JACQUES FUTRELLE

EL PROBLEMA DE LA CELDA NÚMERO TRECE[108]

I

Después de ser bautizado Augustus S. F. X. van Dusen, este caballero adquirió más tarde prácticamente todas la restantes letras del alfabeto en el curso de una brillante carrera científica y, habiéndolas adquirido honorablemente, las añadió al otro extremo. Su nombre, por consiguiente, tomado con todo lo que le correspondía, era una estructura increíblemente impresionante. Era Ph. D., LL. D., F. R. S., M. D., y M. D. S.[109] Era también algunas otras cosas (qué era exactamente, no podría decirlo) gracias al reconocimiento de su talento por varias instituciones docentes y científicas extranjeras.

Su aspecto no era menos imponente que su nomenclatura. Era esbelto, con el encorvamiento de espalda del estudioso y la palidez de una vida sedentaria y solitaria en su rostro lampiño. Sus ojos tenían un severo estrabismo perpetuo (el estrabismo de quien examina cosas pequeñas) y cuando se les podía ver a través de sus gruesas gafas eran meras aberturas de color azul desvaído. Pero encima de sus ojos estaba su rasgo más destacado. Era una frente alta y ancha, casi anormal en sus dimensiones, coronada por una abundante melena de espeso pelo rubio. Todas esas cosas conspiraban para darle una personalidad peculiar, casi grotesca.

El profesor Van Dusen era remotamente alemán. Durante generaciones, sus antepasados habían sido eminentes científicos; él era el resultado lógico, la mente dominante. En primer lugar y por encima de todo era un lógico. Al menos treinta y cinco años del medio siglo, o poco más o menos, de su vida los había dedicado exclusivamente a demostrar que dos y dos siempre son cuatro, excepto en casos excepcionales, en los que son tres o cinco, según sea el caso. Insistía claramente en la proposición general de que todas las cosas que se inician deben llegar a alguna parte, y podía utilizar la fuerza mental concentrada de sus antepasados para examinar un problema dado. Por cierto, cabe observar que el profesor Van Dusen llevaba un sombrero de talla 8[110].

El mundo en general ha oído hablar vagamente del profesor Van Dusen como La Máquina Pensante. Es un apodo que le asignó un periódico con ocasión de una extraordinaria exhibición de ajedrez en la que demostró que alguien que no conocía el juego podía, a base de aplicar la lógica inevitable, derrotar a un campeón que había dedicado toda una vida a su estudio. ¡La Máquina Pensante! Quizás esto lo describía con mayor aproximación que todas sus iniciales honoríficas, pues pasaba semana tras semana, mes tras mes, en el retiro de su pequeño laboratorio, del que habían salido ideas que hicieron titubear a sus compañeros científicos y conmovieron profundamente al mundo en general.

Solo de vez en cuando tenía visitantes La Máquina Pensante, y normalmente eran hombres que, siendo ellos mismos eminentes científicos, pasaban por su casa para dilucidar una cuestión y quizás convencerse a sí mismos. Dos de esos hombres, el doctor Charles Ransome y Alfred Fielding, pasaron una tarde para discutir alguna teoría que no viene al caso aquí.

—Semejante cosa es imposible —declaró el doctor Ransome rotundamente en el curso de la conversación.

—Nada es imposible —declaró La Máquina Pensante con igual énfasis. Siempre hablaba enfadado—. La mente lo domina todo. Cuando la ciencia reconozca por lo menos este hecho se habrá conseguido un gran avance.

—¿Qué me dice del dirigible?

—Que no es imposible después de todo —afirmó La Máquina Pensante—. Será inventado en cualquier momento. Lo haría yo mismo, pero estoy ocupado.

El doctor Ransome se rio indulgentemente.

—Le he oído ya cosas parecidas —dijo—. Pero no significan nada. La mente puede dominar la materia, pero todavía no se ha encontrado la forma de aplicarse. Hay ciertas cosas que no se pueden pensar fuera de la existencia, o más bien que no producirían grandes cantidades de pensamiento.

—¿Cuáles, por ejemplo? —preguntó La Máquina Pensante.

El doctor Ransome se quedó pensativo de momento mientras fumaba.

—Pues bien, digamos los muros de la prisión —respondió—. Nadie puede salir de una celda por medio del pensamiento. Si pudiera, no habría presos.

—Un hombre puede aplicar su cerebro y su ingenio de modo que pueda salir de una celda, lo cual es lo mismo —le espetó La Máquina Pensante.

Aquello le hizo un poco de gracia al doctor Ransome.

—Supongamos un caso —dijo al cabo de un momento—. Coja una celda en la que estén confinados presos condenados a muerte…, hombres que están desesperados y enloquecidos por el miedo, aprovecharían cualquier oportunidad de escaparse… Suponga que estuviera usted encerrado en una de esas celdas. ¿Podría escapar?

—Por supuesto —declaró La Máquina Pensante.

—Naturalmente —dijo Mr. Fielding, que por primera vez tomaba parte en la conversación—, podría destruir la celda con un explosivo…, pero dentro un preso no podría conseguir eso.

—No sería nada por el estilo —dijo La Máquina Pensante—. Aunque me tratasen como tratan a los presos condenados a muerte, saldría de la celda.

—No, a menos que hubiese entrado en ella con las herramientas previstas para salir —dijo el doctor Ransome.

La Máquina Pensante estaba visiblemente molesto y sus ojos azules se animaron.

—Enciérreme en cualquier celda de cualquier prisión en cualquier sitio y en cualquier momento, llevando solo lo necesario, y escaparé en una semana —declaró con acritud.

El doctor Ransome se enderezó en su silla, interesado. Mr. Fielding encendió otro cigarro.

—¿Quiere usted decir que podría, en efecto, salir por medio del pensamiento? —preguntó el doctor Ransome.

—Saldría —fue la respuesta.

—¿Habla en serio?

—Ya lo creo que hablo en serio.

El doctor Ransome y Mr. Fielding se callaron durante un buen rato.

—¿Estaría dispuesto a probarlo? —preguntó por fin Mr. Fielding.

—Desde luego —dijo el profesor Van Dusen, y había una pizca de ironía en su voz—. He hecho cosas más estúpidas que esa para convencer a otros hombres de verdades menos importantes.

El tono era ofensivo y había un trasfondo bastante parecido al enojo por ambas partes. Sin duda era algo absurdo, pero el profesor Van Dusen reiteró su consentimiento a emprender la fuga y así se decidió.

—A partir de ahora —añadió el doctor Ransome.

—Preferiría empezar mañana —dijo La Máquina Pensante—, porque…

—No, ahora —dijo Mr. Fielding, terminantemente—. ¿Está usted dispuesto a ser arrestado, en sentido figurado, sin previo aviso encerrado en una celda, sin ninguna posibilidad de comunicarse con amigos, y dejado allí con exactamente los mismos cuidados y atenciones que concederían a un condenado a muerte?

—De acuerdo, vamos allá —dijo La Máquina Pensante, y se levantó.

—Digamos la celda de los condenados a muerte de la Chisholm Prison.

—La celda de los condenados a muerte de la Chisholm Prison.

—¿Y qué llevará?

—Lo menos posible —dijo La Máquina Pensante—. Zapatos, calcetines, camisa y pantalón.

—Permitirá, por supuesto, que lo registren, ¿no es cierto?

—Debo ser tratado exactamente como se trata a todos los presos —dijo La Máquina Pensante—. Ni más cuidado ni menos.

Hubo que arreglar algunos preparativos en cuanto a obtener permiso para llevar a cabo la prueba, pero los tres eran hombres influyentes y todo se resolvió satisfactoriamente por teléfono, aunque los funcionarios de la prisión, a los que se explicó el experimento con razones puramente científicas, quedaron muy desconcertados. El profesor Van Dusen sería el preso más distinguido que habían albergado nunca.

Cuando La Máquina Pensante se hubo puesto lo que iba a llevar durante su encarcelación, llamó a la viejecita que era a la vez su ama de llaves, cocinera y criada.

—Martha —le dijo—, ahora son las nueve y veintisiete. Me marcho. Dentro de una semana, a las nueve y media, estos caballeros y posiblemente uno o dos más cenarán aquí conmigo. Recuerde que al doctor Ransome le gustan mucho las alcachofas.

Los tres hombres fueron conducidos a la Chisholm Prison, donde los esperaba el alcaide, que había sido informado del asunto por teléfono. No había entendido nada más que el eminente profesor Van Dusen iba a ser su preso, si podía tenerlo durante una semana; que no había cometido ningún delito, pero que iba a recibir un trato como el que recibían los restantes presos.

—Regístrelo —ordenó el doctor Ransome.

Registraron a La Máquina Pensante. No le encontraron nada; los bolsillos del pantalón estaban vacíos; la camisa blanca de pechera almidonada no tenía bolsillos. Le quitaron los zapatos y los calcetines, los examinaron y se los volvió a poner. Mientras observaba todos esos preparativos (el riguroso registro) y se daba cuenta de la lastimosa, infantil debilidad física del hombre, el rostro sin color, y las delgadas manos blancas, el doctor Ransome casi lamentó su intervención en el asunto.

—¿Está usted seguro de querer hacer esto? —le preguntó.

—¿Se convencería usted si no lo hiciese? —preguntó a su vez La Máquina Pensante.

—No.

—Muy bien. Lo haré.

La lástima que había sentido el doctor Ransome se disipó por el tono que aquel empleó. Lo irritó, y decidió aceptar el experimento hasta el final; sería una mordaz reprobación de su egoísmo.

—¿Le será imposible comunicarse con alguien de fuera? —preguntó.

—Completamente imposible —respondió el alcaide—. No se le permitirá escribir ningún tipo de artículo.

—Y ¿no entregarán sus carceleros ningún mensaje suyo?

—Ni una palabra, directa o indirectamente —dijo el alcaide—. Puede usted estar seguro de eso. Me comunicarían cualquier cosa que él pudiera decir o me entregarían cualquier cosa que pudiera darles.

—Eso parece completamente satisfactorio —dijo Mr. Fielding, que estaba francamente interesado en el problema.

—Por supuesto, en caso de que fracase —dijo el doctor Ransome— y pida su libertad, ¿entiende que tiene que liberarlo?

—Entiendo —respondió el alcaide.

La Máquina Pensante siguió escuchando, pero no tenía nada que decir hasta que todo acabó. Entonces habló:

—Me gustaría hacer tres peticiones sin importancia. Pueden concedérmelas o no, como deseen.

—Ningún favor especial a estas alturas —advirtió Mr. Fielding.

—No pido ninguno —fue la dura respuesta—. Me gustaría tener un poco de polvo dentífrico (cómprenlo ustedes mismos para asegurarse de que no es otra cosa) y quisiera un billete de cinco dólares y dos de diez.

El doctor Ransome, Mr. Fielding y el alcaide intercambiaron miradas de estupefacción. No les sorprendió la petición de polvo dentífrico, sino la petición de dinero.

—¿Hay algún hombre con quien nuestro amigo pueda entrar en contacto al que podría sobornar con veinticinco dólares? —preguntó el doctor Ransome al alcaide.

—Ni con veinticinco centenares de dólares —fue la tajante respuesta.

—De acuerdo, que se los den —dijo Mr. Fielding—. Creo que son bastante inofensivos.

—¿Y cual es la tercera petición? —preguntó el doctor Ransome.

—Me gustaría que me limpiaran los zapatos.

De nuevo se intercambiaron miradas de estupefacción. La última petición era el colmo del absurdo, así que la aceptaron. Una vez que se atendieron todas esas peticiones, volvieron a llevar a La Máquina Pensante a la prisión de la que había prometido escapar.

—Esta es la celda número trece —dijo el alcaide, deteniéndose ante la tercera puerta de acero de un corredor—. Aquí es donde tenemos a los condenados por asesinato. Nadie puede irse de aquí sin mi permiso; y nadie que esté aquí puede comunicarse con el exterior. Arriesgo mi reputación con eso. Está a solo tres puertas de mi despacho y puedo oír sin problemas cualquier ruido extraño.

—¿Servirá esta celda, caballeros? —preguntó La Máquina Pensante. En su voz había una pizca de ironía.

—Perfectamente —fue la respuesta.

Abrieron de par en par la pesada puerta de acero, hubo carreras y huidas precipitadas de patas diminutas, y La Máquina Pensante fue a parar a la penumbra de la celda. Acto seguido, el alcaide cerró la puerta con doble vuelta de llave.

—¿Qué es ese ruido de ahí dentro? —preguntó el doctor Ransome, a través de los barrotes.

—Ratas… las hay por docenas —respondió La Máquina Pensante, lacónicamente.

Cuando se alejaban los tres hombres, tras darle las buenas noches, La Máquina Pensante preguntó:

—¿Qué hora es exactamente, alcaide?

—Las once y diecisiete —respondió el alcaide.

—Gracias. Me reuniré con ustedes, caballeros, en su despacho a las ocho y media en punto de aquí a una semana —dijo La Máquina Pensante.

—¿Pero y si no lo hace?

—No hay pero que valga.

II

La Chisholm Prison era una construcción de granito, grande y extensa, de cuatro pisos en total, en medio de acres de espacio abierto. Estaba rodeada por un muro de sólida mampostería de dieciocho pies de altura (cinco metros y medio), de un acabado tan liso por dentro y por fuera que no ofrecía ningún punto de apoyo para el pie de un escalador, por muy experto que fuera. Encima de esta cerca, por más precaución, había otra cerca de cinco pies (metro y medio) de barras de acero, cada una de las cuales terminaba en una punta afilada. Esta cerca en sí misma marcaba un límite absoluto entre libertad y encarcelamiento, pues, aunque un preso escapase de su celda, le resultaría imposible pasar el muro.

El patio rodeaba la prisión por todos los lados con una distancia entre el edificio y el muro de veinticinco pies de anchura (algo más de siete metros y medio), y de día era campo de entrenamiento de los presos a los que se concedía el beneficio de una esporádica libertad a medias. Pero eso no les valía a los que estaban en la celda número trece. Durante todo el día había cuatro guardias armados en el patio, cada uno vigilando un lado del edificio de la prisión.

Por la noche el patio estaba casi tan intensamente iluminado como por el día. En cada uno de los cuatro costados había una gran lámpara de arco que se elevaba por encima del muro de la prisión y proporcionaba a los guardias una clara visión. Las luces también iluminaban intensamente los remates en punta del muro. Los cables que alimentaban las lámparas de arco ascendían por los costados del edificio sobre aisladores y desde el último piso salían hasta los postes que sostenían las luces de arco.

Todas esas cosas la vio y comprendió La Máquina Pensante, que solo podía ver el exterior a través de los herméticos barrotes de la ventana de su celda poniéndose de pie en la cama. Eso fue la mañana siguiente a su encarcelación. También dedujo que en alguna parte al otro lado del muro pasaba un río, porque oyó débilmente el zumbido de una lancha motora y vio muy arriba en el aire un ave acuática. De aquella misma dirección llegaban gritos de niños que jugaban y de vez en cuando el crac de una pelota al batearla. Se dio cuenta entonces de que entre el muro de la prisión y el río había un espacio abierto, un campo de juegos.

Se consideraba que la Chisholm Prison era completamente segura. Nadie había escapado nunca de ella. La Máquina Pensante, encaramado en su cama, al ver lo que vio pudo entender fácilmente el porqué. Las paredes de la celda, aunque construidas a juzgar por las apariencias veinte años antes, eran muy sólidas y los barrotes de la ventana no tenían ni el más ligero atisbo de herrumbre. La ventana misma, incluso sin los barrotes, sería un modo difícil de salir porque era pequeña.

Sin embargo, al ver esas cosas, La Máquina Pensante no se desanimó. En cambio, miró de reojo con aire pensativo a la gran lámpara de arco (lucía un sol brillante) y localizó el cable que iba de ella al edificio. Ese cable eléctrico, razonó, debía de descender por el costado del edificio a no mucha distancia de su celda. Eso podría valer la pena saberlo.

La celda número trece estaba en el mismo piso de las oficinas de la prisión, es decir, no en el sótano ni tampoco en el piso superior. Solo había cuatro escalones hasta el piso del despacho, así que el nivel del piso debía estar a solo tres o cuatro pies (algo menos, o más, del metro) por encima del suelo. Él no podía ver el suelo que estaba justo debajo de su ventana, pero sí el que había un poco más allá en dirección al muro. Sería una caída fácil desde la ventana. Tanto mejor.

Entonces La Máquina Pensante empezó a recordar cómo había llegado a la celda. Primero, estaba el puesto del guardia exterior, que formaba parte del muro. Había dos verjas con muchos barrotes, ambas de acero. En esa verja había siempre un hombre de guardia. Permitía a las personas pasar a la prisión después de muchos chirridos de llaves y cerraduras, y las dejaba salir cuando le ordenaban hacerlo. El despacho del alcaide estaba en el edificio de la prisión, y para llegar a ese funcionario desde el patio de la prisión se debía pasar una puerta de acero macizo que solo tenía una mirilla. Después, para acceder de ese despacho interior a la celda número trece, donde él se encontraba en aquellos momentos, debía dejarse atrás una pesada puerta de madera y dos puertas de acero hasta los corredores de la prisión; y siempre había que contar con la puerta de la celda número trece, cerrada con doble vuelta de llave.

Había pues, recordó La Máquina Pensante, siete puertas que salvar antes de que uno pudiese pasar de la celda número trece al mundo exterior, como hombre libre. Pero frente a eso estaba el hecho de que casi nunca lo estorbaban. A las seis de la mañana aparecía un carcelero en la puerta de su celda con el desayuno de los presos; volvía de nuevo a mediodía, y otra vez a la seis de la tarde. A las nueve en punto de la noche llegaba la visita de inspección. Eso era todo.

«El sistema de esta prisión está organizado de manera admirable», fue el elogio mental que tributó La Máquina Pensante. «Tendré que estudiarlo un poco cuando salga. No podía imaginarme que tuvieran tanto cuidado en las prisiones».

No había nada, absolutamente nada, en su celda, excepto su cama de hierro, tan sólidamente montada que nadie podía destrozarla ni con almádenas ni con una lima. Él no tenía nada de eso. Ni siquiera había una silla, o una mesita, o un trozo de hojalata o de loza. ¡Nada! El carcelero permanecía a su lado mientras comía, y luego se llevaba la cuchara y el cuenco de madera que él había usado.

Una por una esas cosas se grabaron en el cerebro de La Máquina Pensante. Cuando hubo tenido en cuenta la última posibilidad empezó a examinar su celda. Desde el techo hasta las cuatro paredes, examinó las piedras y el cemento que las unía. Golpeó el suelo con los pies minuciosamente repetidas veces, pero era de cemento, completamente sólido. Después del examen se sentó en el borde de la cama de hierro y se sumió en reflexiones durante bastante tiempo. Pues el profesor Augustus S. F. X. van Dusen, La Máquina Pensante, tenía algo en qué pensar.

Le interrumpió una rata, que cruzó corriendo entre sus pies, y luego se escabulló por un rincón oscuro de la celda, asustada de su propia osadía. Poco tiempo después La Máquina Pensante, mirando de soslayo continuamente a la oscuridad del rincón por donde se había ido la rata, pudo descubrir en la penumbra muchos ojos pequeños, redondos y brillantes como cuentas, que lo miraban fijamente. Contó seis pares y quizás había otros; no veía muy bien.

A continuación, desde su asiento en la cama, La Máquina Pensante se fijó por primera vez en la parte más baja de la puerta de su celda. Había allí una abertura de dos pulgadas (cinco centímetros) entre la barra de acero y el suelo. Mirando esa abertura todavía más fijamente, La Máquina Pensante retrocedió de pronto hasta el rincón en donde había visto los ojos pequeños, redondos y brillantes como cuentas. Hubo un gran correteo de patas diminutas, varios chillidos de roedores asustados, y luego silencio.

Ninguna de las ratas había salido por debajo de la puerta, y sin embargo no quedaba ninguna en la celda. Por consiguiente debía haber otra salida en la celda, por pequeña que fuese. La Máquina Pensante empezó a buscar ese sitio, a gatas, palpando en la oscuridad con sus dedos largos y delgados.

Por fin su búsqueda valió la pena. Descubrió una pequeña abertura en el suelo, a ras del cemento. Era completamente redonda y un poco más grande que un dólar de plata. Por allí se habían ido las ratas. Metió los dedos a fondo en la abertura; parecía ser una cañería de desagüe en desuso y estaba seca y polvorienta.

Una vez satisfecho en cuanto a eso, se sentó de nuevo en la cama durante una hora, y luego hizo otra inspección de sus alrededores a través de la pequeña ventana de la celda. Uno de los guardias del exterior estaba justo enfrente, junto al muro, y dio la casualidad de que estaba mirando a la ventana de la celda número trece cuando apareció la cabeza de La Máquina Pensante. Pero el científico no reparó en el guardia.

Llegó el mediodía y apareció el carcelero con la comida de la prisión, sencillamente repulsiva. En su casa, La Máquina Pensante solo comía lo suficiente para vivir; allí tomaba lo que le ofrecían sin comentario alguno. De vez en cuando hablaba al carcelero, que se quedaba fuera observándolo.

—¿Se han hecho mejoras aquí en los últimos años? —le preguntó.

—Nada en particular —respondió el carcelero—. Hace cuatro años se construyó un nuevo muro.

—¿Se hizo algo en la propia prisión?

—Pintaron el maderamen exterior, y creo que hace unos siete años instalaron un nuevo sistema de cañerías.

—¡Ah! —dijo el preso—. ¿A qué distancia está el río?

—A unos trescientos pies (noventa y un metros). Los chicos tienen un campo de béisbol entre el muro y el río.

La Máquina Pensante no tenía nada más que decir en aquel preciso momento, pero cuando el carcelero estaba a punto de irse le pidió un poco de agua.

—Aquí tengo mucha sed —le explicó—. ¿Sería posible que me dejase un poco de agua en un cuenco?

—Le preguntaré al alcaide —respondió el carcelero, y se marchó. Una hora más tarde regresó con agua en un pequeño cuenco de barro.

—El alcaide dice que puede quedarse este cuenco —informó al preso—. Pero tiene que mostrármelo cuando se lo pida. Si está roto, será el último.

—Gracias —dijo La Máquina Pensante—. No lo romperé.

El carcelero continuó ocupándose de sus obligaciones. Durante no más de una fracción de segundo La Máquina Pensante quiso preguntarle algo, pero no lo hizo.

Dos horas más tarde ese mismo carcelero, al pasar por delante de la puerta de la celda número trece, oyó un ruido en el interior y se detuvo. La Máquina Pensante estaba en el suelo, a gatas, en un rincón de la celda, y de ese mismo rincón llegaron varios chillidos de terror. El carcelero miró muy interesado.

—Ah, te he atrapado —oyó decir al preso.

—¿Qué ha atrapado? —le preguntó inquisitivamente.

—Una de esas ratas —fue la respuesta—. ¿Ve?

Y entre los largos dedos del científico el carcelero vio una combativa ratita gris. El preso la llevó hasta la luz y la miró con mucha atención.

—Es una rata de agua —dijo.

—¿No tiene nada mejor que hacer que cazar ratas? —preguntó el carcelero.

—Es una vergüenza que hayan llegado hasta aquí —fue la irritada respuesta—. Llévese esta y mátela. Hay docenas más en el sitio de donde vino.

El carcelero cogió el escurridizo roedor que se retorcía y lo tiró con fuerza al suelo. Lanzó un chillido y se quedó inmóvil. Más tarde el carcelero informó del incidente al alcaide, que únicamente sonrió.

Poco después, aquella misma tarde, el guardia armado del exterior que vigilaba el lado de la prisión al que daba la celda número trece volvió a mirar para arriba a la ventana y vio al preso asomado. Vio una mano que ascendía por los barrotes de la ventana y luego algo blanco cayó revoloteando al suelo, directamente debajo de la ventana de la celda número trece. Era un trocito de lino, por lo visto de tela de camisa, y atado a su alrededor un billete de cinco dólares. El guardia volvió a mirar para arriba a la ventana, pero el rostro había desaparecido.

Con una sonrisa forzada cogió el trocito de lino y el billete de cinco dólares y los entregó en el despacho del alcaide. Allí juntos descifraron algo que estaba escrito con una extraña clase de tinta, bastante emborronado. Por fuera se leía lo siguiente:

«Quien encuentre esto, por favor, que lo entregue al doctor Charles Ransome».

—Ah —dijo el alcaide, soltando una risa ahogada—. El plan de fuga número uno ha fallado.

Después, como una ocurrencia tardía, añadió:

—Pero ¿por qué se dirigió al doctor Ransome?

—¿Y dónde consiguió la pluma y la tinta para escribir? —preguntó el guardia.

El alcaide miró al guardia y el guardia miró al alcaide. No había ninguna solución aparente a aquel misterio. El alcaide examinó la escritura minuciosamente, luego dio muestras de desaprobación.

—En fin, veamos qué le iba a decir al doctor Ransome —dijo, por último, todavía perplejo, y desenrolló el trozo de lino secreto.

—Veamos, si esto… ¿Qué?… ¿Qué le parece esto? —preguntó, ofuscado.

El guardia tomó el pedazo de lino y leyó lo siguiente:

«Emra pacs eodn eterpo moc isa seo. N.».

III

El alcaide pasó una hora preguntándose qué clase de clave era esa, y otra media hora preguntándose por qué su preso había intentado comunicarse con el doctor Ransome, que era el causante de que estuviera allí. Poco después, el alcaide dedicó algún pensamiento a la pregunta de dónde había conseguido el preso el material para escribir, o qué clase de material era ese. Con la idea de aclarar ese punto, volvió a examinar el lino. Era un trozo arrancado a una camisa blanca y tenía los bordes hechos jirones.

Era posible explicar el origen del lino, pero lo que el preso había utilizado para escribir era diferente. El alcaide sabía que le habría sido imposible conseguir una pluma o un lápiz, y además, en ese escrito no se había utilizado pluma ni lápiz. ¿Entonces qué? El alcaide decidió investigar personalmente. La Máquina Pensante era su preso: tenía órdenes de retener a sus presos; si alguno trataba de escapar enviando mensajes cifrados a personas de fuera, él lo impediría como lo habría impedido en el caso de cualquier otro preso.

El alcaide volvió a la celda número trece y encontró a La Máquina Pensante a gatas por el suelo, dedicado a nada más alarmante que cazar ratas. El preso oyó los pasos del alcaide y se volvió rápidamente hacia él.

—Qué vergüenza esas ratas —le espetó—. Las hay a montones.

—Otros hombres han podido soportarlas —dijo el alcaide—. Ahí tiene otra camisa…, deme la que tiene puesta.

—¿Por qué? —preguntó rápidamente La Máquina Pensante. Su tono no era del todo natural y su actitud sugería verdadera preocupación.

—Ha intentado usted comunicarse con el doctor Ransome —le dijo el alcaide con severidad—. Como preso mío, es mi deber poner fin a eso.

La Máquina Pensante se calló unos instantes.

—Muy bien —dijo por fin—. Cumpla con su deber.

El alcaide sonrió forzadamente. El preso se levantó del suelo y se quitó la camisa blanca, y en su lugar se puso una camisa a rayas de presidiario que el alcaide le había entregado. El alcaide cogió la camisa blanca con impaciencia, y allí mismo comparó el trozo de lino en el que estaba escrito el mensaje en clave con ciertas partes rotas de la camisa. La Máquina Pensante lo miraba con curiosidad.

—¿Así que el guardia le llevó eso? —preguntó.

—Pues claro —respondió el alcaide en tono triunfal—. Y con eso termina su primer intento de fuga.

La Máquina Pensante observó al alcaide mientras este, por comparación, comprobaba con satisfacción que solo habían arrancado dos trozos de la camisa de lino.

—¿Con qué escribió eso? —preguntó el alcaide.

—Supongo que forma parte de su deber averiguarlo —dijo La Máquina Pensante malhumorado.

El alcaide empezó a decir algunas cosas muy duras, luego se contuvo y en cambio registró minuciosamente la celda y al preso. No encontró absolutamente nada; ni siquiera una cerilla o un mondadientes que pudiera haber usado como pluma. El mismo misterio rodeaba al fluido con el que se había escrito el mensaje en clave. Aunque el alcaide se marchó de la celda número trece visiblemente enfadado, se llevó con júbilo la camisa rasgada.

—En fin, escribiendo notas en una camisa no se escapará, eso es seguro —se dijo a sí mismo con cierta complacencia. Guardó los trozos de lino en su escritorio a la espera de acontecimientos—. Si ese hombre se escapa de esa celda yo… maldita sea…, dimitiré.

El tercer día de su encarcelación La Máquina Pensante intentó descaradamente salir de su celda mediante soborno. El carcelero le había llevado el almuerzo y estaba esperando, apoyado en la puerta con barrotes, cuando La Máquina Pensante inició la conversación.

—Las cañerías de desagüe de la prisión van a parar al río, ¿no es cierto? —le preguntó.

—Sí —dijo el carcelero.

—Supongo que son muy pequeñas, ¿verdad?

—Demasiado pequeñas para gatear por ellas, si es eso lo que está usted pensando —fue la respuesta acompañada de una risa socarrona.

Hubo silencio hasta que La Máquina Pensante terminó de comer. Luego:

—Usted sabe que yo no soy un delincuente, ¿verdad?

—Sí.

—Y que tengo perfecto derecho a que me pongan en libertad si lo pido.

—Sí.

—Pues bien, vine aquí creyendo que podía escaparme —dijo el preso, y sus ojos aviesos estudiaron el rostro del carcelero—. ¿Consideraría usted una recompensa económica por ayudarme a escapar?

El carcelero, que resultó ser un hombre honrado, miró la delgada y débil figura del preso, la gran cabeza con su mata de pelo rubio, y casi sintió pena.

—Supongo que prisiones como esta no fueron construidas para que se escapen personas como usted —dijo por fin.

—Pero ¿consideraría usted una proposición para ayudarme a escapar? —insistió el preso, casi en tono de súplica.

—No —dijo el carcelero secamente.

—Quinientos dólares —lo urgió La Máquina Pensante—. No soy un delincuente.

—No —dijo el carcelero.

—¿Mil?

—No —volvió a decir el carcelero, y empezó a marcharse apresuradamente para evitar una nueva tentación. Acto seguido volvió—. Aunque me diese diez mil dólares, yo no podría dejarlo en libertad. Tendría usted que atravesar siete puertas, y yo solo tengo la llave de dos.

Después le contó todo al alcaide.

—El plan número dos falla —dijo el alcaide, sonriendo aviesamente—. Primero un mensaje en clave, luego soborno.

Cuando a las seis exactas el carcelero estaba a punto de llegar a la celda número trece, llevándole comida de nuevo a La Máquina Pensante, se detuvo, sorprendido por el inconfundible chirrido de frotamiento de acero contra acero. Se paró al oírse sus pasos, luego el carcelero, que estaba fuera del alcance de la visión del preso, reanudó astutamente su recorrido, haciendo ruido como si se alejase de la celda número trece, aunque en realidad estaba en el mismo sitio.

Al cabo de un momento se oyó de nuevo el chirrido producido por el frotamiento continuo, y el carcelero, andando cautelosamente de puntillas, se acercó con sigilo a la puerta y echó una ojeada por entre los barrotes. La Máquina Pensante estaba de pie sobre la cama de hierro trabajando en los barrotes de la ventanita. Utilizaba una lima, a juzgar por el vaivén de sus brazos hacia atrás y hacia delante.

Por precaución, el carcelero se acercó con cautela al despacho del alcaide, lo avisó, y juntos regresaron de puntillas a la celda número trece. Todavía se oía el chirrido continuo. El alcaide escuchó para convencerse y acto seguido apareció de pronto en la puerta.

—¿Y bien? —preguntó con una sonrisa en su rostro.

La Máquina Pensante miró hacia atrás desde su posición encima de la cama y saltó de pronto al suelo, esforzándose desesperadamente por ocultar algo. El alcaide entró con la mano extendida.

—Entréguemelo —dijo.

—No —dijo el preso, con acritud.

—Vamos, entréguemelo —lo instó el alcaide—. No quiero tener que registrarlo otra vez.

—No —repitió el preso.

—¿Qué es, una lima? —preguntó el alcaide.

La Máquina Pensante guardó silencio y siguió mirando de reojo al alcaide con algo muy parecido al disgusto en el rostro…, aunque no tanto. El alcaide se mostraba casi comprensivo.

—El plan número tres falla, ¿eh? —le preguntó cordialmente—. Qué pena, ¿verdad?

El preso no dijo nada.

—Regístrelo —ordenó el alcaide.

El carcelero registró minuciosamente al preso. Por fin, escondido de modo ingenioso en la pretina del pantalón, encontró un trozo de acero de unas dos pulgadas (cinco centímetros) de largo, con un lado curvo como una media luna.

—Ah —dijo el alcaide, cuando lo recibió del carcelero—. Del tacón de su zapato.

Y sonrió jovialmente.

El carcelero continuó con su registro y en el otro lado de la pretina del pantalón encontró otro trozo idéntico al primero. Los bordes mostraban que los había frotado contra los barrotes de la ventana.

—Con eso no podría usted serrar esos barrotes para salir —le dijo el alcaide.

—Podría haberlo conseguido —dijo La Máquina Pensante con firmeza.

—En seis meses, tal vez —le dijo el alcaide con cordialidad.

El alcaide negó con la cabeza despacio mientras miraba con fijeza el rostro un poco sonrojado de su preso.

—¿Está dispuesto a darse por vencido? —le preguntó.

—Todavía no he empezado.

A continuación se hizo un exhaustivo registro de la celda. Los dos hombres la revisaron con minuciosidad, por último vaciaron la cama y la registraron. Nada. El propio alcaide se subió a la cama y examinó los barrotes de la ventana que el preso había estado serrando. Cuando miró le hizo gracia.

—Con tanto frotar solo consiguió darles un poco de brillo —le dijo al preso, que seguía mirándolo con un aire un tanto abatido. El alcaide agarró los barrotes de hierro con sus fuertes manos y trató de moverlos. Eran inamovibles, estaban firmemente encajados en el sólido granito. Los examinó uno por uno y los encontró satisfactorios. Por fin, bajó de la cama.

—Dese por vencido, profesor —lo aconsejó.

La Máquina Pensante negó con la cabeza y el alcaide y el carcelero se marcharon de nuevo. Cuando desaparecieron por el corredor, La Máquina Pensante se sentó en el borde la cama con la cabeza entre las manos.

—Está loco si intenta escapar de esa celda —comentó el carcelero.

—Claro que no puede escapar —dijo el alcaide—. Pero es inteligente. Me gustaría saber con qué escribió ese mensaje en clave.

Eran las cuatro de la mañana siguiente cuando un espantoso y agobiante grito de terror resonó por toda la prisión. Procedía de una celda en alguna parte del centro, y su tono indicaba horror, angustia y miedo terrible. El alcaide lo oyó y con tres de sus hombres irrumpió en el largo corredor que llevaba a la celda número trece.

IV

Mientras corrían se oyó de nuevo aquel grito espantoso. Se fue apagando hasta convertirse en una especie de gemido. Las caras pálidas de los presos aparecieron en las puertas de las celdas, arriba y abajo, con los ojos desmesuradamente abiertos, perplejos, asustados.

—Es ese tonto de la celda número trece —refunfuñó el alcaide.

Se detuvo y miró al interior mientras los carceleros encendían un farol. «Ese tonto de la celda número trece» estaba cómodamente tendido en su catre, de espaldas, con la boca abierta, roncando. Al mismo tiempo que miraban llegó de nuevo el grito desgarrador, de alguna parte de arriba. El rostro del alcaide palideció un poco cuando empezó a subir las escaleras. Allí, en el último piso, encontró a un hombre en la celda número cuarenta y tres, directamente encima de la celda número trece, pero dos pisos más arriba, encogido en un rincón de la misma.

—¿Qué ocurre? —preguntó el alcaide.

—Gracias a Dios que han venido —exclamó el preso, y se lanzó contra los barrotes de su celda.

—¿De qué se trata? —preguntó de nuevo el alcaide.

Abrió la puerta de par en par y entró. El preso cayó de rodillas y se abrazó al cuerpo del alcaide. Su rostro estaba pálido de terror, sus ojos completamente dilatados, y se estremecía. Sus manos, frías como el hielo, agarraron las del alcaide.

—Sáqueme de esta celda, por favor, sáqueme —imploró.

—¿Qué le ocurre, sea lo que sea? —insistió el alcaide con impaciencia.

—Oí algo…, algo —dijo el preso, y sus ojos recorrieron la celda con inquietud.

—¿Qué oyó?

—No…, no encuentro palabras para decírselo —farfulló el preso. Luego, en un repentino ataque de pánico, añadió—: Sáqueme de esta celda…, póngame en cualquier otra parte…, pero sáqueme de aquí.

El alcaide y los tres carceleros intercambiaron miradas.

—¿Quién es este individuo? ¿De qué lo acusaron? —preguntó el alcaide.

—Es Joseph Ballard —dijo uno de los carceleros—. Lo acusaron de arrojar ácido al rostro de una mujer, que murió de eso.

—Pero no pueden probarlo —exclamó el preso—. No pueden probarlo. Por favor, póngame en cualquier otra celda.

Seguía todavía abrazado al alcaide, y este funcionario se quitó de encima sus brazos con rudeza. Luego, durante un rato, se quedó mirando al medroso infeliz, que parecía poseído por todo el terror desmedido e irracional de un niño.

—Mire, Ballard —dijo finalmente uno de los carceleros—. Si oyó algo, quiero saber qué fue. Ahora cuénteme.

—No puedo, no puedo —fue la respuesta. Estaba sollozando.

—¿De dónde venía?

—No sé. De todas partes…, de ninguna parte. Lo oí nada más.

—¿Qué era…, una voz?

—Por favor, no me haga responder —imploró el preso.

—Debe usted responder —dijo el alcaide, con acritud.

—Era una voz…, pero…, pero no era humana —fue la respuesta entre sollozos.

—¿Una voz, pero no humana? —repitió el alcaide, desconcertado.

—Sonaba apagada y…, y lejana…, y espectral —explicó el hombre.

—¿Venía de dentro o de fuera de la prisión?

—No parecía venir de ninguna parte…, estaba aquí mismo, aquí, en todas partes. La oí. La oí.

Durante una hora el alcaide trató de enterarse de qué iba la cosa, pero de pronto Ballard se había vuelto obstinado y no quería decir nada…, solo imploraba que lo pusieran en otra celda, o que uno de los carceleros se quedara con él hasta el amanecer. Esas peticiones fueron rechazadas con brusquedad.

—Y escuche —dijo el alcaide, para concluir—, si vuelve a gritar, lo pondré en la celda acolchada.

Luego el alcaide siguió su camino, muy desconcertado. Ballard permaneció junto a la puerta de su celda hasta que amaneció, demacrado y pálido de terror, apretado contra los barrotes e inspeccionando la prisión con los ojos desmesuradamente abiertos.

Aquel día, el cuarto desde la encarcelación de La Máquina Pensante, lo animó considerablemente el preso voluntario, que pasó la mayor parte del tiempo en el ventanal de su celda. Empezó su actuación arrojando otro trozo de lino al guardia, que lo recogió diligentemente y lo llevó al alcaide. En él estaba escrito:

«Solo tres días más».

Al alcaide no le sorprendió de ninguna manera lo que leyó; dio por sentado que La Máquina Pensante quería decir solamente tres días más de encarcelamiento, y consideró que la nota era una fanfarronada. Pero ¿cómo la había escrito? ¿Dónde había encontrado La Máquina Pensante ese nuevo trozo de lino? ¿Dónde? ¿Cómo? Examinó el lino minuciosamente. Era blanco, de fina textura, tela de camisa. Cogió la camisa que le había quitado al preso y colocó cuidadosamente los dos trozos originales de lino encima de las partes arrancadas. El tercer trozo era completamente superfluo; no encajaba en ninguna parte, y sin embargo era sin lugar a dudas del mismo género.

—¿Y dónde…, dónde consigue algo con que escribir? —preguntaba el alcaide a todo el mundo de manera exhaustiva.

Después del cuarto día La Máquina Pensante habló con el guardia armado del exterior a través de la ventana de su celda.

—¿Qué día del mes es hoy? —le preguntó.

—Quince —fue la respuesta.

La Máquina Pensante hizo mentalmente un cálculo astronómico y se convenció de que la luna no saldría hasta las nueve de la noche. Luego hizo otra pregunta:

—¿Quién se ocupa de las lámparas de arco?

—Un hombre de la compañía de electricidad.

—¿No tienen electricistas en el edificio?

—No.

—Me atrevería a decir que podrían ahorrar dinero si tuvieran su propio electricista.

—Eso no es asunto mío.

Durante aquel día el guardia observó con frecuencia a La Máquina Pensante en la ventana de su celda, pero su rostro siempre parecía apático y había cierta melancolía en sus ojos aviesos, detrás de las gafas. Al poco rato aceptó como una cosa normal la presencia de aquella cabeza leonina. Había visto hacer lo mismo a otros presos; era la nostalgia del mundo exterior.

Aquella tarde, un momento antes de que el guardia diurno fuera relevado, volvió a aparecer la cabeza en la ventana, y la mano de La Máquina Pensante tiró algo por entre los barrotes. Cayó revoloteando al suelo y el guardia lo recogió. Era un billete de cinco dólares.

—Eso es para usted —gritó el preso.

Como de costumbre, el guardia lo llevó al alcaide. Aquel caballero lo miró con recelo; sospechaba de cualquier cosa procedente de la celda número trece.

—Dijo que era para mí —explicó el guardia.

—Es una especie de propina, supongo —dijo el alcaide—. No veo ningún motivo especial para que no la acepte…

De pronto se interrumpió. Recordó que La Máquina Pensante había entrado en la celda número trece con un billete de cinco dólares y dos billetes de diez; veinticinco dólares en total. Pues bien, los primeros trozos de lino que cayeron de la celda estaban envueltos en un billete de cinco dólares. El alcaide todavía lo tenía, y para convencerse lo sacó y lo miró. Era un billete de cinco dólares; sin embargo ahí había otro billete de cinco dólares, y La Máquina Pensante solo tenía billetes de diez dólares.

«Tal vez alguien le cambió uno de esos billetes», pensó finalmente, con un suspiro de alivio.

Pero allí mismo se decidió. Registraría la celda número trece como nunca antes había registrado nadie una celda. Cuando un hombre podía escribir si quería, y cambiar dinero, y hacer otras cosas completamente inexplicables, algo drástico le pasaba a la prisión. Planeó entrar en la celda de noche: las tres sería una hora excelente. La Máquina Pensante debía hacer aquellas cosas misteriosas en algún momento. La noche parecía lo más razonable.

Así resultó que aquella noche a las tres en punto el alcaide bajó sigilosamente a la celda número trece. Se detuvo en la puerta y escuchó. No había sonido alguno salvo la respiración uniforme, regular del preso. Las llaves abrieron la doble cerradura sin rechinar apenas, y el alcaide entró cerrando la puerta tras de sí. De pronto enfocó con su linterna sorda el rostro de la figura yacente.

Si el alcaide se había propuesto asustar a La Máquina Pensante se equivocaba, pues el individuo se limitó a abrir los ojos con naturalidad, alargó la mano para coger sus gafas y preguntó en un tono de lo más prosaico:

—¿Quién es?

Sería inútil describir el registro que hizo el alcaide. Fue minucioso. No pasó por alto ni una sola pulgada de la celda o de la cama. Encontró el agujero redondo en el suelo y, en un arranque de inspiración, metió sus gruesos dedos. Al cabo de un momento de buscar a tientas, sacó algo y lo miró a la luz de su linterna.

—¡Puf! —exclamó.

La cosa que había sacado era una rata…, una rata muerta. Su inspiración se desvaneció como la niebla ante el sol. Pero continuó con el registro. La Máquina Pensante, sin mediar palabra, se levantó y de un puntapié echó a la rata de la celda al corredor.

El alcaide se subió a la cama y puso a prueba los barrotes de acero de la diminuta ventana. Estaban completamente rígidos; lo mismo ocurría con los barrotes de la puerta.

A continuación el alcaide registró la ropa del preso, empezando por los zapatos. ¡No había nada oculto en ellos! Acto seguido la pretina del pantalón. ¡Todavía nada! Luego los bolsillos del pantalón. De un costado sacó algo de papel moneda y lo examinó.

—Billetes de cinco dólares —exclamó.

—Eso es —dijo el preso.

—Pero el… Usted tenía dos de diez y uno de cinco…, ¿qué le…?, ¿cómo lo hace?

—Eso es asunto mío —dijo La Máquina Pensante.

—¿Alguno de mis hombres cambió este dinero para usted… bajo su palabra de honor?

La Máquina Pensante vaciló solo una fracción de segundo.

—No —dijo.

—De acuerdo. ¿Lo hace usted? —preguntó al alcaide. Estaba dispuesto a creer cualquier cosa.

—Eso es asunto mío —volvió a decir el preso.

El alcaide miró con ferocidad al eminente científico. Intuía…, se daba cuenta… de que aquel hombre lo estaba engañando, pero no sabía cómo. Si fuera un verdadero preso, obtendría la verdad…, pero en ese caso, las cosas inexplicables que habían sucedido quizás no habrían llegado a su conocimiento tan rápidamente. Ninguno de los dos habló durante mucho rato, y luego de pronto el alcaide se volvió furiosamente y abandonó la celda, cerrando la puerta de golpe tras de sí. No se atrevía a hablar en aquellos momentos.

Consultó el reloj. Eran las cuatro menos diez. Apenas se hubo instalado en su cama cuando volvió a oírse en toda la prisión aquel chillido desgarrador. Murmurando unas cuantas palabras que, aunque no elegantes, eran altamente expresivas, volvió a encender la linterna y atravesó la prisión a toda velocidad para volver a la celda del último piso.

De nuevo Ballard se apretaba contra la puerta de acero, chillando, chillando a voz en cuello. Solo se detuvo cuando el alcaide iluminó la celda con su lámpara.

—Sáqueme, sáqueme —gritaba—. Lo hice, lo hice, la maté. Sáquela.

—¿Qué he de sacar? —preguntó el alcaide.

—Le arrojé ácido al rostro…, lo hice…, lo confieso. Sáqueme de aquí.

El estado de Ballard era lastimoso; dejarlo salir al corredor no fue más que un acto compasivo. Allí se agazapó en un rincón, como un animal acorralado, y se tapó los oídos con las manos. Llevó media hora calmarlo lo suficiente para que pudiera hablar. Luego contó incoherentemente lo que había sucedido. La noche anterior, a las cuatro, había oído una voz…, una voz sepulcral, apagada y en tono gimiente.

—¿Qué decía? —preguntó el alcaide.

—¡Ácido…, ácido…, ácido! —exclamó el preso—. ¡Me acusaba! ¡Ácido! Le arrojé el ácido y la mujer murió. ¡Oh!

Hubo un prolongado, estremecido quejido de terror.

—¿Ácido? —repitió el alcaide, perplejo. Aquel caso lo superaba.

—Ácido. Eso fue todo lo que oí…, esa única palabra, repetida varias veces. Hubo otras cosas también, pero no las escuché.

—Eso fue anoche, ¿eh? —preguntó el alcaide—. ¿Qué sucedió anoche?… ¿Qué le asustó ahora mismo?

—Fue lo mismo —exclamó el preso—. ¡Ácido…, ácido…, ácido! —Se cubrió el rostro con las manos y siguió temblando—. Fue ácido lo que usé con ella, pero no quería matarla. Solo oí esas palabras. Fue algo que me acusaba…, me acusaba.

Masculló y se calló.

—¿Oyó algo más?

—Sí…, pero no pude entender…, solo un poquito…, una o dos palabras nada más.

—Y bien, ¿qué era?

—Oí «ácido» tres veces, luego un sonido prolongado, quejumbroso, luego…, luego… Oí «sombrero del número ocho». Lo oí por dos veces.

—«Sombrero del número ocho» —repitió el alcaide—. ¿Qué demonios es… un sombrero del número ocho? Las voces acusadoras de la conciencia nunca habían hablado de sombreros del número ocho, que yo sepa.

—Está loco —dijo uno de los carceleros de modo terminante.

—Lo creo —dijo el alcaide—. Debe estarlo. Seguramente oyó algo y se asustó. Ahora está temblando. ¡Sombrero del número ocho! ¿Qué dem…?

V

Cuando llegó el quinto día del encarcelamiento de La Máquina Pensante el alcaide tenía un aspecto de hombre acorralado. Estaba impaciente por terminar con el asunto. No podía por menos dejar de pensar que su distinguido preso se había estado divirtiendo. Y de ser eso así, La Máquina Pensante no había perdido nada de su sentido del humor. Pues aquel quinto día tiró al guardia del exterior otra nota escrita en lino, con estas palabras: «Solo dos días más». También tiró al suelo medio dólar.

Ahora bien, el alcaide sabía…, sabía… que el hombre de la celda número trece no tenía billetes de medio dólar…, no podía tener billetes de medio dólar, como tampoco podía tener lápiz ni tinta ni lino, y sin embargo los tenía. Era una circunstancia, no una teoría; ese es el motivo por el que el alcaide tenía un aspecto de hombre acorralado.

Aquel asunto terrible, misterioso, acerca del «ácido» y el «sombrero del número ocho» también le rondaba con pertinacia. Esas palabras no significaban nada, por supuesto, más que los desvaríos de un asesino loco a quien el miedo lo había llevado a confesar su crimen; de todas formas estaban sucediendo en la prisión tantas cosas que «no significaban nada» desde que La Máquina Pensante estaba allí.

El sexto día el alcaide recibió una postal que decía que el doctor Ransome y Mr. Fielding estarían en la Chisholm Prison la tarde siguiente, jueves, y en el caso de que el profesor Van Dusen no hubiera escapado todavía (y suponían que no porque no habían tenido noticias suyas) se reunirían con él.

—¡En el caso de que no hubiera escapado todavía! —El alcaide sonrió aviesamente—. ¡Escapado!

La Máquina Pensante alegró ese día al alcaide con tres notas. Estaban escritas en el lino de costumbre y se referían en líneas generales a la cita a las ocho y media de la noche del jueves, cita que el científico hacía concertado en el momento de su encarcelamiento.

La tarde del séptimo día el alcaide pasó por delante de la celda número trece y echó un vistazo al interior. La Máquina Pensante estaba tendido en la cama de hierro, al parecer durmiendo sin problemas. Tras una ojeada, la celda parecía exactamente igual que siempre. El alcaide habría jurado que nadie iba a abandonarla entre aquella hora (eran entonces las cuatro en punto) y las ocho y media de aquella noche.

Al volver a pasar por delante de la celda el alcaide oyó de nuevo la respiración regular y, acercándose a la puerta, miró dentro. No lo habría hecho si La Máquina Pensante hubiese estado mirando, pero en aquellos momentos…, bueno, era diferente.

Un rayo de luz penetraba por la alta ventana y daba en el rostro del hombre dormido. Al alcaide se le ocurrió por primera vez que su preso parecía demacrado y cansado. La Máquina Pensante se agitó ligeramente y el alcaide se apresuró a seguir adelante por el corredor, sintiéndose culpable. Aquella tarde a las seis en punto vio al carcelero.

—¿Todo en orden en la celda número trece? —preguntó.

—Sí, señor —respondió el carcelero—. Aunque no comió mucho.

Poco después de la siete, el alcaide recibió al doctor Ransome y a Mr. Fielding con la sensación de haber cumplido con su deber. Pretendía mostrarles las notas escritas en los trozos de lino y exponerles el relato de sus tribulaciones, que fueron muchas. Pero antes de que eso ocurriera entró en el despacho el guardia del patio de la prisión que daba al río.

—La lámpara de arco de mi lado del patio no se enciende —informó al alcaide.

—¡Maldita sea, ese hombre es un gafe! —tronó el funcionario—. Todo ha sucedido desde que él está aquí.

El guardia regresó a su puesto a oscuras y el alcaide telefoneó a la compañía de electricidad.

—Llamo desde la Chisholm Prison —dijo por teléfono—. Deprisa, envíen aquí tres o cuatro hombres para arreglar una lámpara de arco.

La respuesta evidentemente fue satisfactoria, pues el alcaide colgó el auricular y salió al patio. Mientras el doctor Ransome y Mr. Fielding esperaban, el guardia de la otra entrada llegó con una carta de entrega inmediata. Dio la casualidad de que el doctor Ransome reconoció la dirección y, cuando el guardia se fue, miró la carta con mayor atención.

—¡Diantre! —exclamó.

—¿Qué es eso? —preguntó Mr. Fielding.

El doctor le ofreció la carta sin rechistar. Mr. Fielding la examinó con atención.

—Una coincidencia —dijo—. Debe de ser una coincidencia.

Eran casi las ocho cuando el alcaide regresó a su despacho. Los electricistas habían llegado en un furgón, y en aquellos momentos estaban trabajando. El alcaide le dio al botón del intercomunicador que lo mantenía en contacto con el hombre que estaba en la entrada exterior del muro.

—¿Cuántos electricistas entraron? —preguntó, por el telefonillo—. ¿Cuatro? ¿Tres trabajadores con monos y guardapolvos y el jefe? ¿Levita y chistera? Muy bien. Asegúrate de que solo salen cuatro. Nada más.

Se volvió hacia el doctor Ransome y Mr. Fielding.

—Tenemos que ser cautelosos en todo esto… de un modo especial —y en su voz había un claro sarcasmo—, ya que tenemos científicos encerrados.

El alcaide cogió la carta de entrega inmediata de manera despreocupada y luego empezó a abrirla.

—En cuanto lea esto quiero contarles, caballeros, algo sobre cómo… ¡Gran César! —acabó de pronto, mientras echaba una ojeada a la carta. Se quedó con la boca abierta, inmóvil, del asombro.

—¿Qué es eso? —preguntó Mr. Fielding.

—Un correo urgente de la celda número trece —exclamó el alcaide—. Una invitación a cenar.

—¿Qué? —Y los otros dos se levantaron de común acuerdo.

El alcaide permaneció ofuscado, mirando la carta unos instantes, luego llamó al guardia que estaba fuera en el corredor.

—Baje corriendo a la celda número trece y vea si el hombre está allí dentro.

El guardia fue como le ordenaron, mientras el doctor Ransome y Mr. Fielding examinaron la carta.

—Es la letra de Van Dusen, de eso no hay duda —dijo el doctor Ransome—. La he visto demasiadas veces.

En aquel preciso momento sonó el zumbido del teléfono que comunicaba con la entrada, y el alcaide, en un estado cercano al trance, cogió el auricular.

—¡Diga! Dos periodistas, ¿eh? Déjelos entrar. —Se volvió de pronto al doctor Ransome y a Mr. Fielding—. ¡Caramba! Ese hombre no puede haber salido. Debe estar en su celda.

Justo en aquel momento regresó el guardia.

—Sigue en la celda, señor —anunció—. Lo vi. Está acostado.

—¿Lo ven?, ya se lo dije —manifestó el alcaide, y volvió a respirar un poco más aliviado—. Pero ¿cómo envió la carta?

Dieron un golpe seco en la puerta de acero que conducía del patio de la cárcel al despacho del alcaide.

—Son los periodistas —dijo el alcaide—. Que pasen —ordenó al guardia; luego se dirigió a los otros dos caballeros—: No digan nada de esto delante de ellos, porque nunca se sabe cómo puede acabar todo.

Se abrió la puerta y entraron los dos hombres procedentes de la entrada principal.

—Buenas tardes, caballeros —dijo uno de ellos. Era Hutchinson Hatch; el alcaide lo conocía bien.

—Usted dirá —preguntó el otro con tono malhumorado—. Aquí estoy.

Era La Máquina Pensante.

Echó un vistazo en tono beligerante al alcaide, que se lo quedó mirando boquiabierto. De momento aquel funcionario no tenía nada que decir. El doctor Ransome y Mr. Fielding estaban asombrados, pero no sabían lo que el alcaide sabía. Solo estaban asombrados; él estaba paralizado. Hutchinson Hatch, el periodista, se hacía cargo de la escena con ojos ávidos.

—¿Cómo… cómo… cómo lo hizo? —exclamó finalmente el alcaide.

—Vengan conmigo a la celda —dijo La Máquina Pensante, con el tono de voz irritado que sus colegas científicos conocían tan bien.

El alcaide, todavía al borde del trance, abrió la marcha.

—Ilumine allí con su linterna —ordenó La Máquina Pensante.

El alcaide lo hizo. No había nada fuera de lo normal en el aspecto de la celda, y allí… allí encima de la cama estaba tendido La Máquina Pensante. ¡Sin duda alguna! ¡Allí estaba su pelo rubio! El alcaide volvió a mirar al hombre que estaba a su lado y se asombró de lo extraño de sus propios sueños.

Con manos temblorosas abrió con su llave la puerta de la celda y La Máquina Pensante pasó al interior.

—Vea aquí —dijo.

Dio un puntapié a los barrotes de acero de la parte inferior de la puerta de la celda y sacó de su sitio tres de ellos. Un cuarto se rompió y se alejó rodando hacia el corredor.

—Y aquí también —ordenó el hasta entonces preso, mientras se ponía de pie en la cama para alcanzar la pequeña ventana. Metió la mano en la abertura y quitó todos los barrotes.

—¿Qué es esto que hay en la cama? —preguntó el alcaide, que poco a poco se estaba recuperando.

—Una peluca —fue la respuesta—. Retiren la colcha.

El alcaide lo hizo. Debajo había un voluminoso rollo de cuerda resistente, de treinta pies o más (algo más de nueve metros), una daga, tres limas, diez pies (tres metros) de cable eléctrico, un par de finos y potentes alicates de acero, un pequeño martillo para tachuelas con su mango y… y una pistola Derringer.

—¿Cómo lo hizo? —preguntó el alcaide.

—Caballeros, tienen un compromiso para cenar conmigo a las nueve y media en punto —dijo La Máquina Pensante—. Vengan, o llegaremos tarde.

—Pero ¿cómo lo hizo? —insistió el alcaide.

—No crea nunca más que puede retener a un hombre que sepa utilizar su cerebro —dijo La Máquina Pensante—. Vamos, llegaremos tarde.

VI

Fue una cena apresurada en las habitaciones del profesor Van Dusen y algo silenciosa. Los invitados eran el doctor Ransome, Albert Fielding, el alcaide y Hutchinson Hatch, el periodista. La comida se sirvió puntualmente, de acuerdo con las instrucciones del profesor Van Dusen una semana antes. El doctor Ransome encontró deliciosas las alcachofas. Por último acabó la cena y La Máquina Pensante se volvió hacia el doctor Ransome y lo miró con ferocidad.

—¿Lo cree ahora? —preguntó.

—Sí —respondió el doctor Ransome.

—¿Admite que fue una prueba justa?

—Sí.

Como los demás, sobre todo el alcaide, esperaba impacientemente la explicación.

—Supongo que nos contará cómo… —empezó Mr. Fielding.

—Sí, cuéntenos cómo —dijo el alcaide.

La Máquina Pensante se ajustó de nuevo las gafas, echó un par de miradas preliminares de soslayo a su auditorio y empezó el relato. Lo contó desde el principio lógicamente; y nunca nadie habló a oyentes más interesados.

—Mi acuerdo —comenzó a decir— era entrar en una celda, sin llevar nada más que lo puesto, y salir al cabo de una semana. Nunca había visto la Chisholm Prison. Cuando entré en la celda pedí polvo dentífrico, dos billetes de diez dólares y uno de cinco, y también que me embetunaran los zapatos. Aun cuando hubieran rechazado esas peticiones no habría importado demasiado. Pero ustedes las aceptaron.

Sabía que en la celda no habría nada que ustedes pensaran que yo podía utilizar en mi provecho. Así que cuando el alcaide cerró con llave la celda, estaba indefenso aparentemente, a menos que pudiera recurrir a tres cosas en apariencia inocuas. Eran cosas que habrían permitido a cualquier preso condenado a muerte, ¿verdad alcaide?

—Polvo dentífrico y zapatos limpios, sí, pero no dinero —respondió el alcaide.

—Cualquier cosa es peligrosa en manos de un hombre que sabe cómo usarla —prosiguió La Máquina Pensante—. La primera noche no hice más que dormir y cazar ratas —miró airadamente al alcaide—. Cuando se abordó el asunto sabía que no podía hacer nada aquella noche, de modo que propuse el día siguiente. Ustedes, caballeros, pensaron que necesitaba tiempo para planear mi fuga con ayuda exterior, pero eso no era cierto. Sabía que podía comunicarme con quien quisiera, cuando quisiera.

El alcaide lo miró fijamente durante un momento, luego siguió fumando con gesto adusto.

—A la mañana siguiente me despertó el carcelero a las seis en punto con mi desayuno —continuó el científico—. Me dijo que el almuerzo era a las doce y la cena a las seis. Deduje que entre esas horas estaría bastante solo. Así que inmediatamente después de desayunar examiné los alrededores de la ventana de mi celda por fuera. Una sola mirada me dio a entender que sería inútil escalar el muro, aunque decidiera salir de la celda por la ventana, pues mi intención no era solo salir de la celda, sino de la cárcel. Por supuesto, podía haber pasado de un lado a otro del muro, pero en ese caso me habría llevado más tiempo planearlo. Por consiguiente, de momento, deseché por completo esa idea.

Desde mi primera observación sabía que el río estaba de ese lado de la prisión, y que también había allí un campo de juegos. Posteriormente esas conjeturas las confirmó un guardia. Me di cuenta entonces de una cosa importante: que cualquiera podía acercarse al muro de la prisión desde aquel lado, de ser preciso, sin llamar particularmente la atención. Eso era fácil de recordar, y lo recordé.

Pero la cosa de fuera que más me llamó la atención fue el cable de alimentación de la lámpara de arco que pasaba a muy poca distancia —seguramente, a tres o cuatro pies (alrededor de un metro)— de la ventana de mi celda. Sabía que eso sería valioso si, llegado el momento, me parecía necesario cortar la luz de esa lámpara de arco.

—Ah, ¿entonces fue usted quien cortó la luz anoche? —preguntó el alcaide.

—Después de enterarme de todo lo que pude desde aquella ventana —continuó La Máquina Pensante, sin prestar atención a la interrupción—, consideré la idea de escapar atravesando la propia prisión. Recordé de pronto cómo había llegado a la celda, que sabía que sería la única forma. Siete puertas me separaban del exterior. De modo que, también abandoné de momento la idea de escapar así. Y no podía atravesar los sólidos muros de granito de la celda.

La Máquina Pensante se detuvo por un momento y el doctor Ransome encendió otro cigarro. Durante varios minutos reinó el silencio, luego el científico evasor prosiguió:

—Mientras estaba pensando en esas cosas, una rata cruzó corriendo entre mis pies. Eso me sugirió un nuevo hilo de pensamiento. Había al menos media docena de ratas en la celda…, podía ver sus ojos pequeños, redondos y brillantes como cuentas. Sin embargo había notado que ninguna de ellas entró por debajo de la puerta de la celda. Las asusté a propósito y observé la puerta de la celda para ver si salían por allí. No lo hicieron, pero desaparecieron. Era evidente que se habían ido por otro camino. Otro camino significaba otra abertura.

Busqué esa abertura y la encontré. Era una antigua tubería de desagüe, por largo tiempo en desuso y parcialmente atascada con mugre y polvo. Pero por ahí habían entrado las ratas. Venían de alguna parte. ¿De dónde? Las tuberías de desagüe suelen desembocar en terrenos fuera de la prisión. Esta probablemente llegaría hasta el río, o cerca de él. Por tanto las ratas debían venir de aquella dirección. Si recorrían una parte del camino, razoné que lo recorrerían hasta el final, porque era sumamente improbable que una tubería de hierro o plomo tuviera algún orificio excepto en la salida.

Cuando el carcelero vino con mi almuerzo me indicó dos cosas importantes, aunque no se diera cuenta. Una era que el nuevo sistema de cañerías se había instalado en la prisión hacía siete años; otra que el río estaba a solo trescientos pies [algo más de noventa metros] de distancia. Entonces supe de forma concluyente que la tubería formaba parte del sistema antiguo; supe también que se inclinaba en líneas generales hacia el río. Pero ¿la tubería terminaba en el agua o en tierra?

Esa fue la siguiente cuestión a resolver. La resolví cazando varias ratas en la celda. Mi carcelero se sorprendió al verme dedicado a esa tarea. Examiné al menos una docena. Estaban completamente secas; habían pasado por la tubería y, lo más importante de todo, no eran ratas caseras, sino ratas de campo. Entonces, el otro extremo de la tubería acababa en la tierra, fuera de los muros de la prisión. Hasta ahí, todo bien.

A partir de entonces tuve claro que si ponía en práctica ese propósito sin ambages, debía llamar la atención del alcaide en otra dirección. ¿Lo ven?, al decirle al alcaide que yo había ido allí para escapar consiguieron que la prueba fuese más dura, porque tuve que engañarlo con pistas falsas.

El alcaide miró para arriba con una triste expresión en los ojos.

—Lo primero fue hacerle creer que trataba de comunicarme con usted, doctor Ransome. De modo que escribí una nota en un trozo de lino que arranqué de mi camisa, dirigida al doctor Ransome y la envolví en un billete de cinco dólares, y la arrojé por la ventana. Sabía que el guardia la llevaría al alcaide, pero no esperaba que el alcaide la enviara a su destinatario. ¿Tiene usted la primera nota escrita, alcaide?

El alcaide mostró el mensaje en clave.

—¿Qué diablos significa esto, por cierto? —preguntó.

—Léalo al revés, empezando por la firma «N.» y no haciendo caso de la separación de palabras —ordenó La Máquina Pensante.

El alcaide lo hizo.

—N… o, no… e… s, es —deletreó, lo examinó un momento, luego leyó hasta el final, sonriendo abiertamente:

«No es así como pretendo escaparme».

—Bueno, ¿qué les parece ahora? —preguntó, sin dejar de sonreír—. Sabía que le llamaría la atención, tal como sucedió —dijo La Máquina Pensante—, y si usted realmente averiguaba lo que era, sería una especie de reprimenda amable.

—¿Con qué lo escribió? —preguntó el doctor Ransome, después de haber examinado el lino y habérselo pasado a Mr. Fielding.

—Con esto —dijo el hasta entonces preso, y extendió el pie. Llevaba el zapato que había usado en la prisión, aunque el betún había desaparecido… lo había quitado raspando—. El betún del zapato, mojado con agua, fue mi tinta; el herrete metálico del cordón del zapato se convirtió en una pluma bastante buena.

El alcaide miró para arriba y de pronto soltó una carcajada, en parte aliviado, en parte divertido.

—Es usted prodigioso —dijo, con admiración—. Prosiga.

—Eso provocó un registro de mi celda por el propio alcaide, como me había propuesto —continuó La Máquina Pensante—. Deseaba que el alcaide se acostumbrara a registrar mi celda, hasta el punto de que finalmente, al no encontrar nunca nada, se enojase y renunciara. Eso sucedió por fin, prácticamente.

El alcaide se ruborizó.

—Entonces se llevó mi camisa blanca y me dio una camisa de preso. Estaba convencido de que aquellos dos trozos de la camisa era todo lo que faltaba. Pero mientras él registraba mi celda yo tenía otro trozo de la misma camisa, unas nueve pulgadas cuadradas (unos cincuenta y ocho centímetros cuadrados), en una bolita que me había metido en la boca con disimulo.

—¿Nueve pulgadas cuadradas de esa camisa? —preguntó el alcaide—. ¿De dónde las sacó?

—Las pecheras de todas las camisas blancas almidonadas tienen espesor triple —fue la explicación—. Arranqué la tela de dentro y dejé la pechera con solo las otras dos. Sabía que usted no lo descubriría. Asunto concluido.

Hubo una pequeña pausa, y el alcaide miró uno por uno a los dos hombres con una sonrisa avergonzada.

—Habiéndome deshecho del alcaide de momento, ofreciéndole algo en qué pensar, di mi primer paso importante hacia la libertad —dijo el profesor Van Dusen—. Sabía, dentro de lo razonable, que la tubería llevaba a alguna parte del campo de juegos de afuera; sabía que muchos niños jugaban allí; sabía que las ratas entraban en mi celda desde allí afuera. ¿Podía comunicarme con alguien de afuera, disponiendo solo de esas cosas?

Primero era necesario, comprendí, un hilo largo y bastante fiable, de modo que…, pero miren… —Se subió las perneras de los pantalones y mostró que la parte superior de ambos calcetines, de fino y fuerte hilo de Escocia, había desaparecido—. Los deshice, una vez empecé a hacerlo no era difícil, y obtuve fácilmente un cuarto de milla (unos cuatrocientos metros) de hilo con el que podía contar.

A continuación, en la mitad del lienzo que me quedaba escribí, bastante laboriosamente les aseguro, una carta explicando mi situación a este caballero. —Y señaló a Hutchinson Hatch—. Sabía que me ayudaría por el valor de la historia para el periódico. Até con firmeza a esa carta en el lienzo un billete de diez dólares, no hay forma más segura para atraer las miradas de cualquiera, y escribí en el lienzo: «Quien encuentre esto debe entregarlo a Hutchinson Hatch, del Daily American, que le dará otros diez dólares por la información».

Lo siguiente fue llevar esta nota al exterior hasta el campo de juegos donde un chico pudiera encontrarla. Había dos maneras, pero elegí la mejor. Cogí una de las ratas, me convertí en un experto en cazarlas, até con firmeza el lienzo y el dinero a una de sus patas, ligué mi hilo de Escocia a la otra, y la solté en la tubería de desagüe. Razoné que el susto comprensible del roedor le haría correr hasta el exterior de la tubería y una vez en tierra firme seguramente se detendría para roer el lienzo y el dinero.

Desde el momento en que la rata desapareció en aquella tubería polvorienta me empecé a inquietar. Me estaba arriesgando mucho. La rata podía roer el hilo, del que sostenía un extremo; otras ratas podían roerlo; la rata podía salirse de la tubería y dejar el lienzo y el dinero donde nunca los encontrarían; podían ocurrir miles de otras cosas. De modo que pasé unas horas preocupado, pero el hecho de que la rata corrió hasta que solo unos pocos pies del hilo quedaron en mi celda me hizo pensar que había salido de la tubería. Había dado instrucciones precisas a Mr. Hatch acerca de lo que debía hacer en el caso de que le llegase la nota. La cuestión era: ¿le llegaría?

Hecho eso, solo podía esperar y hacer otros planes por si acaso este fallaba. Intenté descaradamente sobornar al carcelero, y me enteré de que solo tenía las llaves de dos de las siete puertas que me separaban de la libertad. Acto seguido, hice algo más para poner nervioso al alcaide. Quité los refuerzos de acero de los talones de mis zapatos y simulé limar los barrotes de la ventana de mi celda. El alcaide armó bastante jaleo por eso. También contrajo el hábito de sacudir con violencia los barrotes de la ventana de mi celda para comprobar si resistían. Resistían… entonces.

De nuevo sonrió el alcaide. Había dejado de asombrarse.

—Con ese plan había hecho todo lo posible y solo podía esperar los resultados —prosiguió el científico—. No podía saber si mi nota había sido entregada o incluso encontrada, o si se la había comido la rata. Y no me atrevía a retirar, a través de la tubería, el delgado hilo que me conectaba con el exterior.

Cuando me acosté aquella noche no dormí por miedo a que llegara la leve señal del tirón del hilo que iba a indicarme que Mr. Hatch había recibido la nota. A las tres y media, calculo, noté ese tirón y ningún preso que de verdad estuviera sentenciado a muerte recibió nunca una noticia más calurosamente.

La Máquina Pensante se detuvo y se volvió hacia el periodista.

—Más vale que explique ahora mismo lo que usted hizo.

—La nota escrita en el lienzo me la trajo un chico que había estado jugando al béisbol —dijo Mr. Hatch—. Inmediatamente vi en el asunto un buen artículo, así que le di al chico otros diez dólares y conseguí varios carretes de seda, algo de bramante y un rollo de alambre liviano y flexible. La nota del profesor sugería que yo hiciera que el que la encontró me mostrase dónde la había recogido, y me decía que llevara a cabo mi búsqueda a partir de allí, empezando a las dos en punto de la mañana. Si encontraba el otro extremo del hilo tenía que tirar suavemente de él tres veces, y luego una cuarta.

Comencé la búsqueda con la luz de una pequeña bombilla eléctrica. Pasó una hora y veinticinco minutos hasta que encontré el final de la tubería de drenaje, medio oculta en la maleza. La tubería era muy ancha allí, digamos unas doce pulgadas (treinta centímetros) aproximadamente. Luego encontré el extremo del hilo de Escocia, tiré de él siguiendo instrucciones y enseguida recibí un tirón como respuesta.

Entonces até a él la seda y el profesor Van Dusen empezó a tirar del otro extremo desde su celda. Casi tuve un ataque cardíaco por el temor de que el hilo se rompiera. Al extremo de la seda até el bramante, y cuando lo hube cobrado, até el alambre. Después de meterlo en la tubería, disponíamos de una verdadera vía de comunicación, que las ratas no podían roer, desde la desembocadura del desagüe hasta la celda.

La Máquina Pensante levantó la mano y Hatch se detuvo.

—Todo eso se hizo en completo silencio —dijo el científico—. Pero cuando el alambre llegó a mis manos me entraron ganas de gritar. Entonces intentamos otro experimento, para el que estaba preparado Mr. Hatch. Puse a prueba la tubería como un tubo acústico. Ninguno de nosotros podía oír con mucha claridad, pero no me atreví a hablar alto por miedo a llamar la atención en la prisión. Por fin le di a entender lo que necesitaba sin demora. Él pareció tener serias dificultades para comprender que le pedía ácido nítrico, y tuve que repetirle la palabra «ácido» varias veces.

Entonces oí un chillido procedente de la celda encima de la mía. Supe de inmediato que alguien parecía haberlo escuchado subrepticiamente, y cuando oí que usted llegaba, señor alcaide, fingí dormir. Si hubiera entrado en mi celda en aquel momento todo el plan de fuga habría acabado allí mismo. Pero usted pasó de largo. Aquel fue el momento en que más cerca estuve de ser descubierto.

Habiendo establecido esa improvisada línea conductora es fácil comprender cómo entraban las cosas en la celda y cómo las hacía desaparecer a mi conveniencia. Me limitaba a dejarlas caer en la tubería. Usted, señor alcaide, no podía haber alcanzado el cable conductor con sus dedos; son demasiado gruesos. Mis dedos, como ven, son más largos y delgados. Además protegí el principio de la tubería con una rata…, ¿se acuerda cómo?

—Me acuerdo —dijo el alcaide, haciendo una mueca.

—Pensé que si alguien tenía la tentación de investigar ese orificio, la rata apagaría su ardor. Mr. Hatch no pudo enviarme nada provechoso a través de la tubería hasta la noche siguiente, aunque me envió cambio de diez dólares para probar, de modo que seguí con otras partes de mi plan. Luego desarrollé el método de fuga que finalmente empleé.

Para llevarlo a cabo con éxito era necesario que el guardia del patio se acostumbrara a verme asomado a la ventana de mi celda. Arreglé eso dejando caer notas para él, en tono jactancioso, a fin de hacer creer al alcaide, a ser posible, que uno de sus ayudantes se estaba comunicando con el exterior en mi nombre. Me quedaba horas en la ventana mirando fuera, de manera que el guardia pudiera verme y de vez en cuando hablaba con él. De ese modo me enteré de que la prisión no tenía sus propios electricistas, sino que dependía de la compañía eléctrica si algo se estropeaba.

Eso despejó del todo el camino a la libertad. A primera hora de la noche del último día de mi encarcelamiento, cuando oscurecía, planeé cortar el cable de alimentación que pasaba a solo unos pocos pies de mi ventana, alcanzándolo con un alambre bañado en ácido que tenía. Eso haría que aquel lado de la prisión quedara completamente a oscuras mientras los electricistas investigaban el corte de luz. Eso también traería a Mr. Hatch al patio de la prisión.

Solo quedaba un cosa por hacer antes de empezar realmente a liberarme. Era arreglar los detalles finales con Mr. Hatch a través de nuestro tubo acústico. Lo hice en menos de media hora después de que el alcaide abandonase mi celda la cuarta noche de mi encarcelamiento. Mr. Hatch de nuevo tuvo serias dificultades para entenderme, y tuve que repetirle varias veces la palabra «ácido», y después las palabras «sombrero del número ocho», esa es mi talla, y esas fueron las cosas que hicieron que un preso del piso superior confesara un asesinato; eso me dijo el día siguiente uno de los carceleros. Ese preso oyó voces, confusas claro está, a través de la tubería, que también pasaba por su celda. La celda que está exactamente encima de la mía no estaba ocupada, por tanto nadie más las oyó.

Ni que decir tiene que la tarea concreta de cortar los barrotes de acero de la ventana y la puerta fue comparativamente fácil con ácido nítrico, que conseguí a través de la tubería en botellas estrechas, pero llevó tiempo. Hora tras hora, los días quinto, sexto y séptimo el guardia de abajo me miraba mientras yo seguía trabajando en los barrotes de la ventana con el ácido sobre un trozo de alambre. Utilicé el polvo dentífrico para evitar que el ácido se esparciera. Mientras trabajaba apartaba la mirada distraído y cada minuto que pasaba el ácido cortaba más el metal. Me di cuenta de que los carceleros siempre ponían a prueba la puerta de mi celda meneando la parte de arriba, nunca los barrotes inferiores, por tanto corté esos barrotes, dejándolos colgando en su sitio mediante finas tiras de metal. Pero eso fue una temeridad. No habría podido salir por allí tan fácilmente.

La Máquina Pensante permaneció callado durante varios minutos.

—Creo que eso lo aclara todo —prosiguió—. Los demás detalles que no he explicado fueron solo para confundir al alcaide y a los carceleros. Esas cosas que había en mi cama las puse para complacer a Mr. Hatch, que quería mejorar la historia. Por supuesto, la peluca era necesaria para mi plan. La carta de entrega inmediata la escribí y puse las señas en mi celda con la pluma estilográfica de Mr. Hatch, luego se la envié y él la echó al correo. Eso es todo, creo.

—Pero ¿cómo explica su salida de los terrenos de la prisión y luego su entrada en mi despacho por la puerta exterior? —preguntó el alcaide.

—Muy sencillo —dijo el científico—. Corté el cable de la luz eléctrica con ácido, como dije, cuando quitaron la corriente. Por consiguiente, cuando volvieron a conectarla, la lámpara de arco no se encendió. Sabía que llevaría algún tiempo averiguar qué pasaba y hacer las reparaciones. Cuando el guardia fue a informarle a usted, el patio estaba a oscuras. Salí sigilosamente por la ventana (quedaba muy justo, además) volví a poner los barrotes en su lugar valiéndome de un angosto saliente y permanecí en la sombra hasta que llegaron los electricistas. Mr. Hatch era uno de ellos.

Cuando lo vi, hablé con él y me dio una gorra, un mono y un guardapolvo, que me puse a menos de diez pies (unos tres metros) de usted, señor alcaide, mientras se encontraba en el patio. Más tarde me llamó Mr. Hatch, como si yo fuese un obrero, y juntos salimos por la puerta de entrada para sacar algo del furgón. El guardia de la puerta de entrada nos dejó pasar sin problemas como si fuéramos dos obreros que acababan de entrar. Cambiamos nuestras ropas y reaparecimos, pidiendo verlo a usted. Lo vimos. Eso es todo.

Durante varios minutos hubo silencio. El doctor Ransome fue el primero en hablar.

—¡Qué maravilla! —exclamó—. Verdaderamente asombroso.

—¿Cómo fue que Mr. Hatch llegó con los electricistas? —preguntó Mr. Fielding.

—Su padre es director de la compañía —respondió La Máquina Pensante.

—Pero ¿y si no hubiese habido afuera ningún Mr. Hatch para ayudarlo?

—Cualquier preso tiene afuera un amigo que lo ayudaría a escapar si pudiese.

—Suponga…, solo suponga…, que allí no hubiese habido ningún sistema antiguo de cañerías, ¿qué habría pasado? —preguntó el alcaide, con curiosidad.

—Había otras dos maneras de salir de allí —dijo La Máquina Pensante, enigmáticamente.

Diez minutos más tarde sonó el timbre del teléfono. Era una llamada para el alcaide.

—¿Está ya arreglada la luz? —preguntó el alcaide, a través del teléfono—. ¡Muy bien! ¿Hay un cable cortado junto a la celda número trece? Sí, lo sé. ¿Sobra un electricista? ¿Cómo es eso? ¿Salieron dos?

El alcaide se volvió hacia los demás con una expresión de perplejidad.

—Solo dejó entrar a cuatro electricistas, ha dejado salir a dos y dice que quedan tres.

—Yo era el que sobraba —dijo La Máquina Pensante.

—¡Ah! Comprendo —dijo el alcaide. Luego añadió por el teléfono—: Deje salir al quinto hombre. Está bien así.