Nada. Menudo cabrón está hecho.

Procuró no hacerse mala sangre y apretó el paso.

Luego oyó a Melania detrás de él, llamándole. Se volvió y la vio correr a su encuentro. Se detuvo.

Tenía las piernas largas. Se quedó ahí viendo cómo corría, parado, no dio un paso en dirección a ella.

Melania lo alcanzó, estaba sin resuello y con las mejillas rojas por el frío.

—Dime la verdad, Emanuele, ¿te caigo mal?

Sin todo ese maquillaje hasta tendría una cara bonita.

—¡Qué va!

—Entonces, ¿por qué te vas?

—Ya te lo he dicho, estoy cansado y mañana tengo que levantarme temprano. De veras. Lo siento.

—Venga, por favor. Solo una vuelta por el zoo, hazlo por mí.

Emanuele bajó la mirada hasta los mocasines. Se había quedado sin habla.

—Ven conmigo…

No fue capaz de decir que no otra vez. Había sido antipático toda la noche. Y ella le estaba mirando con unos ojos…

—De acuerdo. Demos esa vuelta por el zoo.

Aldo estaba apoyado en la tapia, con la nariz hundida en la coca. Esperándoles.

Emanuele reconoció en la cara de Aldo la puta seguridad de quien conoce a sus colegas.

—Vamos —dijo Aldo, y empezó a dar saltitos para ver lo que había al otro lado de la tapia.

A cada salto su abrigo largo revoloteaba, dándole un aspecto de enano de circo. Luego se volvió para vigilar la calle.

—Este es un buen sitio —decidió.

Emanuele le dejó hacer, decidir. A él no le parecía un buen sitio para saltar la tapia.

—¿Voy yo primero? —Melania se subió en los hombros de Aldo y se agarró con las manos al borde de la tapia—. ¡Ay! ¡Mierda, hay cristales! Me he cortado. Déjame bajar.

Aldo la dejó bajar. Con las palmas ensangrentadas, lloriqueó:

—Parezco Jesucristo. Tengo llagas.

—¡Vale! Se impone cambiar de táctica. —Aldo se dirigió a Melania como si hablara con un niño—: Tienes que poner los pies encima de la tapia, sin apoyarte en las manos. ¿Has entendido?

Volvió a levantarla, pero era demasiado bajo para lograrlo él solo.

—¿Qué hostias haces, Emanuele? ¿Te has quedado pasmado? ¿Nos vas a ayudar o qué?

Emanuele apoyó las manos en el trasero de Melania y se puso a empujarla.

—No me toques el culo, cerdo —se rió ella.

—¿Cómo voy a empujarte si no te toco el culo?

—Sí, pero no te aproveches.

—Tú a lo tuyo, piensa solo en subir.

—¡Ya está! —gritó Melania, de pie sobre la tapia.

Aldo fue rápido. Se montó a hombros de Emanuele y de un salto se plantó arriba. Un mono. En equilibrio sobre unos pocos centímetros irregulares de vidrios rotos.

—Dame las manos, que te subo —le dijo a Emanuele.

Emanuele las agarró.

Una luz azul les iluminó.

Un coche de la policía. Avanzaba despacio.

—¡Suelta, coño! ¡Déjame!

El coche se acercaba. Dentro de poco les vería. Aldo soltó las manos de Emanuele. Del bolsillo le cayó algo pesado y metálico que rebotó en la calle.

¡Una pistola!

El coche se encontraba ya a unos cincuenta metros.

Emanuele se escondió detrás de un gran árbol con el tronco rodeado de una rejilla.

—¡Cógela! —gritaba Aldo en voz baja— ¡Que la van a ver!

—¿Pero tú eres gilipollas o qué? ¿Qué coño haces con una pistola? —le contestó Emanuele.

—¡Cógela!

Emanuele dudaba.

—¡Cógela, cojones!

Emanuele se deslizó con sigilo hasta la pistola y se la metió en el bolsillo. Volvió a su escondite muerto de miedo.

El coche pasó de largo.

Emanuele miró hacia arriba. Aldo había desaparecido.

—¡Aldo!

No hubo respuesta.

—¡Aldooo!

No hubo respuesta.

—¡Jódete! —dijo, y se dirigió a casa.

Me ha dejado plantado. Se ha largado. ¿Qué coño hago yo ahora con esta pistola? ¿Y si me paran y me registran? Voy derecho al trullo. Al trullo, por culpa de ese gilipollas, se repetía mientras caminaba.

Vio un contenedor rebosante de basura.

¡La tiro!

Metió la mano en el bolsillo y sintió el frío del hierro.

¡La tiro!

La cogió.

No. No podía tirarla. Era la pistola del joyero. El padre de Aldo. Con esa pipa en los pantalones, Aldo se hacía el duro. Disparaba a las señales de prohibido aparcar. Esa pistola era una fijación.

Si la tiro el joyero se mosquea con Aldo y luego Aldo se mosquea conmigo. Está bien, le esperaré en el coche… No, a saber cuándo vuelve, es mejor que me meta dentro. Se la doy y acabo de una vez con esta jodida mierda. Sí, eso haré.

Una gruesa rama de roble se alargaba al otro lado de la tapia. Emanuele se subió al techo de un Tipo aparcado y de un salto se agarró a la rama. Pasó con facilidad al otro lado y se encontró en medio de la oscuridad. La luz de las farolas no llegaba hasta allí. Se quedó pensando.

¿Qué altura habrá? Joder; esperemos que no mucha.

Cogió aire y se soltó de la rama.

Aterrizó sobre algo blando que cedió bajo su peso.

Se tambaleó y abrió los brazos para no perder el equilibrio.

¡Sano y salvo!

En el aire había un olor espantoso. Hedor a carne podrida y a alcantarilla y a sudor rancio y a roña.

No veía nada…

Intentó moverse, pero tenía el pie pillado.

Trató de soltarlo. No lo logró, estaba metido en una masa compacta. Húmedo y gelatinoso en el tobillo.

Se inclinó para palpar con las manos.

Pelo.

¿Pelo?

Un animal.

Le había hundido la caja torácica con los mocasines, y ahora su pie se agitaba entre los órganos internos de la bestia.

Joder; lo he dejado seco. Lo he matado.

Hurgó en sus bolsillos en busca del encendedor.

He aterrizado sobre un animal y lo he matado.

Lo encontró y lo encendió.

Una llamita débil y espectral, nada más.

Emanuele examinó la situación.

La cabeza descarnada y las órbitas vacías. De la boca salía una enorme lengua hinchada. Lívida. Miles de moscas y larvas y gusanos llenaban las orejas y los ojos y la boca del animal. Emanuele sintió que el puré de verdura y el whisky le volvían a la garganta y le quemaban la pared del esófago. Lo echó todo atrás. No era el momento de vomitar, ahora solo quería una cosa: soltarse el pie atrapado en esa cosa muerta:

—¡Dioos qué asco! ¡Cristoo!

Sentía alrededor del tobillo la consistencia esponjosa de los pulmones. Empezó a sacudirse como un epiléptico para soltar el pie. El cadáver también se agitó, como si se hubiera reanimado.

Dio un tirón y las costillas cedieron, levantándose como macabros cuchillos. Emanuele cayó hacia atrás, sobre un montón de heno fétido. Se levantó y salió corriendo.

La jaula estaba abierta y en un santiamén estuvo fuera, en el paseo de grava del zoo.

El aire frío le helaba los pantalones mojados de sangre. Corrió con la boca abierta hasta que le estallaron los pulmones y se detuvo, doblando el espinazo, jadeando.

Se sentó en un banco.

Oía los latidos de su corazón en el pecho. Oía los ruidos de esa jungla encarcelada.

La luna asomaba entre las ramas de los eucaliptos iluminándolo todo con una luz amarilla y sucia. Delante de él, además de una plaza con una fuente, estaba el recinto de los camellos. Dormían. Inmóviles. Arrodillados, como viejas rezando.

¡Basta! No puedo más. ¡Quiero irme a casa!

Se imaginó en la cama, en su habitación, sin zapatos, limpio, bajo el edredón, viendo una película.

Tenía que acabar con eso.

Pero ¿dónde se habían metido esos dos?

Pasó delante de la jaula de los monos. Vacía. Siguió en dirección a los lobos. Salieron a su encuentro gruñendo como descosidos.

Estos cabrones van a hacer que me descubran.

Emanuele se volvió cauteloso, miraba hacia atrás. Se metió en una calle lateral de tierra batida y al cabo de un rato oyó un chapoteo y unas risas.

¡Ahí están!

Aldo y Melania estaban asomados a la barandilla del estanque de las focas. Detrás de ellos había unos icebergs de hormigón armado de tres metros de altura.

Al pie de donde estaban un gran león marino alargaba el cuello brillante. Melania le estaba echando el Jack Daniels en las fauces. El pinnípedo tragaba y se reía.

—¡Un maldito alcohólico, eso es lo que eres! —gritaba Aldo tratando de tocarlo.

Emanuele se les acercó en silencio por detrás. Le entraron ganas de empujarles.

—¿Bueno, qué, vamos? —dijo con voz tranquila.

Los dos se volvieron sobresaltados. Niños sorprendidos con las manos en la mermelada.

—¿Dónde te habías metido? ¡Estás loco! Ven a ver esto, ¡Melania está emborrachando a la foca!

—¡Mira, Emanuele! Le encanta el whisky —farfulló Melania.

—No estoy para bromas. Me ha pasado una cosa tremenda. He metido el pie en un cadáver. Mira —dijo, enseñándole a Aldo el mocasín ensangrentado.

Los ojos de Aldo eran dos rendijas oscuras. Se inclinó despacio y observó. Se echó a reír, reía con la nariz, como si fuera la cosa más divertida del mundo. Parecía que la vena de la frente le iba a estallar bajo la tirita blanca.

—No tiene ni pizca de gracia… —dijo Emanuele. Luego se dio la vuelta y echó a andar.

—¡Para! ¡Espera! ¿Adonde vas? —dijo Aldo, saliendo tras él—. Para un momento, coño. Tengo que decirte una cosa.

Emanuele seguía caminando.

—No positiva, excelente. Me cago en la puta, ¿quieres parar? Estoy hecho polvo, no puedo correr… —jadeaba tras él.

Emanuele se detuvo. Se volvió hacia Aldo y le miró a los ojos. Severo.

—Óyeme bien, Aldo. Yo solo había salido a comprar unos cigarrillos, ya te dije que mañana tengo que ir a la boda de mi primo. Pero tú como si nada. Empezaste con la coca, con esa estúpida, con este zoo de los cojones. Se acabó. Tengo frío, he metido el pie en una carroña y me aprietan los zapatos. Me voy a casa.

—De acuerdo. No hay problema. Vete a casa, vete adonde quieras. Solo quería decirte una cosa.

—¿Qué?

—Una cosa que me ha dicho Melania de ti.

—¿Qué cosa?

—Ha dicho que eres guapo. Que le gustas un montón.

Emanuele se quedó un momento sin palabras, y luego, encogiéndose de hombros, dijo:

—Bueno, y qué.

—¡Entonces tengo razón cuando digo que eres un manta! Esa está ahí, esperándote con las patas abiertas, y tú quieres irte a casa.

—Sí, quiero irme a casa. Me importa tres cojones. Soy un manta.

Aldo le agarró del brazo.

—¿Por qué siempre que quieres decirme algo me tienes que tocar?

Aldo le soltó.

—Vale, razonemos. ¿Qué tal está? ¿Está buena?

—Sí…

Era un sí condescendiente y poco convencido, pero en realidad Emanuele lo pensaba de verdad. Melania era una buena yegua.

—¿Has visto qué tetas?

—Sí.

—¿Te la has tirado?

—¿Cómo me la voy a tirar? ¡No!

—Yo sí. No se puede describir. De modo que, por favor, ve ahí y tíratela.

—¿Aquí? ¿Te has vuelto loco?

—Aquí. Como está mandado.

—No tragará. Y además no me va.

—Entonces dime que no te va, pero no me digas que no tragará. Te la camelas en un segundo.

—¿Por qué tendrás que ser siempre tan liante?

—¡Vamos! —Aldo empezó a empujarle. Y se reía.

También Emanuele se echó a reír. Reían como un par de idiotas.

—¿Tengo que ir? ¿Estás seguro?

—Venga. Yo me quedo aquí, en este banco, a mirar los camellos. Estoy que no me tengo. A lo mejor hasta me hago una paja —añadió Aldo, súbitamente más serio.

Emanuele se acercó Melania, que estaba sentada delante de la jaula de los canguros y apuraba la botella.

Se sentó a su lado.

—¡Ah! Estás aquí. ¿Dónde os habíais metido? ¿Dónde está Aldo? —dijo, castañeteando los dientes y frotándose las manos.

—Ha ido a ver las serpientes.

—Qué asco, odio las serpientes. Y los lagartos.

—¿Tienes frío?

—Me muero de frío.

Emanuele la abrazó. De nuevo olió el perfume de supermercado.

Ella le apoyó la cabeza en el hombro.

Empezó a acariciarla. Pero había un problema. Se dio cuenta de que no tenía muchas ganas. La excitación inicial se había pasado, como una tarta sin levadura.

Mientras tanto Melania le besaba en el cuello.

Tenía razón Aldo, esta tragaba.

Volvió a pensar en Lalla. ¿Cuánto tiempo llevaban juntos?

Siete años. Un huevo de tiempo.

Melania le había metido las manos bajo la camisa. Emanuele bebió el último trago de whisky.

¿Qué hora será? Demasiado tarde. Dentro de tres días es el examen.

¿Y bien?

Una vocecita realista y antipática se ensañó con él.

Esta vez también te van a suspender. Pero esta vez mamaíta se va a mosquear de verdad.

Luego la otra, en plan listilla, contestó:

No se lo dirás. No se lo dirás a nadie, ni siquiera a Lalla.

Miró a Melania. Hurgaba en la bragueta de los pantalones.

Ya sabes lo que te dirá tu chica: «Eres un manta, no tienes ambiciones en la vida». ¿Cómo dejas que te digan esas cosas?

Melania se la había sacado. Observó su mano, sus uñas pintadas que le agarraban la polla dura. Levantó la vista. Los leones marinos se deslizaban, negros, bajo la superficie del agua.

La angustia le encogía el estómago y le apretaba la tráquea como un cáncer maligno. Cerró los ojos.

Tendría que mandarlo todo al carajo. Irme. Irme lejos, a Australia. Volver a empezar. Es que tendría que ponerme a estudiar. Tendría que dejar los porros. Dejarme de chorradas… Volver a empezar…

Se corrió enseguida, apretando fuerte las tablas del banco.

Abrió los ojos y miró a Melania. Le sonreía. Con la mano llena de esperma.

—¿Y ahora dónde me limpio? —dijo ella con una risita.

—No sé —dijo Emanuele, mirando a su alrededor.

Aldo estaba apoyado en una farola, fumando. Les observaba. Emanuele cogió una hoja de plátano y se la alargó a Melania.

—Límpiate con esto.

Aldo tiró la colilla al estanque de las focas y se alejó.

—¿Yo te gusto? —preguntó Melania, apoyando la cabeza en las piernas de Emanuele.

—Sí… Claro que me gustas.

—¿Qué es lo que más te gusta de mí?

¿Qué hostias preguntas ahora?

—Los ojos.

—¡Gracias! Eres el primero que dice los ojos. Por lo general dicen las tetas. Oye… Yo he tenido un detalle contigo… en fin… ya me entiendes.

—Sí, has tenido un buen detalle.

—Entonces, tú también podrías tener un detalle conmigo.

—¿Qué quieres? —Emanuele empezaba a ponerse nervioso de verdad.

¿Qué cojones quiere? ¿Te quiero mucho o bobadas de esas?

—Querría… —Melania estuvo un momento indecisa, y luego dijo—: El canguro… El pequeño —señalando la jaula que tenían a la derecha.

Al otro lado de los estrechos barrotes de hierro, en un recinto estrecho y largo, había dos canguros. Uno grande y uno pequeño. Acurrucados en el suelo de cemento.

—¿Qué?

—Que si me puedes traer el cangurito. Me gustaría acariciarlo.

—¿Estás de coña?

—¡Vamos! Por favor. Te acabo de hacer una…

Emanuele se puso de pie como si de pronto el banco se hubiera puesto incandescente.

—Pero ¿qué razonamiento es ese? Te hacen una paja y tienes que coger un canguro. ¿Y entonces, si me llegas a hacer una mamada? ¿Tengo que traerte el oso blanco? ¿Adonde quieres llegar?

—¡No te pongas agresivo! Solo te había pedido un favor —Melania se puso de morros.

—¡Pero qué favor ni qué niño muerto! Mira, tía, yo no te debo nada, la paja me la has hecho porque has querido, ¿está claro? —Emanuele daba vueltas alrededor del banco como un tigre enloquecido. Le habría gustado pegarle, pero solo tenía ganas de vomitar.

Llegó Aldo. Estaba en mangas de camisa, el abrigo atado a la cintura le arrastraba por el suelo. Parecía aún más bajo.

—¿Qué pasa? ¿A qué viene todo este follón? ¿Es que queréis despertar a los guardas? —dijo, sentándose junto a Melania. Cogió la botella de whisky. Vacía. Se la tiró a los leones marinos.

—Nada… nada… —dijo Emanuele con la mirada baja.

—Tu amigo es un grosero. Le he pedido una cosa y se ha puesto a insultarme —dijo Melania, cabreada.

—¡Esta ha bebido demasiado! —Emanuele se dirigió a Aldo con una carcajada forzada—. Me ha hecho una paja, ¿entiendes? Una puta paja, y ahora quiere que vaya a coger un canguro.

—Oye, por favor, no seas basto. Yo no te he hecho nada —dijo Melania balbuciendo.

—Vale. Tú estáte tranquila —intervino Aldo—. Y tú ven conmigo.

Cogió a Emanuele del brazo y se alejaron.

—Bueno, dime: ¿qué ha pasado?

—Ya te lo he dicho. Está loca. Quiere el canguro —Emanuele casi no lograba hablar, y sentía que la cara le ardía.

—¿Y qué quiere hacer con el canguro?

—Lo quiere acariciar —dijo Emanuele, imitando a Melania.

—Pues llévaselo —dijo Aldo, encogiéndose de hombros.

—Es que no lo entiendes, Aldo. Quiere que coja el canguro cachorro, el que está durmiendo en la jaula con su madre.

—Te entiendo, te entiendo. ¿Lo quiere? ¡Pues ve y cógelo! ¡Te acaba de hacer un favor, joder! A propósito, ¿qué tal?

—Lo has visto. Estabas ahí.

Aldo no contestó.

Caminaron en silencio hacia donde estaban los chacales.

—Oye, me parece que deberías hacerlo. ¿Qué pierdes con ello? Saltas la verja, se lo llevas un ratito y luego yo mismo lo dejo donde estaba. Asunto concluido. Ella te ha hecho una paja y tú le has llevado en canguro.

Emanuele se dirigió con paso decidido a la jaula de los canguros.

—¿Adonde vas? —dijo Aldo.

—¡Que os jodan! Me tenéis harto. Los dos. Si todo se termina después de que haya cogido el canguro, pues voy y lo cojo. Porque ya no aguanto más esta historia. Nochecita de mierda, Aldo. Gracias.

Habría hecho cualquier cosa en ese momento, estaba rendido.

¡A ver cuándo termina esta nochecita de los cojones!, se dijo, y se agarró con furia a los barrotes de la jaula. Trepó a fuerza de brazos. Metió un pie entre los pinchos de la verja herrumbrosa. Permaneció un momento en equilibrio, la cabeza le daba vueltas, ahogada en alcohol. La fuerza de gravedad y el vértigo conspiraban para hacerle caer. Cerró los ojos y se soltó por el otro lado. Aterrizó con un ruido sordo. El corazón había empezado a bombearle adrenalina en las arterias y la saliva se le había secado en la boca.

Se ajustó los pantalones, que se le habían subido hasta las rodillas.

¡Joder; qué asco!

La vuelta de los pantalones estaba crujiente de sangre seca y masa orgánica del animal muerto.

Aldo le animaba desde el otro lado de los barrotes. Parecía un orangután ciego de anfetas.

—¡Vamos!

Apestaba. Ese lugar apestaba a mierda, orines y animal salvaje.

Las dos bestias yacían dormidas sobre el cemento.

—¡Date prisa!

—¡No me toques los huevos! —le gritó Emanuele.

Esos dos marsupiales tendrían que estar bajo el cielo estrellado australiano, con veintiocho grados, en una hermosa pradera de 30000 kilómetros cuadrados, y en cambio estaban en Roma, enjaulados, helándose el culo, durmiendo entre sus excrementos.

Seguían inmóviles.

¿A que están muertos? ¿A que todos los animales de este zoo están muertos?

Le asaltó una horrible duda.

Lo han cerrado y se han largado. Han dejado que los animales la diñen dentro de sus jaulas.

Luego vio que el cachorro movía las patas de atrás como hacen los perros cuando sueñan.

Avanzó.

La madre era enorme.

Un animalote de noventa kilos. La larga cola musculosa parecía un conducto de agua cubierto de pelo. Se la abrazaba con las patitas delanteras, unas patas de ratón con uñas afiladas. En cambio las posteriores eran desproporcionadas e increíblemente fuertes. Tenía cada de Bambi. Un enorme Bambi gris y deforme.

Era la primera vez que Emanuele veía un canguro tan de cerca.

No sabía hasta qué punto sería peligroso. Animales de documental. ¿Eran agresivos? ¿Tendrían miedo?

Emanuele no tenía ni remota idea.

En todo caso, llegó a la conclusión de que sería más sano y correcto no despertar a la grandullona. Lentamente, con movimientos cuidadosos y precisos de un chino jugando a los palillos, agarró al cachorro, inmovilizándolo con un gesto decidido. Era liso. Pesaba poco.

¡Ya está!

Se alejó. El cangurito empezó a debatirse, a patalear enloquecido. Emanuele lo estrechó con más fuerza y le miró a los ojos. Ese fue su error.

En esas pupilas negras como el petróleo y grandes como canicas vio todo el miedo del mundo. El terror del herbívoro descuartizado por el carnívoro.

Se lo quedó mirando, atónito, y luego lo soltó.

La voz de Aldo le llegó desde otro mundo:

—Pero ¿qué has hecho? ¡Ya lo tenías y lo has dejado escapar!

Pero era un mundo lejano, al otro lado de los barrotes, un mundo que nunca había tenido en brazos un pequeño canguro, que no sabe lo blandito y calentito que es. Un mundo que no entiende nada de nada.

Se dirigió con paso decidido hacia los barrotes.

Se sentía mejor. Mucho mejor. Había descargado su conciencia, junto con Aldo y Melania, de una sentada. Había entrado en la jaula de las narices. Toda una prueba. Y había salido limpio, sin ceder a los caprichos estúpidos de una guarra.

Emanuele se volvió una vez más hacia el cangurito, que se había escondido en un rincón oscuro. Levantó un brazo. Quería decirle adiós con la mano.

Pero la mano no respondió a la orden y empezó a temblar, justo igual que el cachorro.

Mamá canguro se había despertado.

Estaba quieta en el centro de la jaula. Enorme. Le mirada con dos rendijas oscuras e impenetrables.

—Me cago en la puta.

Emanuele se quedó helado. El corazón le latía en el pecho como las alas de un pichón encerrado en una jaula.

—¿Qué quiere? ¿Por qué me mira? —preguntó dirigiéndose a los de fuera.

—Y yo qué coño sé… ¡sal corriendo!

Se dice pronto. Entre los barrotes y él había tres metros. Entre el canguro y él dos metros. Tres más dos igual a cinco. Un salto de cinco metros para un canguro está chupado. Empezó a hacer extraños cálculos. Como si en vez de salvar el pellejo tuviera que resolver un puto problema de aritmética.

Estaba en el circo. Como los cristianos con los leones.

—Escucha, tú tranquilo. Ya me encargo yo de sacarte. Tú muévete lentamente, ¿entendido? —Aldo hablaba despacio, destacando las palabras—. Levanta las manos.

Emanuele obedeció. Si en ese momento Aldo le hubiera ordenado meterle un dedo en el culo al canguro para tranquilizarlo, probablemente lo habría hecho.

La bestia permaneció inmóvil con su aire de vaca estúpida.

—Muy bien. Ahora date la vuelta y acércate a la entrada.

¡Pero sobre todo no corras!

Emanuele dio la espalda al canguro y se puso a caminar como un astronauta sobre la luna. Apoyando cuidadosamente un pie tras otro. Con cautela. Justo como le había dicho Aldo. Un paso. Dos pasos. Tres.

El canguro gigante no se movió. Estaba salvado.

Emanuele sonrió. ¡Lo he conseguido! Se lanzó hacia los barrotes y los agarró.

Notó a su espalda un ruido imperceptible, un soplo de aire helado, un nada, el jadeo del saltador de longitud. No le dio tiempo a volverse, a mirar, a trepar, a hacerse un ovillo, a nada.

Fue aplastado contra los barrotes con una fuerza mortífera. Un cañonazo entre las paletillas. Escupió todo el aire que tenía en el cuerpo y cayó al suelo despacio, inexorablemente, sin fuerzas. A cámara lenta.

Tocado y hundido.

Emanuele, tumbado en el suelo, intentaba respirar, pero solo emitía los estertores roncos de un delfín herido de muerte. La cara contra el cemento. La boca abierta.

—¡Levántate! Leván…

Reconoció la voz de Melania. Distante. Le pulsaba en los oídos como latidos. Se puso boca arriba. Estrellas. En el cielo había estrellas. La bóveda celeste era extrañamente luminosa.

Los pulmones cerrados como bolsas de café envasado al vacío.

La latiginosa galaxia y más abajo la esfera de ozono y más abajo las nubes. Emanuele lo veía desaparecer todo, y trataba de chuparlo con la boca. De respirarlo.

—¡Respira, Emanuele, respira!

Con un espasmo doloroso Emanuele tragó aire, y la bóveda celeste reapareció.

¿Dónde está?

La canguro daba vueltas a su alrededor dando saltitos como un boxeador. Estaba esperando a que Emanuele se levantara de la lona para acabar con él.

Emanuele se arrastró boqueando hasta la verja.

Agarró los barrotes con las manos. Esa hija de puta le había arrinconado.

Por un momento esperó que apareciera un árbitro y gritara KO.

—¡Levántate! ¡Levántate! Si no…

(¡te mata!)

—… te salta otra vez encima —gritaba Aldo, alarmado.

Te estás muriendo en la jaula de un canguro, le informó su mente. No de infarto, ni de cáncer; ni a ciento ochenta en la carretera. No. Está a punto de matarte un cabrón de canguro. Porque los canguros son los animales más malvados del mundo y no están solo en Quark.

Pero el que tenía delante ya no era un canguro. Era un asesino. Era Mike Tyson con cola y marsupio.

—¡Por favor, dejadme salir, abrid! —Emanuele se había levantado, con los brazos extendidos entre los barrotes, y apretaba las manos de Aldo—. Déjame salir, Aldo, ya basta, quiero salir.

Melania lloriqueaba arrodillada en el suelo.

—Emanuele, tienes que saltar la verja. ¿Has entendido? ¡La jaula está cerrada! ¡Coño, salta esa verja de mierda! —Aldo le sacudía tratando de quitarle de la cabeza ese deseo estúpido, ilógico.

Abrid, por favor.

El canguro estaba quieto y esperaba.

Emanuele soltó las manos de Aldo porque sintió que una oleada de vómito le subía por la garganta. A lo mejor el canguro aceptaba ese regalo gástrico. Se zamparía el puré de mamaíta y le dejaría marcharse.

—¿Adonde vas? ¡Tienes que salir! —Aldo trataba de retenerle. Pero Emanuele se escurrió, de espaldas a los barrotes, hasta un rincón de la jaula.

—Ve a llamar al guarda. Si me quedo quieto, si no me muevo no…

… saltará.

El canguro saltó. Levantándose con la cola salió disparado con las patas por delante, dispuesto a dar patadas.

—¡DIOS MÍO!

La mano de Emanuele fue derecha a la pistola que llevaba en el bolsillo de la chaqueta. La pistola del joyero. Y en ese gesto no había conciencia, sino solo instinto, el miedo a la muerte impreso en el ADN. Porque Emanuele estaba a punto de morir y ese puto canguro estaba a punto de matarlo y ya nada tenía sentido, salvo la bala disparada sin apuntar que iba derecha al cerebro, que explotaba salpicando más allá de los barrotes la papilla roja, que le abría por la mitad la cabeza a un marsupial que no tenía nada que ver con la vida de Emanuele.

Y luego ya no le pudo disparar a nada.

La cangura se desplomó pesadamente a sus pies.

Emanuele siguió agarrado a los barrotes viscosos de sangre, mientras ese cuerpo seguía estremeciéndose, echando fuera los últimos residuos de vida.

El cachorro, que hasta entonces había estado acurrucado, se acercó hasta el cadáver de su madre dando saltitos. Dio vueltas a su alrededor, lo olió, le frotó el hocico. Y luego intentó introducirse en el marsupio, la única madriguera segura que conocía.

Emanuele cerró los ojos y abrió la boca.

Corrían por la Olímpica.

—¡Lo conseguimos! ¡Coño, lo dejaste seco! ¡Eres un puto asesino! Hubo un momento en que te vi jodido, pero tú, ¡PUMM!, ¡lo dejaste seco, al muy mamón! —Aldo gritaba con saliva en las comisuras de los labios—. Hazme una macroraya, Emanuele, estoy a mil.

En cambio Emanuele estaba para el arrastre.

Al salir del zoo Melania vomitó hasta la hostia de la primera comunión, y se quedó traspuesta en el asiento de atrás. Tal vez por el colocón, o por la impresión, o por ambas cosas. Ahora respiraba con la boca abierta, con un aliento que apestaba a whisky y vómito.

—¡Imagínate cuando lo lleve a Villa Gloria! Todos esos pijos con sus pitt-bull y sus alanos, ¡y yo con el canguro! Imagínate lo que voy a presumir. Me lo llevo con una correa, y todos preguntándome: «¿De qué raza es?». ¡Qué de puta madre! —Aldo se revolvía en el asiento como si le escocieran las almorranas.

Emanuele había puesto un montoncito de cocaína en un CD y le preparaba una raya.

Se sentía derrengado, sin fuerzas, vuelto como un calcetín. Una marioneta incapaz de oponerse a los sucesos de esa nochecita.

Seguía dándole vueltas en la cabeza la imagen del cangurito tratando de meterse en el marsupio de su madre muerta.

Un feto vivito y coleando en el útero de un cadáver.

—¿Adonde vamos? —preguntó, pasándole el CD a Aldo.

—¡Imagínate cuando lo vea el cirujano! ¿Crees que le gustará al cirujano? Yo creo que sí. Estoy pensando en llevárselo mañana al hospital.

El cangurito se había puesto como loco cuando lo metieron en el maletero, pero Aldo quería llevárselo a casa por encima de todo, le gustaba muchísimo. Empezó a dar patadas y golpes contra la chapa, y entonces Aldo subió la música.

Ahora ya no se oía nada. Acallado por las voces de Pino Daniele y Aldo.

Las nubes iluminadas por las luces de la ciudad parecían esponjas hinchadas de agua sucia.

Emanuele miró el reloj.

Las tres y cuarto.

Dentro de tres horas tengo que salir.

—¿Adonde vamos? —repitió sin esperanzas.

—Estamos llevando a Melania a casa, ¡¡MIRA LOS TRAVESTÍS!!

Aldo parecía una bola enloquecida dando tumbos en el flipper entre destellos, bonos y una catarata de puntos.

Emanuele le miró y entendió.

En conjunto Aldo era una persona aceptable, pero si se descomponía, cada gesto suyo, cada pensamiento, cada acción eran detestables, vulgares y malsanos.

Le vio tal como era, la síntesis de muchas partes horribles, una persona sumamente horrible.

Pero Aldo seguía adelante. Si no tenía dinero se lo robaba a su padre, si no tenía mujer se follaba a la enfermera de su abuela, si no tenía un perro cogía un canguro, si no tenía a nadie con quien salir llamaba a Emanuele, y si no iba a las bodas los novios suspiraban aliviados.

¿Y a ti qué mas te da?

Redujeron la velocidad por culpa de las putas. Una fila de coches interminable.

—¡Moveos, coño! ¡Cerdos asquerosos, eso es lo que sois! —Aldo los apremiaba con el claxon como si fuera el mando de Mortal Kombat—. ¡Id a follaros a vuestra madre! —ladró asomado a la ventanilla, desternillándose de risa.

Unos negros brasileños y puertorriqueños en corsé se pelaban de frío mientras sonreían y enseñaban la mercancía. Un mulato con peluca roja y botas de plástico comía un bocadillo de jabalí junto a una hoguera.

Emanuele observaba sin interés el desfile de ese circo al otro lado de la ventanilla.

Aldo conducía y hablaba y gesticulaba y masticaba furiosamente un chicle.

—He leído que el grupo de más riesgo de contagio son las amas de casa de provincias, porque los guarros de sus maridos se cepillan a los travestís sin preservativo y luego vuelven a casa y se cepillan a sus mujeres. Es bestial, las amas de casa provincianas mueren como moscas. ¿Lo sabías? Si vas a un hospital de Frosinone está lleno de marujas con sida. Increíble. ¿Conocías esta historia de las amas de casa?

—No, no la conocía —contestó Emanuele sin fuerza.

—¡Ya me habéis hinchado las pelotas! —Aldo dio un volantazo y se metió en la calzada izquierda, en dirección prohibida. Esquivó de milagro un Volvo familiar. Adelantó la fila de coches haciendo rugir el motor. Volvió a la calzada a ciento sesenta, la calle estaba despejada, las farolas amarillas pasaban como flechas, dejando estelas luminosas.

Al padre de Emanuele también le gustaba correr. Por lo menos hasta que tuvo el accidente. Estuvo dos días en coma. Emanuele y su madre no fueron a verle. Muchas veces se había preguntado por qué, y luego descubrió que en el coche, con su padre, también iba su amante. Había muerto en el accidente. Todo eso sucedió un año antes de que su padre se marchara a Bélgica.

—¡¡¡MIRA ESO! —Aldo gritó y frenó en seco, haciendo derrapar la parte trasera del BMW.

Emanuele salió disparado hacia delante y chocó con el parabrisas.

Melania se despertó sobresaltada.

—¿Qué pasa?

—Duerme, duerme, no te preocupes —dijo Aldo. Melania se derrumbó de nuevo.

—¿Por qué coño frenas así? ¿Estás zumbado? —dijo Emanuele, mosqueado.

—¿NO LO HAS VISTO?

—¿EL QUÉ?

—¡Dios, no sabes lo que te has perdido! Ahora te lo enseño. Aldo dio marcha atrás y aceleró, maltratando el motor.

—¡NOOO! Te he dicho que me quiero ir a casa. Te lo dije a las diez y media y me contestaste de acuerdo no te cabrees. ¡Ahora son las tres y media y todavía sigo en la calle contigo! Aldo, para ya. ¡Cuando el juego ha terminado hay que parar, joder!

Aldo se acercó al bordillo.

En una explanada oscura, junto a una valla publicitaria de corbatas Charme, una hoguera se estaba apagando. En el suelo había latas de cerveza machacadas y pañuelos de papel sucios.

—Perdona, ¿cuánto? —Aldo se asomó por la ventanilla apoyándose en las piernas de Emanuele.

—Cincuenta por un chupete y cien por el resto.

Una figura salió de las tinieblas.

¿Qué es eso? ¿Una mujer? No. Una vieja. No, un hombre vestido de mujer.

Era delgado, barrigudo, mal afeitado, con unas gafas de culo de botella que le hacían los ojos del tamaño de cabezas de alfiler. Llevaba una falda ancha, marrón, que le llegaba a las rodillas. Calzaba botas de montaña azules. Un bolso de plástico beige en bandolera. Para protegerse del frío llevaba una chaqueta impermeable Fila y una bufanda del Napoli. La peluca rubia estaba sucia y despeinada, ni rastro de maquillaje. Ni rastro de tetas.

—¡Es un chollo! —Aldo sujetó a Emanuele.

—Es que os hago descuento a los dos —contestó ella con acento de Umbría.

—¿Cómo te llamas?

—Nunzia —dijo el travestido en tono coqueto.

—Nunzia, a mi amigo le gustas mucho, me lo acaba de decir, me ha dicho para para mira qué bacalao. ¿Verdad, Emanuele? ¿Verdad que te gusta?

—Venga, por favor, vámonos —murmuró Emanuele mirando al frente.

Pero el travestido metió la cabeza en el coche.

—Entonces, chicos, ¿qué hacemos? Veo que también está vuestra novia, ¿nos montamos un ménage? Pero la orgía son setenta.

El aliento le apestaba a ajo y a espinacas y a dentífrico. Emanuele bajó la cabeza y contuvo la respiración.

—¿Por un beso con lengua cuánto cobras? —preguntó Aldo.

—Nada de besos.

—¿Por lo del aliento?

—¿Qué quieres decir?

—Quiero decir que tienes un aliento que tumbaría a una nube de langostas. —Aldo se rió para sí.

—A estas horas no tengo ganas de coña. —Nunzia se alejó del coche, aterida.

—¿Cómo que no tienes ganas de coña? Venga, vuelve, vamos a hablar.

Pero Nunzia se alejaba contoneándose.

—Perdona, de veras, no quería ofenderte, ven aquí un momento.

El travestido había vuelto al centro de la explanada, junto a la hoguera, canturreando una canción española y haciendo caso omiso.

—¡Te he dicho perdona!

—Jódete, hijo de papá, vete a casa que es tarde —dijo Nunzia enseñándole el dedo medio.

—¡¡¡VEN AQUÍ, GUARRA! —Aldo ahora gritaba, con las venas del cuello hinchadas, encima de Emanuele, sacando la cabeza por la ventanilla.

Parecía un cerdo enloquecido.

—¡SERÁ MEJOR QUE VENGAS EN SEGUIDA PORQUE SI VOY PARA ALLÁ TE ROMPO EL CULO!

Lo mismo que en el instituto, cuando jugaban al rugby. Lo mismito. Se lanzaba al montón como un poseso, a hacer daño, a romper los huesos.

—Déjalo, venga, vámonos —dijo Emanuele, aplastado en su asiento—. No te cabrees.

—Espera un momento… —Aldo bajó del coche—. ¿Cómo se atreve ese putón a llamarme hijo de papá…? —Caminaba rápidamente hacia Nunzia, gritando y metiéndose la coca en la nariz directamente con los dedos.

Llegó a su lado.

—¿A quién le has llamado hijo de papá? ¡Mamón!

Se le echó encima.

Alrededor todo era oscuridad, y ellos estaban iluminados por el cono de luz espectral de la farola. Dos actores en un escenario. Emanuele era el público, encerrado dentro del coche.

No me lo puedo creer, son las cuatro de la madrugada y ese imbécil se pone a tocarles los huevos a los travestís. ¿Es que no se ha enterado de nada? ¿No se da cuenta de que tengo que volver a casa sin falta, que me siento fatal…?

Se volvió y se puso a sacudir a Melania.

—¡Despierta! ¡Despierta! Tenemos que ir a por Aldo, tienes que decirle que lo deje. ¡Tenemos que volver a casa, enseguida!

Melania se dio la vuelta y farfulló en sueños:

—Ya le dije que llamara a Nappi por el telefonillo…

—Joder, joder… —Emanuele se dobló y abrió la boca. Estaba sin resuello, empapado de sudor frío, apestaba, sentía como si se hubiera pillado el corazón en un cepo para zorras.

Ahí fuera esos dos seguían con su pantomima. Emanuele empezó a buscar cosas en el coche. Pánico. Las llaves, los cigarrillos, el mechero… ni siquiera sabía qué.

El teléfono móvil. Llamo a Lalla. Sí, la llamo y le digo que venga a buscarme. Ceroseisochoceroocho seiscincodosnueve.

Marcó el número.

¿Dónde estamos? ¿Qué le digo?

Y luego miró por la ventanilla.

Dejó caer el aparato.

Aldo tenía las piernas separadas y los brazos extendidos.

Apuntaba a Nunzia en la cabeza con la pistola. Alrededor todo seguía estando a oscuras y en silencio, pero Emanuele notaba un tam tam que le martilleaba los oídos.

¡El corazón! Veloz como un tren.

¿Se ha vuelto loco?

Emanuele bajó corriendo del coche.

Nunzia estaba inmóvil como una estatua idiotizada. Con sus ojillos de cobaya miope y la peluca torcida.

—Bueno, ¿qué? ¡CONTESTA! —le gritaba Aldo.

Emanuele no logró decir:

¡Aparta esa pistola inmediatamente!

Nada. Su atención estaba concentrada por completo en los cercos de sudor que tenía Aldo en los sobacos. Quería hablar, intervenir, pero no hacía más que mirar esas jodidas manchas oscuras en la camisa de Aldo.

—El Cairo, me parece —dijo Nunzia con un hilo de voz.

—Vale, vale, sigamos.

Aldo se movía nerviosamente sobre las piernas, manteniendo la pistola bien apoyada en la frente del travestido.

Emanuele, despierta me cago en la puta.

Agarró por un brazo a Aldo, que perdió el equilibrio.

—¡Eh! Cuidado, que por poco me haces apretar el gatillo —espetó.

—¡Cuidado tú, gilipollas! No estamos en una película del Oeste, sino en la Flaminia.

Aldo volvió a su posición con las piernas separadas y apretó con más fuerza el cañón de la pistola contra la cabeza de Nunzia, que ahora había empezado a llorar en silencio.

—Es verdad, no estamos en una película de vaqueros, pero tampoco en la Flaminia. Estamos en… ¿Lo doblas o lo dejas? ¡A jugar! Hazme de azafata, en vez de decir chorradas —y se echó a reír nerviosamente.

Inténtalo con buenas maneras.

—Aldo, escúchame, es peligroso, podría pasar alguien…

—Bueno, vamos a ver. Sigamos con la geografía. ¿Cuál es la capital de… de Irlanda?

Es inútil.

Nunzia rompió a sollozar y a sacudir la cabeza con desesperación.

—Nooo, por favor, déjame. ¿Qué te he hecho yo?

—Tienes diez segundos y luego te dejo seco. Tic-tac, tic-tac, tic-tac

Emanuele tuvo la seguridad de que dentro de ocho segundos, siete, seis… Aldo le metería una bala en la cabeza a ese desgraciado.

Tenía que hacer algo. Pero ¿qué?

—Perdona, ¿qué coño de pregunta es esa? ¿Qué Irlanda? ¿Irlanda del Norte o Irlanda del Sur? Tienes que ser preciso, Aldo, si no no vale.

A dos segundos del gong Aldo interrumpió la cuenta atrás y se quedó un momento perplejo, pero luego dijo:

—El notario tiene razón. Esta pregunta no vale.

Nunzia, que hasta entonces había contenido la respiración como una carpa, volvió a respirar con la boca abierta.

—¿Ya te has divertido bastante? ¿Podemos marcharnos? —dijo Emanuele con el tono de un padre que se ha cansado de dar vueltas en el tiovivo con su hijo pequeño.

Aldo se metió más coca en la nariz y sacudió la cabeza como un perro mojado. Seguía apretando el cañón de la pistola en la frente de Nunzia, donde se había formado un pequeño círculo blanco.

—Me vas a decir… —se dirigió al travestido con los morros sucios de blanco. Hablaba enseñando las encías, un lobo que gruñe—. ¿Sabes cuál es la capital de Estados Unidos?

Nunzia temblaba. Miraba fijamente la nuez de Aldo, que subía y bajaba. Se exprimía el cerebro para tratar de recordar la poca geografía que sabía (¡ah!, si ese día que la maestra había explicado América no hubiera hecho novillos con unas amigas…).

—Nueva York —dijo por fin—. La capital de América es Nueva York.

Aldo se puso a saltar y a reír a carcajadas.

—¡Lo sabía! ¡Sabía que no lo sabías! ¡Eres un burro, un ignorante!

Emanuele se sujetaba la cabeza con las manos.

Nooo, no es posible… Estamos jodidos, ahora le dispara.

Lo habría hecho.

Se dio cuenta de que a Aldo se le habían cruzado los cables. Dentro de su cabeza algo se había atascado, algo había dejado de funcionar.

Aldo estaba zumbado, eso ahora lo tenía clarísimo, había repasado la historia y llegado a la conclusión de que Aldo, desde siempre, no era más que un psicópata.

—Respuesta equivocada, tengo que despacharte —dijo tranquilamente Aldo.

Nunzia lloraba y temblaba y miraba a su verdugo y canturreaba una oración.

—Santa Madre Virgen de la Inmaculada Concep…

Aldo apuntó. Nunzia cerró los ojos.

—¡ESPERA! —chilló Emanuele—. ¡Espera un momento!

—¿Qué?

—Tienes que darle por lo menos tres oportunidades.

—Uf, qué coñazo, el notario dice que tengo que darte tres oportunidades —se dirigió pacientemente a Nunzia, que ya había dejado de creer en la vida e intentaba ponerse en contacto con el otro barrio.

—¿Y bien? ¿Cuál es la capital de Estados Unidos?

Luego Aldo oyó un cuchicheo detrás de él. Se volvió de pronto y pilló a Emanuele gesticulando con los brazos para llamar la atención de la puta.

—¡Eh, no! ¡No puedes soplar! ¿Qué coño de notario eres, si soplas?

—Aldo, razona, esta no sabe un pijo de nada, ¿por qué la vas a matar? Déjala que viva en su ignorancia…

—Diez segundos a partir de ahora —dijo Aldo secamente—. Nueve, ocho…

—Me parece que… Los Angeles —contestó una vocecita lejana lejana.

Aldo alargó el cuello y se puso una mano en la oreja. Miraba a su alrededor, como si no supiera de dónde venía ese susurro.

—Creo que he oído Los Angeles —dirigiéndose a Emanuele—. ¿Será posible? ¿Será posible que alguien sea tan ignorante como para decir Los Angeles?

—Basta ya, Aldo. Todavía le queda la tercera respuesta.

Aldo asintió comprensivamente, él no jugaba sucio, él respetaba las reglas.

Nunzia buscó a Emanuele con los ojos.

—¿Me he equivocado? ¿No es Los Angeles?

Emanuele no contestó. Aldo tampoco. Los dos la miraban como mira un maestro a un estudiante burro.

Emanuele empezó a dar vueltas rápidamente alrededor de Nunzia y Aldo que le apuntaba en la cabeza con la pistola cargada, alrededor de ese animal mitológico. Mitad víctima mitad verdugo.

No va a disparar. Me está vacilando. Está haciendo todo esto para que me cague en los pantalones. Para contárselo mañana a los demás.

Luego sucedió en un momento.

—Dallas…

—¡Respuesta equivocada!

Aldo le disparó en un pie.

Nunzia cayó al suelo aullando.

Pulpa, gomaespuma y sangre. Era lo que salía de su bota de montaña azul. En el centro se había formado un gigantesco ojo ciego inyectado de sangre, una boca que vomitaba carne picada.

Después del disparo sobre la escena se abatió un silencio mortífero.

Aldo y Emanuele veían a Nunzia rodar por el suelo, presa de un dolor insoportable, y oían el estertor cacofónico que salía de sus dientes apretados.

Aldo se limitó a decir:

—¿Nos vamos?

—¡¿Nos vamos!? ¡Pero mira lo que has hecho! Aldo, tú estás enfermo, muy enfermo.

Aldo caminó hacia el coche.

Emanuele no le siguió. Se inclinó sobre Nunzia.

—¡Por favor, ayúdame! ¡Me muero desangrada! No me dejes, por favor, no me dejes… —suplicaba el travestido. Luego agarró temblando las manos de Emanuele y le miró con esos ojillos—. No te vayas.

—Vale, estoy aquí, no te preocupes. No me voy, te ayudaré. —Emanuele intentaba calmarse, calmarla, pero ella nada. Se cogía a su cuello como un bañista que se ahoga—. Por favor, no me dejes morir.

—Te he dicho que te voy a ayudar, no te preocupes —Emanuele trataba de soltarse—. Basta, por favor, no me voy a ir.

Pero Nunzia no soltaba la presa, le agarraba la camisa, la cabeza, le retenía.

—No me dejes morir en medio de una calle…

—¡Basta! ¡Para ya! —Emanuele dio un tirón y se soltó de los tentáculos—. Te he dicho que te voy a ayudar.

Aldo había hecho maniobra en la explanada y estaba tocando el claxon para llamarle. Bajó la ventanilla y dijo:

—¿Qué haces, vienes o te quedas ahí?

El travestido enmudeció. Le soltó las manos a Emanuele, pero siguió reteniéndole con una mirada de bastardo apaleado, y luego preguntó:

—¿Me dejas?

—Voy a llamar una ambulancia. Tranquila.

En los ojos húmedos de Nunzia destelló una expresión de gratitud. Un esbozo de sonrisa que Emanuele devolvió.

—Gracias.

Emanuele asintió, se sacó la correa y la ató a la pantorrilla de Nunzia.

—Mantenla apretada.

Luego subió al coche.

Se marcharon.

El reloj del salpicadero señalaba las cinco. El cielo empezaba a clarear en el azul cobalto de un alba invernal. La carretera estaba desierta. Las putas se habían ido a casa. Las hogueras de los bordes ya solo eran humo. No pasaba un coche, solo los camiones de la basura con sus berridos de elefante y el reguero de mal olor que arrastraban consigo.

Aldo y Emanuele no hablaban.

Enfilaron la Olímpica.

Emanuele veía los campos de rugby del Coni envueltos en una niebla baja. Aldo y él habían pasado mucho tiempo allí.

De pronto sintió una nostalgia angustiosa por los tiempos del instituto. Tiempos tranquilos. No habría estado mal volver atrás… siete años. ¡Siete años! ya habían pasado siete años desde que salieron del instituto. Parecían dos, tres como mucho.

No ha cambiado nada desde entonces.

Seguía con la misma novia, seguía viéndose con Aldo, seguía viviendo con su madre, seguía fingiendo que estudiaba, seguía.

Un nudo del tamaño de un pólipo le apretó la garganta.

¿Cuándo va a cambiar esto?

De pronto Aldo redujo velocidad y se apartó a la derecha. Emanuele le vio salir con sus movimientos bruscos. Le vio dar la vuelta al coche, abrir el maletero y sacar al canguro dándole palmaditas en el trasero.

Le vio montarse rápidamente en el coche y arrancar.

—Me habría cagado encima de la moqueta nueva —dijo Aldo encendiendo un cigarrillo.

—Sí… —contestó Emanuele.

Salieron de la Olímpica y entraron en la avenida Francia.

—¡Hola! —Melania se había despertado—. ¿Qué he hecho? ¿He dormido? Vaya nochecita, chicos, he pillado un ciego… ¿Adonde vamos, si se puede saber?

Tenía la voz pastosa por el sueño, pero alegre.

—¡Por favor! ¿Por qué no paramos? Tengo un hambre… Me apetece un croissant con chocolate.

Se inclinó hacia delante, tratando de verse por el retrovisor.

—¡Mira qué pelos, qué cara! Parezco una bruja. ¿Bueno, qué? ¿Paramos en un bar?

Pero ya estaban en la calle Archimede, en casa.

Aldo paró delante del portal de Emanuele y preguntó:

—¿Qué vas a hacer? ¿Me llamas cuando vuelvas de la boda?

Emanuele asintió con la cabeza. Abrió la portezuela.

—¿No te despides de mí? —dijo Melania estirándose hacia él. Le besó en la boca.

—¿Quieres mi teléfono? —le volvió a preguntar.

—Sí, está bien, ya se lo pido a Aldo, ahora no tengo…

Salió del coche.

El cielo se había abierto. El día era bueno, frío y claro.

El BMW partió.

Emanuele miró el reloj. Las cinco y veinte.

Justo a tiempo para ducharse, afeitarse, cambiarse de zapatos e ir a la boda.

El canguro estuvo un momento quieto en la explanada donde lo habían dejado. De pronto sacudió la cabeza y avanzó a saltitos hasta la valla de seguridad. Estaba a punto de saltarla cuando se detuvo, atraído por el verde de los campos de rugby del otro lado de la Olímpica. Empezó a atravesar lentamente la calle.

Un Ford Fiesta le pasó rozando y no le atropelló de milagro, pero el Citroen que le seguía frenó, derrapó y pasó por encima de su larga cola. El canguro avanzó a duras penas otros tres metros, arrastrando su apéndice destrozado, pero un furgón de la leche le cogió de lleno.