G. K. CHESTERTON

PASOS SOSPECHOSOS[115]

Si usted se encuentra a un miembro de ese club selecto, los Doce Pescadores Auténticos, al entrar en el Vernon Hotel para la cena anual del club, observará, cuando él se quite el abrigo, que su traje de etiqueta es verde y no negro. Si (suponiendo que tenga la atrevida audacia de dirigirse a tal ser) le pregunta el porqué, seguramente le contestará que lo hace para evitar que lo confundan con un camarero. Usted entonces se retirará abrumado. Pero dejará atrás un misterio todavía sin resolver y una historia que vale la pena contar.

Si (para seguir en la misma línea de conjeturas improbables) tuviera que entrevistarse con un curita bondadoso y trabajador llamado Padre Brown, y se le ocurriera preguntarle cuál creía él que era la suerte más insospechada de su vida, seguramente respondería que su mayor golpe de suerte tuvo lugar en el Vernon Hotel, donde había prevenido un delito y, quizás, salvado un alma, simplemente prestando atención a unos cuantos pasos en un pasillo. Tal vez esté un poco orgulloso de aquella asombrosa y muy aventurada sospecha suya, y es posible que la mencione. Pero como es enormemente improbable que usted ascienda tan alto en la escala social para encontrar a los Doce Pescadores Auténticos, o que se hunda lo bastante en los barrios bajos entre delincuentes para encontrar al Padre Brown, me temo me nunca se enterará de la historia a menos que la sepa por mí.

El Vernon Hotel en el que los Doce Pescadores Auténticos celebran sus cenas anuales era una de esas instituciones que solo pueden existir en una sociedad oligárquica que casi ha enloquecido por los buenos modales. Era ese típico producto sin orden ni concierto: una empresa comercial «exclusiva». Es decir, era un negocio que no era rentable por atraer clientes, sino en realidad por rechazarlos. En plena plutocracia los comerciantes llegan a tener la suficiente astucia para ser más exigentes que sus clientes. Crean verdaderas dificultades hasta el punto de que sus clientes ricos y hartos tienen que gastar dinero y diplomacia para superarlos. Si hubiera en Londres un hotel de moda al que no pudiera entrar nadie que midiera menos de seis pies (poco más del metro ochenta), la sociedad reuniría dócilmente grupos de personas de seis pies de estatura para que cenaran en él. Si hubiese un restaurante caro que, por mero capricho de su propietario, abriera solo los jueves por la tarde, estaría abarrotado todos los jueves por la tarde. El Vernon Hotel estaba, como por casualidad, en la esquina de una plaza en Belgravia. Era un hotel pequeño y muy incómodo. Pero sus inconvenientes se consideraban murallas que protegían a determinada clase social. Un inconveniente, en particular, se estimaba que era de vital importancia: el hecho de que solo apenas veinticuatro personas podían cenar allí al mismo tiempo. La única mesa grande era la famosa mesa de la terraza, que estaba al aire libre en una especie de veranda que daba a uno de los jardines más exquisitos de Londres. De modo que resultaba que incluso las veinticuatro plazas de aquella mesa solo podían disfrutarse en tiempo caluroso; y eso hacía que el placer, al ser más difícil, resultara todavía más deseable. El dueño actual del hotel era un judío llamado Lever; y le sacaba casi un millón poniendo difícil el acceso. Por supuesto unía a esa limitación en la competencia de su empresa el más esmerado refinamiento en el servicio. Los vinos y la cocina eran realmente tan buenos como los mejores de Europa, y el porte de los sirvientes reflejaba exactamente el rígido temperamento de la clase alta inglesa. El propietario conocía a todos sus camareros como a los dedos de su mano; eran solo quince en total. Era más fácil llegar a ser miembro del Parlamento que camarero en aquel hotel. Cada camarero estaba adiestrado para mantener un silencio sobrecogedor y mostrarse afable, como si fuese el ayuda de cámara de un caballero. Y, de hecho, por lo general había al menos un camarero por cada caballero que cenaba.

El club de los Doce Pescadores Auténticos no habría consentido en cenar en ningún otro sitio más que allí, pues exigía una privacidad de lujo; y la sola idea de que cualquier otro club cenase en el mismo edificio lo habría molestado bastante. Con motivo de su cena anual, los Pescadores tenían la costumbre de exponer todos sus tesoros, como si estuvieran en una casa particular, especialmente el famoso juego de cubiertos de pescado, que era, por decirlo así, la insignia de la sociedad, cada uno de ellos labrado en plata en forma de pez, y con una perla de gran tamaño incrustada en el mango. Se empleaban de manera indefectible para el plato de pescado, que era siempre el más lucido en aquellos banquetes esplendorosos. La sociedad tenía una considerable cantidad de ceremonias y prácticas, pero carecía de historia y de propósito; por eso era tan aristocrática. No había que ser nada para formar parte de los Doce Pescadores; a menos que uno fuese ya cierta clase de persona, ni siquiera habría oído hablar de ellos. Existía desde hacía doce años. Su presidente era Mr. Audley. Su vicepresidente, el duque de Chester.

Si he descrito de algún modo el ambiente de aquel asombroso hotel, al lector puede extrañarle comprensiblemente cómo llegué a saber algo acerca de él, e incluso quizás se pregunte cómo una persona tan corriente como mi amigo el Padre Brown vino a parar a aquella tribuna excelente. Por lo que a eso se refiere, mi historia es simple, o incluso vulgar. Hay en este mundo en que vivimos un alborotador y demagogo de muy avanzada edad que irrumpe en los refugios más acrisolados con la espantosa denuncia de que todos los hombres son hermanos, y dondequiera que fuera ese partidario de la igualdad de derechos montado en su caballo blanco, era obligación del Padre Brown seguirlo. Uno de los camareros, un italiano, había padecido aquella tarde un ataque de parálisis; y su patrono judío, ligeramente asombrado de tales supersticiones, había consentido en llamar al sacerdote papista más cercano. Lo que el camarero confesó al Padre Brown no nos concierne, por la excelente razón de que dicho clérigo se lo calló; pero al parecer le exigió escribir una nota o declaración para transmitir algún mensaje o enderezar algún entuerto. Por tanto, el Padre Brown, con la misma insolencia sumisa que habría mostrado en Buckingham Palace, pidió que le proporcionaran una habitación y recado de escribir. Mr. Lever no sabía qué hacer. Era un hombre bondadoso, y tenía también esa mala imitación de la bondad, la aversión a cualquier dificultad o escándalo. Al mismo tiempo, la presencia en su hotel aquella noche de un insólito desconocido era como una pequeña mancha de suciedad en algo recién limpiado. En el Vernon Hotel nunca hubo ninguna zona imprecisa o antesala, nadie esperaba en el vestíbulo, ningún cliente llegaba al azar. Había quince camareros y doce invitados. Sería tan sorprendente encontrar aquella noche un nuevo invitado en el hotel como descubrir en la propia casa a un nuevo hermano tomando el desayuno o el té. Además, el aspecto del sacerdote era mediocre y su ropa estaba llena de barro; solo vislumbrarlo a lo lejos podría provocar una crisis en el club. A Mr. Lever por fin se le ocurrió un plan para ocultar la deshonra, ya que no podía borrarla. Cuando usted entra (cosa que nunca hará) en el Vernon Hotel, recorre un pequeño pasillo decorado con unos cuantos cuadros sórdidos pero pretenciosos, y llega al vestíbulo principal y salón que comunica a su derecha con varios pasillos que conducen a los espacios públicos, y a su izquierda con un pasillo similar que lleva a las cocinas y otras dependencias del hotel. Justo a mano izquierda está la esquina de un despacho acristalado que linda con el salón: una casa dentro de otra, por así decirlo, como el bar del antiguo hotel que antaño seguramente ocupó su lugar.

En ese despacho estaba instalado el representante del propietario (nadie en aquel lugar aparecía nunca en persona si él podía evitarlo), y un poco más allá del despacho, de camino al alojamiento del servicio, estaba el guardarropa de los caballeros, última frontera de sus dominios. Pero entre el despacho y el guardarropa había un pequeño cuarto privado sin ninguna otra salida, que el propietario utilizaba a veces para asuntos delicados e importantes, como prestar mil libras a un duque o negarle seis peniques. Una prueba de la espléndida tolerancia de Mr. Lever era que permitía que aquel lugar sagrado fuera profanado durante una media hora por un simple sacerdote, garabateando en un trozo de papel. La historia que el Padre Brown estaba poniendo por escrito era probablemente mucho mejor que esta, solo que nunca la sabremos. Lo único que puedo decir es que resultaba casi tan larga, y que los dos o tres últimos párrafos eran los menos emocionantes y apasionantes.

Pues cuando llegó a esos párrafos el sacerdote empezó a dejar que sus pensamientos divagasen un poco, y que sus sentidos corporales, que normalmente eran bastante agudos, se despertaran. Estaba ya oscureciendo y se acercaba la hora de la cena; aquel olvidado cuartito privado carecía de luz, y quizás la creciente penumbra, como a veces sucede, aguzó su sentido auditivo. Mientras el Padre Brown redactaba la última parte, la menos esencial, de su documento, se sorprendió escribiendo al ritmo de un repetido ruido que venía del exterior, al igual que a veces pensamos en sintonía con el paso de un tren. Al darse cuenta de eso descubrió lo que era: solo los habituales pasos ligeros y apresurados al otro lado de la puerta, cosa nada improbable en un hotel. Sin embargo, se quedó mirando al techo oscurecido, y prestó atención al ruido. Después de haberlo oído distraídamente durante unos cuantos segundos, se levantó y escuchó con la mayor atención, ladeando un poco la cabeza. A continuación volvió a sentarse y escondió el rostro entre las manos, ya no solamente escuchando, sino también pensando.

Las pisadas del exterior eran como las que pueden oírse en cualquier hotel en un momento determinado; y a pesar de ello, consideradas en su totalidad, había algo muy extraño en ellas. No se oían otras pisadas. La casa siempre estaba en silencio, pues los escasos huéspedes habituales iban inmediatamente a sus habitaciones, y a los bien adiestrados camareros se les ordenaba que casi no se dejaran ver hasta que se los necesitase. No era posible imaginar ningún otro lugar en el que hubiera menos motivos para percibir la menor irregularidad. Pero esas pisadas eran tan extrañas que era difícil decidir si calificarlas de regulares o de irregulares. El Padre Brown las repitió con su dedo en el borde de la mesa, como el que trata de aprender una melodía en el piano.

En primer lugar se oyó una gran cantidad de pasitos apresurados, como los que podría hacer un hombre ligero para ganar una carrera pedestre. En un determinado momento se detuvieron y se trocaron en una especie de pasos lentos y cadenciosos, que ascendían a menos de una cuarta parte, pero emplearon casi el mismo tiempo. Nada más extinguirse el eco de la última pisada volvió a oírse la serie o el murmullo de pasos ligeros y apresurados, y después de nuevo el ruido sordo de un andar más pesado. Indudablemente se trataba del mismo par de botas, en parte porque (como se ha dicho) no había otras cerca, y en parte porque crujían un poco, aunque inconfundiblemente. El Padre Brown tenía esa clase de cabeza que no puede evitar hacerse preguntas; y esa pregunta aparentemente trivial casi hizo que la cabeza le estallara. Había visto gente que corría para saltar, y gente que corría para deslizarse. Pero ¿por qué demonios correría alguien para andar? O bien, ¿por qué andaría para correr? Sin embargo ninguna otra descripción contemplaba las extravagancias de aquel invisible par de piernas. O aquel hombre caminaba muy deprisa medio pasillo para andar muy despacio la otra mitad; o caminaba muy despacio hasta un extremo para darse el gusto de andar rápido hasta el otro. Ninguna de las dos ocurrencias parecía tener mucho sentido. Su mente se oscurecía cada vez más, como la habitación.

Sin embargo, cuando se puso a pensar juiciosamente, la misma oscuridad de su celda pareció aclarar sus ideas; empezó a ver, como en una especie de visión, aquellos pies extraños correteando por el pasillo en posturas forzadas y simbólicas. ¿Era una danza religiosa pagana? ¿O algún tipo completamente nuevo de experimento científico? El Padre Brown empezó a preguntarse con más precisión qué parecían indicar aquellos pasos. Primero se ocupó de los pasos lentos: no eran, sin duda alguna, los pasos del propietario. Esa clase de personas anda rápido y contoneándose, o se está quieta. Tampoco podía ser un empleado o recadero esperando instrucciones. No parecía eso. En una oligarquía, los miembros de la clase peor remunerada a veces se tambalean cuando están algo bebidos, pero por lo general, y especialmente en lugares tan espléndidos, se quedan de pie o se sientan en posturas forzadas. No; aquel andar pesado pero ligero, con una especie de énfasis despreocupado, no especialmente ruidoso, pero sin que le importe hacer ruido, solo podía pertenecer a uno de los animales de este mundo. Era un caballero de Europa occidental, que seguramente nunca había trabajado para ganarse la vida.

Justo cuando llegaba a esa firme certidumbre, los pasos se aceleraron y pasaron corriendo por delante de la puerta con el mismo desasosiego que los de una rata. El oyente observó que aunque aquel paso era mucho más rápido era también mucho más silencioso, casi como si aquel hombre caminase de puntillas. Sin embargo no lo asoció mentalmente a la discreción, sino a otra cosa…, algo que no podía recordar. Lo sacaba de quicio uno de aquellos vagos recuerdos que lo hacen a uno sentirse estúpido. Sin duda había oído aquel andar extraño y veloz en alguna parte. De pronto se levantó de un salto con una nueva idea en la cabeza y se dirigió a la puerta. Su habitación no tenía una salida directa al corredor, sino que daba por un lado al despacho acristalado y por el otro, al guardarropa de más allá. Trató de salir por la puerta del despacho y comprobó que estaba cerrada con llave. Acto seguido miró hacia la ventana, que ya no era más que un cristal cuadrado que enmarcaba una nube purpúrea hendida por el lívido crepúsculo, y por un momento olfateó el mal como un perro olfatea a las ratas.

Su lado racional (fuese o no el más sensato) recobró la supremacía. Recordó que el propietario le había dicho que cerraría la puerta con llave y que volvería más tarde para liberarlo. Se dijo que unas veinte cosas que no se le habían ocurrido podrían explicar aquellos ruidos raros en el exterior; recordó que quedaba solo la luz suficiente para terminar su propio trabajo. Llevó su papel a la ventana para captar la última luz de aquella tarde tormentosa, y una vez más se sumergió con determinación en su informe casi concluido. Había escrito durante unos veinte minutos, inclinándose cada vez más sobre el papel por la disminución de luz, cuando de pronto se irguió. Había oído otra vez aquellos extraños pasos.

Esta vez tenían una tercera rareza. Anteriormente el desconocido había caminado, con ligereza sin duda y veloz como el rayo, pero había caminado. Esta vez corría. Podían oírse los pasos rápidos, silenciosos, ágiles que venían por el pasillo, como si fueran las patas de una pantera que huye y da saltos. Quienquiera que fuese el que venía era un hombre fuerte y ágil, presa de una emoción contenida aunque violenta. Sin embargo, cuando el ruido hubo llegado majestuosamente al despacho como una especie de torbellino susurrante, de pronto volvió de nuevo el andar lento y arrogante de antes.

El Padre Brown tiró al suelo su papel y, sabiendo que la puerta del despacho estaba cerrada con llave, entró sin pérdida de tiempo en el guardarropa situado al otro lado. El encargado de aquel lugar se había ausentado temporalmente, es probable que porque los únicos huéspedes estaban cenando y su cargo era una sinecura. Después de abrirse camino a tientas por un bosque de abrigos en penumbra, descubrió que el oscuro guardarropa daba al pasillo iluminado mediante una especie de ventanilla o media puerta, como la mayoría de las ventanillas a través de las cuales todos hemos entregado paraguas y recibido a cambio fichas numeradas. Había una luz justo encima del arco semicircular de esta abertura. Iluminaba apenas al Padre Brown, que parecía meramente una silueta oscura que el sombrío crepúsculo perfilaba en la ventana a sus espaldas. Pero arrojaba una luz casi teatral sobre el hombre que estaba en el pasillo fuera del guardarropa.

Era un hombre elegante con un traje de etiqueta muy sencillo; alto, pero con aspecto de no ocupar mucho espacio; daba la impresión de que podría deslizarse como una sombra por donde a muchos hombres más pequeños se les notaría demasiado y serían un estorbo. Su rostro, ahora echado hacia atrás e iluminado por la lámpara, era atezado y vivaz, el rostro de un extranjero. Tenía una buena figura, modales joviales y seguridad en sí mismo; un crítico solo habría podido decir que su chaqueta negra no estaba a tono con su figura y sus modales, y que incluso estaba abultada y hacía bolsas de un modo extraño. Nada más vislumbrar la negra silueta de Brown, perfilada contra el ocaso, arrojó un trozo de papel con un número y pidió con afable autoridad:

—Por favor, deme mi sombrero y mi abrigo; no tengo más remedio que irme ahora mismo.

El Padre Brown cogió el papel sin mediar palabra, y obedientemente fue a buscar el abrigo; no era el primer trabajo servil que había hecho en su vida. Lo cogió y lo puso en la ventanilla; entre tanto, el extraño caballero que había estado registrando el bolsillo de su chaleco, dijo riendo:

—No tengo nada suelto; puede quedarse con esto.

Y depositó medio soberano y recogió su abrigo.

La figura del Padre Brown permaneció completamente a oscuras e inmóvil; pero en aquel instante había perdido la cabeza, que era siempre más valiosa cuando la perdía. En tales momentos sumaba dos más dos y hacían cuatro millones. A menudo la Iglesia católica (que se aferra al sentido común) no lo aprobaba. Muchas veces tampoco lo aprobaba él. Pero era una verdadera inspiración (importante en crisis excepcionales) porque quienquiera que pierda su cabeza lo mismo la salvará.

—Me parece, señor —dijo cortésmente—, que usted tiene algo de dinero suelto en el bolsillo.

El caballero alto lo miró fijamente.

—Maldita sea —exclamó—, si prefiero darle oro, ¿por qué se queja?

—Porque a veces la plata[116] es más valiosa que el oro —dijo el sacerdote gentilmente—; es decir, en grandes cantidades.

El desconocido lo observó con curiosidad. Acto seguido, miró con más curiosidad todavía el pasillo hacia la entrada principal. A continuación volvió a mirar a Brown, y después miró muy detenidamente la ventana que había detrás de la cabeza de Brown, todavía coloreada por el resplandor crepuscular de la tormenta. Luego pareció decidirse. Puso una mano en la ventanilla, saltó por encima con la misma facilidad que un acróbata y, sobrepasando en estatura al sacerdote, le puso en el cuello una mano enorme.

—No se mueva —le dijo en un susurro entrecortado—. No quiero amenazarlo, pero…

—Yo sí quiero amenazarlo a usted —dijo el Padre Brown, con una voz como el redoble de tambor—. Quiero amenazarlo con el gusano que no muere y con el fuego que no se apaga.

—Es usted un tipo muy raro de encargado de guardarropa —dijo el otro.

—Soy un sacerdote, Monsieur Flambeau —dijo Brown—, y estoy dispuesto a escuchar su confesión.

El otro se quedó boquiabierto unos instantes y a continuación se desplomó en una silla.

Los dos primeros platos de la cena de los Doce Pescadores Auténticos se habían sucedido de un modo apacible y satisfactorio. No poseo una copia del menú; y aunque la tuviera a nadie le diría nada. Estaba escrita en esa especie de francés de altos vuelos que emplean los cocineros, pero completamente incomprensible para los franceses. Era tradición en el club que los entremeses fueran numerosos y variados hasta rayar en el desatino. Se los tomaba muy en serio porque se consideraban abiertamente extras superfluos, como la misma cena y el club entero. También era tradición que el plato de sopa tenía que ser ligero y sin pretensiones: una especie de vigilia sencilla y austera antes de la comilona de pescado que venía después. La conversación era esa extraña y limitada manera de hablar que rige en el Imperio británico, que lo rige en secreto, y que a pesar de ello apenas ilustraría a un inglés corriente aunque casualmente pudiese oírla. Se aludía a los ministros del gobierno de ambos lados por sus nombres de pila con una especie de aburrida benevolencia. Al ministro de Hacienda del partido radical, a quien todo el partido tory debería estar maldiciendo por sus exacciones, lo alababan por sus poemas menores, o su silla de montar en las cacerías. Al líder de los tories, a quien todos los liberales deberían odiar por tirano, lo discutían y, después de todo, lo alababan… por liberal. Parecía en cierto modo que los políticos eran muy importantes. Y aun así, cualquier cosa acerca de ellos parecía importante menos su política. Mr. Audley, el presidente, era un anciano afable que todavía usaba cuellos Gladstone; era una especie de símbolo de toda aquella sociedad fantasmal pero estable. Nunca había hecho nada…, ni siquiera nada malo. No era disoluto; ni tampoco especialmente rico. Simplemente estaba de moda, y se acabó. Ningún partido podía ignorarlo, y si hubiese querido formar parte del gobierno lo habrían metido. El duque de Chester, el vicepresidente, era un político joven y prometedor. Es decir, era un joven agradable, de cabellos rubios y lisos y rostro cubierto de pecas, de mediana inteligencia y enormes propiedades. Sus apariciones en público siempre eran afortunadas y su principio bastante sencillo. Cuando se le ocurría una broma la hacía, y a todos les parecía genial. Cuando no se le ocurría ninguna, decía que no era momento para frivolidades, y a todos les parecía inteligente. En privado, en un club de su propia clase, se limitaba a ser franco y cándido de buen grado, como un colegial. Mr. Audley, que nunca se había metido en política, los trataba con un poco más de seriedad. A veces incluso desconcertaba a la concurrencia con frases que parecían dar a entender que había alguna diferencia entre un liberal y un conservador. Él mismo era conservador, incluso en la vida privada. Un bucle de pelo gris le cubría la nuca, como a ciertos estadistas de antes, y visto por detrás parecía el hombre que el imperio necesita. Visto de frente parecía un soltero afable y autocomplaciente que se aloja en el Albany…, como así era.

Como se ha dicho, había veinticuatro plazas en la mesa de la terraza, y solo doce miembros en el club. Así que podían ocupar la terraza de la manera más lujosa posible, colocados en el lado de dentro de la mesa, sin nadie enfrente, dominando sin ningún estorbo el panorama del jardín, cuyos colores eran todavía vivos, aunque la tarde fuese cayendo de un modo algo refulgente para la época del año. El presidente se sentaba en el centro de la fila, y el vicepresidente en el extremo de la derecha. Cuando los doce comensales tomaban asiento por primera vez era costumbre (por algún motivo desconocido) que los quince camareros se alinearan en la pared como tropas que presentan armas al rey, mientras el obeso propietario permanecía de pie y hacía reverencias a los invitados mostrando una radiante sonrisa de sorpresa, como si nunca hubiese sabido de ellos. Pero antes de que sonase el primer tintineo de cuchillos y tenedores aquel ejército de criados había desaparecido, solo uno o dos, indispensables para recoger y repartir los platos, iban precipitadamente de un lado a otro en medio de un silencio sepulcral. Mr. Lever, el propietario, desde luego había desaparecido mucho antes entre un alboroto de cumplidos. Sería exagerado, es más, irreverente, decir que volvía a aparecer realmente. Pero cuando iba a servirse el plato principal, el plato de pescado, había (¿cómo lo diría?) una sombra vívida, una proyección de su personalidad, que indicaba que andaba rondando muy cerca. El sagrado plato de pescado consistía (a los ojos del vulgo) en una especie de pudín enorme, del tamaño y aspecto de una tarta nupcial, en el que un considerable número de atractivos pescados habían perdido definitivamente la forma que Dios les había dado. Los Doce Pescadores Auténticos empuñaron sus famosos cuchillos y tenedores de pescado, y abordaron el pudín tan solemnemente como si cada pulgada del mismo costase tanto como el tenedor de plata con el que se lo estaban comiendo. Así era, que yo sepa. Se enfrentaron al plato en medio de un silencio ilusionado y acuciante, y solo cuando el suyo estaba casi vacío, el joven duque hizo el comentario ritual:

—Esto no saben hacerlo en ninguna otra parte más que aquí.

—En ninguna otra parte —dijo Mr. Audley, con voz de bajo profundo, volviéndose hacia el que acababa de hablar y asintiendo varias veces con su venerable cabeza—. En ninguna otra parte, ciertamente, excepto aquí. Me habían dicho que en el Cafe Anglais…

Aquí se interrumpió e incluso se alteró por un momento al quitarle el plato, pero recobró el valioso hilo de sus pensamientos.

—Me habían dicho que en el Cafe Anglais sabían hacer lo mismo. Nada como esto, señor mío —dijo, negando con la cabeza implacablemente, como un juez muy severo—. Nada como esto.

—Es un sitio sobrestimado —dijo un tal coronel Pound, que (por su aspecto) hablaba por primera vez en varios meses.

—No sé, no sé —dijo el duque de Chester, que era un optimista—, para algunas cosas es muy bueno. No es posible superarlo en…

Un camarero entró rápidamente en la habitación, y luego se paró en seco. Su detención fue tan silenciosa como sus andares; pero todos aquellos caballeros despistados y amables estaban tan acostumbrados a la tranquilidad absoluta de la maquinaria invisible que rodeaba y sustentaba sus vidas, que el hecho de que un camarero hiciera algo inesperado suponía un sobresalto y un impacto. Sintieron lo que usted y yo sentiríamos si el mundo inanimado nos desobedeciese…, si una silla huyera de nosotros.

El camarero se quedó durante unos segundos mirando fijamente, mientras en el rostro de todos los comensales se acentuó una extraña vergüenza, producto exclusivo de nuestra época, combinación del humanitarismo moderno con el horrendo abismo actual que separa a los ricos de los pobres. Un verdadero aristócrata de los de antes le habría arrojado algo al camarero, empezando con botellas vacías y acabando muy probablemente con dinero. Un verdadero demócrata le habría preguntado, con la sinceridad de un camarada, qué demonios estaba haciendo. Pero estos plutócratas modernos no podían soportar a un pobre cerca de ellos, ni como esclavo ni como amigo. Que algo le hubiese salido mal a los criados era solamente un engorro estúpido y controvertido. Ellos no querían ser crueles y temían verse obligados a ser benevolentes. Querían dar por zanjado el asunto, fuera el que fuese. Lo dieron por zanjado. El camarero, tras permanecer rígido durante unos segundos, como un cataléptico, dio media vuelta y salió corriendo de la habitación como un loco.

Cuando reapareció en la habitación, o más bien en la puerta, estaba acompañado por otro, con el que cuchicheaba y gesticulaba con ardor meridional. A continuación el primer camarero se marchó, dejando al segundo, y reapareció con un tercero. Cuando un cuarto camarero se sumó a aquel apresurado sínodo, a Mr. Audley le pareció necesario romper el silencio en pro del tacto. Valiéndose de una tos muy fuerte, en vez del mazo presidencial, dijo:

—El joven Moocher está haciendo un trabajo espléndido en Birmania. En estos momentos, ninguna otra nación en el mundo podría…

Un quinto camarero había salido disparado hacia él como una flecha y le había susurrado al oído:

—Cuánto lo lamento. ¡Es importante! ¿Podría el propietario hablar con ustedes?

El presidente se volvió perplejo y, con una mirada de aturdimiento y extrañeza, vio que Mr. Lever venía hacia ellos con su torpe prontitud. Los andares del bueno del propietario eran, por supuesto, los habituales, pero su rostro no era ni mucho menos normal. Generalmente tenía un suave bronceado cobrizo; en aquellos momentos era de una palidez amarillenta.

—Discúlpeme usted, Mr. Audley —dijo, respirando con dificultad, como un asmático—. Tengo serias sospechas. ¡Los platos de pescado los retiraron con el cuchillo y el tenedor encima de ellos!

—Bueno, eso espero —dijo el presidente con cierta cordialidad.

—¿Ustedes lo vieron? —dijo de manera entrecortada el excitado hotelero—. ¿Vio al camarero que se los llevó? ¿Lo conoce?

—¿Qué si conozco al camarero? —respondió Mr. Audley con indignación—. ¡Por supuesto que no!

Mr. Lever abrió las manos con un gesto de dolor.

—Yo no lo envié —dijo—. No sé cuándo ni por qué vino. Envié a mi camarero para que se llevase los platos y comprobó que ya no estaban.

Mr. Audley todavía parecía bastante desconcertado para ser realmente el hombre que el imperio necesita; ninguno de los presentes pudo decir nada excepto el hombre de madera (el coronel Pound) que pareció reactivarse hasta cobrar una vida artificial. Se levantó con rigidez de su silla, dejando a todos los demás sentados, se ajustó el monóculo al ojo y habló en voz baja y ronca como si se le hubiera medio olvidado hablar.

—¿Va usted a decirme —preguntó— que alguien ha robado nuestro juego de cubiertos de plata para el pescado?

El propietario repitió el gesto de abrir las manos incluso con mayor impotencia, y en un abrir y cerrar de ojos todos los ocupantes de la mesa se pusieron de pie.

—¿Están aquí todos sus camareros? —preguntó el coronel con su tono de voz bajo y áspero.

—Sí; están todos aquí. Yo mismo lo observé —exclamó el joven duque, introduciendo a la fuerza su rostro infantil en el corro más íntimo—. Siempre los cuento cuando entro; tienen un aspecto tan curioso puestos ahí de pie contra la pared.

—Pero es posible que no lo recuerde con exactitud —empezó a decir Mr. Audley, con enorme vacilación.

—Lo recuerdo con exactitud, se lo aseguro —exclamó el duque muy excitado—. Nunca ha habido más de quince camareros en este hotel, y esta noche no había más de quince, puedo jurarlo; ni uno más ni uno menos.

El propietario se volvió hacia él, estremecido por una especie de parálisis causada por la sorpresa.

—¿Dice usted…, dice usted —balbuceó— que vio a mis quince camareros?

—Como de costumbre —asintió el duque—. ¿Qué tiene eso de extraño?

—Nada —dijo Lever, cada vez con mayor acento—, solo que usted no pudo verlos. Pues uno de ellos ha muerto en el piso de arriba.

Por un momento hubo un silencio sobrecogedor en aquella habitación. Es posible (es tan sobrenatural la palabra «muerte») que cada uno de aquellos hombres ociosos analizase su alma durante unos segundos y la viera como un pequeño guisante seco. Uno de ellos (el duque, creo) incluso dijo con la necia amabilidad de la opulencia:

—¿Podemos hacer algo?

—Ya lo ha visto un sacerdote —dijo el judío, afectado.

Acto seguido, como si hubieran escuchado el tantán del día del Juicio Final, se dieron cuenta de la verdadera situación en la que se encontraban. Pues durante unos cuantos segundos espeluznantes habían tenido la impresión realmente de que el camarero número quince podía ser el fantasma del hombre muerto del piso de arriba. Se habían quedado sin habla bajo aquella opresión, pues los fantasmas eran para ellos un engorro, como los mendigos. Pero el recuerdo de los cubiertos de plata rompió el encanto del prodigio; lo rompió bruscamente y con una reacción brutal. El coronel salió disparado de su silla y se dirigió hacia la puerta a grandes zancadas.

—Si había aquí un individuo decimoquinto —dijo—, ese era el ladrón. Bajemos inmediatamente a la entrada principal y a las puertas de atrás y cerrémoslas bien; luego hablaremos. Vale la pena recuperar las veinticuatro perlas del club.

Mr. Audley pareció dudar al principio de que fuese propio de caballeros darse tanta prisa por algo; pero, viendo que el duque se precipitaba escaleras abajo con energía juvenil, lo siguió aunque con ademán más juicioso.

En aquel mismo instante un sexto camarero entró corriendo en la habitación y declaró que había encontrado la pila de platos de pescado en un aparador, sin el menor rastro de los cubiertos de plata.

La multitud de comensales y sirvientes que se precipitaron atropelladamente por los pasillos se dividió en dos grupos. La mayor parte de los Pescadores siguieron al propietario a la sala de estar que daba a la calle para averiguar si alguien había salido. El coronel Pound, con el presidente, el vicepresidente y uno o dos más, se lanzó por el pasillo que conducía a las dependencias del servicio, que les parecía la más probable vía de escape. Al hacer eso pasaron por delante del oscuro nicho o espelunca del guardarropa, y vieron a un tipo de baja estatura, vestido de negro, probablemente el encargado, que permanecía un poco apartado en la sombra.

—¡Oye, tú! —gritó el duque—. ¿Has visto a alguien pasar?

El tipo de baja estatura no contestó directamente a la pregunta, sino que se limitó a decir:

—Puede que yo tenga lo que ustedes andan buscando, caballeros.

Se detuvieron, indecisos y perplejos, mientras él se retiraba discretamente al fondo del guardarropa y regresaba con las manos llenas de objetos de plata reluciente, que extendió en la ventanilla con la misma calma con que lo haría un vendedor. Consistía en una docena de tenedores y cuchillos de formas curiosas.

—Usted, usted… —empezó a decir el coronel, completamente desconcertado en definitiva. A continuación escudriñó la pequeña habitación en penumbra y vio dos cosas: la primera, que el hombre de baja estatura vestido de negro llevaba un traje de clérigo; y la segunda, que la ventana de la habitación situada detrás de él estaba rota, como si alguien la hubiera atravesado de manera violenta.

—¿No son cosas demasiado valiosas para depositarlas en un guardarropa? —comentó el clérigo, con jovial compostura.

—¿Usted… robó esas cosas? —balbuceó Mr. Audley, mirándolo fijamente.

—Si así fuese —dijo el tonsurado jovialmente—, en todo caso las estoy devolviendo de nuevo.

—Pero no fue usted —dijo el coronel Pound, mirando todavía fijamente la ventana rota.

—Confieso con franqueza que yo no las robé —dijo el otro con algo de humor. Y se sentó con bastante solemnidad en un taburete.

—Pero usted sabe quién lo hizo —dijo el coronel.

—Ignoro su verdadero nombre —dijo el sacerdote tranquilamente—, pero sé algo de su peso como boxeador, y bastante sobre sus problemas espirituales. La apreciación física la hice cuando trató de estrangularme, y la apreciación moral cuando se arrepintió.

—¡Conque… se arrepintió! —exclamó el joven Chester, con una especie de risotada balbuciente.

El Padre Brown se levantó, llevándose las manos a la espalda.

—¿No es extraño —dijo— que un ladrón y vagabundo se arrepienta, cuando tantos que son ricos y se sienten seguros permanecen inflexibles y frívolos, sin dar ningún fruto ni a Dios ni a los hombres? Pero en eso, si me permite, invade usted un poco mi incumbencia. Si duda de la penitencia como hecho práctico, ahí están sus cuchillos y tenedores. Ustedes son los Doce Pescadores Auténticos, y ahí están sus pescados de plata. Pero Él me ha hecho a mí pescador de hombres.

—¿Cogió usted a ese hombre? —preguntó el coronel, frunciendo el ceño.

El Padre Brown lo miró directamente a la cara ceñuda.

—Sí —dijo—, lo pesqué con un anzuelo inadvertido y un sedal invisible lo bastante largo para permitirle alejarse hasta los confines del mundo y aun así traerlo de vuelta con un tirón del hilo.

Hubo un largo silencio. Todos los demás hombres presentes se dispersaron para llevar la plata recobrada a sus camaradas, o para consultar al propietario acerca de las extrañas circunstancias de aquel asunto. Pero el coronel del rostro ceñudo seguía sentado a un lado de la ventanilla, balanceando sus piernas largas y flacas y mordiéndose el bigote negro.

Por fin le dijo en voz baja al sacerdote:

—Debe haber sido un tipo listo, pero creo conocer a otro más listo todavía.

—Era un tipo listo —respondió el otro—, pero no estoy del todo seguro de a quién se refiere usted.

—Me refiero a usted —dijo el coronel, riéndose un poco—. No tengo especial empeño en que encarcelen a ese tipo; no se preocupe por eso. Pero daría una buena cantidad de tenedores de plata por saber exactamente cómo se metió en este asunto, y cómo le quitó el género. Creo que usted es el pájaro que está más al tanto de todos los presentes.

Al Padre Brown pareció gustarle bastante la franqueza saturnina del militar.

—Mire usted —dijo sonriendo—, no puedo decirle nada, desde luego, acerca de la identidad del hombre, ni de su propia historia; pero no hay ningún motivo especial para que no le cuente los simples hechos ajenos que he averiguado por mi cuenta.

Saltó por encima de la valla con inesperada agilidad y se sentó junto al coronel Pound, moviendo sus cortas piernas como un niño que da patadas a una verja. Y empezó a contar la historia con la misma naturalidad con que se la contaría a un viejo amigo ante la chimenea el día de Navidad.

—Verá usted, coronel —dijo—, estaba yo encerrado ahí en esa pequeña habitación escribiendo un par de cosillas cuando oí en el pasillo unas pisadas tan sospechosas que parecían la danza de la muerte. Al principio eran unos extraños pasitos rápidos, como de un hombre que anda de puntillas por una apuesta; a continuación unos pasos lentos, descuidados, poco seguros, como de un hombre grande que pasea fumando un cigarro. Pero ambos provenían de los mismos pies, se lo juro, y se alternaban; primero la carrera, luego el paso y después otra vez la carrera. Me pregunté, al principio para pasar el rato, luego de manera incontrolada, por qué un hombre actuaría de esas dos formas simultáneamente. Un tipo de pasos lo reconocí; eran como los suyos, coronel. Era el andar de un caballero bien alimentado que espera algo, que se pasea más bien porque está alerta que por impaciencia. También sabía que conocía el otro andar, pero no podía recordarlo. ¿Qué insensata criatura había encontrado yo en mis viajes que corría precipitadamente de puntillas de aquella manera tan extraordinaria? Entonces oí un entrechocar de platos en alguna parte, y la respuesta me pareció tan obvia como la de san Pedro. Era el andar de un camarero: ese andar con el cuerpo inclinado hacia adelante, la mirada baja, pateando el suelo con la parte anterior de la planta del pie, los faldones del frac y la servilleta ondeando. Luego medité durante un minuto y medio más. Y creo que descubrí el talante del delito tan claramente como si yo mismo lo fuera a cometer.

El coronel Pound lo observó con mucha atención, pero los dulces ojos grises del cura miraban fijamente el techo con tristeza casi vacua.

—Un delito —dijo lentamente— es como cualquier otra obra de arte. No se sorprenda; los delitos no son ni mucho menos las únicas obras de arte que proceden de un taller infernal. Pero toda obra de arte, divina o diabólica, tiene un sello indispensable: me refiero a su sencillez esencial, por mucho que su ejecución pueda ser complicada. Así, en Hamlet, por ejemplo, el carácter grotesco del sepulturero, las flores de la joven demente, las galas fantásticas de Osric, la palidez del fantasma y la mueca de la calavera son todo ello rarezas en una especie de enmarañada guirnalda en torno a la sencilla figura trágica de un hombre vestido de negro. Pues bien, esto también —dijo sonriendo mientras bajaba despacio de su asiento—, también es la sencilla tragedia de un hombre vestido de negro. Sí —prosiguió, al ver que el coronel levantaba la vista algo asombrado—, toda la historia gira en torno a una levita negra. En esto, como en Hamlet, hay excrecencias rococó: ustedes, digamos. El camarero muerto, que estaba allí cuando no podía estar. La mano invisible que se llevó toda la plata de la mesa y desapareció. Pero todo delito ingenioso se basa a fin de cuentas en algún hecho bastante simple: un hecho que no es misterioso en sí mismo. El misterio surge al ocultarlo, al hacer que se piense en otra cosa. Este delito a gran escala y sutil, y (en circunstancias normales) sumamente provechoso, se basaba en el simple hecho de que el traje de etiqueta de un caballero es idéntico al de un camarero. Todo lo demás era actuación, una actuación la mar de buena, eso sí.

—Aun así —dijo el coronel, levantándose y mirándose las botas frunciendo el ceño—, no estoy seguro de haberlo entendido.

—Coronel —dijo el Padre Brown—, le aseguro que ese arcángel de la impudencia que robó sus tenedores anduvo de aquí para allá por este pasillo unas veinte veces a la luz resplandeciente de todas las lámparas, a la vista de todas las miradas. No fue a esconderse en rincones oscuros donde la sospecha podría haberlo buscado. No paró ni por un momento de recorrer los pasillos iluminados, y dondequiera que fuese parecía tener derecho a estar. No me pregunte qué aspecto tenía; usted mismo lo habrá visto seis o siete veces esta noche. Usted estuvo esperando con la demás gente importante en la sala de espera, al final del pasillo, justo antes de la terraza. Cada vez que pasaba entre ustedes, caballeros, lo hacía con la ligereza de un camarero, con la cabeza inclinada, ondeando la servilleta y con pies rápidos. Salía disparado a la terraza, hacía algo con el mantel y volvía de nuevo como un torbellino al despacho y a las dependencias del servicio. Cuando se ponía al alcance de las miradas del encargado del despacho y de los camareros se había convertido en otro hombre completamente distinto en cada pulgada de su cuerpo, en cada gesto instintivo. Se paseaba entre los criados con la insolencia ausente que todos ellos están acostumbrados a ver en sus clientes. No era nuevo para ellos que un pez gordo de los que participaban en la cena fuera y viniera por todas partes de la casa como un animal en el zoo; ellos saben que nada caracteriza más a la buena sociedad que la costumbre de andar por donde uno quiere. Cuando estaba más que harto de pasar por determinado pasillo, daba media vuelta y volvía a pasar por el despacho; amparado por la sombra del arco, un poco más allá, se transformaba como por un toque de magia y, de nuevo, se presentaba apresuradamente ante los Doce Pescadores convertido en sirviente sumiso. ¿Por qué iban a fijarse aquellos caballeros en un camarero al azar? ¿Por qué iban a sospechar los camareros de un distinguido caballero que se paseaba de un lado a otro? Una o dos veces gastó las bromas más insolentes. En el alojamiento privado del propietario pidió con toda tranquilidad un sifón, diciendo que tenía sed. Dijo afablemente que él mismo lo llevaría, y así lo hizo; lo llevó rápida y correctamente, pasando entre la mayoría de ustedes, como si fuera una camarero que hace un recado. Sin duda no habría podido mantenerlo por mucho tiempo, pero solo tenía que durar hasta el final del plato de pescado.

Su peor momento fue cuando los camareros se alinearon; pero incluso entonces consiguió apoyarse contra la pared, justo a la vuelta de la esquina, de tal manera que en aquel momento crucial los camareros lo creyeran un caballero, y los caballeros pensaran que era un camarero. Lo demás pasó en un abrir y cerrar de ojos. Si algún camarero lo sorprendía lejos de la mesa, lo tomaba por un lánguido aristócrata. Solo tuvo que llegar dos minutos antes de que retirasen el pescado, convertirse en camarero y desaparecer. Puso los platos en un aparador, metió los cubiertos de plata en su bolsillo delantero, que adoptaría un aspecto abultado, y salió corriendo como una liebre (lo oí venir) hasta que llegó al guardarropa. Allí solo tenía que ser de nuevo un plutócrata…, un plutócrata a quien de pronto lo reclamaba un asunto urgente. Solo tenía que dar su ficha numerada al encargado del guardarropa, y salir de nuevo tan elegantemente como había entrado. Solo que…, solo que dio la casualidad de que el encargado del guardarropa era yo.

—¿Qué le hizo usted? —exclamó el coronel, con inusitada vehemencia—. ¿Qué le dijo él?

—Discúlpeme —dijo el sacerdote sin inmutarse—, pero aquí termina mi historia.

—Y empieza a hacerse interesante —murmuró Pound—. Creo haber entendido el manejo profesional del ladrón. Pero no me parece haber captado el suyo.

—Debo irme —dijo el Padre Brown.

Caminaron juntos por el pasillo hasta el vestíbulo, donde vieron el rostro de buen color y pecoso del duque de Chester que, con paso ligero, se dirigía hacia ellos.

—Deprisa, Pound —exclamó, jadeante—. Lo he estado buscando por todas partes. La cena va a seguir a lo grande, y el viejo Audley tiene que dar un discurso en honor de los cubiertos que se han salvado. Queremos crear una nueva ceremonia, ¿sabe usted?, para conmemorar la ocasión. Oiga, la verdad es que usted recuperó la mercancía, ¿qué propone?

—Pues bien —dijo el coronel, con una mirada de aprobación algo sardónica—, yo propondría que en adelante llevemos chaquetas verdes en lugar de negras. Nunca se sabe las confusiones que pueden presentarse cuando uno se parece tanto a un camarero.

—¡Qué demonios! —dijo el joven—, un caballero no se parece nunca a un camarero.

—Ni un camarero a un caballero, ¿no es cierto? —dijo el coronel Pound, con la misma sonrisa en su rostro ceñudo—. Reverendo señor, su amigo debe haber sido muy listo para desempeñar el papel de caballero.

El Padre Brown se abotonó hasta el cuello su vulgar abrigo, pues la noche era tormentosa, y tomó su vulgar paraguas del paragüero.

—Sí —dijo—, ser un caballero debe de ser un trabajo muy duro; pero ¿sabe usted?, a veces he pensado que ser camarero debe de ser casi igual de laborioso.

Y diciendo «Buenas noches», abrió de un empujón las pesadas puertas de aquel palacio de los placeres. La verja dorada se cerró tras él y se fue a buen paso a atravesar las húmedas y oscuras calles en busca de un modesto ómnibus.