EDGAR ALLAN POE
«TÚ ERES EL HOMBRE»[44]
Yo haré el papel de Edipo en el enigma de Rattleborough. Les explicaré (como solo yo puedo hacerlo) el secreto de las maquinaciones que ocasionaron el milagro de Rattleborough; el único, el verdadero, el reconocido, el indiscutible, el incontrovertible milagro que puso fin de manera definitiva a la infidelidad de los rattleburgueses y devolvió a la ortodoxia de las abuelas a todos los apetentes carnales que se habían atrevido a mostrarse escépticos.
Este suceso (que lamentaría describir con un tono inadecuado de ligereza) ocurrió en el verano de 18… Mr. Barnabas Shuttleworthy, uno de los ciudadanos más ricos y respetables del vecindario, había desaparecido hacía varios días en unas circunstancias que dieron pie a sospechar que se trataba de un crimen. Mr. Shuttleworthy había salido muy temprano de Rattleborough un sábado por la mañana, a caballo, con la intención manifiesta de ir a la ciudad de ****, a unas quince millas de distancia, y regresar aquella misma noche. Dos horas después de su partida, sin embargo, su caballo volvió sin él y sin las alforjas que al partir había sujetado con correas a la grupa. Además, el animal estaba herido y cubierto de barro. Esas circunstancias, como es natural, provocaron mucha alarma entre los amigos del desaparecido; y cuando se descubrió, el domingo por la mañana, que todavía no había aparecido, todo el vecindario se levantó en masse para ir a buscar su cadáver.
El primero y más activo en iniciar esa búsqueda fue el amigo íntimo de Mr. Shuttleworthy: un tal Mr. Charles Goodfellow, o, como todo el mundo le llamaba, «Charley Goodfellow» o el «viejo Charley Goodfellow». Ahora bien, si se trata de una maravillosa coincidencia, o si es que el nombre tiene un efecto imperceptible sobre el carácter, todavía no he podido averiguarlo; pero es un hecho indiscutible que nunca ha habido una persona que se llamase Charles y no fuera un individuo abierto, viril, honrado, amable y sincero, con una voz potente y clara, agradable de escuchar, y unos ojos que siempre te miran directamente a la cara, como diciendo: «Tengo la conciencia tranquila, no temo a nadie, y soy del todo incapaz de cometer una vileza». Por eso todos los «comparsas» de teatro campechanos y despreocupados no dejan de llamarse Charles.
Pues bien, el «viejo Charley Goodfellow», aunque no hacía ni seis meses, más o menos, que vivía en Rattleborough y nadie sabía nada de él antes de que llegara a instalarse en el vecindario, no había tenido la menor dificultad en conocer a todas las personas respetables del pueblo. Ni un solo hombre habría dudado ni por un momento de su palabra; y en cuanto a las mujeres, es imposible decir lo que habrían hecho por complacerlo. Y todo eso porque se llamaba Charles, y porque poseía, por consiguiente, uno de esos rostros cándidos que proverbialmente constituyen la «mejor carta de presentación».
Ya he dicho que Mr. Shuttleworthy era uno de los hombres más respetables y, sin lugar a dudas, el más rico de Rattleborough, siendo así tanto que el «viejo Charley Goodfellow» confiaba tanto en él como si fuera su propio hermano. Los dos ancianos caballeros vivían uno al lado del otro, y aunque Mr. Shuttleworthy visitaba muy pocas veces —si es que hubo alguna— al «viejo Charley Goodfellow», y nunca se supo que comiese en su casa, eso no impidió, sin embargo, que ambos amigos hubieran intimado muchísimo, como acabo de decir; pues el «viejo Charley» no dejaba pasar un solo día sin entrar tres o cuatro veces a ver cómo se encontraba su vecino, y muy a menudo se quedaba a desayunar o tomar el té, y casi siempre a cenar; y en ese caso sería difícil de averiguar la cantidad de vino de la que daban buena cuenta los dos compinches de una sentada. La bebida favorita del «viejo Charley» era Château Margaux[45], y a Mr. Shuttleworthy parecía alegrarlo ver cómo su viejo amigo se lo tragaba de aquel modo, un cuarto de galón (casi un litro) tras otro; hasta el punto de que un día, cuando el vino estaba dentro y, por consiguiente, él estaba un poco fuera de sí, le dijo a su compinche, mientras le daba una palmada en la espalda:
—¿Sabes qué?, «viejo Charley», eres, sin lugar a dudas, el amigo más campechano que he encontrado en toda mi vida; y ya que te gusta soplar el vino de ese modo, que me condene si no tengo que regalarte un cajón de Château Margaux. ¡Maldita sea! —Mr. Shuttleworthy tenía la mala costumbre de blasfemar, aunque rara vez iba más allá de «¡Maldita sea!», «Rediez», o «¡Recórcholis!»— si esta misma tarde no hago un pedido a la ciudad de un cajón doble del mejor vino que pueda conseguirse y te lo regalaré, ¡ya lo creo que lo haré!, ni una palabra más, lo haré, te lo aseguro, y se acabó; así que estate al tanto…, te llegará uno de estos días, ¡precisamente cuando menos lo esperes!
Menciono esta pequeña muestra de generosidad por parte de Mr. Shuttleworthy solo para mostrar la compenetración mutua tan profunda que existía entre ambos amigos.
Pues bien, la mañana del domingo en cuestión, cuando poco menos que se dio por sentado que Mr. Shuttleworthy había sido víctima de un acto delictivo, nunca vi a nadie más profundamente afectado como el «viejo Charley Goodfellow». Cuando oyó por primera vez que el caballo había vuelto a casa sin su dueño y sin las alforjas, completamente ensangrentado como consecuencia de un pistoletazo, que había atravesado limpiamente el pecho del pobre animal de parte a parte, sin llegar a matarlo del todo; cuando oyó todo eso, se puso tan pálido como si el desaparecido hubiera sido su propio hermano o su padre, y se estremeció y se puso a temblar como si le hubiese dado un ataque de fiebre intermitente.
En un primer momento estaba demasiado abrumado por el dolor para poder hacer cualquier cosa, o decidir algún plan de acción; de modo que durante un buen rato procuró disuadir a los demás amigos de Mr. Shuttleworthy de que armaran un revuelo por el asunto, pensando que era mejor esperar un poco —una o dos semanas, y aun uno o dos meses— para ver si se descubría algo, o si Mr. Shuttleworthy llegaba por su propio pie y explicaba sus motivos para mandar a su caballo por delante. Supongo que habrán observado a menudo esa propensión a contemporizar, o a aplazar, en personas que son víctimas de un pesar muy punzante. Sus facultades mentales parecen entorpecidas, de modo que les horroriza cualquier tipo de acción, y nada les gusta tanto como quedarse tranquilamente en la cama a «alimentar su propia pena», como dicen las señoras ancianas… es decir, rumiar su pesar.
La gente de Rattleborough tenía, de hecho, tan alto concepto de la sensatez y discreción del «viejo Charley» que la mayor parte de ellos se sentían dispuestos a estar de acuerdo con él y no armar un revuelo por el asunto «hasta que se descubriera algo», tal como expresó el recto caballero; y creo que, después de todo, esa decisión habría sido unánime a no ser por la sospechosa intromisión del sobrino de Mr. Shuttleworthy, joven de costumbres muy disolutas y por lo demás de bastante mala reputación. Este sobrino, que se llamaba Pennifeather, no quiso avenirse a razones en cuanto a «estarse quieto», sino que insistió en buscar inmediatamente el «cadáver del asesinado». Esa fue la expresión que empleó, y Mr. Goodfellow comentó perspicazmente, a la sazón, que era «una singular manera de expresarse para que no se hable más». Ese comentario del «viejo Charley» además produjo un gran efecto en la multitud; y a uno del grupo se le oyó preguntar, de un modo muy impresionante, «cómo era posible que el joven Mr. Pennifeather estuviera tan bien enterado de todas las circunstancias relacionadas con la desaparición de su opulento tío para sentirse autorizado a afirmar, de manera clara e inequívoca, que su tío fue asesinado». Sobre esto hubo intercambio de pullas y discusiones entre varios miembros del grupo, y sobre todo entre el «viejo Charley» y Mr. Pennifeather, aunque ello no fue ni mucho menos una novedad, pues durante los últimos tres o cuatro meses había habido mucha animadversión entre los dos; y las cosas habían ido tan lejos que Mr. Pennifeather de hecho había derribado al amigo de su tío por algunas supuestas licencias que aquel se había tomado en casa de su pariente, en la que el joven habitaba. En aquella ocasión se dice que el «viejo Charley» se había comportado con moderación ejemplar y caridad cristiana. Se levantó, arregló su ropa y en modo alguno intentó desquitarse; se limitó a murmurar unas cuantas palabras sobre «vengarse sumariamente en la primera oportunidad propicia», un arrebato natural y muy justificable de su ira, que sin embargo no significaba nada y, fuera de duda, había olvidado tan pronto como se desahogó.
Fueran lo que fuese aquellas cuestiones (que no tienen relación con el asunto que discutimos), es completamente seguro que la gente de Rattleborough, persuadidos principalmente por Mr. Pennifeather, finalmente decidieron dispersarse por los alrededores en busca del desaparecido Mr. Shuttleworthy. Es decir, lo decidieron en primer lugar. Después de haber resuelto llevar a cabo una búsqueda, consideraron que era obvio que los buscadores se dispersaran —es decir, se repartieran en grupos— para registrar más minuciosamente la región circundante. He olvidado, sin embargo, por qué ingeniosa serie de argumentos el «viejo Charley» convenció finalmente a la asamblea de que ese plan era el menos juicioso que podían seguir. No obstante, les convenció a todos menos a Mr. Pennifeather y, al final, acordaron iniciar una búsqueda, cuidadosa y muy meticulosa, de todos los ciudadanos en masse, y el propio «viejo Charley» abrió la marcha.
Con respecto a esto, no podía haber mejor pionero que el «viejo Charley», a quien todos reconocían que tenía ojos de lince; pero, aunque los llevó a toda clase de madrigueras y rincones remotos, por rutas que nadie había sospechado que existieran en los alrededores, y aunque la búsqueda continuó incesantemente todo el tiempo durante casi una semana, pero no pudo descubrirse ningún rastro de Mr. Shuttleworthy. Cuando digo ningún rastro, sin embargo, no debe entenderse que hablo literalmente; pues, en cierta medida, desde luego se encontró algún rastro. La pista del pobre caballero pudo seguirse gracias a las herraduras de su caballo (que eran peculiares) hasta un lugar a unas tres millas al este del pueblo, en la carretera principal que conduce a la ciudad. Allí el rastro se desviaba hacia una vereda que atravesaba un bosque y salía de nuevo a la carretera principal, acortando casi una milla de camino. Siguiendo las marcas de las herraduras a lo largo de aquel sendero, el grupo llegó finalmente a una charca de agua estancada, medio oculta por las zarzas, a la derecha del sendero, y enfrente de aquella charca perdieron de vista cualquier vestigio de huellas. Sin embargo, al parecer había habido algún tipo de lucha, y parecía que un cuerpo grande y pesado, más grande y más pesado que el de un hombre, había sido arrastrado desde el sendero a la charca. Por dos veces se dragó cuidadosamente esta última, pero no se encontró nada y, cuando la partida estaba a punto de irse, perdidas las esperanzas de obtener algún resultado, la Providencia sugirió a Mr. Goodfellow la conveniencia de vaciar por completo la charca. El plan fue recibido con vítores y el «viejo Charley» muy alabado por su sagacidad y deliberación. Como muchos de los vecinos habían traído palas, creyendo que podrían tener que desenterrar un cadáver, el desagüe se llevó a cabo sin dificultad y rápidamente; y en cuanto el fondo quedó visible, en medio del barro que quedaba se descubrió un chaleco de terciopelo de seda negra, que casi todos los presentes reconocieron inmediatamente que pertenecía a Mr. Pennifeather. El chaleco estaba muy desgarrado y manchado de sangre, y entre los presentes hubo varias personas que recordaban claramente que su dueño se lo había puesto la misma mañana en que Mr. Shuttleworthy salió de la ciudad; mientras que hubo otros, también, dispuestos a declarar bajo juramento, si fuera necesario, que Mr. P. no llevaba puesta la prenda en cuestión en ningún momento durante el resto de aquel memorable día; ni tampoco pudo encontrarse a nadie que hubiese visto que Mr. P. la llevara en ningún momento posterior a la desaparición de Mr. Shuttleworthy.
Las cosas empezaron a tomar un mal cariz para Mr. Pennifeather y, como una indudable confirmación de las sospechas suscitadas en su contra, se observó que se puso extremadamente pálido y, cuando le preguntaron qué tenía que decir en su defensa, fue completamente incapaz de pronunciar una sola palabra. Por consiguiente, los pocos amigos que su desenfrenada vida le había dejado lo abandonaron inmediatamente todos a una, y fueron todavía más apremiantes que sus antiguos y declarados enemigos al reclamar su arresto inmediato. Pero, en cambio, la magnanimidad de Mr. Goodfellow resplandeció, por contraste, con el más brillante lustre. Hizo una cálida y tremendamente elocuente defensa de Mr. Pennifeather, en la que aludió más de una vez a su propio y sincero perdón de aquel disoluto caballero —«heredero del respetable Mr. Shuttleworthy»— por el insulto que, sin duda en el acaloramiento de su ira, le había parecido adecuado (al joven caballero) inferirle (a Mr. Goodfellow).
Le perdonaba eso, dijo, de todo corazón; y en cuanto a él (Mr. Goodfellow), lejos de llevar al extremo las sospechosas circunstancias que, sentía decir, realmente habían surgido en contra de Mr. Pennifeather, haría cuanto estuviera en su poder, emplearía la poca elocuencia de que disponía para… para… para… suavizar, en la medida en que pudiera hacer eso escrupulosamente, los peores rasgos de aquel asunto tan sumamente confuso.
Mr. Goodfellow siguió durante más de media hora en ese tono, que honraba tanto a su cabeza como a su corazón; pero la gente buena casi nunca es oportuna en sus observaciones: incurren en toda clase de meteduras de pata, contratiempos y despropósitos, en la exaltación de su celo para atender a un amigo; de modo que, muchas veces con las mejores intenciones del mundo, lo perjudican mucho más que lo favorecen.
Eso ocurrió, en el presente caso, con la elocuencia del «viejo Charley»; pues, aunque se afanó encarecidamente en defensa del sospechoso, sucedió sin embargo, por una u otra razón, que cada sílaba que pronunciaba, con la deliberada pero inconsciente intención de no exaltar la buena opinión que el auditorio tenía del orador, producía el efecto de intensificar la sospecha ya atribuida al individuo cuya causa defendía, y suscitar el furor de la multitud en su contra.
Uno de los errores más inexplicables cometidos por el orador fue su alusión al sospechoso como «heredero del respetable Mr. Shuttleworthy». Nadie hasta entonces había pensado en eso. Recordaban solamente ciertas amenazas de desheredación expresadas un año o dos antes por el tío (que no tenía ningún pariente vivo excepto el sobrino), y siempre habían considerado que esta desheredación estaba ya decidida; tan ingenuos eran los rattleburgueses; pero el comentario del «viejo Charley» inmediatamente les hizo pensar en el asunto, y de ese modo aceptaron la posibilidad de que aquellas amenazas no fueran más que eso. Y enseguida, por consiguiente, surgió la pregunta lógica de cui bono?, una cuestión que contribuía aún más que el chaleco a atribuir al joven aquel terrible crimen. Y aquí, para que no se me interprete mal, permítaseme por un momento hacer una digresión solo para decir que esta frase latina sencilla y sumamente breve que he empleado es invariablemente mal traducida y mal comprendida. «Cui bono?» en todas las novelas de crímenes y en otras —por ejemplo, las de Mrs. Gore (autora de Cecil), una señora que cita en todas las lenguas, desde el caldeo al chickasaw[46], ayudada, «si es preciso», de forma sistemática por Mr. Beckford—, en todas las novelas de crímenes, digo, desde las de Bulwer y Dickens hasta las de Turnapenny y Ainsworth, las dos palabritas latinas cui bono son traducidas como «¿con qué propósito?», o (como si fuera quo bono) «¿para qué sirve?». Su verdadero significado, sin embargo, es «¿en provecho de quién?». Cui, a quién; bono, ¿es provechoso? Es una frase puramente legal, y se aplica precisamente en casos como el que nos ocupa, en los que la probabilidad de que alguien haya cometido un delito depende de que, una vez consumado, redunde en provecho suyo[47]. Pues bien, en este caso, la pregunta cui bono? implicaba muy intencionadamente a Mr. Pennifeather. Su tío, después de haber hecho testamento en su favor, lo había amenazado con desheredarlo. Pero la amenaza no se había cumplido de hecho; el testamento original, según parece, no había sido modificado. De haberlo sido, el único motivo presumible para el asesinato habría sido el habitual de la venganza; e incluso este habría sido contrarrestado por la esperanza de restablecer las buenas relaciones con su tío. Pero al no haberse modificado el testamento, mientras la amenaza de modificación permanecía suspendida sobre la cabeza del sobrino, pareció enseguida el más firme móvil posible para aquella atrocidad; y eso decidieron, muy sagazmente, los respetables ciudadanos de Rattleborough.
Por consiguiente, Mr. Pennifeather fue arrestado allí mismo, y la multitud, después de hacer algunas pesquisas más, volvió a sus casas, custodiándolo. Durante el trayecto, sin embargo, una nueva circunstancia contribuyó a confirmar las sospechas abrigadas. Vieron que Mr. Goodfellow, cuyo celo lo hacía ir siempre un poco por delante del grupo, de pronto echó a correr unos cuantos pasos, se agachó y al parecer cogió de la hierba un pequeño objeto. Después de haberlo examinado rápidamente, observaron también que en cierto modo intentó ocultarlo en el bolsillo de la chaqueta; pero, como digo, vieron cómo lo hacía y por lo tanto lo impidieron; el objeto recogido era una navaja española que una docena de personas reconoció inmediatamente que pertenecía a Mr. Pennifeather. Es más, llevaba grabadas sus iniciales en la empuñadura. La hoja de la navaja estaba abierta y manchada de sangre.
Ya no quedaba ninguna duda acerca de la culpabilidad del sobrino y, nada más llegar a Rattleborough, lo llevaron ante el juez de instrucción.
Allí el asunto dio un giro todavía más desfavorable. Al ser preguntado el prisionero dónde había estado la mañana en la que desapareció Mr. Shuttleworthy, tuvo el atrevimiento de reconocer que aquella misma mañana había salido con su rifle a cazar ciervos en las inmediaciones de la charca en la que, gracias a la sagacidad de Mr. Goodfellow, habían encontrado el chaleco manchado de sangre.
Este último se presentó entonces y, con lágrimas en los ojos, pidió permiso para declarar. Dijo que un riguroso sentido del deber para con su Hacedor, no menos que con sus semejantes, no le permitía guardar silencio por más tiempo. Hasta entonces, el afecto más sincero que sentía por el joven (a pesar de lo mal que lo había tratado a él, Mr. Goodfellow) lo había inducido a barajar cualquier hipótesis que la imaginación le sugiriese para procurar explicar lo que parecía sospechoso en las circunstancias que tan seriamente perjudicaban a Mr. Pennifeather; pero esas circunstancias eran ya realmente demasiado convincentes…, demasiado irrecusables; no vacilaría más…, diría todo lo que sabía, aunque su corazón (el de Goodfellow) sin lugar a dudas estallaría en pedazos en el intento. Acto seguido procedió a declarar que, la tarde del día anterior a la partida de Mr. Shuttleworthy, ese respetable caballero había mencionado a su sobrino (él, Mr. Goodfellow, lo había escuchado) que se proponía ir a la ciudad al día siguiente para ingresar una cantidad de dinero excepcionalmente grande en el Farmer’s and Mechanics’ Bank, y que, allí mismo, el susodicho Mr. Shuttleworthy había afirmado expresamente al susodicho sobrino su irrevocable decisión de rescindir el testamento que había hecho en un principio y desheredarlo. Él (el testigo) pidió solemnemente al acusado que declarase si lo que él (el testigo) acababa de afirmar era o no cierto hasta el último detalle. Para gran asombro de todos los presentes, Mr. Pennifeather admitió francamente que lo era.
El magistrado consideró entonces que debía enviar una pareja de agentes de policía para registrar el aposento del acusado en casa de su tío. Volvieron de su registro casi inmediatamente con la muy conocida cartera de cuero rojizo con cantoneras metálicas que el anciano caballero solía llevar consigo desde hacía años. Su valioso contenido, sin embargo, había sido sustraído, y el magistrado procuró en vano arrancar al acusado una confesión de qué había hecho con ello, o dónde lo había escondido. Por supuesto, él negó obstinadamente saber nada del asunto. Los agentes de policía descubrieron también, entre el colchón y la arpillera del desdichado joven, una camisa y un pañuelo para el cuello marcados con sus iniciales, y ambos untados horriblemente con la sangre de la víctima.
En esa coyuntura, se hizo saber que el caballo del asesinado acababa de expirar a consecuencia de la herida que había recibido, y Mr. Goodfellow propuso que se hiciera inmediatamente una autopsia del animal, a fin de hallar, de ser posible, la bala. Se hizo, en efecto; y, como para demostrar sin lugar a dudas la culpabilidad del acusado, Mr. Goodfellow, después de una considerable búsqueda en la cavidad torácica, logró descubrir y sacar una bala de un calibre poco común, que, realizadas las pruebas pertinentes, resultó adaptarse exactamente al alma del rifle de Mr. Pennifeather, en tanto que era demasiado grande para el de cualquier otra persona del pueblo o de sus inmediaciones. Para confirmar todavía más la cuestión, se descubrió de todos modos que esa bala tenía un defecto o grieta que formaba un ángulo recto con la juntura normal; y al examinarla, esa grieta coincidía de modo preciso con una estría o elevación en un par de moldes que el acusado reconocía pertenecerle. Tras el descubrimiento de esa bala, el juez de instrucción rehusó escuchar nuevos testimonios y de inmediato citó ante los tribunales al acusado, negándose firmemente a aceptar ningún tipo de fianza a pesar de que Mr. Goodfellow protestó con vehemencia contra esa severidad y se ofreció como fiador por cualquier suma que se requiriese. Esa generosidad por parte del «viejo Charley» estaba de acuerdo con el tenor de su amable y caballerosa conducta durante todo el tiempo que residió en Rattleborough. En este caso, el respetable hombre se dejó llevar de tal manera por el excesivo entusiasmo de su compasión que, al ofrecerse como fiador de su joven amigo, pareció haber olvidado por completo que él (Mr. Goodfellow) no poseía en todo el mundo ninguna propiedad que valiera un solo dólar.
El resultado del auto de prisión puede imaginarse fácilmente. En medio de las clamorosas execraciones de todo Rattleborough, Mr. Pennifeather fue procesado en el siguiente tribunal trimestral para dirimir las causas criminales, y la serie de pruebas circunstanciales (reforzada por algunos datos condenatorios adicionales, que la sensible conciencia de Mr. Goodfellow le impidió ocultar al tribunal) fue considerada tan absolutamente concluyente que el jurado, sin abandonar sus asientos, dictó un inmediato veredicto de «culpable de homicidio premeditado». Poco después el desdichado fue condenado a muerte y lo remitieron a la cárcel del condado a la espera del inexorable escarmiento de la ley.
Mientras tanto, la noble conducta del «viejo Charley Goodfellow» se había granjeado todavía más las simpatías de los ciudadanos honrados del municipio. Su estimación y aprecio llegó a ser diez veces mayor que antes; y, como consecuencia natural de la hospitalidad con que lo trataban, ineludiblemente relajó, por decirlo así, los hábitos en extremo parcos que hasta entonces la pobreza le había obligado a acatar, y con mucha frecuencia tenía pequeñas réunions en su propia casa, en las que imperaba el ingenio y la jovialidad… amortiguadas un poco, por supuesto, por algún que otro recuerdo de la lamentable y deprimente suerte que se cernía sobre el sobrino del difunto amigo íntimo del generoso anfitrión.
Un buen día, este magnánimo caballero se llevó una agradable sorpresa al recibir la siguiente carta:
Charles Goodfellow, Esquire[48]
Muy señor mío:
Conforme a un pedido trasmitido a nuestra firma hará unos dos meses por nuestro estimado corresponsal Mr. Barnabas Shuttleworthy, tenemos el honor de enviarle esta mañana, a su domicilio, un cajón doble de Château Margaux, de la marca antílope, sello violeta. Cajón numerado y marcado como se indica al margen.
Quedan a su disposición sus más humildes servidores,
HOGGS, FROGS, BOGS, Y CÍA
CIUDAD DE…, 21 DE JUNIO DE 18…
P. S.: El cajón le llegará, por furgón, al día siguiente de recibir esta carta. Nuestros respetos a Mr. Shuttleworthy.
H., F., B., Y CÍA
Lo cierto es que, desde la muerte de Mr. Shuttleworthy, Mr. Goodfellow había perdido toda esperanza de recibir alguna vez el prometido Château Margaux; y por consiguiente consideró que su llegada en aquellos momentos era una especie de designio exclusivo de la Providencia en su favor. Lo alegró sumamente, por supuesto, y en la exuberancia de su júbilo al día siguiente invitó a un numeroso grupo de amigos a un petit souper[49], con el fin de empezar a gastar el regalo del bueno de Mr. Shuttleworthy. No es que dijese algo acerca del «bueno de Mr. Shuttleworthy» cuando repartió las invitaciones. Lo cierto es que lo meditó mucho y decidió no decir nada en absoluto. Si mal no recuerdo, no le mencionó a nadie que había recibido un regalo de Château Margaux. Se limitó a pedir a sus amigos que fueran a ayudarlo a beber un vino de extraordinaria calidad y excelente sabor que había encargado a la ciudad hacía un par de meses y que recibiría al día siguiente. Muchas veces he tratado de imaginar por qué el «viejo Charley» llegó a la conclusión de ocultar que había recibido el vino de su viejo amigo, pero nunca pude comprender exactamente sus razones para callar, aunque sin duda debía tener alguna, excelente y magnánima.
Por fin llegó el día siguiente, y con él una numerosa y sumamente respetable concurrencia en casa de Mr. Goodfellow. Desde luego, estaba allí la mitad del pueblo (y yo entre ellos), pero, con gran disgusto del anfitrión, el Château Margaux no apareció hasta última hora y cuando los invitados habían hecho suficientemente los honores a la suntuosa cena ofrecida por el «viejo Charley». Sin embargo, al final llegó —además era un cajón enormemente grande— y como toda la concurrencia estaba de un desmesurado buen humor, se decidió, nem. con.[50], que lo subieran a la mesa y de manera inmediata extrajeran su contenido.
Dicho y hecho. Eché una mano y en un abrir y cerrar de ojos pusimos el cajón encima de la mesa, en medio de todas las botellas y vasos, bastantes de los cuales se rompieron en el altercado. El «viejo Charley», que estaba más o menos ebrio y con el rostro excesivamente enrojecido, se sentó, con aire de falsa dignidad, en la cabecera de la mesa y la golpeó furiosamente con una licorera, pidiendo a la concurrencia que mantuviese el orden «durante la ceremonia de desenterrar el tesoro».
Después de alguna vociferación, a la postre se restableció la calma del todo y, como suele suceder en casos parecidos, siguió un profundo y extraño silencio. Habiéndome pedido a continuación que forzase la tapa, accedí, por supuesto, «con infinito placer». Introduje un escoplo y, dándole unos cuantos golpecitos con un martillo, la tapa del cajón se desprendió de pronto y al mismo tiempo se levantó de un salto, en posición de sentado, mirando directamente al anfitrión, el cadáver magullado, ensangrentado y casi putrefacto del asesinado Mr. Shuttleworthy. Durante unos instantes miró fijamente y apesadumbrado, con sus ojos deteriorados y sin vida, el semblante de Mr. Goodfellow; pronunció despacio pero clara e impresionantemente las palabras: «¡Tú eres el hombre!». Y a continuación, cayendo por encima del costado del cajón, como si estuviera plenamente satisfecho, extendió sus trémulos miembros.
La escena que siguió es completamente imposible de describir. La aglomeración de gente hacia las puertas y ventanas fue tremenda, y muchos de los hombres más robustos de la sala se desmayaron en el acto de puro terror. Pero tras el primer desaforado y clamoroso estallido de espanto, todas las miradas se dirigieron hacia Mr. Goodfellow. Aunque viva mil años, nunca podré olvidar la angustia más que mortal reflejada en aquel rostro cadavérico, hasta hacía tan poco rubicundo de júbilo y vino. Durante varios minutos permaneció tieso como una estatua de mármol; sus ojos, con la penetrante mirada perdida, vueltos hacia dentro y absortos en la contemplación de su propia alma vil, asesina. Finalmente su expresión pareció dirigirse de pronto hacia el mundo exterior, cuando, con un rápido brinco, se levantó de su silla y, cayendo pesadamente con la cabeza y los hombros sobre la mesa, y en contacto con el cadáver, soltó de forma rápida y vehemente una confesión detallada del horrendo crimen por el que Mr. Pennifeather estaba encarcelado y condenado a muerte.
Lo que contó fue en esencia lo siguiente: Siguió a su víctima hasta las inmediaciones de la charca; allí disparó al caballo un pistoletazo; despachó a su jinete con la culata; se apoderó de la cartera; y, creyendo que el caballo había muerto, lo arrastró con gran esfuerzo hasta las zarzas que rodeaban la charca. Echó el cadáver de Mr. Shuttleworthy sobre su propio caballo y de ese modo lo llevó a un escondite seguro en el bosque a mucha distancia.
El chaleco, la navaja, la cartera y la bala los había colocado él mismo donde los encontraron, con el propósito de vengarse de Mr. Pennifeather. También ideó el descubrimiento del pañuelo y la camisa manchados de sangre.
Hacia el final del aterrador relato la voz del malvado culpable desfalleció y se hizo más cavernosa. Cuando finalmente concluyó la relación, se levantó, se alejó de la mesa tambaleándose y cayó… muerto.
Los medios mediante los cuales fue arrancada esta oportuna confesión, aunque eficaces, fueron sencillos ciertamente. La excesiva franqueza de Mr. Goodfellow me había indignado y despertado mis sospechas desde el principio. Me hallaba presente cuando Mr. Pennifeather lo golpeó, y la diabólica expresión que entonces apareció en su rostro, aunque fue pasajera, me convenció de que su amenaza de venganza, a ser posible, se cumpliría inflexiblemente. Estaba, pues, preparado para percibir los manejos del «viejo Charley» de un modo muy distinto del que lo consideraban los buenos ciudadanos de Rattleborough. Comprendí enseguida que todos los descubrimientos acusatorios provenían directa o indirectamente de él. Pero el hecho que me abrió los ojos por completo fue el asunto de la bala, encontrada por Mr. G. en el cadáver del caballo. Yo no había olvidado, aunque los rattleburgueses sí, que la bala había entrado en el caballo por un orificio, y salió por otro. Si fue encontrada dentro del animal, después de que hubiera salido, comprendí sin ningún género de dudas que debía haberla depositado la persona que la encontró. La camisa y el pañuelo ensangrentados confirmaban la idea sugerida por la bala, pues al examinar la sangre resultó ser excelente clarete, y nada más. Cuando me puse a pensar en esas cosas, y también en el reciente incremento de liberalidad y gastos por parte de Mr. Goodfellow, abrigué una sospecha que no obstante era intensa aunque me negase a compartirla.
Entretanto inicié en privado una rigurosa búsqueda del cadáver de Mr. Shuttleworthy, y tenía buenas razones para buscar en zonas lo más apartado posible de aquellas hacia las cuales Mr. Goodfellow dirigió a su grupo. El resultado fue que, algunos días más tarde, encontré un antiguo pozo seco, cuya boca estaba casi oculta por las zarzas; y allí, en el fondo, descubrí lo que buscaba.
Pues bien dio la casualidad de que yo había escuchado la conversación entre los dos compinches, cuando Mr. Goodfellow había engatusado a su anfitrión para que le prometiera un cajón de Château Margaux. Actué basándome en ese indicio. Conseguí un trozo duro de barba de ballena, lo metí por la garganta del cadáver y deposité a este en un antiguo cajón de vino, teniendo cuidado de doblarlo de forma que la barba de ballena se doblase con él. De esta manera tuve que apretar fuertemente la tapa para sujetarla mientras la aseguraba con clavos; y contaba, por supuesto, con que, en cuanto los quitase, la tapa saldría disparada y el cuerpo se alzaría.
Dispuesto así el cajón, lo marqué, numeré y puse la dirección como ya conté; y después de escribir una carta en nombre de los vinateros que proveían a Mr. Shuttleworthy, di instrucciones a mi criado para que llevase el cajón, en una carretilla, hasta la puerta de Mr. Goodfellow cuando yo le diera la señal. Para las palabras que pretendía que dijera el cadáver, contaba categóricamente con mis habilidades como ventrílocuo; en cuanto a su efecto, confiaba en la conciencia del malvado asesino.
Creo que no queda nada más que explicar. Mr. Pennyweather quedó en libertad inmediatamente, heredó la fortuna de su tío, aprovechó las lecciones de la experiencia, se reformó y a partir de entonces llevó una nueva y dichosa vida.