Prólogo
«Una de las cualidades de ese tipo de literatura consiste en que lo que hace que la gente la lea no pasa nunca de moda».
RAYMOND CHANDLER
El simple arte de matar
La perenne curiosidad es un rasgo fundamental de la condición humana. Nada más nacer, el niño primero hace preguntas con los ojos y luego satisface su curiosidad con sus manitas antes de poder hablar. Y una vez conseguido un mínimo vocabulario, utiliza su precario lenguaje, esquemático y simple, principalmente para cuestionarlo todo, hasta el punto de que a veces es necesario hacerle callar. No es por tanto casual que las adivinanzas sean uno de los pasatiempos favoritos de la infancia. Esa inagotable propensión a plantearse interrogantes no es peculiar de ninguna raza ni de ningún periodo histórico determinado. Es simplemente una necesidad innata de la imaginación humana, saber o averiguar lo que nos concierne o no debiera importarnos, acaso por el anhelo de conocer otros modos de vida y así satisfacer vicariamente el hambre de irrealidad que nos habita y nos hace soñar con otras cosas, mejores o peores, que las que de modo habitual nos suceden. En cualquier caso, de esa acuciante exigencia ha quedado suficiente constancia desde los más remotos tiempos y en prácticamente todas las culturas, bajo diferentes formas, por lo general narraciones y cuentos más o menos fantásticos, cuya intriga o misterio se resuelve básicamente mediante la astucia o el ingenio.
Numerosos son los ejemplos en la Antigüedad: desde los episodios bíblicos[1] de Susana y los ancianos que la acusan de adulterio (Daniel demuestra que han testificado falsamente interrogándolos por separado), o Daniel y los sacerdotes de Bel que lo acusan de calumnia por negar la divinidad del ídolo babilonio (Daniel descubre que son ellos y sus familias los que consumen las provisiones y no el propio ídolo), hasta la historia novelesca que cuenta Heródoto[2] del rey egipcio Rampsinito y el sagaz ladrón que se las ingenió para robarle su cuantioso tesoro de plata, o la leyenda del horrible monstruo Caco, medio hombre y medio fiera, que le sustrajo a Hércules cuatro vacas y cuatro bueyes y los ocultó en su gruta en el Aventino[3].
Pero el paradigma más conocido y más frecuentemente citado es la leyenda de Edipo y la Esfinge, mencionada por Sófocles en Edipo rey. Al llegar Edipo a Tebas, encuentra la ciudad devastada por una monstruosa criatura con alas y garras de águila, cabeza de mujer y cuerpo de león, que con habilidad infernal propone complicados enigmas a los hombres y los mata y luego devora si no dan con la solución. El padre de Yocasta, Creón, regente de la ciudad, promete entregar la mano de su hija y el cetro de Tebas a quien logre descifrarlo. Edipo, que en poco tenía su vida, acude al llamamiento y se mide con la Esfinge, que le propone el más difícil de sus enigmas: «¿Cuál es el animal que anda a cuatro patas por la mañana, en dos al mediodía y en tres al declinar la tarde?». Sin vacilar responde Edipo: «Ese animal es el hombre, que en su infancia hace uso de los cuatro remos, adulto anda sin más auxilio que el de sus piernas, y anciano ha menester el del báculo».
Igualmente podrían citarse otras obras literarias posteriores —como los cuentos orientales, incluidos en Las mil y una noches[4], «La mujer despedazada, las tres manzanas y el negro Rihán» o «El sultán del Yemen y sus tres hijos», y su variante persa «El viaje y las aventuras de los tres príncipes de Serendippo»[5], retomados más tarde por Voltaire en «Zadig ou La destinée» (1747), sustituyendo el camello por un caballo y un perro— en las que el esclarecimiento de un misterio o la resolución de un crimen (en el primer caso Giafar al-Barmaki, visir de Harún al-Rashid, debe hallar en el plazo de tres días al asesino de una joven despedazada encontrada en el río Tigris dentro de un cajón so pena de ser ejecutado; en el segundo, los tres ingeniosos príncipes son acusados del robo de un camello por haber averiguado, simplemente observando sus huellas, que el animal era tuerto del ojo derecho, le faltaba un diente, estaba cojo de una de las patas posteriores, llevaba una carga de mantequilla, y en él iba montada una mujer embarazada) anuncia la inminente aparición del relato de investigación policial como género autónomo.
De lo que se trata en todos los casos es de poner a prueba el ingenio para recomponer un rompecabezas. Ahí radica el quid de la cuestión. El ejercicio de ese ingenio para resolver los enigmas es lo que proporciona a esas historias su indudable cariz de divertimento. La perspicacia del autor que plantea el misterio es similar a la del lector que se devana los sesos intentando esclarecerlo. El placer es el mismo en uno y otro. Eso constituye la base del relato policial. Intrigar al lector y aumentar su deseo de averiguar una verdad velada y elusiva.
De cualquier modo, desde Caín y Abel, la intriga y el desvelamiento de algún delito han sido objeto en todas partes de un seguimiento generalizado que muestra sin ningún género de dudas el vivo interés que siempre han despertado, bien pronto materializado en los primeros géneros literarios, desde las primitivas novelas asirias, persas, griegas y romanas, plagadas de crímenes u otros tipos de delitos, hasta la picaresca. En España tuvimos acceso, a partir del Lazarillo de Tormes (1554), Rinconete y Cortadillo (1613) o El buscón don Pablos (1626), a toda una serie de aventuras más o menos autobiográficas de pícaros y granujas, bellacos y truhanes, tunantes y bribones, que formaban parte de una floreciente hampa que empezaba a poblar las grandes ciudades, cuyos manejos, desafueros y vicisitudes resultaban cada vez más atrayentes para la incipiente burguesía.
En otros países, ese creciente interés por los maleantes empezó a manifestarse con la frecuente publicación de casos criminales reales y biografías de malhechores célebres. En Inglaterra, títulos como A Mirror for Magistrates (1559), de John Higgins, o The Unfortunate Traveller (1594), de Thomas Nashe, dan fe de la tremenda popularidad que iba adquiriendo el seguimiento de la actividad delictiva y de los grandes procesos penales. Igualmente en Alemania, el poeta y abogado Georg Phillip Harsdörffer publicaba Der grosse Schau Platz jammerliche Mord (Galería de horribles relatos de asesinatos, 1650), y algo más tarde, en Francia, François Gayot de Pitaval haría lo propio con Causes célèbres et intéressantes, avec les jugements qui les ont décidées (1735-45).
Para «satisfacer la curiosidad y el interés del público por los criminales y sus hazañas», a finales del siglo XVII comenzó una verdadera proliferación de «opúsculos basados en los informes oficiales del Old Bailey, el tribunal de Londres, con una finalidad aparentemente educativa, ampliando novelísticamente las hazañas de los delincuentes y con abundantes detalles sobre las aventuras y las circunstancias de su captura por parte de la policía»[6]. Como un paso más en el plan de ejemplificación moral se exigía al condenado que proclamara su culpabilidad e incluso en el momento de su ejecución se le concedía la palabra. Y para que el ejemplo cundiera, esos testimonios se divulgaban en hojas sueltas y en folletos de venta ambulante. En 1698, el capellán ordinario de la prisión de Newgate empezó a publicar las confesiones o las últimas palabras de los condenados: fue el comienzo del llamado The Newgate Calendar, que a partir de 1734 se publicaría regularmente hasta bien entrado el siglo XX, incluyendo interesantes memorias, con ocasionales anécdotas y declaraciones, de los principales convictos de aquella célebre prisión londinense.
Pero lo que más repercusión tuvo entre el ávido público fue la paulatina representación literaria de las aventuras del pícaro, del aventurero, del ladrón, del facineroso y demás personajes del hampa. Empezó Defoe con A History of the Remarkable Life of John Sheppard (1724), seguida de A Narrative of All the Robberies, Escapes, & Crimes of Jack Sheppard (1724), sendas biografías del eximio atracador inglés experto en fugas, al que se le ha comparado con Houdini; la primera escrita tras su fuga de la cárcel de Newgate y la segunda supuestamente atribuida al propio delincuente mientras esperaba su ejecución.
Otro renombrado maleante, quizás el más célebre de Gran Bretaña en el siglo XVIII, tanto por sus propias acciones como por la fama que le dieron novelistas, dramaturgos y la prensa en general, fue Jonathan Wild (1682-1725), que era la fuerza oculta de los criminales de Londres, a los que vendía su talento y su organización a cambio de una comisión del quince por ciento. Hacia 1710 llegó a controlar una verdadera red de distribución de mercancías robadas y, con la connivencia de las autoridades, manipuló a la prensa y supo sacar partido del miedo de la gente para convertirse, hasta ser desenmascarado, en una de las figuras públicas más respetadas de las dos primeras décadas del siglo XVIII. La proyección literaria de este personaje fue enorme: tras su ejecución, los periódicos se llenaron de relatos de su vida y recopilaciones de sus dichos y discursos de despedida. En mayo de 1725 Daniel Defoe escribió un relato sobre él para el Applebe’s Journal y un mes más tarde publicó True and Genuine Account of the Life and Actions of the Late Jonathan Wild. En 1728 el poeta John Gay puso en escena, bajo el nombre de MacHeath, a un príncipe de los malhechores londinenses tomando como modelo a Wild. Por último, en 1743 apareció en el tercer volumen de Miscellanies de Henry Fielding la novela satírica The History of the Life of the Late Mr. Jonathan Wild the Great, que lo retrataba como un superhéroe criminal. Era la verificación de la innegable fascinación de la criminalidad, más tarde confirmada por Thomas De Quincey en On Murder Considered As One of the Fine Arts (1827), de que la exposición del crimen podía tener un verdadero valor artístico según el tratamiento adoptado, de que una historia o un relato criminal podía proporcionar placer estético.
Aunque a finales del siglo XVI había aparecido en China la colección de relatos gong’an [literalmente «registros de casos en un tribunal de derecho público»] de la dinastía Ming (1368-1644) titulada [«Casos de un centenar de familias juzgados por el Bosquejo de Dragón»], en la que se presentaba al legendario juez de la dinastía Song (960-1279) Bao Zheng (999-1062), apodado Bao Gong [Lord Bao], como investigador criminal, lo que sería el primer precedente del detective, suele considerarse que la primera novela de crímenes fue Caleb Williams, or Things Are As They Are, de William Godwin, publicada en 1794. Pero si bien la acción gira alrededor de «un crimen, de su averiguación y de la inexorable persecución a la que somete el asesino a la persona que ha descubierto su culpa»[7], en realidad el verdadero objetivo de la novela es exponer las ideas políticas (anarquistas) de su autor contra el estado y la justicia. Todavía quedaba lejos lo que en el futuro distinguiría y caracterizaría al relato policial: la pesquisa más o menos rigurosa para solucionar un embrollo criminal. Esto solo llegaría a concretarse a partir de dos hitos importantes, casi coincidentes en el tiempo: la aparición en 1828 del primero de los cuatro volúmenes de las Mémoires de Vidocq, chef de la police de Sûreté, jusqu’en 1827 y la profesionalización un año después de la policía inglesa.
Eugène-François Vidocq fue un delincuente que, tras su paso por la cárcel, se convirtió en confidente de la policía, amañó su fuga y en 1811 llegó a ser nombrado (por Napoleón) primer jefe de la Sûreté francesa. Militar precoz, desertor y pirata, duelista empedernido, carterista, presidario especialista en evasiones y muy hábil en lo tocante a disfraces, fue el creador (en 1833) de la primera agencia de detectives privados, el Bureau de Renseignements Universels dans l’Intérêt du Commerce [Oficina de Información Universal por el Interés del Comercio], y en sus confusas memorias (en cuanto a fechas y datos concretos) se jactaba de ser un pionero en la utilización de la terminología detectivesca y el inventor de muchas técnicas criminalísticas: fue el primero en llevar un fichero de delincuentes y en tomar moldes de escayola de las huellas del calzado, así como el precursor de la ciencia balística. En cualquier caso, fascinó a varios escritores contemporáneos suyos, como Balzac, que fue su amigo y lo tomó como modelo para su personaje de Vautrin que aparece en Le père Goriot (1834), lo mismo que hizo Émile Gaboriau para su inspector Lecoq. Además de escribir algunos libros de temática criminal, como el ensayo Les voleurs (1836) o la novela Les vrais mystères de Paris (1844), y un diccionario de argot carcelario, su influencia sobre los primeros relatos policiales es indudable.
En 1829, el ministro de Gobernación del gabinete conservador, sir Robert Peel[8], estableció por vez primera una fuerza policial organizada al crear la policía metropolitana inglesa, con sede en Scotland Yard, formada por diecisiete divisiones con cuatro inspectores cada una. Y en 1842, año de aparición de la novela de intriga de Balzac Un tenebreuse affaire, poblada de espías, confidentes, policías paralelos y delincuentes de guante blanco, una de las divisiones (Detective Branch) se dedicaría exclusivamente a la investigación criminal, dando lugar a la aparición del término detective. Solo unos meses antes, Poe había publicado «The Murders in the Rue Morgue», considerado por casi todos como el primer relato detectivesco, aunque el poeta bostoniano desconociera la palabra y nunca fuera consciente de estar inaugurando un género[9].
La eficacia de esta nueva policía para resolver casos criminales al principio fue puesta en entredicho, pero gracias a escritores como Dickens, que admiraba la intachable conducta y la agudeza, sagacidad y capacidad deductiva de sus miembros, pronto se hicieron imprescindibles y algunos se convirtieron en héroes populares, que gozaron de una enorme popularidad con la publicación de sus experiencias de primera mano, como William Russell autor de Recollections of a Police Officer (1852), Recollections of a Policeman (1853) o The Recollections of a Detective Police Officer (1856), y posteriormente el inspector de prisiones comandante Arthur Griffiths, autor de la influyente obra en tres volúmenes Mysteries of Police and Crime (1898), o John Wilson Murray, primer detective canadiense al servicio del gobierno de Ontario, que recogió sus casos más memorables en Memoirs of a Great Detective: Incidents in the Life of John Wilson Murray (1904).
Uno de los que más afamados fue el inspector Charles Frederick Field, jefe de la División de Investigación Criminal, a quien Dickens solía acompañar en sus paseos nocturnos, no solo por Londres. Tras dedicarle un artículo en su revista Household Words, se basaría en él para el personaje del inspector Bucket de su celebrada novela Bleak House (1852-1853). Otros fueron el inspector Jonathan Whicher, más conocido como sargento «Witchem» por un artículo en la citada revista dickensiana, a quien sus compañeros apodaban el Príncipe de los Detectives, y su sucesor al frente de la Detective Branch el sargento Adolphus (Dolly) Frederick Williamson, alias el Filósofo, más tarde famoso por el caso de Jack el Destripador, que en 1867 sería nombrado inspector jefe y en 1870 superintendente. A ambos se les atribuye que sirvieron de modelo a Wilkie Collins para el sargento Cuff (consumado maestro en la observación aparentemente irrelevante y el comentario inesperado) de The Moonstone (1868), «la primera y más perfecta novela policial jamás escrita», según T. S. Eliot[10].
Pero aunque esos auténticos profesionales de la investigación criminal lograron cambiar la actitud hostil de la opinión pública hacia la policía y contribuyeron a la generalización de una mayor comprensión de su labor, lo cierto es que el naciente relato policial se apartó claramente de aquel prototipo: el descubrimiento del misterio o crimen enigmático, y a primera vista insoluble, se lleva a cabo mediante una operación estrictamente intelectual, en la que solo intervienen la imaginación y la lógica; el razonador abstracto que lo descifra suele ser un investigador sedentario e infalible y no un policía; la solución más improbable es la correcta; y el caso lo refiere «un amigo impersonal, y un tanto borroso, del investigador»[11], con el que siempre está «hablando de filosofía, sobre temas intelectuales»[12]. Es el retrato fiel del primer detective de la historia de la literatura: el caballero Auguste Dupin, «un aristócrata francés muy pobre, que vive en un barrio apartado de París, con un amigo»[13]. Poe proporciona escasos detalles sobre su aspecto físico y sus circunstancias personales, de las que apenas se sabe que le gusta la noche y la oscuridad. Lo que le interesa es mostrar sus formidables dotes intelectuales completamente fuera de lo normal: se erige en símbolo de la razón.
Con Poe se fijan las verdaderas reglas de la investigación policiaca y del relato policial, que —según Thomas Narcejac[14]— descubrió por sí mismo al reflexionar sobre el método analítico que había seguido para esclarecer el crimen misterioso que Dickens relata en su novela Barnaby Rudge (1841), adelantándose al autor. Como todo cuento, su punto de partida debe ser la consecución de un cierto efecto, para lo cual el autor «inventará los incidentes, combinándolos de la manera que mejor lo ayude a lograr el efecto preconcebido»[15]. Son también requerimientos indispensables del género la observación y el estudio detallado del escenario del crimen; la utilización de dos vías básicas de investigación: la empírica (pistas y testificaciones) y la racional (deducciones); y la presentación y refutación de hipótesis falsas. François Fosca ha resumido los códigos del relato policial según Poe: «el caso es un misterio inexplicable en apariencia; los indicios superficiales señalan erróneamente al culpable; se llega a la verdad a través de una observación rigurosa y metódica; la solución es verdadera y a la vez imprevista; las dificultades son solo aparentes; cuanto más complejo parece un caso más simple es su resolución; cuando eliminamos las imposibilidades, lo que queda —aunque increíble— es la justa solución»[16].
En cualquier caso, a partir de la trilogía de C. Auguste Dupin —fue Baudelaire quien la llamó trilogía— la narrativa policial cobró carta de naturaleza y se convirtió, como afirma Borges, en «una de las pocas invenciones literarias de nuestra época»[17], aunque a Stevenson le parecía un género «ingenioso pero sin vida» y lo rechazaba por ese «aspecto de insinceridad y superficialidad en el tono, que parece su inevitable inconveniente» y hace que resulte «cautivador pero insignificante, como una partida de ajedrez y no una obra de arte»[18], llegando a confesar que ese «despliegue de ingenio acaba por aburrirnos; empezamos a echar en falta las motivaciones y sentimientos usuales presentes en el quehacer cotidiano»[19]. Otra pega aducida sería, en opinión de Thomas Narcejac, que se trata de «un género “inestable” porque el misterio y la investigación tienden a excluirse mutuamente, son tan incompatibles como lo fantástico y lo racional»[20].
La popularidad del relato policial se acrecentó en todo el mundo a lo largo del siglo XIX gracias a autores como Dickens, Sheridan LeFanu[21], Wilkie Collins, Émile Gaboriau o Arthur Conan Doyle, que con su creación de Sherlock Holmes dio el espaldarazo definitivo al género. Como curiosidad digna de mención, el malogrado presidente estadounidense Abraham Lincoln, gran admirador de Poe, escribió un cuento de intriga titulado «The Trailor Murder Mystery» (1846[22]). Asimismo, en 1853, Pedro Antonio de Alarcón publicó en prensa el que quizá sea el primer relato policiaco de la literatura española, «El clavo», cuya trama se centra en el empecinamiento de un juez por resolver un crimen, cuya aclaración acarreará su desgracia.
En la penúltima década del siglo XIX, Gaboriau y Collins dominaron la ficción policial gracias a su aportación de elementos sensacionalistas (folletinescos el primero y melodramáticos el segundo) al racionalismo que caracterizaba al género inventado por Poe. La influencia de los detectives falibles de Gaboriau (el egoísta y vanidoso Lecoq, a quien Holmes tilda de «chapucero deplorable», o el anciano prestamista retirado apodado Père Tabaret y más conocido como «Tir-au-clair») es indudable en la creación del inmortal personaje de Conan Doyle, ese extrovertido, presuntuoso, egocéntrico, engreído y petulante esteta victoriano, célebre por su gorro de cazador de ciervos, su lupa, su pipa y su violín, que puede considerarse una contundente respuesta a la equívoca imagen que Collins ofrece de los detectives.
Aunque no pertenece al cuerpo de policía, nuestro entrometido y enredador detective habla como ellos y a veces actúa como ellos. Pero no persigue fundamentalmente la captura del culpable ni el cumplimiento de la ley. Su mayor motivación consiste en experimentar la íntima satisfacción de haber resuelto un caso difícil para así eludir la monotonía y el tedio de la vida. A diferencia del «aficionado» Auguste Dupin de Poe, Holmes es el primer detective privado que introduce un toque artístico y mágico a la lógica del descubrimiento científico que adopta. Todo un profesional que cobra altos honorarios tanto a sus clientes como a la propia policía, a la que con frecuencia ayuda, y es capaz de anticipar algunas innovaciones fundamentales en el campo de la investigación criminal (como la balística, desconocida oficialmente antes de 1909 y utilizada por él en 1903, o la toma de huellas digitales).
Su primera fuente de inspiración —según confesó Doyle en su autobiografía— fue un antiguo profesor suyo de Medicina, el doctor Joe Bell, eminente cirujano de Edimburgo, cuyo singular y enigmático método de adivinar la vida y los hábitos de sus pacientes con solo observar sus modales y las peculiaridades de su vestuario siempre lo había fascinado. Nada más entrar ellos en su consulta, les diagnosticaba lo que tenían sin darles tiempo siquiera a abrir la boca. Al convertirlo en detective, el fascinante asunto de sus diagnósticos se reducía a algo muy parecido a una ciencia exacta.
En su primer relato de la serie de sesenta (cuatro largos y cincuenta y seis cortos) que compondrán lo que se conoce como el canon sherlockiano, el detective aficionado Sherlock Holmes expresa sus principios de la deducción en lo que pretende ser un artículo de revista escrito por él mismo. «Su título, algo ambicioso —en palabras de su fiel amigo Watson, narrador de sus portentosas aventuras—, era El libro de la vida, e intentaba demostrar lo mucho que un observador puede aprender mediante un examen preciso y sistemático de todo cuanto le sale al paso. Me pareció una admirable mezcla de sagacidad y disparates. El razonamiento era minucioso y profundo, pero las deducciones me parecieron rebuscadas y exageradas. El escritor pretendía penetrar los más recónditos pensamientos de un hombre a partir de un gesto pasajero, la contracción de un músculo, o la manera en que miraba. Según él, era imposible engañar a alguien adiestrado en la observación y el análisis. Sus conclusiones eran tan infalibles como tantas proposiciones de Euclides. Tan sorprendentes serían los resultados para los no iniciados que, hasta no conocer los procesos mediante los cuales había llegado a tales conclusiones bien podrían considerarlo un nigromante»[23].
El método que emplea Holmes se basa en su propia convicción de que el «crimen más común es, a menudo, el más misterioso, ya que no presenta ninguna característica nueva o especial de la que puedan extraerse deducciones»[24], y que «cuanto más extraña es una cosa, menos misteriosa resulta ser; son los delitos corrientes, sin rasgos distintivos, los que realmente desconciertan, al igual que un rostro corriente es el más difícil de identificar»[25]. Él mismo lo explica por boca de Watson: «A partir de una gota de agua un lógico puede deducir la posible existencia de un océano Atlántico o un Niágara, sin haberlos visto ni haber tenido nunca noticias de ellos. […] A semejanza de las demás artes, la Ciencia de la Deducción y el Análisis solo puede adquirirse mediante un prolongado y paciente estudio, y no hay vida tan larga que permita a ningún mortal alcanzar la máxima perfección posible en ella. Antes de volver a esos aspectos morales y mentales que presentan las mayores dificultades, el investigador debe empezar por superar los problemas más elementales. Al encontrarse con otro compinche mortal, debe aprender a distinguir de un vistazo su historia completa, así como su oficio o profesión. Por muy pueril que pueda parecer, este ejercicio aguza la capacidad de observación, y enseña dónde y cómo buscar para hallar respuestas. Las uñas de sus dedos, la manga de su chaqueta, sus botas, las rodilleras de sus pantalones, las callosidades de sus dedos pulgar e índice, su expresión facial, los puños de su camisa…, cada una de estas cosas revelan por sí solas la profesión de un hombre. Que el conjunto de todas ellas no consiga aclarar al investigador competente es, de todas formas, casi inconcebible»[26].
Muy diferente a Holmes es Arsène Lupin, que representa el último eslabón en la tradición del delincuente-héroe. Este caballeroso ladrón de guante blanco, que no admite ninguna clase de marrullería ni juego sucio, utiliza el mismo método que el detective aficionado de Conan Doyle pero a la inversa: si con este nos enfrentamos cada vez a un nuevo delito que él ha de resolver, con Lupin sabemos de antemano que el culpable es precisamente el propio protagonista y se trata de ver cómo logran detenerlo. Verdadero artista del disfraz, que nunca se toma demasiado en serio, este simpático y fogoso bribón se presenta como jefe de una banda de ladrones y asegura divertirse enormemente en sus correrías. Irónico recalcitrante y bromista, para él el robo no es nada reprobable, solo una nueva forma de redistribuir la riqueza, e incluso es muy amigo del encargado de su búsqueda y captura: el anciano detective Ganimard. Nació por encargo: en 1904, el director de la revista francesa Je sais tout requirió a Maurice Leblanc (1864-1941) la creación de un personaje típicamente francés que emulase a Holmes. Oriundo de Normandía, como Flaubert o Maupassant, este reputado cuentista formado en la revista Gil Blas se inspiró en un bandido del siglo XVIII que aterraba y a la vez atraía a las marquesas, aunque al parecer también está basado en el anarquista Marius Jacob que ocupó los titulares de los periódicos en 1905 y, en cualquier caso, es un claro descendiente del Rocambole de Ponson de Terrail, sin perder de vista al A. J. Raffles de E. W. Hornung. Al principio iba a llamarse Arsène Lopin, pero hubo que cambiar ligeramente el apellido porque coincidía con el de un político local.
Holmes sirvió también de modelo a otros detectives posteriores como The Old Man in the Corner (conocido en España como el «anciano de la esquina», el «viejo del rincón», o simplemente el «hombre del rincón») de la baronesa Orczy, que desentraña los enigmas que le plantean sin moverse de su «rincón», el «laborioso, carente de sentido del humor y sorprendentemente pesado» (en palabras de S. S. van Dine) doctor Thorndyke de Richard Austin Freeman, o los dos detectives superhombres más famosos de la época: el profesor Augustus S. F. X. van Dusen (apodado La Máquina Pensante) de Jacques Futrelle y el Padre Brown de Chesterton. Con ellos comenzó la primera Edad de Oro del relato criminal, claro anticipo de la gran transformación del género que se produciría tras la Primera Guerra Mundial, con la aparición de Agatha Christie, Dashiell Hammett, Dorothy Sayers, James M. Cain, Raymond Chandler o Georges Simenon.
Húngara de nacimiento pero casada con un inglés, la pintora y escritora Emma «Emmuska» Orczy (1865-1947) saltó a la fama en 1905 con su primera novela histórica sobre la Pimpinela Escarlata, atildado aristócrata que lleva una doble vida en los revueltos tiempos parisinos del Reinado del Terror ayudando a los nobles a librarse de la guillotina. Sus relatos policiales, narrados de forma amena y objetiva por la joven periodista Polly Burton, destacan por la genuina innovación de presentar el primero de los armchair detectives (detectives de sillón), el «viejo del rincón». Tales textos aparecieron en la Royal Magazine entre 1901 y 1904, y fueron recogidos posteriormente en tres colecciones: The Case of Miss Elliott (1905), The Old Man in the Corner (1909) y Unravelled Knots (1925). Orczy también creó, en la novela Lady Molly of Scotland Yard (1910), el personaje de la detective femenina Lady Molly Robertson-Kirk, en realidad jefe del Departamento Femenino de Scotland Yard, capaz de demostrar, tras cinco años de pesquisas, la inocencia de su marido acusado de asesinato, pero luego supuestamente reintegrada a sus labores de ama de casa, y años más tarde, en varios relatos recogidos en Skin o’ My Tooth. His Memoirs, By His Confidential Clerk (1928), el corpulento, feo y mordaz abogado irlandés Patrick Mulligan, especialista en resolver crímenes de manera poco escrupulosa, apodado por sus clientes Skin O’ My Tooth[27].
Pero la baronesa Orczy no fue la primera mujer que se atrevió a penetrar en el cerrado universo masculino de la ficción detectivesca, abriendo camino a tantas otras excelentes escritoras policiacas que vinieron después, como Agatha Christie, Dorothy Sayers, P. D. James, Patricia Highsmith, Ruth Rendell, Sarah Paretsky o Joyce Carol Oates, por mencionar solo a las más famosas. Antes que ella ya lo habían intentado otras, sobre todo en el ámbito anglosajón. En la Gran Bretaña victoriana hicieron sus pinitos escritoras como Catherine Crowe (1790-1872), autora de la novela Adventures of Susan Hopley; or Circumstantial Evidence (1841), en la que una sirvienta sigue la pista del asesino de su hermano, las célebres novelistas Elizabeth Cleghorn Gaskell (1810-1865) y Mary Elizabeth Braddon (1835-1915), que publicaron en revistas de la época varios relatos de corte policial como «Disappearances» (Household Words, 1851), «The Gray Woman» (All the Year Round, 1861) o «A Dark Night’s Work» (All the Year Round, 1863), la primera, y «George Caulfield’s Journey» (Mistletoe Bough, 1879) la segunda; Mrs. Henry (Ellen) Wood (1814-1887), que coqueteó con el género en varios relatos de su colección Reality or Delusion? (1868), o Catherine Louisa Pirkis (1841-1910), que publicó en la Ludgate Magazine una serie de relatos protagonizados por una mujer detective, reunidos más tarde en la novela The Experiences of Loveday Brooke Lady Detective (1894).
Esta afición pronto estuvo también en boga en Australia y en los Estados Unidos. Entre las mujeres que optaron por esta temática en la entonces colonia británica podemos citar a Céleste de Chabrillan (1824-1909), que escribió en francés Les voleurs d’or (1857), Caroline Woolmer Leakey (Oliné Keese) (1827-1881), responsable de la novela The Broad Arrow (1859), Ellen Davitt (ca. 1812-1879), que publicó por entregas en la revista Australian Journal los relatos «Black Sheep: A Tale of Australian Life» (1865-1866) o «The Wreck of Atalanta» (1867), y sobre todo la más conocida Mary Fortune (1833-1910), autora de una copiosa obra más o menos policiaca, publicada también en dicha revista, como Memoirs of an Australian Police Officer (1865-1866), la serie The Detective Album (1868-1908), y The Mystery of the Hansom Cab (1886), la primera novela detectivesca que vendió un millón de ejemplares.
En los Estados Unidos habría que destacar a Louisa May Alcott (1832-1888), que entre 1863 y 1869 escribió varias novelas cortas sobre aspectos controvertidos de las relaciones humanas como drogas (opio y hachís), violencia, asesinato, venganza, aberración mental o locura, como «Pauline’s Passion and Punishment» (1863), «A Whisper in the Dark» (1863), o «V. V. or Plots and Counterplots» (1865), hasta que el éxito de su celebrada Little Women (Mujercitas, 1868) la llevó por otros derroteros. Otras escritoras que tantearon el género con mayor o menor éxito fueron Harriet Prescott Spofford (1835-1921), que publicó relatos policiales en revistas, como «In a Cellar» (1859) y «Circumstance» (1860) en la Atlantic Monthly, o «Mr. Furbush» (1865) y «In the Maguerriwock» (1868) en la Harper’s New Monthly Magazine; o Metta Fuller, o Metta Victoria Fuller Victor (1831-1885), afamada autora de dime novels[28] que, bajo el seudónimo de Seeley Regester, firmó también las primeras novelas de detectives escritas por una mujer, como The Dead Letter (1866), en la que la clarividente hija de un investigador localiza al sospechoso, o The Figure Eight (1869), en la que el misterio lo descubre una institutriz sonámbula.
No obstante, se considera que la verdadera creadora de la detective novel estadounidense fue Anne Katherine Green (1846-1935), admiradora de Gaboriau e hija de un abogado criminalista y, por tanto, familiarizada con las cuestiones legales y delictivas, que además acuñó el término para su novela The Leavenworth Case: A Lawyer’s Story (1878), y presentó el primer detective oficial de aquel país, el dinámico y corpulento Ebenezer Gryce de la Policía Metropolitana de Nueva York, secundado a veces por la entrometida solterona de la alta sociedad Amelia Butterworth, prototipo de Miss Marple. Gryce protagonizó las novelas A Strange Disappearance (1880), Seven to Twelve (1887), Behind Closed Doors (1888) y A Matter of Millions (1890), y las colecciones de relatos Room Number 3, and Other Detective Stories (1905) o Masterpieces of Mystery (1913), mientras que Butterworth lo hizo en That Affair Next Door (1897), Lost Man’s Lane: a Second Episode in the Life of Amelia Butterworth (1898) y The Circular Study (1900). A Green se debe también la invención de la primera girl detective, Violet Strange, una joven que hace su presentación en sociedad pero mantiene una vida secreta como sabueso, cuyas aventuras recogió en The Golden Slipper, and Other Problems for Violet Strange (1915). Por otra parte, su compatriota Carolyn Wells (1870-1942), casi contemporánea suya, fue la primera mujer que se atrevió a escribir un estudio teórico del género: The Technique of the Mystery Story (1913).
Sin embargo, en realidad la atribución de la gestación de la primera mujer detective se la tendrían que disputar dos escritores victorianos ingleses: William Stephens Hayward y Andrew Forrester (seudónimo de James Redding Ware), que en 1864 publicaron las novelas Revelations of a Lady Detective y The Female Detective, respectivamente, en las que aparecieron los personajes de investigadoras criminales Mrs. Paschal, «viuda que ronda los cuarenta años» que se enfrenta sin pestañear a torturadores y asesinos, y Mrs. Gladden («G.» para sus colegas policiales), que no se sabe muy bien si ha elegido ese duro oficio porque no tiene otra forma de ganarse la vida o se trata simplemente de un antojo ineludible. Hasta hace poco se suponía que esas dos detectives victorianas eran pura ficción, pero recientemente se ha comprobado que ya en 1865 el Glasgow Herald contaba la historia de una mujer, casada con un policía, que extraoficialmente ayudaba a su marido. Y en 1875, sendos anuncios en The Times daban fe de que al menos dos agencias londinenses de detectives privados empleaban también mujeres. Aunque en esto se adelantaron las estadounidenses, como prueba la historia de Kate Warne que en la década de 1850 trabajó como tal en la famosa agencia de detectives Pinkerton[29], con la que logró impedir un atentado criminal contra el presidente Lincoln y, a su muerte en 1868, fue proclamada «mejor detective femenina de América, si no del mundo».
Volviendo a los descendientes de Holmes, hay que mencionar al célebre doctor Thorndyke del escritor británico Richard Austin Freeman (1862-1943), que fue mancebo de botica antes de doctorarse en Medicina en 1887 y ejercer de cirujano en Ghana. Aquejado de malaria, en 1891 volvió a Inglaterra y, después de trabajar unos años como médico en la Holloway Prison, se retiró a escribir. Creado en 1905 en la novela corta The Mystery of 31, New Inn (que no se publicó hasta 1911 y un año más tarde ampliada) pero aparecido por vez primera en la novela The Red Thumb Mark (1907), este curioso personaje fue uno de los más conspicuos herederos de Holmes y aportó una serie de modificaciones importantes al modelo tradicional de detective: es una mezcla de abogado criminalista y forense experto en medicina legal, un científico sabio y racionalista que siempre tiene a su lado al indispensable Polton, óptico y fotógrafo[30] competente y con gran destreza manual además de constructor de relojes, y como contrapunto, el modesto e ignaro doctor Jervis, que narra sus aventuras. A Freeman se le atribuye la invención del relato detectivesco a la inversa, sobre el que él mismo teoriza en el prefacio a su recopilación The Singing Bone (1912): en el cuento «The Case of Oscar Bordski», incluido en dicha antología, el lector conoce desde el principio quién es el autor del crimen y después observa cómo Thorndyke va siguiendo las pistas que le permitirán descubrir al criminal. La identidad del culpable deja de ser lo más importante, lo realmente interesante es la forma en que se lleva a cabo el descubrimiento del delito.
Otro insigne sucesor de Holmes fue el repelente profesor Van Dusen, de ascendencia germánica, estrábico y con una cabeza descomunal (usa sombreros del número 8), magistral creación del periodista, director teatral y escritor deportivo y de westerns y novelas de misterio estadounidense, descendiente de hugonotes franceses, Jacques Futrelle (1875-1912), que murió prematuramente en el hundimiento del Titanic. Al igual que Israel Zangwill, a quien Borges tanto admiraba, Futrelle se especializó en crímenes imposibles, en una serie de relatos aparentemente surrealistas y absurdos (algunos de ellos publicados en las revistas Saturday Evening Post y Boston American), en los que la metodología de su peculiar investigador, aficionado al juego intelectual, se basaba exclusivamente en la lógica, omitiendo cualquier indicio material y sin mezcla experimental alguna, aunque utilizaba con destreza los modernos medios de comunicación: telégrafo, teléfono, redes eléctricas, tuberías, chimeneas de ventilación, juegos de espejos que reflejan la luz, etc. El propio Van Dusen explica el origen de su apodo en «A Dressing Room». Cuenta que desconoce por completo el ajedrez, pero que podría derrotar a cualquiera que le hubiera dedicado toda su vida con solo «unas cuantas horas de instrucción» y aplicando únicamente la lógica. Para demostrarlo juega contra el campeón del mundo, el ruso Chaicovkski, y lo vence. Por lo que su sorprendido oponente exclama: «Mon dieu! Usted no es un hombre, es un cerebro…, una máquina…, una máquina pensante».
Un caso aparte lo constituye el Padre Brown, alias el Apóstol del sentido común o el Príncipe de la Paradoja, que creó Chesterton a partir del párroco John O’Connor, tan decisivo en la conversión al catolicismo del autor. Infalible como casi todos sus colegas de ficción, de vivísima inteligencia y supremo conocimiento del alma humana, este curita regordete, torpe, insignificante y ridículo, con su paraguas torcido y su sombrero de teja negro, se burla de todas las normas establecidas dando siempre muestras de una sutil ironía rayana a veces en el humor negro, y niega todo racionalismo, así como la lógica y la ciencia; su método es puramente intuitivo y psicológico. Como afirma Borges, sus cuentos «simulan ser policiales y son mucho más. Cada uno de ellos nos propone un enigma que, a primera vista, es indescifrable. Se sugiere después una solución no menos mágica que atroz, y se arriba por fin a la verdad, que procura ser razonable. Cada uno de los cuentos es un apólogo y es asimismo una breve pieza teatral»[31].
Años antes de la creación del Padre Brown, Chesterton ya había plasmado su personal visión del género policial, «la primera y única forma de literatura popular que expresa algún sentido de la poesía de la vida moderna». Para él el detective, «instrumento de la justicia social, es la figura original y poética, mientras que los ladrones y los atracadores no son más que apacibles conservadores cósmicos, que se contentan con la inmemorial respetabilidad de los monos y los lobos. […] En estas historias el héroe o el investigador atraviesa Londres con algo de la soledad y la libertad de un príncipe de cuento de hadas, y en el transcurso de ese imprevisible viaje el ocasional ómnibus asume los colores primordiales de un barco de ensueño. Las luces de la ciudad empiezan a brillar como innumerables ojos de duendes, ya que son los guardianes de algún secreto, aunque sea latente, que el autor conoce y el lector no. Cada recodo de la calle es como un dedo que lo señala; cada contorno fantástico de cañones de chimeneas parece indicar insensatamente, irrisoriamente, el significado del misterio»[32].
Otros muchos detectives pueblan la obra de Chesterton: los hermanos Grant, Basil (juez retirado de pelo gris) y Rupert (detective privado pelirrojo), de The Club of Queer Trades (1905), que representan las dos caras de la moneda: el mejor y el peor método de investigación según el autor; el detective de Scotland Yard Gabriel Syme, que se infiltra en un grupo de anarquistas en The Man Who Was Thursday (1908); la pareja Cyrus Pym y Michael Moon, cortados por el mismo patrón que los hermanos Grant, en Manalive (1912); Horne Fisher, el flaco y austero primo y secretario de un político importante, y sus ayudantes Mr. Brain y Cuthbert Grayne en los relatos «The Hole in the Wall» y «The Bottomless Well» de The Man Who Knew Too Much (1922); el inspector de Scotland Yard Mr. Traill en «Garden of Smoke» (1922); el detective privado Dr. Adrian Hyde de «The White Pillars Murder» (1925); el extravagante poeta Gabriel Gale de The Poet and the Lunatics (1929); y su última creación Mr. Pond, que, en The Paradoxes of Mr. Pond (1936), muestra la misma dualidad que vemos en el Padre Brown, parece un funcionario bondadoso y en realidad tiene considerable experiencia en la lucha contra el crimen en el servicio secreto. Finalmente habría que citar a Max Pemberton, que presenta los hechos de «The Donnington Case», resuelto luego por el Padre Brown, en un relato póstumo aparecido en 1981.
Para Chesterton la primera característica de un cuento policial es que la clave sea simple, no debe cometerse el difundido error de creer que la historia más complicada es la mejor, y durante toda la narración debe existir la expectación del momento de la sorpresa, y esta debe durar únicamente un instante[33]. Da por descontado que el lector y el crítico no solo desean ser engañados, sino que desean ser susceptibles de serlo y para ello es indispensable ocultar el «secreto», bien entendido que, como dijo Poe, para ocultarlo «es absolutamente necesario no emplear ningún medio indebido o poco artístico»[34]. Otras consideraciones acerca del género aconsejan también que la intriga esté perfectamente estructurada y que la acción se desarrolle paulatinamente hasta alcanzar su punto culminante; que tanto el lector como el detective tengan idénticas posibilidades de resolver el enigma; que el culpable ha de ser descubierto por auténticas deducciones y el crimen en ningún caso puede resultar ser un accidente o un suicidio; que la historia nunca debe alargarse innecesariamente; y que hay evitar por principio cualquier mediación de tipo sobrenatural[35].
Esta antología no pretende ser exhaustiva por razones obvias de espacio, pero sí al menos representativa del género policiaco en sus numerosas variantes, desde sus prolegómenos y fundación hasta los años veinte del siglo pasado, punto de inflexión que marcó el nacimiento de la llamada novela negra, en la que la solución del enigma ya no constituye la única razón de ser del texto y el personaje central, el investigador aficionado que trata de desentrañarlo, va desapareciendo en provecho del profesional, sea policía o detective privado, que incluso a veces se ve reemplazado por un periodista cuando no por un criminal o un gangster.
Teniendo siempre presente la máxima exigencia de calidad literaria, he tratado de mezclar una amplia variedad y originalidad de enfoques, alternando relatos consagrados con otros menos conocidos. Me he tomado la licencia de incluir un claro antecedente anterior a Poe[36], «La catástrofe de Mr. Higginbotham», de Nathaniel Hawthorne, que además de mostrar los rasgos distintivos de este maestro de la corta distancia, invención, imaginación y originalidad, presenta lo que Carl van Doren[37] llama «ingenuidades subidas de tono» para contar, con un humorismo rayano en la bufonada, la historia de un vendedor ambulante de tabaco chismoso que se ve envuelto en un crimen del que solo tiene noticias inciertas.
De Poe he preferido un cuento menos conocido, «Tú eres el hombre», en el que no interviene Dupin. Se trata de una historia bastante inverosímil, cuya originalidad radica en que Poe experimenta con la forma del cuento policial, combinando detective y narrador en un solo personaje (el primer detective anónimo[38]) y anticipando sutilmente algunos de los ingredientes que luego serán imprescindibles, como el empleo de la balística[39], la preparación de pistas falsas o la circunstancia de que el culpable sea la persona más imprevisible.
Por insolvencia de su padre, Dickens pasó la infancia (hasta los nueve años) con toda su familia en la prisión londinense de Marshalsea. Quizás por eso supo plasmar tan bien las penurias de la vida carcelaria y se interesó vivamente por el mundo del hampa, llegando a hacerse amigo de varios policías, como los mencionados inspectores Field y Whicher. Aunque ya había utilizado investigadores policiales en sus novelas Barnaby Rudge (1841) y Martin Chuzzlewit (1843), su definitiva incursión en el género comenzó en 1850 con la publicación en su revista Household Words del artículo «The Detective Police» y del relato «Three Detective Anecdotes», que he elegido para esta colección porque con él se inició el proceso de creación del policía como héroe detectivesco.
No me he podido resistir a incluir el famoso «Cazador cazado» de Wilkie Collins, «maestro de la vicisitud de la trama, de la patética zozobra y de los desenlaces imprevisibles»[40], uno de los relatos detectivescos más divertidos que conozco, cuya comicidad solo es comparable a la del escasamente difundido cuento de Mark Twain «El robo del elefante blanco», otra irreverente parodia de los procedimientos que hacen la retórica del género y delirante guantazo cómico al mito del detective, claro anticipo de su jocosa novela corta A Double-Barreled Detective Story (1902), feroz sátira en la que el mismo Sherlock Holmes se desplaza al Oeste americano.
El sentido del humor es también un ingrediente importante del célebre cuento de Oscar Wilde, que no podía faltar en esta antología por su brillante y quebradizo esteticismo, «El crimen de Lord Arthur Savile», virulenta sátira de la decadente alta sociedad victoriana, en la que con brillante y sutil ironía y amarga socarronería se plantea el tremendo dilema moral al que debe enfrentarse el cínico aristócrata entre su futura felicidad y el inexorable destino al que está abocado que lo involucra en un asesinato.
De los cincuenta y siete relatos de Conan Doyle sobre Sherlock Holmes me he inclinado por «La banda moteada», exótica historia con ribetes góticos en cuya gestación es innegable la influencia de los relatos de Poe «The Murders in the Rue Morgue», «The Fall of the House of Usher» o «The Facts in the Case of M. Valdemar», que fue el primer texto holmesiano en llamar la atención del mundo teatral, y pronto le ocurriría lo mismo con el cine, la radio y la televisión. Además es el favorito del autor y encabeza la lista en casi todas las encuestas, siendo el preferido de los lectores del Strand o del Observer, pero también de los Baker Street Irregulars.
Más desconocidos son los relatos que he escogido de la baronesa Orczy, de Jack London y de Richard Austin Freeman. Lamentablemente, las colecciones de relatos policiales en las que aparece el «viejo del rincón» no se han traducido al castellano, que yo sepa. El relato aquí seleccionado, «Asesinato en Regent’s Park», como los restantes casos que el detective aficionado le cuenta a la periodista Polly Burton mientras ingiere vasos de leche y trozos de tarta de queso, presenta la peculiaridad de que la policía no ha podido resolverlo, por lo que su esclarecimiento no sirve para detener al culpable, contraviniendo una regla básica de la narración policial: que la acción de la Justicia alcance al delincuente. En eso se parece a Sherlock Holmes, que ni persigue fundamentalmente la captura del culpable ni el cumplimiento de la ley (a veces incluso elude la responsabilidad de castigar a los delincuentes que captura), solo la íntima satisfacción de haber resuelto un caso difícil. O al Padre Brown, que únicamente en doce de sus cuarenta y nueve casos entrega al delincuente a las fuerzas del orden.
Jack London apenas frecuentó el género policiaco, pero las pocas veces que lo hizo estuvo a la altura que podía esperarse de un cuentista de su valía. «La historia del hombre leopardo» narra un insólito caso de asesinato impulsado por los celos que transcurre en un circo, en el que tanto a la víctima como al asesino, y sobre todo al arma empleada, habría que calificar de inusitados y verdaderamente imprevisibles, y me ha parecido idóneo para ser incluido en esta antología.
Aunque empezó tarde en su labor de escritor (con cuarenta años cumplidos), entre 1905 y 1942 Freeman escribió unas veinte novelas y más de cuarenta relatos, centrados casi exclusivamente en el género policiaco, y en la mayoría de esos textos aparece su célebre detective Dr. Thorndyke. De entre todos ellos he seleccionado uno de los menos conocidos, «La lentejuela azul» que, además de presentar un caso bastante original, es una perfecta muestra de la estrategia, sumamente precisa y detallista, que suele emplear el jurista forense para resolver los casos mediante métodos estrictamente científicos en los que aplica sus conocimientos de criminalística, como se hace en la práctica actual.
El brillante desarrollo de la ciencia aplicada a la resolución de crímenes que llevó a cabo el Dr. Thorndyke seguramente no habría sido posible si antes no lo hubiera precedido el profesor Van Dusen, apodado La Máquina Pensante. De los alrededor de cincuenta casos en los que intervino he preferido el inaugural, «El problema de la celda número 13», uno de los más eximios relatos de detectives que se han escrito y precursor del subgénero de misterio en una habitación cerrada, en el que no se trata de resolver ningún asesinato o robo sino de demostrar que «el pensamiento lo puede todo», para lo cual Van Dusen se apuesta con unos amigos que es capaz de escaparse de una celda aplicando solo su cerebro y su inteligencia.
Las aventuras de Arsène Lupin, tan increíbles y arrebatadoras como las de Arthur Gordon Pym, son magistrales viñetas pobladas de detectives y apaches de la alta sociedad o de la calle, en las que el enigma por resolver reside en la identificación y captura del ingenioso y seductor ladrón de guante blanco, cuyos delitos él mismo se encarga de anunciar en un constante desafío a las fuerzas del orden. Entre todas ellas (recogidas en veinte novelas y veintiocho relatos) he optado por la que inauguró la serie, «El arresto de Arsène Lupin», en la que quedan bien definidas todas las características del personaje, y el simpático farsante y tramposo se deja capturar por el romántico amor de una mujer, mero pretexto que le permitirá lucirse en la subsiguiente fuga.
La antología se cierra con uno de los mejores relatos de Chesterton, «Pasos sospechosos», verdadero tour de force en el que el Padre Brown manifiesta sin ambages su clara preferencia por redimir al delincuente en lugar de castigarlo, transgrediendo todas las normas establecidas, y como casi todos los demás casos presenta una paradoja perfecta: la similitud del traje de etiqueta de un caballero con el atuendo de un camarero. Sirva de broche de oro a este ramillete escogido de relatos policiales clásicos.
JUAN ANTONIO MOLINA FOIX