El verano casi había concluido

EL VERANO CASI HABÍA CONCLUIDO

BRIAN ALDISS

He decidido dejar un breve informe de mi vida mientras aún estoy en condiciones de hacerlo. No ignoro que una mano gentil ha escrito ya un relato de mis primeros días; pero ese relato se interrumpe demasiado pronto, porque regresé del reino de los hielos y de las soledades hacia las que mi alma —si es que puedo presumir de tener una— se sentía atraída.

Al cabo de cierto tiempo regresé a los alrededores de la ciudad de Ginebra. Esperaba encontrar justicia y comprensión ahora que mi historia era conocida, pero no ocurrió así.

La persecución siguió siendo mi destino. Me vi obligado a escapar a las montañas vecinas, desiertas y cubiertas de hielo, y pasar mis días entre gamuzas y águilas, a las que acosaban con tanta avidez como a mí mismo.

Antes de dejar la ciudad para siempre, trabé conocimiento con un filósofo, Jean-Jacques Rousseau, más famoso incluso que la familia de mi maldito Maestro. En el prefacio de una de sus obras descubrí estas palabras que para mí, en mi penosa condición, fueron más que palabras: «Estoy hecho de una manera distinta a la de cualquiera de las personas que he conocido; y me atrevo incluso a afirmar que no soy como ningún otro ser que exista en el mundo entero».

Era un sentimiento que yo mismo podía haber expresado. Encontrar esa sintonía en un libro me dio fortaleza. Desde que tropecé con los escritos de Rousseau, hace ya tantos años, he intentado vivir con mi querida esposa en las alturas de los glaciares en una condición que él habría aprobado, la del Buen Salvaje, desconfiando de las criaturas urbanas que se multiplican en los valles de abajo.

La placidez de un día de finales de agosto se extiende sobre los Alpes suizos. El ruido de los automóviles que corren por la carretera situada mucho más abajo no llega hasta mis oídos; sólo escucho el eco lejano de alguna esquila, y el alegre zumbido de los insectos que revolotean cerca de mí. Reina la paz. Los helicópteros aparecieron pasado el mediodía, cuando las nubes se retiraron de la cima de la Jungfrau. Habían estado activos durante toda la semana, inquietándome con su estruendo. Eran dos, de color azul, con los distintivos de la policía suiza. Muy pronto desaparecieron detrás de una loma próxima, y yo pude salir de debajo de los arbustos en los que me había escondido.

Hubo un tiempo en que reinaba una paz absoluta en estos lugares. No teníamos noticia ni de turistas ni de helicópteros.

Ahora el número de personas crece sin cesar. Si no son los helicópteros, son los automóviles que se dirigen al Silberner Hirsch, aquí abajo, u otras máquinas que rugen en los valles lejanos. Elsbeth y yo tendremos que trasladarnos a un lugar más remoto, si puedo encontrar alguno.

Elsbeth dice que no desea más cambios. Nuestra cueva de las laderas superiores del Aletschhorn le gusta, pero la nuestra es una vida de fugitivos, como intento explicarle.

En verano, la gente deja la autopista para seguir el camino que conduce al Silberner Hirsch, con su hermosa vista de las montañas, hacia el norte. En contadas ocasiones, uno o dos dejan los coches y suben más arriba, casi hasta el nivel de las nieves. Allí se entretienen tal vez recogiendo las flores que crecen en los prados jugosos: el aciano, la amapola, el trébol, la eglantina y la frágil arveja.

Rara vez llegan hasta la cueva abierta en la abrupta ladera. Yo nunca molesto a la gente. Elsbeth y yo nos mantenemos ocultos, y yo la protejo tomándola en mis brazos.

En invierno, ella y yo nos encontramos completamente solos en medio de los elementos. Mi temperamento se aviene con el viento, la nieve y las tormentas que nacen en el frío seno de los lagos del norte. Las máquinas de la gente no suponen entonces ninguna amenaza para nosotros. De una u otra manera sobrevivimos. Yo he aprendido a no temer al fuego; me siento ante su ojo rojo, en la cueva, y escucho la música de la atmósfera.

Me he familiarizado con los caminos de las laderas cercanas. Son empinadas y peligrosas, por los desprendimientos de rocas. Ninguna persona viene a esquiar. En otoño, antes de la caída de las primeras nieves, cuando asciende la niebla del fondo del valle, el hotel cierra sus puertas y toda la gente se marcha. Sólo vive en el hotel un muchacho, que se encarga de la vigilancia y cría algunas cabras y gallinas. Aunque está a mucha distancia de nuestro nido de águilas, a veces bajo hasta allí en busca de comida.

Sí, he visto el miedo pintado en la cara de ese muchacho, pegado a los cristales de la ventana mientras yo paso en medio de un torbellino de nieve.

El mundo invernal está desierto de habitantes humanos. No puedo explicarlo. No sé explicar a Elsbeth adonde va la gente. ¿Acaso duermen durante todo el invierno, como la cascada?

Ése es el problema: que no entiendo nada. A pesar de que he vivido mucho tiempo, no me hago más sabio con el paso de los años. Nunca consigo comprender por qué razón los dientes del invierno muerden en los huesos con tanta crueldad, por qué la Luz del día empieza a apagarse en el este, por qué Elsbeth está tan fría cuando me tiendo a su lado, por qué son tan largas las noches, sin palabras ni luz.

Me desconcierta mi falta de comprensión. Nada permanece igual, nada permanece.

Durante todo el largo día, me tiendo al sol en mi roca favorita. Las moscas me visitan y se pasean por mi piel. Lo mismo hacen muchas otras cosas pequeñas que tienen vida y pensamiento: mariposas, caracoles con su concha rizada, arañas, lombrices. Yo estoy tumbado contemplando a la gente de abajo, que viene y va del Silberner Hirsch. Salen de sus máquinas, dan un breve paseo y fotografían el valle y los picos de las montañas. Entran en el restaurante, y al poco rato vuelven a salir. Entonces se alejan y sus automóviles son como las cuentas de un collar en el hilo de la autopista. Tienen hogares, a menudo muy lejanos. Sus hogares están repletos de toda clase de posesiones. Son capaces de desarrollar actividades de muy distintos géneros. Oigo rugir sus aeroplanos por encima de mi cabeza, dejando un rastro de nieve en el cielo azul. La gente siempre está atareada en algo, como las moscas y las hormigas.

También hay otra cosa que pueden hacer: procrear. Yo me he apareado muchas veces con Elsbeth, pero ella no da a luz ningún hijo. Ésa es otra cosa que no consigo comprender. ¿Por qué Elsbeth no concibe un niño? ¿Es culpa suya, o mía, porque yo tengo esta constitución tan extraña y, como dijo Rousseau, «estoy hecho de una manera distinta a la de cualquiera de las personas que he conocido»?

Tengo ante mis ojos la hierba crecida, y espío detrás de ese frágil escondite la escena de abajo. Incluso la hierba engendra más hierba, y todas las cosas diminutas que viven en la hierba reproducen su género, hasta que el verano finaliza. Todas las cosas conciben nuevas cosas, excepto Elsbeth y yo.

Elsbeth se queda, como siempre, en nuestra cueva, junto a la cascada. Cuando ha pasado la estación buena y el frío muerde los huesos, la cascada muere como casi todas las demás cosas vivas. Su música cesa, y permanece rígida y muda. ¿Qué es esa aflicción que visita la Tierra con tanta regularidad? ¿Cómo explicarla?

Sólo al llegar la primavera la cascada despierta, y entonces resuena con la alegría de la vida recuperada, del mismo modo que yo lo hago. Entonces Elsbeth y yo volvemos a ser felices.

Pienso en todas estas cosas mientras estoy tumbado en mi roca, espiando el escenario del valle. Después del anochecer, descenderé por la ladera y caminaré sin ser visto por los alrededores del hotel en busca de los desperdicios que la gente ha dejado tirados. Allí encuentro qué comer y muchas otras cosas: periódicos, libros, esto y aquello. La noche es mi amiga. Yo soy la oscuridad.

Por qué ha de ser así, es algo que ignoro. Pero he aprendido a conformarme. En tiempos fui un malvado, porque me sentía desgraciado; pero ya no. Ahora que tengo a mi querida compañera, me he enseñado a mí mismo a no ser ni malvado ni desgraciado y a no odiar a la gente.

En uno de los periódicos que recogí, he leído que existen personas mucho más malvadas de lo que yo nunca fui. Se complacen en matar inocentes, y no cometen sus asesinatos valiéndose de sus propias manos, sino con armas terribles cuya naturaleza no he conseguido comprender bien. Miles de personas mueren en sus guerras cada año.

A veces leo en los periódicos el nombre de mi creador. Aun después de tanto tiempo, siguen hablando mal de él; no sé, entonces, por qué no me acogen a mí, su víctima, entre la gente. Ésa es otra de las cosas que escapan a mi conocimiento.

Tendido sobre la roca y perdido en mis pensamientos, me he quedado dormido sin sentirlo. Las moscas zumban y el sol me calienta los huesos.

Soñar puede ser muy cruel. Intento apartar esas visiones de mi mente. En mis sueños, se alza el recuerdo de gentes que han muerto. Uno grita que yo tengo sus muslos y sus piernas, otro me reclama su torso. Un infeliz pretende que le devuelva su cabeza y otro reclama sus órganos internos. En mi sueño desfilan todos esos hombres desesperados. Soy un cementerio viviente, un hospital de carne para personas a las que falta su carne. ¿Qué puedo hacer? En mi interior siento agitarse fantasmas horribles; hay crímenes enredados entre mis huesos, anudados en mis propias entrañas. No puedo ni siquiera beber un sorbo de agua sin que un demandante olvidado me reclame lo que es suyo.

¿Sufren las personas de ese modo? Como soy un compuesto de desechos carnales, temo ser el único en albergar esa pena detrás de mi frente. Las escenas residuales de otras memorias terribles sorben como piojos la sangre de unas venas que a duras penas puedo considerar mías. Me siento como el teatro donde se representan otras vidas y otras muertes.

¿Por qué la gente me rehuye? ¿No tengo más humanidad que ellos, encerrada en mi interior?

Mientras sufría estas pesadillas tendido sobre mi roca, algo me despertó. Oí un ruido de voces que me llegaban a través del aire límpido. Dos personas, dos mujeres subían por la ladera. Habían dejado atrás el Silberner Hirsch y se acercaban al lugar en el que yo estaba tendido. Las observé con la atención silenciosa que un tigre debe dedicar a la presa que se aproxima. Y sin embargo, la comparación no es exacta, porque mi corazón estaba lleno de miedo. La gente siempre despierta el miedo en mi interior. La mayor de las dos mujeres recogía flores silvestres, lanzando exclamaciones al hacerlo. Parecía bastante inocente, pero aun así sentí miedo.

La mujer mayor se dejó caer sentada sobre el tocón de un árbol para descansar, abanicándose con una mano. La otra continuó su camino, eligiendo con cuidado el lugar en que colocaba los pies. Vi el cabello castaño que coronaba su cabeza, brillando al sol con una belleza que soy incapaz de describir.

Estaba a pocos metros de mí, y quizá no me habría visto. Pero no pude soportar la idea de seguir allí tendido y ser visto tal vez por casualidad, de modo que me levanté con un gran salto y quedé en pie frente a ella.

La mujer tuvo un sobresalto de temor, y se me quedó mirando con la boca abierta, descubriendo su lengua y unos dientes muy blancos.

—¡Socorro! —gritó una vez, antes de que yo colocara una mano en la parte inferior de su rostro. La mirada que me dirigió cambió del miedo al asco.

Oh, he visto antes esa expresión en los rostros de las personas y siempre provoca mi furia. Las caras de las personas no son como la mía; son plásticas, móviles, aptas para expresar las emociones. Con un golpe puedo borrar de sus cráneos esa expresión, junto con la carne en que se pinta.

Cuando la levanté en el aire, agitó sus pies calzados con zapatillas. Apreté mi cara contra la suya, esa cara femenina humedecida por el calor de la primera hora de la tarde. Mientras pensaba si debía golpearla y tirarla montaña abajo, capté su olor. Me golpeó con tanta fuerza como lo hubiera hecho un puñetazo en el estómago.

Aquel olor… tan distinto del olor de Elsbeth… causó en mi cerebro una confusión tal que me obligó a quedarme quieto. Uno de esos recuerdos elusivos situados en el fondo de mi cerebro se alzó repentinamente y me deslumbró; el recuerdo de algo que nunca me había ocurrido. Ya he dicho que son pocas las cosas que entiendo; en ese momento no entendía nada, y esa terrible deficiencia recorrió mi cuerpo como una descarga eléctrica. La dejé en el suelo. —Monstruo… —dijo la mujer, tambaleándose.

Debajo nuestro se abría un precipicio dentado con rocas puntiagudas. Para no caer, se aferró a mi brazo, y aquel gesto de relativa confianza hizo desvanecerse mi ira. Sólo entonces recordé cuan vulnerables son las personas, y en particular las mujeres. En aquel instante habría luchado con una fiera salvaje para preservarla de todo mal.

Como si hubiera advertido la desaparición de mi ferocidad, dijo en tono natural:

—No era mi intención molestarle.

No se me ocurrió cómo responder a aquella observación, por mi falta de costumbre de conversar con la gente, y ella siguió diciendo:

—¿Habla inglés? Soy una turista, y estoy pasando aquí mis vacaciones.

Tampoco entonces fui capaz de responder, debido a su olor y a su aspecto. Era como una liebre silvestre que se hubiera acercado hasta mí, temblorosa y desconfiada a medias. Era joven. Su rostro era redondo y liso, sin las cicatrices que deja la ciencia médica. Los ojos grises brillaban en una piel morena tan suave como la cáscara de un huevo de gallina. El cabello que yo había contemplado desde arriba se había desordenado cuando la levanté en brazos, y ahora sombreaba la línea de su mejilla izquierda. Llevaba una camiseta con el nombre de una universidad americana impreso en colores, y unos shorts de algodón azul que ceñían sus muslos carnosos. Bajo la camiseta, pude apreciar el perfil de sus pechos. Ese perfil me resultó tan delicado que me sentí totalmente desarmado.

Era tal mi dificultad para respirar, que me llevé las manos a la garganta. Ella me dirigió una mirada que me pareció preocupada.

—Oiga, ¿se encuentra bien? Mi amiga es doctora. La llamaré para que suba.

—No la llame —dije. Me senté sobre la hierba crecida, desconcertado por mi debilidad. De alguna manera que se me escapaba, tenía delante de mí la representación de algo, de una enorme esfera de sensaciones y de valores trascendentes que hasta entonces sólo había conocido por mis lecturas; algo que mi creador había apartado de mí y que necesitaba desesperadamente. Que no supiera darle un nombre no lo hacía menos tentador, como una canción de la que sólo recordamos la melodía y cuya letra hemos olvidado con el paso del tiempo. —Mi amiga puede ayudarle —dijo la asombrosa joven.

Se volvió para llamar, pero yo gruñí de nuevo:

—No llame. —Y mi voz fue tan urgente, que desistió.

Cuando se volvió a mirar ladera arriba, como si buscara allí alguna ayuda, me di cuenta de que todavía me tenía miedo, al no saber mis intenciones reales, y se sentía como un animal cogido en una trampa.

—Pero está usted enfermo —dijo—. O tal vez tiene problemas con la ley.

Su observación me devolvió la capacidad de hablarle.

—Tengo problemas con las leyes de la humanidad, porque legislan en contra de mí. Las leyes se han inventado para proteger a los gobernantes, no a los gobernados; a los fuertes, no a los débiles. Ningún tribunal de la Tierra se preocupa de la justicia, sino sólo de la ley. Los débiles sólo podemos esperar persecución, nunca justicia.

—Pero usted no es débil —dijo ella.

Sus ojos grises me miraron de un modo que me hizo temblar. Cuando la Luna brilla en lo alto, suelo vagar por la montaña la mayor parte de la noche. Aquel hermoso disco de plata que brilla en el cielo es como un ojo que me observa. Pero en los ojos grises de aquella mujer sólo podía leer alguna especie de hostilidad latente.

—La justicia es tan sólo un nombre; la persecución y la debilidad son hechos reales. Quienes, por la razón que sea, carecen de un techo sobre sus cabezas, sólo pueden esperar ser cazados como gamos.

Mis palabras no parecieron impresionarla.

—En mi país, la Seguridad Social atiende a las personas que no tienen hogar.

—No sabe usted nada.

No discutió más, y se limitó a seguir en pie delante de mí, con la cabeza inclinada, pero dirigiéndome miradas furtivas de tanto en tanto.

—¿Dónde vive usted? —preguntó, pasados unos minutos.

Volví la cabeza en dirección a la montaña, por encima de nosotros.

—¿Sólo?

—Con mi esposa. ¿Es usted… una esposa?

Rechazó la pregunta con una sacudida de cabeza.

Escuché el zumbido de las moscas y el zumbido de las abejas que merodeaban entre los tréboles, a nuestros pies. Aquellos sonidos mínimos eran como los ladrillos del muro de silencio que nos envolvió. Ella me tendió una manita morena.

—Ya no estoy asustada. Lamento haberle molestado. ¿Por qué no me lleva a visitar a su esposa? ¿Cómo se llama?

Permanecí en silencio largo rato, sumido en la desconfianza. Cuando finalmente tomé suavemente en la mía su mano ofrecida y la miré a los ojos, percibí de nuevo su olor.

Finalmente, pronuncié el nombre sagrado:

—Elsbeth.

Ella hizo también una pausa antes de responder.

—Yo me llamo Vicky.

No me preguntó mi nombre, ni yo se lo dije.

Seguíamos los dos de pie en aquella peligrosa pendiente. El encuentro había minado considerablemente mi valor. La había atrapado, pero seguía teniéndole miedo. Mientras la contemplaba, ella continuaba lanzando a su alrededor miradas furtivas de animal acorralado, y veía agitarse sus pechos al respirar. Ahora sus sinceros ojos grises, que yo asociaba a la Luna, tenían un aire furtivo y arisco.

—Muy bien, pues —dijo ella con una risita incómoda—. ¿Qué estamos esperando? Vamos allá.

Tal vez mi creador nunca pretendió que mi cerebro funcionara a la perfección. Aquella cosita cuya mano sostenía entre las mías podía ser aplastada fácilmente. No había ninguna razón para temerla, pero el hecho es que la temía, y se me ocurrió la idea de que si la llevaba a la cueva a ver a Elsbeth, sería ella la que de alguna manera me tendría atrapado, en lugar de yo a ella.

Pero ese pensamiento se vio barrido por una urgencia más fuerte, que me vi impotente para reprimir.

Si llevaba a la cueva a esa mujer de olor delicado, ella se encontraría muy lejos de su amiga, y enteramente en mi poder. Tendríamos ocasión para hacer la cosa suprema, lo quisiera ella o no. Elsbeth lo comprendería, si yo la sujetaba y me abría paso por la fuerza hasta su interior. ¿Por qué no había de hacerlo? ¿Qué otra razón podía haber traído hasta mí aquel bocado, a aquella Vicky?

Aun a costa de revelar el paradero de la cueva a una persona, tenía que llevar allí a este espécimen; tenía que hacerlo, tan grande era el deseo que se agitaba en mi interior con la fuerza del oleaje del océano. Cuando hubiera acabado con ella, me aseguraría de que nunca pudiera revelar nuestro escondite. Elsbeth lo aprobaría. Después podríamos seguir nuestra vida secreta igual que antes, y sólo las diminutas cosas silvestres sabrían de nuestra existencia.

De modo que mis palabras fueron un eco de las suyas:

—Vamos allá.

El camino era empinado. Ella era frágil y la ayudé a subir, tirando de ella detrás de mí. El sol de la tarde nos deslumbraba, y el olor de la muchacha ascendió hacia mí, junto con sus jadeos.

Los arbustos se hicieron más pequeños y más escasos. Había seguido aquel mismo camino cientos de veces, variando siempre mi ruta para evitar dejar un rastro más nítido que el que dejaría un conejo. Llegamos a la Grieta, una estrecha hendidura, un pliegue en la carne de la montaña. Aquí entonaba su canción la cascada recién nacida, lanzando al vacío borbotones de agua pura que, unos centenares de metros más abajo, en el valle, se convertía en una corriente tributaria del río Lotschental. Detrás del salto, oculta por un arbusto de hojas oscuras, estaba la entrada de la cueva.

Allí hicimos una pausa, porque ella dijo que tenía que recuperar el resuello. Se dobló por la cintura y así se quedó, con su cabello castaño colgando y las puntas de sus deditos tocando el suelo.

Grandes nubes blancas se desplazaban por encima de nosotros, amontonándose para pasar al otro lado de las montañas, como si estuvieran ansiosas de encontrar aires más tranquilos. De súbito, uno de los helicópteros de la policía apareció sobre nuestras cabezas, y su enorme tableteo me hizo sobresaltarme, como si aquella cosa fuera un árbol volante que se asomara a mirarnos por encima de la aguda cresta de la Jungfrau. No tuve tiempo de ocultarme antes de que desapareciera.

Tomé del brazo a la muchacha y tiré de ella.

—Vamos a la cueva.

Ella se resistió.

—¿Y si Elsbeth no desea verme? ¿No debería usted hablar primero con ella? ¿Por qué no la llama desde aquí fuera?

Sin contestar, la arrastré hacia la cueva. Ella se agarró a un arbusto, pero yo le golpeé la mano, obligándola a soltarse.

—No quiero ver a Elsbeth —gimió ella—. ¡Socorro! ¡Socorro!

La hice callar cubriendo su rostro con mi mano, y medio cogiéndola en brazos entramos los dos en la cueva, mientras la muchacha se resistía furiosamente.

Elsbeth estaba tendida en la sombra, observándolo todo sin decir nada. Solté a la muchacha y la empujé hacia mi esposa.

La joven se quedó inmóvil, mirando al frente, con una mano en los labios. El único sonido que percibíamos era el zumbido de las moscas. Yo esperaba que volviera a gritar, y me preparé a saltar sobre ella y derribarla en el suelo. Pero cuando ella habló por fin, fue en voz muy baja y con la mirada fija en Elsbeth, no en mí.

—Lleva mucho tiempo muerta, ¿verdad?

Algunas personas pueden llorar. Yo no tengo facilidad para las lágrimas, pero tan pronto como Vicky dio comienzo a esa actividad, una tormenta de llanto —así juzgué aquella sensación— se acumuló en mi pecho, como una tempestad en los Alpes. Los ojos de Elsbeth no mostraron el menor movimiento. Los gusanos habían hecho su trabajo allí, y se habían trasladado a otros pastos.

Cuando levanté mis manos sobre mi cabeza y lancé un aullido, dos personas, dos hombres, irrumpieron en la cueva. Al entrar, los dos gritaron. La muchacha que lloraba, Vicky, se apartó hacia el fondo de la cueva, el lugar en el que almaceno los frutos del otoño. Los hombres me cubrieron con una red.

A pesar de que luché salvajemente, haciendo uso de todas mis fuerzas, no conseguí romper la red. Los dos hombres la mantenían tensa, como hacían los pescadores de otras épocas cuando subían a bordo la pesca capturada. Encadenaron mis piernas para que no escapara. Luego me derribaron y fui a caer junto a Elsbeth, tan indefenso como ella misma.

Aquella gente me trató como si yo no tuviera mayor valor que un animal. Me arrastraron fuera de la cueva, a través de la cascada, y quedé tendido sobre mi espalda, mirando las nubes que corrían a toda velocidad en el cielo azul. Pensé para mí: esas nubes son libres, como yo lo he sido hasta ahora.

Llegaron más hombres. Descubrí cómo podían acudir tan pronto. Uno de sus helicópteros se había posado en un rellano de la montaña, por encima de mi refugio. La mujer, Vicky, se acercó a mí y se inclinó de modo que pude ver de nuevo sus ojos grises.

—Lo siento —dijo—. Tuve que actuar como cebo. Sabíamos que estaba usted en algún lugar del Aletschhorn, pero no el lugar exacto. Hemos estado peinando la montaña toda la semana.

Mi facultad de hablar me abandonaba rápidamente al mismo tiempo que mis restantes poderes, pero conseguí decir:

—De modo que no es más que una cómplice de estas bestias crueles.

—Trabajo en la policía local, sí. No me culpe…

Uno de los policías le dio un ligero codazo.

—Apártese, señorita. Aún es peligroso. Quédese ahí atrás.

Y ella se alejó.

Me levantaron y colocaron en una camilla. El rostro de la muchacha desapareció de mi vista. Todavía envuelto en la red, me soltaron en el suelo como si fuera un viejo leño. Gritaron mucho, y agitaron las manos. Sólo entonces me di cuenta de que querían transportarme montaña arriba. Allí había cinco hombres, uno de los cuales dirigía a los otros cuatro. Me miraban desde lo alto. De nuevo percibí sus expresiones de disgusto: podía haber sido un leopardo atrapado por unos cazadores en cuyas mentes no entra el menor atisbo de piedad.

El hombre que mandaba a todos los demás tenía una boca llena de dientes pequeños y grises. Me miró de arriba abajo, y dijo:

—No te dejaremos escapar esta vez, monstruo de la naturaleza. Tenemos una lista de asesinatos cometidos en los dos siglos pasados, de los que eres responsable.

A pesar de no ver la menor simpatía en su rostro ni en su boca, le dirigí algunas palabras:

—Señor, nunca he tenido intención de hacer daño. Fue mi creador quien me hizo daño a mí, al actuar de forma tan poco paternal contra alguien que jamás pidió nacer de forma tan innatural. En cuanto a esos crímenes, como usted los llama, únicamente el primero, el de la niña, fue cometido con malicia, cuando yo no tenía ningún conocimiento de esos diferentes estados de los que vosotros, y no yo, podéis disfrutar y conocer: la vida y la muerte. El resto de mis delitos los cometí en defensa propia, cuando vi que las manos de todos los hombres se alzaban contra mí. Dejadme libre, os lo ruego. Dejadme vivir en esta bendita montaña, en el estado de naturaleza y de inocencia que describió Rousseau.

Su boca se apretó y se alargó como una lombriz.

—Eres basura —dijo, y se dio media vuelta. Otro hombre apareció, recortándose contra el cielo.

—El helicóptero está listo —dijo.

Entraron en acción. Me levantaron en vilo, entre cuatro de ellos. No pude ver a la mujer pero, mientras me alzaban hasta la altura de sus hombros, conseguí echar una última ojeada a mi plácido hogar, la cueva en la que Elsbeth y yo fuimos tan felices. Luego desapareció, y ellos treparon por la cuesta conmigo, amarrado e indefenso.

Cuando estábamos ya cerca del helicóptero, cayó sobre nosotros un chaparrón, una de esas lluvias repentinas de los Alpes. Probé aquella bendita lluvia con los labios, bebiéndola al tiempo que los hombres se quejaban. Pensé: es la última vez que pruebo las bendiciones de la naturaleza. Me llevan al reino de los hombres, que odian la naturaleza tanto como me odian a mí, que soy innatural.

El sabor del agua era más fuerte por su temperatura gélida. Traía ya los acentos del otoño, ese melancólico tiempo de transición que precede al invierno. El verano casi había concluido, y mi esposa yacería sola en nuestra cueva, esperando mi regreso, buscando con sus ojos sin vista a su amante, sin proferir jamás la menor queja.