Fortaleza

FORTALEZA

KURT VONNEGUT, JR.

TIEMPO: el presente.

LUGAR: Nueva York, una amplia sala llenas de máquinas que laten, tiemblan, jadean y cumplen las funciones de los distintos órganos del cuerpo humano: corazón, pulmones, hígado, etc. Tubos y cables de colores codificados emergen de las máquinas y convergen en un agujero practicado en el techo, por el que pasan a una estancia superior. En un lado hay una consola que está provista de un tablero de mandos fantásticamente complicado.

ELBERT LITTLE, un amable y atractivo doctor en medicina general, aparece junto al creador y director de la operación, el doctor Norbert Frankenstein, de sesenta y cinco años, un auténtico genio de la medicina. Sentado ante la consola, con auriculares y absorto en el examen de los controles y de las luces que parpadean, está el doctor Tom Swift, el entusiasta primer ayudante de Frankenstein.

LITTLE: ¡Oh, Dios mío, Dios mío!

FRANKENSTEIN: Sí, eso que ve ahí son sus riñones. Aquello otro es su hígado, por supuesto. Y aquí tiene el páncreas.

LITTLE: Asombroso. Doctor Frankenstein, después de ver todo esto, me pregunto si realmente he estado practicando la medicina, si alguna vez he asistido a una Facultad de Medicina. (Señala). ¿Eso es su corazón?

FRANKENSTEIN: Es un corazón Westinghouse. Son condenadamente buenos, se lo recomiendo si alguna vez necesita alguno. En cambio hacen unos riñones que no tocaría ni siquiera con una pértiga de tres metros de largo.

LITTLE: Ese corazón vale probablemente más dinero que todo el consultorio donde trabajo.

FRANKENSTEIN: Y el páncreas vale tanto como todo el estado del que ha venido.

LITTLE: Vermont.

FRANKENSTEIN: Con lo que hemos pagado por el páncreas…, sí, podríamos haber comprado todo Vermont. Nadie había hecho antes un páncreas, y teníamos que agenciarnos uno en diez días, so pena de perder a la paciente. De modo que hablamos con unos constructores de órganos grandes y les dijimos: «Adelante, muchachos, necesitamos un programa de urgencia para un páncreas. Movilicen a todos los hombres de que puedan disponer. No reparen en gastos, pero ese páncreas ha de estar listo el martes próximo».

LITTLE: Y lo consiguieron.

FRANKENSTEIN: La paciente sigue con vida, ¿no es cierto? Créame, esos órganos de encargo resultan bastante costosos.

LITTLE: Pero la paciente puede permitírselo.

FRANKENSTEIN: En el Seguro no disponen ustedes de tantos medios.

LITTLE: ¿Y cuántas operaciones ha sufrido en total? ¿En cuántos años?

FRANKENSTEIN: La primera intervención importante se la realicé hace treinta y seis años. Desde entonces ha sufrido setenta y ocho operaciones.

LITTLE: ¿Y qué edad tiene?

FRANKENSTEIN: Cien.

LITTLE: ¡Vaya tripas debe tener esa mujer!

FRANKENSTEIN: Las está usted viendo.

LITTLE: Quería decir, ¡qué valor! ¡Qué fortaleza!

FRANKENSTEIN: La dormimos, sabe usted. No operamos sin anestesia.

LITTLE: Aun así…

FRANKENSTEIN da unos golpecitos en el hombro de Swift. Éste aparta uno de los auriculares que lleva puestos, y divide su atención entre los visitantes y la consola.

FRANKENSTEIN: Doctor Tom Swift, éste es el doctor Elbert Little. Aquí, Tom, es mi ayudante principal.

SWIFT: ¿Qué tal?

FRANKENSTEIN: El doctor Little es médico del Seguro en Vermont. Pasa unos días en la ciudad y pidió permiso para echar un vistazo.

LITTLE: ¿Qué es lo que escucha usted por esos auriculares?

SWIFT: Todo lo que ocurre en la habitación de la paciente. (Le ofrece los auriculares). Escuche usted mismo.

LITTLE (escucha por los auriculares): No oigo nada.

SWIFT: Le están cepillando el pelo. Ahora está arriba la esteticista. Siempre está callada cuando le cepillan el pelo. (Vuelve a ponerse los auriculares).

FRANKENSTEIN (a Swift): Deberíamos felicitar a nuestro joven visitante.

SWIFT: ¿Por qué razón?

LITTLE: Buena pregunta. ¿Por qué?

FRANKENSTEIN: Oh, estoy enterado del gran honor que se le ha dispensado.

LITTLE: No estoy seguro de saber a qué se refiere.

FRANKENSTEIN: ¿No es usted el doctor Little que ha sido elegido Médico de Cabecera del Año por el Ladies’ Home Journal, el mes pasado?

LITTLE: Sí…, es cierto. No sé por qué demonios se fijaron en mí. Y el hecho de que un hombre de sus méritos lo sepa me deja todavía más confuso.

FRANKENSTEIN: Leo el Ladies’ Home Journal todos los meses, desde la primera página hasta la última.

LITTLE: ¿Hace usted eso?

FRANKENSTEIN: Tengo una sola paciente, la señora Lovejoy. Y como la señora Lovejoy lee el Ladies’ Home Journal, yo hago lo mismo. De eso solemos hablar…, de las noticias del Ladies’ Home Journal. El mes pasado leímos todo lo referente a usted. La señora Lovejoy no paraba de decir: «Oh, debe de ser un joven encantador. Tan comprensivo».

LITTLE: Hum.

FRANKENSTEIN: Y ahora está usted aquí en persona. Apuesto a que ella le escribió una carta.

LITTLE: Sí…, lo hizo.

FRANKENSTEIN: Escribe miles de cartas al año y recibe miles de respuestas. Es una fanática de la correspondencia.

LITTLE: ¿Está en líneas generales, hum…, alegre la mayor parte del tiempo?

FRANKENSTEIN: Si no lo está, la culpa es exclusivamente nuestra. Cuando se siente triste, es porque algo no funciona bien aquí. Hace un mes se encontraba deprimida, y descubrimos que la razón era un transistor defectuoso de la consola. (Se inclina por encima del hombro de Swift y cambia algo en la disposición de la consola. La maquinaria se ajusta imperceptiblemente a la nueva disposición). Ahí tiene… ahora se sentirá deprimida durante un par de minutos. (Cambia de nuevo la disposición). Listo. Ahora, en un periquete se sentirá más feliz de lo que estaba antes. Cantará como un pajarillo.

LITTLE oculta imperfectamente su horror. Plano de la habitación de la paciente, llena de flores, cajas de bombones y libros. La paciente es Sylvia Lovejoy, viuda de un billonario. Sylvia es ahora tan sólo una cabeza conectada a una serie de tubos y cables que surgen del suelo, pero ese hecho no puede percibirse a primera vista. Aparece en un primer plano con Gloria, una agraciada esteticista, de pie detrás de ella. Sylvia es una anciana conmovedoramente bien parecida, que fue en otro tiempo una belleza de notable fama. Ahora está llorando.

SYLVIA: Gloria…

GLORIA: Señora…

SYLVIA: Seca esas lágrimas antes de que entre alguien y las vea.

GLORIA (a punto de llorar también ella): Sí, señora (enjuga las lágrimas con un kleenex y examina el resultado). Así. Y así.

SYLVIA: No sé lo que me ha ocurrido. De repente me he sentido tan triste que no podía soportarlo.

GLORIA: Todo el mundo tiene que llorar de vez en cuando.

SYLVIA: Ya se me ha pasado. ¿Se me nota que he estado llorando?

GLORIA: No, no.

No consigue controlar sus propias lágrimas, y se acerca a una ventana para que Sylvia no la vea llorar. Travelling de la cámara hacia atrás hasta revelar la pulcra abominación clínica de la cabeza con los cables y los tubos. La cabeza está colocada sobre un trípode. Debajo de ella, en el lugar que normalmente ocuparía el pecho, cuelga una caja negra con luces de colores que parpadean. Al alcance de la mano se encuentra una mesita con pluma y papel, un puzzle con las piezas parcialmente colocadas, y una voluminosa bolsa de tricotar. De la bolsa sobresalen unas agujas y un jersey a medio hacer. Suspendido sobre la cabeza de Sylvia hay un micrófono sujeto a un brazo articulado.

SYLVIA (suspirando): Debes de pensar que soy una vieja loca. (Gloria sacude la cabeza en un gesto negativo, pero es incapaz de articular una palabra). ¿Gloria? ¿Estás ahí?

GLORIA: Sí.

SYLVIA: ¿Te ocurre algo?

GLORIA: No.

SYLVIA: Eres tan buena conmigo, Gloria. Quiero que sepas que te lo agradezco de todo corazón.

GLORIA: También yo la quiero.

SYLVIA: Si alguna vez te encuentras con algún problema y yo puedo ayudarte, espero que cuentes conmigo.

GLORIA: Lo haré, lo haré.

HOWARD DERBY, el encargado de la correspondencia del hospital, entra cargado con un montón de cartas. Es un vejete chalado y alegre.

Derby: ¡El cartero! ¡El cartero!

SYLVIA (más animada): ¡El cartero! ¡Dios bendiga al cartero!

DERBY: ¿Cómo se encuentra hoy la paciente?

SYLVIA: Muy triste hace unos momentos. Pero ahora que le veo, me pondría a cantar como un pajarillo.

DERBY: Cincuenta y tres cartas, hoy. Tiene una nada menos que de Leningrado.

SYLVIA: Hay una mujer ciega en Leningrado. Pobrecilla.

DERBY (despliega las cartas en abanico y lee los remites): Virginia Occidental, Honolulu, Brisbane, Australia…

SYLVIA escoge una carta al azar.

SYLVIA: Wheeling, Virginia Occidental. Veamos, ¿a quién conozco yo en Wheeling? (Abre rápidamente el sobre con sus manos mecánicas, y lee). «Querida señora Lovejoy: usted no me conoce, pero acabo de leer algo sobre usted en el Reader’s Digest y estoy aquí sentada con las lágrimas corriéndome por las mejillas». ¿El Reader’s Digest? ¡Válgame el cielo, ese artículo se publicó hace catorce años! ¿Y ella acaba de leerlo ahora?

DERBY: Los números atrasados del Reader’s Digest siguen circulando tiempo y tiempo. Corre uno por casa que debe de tener diez años por lo menos. Todavía lo leo cuando necesito un poco de inspiración.

SYLVIA (sigue leyendo): «Nunca volveré a quejarme de nada de lo que me suceda. Hace seis meses me sentí tan desgraciada como pueda serlo una persona, cuando mi marido mató de un tiro a su querida y se voló luego la tapa de los sesos. Me dejó con siete chiquillos y ocho plazos por pagar de un Buick Roadmaster con tres ruedas pinchadas y la caja de cambios averiada. Pero después de haber leído su historia, todavía me siento afortunada por estar aquí sentada». ¿No es una carta preciosa?

DERBY: Desde luego.

SYLVIA: Hay una posdata: «Espero que se pondrá bien muy pronto, ¿me escucha?» (Deja la carta sobre la mesa). ¿No ha llegado ninguna carta de Vermont?

DERBY: ¿Vermont?

SYLVIA: El mes pasado, cuando estuve tan deprimida, escribí una carta que me temo era muy estúpida, llena de autocompasión, a un joven doctor sobre el que leí algo en el Ladies’ Home Journal. Estoy tan avergonzada. Tiemblo al pensar en lo que me dirá como respuesta…, si es que responde alguna cosa.

GLORIA: ¿Qué puede decir? ¿Qué es lo que posiblemente diría?

SYLVIA: Podría hablarme de las penalidades reales que existen en el mundo, de las personas que no saben cuándo podrán tener su próxima comida, de gentes tan pobres que nunca han visitado a un médico en toda su vida. Mientras que yo me he visto rodeada de toda clase de cuidados: ternura, cariño y todas las maravillas que puede ofrecer la ciencia.

PLANO del pasillo exterior a la habitación de Sylvia. En la puerta hay un letrero que reza: Sonría siempre al entrar. Frankenstein y Little se disponen a entrar.

LITTLE: ¿Ella está ahí?

FRANKENSTEIN: La mayor parte está en el piso de abajo.

LITTLE: Y todo el mundo obedece la consigna de ese letrero, por supuesto.

FRANKENSTEIN: Forma parte de la terapia. Aquí tratamos a la paciente desde el punto de vista global.

GLORIA sale de la habitación, cierra cuidadosamente la puerta y estalla en sonoros sollozos.

FRANKENSTEIN (disgustado, a Gloria): Vaya, ahora se pone a llorar en voz alta. ¿Qué ocurre?

GLORIA: Déjela morir, doctor Frankenstein. ¡Por el amor de Dios, déjela morir!

LITTLE: ¿Es su enfermera?

FRANKENSTEIN: No tiene cerebro suficiente para ser una enfermera. Es una piojosa esteticista. Saca cien pavos a la semana, sólo por cuidar el cutis y el cabello de una mujer. (A Gloria). Se acabó, capullito. Estás despedida.

GLORIA: ¿Cómo?

FRANKENSTEIN: Ve a por tu cuenta y ahueca.

GLORIA: Soy su mejor amiga.

FRANKENSTEIN: ¡Vaya una amiga! Acaba de pedirme que le dé el pasaporte.

GLORIA: En nombre de la piedad, sí, se lo he pedido.

FRANKENSTEIN: Está usted segura de que existe un cielo, ¿no? Y quiere enviarla directamente allá para que le crezcan alitas y alguien le ponga un arpa en las manos.

GLORIA: Sé que existe un infierno. Lo he visto. Está ahí dentro, y usted es su gran inventor.

FRANKENSTEIN (afectado por la observación, deja pasar unos instantes antes de responder): Cristo, las cosas que llega a decir la gente.

GLORIA: Ya es hora de que diga algo una persona que la ama.

FRANKENSTEIN: La ama.

GLORIA: Usted no sabe lo que es eso.

FRANKENSTEIN: Amor. (Más para sí mismo que dirigiéndose a ella). ¿Tengo una esposa? No. ¿Tengo alguna amiga? No. Sólo he amado a dos mujeres en mi vida: a mi madre y a la mujer que está ahí dentro. No pude evitar la muerte de mi madre. Cuando me gradué en la Facultad de Medicina, mi madre se estaba muriendo de un cáncer generalizado. «Muy bien, chico listo —me dije a mí mismo—, ya eres un flamante doctor por Heidelberg, ahora veamos cómo salvas a tu madre de la muerte». Todo el mundo me dijo que no se podía hacer nada por ella, y yo les contesté: «Me importa un comino. De todos modos voy a hacerlo». Finalmente decidieron que yo estaba chiflado y me encerraron en un manicomio por una temporada. Cuando salí, ella había muerto…, como todos los sabios dijeron que así había de ser. Lo que esos sabios ignoraban eran todas las maravillas que las máquinas son capaces de hacer… y tampoco lo sabía yo, pero pronto iba a descubrirlo. De modo que fui al Instituto de Tecnología de Massachusetts y allí estudié ingeniería mecánica, ingeniería electrónica e ingeniería química durante seis largos años. Vivía en un ático. Comía pan de dos días atrás y la clase de queso que ponen en las ratoneras. Cuando salí del MIT, me dije a mí mismo: «Muy bien, muchacho, es muy posible que tú seas el único tipo en todo el mundo que cuenta con la educación adecuada para practicar la medicina del siglo veinte». Entré a trabajar en la Clínica Curley de Boston. Me trajeron a esta mujer, exteriormente hermosa y una ruina por dentro. Era la viva imagen de mi madre. Era la viuda de un hombre que le había dejado quinientos millones de dólares. No tenía parientes de ninguna clase. Los sabios dijeron una vez más: «Esta mujer va a morir». Y yo les contesté: «Cerrad la boca y escuchad. Voy a deciros lo que vamos a hacer».

Silencio.

LITTLE: Es…, es toda una historia.

FRANKENSTEIN: Es una historia de amor. (A Gloria). Y esa historia de amor empezó años y años antes de que usted naciera, usted, la mujer compasiva. Y todavía dura.

GLORIA: El mes pasado, me pidió que le trajera una pistola para dispararse a sí misma.

FRANKENSTEIN: ¿Cree que no lo sé? (Señala con el pulgar a Little). El mes pasado, le escribió a él una carta en la que decía: «Tráigame un poco de cianuro, doctor, si tiene usted siquiera un poco de compasión».

LITTLE (confuso): Lo sabía usted. ¿Usted… lee su correspondencia?

FRANKENSTEIN: Es la manera de saber lo que realmente siente. Puede intentar engañarnos en ocasiones…, simular tan sólo que es feliz. Ya le he contado lo del transistor en mal estado del mes pasado. Tal vez nunca habríamos sabido que algo andaba mal de no haber leído sus cartas y escuchado lo que decía a personajillos como el aquí presente. (En tono desafiante). Véala, entre usted solo en esa habitación. Quédese ahí dentro tanto tiempo como desee, pregúntele lo que se le ocurra. Luego venga a verme y dígame la verdad: ¿la de ahí dentro es una mujer feliz, o bien una mujer sumida en un infierno?

LITTLE (dudando): Yo…

FRANKENSTEIN: ¡Entre! Yo aún tengo algunas cosas que decir a esta joven… a la Miss Muerte Compasiva del año. Quiero enseñarle un cuerpo que ha pasado un par de años encerrado en su ataúd…, para que vea lo bonita que es la muerte, lo que ella desea para su amiga.

LITTLE hace gestos de querer decir algo y finalmente expresa de forma mímica su deseo de complacer a todo el mundo. Entra en la habitación de la paciente. Plano de la habitación. Sylvia está sola, con el rostro vuelto en la dirección contraria a la puerta.

SYLVIA: ¿Quién es?

LITTLE: Un amigo… alguien a quien usted escribió una carta.

SYLVIA: Puede ser cualquiera. ¿Me permite verle, por favor? (Little se coloca delante de ella. Ella le mira con afecto creciente). El doctor Little, médico de cabecera de Vermont.

LITTLE (con una ligera reverencia): Señora Lovejoy, ¿cómo se encuentra usted hoy?

SYLVIA: ¿Me ha traído el cianuro?

LITTLE: No.

SYLVIA: Hoy no me lo tomaría. Hace un día tan hermoso. No querría perdérmelo, y tampoco el de mañana. ¿Ha venido usted en un caballo blanco como la nieve?

LITTLE: En un Oldsmobile azul.

SYLVIA: ¿Y sus pacientes, que tanto le quieren y le necesitan?

LITTLE: Otro doctor cubre la suplencia. Me he tomado una semana de vacaciones.

SYLVIA: No habrá sido por mi culpa.

LITTLE: No.

SYLVIA: Porque me encuentro estupendamente. Ya habrá podido ver en qué manos tan maravillosas me encuentro.

LITTLE: Sí.

SYLVIA: Lo que de ninguna manera necesito es otro médico.

LITTLE: Así es.

Pausa.

SYLVIA: De todos modos, me gustaría tener alguien con quien hablar de la muerte. Usted habrá visto morir a muchas personas, supongo.

LITTLE: A unas cuantas.

SYLVIA: ¿Y la muerte fue una bendición para alguna de ellas?

LITTLE: En alguna ocasión lo he oído comentar.

SYLVIA: Pero usted no opina así.

LITTLE: No es profesional que un médico diga una cosa como ésa, señora Lovejoy.

SYLVIA: ¿Por qué otras personas decían que algunas muertes eran una bendición?

LITTLE: Por los dolores que soportaba el paciente, y porque no podía ser curado a ningún precio…, a ningún precio a su alcance. O porque el paciente había quedado reducido a una vida vegetativa, había perdido la conciencia y no podía recuperarla.

SYLVIA: A ningún precio.

LITTLE: Al menos hasta donde llegan mis conocimientos, es imposible conseguir, pedir prestada o robar una mente artificial para alguien que ha perdido la suya. Tal vez si preguntara al doctor Frankenstein sobre el tema, me diría que es la cosa más factible del mundo.

Pausa.

SYLVIA: Es la cosa más factible del mundo.

LITTLE: ¿Se lo ha dicho él?

SYLVIA: Le pregunté ayer qué sucedería si mi cerebro empezara a fallar. Estaba tranquilo. Me dijo que no dejara que mi preciosa cabecita se preocupara por esa posibilidad. «Cruzaremos ese puente cuando lleguemos a él», me dijo. (Pausa). ¡Oh, Dios mío, la de puentes que he cruzado ya!

PLANO de la habitación llena de órganos. Como antes, Swift está sentado ante su consola. Entran Frankenstein y Little.

FRANKENSTEIN: Ha dado usted ya toda la vuelta a las instalaciones y volvemos al principio.

LITTLE: Y tengo que repetir otra vez lo mismo que dije al principio: «Dios mío, oh, Dios mío».

FRANKENSTEIN: Va a ser un poco duro volver a recetar aspirinas y laxantes después de ver esto, ¿verdad?

LITTLE: Sí. (Pausa). ¿Qué es lo más barato que hay aquí?

FRANKENSTEIN: Lo más sencillo. La condenada bomba.

LITTLE: ¿Cuánto cuesta un corazón en la actualidad?

FRANKENSTEIN: Sesenta mil dólares. Los hay más baratos y más caros. Los baratos son basura, y los caros, artículos de lujo.

LITTLE: ¿Y cuántos se venden al año?

FRANKENSTEIN: Unos seiscientos, más o menos.

LITTLE: Uno más, significa la vida. Uno menos, la muerte.

FRANKENSTEIN: Si su problema es el corazón, tiene suerte porque le saldrá relativamente barato. (A Swift). Oye, Tom, hazla dormir, para que éste vea cómo acabamos la jornada aquí.

SWIFT: Faltan veinte minutos para la hora prevista.

FRANKENSTEIN: ¿Qué importancia tiene? La ponemos a dormir veinte minutos extra, y mañana se despertará tan feliz como un millón de pavos, a menos que se nos estropee otro transistor.

LITTLE: ¿Por qué no tienen una cámara de televisión permanentemente enfocada hacia ella, y así podrán verla en la pantalla?

FRANKENSTEIN: No quiere.

LITTLE: ¿Siempre consigue lo que quiere?

FRANKENSTEIN: Eso lo consiguió. ¿Para qué demonios queremos ver su cara? Podemos mirar estos controles y descubrir más cosas sobre ella de las que ella misma sabe. (A Swift). Hazla dormir, Tom.

SWIFT (a Little): Es como disminuir la velocidad de un automóvil o apagar un horno.

LITTLE: Hum.

FRANKENSTEIN: También Tom está graduado en ingeniería, además de en medicina.

LITTLE: ¿Se siente cansado al terminar la jornada, Tom?

SWIFT: Es una clase de fatiga agradable…, como si hubiera volado de Nueva York a Honolulu en un gran reactor, o algo por el estilo. (Aferra una palanca). Y ahora vamos a hacer aterrizar felizmente a la señora Lovejoy, (Empuja poco a poco la palanca y la maquinaria disminuye su ritmo de funcionamiento). Ahí está.

FRANKENSTEIN: Espléndido.

LITTLE: ¿Está dormida?

FRANKENSTEIN: Como un bebé.

SWIFT: Todo lo que tengo que hacer ahora es esperar que aparezca el encargado de noche.

LITTLE: ¿Le han traído en alguna ocasión un arma para suicidarse?

FRANKENSTEIN: No. Y no nos preocuparía si alguien lo hiciera. Los brazos mecánicos están diseñados de tal forma que no puede apuntar una pistola contra sí misma ni llevarse veneno a los labios, por mucho que se esfuerce. Ése fue un detalle genial de Tom.

LITTLE: Le felicito.

Suena el timbre de alarma. Se enciende una luz roja.

FRANKENSTEIN: ¿Quién puede ser? (A Little). Alguien acaba de entrar en la habitación. ¡Será mejor que investiguemos! (A Swift). Cierra la puerta de arriba, Tom; sea quien sea, le atraparemos. (Swift aprieta un botón que cierra herméticamente la habitación del piso superior. A Little). Venga conmigo.

PLANO de la habitación de la paciente. Sylvia duerme, con un ligero resoplido. Gloria acaba de entrar furtivamente. Mira a su alrededor, saca un revólver de su bolso, se asegura de que está cargado y lo oculta en la bolsa de costura de Sylvia. Apenas ha terminado la operación, cuando irrumpen sin aliento Frankenstein y Little; Frankenstein ha abierto la puerta con su llave.

FRANKENSTEIN: ¿Qué sucede aquí?

GLORIA: Me dejé el reloj ahí. (Señala el reloj). He venido a recogerlo.

FRANKENSTEIN: Creí haberle dicho que no volviera a entrar nunca más en este edificio.

GLORIA: No lo haré.

FRANKENSTEIN (a Little): Vigílela, yo voy a comprobar que todo está correcto. Cabe la posibilidad de que haya manipulado algún aparato. (A Gloria). ¿Qué le parecería comparecer delante de un tribunal acusada de intento de asesinato, eh? (Habla por el micrófono). Tom, ¿me escuchas?

SWIFT (la voz surge chillona de una caja acoplada a la pared): Te escucho.

FRANKENSTEIN: Despiértala de nuevo. Voy a hacerle un chequeo.

SWIFT: Quiquiriquí.

Se escucha cómo la maquinaria del piso de abajo incrementa su ritmo. Sylvia abre los ojos, levemente sorprendida.

SYLVIA (a Frankenstein,): Buenos días, Norbert.

FRANKENSTEIN: ¿Cómo te sientes?

SYLVIA: Como siempre al despertarme…, bien…, un poco mareada. ¡Gloria! ¡Buenos días!

GLORIA: Buenos días.

SYLVIA: ¡Doctor Little! ¿Ha vuelto a visitarnos esta mañana?

FRANKENSTEIN: No es aún mañana. Te pondremos a dormir otra vez dentro de un minuto.

SYLVIA: ¿Estoy mal otra vez?

FRANKENSTEIN: No creo.

SYLVIA: ¿Tendrán que hacerme otra operación?

FRANKENSTEIN: Tranquila, tranquila. (Extrae del bolsillo un oftalmoscopio).

SYLVIA: ¿Cómo voy a estar tranquila con la perspectiva de otra operación?

FRANKENSTEIN (por el micrófono): Tom, suminístrale unos tranquilizantes.

SWIFT (con la voz chillona): Marchando.

SYLVIA: ¿Qué otra cosa deberé de perder? ¿Las orejas? ¿El pelo?

FRANKENSTEIN: En un minuto estarás tranquila.

SYLVIA: ¿Mis ojos? ¿Serán mis ojos lo siguiente, Norbert?

FRANKENSTEIN (a Gloria): ¡Vaya, muñeca! ¿Se da cuenta ahora de lo que ha hecho? (Por el micrófono). ¿Qué diablos pasa con esos tranquilizantes?

SWIFT: Tienen que estar haciendo efecto en estos mismos instantes.

SYLVIA: Ah, bien, no tiene importancia. (Mientras Frankenstein examina sus ojos). Son mis ojos, ¿verdad?

FRANKENSTEIN: No es nada tuyo.

SYLVIA: Tal como vinieron, así se van.

FRANKENSTEIN: Tienes una salud de caballo.

SYLVIA: Estoy segura de que alguien fabrica unos ojos excelentes.

FRANKENSTEIN: La RCA hace ojos condenadamente buenos, pero no vamos a comprar ninguno en bastante tiempo. (Se echa atrás, satisfecho). Todo en orden. (A Gloria). Ha tenido usted suerte.

SYLVIA: Me gusta que mis amigos tengan buena suerte.

SWIFT: ¿La vuelvo a dormir?

FRANKENSTEIN: Todavía no. Quiero comprobar todavía un par de cosas ahí abajo.

SWIFT: De acuerdo, cierro.

PLANO de Little, Gloria y Frankenstein cuando entran, minutos más tarde, en la sala de máquinas. Swift sigue en la consola.

SWIFT: El relevo de noche se retrasa.

FRANKENSTEIN: Tiene problemas en su casa. ¿Quieres un buen consejo, muchacho? No te cases nunca. (Examina uno tras otro los controles).

GLORIA (horrorizada por lo que le rodea): Dios mío, oh Dios mío.

LITTLE: ¿Nunca lo había visto antes?

GLORIA: No.

FRANKENSTEIN: Era la gran especialista en el cabello. Nosotros nos cuidábamos de todo lo demás…, de todo salvo del cabello. (La lectura de uno de los niveles le alarma). ¿Qué es esto? (Da unos golpecitos en la esfera, y la aguja del nivel salta a la posición correcta). Ahora me gusta más.

GLORIA (sin expresión): La ciencia.

FRANKENSTEIN: ¿Qué se pensaba que había aquí abajo?

GLORIA: Tenía miedo de pensarlo. Ahora me doy cuenta de por qué.

FRANKENSTEIN: ¿Carece usted de todo tipo de conocimientos científicos? ¿No puede apreciar ni remotamente lo que está viendo en este lugar?

GLORIA: Me suspendieron dos veces en geología, en la escuela.

FRANKENSTEIN: ¿Qué enseñan en la Academia de Estética?

GLORIA: Cosas estúpidas para gente estúpida. Cómo pintar un rostro. Cómo rizar o alisar el cabello. Cómo cortar el pelo, cómo secarlo. Cómo hacer las uñas de las manos y de los pies en verano.

FRANKENSTEIN: Espero que ahora se irá de la lengua respecto de lo que ha visto aquí…, que contará a todo el mundo el género de locuras que realizamos en esta sala.

GLORIA: Tal vez.

FRANKENSTEIN: Recuerde tan sólo esto: que usted no tiene ni el cerebro ni la educación necesarios para poder hablar de cualquier aspecto de nuestro experimento. ¿No es cierto?

GLORIA: Tal vez.

FRANKENSTEIN: ¿Qué piensa decir al mundo exterior?

GLORIA: Nada especialmente complicado, sólo que…

FRANKENSTEIN: Adelante.

GLORIA: Que tienen la cabeza de una mujer muerta conectada a un montón de máquinas, y juegan con ella durante todo el día, y que no están casados ni nada por el estilo, y eso es todo lo que hacen.

La escena queda fija como en una fotografía. Fundido en negro vuelve a aparecer la misma escena fija. Las figuras empiezan a moverse.

FRANKENSTEIN (horrorizado): ¿Cómo puede llamarla muerta? ¡Lee el Ladies’ Home Journal! ¡Habla! ¡Tricota! ¡Escribe cartas a amigos de todo el mundo!

GLORIA: Es como una de esas horribles máquinas que predicen el futuro en las ferias.

FRANKENSTEIN: Creía que la amaba usted.

GLORIA: De vez en cuando, percibo una tenue chispita de lo que ella era antes. Amo esa chispa. La mayoría de la gente dice que la ama por su valor. ¿Qué significa ese valor si en realidad procede de aquí? Si manipula usted unas cuantas llaves e interruptores aquí abajo, ella se presentará voluntaria para pilotar un cohete en un viaje a la Luna. Pero haga usted lo que haga aquí abajo, esa tenue chispa seguirá pensando: «¡Por el amor de Dios, que alguien me saque de aquí!».

FRANKENSTEIN (echa un vistazo a la consola): Doctor Swift, ¿está conectado el micrófono?

SWIFT: ¡Sí! (Chasquea los dedos). Lo siento.

FRANKENSTEIN: Déjalo abierto. (A Gloria) Ella ha oído todo lo que acaba de decir. ¿Qué tal se siente ahora?

GLORIA: ¿Puede oírme en este momento?

FRANKENSTEIN: Siga largando por esa boca. Me está ahorrando un montón de problemas. Ahora no tendré que explicarle la clase de amiga que era en realidad, y por qué he tenido que darle la clásica patada en el trasero.

GLORIA (se aproxima al micrófono): ¿Señora Lovejoy?

SWIFT (repite lo que oye por los auriculares): Dice: «¿Qué desea, querida?».

GLORIA: Hay un revólver cargado en su bolso de costura, señora Lovejoy…, en caso de que no desee seguir viviendo.

FRANKENSTEIN (sin preocuparse lo más mínimo por la pistola, pero lleno de horror y de disgusto por Gloria): Es usted una imbécil rematada. ¿De dónde sacó esa pistola?

GLORIA: De una empresa de ventas por correo de Chicago. Pusieron un anuncio en la revista Romances de la vida real.

FRANKENSTEIN: ¡Venden pistolas a locas de remate!

GLORIA: Podría haber comprado un bazooka, de haberlo querido. Era el número mil cuatrocientos noventa y ocho del catálogo.

FRANKENSTEIN: Voy a hacerme ahora mismo con esa pistola, y será la prueba número uno en su juicio. (Sale).

LITTLE (a Swift): ¿No podría hacer dormir a la paciente?

SWIFT: No hay peligro de que se haga daño a sí misma.

GLORIA (a Little): ¿Qué es lo que quiere decir?

LITTLE: Los brazos están fijados de tal manera que no puede apuntar un arma contra sí misma.

GLORIA (asqueada): Han pensado también en eso.

PLANO de la habitación de Sylvia. Entra Frankenstein. Sylvia tiene la pistola en la mano mecánica, y parece pensativa.

FRANKENSTEIN: Tienes un bonito juguete.

SYLVIA: No te enojes con Gloria, Norbert. Yo se lo pedí. Le supliqué que me trajera una pistola.

FRANKENSTEIN: El mes pasado.

SYLVIA: Sí.

FRANKENSTEIN: Pero ahora las cosas van mejor.

SYLVIA: Todas las cosas, menos la chispita.

FRANKENSTEIN: ¿La chispita?

SYLVIA: La chispita que Gloria dice que ama…, esa tenue chispita que le recuerda cómo era yo antes. A pesar de lo feliz que me siento ahora mismo, esa chispita me pide que dispare esta pistola y acabe conmigo.

FRANKENSTEIN: ¿Y qué contestas tú?

SYLVIA: Voy a hacerlo, Norbert. Adiós. (Intenta por todos los medios dirigir contra si misma el arma, sin conseguirlo, mientras Frankenstein se acerca tranquilamente a ella). Esto no es una casualidad, ¿verdad?

FRANKENSTEIN: No queremos de ninguna manera que te hagas daño a ti misma. También nosotros te queremos.

SYLVIA: ¿Y cuánto tiempo todavía tendré que seguir viviendo así? Nunca me he atrevido a preguntarlo antes.

FRANKENSTEIN: Tendría que sacar una cifra de mi chistera, como si fuera un mago.

SYLVIA: Quizá sea preferible que no lo hagas. (Pausa). ¿Ha salido ya la cifra del sombrero?

FRANKENSTEIN: Por lo menos quinientos años.

Silencio.

SYLVIA: ¿De modo que seguiré viva… mucho después de que tú hayas muerto?

FRANKENSTEIN: Ha llegado el momento, querida Sylvia, de decirte algo que quería contarte hace ya muchos años. Todos los órganos del piso de abajo tienen capacidad para atender a dos seres humanos, y no solamente a uno. Y toda la entubación y el cableado han sido diseñados de forma que puedan conectarse a un segundo ser humano en el tiempo que tarda un corderito en menear la cola. (Silencio). ¿Comprendes lo que te estoy diciendo, Sylvia? (Silencio. En tono apasionado). ¡Sylvia! ¡Yo seré ese segundo ser humano! ¡Más que el matrimonio! ¡Más que todas las grandes historias de amor del pasado! ¡Tus riñones serán mis riñones! ¡Compartiremos el mismo hígado! ¡Tu corazón será también el mío! ¡Nuestras mentes y nuestros cuerpos funcionarán al unísono! Viviremos en una armonía tan perfecta, Sylvia, que los mismos dioses se mesarán los cabellos de envidia al vernos.

SYLVIA: ¿Es eso lo que quieres?

FRANKENSTEIN: Más que nada en el mundo.

SYLVIA: Muy bien, pues… Ya lo tienes, Norbert. (Vacía el cargador del revólver en el cuerpo de él).

PLANO de la misma habitación, aproximadamente media hora más tarde. Se ha instalado un segundo trípode, sobre el que aparece la cabeza de Frankenstein. Tanto Frankenstein como Sylvia están dormidos. Swift, con Little a su lado, realiza febrilmente una última conexión con la maquinaria de abajo. Esparcidos por el suelo aparecen fragmentos de tubería, un soplete y otras herramientas de lampistería y electricidad.

SWIFT: Esto está listo. (Se incorpora y mira a su alrededor). Creo que he terminado.

LITTLE (consulta su reloj): Veintiocho minutos desde que se produjo el primer disparo.

SWIFT: Gracias a Dios, estabas tú aquí.

LITTLE: Lo que de verdad necesitabas era un lampista.

SWIFT (por el micrófono): Charley, hemos acabado aquí arriba. ¿Está todo dispuesto abajo?

CHARLEY (una voz estridente en la caja): Todo dispuesto.

SWIFT: Atibórralos de martinis.

GLORIA aparece en la puerta, adormilada.

CHARLEY: Allá van los martinis. Se van a poner de un cachondo increíble.

SWIFT: Por si acaso, dales también un toque de LSD.

CHARLEY: Marchando.

SWIFT: ¡Espera! Me olvidaba del fonógrafo. (A Little). El doctor Frankenstein quería que, si esto llegaba a ocurrir algún día, sonara una determinada canción en el momento de despertar. Dijo que estaba entre los demás discos, en una cubierta en blanco. (A Gloria). Vea si puede encontrarlo.

GLORIA va al fonógrafo y encuentra el disco.

GLORIA: ¿Es éste?

SWIFT: Póngalo.

GLORIA: ¿Por cuál de las dos caras?

SWIFT: No lo sé.

GLORIA: Una de las caras tiene una cinta adhesiva.

SWIFT: Ponga la cara sin la cinta. (Gloria coloca el disco. Por el micrófono). Prepárate a despertar a los pacientes.

CHARLEY: Preparado.

Empieza a sonar una música. Jeanette MacDonald y Nelson Eddy cantan a dúo: Ah, el dulce misterio de la vida.

SWIFT (por el micrófono): ¡Despiértalos ya!

FRANKENSTEIN Y SYLVIA despiertan, envueltos en oleadas de placer. Perciben primero vagamente la música, y luego se ven el uno al otro, con la alegría de quien reencuentra a un viejo y querido amigo.

SYLVIA: ¿Qué tal?

FRANKENSTEIN: Hola.

SYLVIA: ¿Cómo estás?

FRANKENSTEIN: Espléndidamente. Espléndidamente.