¿Esta bien ser un Luddita?
T Thomas Pynchon es un escritor norteamericano. Nació en Long Island, Nueva York, en 1937. Estudió física dos años en la Universidad de Cornell, pero abandonó para estudiar Literatura. Entre 1960 y 1962 trabajó escribiendo documentos técnicos para el programa de misiles nucleares del gobierno. En 1963 publicó V. su primera novela, por la que recibió el premio de la Fundación William Faulkner. Desde entonces su fama ha ido creciendo hasta ser considerado uno de los más grandes novelistas vivos de su país. Logró evitar a la prensa durante todos estos años, por lo que sólo se lo conoce a través de unas pocas fotografías. En 1997 un periodista de la CNN logró tomarle una foto en la calle, pero Pynchon negoció dar una entrevista a cambio de que su imagen no se difundiera. También escribió, entre otros libros, El arco iris de gravedad (1973), Vineland (1990) y Mason y Dixon (1997).
Este artículo salió publicado en el diario The New York Times el 28 de octubre de 1984.
Como si el hecho de que sea 1984 no bastara, también es el 25.º aniversario este año de la famosa Conferencia de Rede de C.P Snow, Las Dos Culturas y la Revolución Científica, notable por su advertencia de que la vida intelectual en Occidente se estaba polarizando cada vez más entre las facciones literaria y científica, cada una condenada a no entender o valorar a la otra. La conferencia originalmente se proponía tratar temas como la reforma de los programas de investigación en la era del Sputnik y el rol de la tecnología en el desarrollo de lo que pronto se haría conocido como tercer mundo. Pero fue la teoría de las dos culturas la que llamó la atención de la gente. De hecho armó un buen revuelo en su momento. Algunos temas de por sí ya resumidos, se simplificaron aún más, lo cual produjo ciertas opiniones, tonos que se elevaron, incluso respuestas destempladas, llegando todo el asunto a adquirir, aunque atenuado por las nieblas del tiempo, un marcado aire de histeria.
Hoy nadie podría salir impune de una distinción como esa. Desde 1959, llegamos a vivir inmersos en flujos de datos más vastos que cualquier otra cosa que el mundo haya visto. La desmitificación es la orden de nuestro día, todos los gatos están saltando de todos los bolsos e incluso empiezan a mezclarse. Inmediatamente sospechamos inseguridad en el ego de personas que todavía pueden tratar de esconderse detrás de la jerga de una especialidad o de aspirar a una base de datos que siempre esté más allá del alcance de un profano. Cualquiera que en estos días tenga lo necesario (tiempo, primario completo y una suscripción paga), puede reunirse con casi cualquier porción de conocimiento especializado que él o ella necesite. Así que, llegados a este punto, la disputa ente las dos culturas no se puede sostener más. Como se verá en una visita a cualquier biblioteca o puesto de revistas de la zona, ahora hay tantas más de dos culturas, que el problema se ha vuelto, en realidad, cómo hallar tiempo para leer cualquier cosa fuera de la especialidad de uno.
Lo que persiste, después de un largo cuarto de siglo, es el factor humano. Con su pericia de novelista, al fin y al cabo, C.P Snow buscó identificar no sólo dos tipos de educación sino también dos tipos de personalidad. Ecos fragmentarios de viejas discusiones, de ofensas no olvidadas recibidas a lo largo de charlas académicas que se remontan en el tiempo, pueden haber ayudado a conformar el subtexto de la inmoderada, y por eso festejada, afirmación de Snow, Dejando de lado la cultura científica, el resto de los intelectuales nunca intentaron, quisieron, ni lograron entender a la Revolución Industrial. Estos intelectuales, en su mayoría literarios, eran, para Lord Snow, ludditas naturales.
Salvo, quizás, el Pitufo Filósofo, es difícil imaginarse a alguien en estos días que quiera que lo llamen intelectual literario, aunque no suena tan mal si se amplía el término a, digamos, gente que lee y piensa. Que lo llamen luddita es otro tema. Trae consigo preguntas, como ser, ¿Hay algo en la lectura y el pensamiento que llevaría o predispondría a una persona a convertirse en luddita? ¿Está bien ser un luddita? Y llegados a este punto, en realidad, ¿qué es un luddita?.
Históricamente, los ludditas florecieron en Inglaterra desde alrededor de 1811 a 1816. Eran bandas de hombres, organizados, enmascarados, anónimos, cuyo propósito era destruir maquinaria usada sobre todo en la industria textil. Juraban lealtad no a un Rey británico, sino a su propio Rey Ludd. No está claro si se llamaban a sí mismos ludditas, aunque así los llamaban tanto sus amigos como sus enemigos. El uso de la palabra por C.P Snow obviamente buscaba polemizar, queriendo dar a entender un miedo y odio irracionales a la ciencia y la tecnología. Los ludditas habían llegado, de esta manera, a ser imaginados como los contrarevolucionarios de esa Revolución Industrial que sus sucesores contemporáneos nunca intentaron, quisieron, ni lograron entender.
Pero la Revolución Industrial no fue, como las Revoluciones Americana y Francesa de más o menos el mismo período, una lucha violenta con un principio, mitad de camino y final. Fue más suave, menos terminante, más parecida a un período acelerado en una larga evolución. El nombre fue popularizado hace cien años por el historiador Arnold Toynbee, y ha tenido su parte de atención revisionista últimamente, en la edición de julio de 1984, de Scientific American. En ella, en «Medieval Roots of the Industrial Revolution» , Terry S. Reynolds sugiere que el papel inicial del motor a vapor (1765) puede haberse exagerado. Lejos de ser revolucionaria, mucha de la maquinaria que el vapor había llegado para poner en movimiento, había estado lista desde mucho antes, siendo impulsada de hecho con agua y molinos desde la Edad Media. No obstante, la idea de una revolución tecno-social, en la que salió triunfadora la misma gente que en Francia y América, demostró ser útil para muchos a lo largo de los años, y no menos útil para los que, como C.P Snow, han creído descubrir con ludditas un modo de designar a aquellos con los que desacuerdan, políticamente reaccionarios y anticapitalistas al mismo tiempo.
Pero el Oxford English Dictionary tiene una interesante historia que contar. En 1779, en un pueblito de algún lugar de Leicestershire, un Ned Ludd se metió en una casa y en un demente ataque de furia destruyó dos máquinas usadas para tejer medias de lana. La noticia se corrió. Pronto, cada vez que se hallaba saboteado un marco para medias —esto venía pasando, dice la Enciclopedia Británica, desde 1710 aproximadamente— la gente respondía con la frase (ya popular), Por acá debe haber pasado Ludd. Para cuando su nombre fue adoptado por los saboteadores de telares de 1812, el Ned Ludd histórico se había asimilado en el de alguna manera sarcástico apodo de Rey (o Capitán) Ludd, y era ahora todo misterio, rumores y diversión clandestina, rondando los distritos de tejedores de Inglaterra, armado nada más que con un gracioso palo —cada vez que se topa con el marco de un telar se pone loco y no para hasta romperlo.
Pero importa mucho recordar que incluso el blanco del ataque original de 1779, al igual que muchas de las máquinas de la Revolución Industrial, no era novedoso como pieza de tecnología. El telar para medias había estado dando vueltas desde 1589, cuando, según el folklore, fue inventado por el reverendo William Lee, llevado a ello por la locura. Parece que Lee estaba enamorado de una joven que estaba más interesada en su tejido que en él. Él iba a su casa, y «Lo siento, Rev, tengo que tejer» «¡¿Qué?! ¿De nuevo?» . Después de un tiempo, incapaz de tolerar un rechazo así, Lee, a diferencia de Ned Ludd, sin ningún ataque de furia alocada, sino lógica y serenamente —imaginemos—, se dedicó a inventar una máquina que dejara obsoleto el tejido manual de medias. Y lo logró. De acuerdo a la enciclopedia, el telar del clérigo enamorado, era tan perfecto en su concepción que siguió siendo el único medio mecánico para tejer, por cientos de años.
Ahora, dada esa brecha de tiempo, no es nada fácil pensar a Ned Ludd como un loco tecno-fóbico. No hay duda: lo que lo hacía admirable y legendario era el vigor y la decisión con que aparecía. Pero las palabras demente ataque de furia son de segunda o tercera mano, por lo menos 68 años después de los hechos. Y el enojo de Ned Ludd no se dirigía a las máquinas, no exactamente. Me gusta más pensarlo como el enojo controlado, tipo artes marciales, del Molesto decidido a todo.
Cuenta con una larga historia folklórica esta figura, el Molesto. Suele ser hombre, y pese a ganarse a veces la intrigante tolerancia de las mujeres, lo admiran de manera casi universal los hombres debido a dos virtudes básicas: es Malo y Grande. Malo pero no moralmente maligno, no necesariamente, más bien capaz de hacer daño a gran escala. Lo que importa acá es la amplificación de la escala, el efecto multiplicador.
Las máquinas de tejer que provocaron los primeros disturbios ludditas habían estado dejando sin trabajo a la gente por más de dos siglos. Todos veían cómo pasaba esto— se volvió parte de la vida diaria. También veían a las máquinas convertirse más y más en propiedad de personas que no trabajaban, sólo poseían y empleaban. No se necesitó a ningún filósofo alemán, en ese momento o después, para señalar lo que ésto hacía, había estado haciendo, a los salarios y a los trabajos. El sentimiento general sobre las máquinas nunca hubiera podido ser mero horror irracional, sino algo más complejo: el amor/odio que se genera entre humanos y maquinaria —especialmente cuando ha estado dando vueltas por un tiempo—, sin mencionar un serio resentimiento contra por lo menos dos efectos multiplicadores que fueron vistos como injustos y peligrosos. Uno era la concentración de capital que cada máquina representaba, y el otro, la capacidad de cada máquina de dejar afuera del trabajo a un cierto número de humanos —de ser más «valiosas» que muchas almas humanas. Lo que le dio al Rey Ludd ese especial Mal carácter suyo, que lo llevó de héroe local a enemigo público nacional, fue que él embistió contra estos oponentes amplificados, multiplicados, más que humanos, y prevaleció. Cuando los tiempos son duros, y nos sentimos a merced de fuerzas muchas veces más poderosas, ¿acaso no nos volvemos en busca de alguna compensación, aunque sea en la imaginación, en los deseos, y miramos hacia el Molesto —el genio, el golem, el gigante, el superhéroe— que resistirá lo que de otra manera nos abrumaría? Por supuesto, el destrozamiento de telares reales o seculares, seguía a cargo de hombres comunes, sindicalistas avanzados de la época, usando la noche, y su propia solidaridad y disciplina, para lograr sus efectos multiplicadores.
Era lucha de clases a la vista de todo el mundo. El movimiento tenía sus aliados parlamentarios, entre ellos Lord Byron, cuyo discurso inaugural en el Palacio de los Lores en 1812 compasivamente se opuso al proyecto de ley que proponía, entre otras medidas de represión, hacer pasible de pena de muerte el sabotaje de máquinas de tejer medias. ¿No simpatizas con los ludditas? le escribió desde Venecia a Thomas Moore. ¡Por el Señor, que si hay una batalla estaré entre ustedes! ¿Cómo les va a los tejedores —los destrozadores de telares— los Luteranos de la política —los reformadores?. Incluía una amable canción que mostró ser un himno luddita tan encendido que no fue publicado hasta después de muerto el poeta. La carta tiene fecha de diciembre de 1816: Byron había pasado el verano anterior en Suiza, atrapado por un tiempo en la Villa Diodati con los Shelley, mirando la lluvia caer, mientras se contaban entre sí historias de fantasmas. Para ese diciembre —así fue como sucedió—, Mary Shelley estaba trabajando en el Capítulo Cuatro de su novela Frankenstein, o el Moderno Prometeo.
Si hubiera un género tal como la novela luddita, ésta, que advierte de lo que puede pasar cuando la tecnología, y aquellos que la manejan, se salen de los carriles, sería la primera y estaría entre las mejores. La criatura de Víctor Frankenstein, además, también califica como un enorme Molesto literario. Me decidí…, nos dice Víctor, a hacer a la criatura de una estatura gigante, o sea, digamos, unos ocho pies de altura, y proporcional en tamaño —lo que hace a lo Grande. La historia de cómo llegó a ser tan Malo es el corazón de la novela, bien cobijado en su interior: la historia es narrada a Víctor en primera persona por la criatura misma, enmarcada después dentro de la narrativa del propio Víctor, que se enmarca a su vez en las cartas del explorador del Ártico, Robert Walton. Más allá de que mucha de la vigencia de Frankenstein se debe al genio no reconocido de James Whale, que la tradujo al cine, sigue siendo más que una buena lectura, por todos los motivos por los que leemos novelas, así como por la mucho más limitada razón de su valor luddita: esto es, por su intento, a través de medios literarios que son nocturnos y se mueven con disfraces, de negar a la máquina.
Miren, por ejemplo, el relato de Víctor de cómo ensambló y dio vida a su criatura. Debe ser, por supuesto, un poco vago acerca de los detalles, pero se nos habla de un procedimiento que parece incluir cirugía, electricidad (aunque nada parecido a las extravagancias galvánicas de Whale), química e, incluso, desde oscuras referencias a Paracelsio y Albertus Magnus, la todavía recientemente desacreditada forma de magia conocida como alquimia. Lo que está claro, sin embargo, más allá del tantas veces representado electro-shock-en-el-cuello, es que ni el método ni la criatura que resulta son mecánicos.
Esta es una de varias interesantes similitudes entre Frankenstein y un cuento anterior de lo Malo y Grande, El Castillo de Otranto (1765), de Horace Walpole, usualmente considerada como la primera novela gótica. Por algún motivo, ambos autores, al presentar sus libros al público, emplearon voces ajenas. El prefacio de Mary Shelley fue escrito por su marido, Percy, que se hacía pasar por ella. No fue hasta 15 años después que Mary escribió una introducción a Frankenstein en su propio nombre. Walpole, por otra parte, le inventó a su libro toda una historia editorial, diciendo que era la traducción de un texto medieval italiano. Recién en el prefacio de la segunda edición admitió su autoría.
Las novelas también tienen orígenes nocturnos asombrosamente similares: las dos son resultado de episodios de sueños lúcidos. Mary Shelley, aquel verano de historias de fantasmas en Ginebra, intentando dormirse una noche, de pronto vio a la criatura cobrando vida, las imágenes surgiendo en su mente «con una vivacidad más allá de los límites usuales del ensueño» . Walpole se había despertado de un sueño, «del cual, todo lo que podía recordar era que había estado en un antiguo castillo (…) y que en la baranda superior de una escalera vi una gigantesca mano en una armadura.»
En la novela de Walpole, esta mano resulta ser la mano de Alfonso el Bueno, anterior príncipe de Otranto y, pese a su epitafio, el Molesto residente del castillo. Alfonso, como la criatura de Frankenstein, está armado por partes —casco de marta con plumas, pie, pierna, espada, todas ellas, como la mano, bastante sobredimensionadas— que caen del cielo o se materializan simplemente aquí y allá por los terrenos del castillo, inevitables como el lento regreso de lo reprimido según Freud. Los agentes motivadores, de nuevo como en Frankenstein, son no-mecánicos. El ensamble final de «la forma de Alfonso, dilatada en una magnitud inmensa» , se logra a través de medios sobrenaturales: una maldición familiar, y la mediación del santo patrono de Otranto.
La pasión por la ficción gótica después de El Castillo de Otranto se originaba, yo sospecho, en profundos y religiosos anhelos de aquellos tempranos tiempos míticos que habían llegado a conocerse como la Edad de los Milagros. De modos más y menos literales, la gente del siglo XVIII creía que una vez hace mucho tiempo, todo tipo de cosas habían sido posibles y que ya no lo eran más. Gigantes, dragones, hechizos. Las leyes de la naturaleza no se habían formulado tan estrictamente por ese entonces. Lo que había sido una vez magia verdadera en funcionamiento había, para el tiempo de la Edad de la Razón, degenerado en mera maquinaria. Los oscuros, satánicos molinos de Blake representaban una antigua magia que, como Satán, había caído en desgracia. Mientras la religión era secularizada más y más en Deísmo y descreimiento, el hambre permanente de los hombres por evidencias de Dios y de vida después de la muerte, de salvación —resurrección corporal, de ser posible—, seguía vivo. El movimiento Metodista y el Gran Despertar Americano[100] fueron sólo dos sectores dentro de un vasto frente de resistencia a la Edad de la Razón, un frente que incluía al Radicalismo y la Francmasonería, así como a los ludditas y la novela Gótica. Cada uno a su manera expresaba la misma profunda resistencia a abandonar elementos de fe, por más irracionales que fueran, a un orden tecno-político emergente que podía o no saber lo que estaba haciendo. El Gótico devino código para medieval, y éste se hizo código para milagroso, a través de Pre-Rafaelitas,[101] cartas de tarot fin-de-siècle, novelas del espacio en revistas clase-B, hasta llegar a Star Wars y las historias contemporáneas de espadas y hechiceros.
Insistir en lo milagroso es negarle a la máquina al menos una parte de sus pretensiones sobre nosotros, afirmar el deseo limitado de que las cosas vivientes, terrestres o de otra especie, en ocasiones puedan volverse tan Malas y Grandes como para intervenir en hechos trascendentes. Según esta teoría, por ejemplo, King Kong (? 1933) deviene un clásico santo luddita. El diálogo final de la película, ustedes recordarán, dice: Bueno, el avión pudo con él. No… fue la Belleza la que mató a la Bestia. Donde de nuevo encontramos la misma Disyunción Snoviana, sólo que diferente, entre lo humano y lo tecnológico.
Pero si insistimos en violaciones ficcionales a las leyes de la naturaleza —del espacio, del tiempo, de la termodinámica, y la número uno, de la mortalidad en sí— entonces nos arriesgamos a ser juzgados por el establishment literario como Poco Serios. Ser serios acerca de estos temas es una manera en que los adultos se han definido tradicionalmente a sí mismos frente a los seguros de sí, los inmortales niños con los que tienen que vérselas. Recordando a Frankenstein, que escribió cuando tenía 19, Mary Shelley dijo, Tengo un cariño especial por esa novela, pues era la primavera de días felices, cuando la muerte y la pena no eran sino palabras que no hallaban eco verdadero en mi corazón. La actitud Gótica en general, debido a que empleaba imágenes de muerte y de sobrevivientes fantasmales con fines no más responsables que los de efectos especiales y decorados, fue juzgada de insuficientemente seria y confinada a su propia zona del pueblo. No es el único barrio de la gran Ciudad de la Literatura tan, digamos, cuidadosamente demarcado. En los westerns, la gente buena siempre gana. En las novelas románticas, el amor supera los obstáculos. En los policiales, sabemos más que los personajes. Nosotros decimos, Pero el mundo no es así. Estos géneros, al insistir en lo que es contrario a los hechos, no llegan a ser suficientemente Serios, y entonces se les pone la etiqueta de viajes escapistas.
Esto es especialmente lamentable en el caso de la ciencia ficción, en la cual pudo verse en la década posterior a Hiroshima uno de los florecimientos más impresionantes de talento literario y, muchas veces, de genio de nuestra historia. Fue tan importante como el movimiento Beat que tenía lugar al mismo tiempo, ciertamente más importante que la ficción popular que, apenas con algunas excepciones, se había paralizado por el clima político de la guerra fría y los años de McCarthy. Además de ser una síntesis casi ideal de las Dos Culturas, resulta que la ciencia ficción también fue uno de los principales refugios, en nuestro tiempo, para aquellos de ideas ludditas.
Para 1945, el sistema fabril —que, más que ninguna otra pieza de maquinaria, fue el auténtico legado de la Revolución Industrial— se había extendido hasta abarcar el Proyecto Manhattan, el programa de cohetes de larga distancia de Alemania y los campos de concentración, como Auschwitz. No hizo falta ningún don especial de adivinación para ver cómo estas tres curvas de desarrollo podrían plausiblemente converger, y en no mucho tiempo. Desde Hiroshima, hemos visto a las armas nucleares multiplicarse fuera de control, y los sistemas de direccionamiento adquieren, con fines globales, alcance y precisión ilimitadas. La aceptación impasible de un holocausto de hasta siete y ocho cifras en la cuenta de cuerpos, se ha convertido —entre aquellos que, en particular desde 1980, han guiado nuestras políticas militares— en una hipótesis natural.
Para la gente que estaba escribiendo ciencia ficción en los ’50, nada de esto era una sorpresa, aunque las imaginaciones de los ludditas modernos todavía tienen que encontrar alguna contra-criatura tan Grande y Mala, incluso en la más irresponsable de las ficciones, que se le pueda comparar a lo que pasaría durante una guerra nuclear. Así, en la ciencia ficción de la Era Atómica y la Guerra Fría, vemos tomar una dirección diferente a los impulsos ludditas de negar la máquina. El ángulo tecnológico perdió énfasis en favor de preocupaciones más humanísticas —exóticas evoluciones culturales y escenarios sociales, paradojas y juegos de espacio/tiempo, salvajes preguntas filosóficas—, la mayoría compartiendo, como ha discutido en extenso la crítica literaria, una definición de humano como particularmente distinto de máquina. Al igual que sus contrapartes originales, los ludditas del siglo XX miraron anhelantes hacia atrás, hacia otra era —curiosamente, a la misma Edad de la Razón que había empujado a los primeros ludditas a la nostalgia por la Edad de los Milagros.
Pero ahora vivimos, se nos dice, en la Era de las Computadoras. ¿Qué pronósticos hay para la sensibilidad luddita? ¿Atraerán los CPU la misma atención hostil que alguna vez despertaron las máquinas de tejer? Realmente, lo dudo. Escritores de todos los estilos van en estampida a comprar procesadores de texto. Las máquinas ya se han vuelto tan amigables que incluso el más irreductible luddita puede caer seducido a bajar la guardia y apretarse unas teclas. Detrás de esto parece haber un creciente consenso acerca de que el conocimiento realmente es poder, que hay una conversión bastante directa entre dinero e información y que, de alguna manera, si la logística se soluciona, puede que los milagros todavía sean posibles. Si esto es así, los ludditas quizás hayan llegado finalmente a un terreno común con sus adversarios Snovianos, la sonriente armada de tecnócratas que se suponía llevaba el futuro en los huesos. Quizás sólo sea una nueva forma de la incesante ambivalencia luddita respecto a las máquinas, o puede ser que la esperanza de milagro más profunda de los ludditas haya venido a residir en la habilidad de las computadoras para conseguir la información correcta y dársela a aquellos a quiénes esa información será más útil. Con los adecuados programas de financiamiento y tiempo, con las computadoras curaremos el cáncer, nos salvaremos de la extinción nuclear, produciremos comida para todos, desintoxicaremos los resultados de la codicia industrial devenida psicopatía —véanse todas las melancólicas ensoñaciones de nuestro tiempo.
La palabra luddita se sigue usando con desprecio para cualquiera con dudas acerca de la tecnología, especialmente la de tipo nuclear. Los ludditas hoy ya no están más enfrentados a humanos dueños de fábricas y a máquinas vulnerables. Como profetizó el renombrado presidente y luddita involuntario D. D. Eisenhower al dejar su puesto, hay ahora un permanente, poderoso sistema de almirantes, generales y directores de corporaciones, frente al cual nosotros, pobres bastardos comunes, estamos completamente desclasados, aunque Ike no lo dijo con esas palabras. Se supone que debemos quedarnos tranquilos y dejar que las cosas sigan andando, incluso aunque, debido a la revolución de la información, se hace cada día más difícil engañar a cualquiera por cualquier lapso de tiempo. Si nuestro mundo sobrevive, el siguiente gran desafío a tener en cuenta va a ser —lo oyeron acá, en primicia— cuando las curvas de investigación y desarrollo en inteligencia artificial, biología molecular y robótica converjan. ¡Ay! Va a ser increíble e impredecible, y hasta los mandos más altos, recemos devotamente, van a llegar a destiempo. Ciertamente es algo para que todos los buenos ludditas le prestemos atención si, Dios mediante, llegamos a vivir tanto.
Mientras, como norteamericanos, podemos buscar alivio, por escaso y frío que sea, en la improvisada y maliciosa canción de Lord Byron, en la que, como otros observadores de su tiempo, percibió relaciones evidentes entre los primeros ludditas y nuestros propios orígenes revolucionarios. Así empieza:
Como los compañeros de la Libertad más allá del mar Compraron su libertad, barata, con su sangre, Así haremos nosotros, muchachos. Vamos A morir peleando, o a vivir libres. ¡Y que caigan todos los reyes menos el Rey Ludd!