Wilhelm Hauff

EL CORAZÓN FRÍO

PRIMERA PARTE

QUIEN viaje por Suabia no debería olvidar nunca asomarse también un poco a la Selva Negra, no por los árboles, aunque no encontrará en todas partes esa inmensa cantidad de abetos formidables, sino por sus gentes, que se distinguen de las personas de alrededor de manera peculiar. Son más grandes que las personas corrientes, de hombros anchos y miembros fuertes, y es como si la fragancia tonificante que fluye por la mañana a través de los abetos les hubiese dado desde jóvenes una respiración más libre, una vista más clara y un ánimo más firme, aunque más rudo que a los habitantes de los valles y las llanuras. Pero no sólo por el porte y la estatura, sino también por sus costumbres y sus trajes se diferencian claramente de la gente que vive fuera del bosque. La ropa más vistosa la llevan los habitantes de la Selva Negra badense; los hombres se dejan crecer la barba como le ha sido dada al hombre por la naturaleza, sus jubones negros, sus enormes pantalones bombachos plisados, sus medias rojas y sus sombreros picudos rodeados de una amplio disco, les confieren un aire extraño, pero grave y respetable. La gente se dedica en general a la fabricación del vidrio; también hacen relojes y los llevan por medio mundo.

Al otro lado del bosque vive una parte del mismo tronco; pero su trabajo les ha dado otros usos y costumbres que a los vidrieros. Comercian con su bosque; talan y desraman sus abetos, los conducen por el Nagold desde el Alto Neckar río abajo por el Rin hasta adentrarse profundamente en Holanda, y en la costa conocen a los habitantes de la Selva Negra y sus largas balsas; se detienen en todas las ciudades situadas en la orilla del río y esperan orgullosos a que les compren sus maderos y tablones; los troncos más gruesos y largos los venden, sin embargo, por mucho dinero a los mynheer, que construyen barcos con ellos. Estos hombres están acostumbrados a una vida ruda e itinerante. Su mayor felicidad es navegar río abajo encima de su madera; su desdicha, regresar caminando por la orilla. Por eso su traje de fiesta es tan distinto del de los vidrieros del otro lado de la Selva Negra. Llevan jubones de lienzo oscuro, unos tirantes verdes de un palmo de ancho sobre el amplio pecho, pantalones de cuero negro de cuyo bolsillo asoma un metro de latón como un distintivo honorífico; su orgullo y su alegría son las botas, probablemente las más grandes que estén de moda en ningún lugar de la tierra; pues pueden subirse dos palmos por encima de la rodilla, y los balseros caminan con ellas por aguas de cuatro cuartas de profundidad sin mojarse los pies.

Hasta hace poco sus habitantes creían en los espíritus del bosque y sólo en tiempos modernos se ha podido apartarlos de esa disparatada superstición. Es curioso, sin embargo, que también los espíritus del bosque, que según la leyenda viven en la Selva Negra, hayan adoptado los distintos trajes típicos. Así se aseguraba que el Hombrecillo de Cristal, un geniecillo bueno de tres pies y medio de estatura, se aparecía siempre con un sombrerito picudo de ala ancha, jubón y pantaloncito bombacho y medias rojas. En cambio, Michel, El Holandés, que habita al otro lado del bosque, es, al decir de la gente, un ser gigantesco de hombros anchos vestido como los balseros, y algunos que pretenden haberlo visto aseguran que no querrían tener que pagar de su bolsa las terneras cuyas pieles serían necesarias para fabricar sus botas. «Tan grandes que su borde le llegaría al cuello a un hombre puesto de pie dentro de ellas», decían y pretendían no haber exagerado lo más mínimo.

Con estos espíritus del bosque dicen que tuvo una vez un habitante de la Selva Negra una extraña historia que quiero contar. En la Selva Negra vivía una viuda, la señora Barbara Munkin; su marido había sido carbonero, y tras su muerte logró convencer a su hijo de dieciséis años de que se dedicase a la misma profesión.

El joven Peter Munk, un muchacho espabilado, se avino a los deseos de su madre, porque tampoco había visto hacer a su padre otra cosa que estar sentado toda la semana junto a la humeante carbonera o bajar, negro y manchado de hollín y hecho un espanto para la gente, a las ciudades a vender sus carbones. Pero un carbonero tiene mucho tiempo para meditar sobre sí mismo y sobre los demás, y cuando Peter Munk estaba sentado junto a su carbonera, los oscuros árboles que le rodeaban y el profundo silencio del bosque movían su corazón al llanto y a una melancolía indefinida. Algo le entristecía, algo le enojaba, y era su baja condición. «¡Un negro y solitario carbonero!», se decía. «Es una vida miserable. ¡Qué apreciados son los vidrieros, los relojeros, hasta los músicos los domingos por la tarde! Y cuando aparece Peter Munk, lavado y acicalado, con el jubón de gala del padre, con botones de plata y medias rojas nuevas, y cuando alguien va detrás de mí y se pregunta: “¿quién será el buen mozo?”, y elogia para sus adentros las medias y mi garbo, al adelantarme y darse la vuelta dirá sin duda: “Ah, es sólo Peter Carbonero”».

También los balseros del otro lado eran objeto de su envidia. Cuando venían aquellos gigantes del bosque con sus espléndidos trajes llevando encima del cuerpo medio quintal de plata en botones, hebillas y cadenas, cuando contemplaban el baile con las piernas abiertas y el rostro arrogante, juraban en holandés y fumaban las larguísimas pipas colonesas, entonces uno de esos balseros era para Peter la viva imagen del hombre feliz. Y cuando aquellos afortunados metían finalmente las manos en los bolsillos y sacaban puñados de grandes táleros y se los jugaban a los dados perdiendo unas veces cinco florines, ganando otras diez, la cabeza le daba vueltas y regresaba abrumado a su cabaña; pues en más de una noche de fiesta había visto a alguno de aquellos «señores de la madera» jugarse más dinero del que ganaba el pobre padre Munk en un año. Había sobre todo tres hombres de los cuales no sabía a quién debía admirar más. Uno era un hombre grande y gordo de cara roja y era considerado el hombre más rico del lugar. Le llamaban «el gordo Ezequiel». Viajaba dos veces al año a Amsterdam con madera de construcción y tenía la suerte de venderla siempre mucho más cara que otros, y cuando los demás regresaban a casa a pie, él lo hacía sentado cómodamente en un coche. El otro era el hombre más alto y delgado de todo el bosque, le llamaban «el largo Schlurker» y Munk le envidiaba por su extraordinaria audacia; llevaba la contraria a la gente más respetada y cuando se sentaba en la fonda, ocupaba más sitio que cuatro hombres gordos por muy apretados que estuviesen todos; pues apoyaba ambos codos en la mesa o subía una de sus largas piernas al banco y, sin embargo, nadie se atrevía a contradecirle, pues tenía una fabulosa fortuna. El tercero era un hombre joven y apuesto que bailaba mejor que nadie a la redonda y por eso le habían puesto el nombre de el Rey de la pista de baile. Había sido un hombre pobre que había trabajado como criado de un señor de la madera; de repente se hizo inmensamente rico; unos decían que había encontrado una olla llena de dinero debajo de un viejo abeto, otros aseguraban que, con el arpón con que los balseros pescan a veces algún pez, había sacado del Rin, no lejos de Bingen, una bolsa llena de monedas de oro y que la bolsa pertenecía al gran tesoro de los Nibelungos que está allí enterrado; en resumidas cuentas, de repente se había hecho rico y todo el mundo le admiraba como si fuese un príncipe.

En estos tres hombres pensaba Peter Carbonero a menudo cuando estaba sentado solo en el bosque. Era cierto que los tres tenían un defecto capital que los hacía odiosos entre la gente; era su avaricia inhumana, su dureza con los deudores y los pobres, pues los habitantes de la Selva Negra son gente bondadosa. Pero ya se sabe cómo son estas cosas; aunque eran odiados por su avaricia, eran respetados por su dinero, pues ¿quién podía tirar los táleros como ellos, como si bastase con sacudir los abetos para que cayese el dinero?

«Esto no puede seguir así», se dijo Peter un día, apesadumbrado; pues el día anterior había sido fiesta y todo el mundo había acudido a la fonda; «como no llegue pronto a una rama verde, cometeré algún disparate. ¡Ojalá fuese tan respetado y rico como el gordo Ezequiel o tan audaz y poderoso como el largo Schlurker o tan famoso y pudiese arrojar a los músicos táleros en lugar de kreuzer como el Rey de la pista de baile! ¿De dónde habrá sacado el dinero?». Analizó uno a uno los modos de ganar dinero, pero ninguno le gustó; finalmente recordó las leyendas de las personas que en otros tiempos se habían hecho ricas gracias a Michel, El Holandés, y al Hombrecillo de Cristal. Cuando todavía vivía su padre, venían a visitarle a menudo otros pobres y entonces solían pasar el rato hablando de las personas ricas y de cómo habían hecho fortuna; en las historias que contaban, desempeñaba a menudo un papel importante el Hombrecillo de Cristal; haciendo un esfuerzo, podía recordar incluso el versito que había que pronunciar en la colina que había en medio del bosque para que se apareciese. Comenzaba así:

Guardián del tesoro del verde abetal,

muchos cientos de años tienes ya en el morral,

tuya es toda la tierra donde el abeto crece.

Pero por mucho que esforzaba su memoria no se le ocurría ningún verso más. A menudo pensaba si no debía preguntar a algún anciano cómo era el verso; pero siempre le hacía desistir el temor a delatar sus pensamientos; también llegó a la conclusión de que la leyenda del Hombrecillo de Cristal no debía de ser muy conocida y que sólo algunos pocos debían de saber el verso, pues en el bosque no había mucha gente rica, y ¿por qué no habían probado suerte su padre y los otros pobres? Un día logró que su madre hablase del Hombrecillo y ella le contó lo que ya sabía, sólo conocía la primera línea del verso y finalmente le dijo que el geniecillo sólo se aparecía a las personas nacidas en domingo entre las once y las dos. Él cumplía sin duda esa condición si sabía el versito, pues había nacido un domingo a las doce de la mañana.

Cuando Peter Carbonero oyó esto se puso fuera de sí de contento y de ansias de emprender esa aventura. Pensó que le bastaba con saber una parte del versito y haber nacido un domingo, y que el Hombrecillo de Cristal tendría que aparecérsele. Así que un día que había vendido todo su carbón, no encendió una nueva carbonera, sino que se puso el jubón de gala de su padre y unas medias rojas nuevas, se colocó el sombrero del domingo, cogió su bastón de ciruelo silvestre que medía cinco pies y se despidió de su madre: «Tengo que ir a la ciudad, pues pronto tendremos que sortear quién será soldado y voy a recalcarle al gobernador que sois viuda y yo vuestro único hijo». La madre elogió su decisión, pero él se puso en camino hacia la colina del bosque. Esta colina se encuentra en la elevación más alta de la Selva Negra y a dos horas a la redonda no había entonces ningún pueblo, no había ni siquiera una sola cabaña, pues la gente supersticiosa opinaba que aquella región era insegura. Tampoco se solía cortar allí madera a pesar de lo altos y magníficos que eran allí los abetos, pero cuando los leñadores habían trabajado allí, se les había desprendido a menudo la hoja de sus hachas y se les había clavado en el pie, o los árboles habían caído deprisa y habían herido e incluso matado a los hombres; además, los árboles más hermosos de aquel lugar sólo hubiesen servido para hacer leña, pues los balseros nunca incluían un tronco de la colina del bosque en sus balsas, ya que decía la leyenda que el hombre y la madera naufragaban si había un tronco de la colina del bosque en el agua. Por eso los árboles crecían allí tan apretados y altos que en pleno día era casi de noche, y Peter Munk se sentía cada vez más atemorizado en aquel paraje, pues no oía ninguna voz, ningún paso sino el suyo, ninguna hacha; hasta los pájaros parecían evitar aquella espesa noche de abetos.

Peter Carbonero había alcanzado ahora el punto más alto de la colina y estaba delante de un abeto de enormes proporciones por el que un armador holandés habría dado en el acto muchos cientos de florines. Aquí, pensó, vivirá el dueño del tesoro, se quitó su gran sombrero del domingo, hizo una profunda reverencia delante del descomunal árbol, carraspeó y dijo con voz temblorosa: «Buenas tardes, señor de Cristal». Pero no se produjo ninguna respuesta, y a su alrededor todo seguía tan silencioso como antes. «Creo que tendré que pronunciar el versito», siguió pensando, y murmuró:

Guardián del tesoro del verde abetal,

muchos cientos de años tienes ya en el morral,

tuya es toda la tierra donde el abeto crece.

Al pronunciar estas palabras vio con gran espanto cómo asomaba una extraña y diminuta figura detrás del grueso árbol; le pareció ver al Hombrecillo de Cristal como le habían descrito, el juboncito negro, las pequeñas medias rojas, el sombrerito, todo era igual, creyó incluso haber visto la carita pálida pero fina e inteligente de la que hablaba la gente. ¡Pero, ay, con la misma rapidez con que había asomado el Hombrecillo de Cristal, volvió a desaparecer! «Señor de Cristal», exclamó Peter Munk tras algunos titubeos, «tened la bondad de no burlaros de mí. Señor de Cristal, estáis muy equivocado si creéis que no he visto cómo os asomabais detrás del árbol». La respuesta seguía sin producirse, sólo de cuando en cuando creía percibir unas risitas ahogadas detrás del árbol. Por fin, su impaciencia pudo más que el temor que le había contenido hasta entonces. «¡Espera pequeñajo», exclamó, «ya verás cómo te cojo!», saltó detrás del abeto, pero allí no había ningún guardián del tesoro del verde abetal y sólo una pequeña y delicada ardilla trepó velozmente por el árbol.

Peter Munk meneó la cabeza; comprendió que había tenido un cierto éxito con su conjuro y que quizá le faltaba sólo añadir una rima del versito para hacer salir al Hombrecillo de Cristal; pero aunque pensó y repensó no se le ocurrió nada. La ardilla se había sentado en las ramas más bajas del abeto y parecía animarle o burlarse de él. Se aseaba, enrollaba su bonita cola y le miraba con ojos inteligentes; pero finalmente Peter empezó a tener casi miedo de estar a solas con aquel animal, pues tan pronto la ardilla parecía tener una cabeza humana y llevar un sombrero de tres picos, tan pronto era como una ardilla corriente sólo que tenía medias rojas y zapatos negros en las patas traseras. En una palabra, era un animal divertido; no obstante, Peter Carbonero se sentía cada vez más asustado, pues se daba cuenta de que allí estaban sucediendo cosas muy extrañas. Con pasos más rápidos que los que diera a la idea, Peter se alejó del lugar. La oscuridad del bosque era cada vez más negra, los árboles estaban cada vez más densos y sintió tanto pavor que empezó a correr a toda velocidad y sólo cuando oyó a lo lejos el ladrido de perros y divisó poco después el humo de una cabaña entre los árboles, volvió a tranquilizarse. Pero cuando se acercó y vio los atuendos que llevaba la gente que había en la cabaña, descubrió que en su pánico había tomado la dirección opuesta y en lugar de llegar a la comarca de los vidrieros había llegado a la de los balseros.

Los habitantes de la cabaña eran leñadores; un hombre viejo, su hijo, el dueño de la casa, y algunos nietos ya mayores. Peter Carbonero, que pidió alojamiento por aquella noche, fue bien acogido, y sin que nadie le preguntase por su nombre ni por su procedencia, le dieron de beber sidra y por la noche le invitaron a comer un enorme urogallo, el mejor manjar de la Selva Negra.

Después de la cena, la señora de la casa y sus hijas se sentaron con sus ruecas alrededor de la gran tea que los muchachos alimentaban con la más fina resina de abeto; el abuelo, el invitado y el dueño de la casa fumaban y miraban a las mujeres; los muchachos estaban ocupados en tallar cucharas y tenedores de madera. Afuera en el bosque aullaba la tempestad y zarandeaba los abetos, aquí y allá se oían golpes muy violentos y a menudo parecía como si se doblasen y derrumbasen árboles enteros. Los audaces muchachos quisieron salir al bosque a contemplar aquel terrible y hermoso espectáculo; su abuelo los retuvo, sin embargo, con palabras y miradas severas. «Yo no aconsejaría a nadie que saliese ahora por la puerta», les dijo, «sabe Dios que quien lo hiciese no volvería jamás; pues Michel, El Holandés, está talando esta noche en el bosque un nuevo timón para su balsa».

Los pequeños le miraron admirados; seguramente ya habían oído hablar de Michel, El Holandés, pero ahora rogaron al abuelo que contase alguna bonita historia de aquel personaje. Peter Munk, que sólo había oído hablar vagamente de El Holandés al otro lado del bosque, se sumó a su petición y preguntó al viejo quién era y dónde estaba: «Él es el amo de este bosque y a juzgar por el hecho de que todavía lo ignoráis a vuestra edad, debéis vivir más allá de la colina del bosque o aún más lejos. Pero voy a contaros lo que sé de Michel, El Holandés, y la leyenda que existe sobre él. Hace unos cien años, así me lo contó al menos mi abuelo, no había en la tierra un pueblo más honrado que los habitantes de la Selva Negra. Ahora, desde que hay tanto dinero en el país, las personas son ruines y malas. Los mozos bailan y arman jaleo el domingo y blasfeman que es un espanto; pero en aquel entonces era distinto, y aunque ahora se asomase a aquella ventana, lo digo y lo he dicho a menudo, Michel, El Holandés, es el culpable de toda esta depravación. Hace cien años y más, vivía un acaudalado maderero que tenía muchos criados; comerciaba muy lejos bajando por el Rin y su negocio era próspero, pues era un hombre piadoso. Una noche llegó a su puerta un hombre como no lo había visto jamás. Su traje era como el de los mozos de la Selva Negra, pero era una cabeza más alto que ninguno y nadie había imaginado que pudiese existir semejante gigante. El hombre pidió trabajo al maderero y éste, que vio que era fuerte y apropiado para las pesadas cargas, calculó con él su sueldo y llegaron a un acuerdo. El maderero no había tenido nunca un trabajador como Michel. A la hora de talar árboles valía por tres, y cuando seis hombres se derrengaban con el extremo de un tronco, él solo llevaba el otro. Pero después de cortar madera durante medio año, se presentó ante su patrón, y le dijo: “Ya he cortado bastante madera y ahora quiero saber a dónde van mis troncos, ¿qué tal si me dejaseis subir también a la balsa?”.

»El maderero contestó: “No quiero interponerme en tu camino, Michel, si quieres salir un poco a ver mundo; es cierto que necesito hombres fuertes como tú para talar, y sobre la balsa lo que cuenta es la habilidad; pero ¡que sea por esta vez!”.

»Y así fue; la maderada con que debía partir constaba de ocho balsas y la última estaba formada con los troncos más grandes. ¿Pero qué sucedió? La noche anterior el gigantesco Michel bajó todavía ocho maderos a la orilla tan gruesos y largos como no se habían visto jamás y llevó cada uno al hombro como si fuese una pértiga de balsero, de manera que todos quedaron horrorizados. Todavía no sabe nadie dónde los taló. Al maderero se le alegró el corazón cuando vio aquello, pues calculó lo que podían costar aquellos troncos; pero Michel dijo: “Éstos son para ir yo encima; sobre aquellos tronquitos no puedo navegar”. Su patrón quiso regalarle un par de botas para demostrar su agradecimiento, pero él las tiró a un lado y sacó un par como no existían en ninguna parte; mi abuelo aseguraba que pesaban cien libras y medían cinco pies de largo.

»La maderada partió y, si Michel había asombrado antes a los leñadores, ahora estaban admirados los balseros; pues en lugar de que la balsa navegase más despacio por el río como todos habían pensado debido a los enormes troncos, voló como una flecha en cuanto llegaron al Neckar; si antes los balseros tenían que luchar para mantener la balsa en el centro para no chocar contra las piedras o la arena cuando el Neckar describía una curva, ahora saltaba Michel cada vez al agua, colocaba la maderada de un tirón a la derecha o a la izquierda de manera que pasaba sin peligro y cuando llegaba un tramo recto, El Holandés corría a la primera balsa, mandaba que todos subiesen sus pértigas, hundía su enorme vara en el fondo y de un solo empujón salía la balsa disparada a tal velocidad que parecía que el campo y los árboles pasaban de largo volando. De esta manera llegaron en la mitad de tiempo que solían emplear a Colonia, donde tenían costumbre de vender su cargamento; pero allí dijo Michel: “Vosotros sois buenos comerciantes y sabéis lo que os conviene. ¿Acaso creéis que los coloneses necesitan para ellos toda esta madera que viene de la Selva Negra? No, os la compran por la mitad de su valor y la venden cara a Holanda. Vendamos aquí los troncos pequeños y vayamos con los grandes a Holanda; lo que obtengamos por encima del precio habitual será nuestro beneficio”.

»Así habló el astuto Michel, y los demás se mostraron complacidos; unos porque tenían ganas de conocer Holanda, otros por el dinero. Sólo uno fue honrado y les aconsejó no poner en peligro la mercancía de su patrón ni escamotearle parte de las ganancias; pero ellos no le escucharon y olvidaron sus palabras, pero Michel no las olvidó. Bajaron con la madera por el Rin, Michel conducía las balsas y los llevó rápidamente a Rotterdam. Allí les ofrecieron un precio cuatro veces más alto que el anterior y especialmente los enormes troncos de Michel fueron pagados con mucho dinero. Cuando los balseros vieron tanto dinero se volvieron locos de alegría. Michel repartió las ganancias, una parte para el maderero, las otras tres para los hombres. Y luego se sentaron en las tabernas en compañía de marineros y otra gente de mal vivir y despilfarraron y se jugaron su dinero; el hombre honrado que había tratado de disuadirlos fue vendido por Michel a un traficante de esclavos y no se volvió a saber nada de él. A partir de entonces Holanda se convirtió en el paraíso de los jóvenes de la Selva Negra y Michel, El Holandés, en su rey, los madereros no supieron durante mucho tiempo nada de aquel tejemaneje y poco a poco fueron llegando de Holanda dinero, blasfemias, malas costumbres, alcohol y juego.

»Cuando, por fin, se descubrió la historia, no se pudo encontrar a El Holandés en ninguna parte, pero tampoco está muerto; desde hace cien años vaga por el bosque y se dice que ya ha ayudado a muchos a hacer fortuna, pero a costa de sus pobres almas, y no quiero decir nada más. Lo cierto es que en noches de tormenta como ésta, escoge todavía en la colina del bosque donde no se puede talar los más hermosos abetos, y mi padre le vio doblar uno que medía cuatro pies de ancho como si fuese una caña. Con estos árboles obsequia a los que se apartan del buen camino y acuden a él; a medianoche llevan las balsas al agua y él rema con ellos a Holanda. Pero si yo fuese el amo y rey de Holanda ordenaría que le matasen a tiros, pues todos los barcos que tienen un solo madero de Michel, El Holandés tienen que hundirse. Por eso se oye hablar tanto de naufragios; ¿cómo si no puede irse a pique un barco sólido y hermoso tan grande como una iglesia? Pero cada vez que El Holandés tala un abeto en la Selva Negra una noche de tormenta, salta uno de sus antiguos tablones del casco del barco; el agua penetra y el barco está perdido con toda la tripulación. Ésta es la leyenda de Michel, El Holandés, y es verdad que todo lo malo que hay en la Selva Negra viene de él; ¡oh!, él puede hacerle a uno rico», añadió el anciano con voz misteriosa, «pero yo no quisiera poseer nada de él, por nada en el mundo quisiera estar en la piel del gordo Ezequiel o del largo Schlurker; se dice también que el rey de la pista de baile le ha vendido su alma».

La tormenta había cesado mientras hablaba el viejo; las muchachas encendieron tímidamente los candiles y se marcharon; los hombres colocaron sobre el banco que había junto a la estufa un saco lleno de hojas a modo de almohada para Peter Munk y le desearon buenas noches.

Peter Carbonero no había tenido nunca sueños tan pesados como aquella noche; tan pronto creía que el gigantesco y tenebroso Michel abría las ventanas de la habitación e introducía con su larguísimo brazo una bolsa llena de piezas de oro que sacudía haciendo un tintineo claro y delicioso, tan pronto veía cabalgar por la habitación al pequeño y amable Hombrecillo de Cristal sobre una enorme botella verde y creía oír de nuevo las risitas ahogadas que ya conocía de la colina del bosque; luego volvía a zumbarle el oído izquierdo:

En Holanda hay oro,

puedes tenerlo si quieres

por poco trabajo.

¡Oro, oro!

Luego escuchaba de nuevo en su oído derecho la cancioncilla del guardián del tesoro del verde abetal y una voz delicada susurraba: «Tonto, Peter Carbonero; tonto, Peter Munk, no sabes rimar una frasecita con “crece” y, sin embargo, naciste un domingo a las doce en punto. ¡Rima, estúpido Peter, rima!».

Peter suspiraba, gemía en sueños, luchaba por encontrar una rima; pero como nunca había hecho una, sus esfuerzos fueron en vano. Cuando despertó con las primeras luces del alba le resultó un tanto extraño su sueño; se sentó con los brazos cruzados detrás de la mesa y se puso a pensar sobre los susurros que todavía tenía en el oído. «¡Rima, estúpido Peter, rima!», se decía a sí mismo dándose con el dedo en la frente, pero no había manera de que surgiese una rima. Cuando todavía estaba sentado allí, triste y con la mirada perdida, pensando en la palabra que rimase con “crece”, pasaron delante de la casa tres muchachos que se dirigían al bosque y uno iba cantando:

Desde la montaña

mirando al valle

mi contento crece,

cuando ella aparece.

Aquella canción atravesó como un rayo luminoso el oído de Peter, que levantándose de un salto salió corriendo de la casa, pues pensó que no había oído bien; alcanzó a los tres muchachos y agarró bruscamente del brazo al cantante.

—¡Alto, amigo! —gritó—. ¿Qué acabáis de rimar con «crece»? ¡Haced el favor de decir lo que cantabais!

—¿A ti qué te importa, muchacho? —le respondió el joven de la Selva Negra—. Yo canto lo que quiero, y ahora suelta en seguida o…

—¡No, tienes que decirme lo que cantabas! —gritó Peter casi fuera de sí, sujetándole aún más fuerte; cuando los otros dos vieron aquello, no se lo pensaron dos veces y, abalanzándose con puños recios sobre el pobre Peter, le dieron de golpes hasta que soltó las ropas del tercero y cayó agotado de rodillas.

—Ahora ya tienes tu merecido —dijeron riendo—, y recuerda, muchacho atolondrado, que a gente como nosotros no se la asalta en medio de la calle.

—¡Ay, os aseguro que no lo olvidaré! —contestó Peter Carbonero suspirando—. ¡Pero ya que me he llevado los golpes, haced el favor de decirme claramente lo que cantaba vuestro compañero!

Los muchachos volvieron entonces a reírse y a burlarse de él; pero el que había cantado la canción se la recitó, y riendo y cantando siguieron su camino.

«Así que la palabra es “aparece”», dijo el pobre vapuleado levantándose penosamente, «“crece” rima con “aparece”; ahora, Hombrecillo de Cristal, vamos a hablar otra vez tú y yo». Entró en la cabaña, cogió su sombrero y el largo bastón, se despidió de los habitantes de la cabaña y emprendió el regreso a la colina del bosque. Iba despacio y pensativo por su camino, pues tenía que inventar un verso; por fin, cuando ya estaba llegando a las inmediaciones de la colina del bosque y los abetos eran cada vez más altos y espesos, encontró su verso y dio un salto de alegría. De repente un hombre gigantesco vestido de balsero y con una pértiga tan larga como un mástil en la mano salió de detrás de los abetos. A Peter Munk se le doblaron casi las rodillas cuando vio que aquel ser se puso a caminar con paso lento a su lado, pues pensó, «éste es Michel, El Holandés, y nadie más». Todavía callaba la terrible figura y Peter le lanzaba de cuando en cuando una mirada temerosa. Era una cabeza más alto que el hombre más alto que había visto Peter jamás; su rostro ya no era joven, pero tampoco viejo, aunque estaba lleno de surcos y arrugas; llevaba un jubón de lienzo y las enormes botas, subidas por encima de los pantalones de cuero, las conocía Peter de la leyenda.

—Peter Munk, ¿qué haces en la colina del bosque? —preguntó por fin el rey del abetal con voz profunda y cavernosa.

—Buenos días, paisano —contestó Peter, tratando de mostrarse impertérrito, aunque temblaba violentamente—, regreso a mi casa por la colina del bosque.

—Peter Munk —respondió el gigante, fulminándole con una terrible mirada—, tu camino no pasa por este bosque.

—Bueno, no pasa justo por aquí —dijo aquél—, pero hoy hace calor y pensé que aquí haría más fresco.

—¡No mientas, Peter Carbonero! —gritó Michel, El Holandés, con voz atronadora—, o te estampo contra el suelo con mi pértiga; ¿crees que no te he visto mendigar al pequeño? —añadió suavemente—. Vamos, hombre, ésa sí que fue una tontería y está bien que no supieses el versito; es un tacaño el pequeñajo y no da mucho, y al que da algo no disfruta de la vida. Peter, eres un pobre diablo y te compadezco en el alma; un muchacho tan apuesto y alegre que podría hacer tantas cosas en este mundo, y tienes que quemar carbón. Cuando otros sacan de la manga grandes táleros y ducados, tú apenas logras reunir un par de monedas de seis peniques; ¡es una vida miserable!

—Es verdad y tenéis razón, es una vida miserable.

—Bueno, por mí que no quede —prosiguió el terrible Michel—; ya he ayudado a salir de la penuria a más de un buen muchacho, y tú no serías el primero. Dime, ¿cuántos cientos de táleros necesitas para empezar?

Tras decir estas palabras, sacudió el dinero que llevaba en su enorme bolsillo y las monedas sonaron otra vez como en el sueño de la noche anterior. Pero el corazón de Peter palpitó asustado y dolorido al oír esas palabras, sintió frío y calor, y El Holandés no tenía aspecto de regalar dinero por compasión sin exigir nada a cambio. Recordó las misteriosas palabras del anciano sobre las personas ricas, e impulsado por un miedo y una angustia inexplicables, exclamó:

—¡Muchas gracias, señor! Pero no deseo tener trato con vos, pues ya os conozco —y echó a correr todo lo deprisa que pudo.

Pero el espíritu del bosque caminaba a su lado con grandes zancadas y murmuraba con voz lúgubre y amenazadora:

—Te arrepentirás, Peter; algún día vendrás a buscarme; en tu frente está escrito, en tus ojos puede leerse, no escaparás. ¡No corras tanto, escucha todavía unas palabras, allí está ya mi frontera!

Pero cuando Peter oyó esto y vio, no lejos de donde estaba, una pequeña zanja, aceleró aún más el paso para cruzar la frontera, de manera que Michel tuvo que correr más deprisa y le persiguió profiriendo juramentos y amenazas. El joven salvó la zanja de un salto desesperado, pues vio que el espíritu del bosque alzaba su pértiga para dejarla caer sobre él; Peter llegó felizmente al otro lado y la pértiga se hizo astillas en el aire como si se hubiese estrellado contra un muro invisible y un trozo largo cayó al lado de Peter.

Triunfante lo cogió del suelo para arrojárselo al salvaje Michel; pero en ese instante sintió que el trozo de madera se movía en su mano y aterrado vio que lo que sujetaba era una enorme serpiente que arqueaba el cuerpo acercándose a él con lengua silbante y ojos centellantes. El muchacho la soltó, pero ella ya se había enrollado firmemente a su brazo y se aproximaba cada vez más a su cara oscilando la cabeza; pero entonces un enorme urogallo bajó de repente del cielo con gran fragor de alas, cogió la cabeza de la serpiente con el pico y se elevó con ella por los aires y Michel, El Holandés, que presenciaba todo aquello desde la zanja, aullaba y gritaba desesperado cuando vio que uno que era más poderoso se llevaba a la serpiente.

Agotado y temblando prosiguió Peter su camino, el sendero se hizo más empinado, el paraje más salvaje y pronto se encontró de nuevo ante el gran abeto. Volvió a hacer sus reverencias ante el invisible Hombrecillo de Cristal, y luego dijo:

Guardián del tesoro del verde abetal,

muchos cientos de años tienes ya en el morral,

tuya es toda la tierra donde el abeto crece,

sólo a los nacidos en domingo tu rostro se aparece.

—No has acertado del todo; pero por ser tú, Peter Munk, lo dejaré pasar por esta vez —dijo una voz fina y delicada junto a él. Asombrado, se volvió a mirar, y bajo un hermoso abeto estaba sentado un hombrecillo viejo y pequeño que llevaba jubón negro y medias rojas y un gran sombrero en la cabeza. Tenía una carita fina y simpática y una barbita tan delicada que parecía de tela de araña; fumaba, cosa extraña de ver, una pipa de cristal azul, y cuando Peter se acercó vio con asombro que la ropa, los zapatos y el sombrero del pequeño también eran de cristal coloreado; pero era dúctil como si estuviese caliente, pues se amoldaba como la tela a cada movimiento del hombrecillo.

—¿Te encontraste con el bruto, con Michel, El Holandés? —dijo el pequeño acompañando sus palabras de extrañas tosecillas—; te quería asustar, pero yo logré arrebatarle su garrota mágica y no volverá a verla.

—Sí, señor guardián del tesoro —contestó Peter con una profunda inclinación—, pasé bastante miedo. Y supongo que vos erais el señor urogallo que mató a la serpiente de un picotazo. Os estoy muy agradecido. Pero he venido para pedir vuestro consejo; las cosas me van mal y todo son dificultades; un carbonero no prospera y como todavía soy joven, pensaba que aún podía llegar a ser algo mejor, y cuando veo a menudo lo lejos que han llegado otros en poco tiempo, pienso en Ezequiel y el Rey de la pista de baile, que tienen dinero como heno.

—Peter —dijo el pequeño muy serio, soplando pausadamente el humo de su pipa—, Peter, no me digas nada de esos dos. ¿De qué les sirve ser aquí aparentemente felices unos cuantos años para luego ser muchos años infelices? ¡No debes despreciar tu oficio! ¡Tu padre y tu abuelo eran hombres honrados y también fueron carboneros, Peter Munk! Espero que no sea el amor a la ociosidad lo que te trae a mí.

Peter se asustó de la seriedad del hombrecillo, y enrojeció:

—No —dijo—, la ociosidad, eso lo sé muy bien, señor guardián del tesoro del abetal, la ociosidad es el principio de todos los vicios; pero no podéis reprocharme que prefiera otra condición que la mía. Un carbonero es tan poca cosa en el mundo, y los vidrieros, los balseros y los relojeros y todos son más respetados.

—El orgullo suele preceder a la caída —respondió un poco más amable el pequeño señor del abetal—; vosotros los humanos sois una raza extraña. Raramente está alguien satisfecho del todo con la clase en que nació y fue educado, qué quieres que te diga, si fueses un vidriero te gustaría ser un maderero y si fueses un maderero te agradaría el trabajo de guardabosques o la vivienda del gobernador. ¡Pero, como quieras! Si prometes trabajar honradamente, te ayudaré a conseguir algo mejor, Peter. Suelo conceder tres deseos a todas las personas nacidas en domingo. Los dos primeros son libres, el tercero puedo negarlo si es insensato. ¡Y ahora Peter, desea algo, pero algo que sea bueno y útil!

—¡Estupendo! Sois un hombrecillo de cristal fantástico y con razón os llaman el guardián del tesoro. Bueno, y ya que puedo pedir lo que ansía mi corazón, quiero, en primer lugar, saber bailar aún mejor que el Rey de la pista de baile y llevar siempre a la fonda el doble de dinero que el gordo Ezequiel.

—¡Oh, qué necio eres! —respondió enojado el pequeño—. ¡Qué deseo tan miserable, saber bailar bien y tener dinero para el juego! ¿No te avergüenzas, estúpido Peter, de malgastar así tu suerte? ¿De qué os sirve a ti y a tu pobre madre que sepas bailar? ¿De qué te sirve tu dinero, que, según tu deseo, es sólo para la fonda y que como el del miserable Ezequiel se queda allí? Luego no tendrás nada el resto de la semana y estarás otra vez en la miseria como antes. Te concedo todavía un deseo; pero procura que sea más sensato.

Peter se rascó detrás de las orejas, y, tras algunos titubeos, dijo:

—Deseo la fábrica de vidrio más bonita y rica de toda la Selva Negra, con todos los accesorios y el dinero para dirigirla.

—¿Nada más? —preguntó el pequeño con gesto preocupado—. ¿Nada más, Peter?

—Bueno… podríais añadir un caballo y un cochecito.

—¡Oh, qué tonto eres, Peter Carbonero! —gritó el pequeño, y arrojó enojado contra un grueso abeto su pipa de cristal, que se rompió en mil pedazos—. ¿Caballos? ¿Cochecitos? Inteligencia, te digo, inteligencia, sentido común y entendimiento, eso es lo que deberías haber deseado y no caballitos y cochecitos. Bueno, no te pongas tan triste, trataremos de que, a pesar de todo, no resultes perjudicado; después de todo, el segundo deseo no ha sido tan insensato. Una buena vidriería alimenta a su dueño y maestro; sólo que podrías haberte llevado también el entendimiento y la inteligencia, el coche y los caballos habrían llegado después por añadidura.

—Pero, señor guardián del tesoro —contestó Peter—, todavía me queda un deseo. Podría pedir inteligencia si me hace tantísima falta como opináis.

—¡Nada de eso! Todavía puedes verte en más de un apuro y estarás contento de disponer aún de un deseo libre. Y ahora regresa a tu casa. Aquí tienes —dijo el geniecillo de los abetos sacando de su bolsillo una pequeña bolsa—, aquí tienes dos mil florines y con esto basta y no me vengas otra vez a pedir dinero; pues tendría que colgarte del abeto más alto. Así lo he hecho desde que vivo en el bosque. Hace tres días murió el viejo Winkfritz, que tenía la gran fábrica de vidrio en la parte baja del bosque. Ve allí mañana temprano y haz una oferta justa por la fábrica. Pórtate bien, trabaja y yo te visitaré de vez en cuando y te echaré una mano con mis consejos, ya que no pediste inteligencia. Pero todavía quiero decirte algo con toda seriedad, tu primer deseo fue malo. ¡Cuídate de ir demasiado por la fonda, Peter! A la larga todavía no le ha hecho bien a nadie.

Mientras decía tales cosas, el hombrecillo sacó una pipa nueva del más precioso cristal opalino, la llenó de piñas de abeto secas y se la llevó a su pequeña boca desdentada. Luego extrajo una enorme lupa, se puso al sol y encendió su pipa. Cuando terminó de hacer esto, estrechó amablemente la mano de Peter, le dio todavía un par de buenos consejos para el camino, y fumando y soplando cada vez más deprisa, desapareció en una nube que olía a auténtico tabaco holandés y que se desvaneció ensortijándose lentamente en las copas de los abetos.

Cuando Peter llegó a casa, encontró a su madre muy preocupada; pues la buena mujer ya creía que su hijo había sido reclutado como soldado. Pero él estaba contento y de buen humor y le contó que en el bosque había encontrado a un buen amigo que le había adelantado dinero para empezar un negocio distinto que el de hacer carbón. Aunque su madre vivía ya desde hacía treinta años en la cabaña del carbonero y estaba tan acostumbrada a ver a gente manchada de hollín, como cualquier molinera a ver la cara cubierta de harina de su marido, era lo bastante vanidosa como para despreciar su antigua condición en cuanto su Peter dio muestras de tener un futuro más brillante, y dijo: «Como madre de un hombre que posee una vidriería, ya no soy lo mismo que cualquier Grete y Bete de la vecindad, y de ahora en adelante me colocaré en la iglesia en las primeras filas, donde está sentada la gente respetable». Su hijo llegó pronto a un acuerdo con los herederos de la vidriería. Conservó a los trabajadores que encontró en la fábrica y mandó hacer vidrio de día y de noche. Al principio le gustaba su trabajo; solía bajar tranquilamente a la vidriería, deambulaba por allí con andares distinguidos y, con las manos en los bolsillos, miraba aquí, miraba allá, decía cosas que hacían reír a sus trabajadores, y lo que más le gustaba era ver soplar el vidrio, y a menudo se ponía también manos a la obra y modelaba con la masa todavía blanda las más extrañas figuras. Pero, pronto se hartó de su trabajo y empezó a ir sólo una hora al día a la vidriería, luego cada dos días, al final una vez a la semana y sus trabajadores hacían lo que querían. Todo eso era debido a que cada vez pasaba más tiempo en la fonda; el domingo, después de volver de la colina del bosque, fue a la fonda y en la pista de baile ya estaba saltando el Rey de la pista, y el gordo Ezequiel estaba sentado detrás de una jarra de cerveza jugándose los táleros a los dados. Entonces Peter introdujo rápidamente la mano en el bolsillo para comprobar si el Hombrecillo de Cristal había cumplido su palabra y vio que su bolsillo estaba repleto de oro y plata. También notó que en sus piernas algo se contraía y apretaba como si quisieran bailar y saltar, y cuando terminó el primer baile, Peter se puso en la primera fila al lado del Rey de la pista, y cada vez que éste saltaba elevándose cuatro pies, Peter volaba cinco pies, y cuando éste hacía pasos maravillosos y delicados, Peter entrelazaba y giraba los pies de tal manera que dejaba a todos los espectadores boquiabiertos de placer y admiración. Pero cuando se supo en la pista de baile que Peter había comprado una vidriería, cuando la gente vio que cada vez que pasaba bailando delante de los músicos les arrojaban unos peniques, no salió de su asombro. Unos creían que había encontrado un tesoro en el bosque, otros pensaban que había recibido una herencia, pero todos le admiraban ahora y le consideraban un hombre cabal sólo porque tenía dinero. Después de todo se jugaba veinte florines en una sola noche y, sin embargo, sus bolsillos seguían sonando como si dentro hubiese todavía cien táleros.

Peter no cabía en sí de gozo y orgullo al ver que todos le apreciaban. Tiraba el dinero a manos llenas y lo repartía generosamente entre los pobres, pues recordaba cuánto había sufrido antes con la pobreza. Las habilidades del Rey de la pista quedaron eclipsadas por las artes sobrenaturales del nuevo bailarín, y Peter recibió el nombre de Emperador del baile. Los jugadores más audaces no se arriesgaban los domingos tanto como él, pero tampoco perdían tanto. Y cuanto más perdía, más ganaba. Sucedía exactamente como había pedido al Hombrecillo de Cristal. Había deseado tener siempre en el bolsillo tanto dinero como el gordo Ezequiel y precisamente con éste se jugaba su dinero, y cuando perdía veinte o treinta florines de una vez, volvía a tenerlos en el bolsillo en cuanto se los embolsaba Ezequiel. Poco a poco llegó a superar en el despilfarro y el juego a los peores jugadores de la Selva Negra, y la gente le llamaba más a menudo Peter Naipes que Emperador del baile, pues ahora ya jugaba casi todos los días laborables. Poco a poco fue arruinándose su vidriería y de eso tuvo la culpa la falta de sensatez de Peter. Él mandaba hacer todo el vidrio que se pudiese hacer; pero con la vidriería no había comprado el secreto de cómo venderlo mejor. Al final no sabía qué hacer con tanto vidrio y lo vendía a mitad de precio a los comerciantes ambulantes, sólo para poder pagar a sus trabajadores.

Una noche regresaba a casa de la fonda y, a pesar del vino que había bebido para estar alegre, se puso a pensar con espanto y tristeza en la ruina de su patrimonio. Entonces notó de repente que alguien caminaba a su lado; se dio la vuelta y vio con sorpresa que era el Hombrecillo de Cristal. Entonces se puso furioso e indignado y se atrevió a decir que el pequeño era el culpable de todas sus desgracias.

—¿Qué hago ahora con el caballo y el coche? —gritó—. ¿De qué me sirve la vidriería y todo mi vidrio? Hasta cuando era un miserable carbonero vivía más contento y sin preocupaciones. ¡Ahora no sé cuándo vendrá el gobernador a tasar mis bienes y a embargarme por mis deudas!

—Vaya —le respondió el Hombrecillo de Cristal—, vaya, ¿de modo que yo tengo la culpa de que seas desdichado? ¿Así agradeces mis favores? ¿Quién te mandó tener deseos tan estúpidos? ¿Querías ser un vidriero y no sabías a quién vender tu vidrio? ¿No te dije, Peter, que formulases tus deseos con cuidado? Te faltó sensatez e inteligencia, Peter.

—¡Cómo que sensatez e inteligencia! —gritó aquél—. Soy tan inteligente como el que más y voy a demostrártelo, Hombrecillo de Cristal.

Y con estas palabras agarró al hombrecillo del cuello, y gritó:

—¿Te tengo cogido o no, guardián del tesoro del verde abetal? Y ahora formularé el tercer deseo que tú me concederás; quiero ahora, aquí mismo, dos veces cien mil táleros de ley y una casa y… ¡ay! —gritó sacudiendo la mano; pues el hombrecillo del bosque se había transformado en cristal incandescente y quemaba en su mano como un fuego chisporroteante. Pero el hombrecillo había desaparecido sin dejar rastro.

Durante varios días su hinchada mano le recordó su desagradecimiento y su necedad. Pero luego acalló su conciencia, y dijo: «Aunque me vendan la fábrica y todo lo demás, me queda todavía el gordo Ezequiel. Mientras él tenga dinero, los domingos no me faltará a mí».

Sí, Peter. ¿Pero si él no tiene, qué? Y así es como sucedió un día y fue un asombroso problema aritmético. Pues un domingo llegó en su coche a la fonda y la gente asomó las cabezas a las ventanas y uno dijo, ahí viene Peter Naipes, y otro, sí el Emperador del baile, el rico vidriero, y un tercero sacudió la cabeza, y dijo: «Con esa riqueza todo es posible, pero se habla mucho de sus deudas, y en la ciudad me han dicho que el gobernador no tardará ya en embargarle». Mientras tanto el rico Peter saludaba con ademanes distinguidos y majestuosos a los clientes que estaban en la ventana, bajó del coche y gritó:

—Buenas tardes, fondista, ¿ha llegado ya el gordo Ezequiel?

Y una voz profunda contestó:

—¡Adelante, Peter! Tu sitio está reservado y te estamos esperando con las cartas.

Así que Peter Munk entró en la fonda e introdujo en seguida la mano en el bolsillo y vio que Ezequiel tenía que estar bien provisto de dinero, pues su bolsillo estaba repleto.

Peter se sentó detrás de la mesa con los demás y jugó y ganó, y perdió alternativamente y así estuvieron jugando hasta que la gente sensata se fue a casa cuando se hizo de noche, y jugaron con luz de velas hasta que otros dos jugadores dijeron:

—Ya está bien por hoy, tenemos que ir a casa con la mujer y los hijos.

Pero Peter Naipes pidió al gordo Ezequiel que se quedase. Éste se resistió al principio, pero finalmente exclamó:

—Está bien, primero voy a contar mi dinero y luego jugaremos a los dados, la jugada a cinco florines; pues menos es un juego de niños.

A continuación, extrajo la bolsa y contó, y encontró cien florines y Peter Naipes supo al instante cuánto dinero tenía sin necesidad de contarlo. Pero si antes había ganado Ezequiel, ahora perdía jugada tras jugada y profería terribles juramentos. Si sacaba un trío, Peter sacaba otro y siempre dos puntos más alto. Finalmente, Ezequiel puso los últimos cinco florines sobre la mesa, y exclamó:

—Jugaré una vez más, y, aunque pierda, pienso continuar; tú me prestarás algo de tus ganancias, Peter, un tipo decente ayuda siempre al otro.

—Lo que quieras, aunque sean cien florines —dijo el Emperador del baile, contento de haber ganado, y el gordo Ezequiel sacudió los dados y sacó quince.

—¡Trío —exclamó—, ahora veremos qué haces!

Pero Peter sacó dieciocho y una voz ronca conocida dijo detrás de él:

—Ésta fue la última jugada.

Peter se dio la vuelta y detrás de él se alzaba gigantesco Michel, El Holandés. Asustado dejó caer el dinero que ya había recogido. Pero el gordo Ezequiel no vio al genio del bosque y exigió de Peter Naipes que le prestase diez florines para seguir jugando. Como en sueños, éste metió la mano en el bolsillo, pero allí no había dinero; buscó en el otro bolsillo, pero allí tampoco encontró nada; puso la chaqueta del revés, pero al suelo no cayó ni una sola moneda y sólo entonces recordó el primer deseo que había hecho de tener siempre tanto dinero como el gordo Ezequiel. Todo había desaparecido como el humo.

El fondista y Ezequiel le miraron asombrados mientras buscaba sin poder encontrar su dinero y no le creyeron que ya no tuviese; pero cuando finalmente ellos mismos buscaron en sus bolsillos, montaron en cólera y juraron que Peter Naipes era un malvado brujo y había enviado por arte de magia a su casa el dinero ganado y el suyo propio. Peter se defendió enérgicamente, pero los indicios hablaban en contra suya. Ezequiel dijo que contaría aquella espantosa historia a toda la gente de la Selva Negra y el fondista le prometió que le acompañaría a primeras horas de la mañana a la ciudad para acusar a Peter Munk de brujería y esperaba, añadió, ver algún día cómo le quemaban en la hoguera. Entonces se abalanzaron furiosos sobre él, le arrancaron el jubón del cuerpo y le echaron a la calle.

En el cielo no brillaba ninguna estrella cuando Peter regresó apesadumbrado a su casa; sin embargo, pudo distinguir una figura oscura que andaba a su lado y, por fin, habló: «Estás acabado, Peter Munk, todo tu esplendor ha terminado y eso ya te lo podría haber dicho yo cuando no quisiste saber nada de mí y te fuiste con el enano de cristal. Ya ves lo que sucede cuando se desprecian mis consejos. Pero prueba conmigo, me compadezco de tu mala suerte. Todavía no se ha arrepentido nadie que haya acudido a mí en busca de ayuda y si no te arredra el camino, mañana estaré todo el día a tu disposición en la colina del bosque, si me llamas». Peter se dio perfecta cuenta de quién le hablaba de aquella manera, pero esas palabras le dieron escalofríos y sin responder echó a correr hacia su casa.

SEGUNDA PARTE

Cuando Peter fue a su vidriería el lunes por la mañana, no sólo estaban allí sus trabajadores, sino también otras personas que nadie suele ver con agrado, el gobernador y tres alguaciles. El gobernador dio los buenos días a Peter, le preguntó cómo había dormido y luego extrajo una larga lista en la que figuraban los acreedores de Peter.

—¿Podéis pagar o no? —preguntó el gobernador con mirada severa—, y sed breve, pues no dispongo de mucho tiempo y hasta la torre son más de tres horas de camino.

Entonces Peter perdió el ánimo, confesó que no tenía nada y dejó que el gobernador tasase la casa, la fábrica y la cuadra, el coche y los caballos, y mientras los alguaciles y el gobernador iban de un lado a otro examinando y tasando, pensó: la colina del bosque no queda lejos; si el pequeño no me ayudó, probaré suerte con el grande. Corrió hacia la colina tan deprisa que parecía que los alguaciles le pisaban los talones; cuando pasó por el lugar donde había hablado por primera vez con el Hombrecillo de Cristal, tuvo la sensación de que le retenía una mano invisible, pero él se soltó y siguió corriendo hasta la frontera que recordaba todavía de la vez anterior y en cuanto gritó casi sin aliento: «¡Holandés! ¡Señor Michel, El Holandés!», apareció ante él el gigantesco balsero con su pértiga.

—¿Vienes a verme? —dijo éste, riendo—. ¿Te querían quitar la piel y vendérsela a tus acreedores? ¡Bueno, no te preocupes! Toda tu desdicha viene, como ya te dije, del Hombrecillo de Cristal, de ese separatista y santurrón. Cuando se regala, hay que hacerlo como es debido y no como ese tacaño. Pero ven —prosiguió volviéndose hacia el bosque—, sígueme a mi casa; allí veremos si podemos hacer un trato.

«¡Un trato!», pensó Peter. «¿Qué puede exigir él de mí, qué puedo ofrecerle yo? ¿Querrá que sea su criado o qué pretende?»

Primero subieron por un sendero empinado del bosque y de repente se encontraron ante un precipicio profundo y escarpado; Michel bajó saltando por la roca como si fuese una suave escalera de mármol; pero Peter casi se desmayó, pues cuando aquél llegó abajo, se hizo tan alto como la torre de una iglesia y le tendió un brazo tan largo como un árbol y una mano pegada a éste tan ancha como la mesa de la fonda, y gritó con una voz que sonaba profunda como una campana de muertos:

—Siéntate en mi mano y agárrate a los dedos, así no te caerás.

Peter hizo temblando lo que aquél le ordenó, tomó asiento en la mano y se agarró al pulgar del gigante.

La mano descendió profundamente, pero para sorpresa de Peter la sima no se hizo más oscura; al contrario, la claridad del día parecía aumentar, pero sus ojos no podían aguantarla mucho tiempo. Michel había vuelto a hacerse más pequeño a medida que bajaba Peter, y ahora estaba con su estatura anterior delante de una casa tan sencilla o buena como las que tienen los campesinos ricos de la Selva Negra. La sala de estar a la que fue conducido Peter no se distinguía en nada de las salas de otra gente excepto que parecía solitaria.

El reloj de pared de madera, la enorme estufa de cerámica, los anchos bancos, los enseres en las repisas eran aquí como en todas partes. Michel le invitó a tomar asiento detrás de la gran mesa, luego salió y regresó al poco tiempo con una jarra de vino y unos vasos. Echó vino en los vasos y en seguida empezaron a charlar y El Holandés habló de las alegrías del mundo, de países extranjeros, de hermosas ciudades y ríos, hasta que Peter sintió grandes deseos de conocer aquellas cosas y se lo dijo abiertamente a El Holandés.

—Cuando tenías valor y fuerza en el cuerpo para emprender algo, un par de latidos de tu estúpido corazón podían hacerte temblar, y luego las ofensas al honor, la desgracia, ¿por qué ha de preocuparse un muchacho inteligente de tales cosas? ¿Sentiste dolor en la cabeza cuando hace poco te llamaron estafador y granuja? ¿Te dolió el estómago cuando el gobernador vino a echarte de tu casa? ¿Qué, dime, qué te dolió?

—Mi corazón —dijo Peter apretando la mano sobre el pecho, pues le pareció que su corazón daba vueltas asustado.

—Has derrochado, no me lo tomes a mal, muchos cientos de florines con malos mendigos y otra gentuza; ¿de qué te ha servido? Ellos te deseaban a cambio que tuvieses suerte y un cuerpo sano; y bien, ¿estás ahora más sano por eso? Por la mitad del dinero que has tirado, habrías tenido un médico a tu servicio. Suerte, sí, bonita suerte que a uno le embarguen y le echen de su casa. ¿Y qué era lo que te impulsaba a meter la mano en el bolsillo cada vez que un mendigo te tendía su harapiento sombrero? Tu corazón, otra vez tu corazón, y no tus ojos, ni tu lengua, ni tus brazos, ni tus piernas, sino tu corazón; te tomabas aquello demasiado a pecho.

—Pero ¿cómo puede acostumbrarse alguien a que ya no sea así? Ahora hago todo lo posible por reprimirlo y sin embargo mi corazón palpita y duele.

—¡Por supuesto! —exclamó aquél riendo—, tú no puedes hacer nada en contra, pobre iluso, pero dame a mí esa cosa que apenas palpita y verás qué bien te sientes.

—¿A vos, mi corazón? —gritó Peter aterrado—; entonces tendría que morirme en el acto. ¡Nunca jamás!

—Si tratase de extirparte el corazón uno de vuestros cirujanos, tendrías que morir; conmigo es distinto, ¡pero pasa y convéncete tú mismo! Con estas palabras se puso de pie, abrió la puerta de una cámara y condujo a Peter adentro. Su corazón se contrajo bruscamente cuando atravesó el umbral, pero no reparó en ello, pues lo que se ofrecía a su vista era extraño y sorprendente. En varias estanterías de madera había recipientes de cristal llenos de líquido transparente y en cada recipiente había un corazón; sobre los recipientes había etiquetas con nombres escritos que Peter leyó con curiosidad; allí se encontraban el corazón del gobernador de F., el corazón del gordo Ezequiel, el corazón del Rey de la pista de baile, el corazón del guardabosques; allí se encontraban seis corazones de especuladores de trigo, ocho de oficiales de reclutamiento, tres de prestamistas… en una palabra, era una colección de los corazones más prestigiosos en veinte leguas a la redonda.

—¡Mira! —dijo Michel—, todos éstos se han librado de los miedos y las preocupaciones de la vida; ninguno de estos corazones late ya temeroso y angustiado, y sus antiguos propietarios están felices de tener fuera de casa al inquieto huésped.

—¿Pero qué llevan en el pecho ahora? —preguntó Peter, que casi se sentía mareado por las cosas que había visto.

—Esto —contestó aquél sacando de un cajón un corazón de piedra.

—¿Cómo? —respondió Peter sin poder evitar un escalofrío—. ¿Un corazón de mármol? Pero, por el amor de Dios, señor Michel, eso tiene que resultar muy frío dentro del pecho.

—Por supuesto, pero es agradablemente fresco. ¿Por qué tiene que ser caliente un corazón? En invierno no te sirve de nada el calor, pues entonces ayuda más una copa de kirsch que un corazón caliente, y en verano, cuando hace calor y bochorno… no te imaginas lo que refresca entonces un corazón semejante. Y ya te digo, ni el miedo, ni el espanto, ni la compasión ni otras calamidades llaman a este corazón.

—¿Y eso es todo lo que podéis darme? —preguntó Peter disgustado—. ¡Yo esperaba recibir dinero y vos queréis darme una piedra!

—Bueno, pienso que de momento tendrás bastante con cien mil florines. Si te manejas hábilmente, serás pronto millonario.

—¿Cien mil? —exclamó lleno de júbilo el pobre carbonero—. Ahora deja ya de latir tan inquieto en mi pecho, pronto habremos acabado nosotros dos. Está bien, Michel; ¡dadme la piedra y el dinero, y sacad la inquietud de su morada!

—Ya sabía yo que eras un muchacho inteligente —contestó El Holandés sonriendo amablemente—; bebamos antes una copa y luego te daré el dinero.

Los dos volvieron a sentarse en la sala alrededor de la jarra de vino y bebieron y bebieron hasta que Peter se quedó profundamente dormido.

Peter Carbonero se despertó con el sonido alegre de una corneta de postillón y de repente descubrió que estaba sentado en un bonito coche y viajaba por una ancha carretera, y cuando se asomó a la ventanilla del coche divisó atrás en la lejanía azul la Selva Negra. Al principio, no podía creer que fuese él quien estaba sentado en ese coche. Pues tampoco su ropa era ya la misma que había llevado ayer, pero recordaba todo con tanta claridad que finalmente abandonó sus vacilaciones, y exclamó: «¡No cabe duda, yo soy Peter Carbonero y nadie más!». Se asombró de sí mismo, de no sentir ninguna nostalgia al partir por primera vez de la tranquila patria, de los bosques donde había vivido tanto tiempo; ni siquiera cuando pensó en su madre, que ahora estaría desamparada y en la miseria pudo derramar una sola lágrima o suspirar, pues todo le era indiferente. «Ya comprendo», dijo entonces, «las lágrimas y los suspiros, la nostalgia y la melancolía provienen del corazón y gracias a Michel, El Holandés, el mío es frío y de piedra».

Puso su mano sobre el pecho y todo estaba allí tranquilo y nada se movía. «Si ha cumplido con los cien mil como con el corazón, puedo sentirme satisfecho», dijo, y empezó a inspeccionar el coche. Encontró prendas de vestir de todo tipo como no las hubiese podido desear mejores, pero no dinero. Por fin, topó con una bolsa y dentro encontró muchos miles de táleros de oro y órdenes de pago canjeables en los bancos de todas las grandes ciudades. «Ahora he conseguido lo que quería», pensó, y se sentó cómodamente en un rincón del coche dispuesto a ver mundo.

Viajó por muchos países durante dos años y desde su coche contemplaba las casas que había a derecha e izquierda, miraba, cuando paraba, sólo el escudo de su posada, recorría luego la ciudad y se dejaba enseñar los monumentos más bonitos. Pero nada le alegraba, ningún cuadro, ninguna casa, ninguna música, ningún baile; su corazón de piedra no se interesaba por nada, y sus ojos, sus oídos eran insensibles a todas las bellezas. No le había quedado nada salvo la afición a la comida, a la bebida y al sueño, y así vivía viajando por el mundo sin objeto, comiendo por distracción y durmiendo por aburrimiento. De vez en cuando recordaba que había sido alegre y feliz cuando todavía era pobre y tenía que ganarse la vida. Entonces disfrutaba con cualquier bonita vista del valle, con la música y el canto, entonces esperaba ansioso el momento en que su madre le traía el sencillo almuerzo a la carbonera. Cuando pensaba así sobre el pasado, le resultaba muy extraño que ya no pudiese reírse cuando antes le había hecho reír cualquier broma. Cuando otros se reían, él torcía sólo la boca por amabilidad, pero su corazón no sonreía. Sentía entonces que estaba sumamente tranquilo, pero a pesar de todo no se sentía satisfecho. No fue añoranza, ni nostalgia, sino el vacío, el hastío, la vida carente de alegría lo que le impulsó finalmente a regresar a su tierra.

Cuando viniendo de Estrasburgo contempló el oscuro bosque de su patria, cuando volvió a ver aquellas fuertes figuras, aquellos rostros simpáticos y leales de los habitantes de la Selva Negra, cuando su oído percibió los sonidos de su tierra, fuertes, profundos, pero armoniosos, se llevó rápidamente la mano al corazón; pues su sangre corría con más fuerza y pensó que tenía que alegrarse y llorar al mismo tiempo, pero… ¡cómo podía ser tan iluso! Había olvidado que tenía un corazón de piedra, y las piedras están muertas y no sonríen ni lloran.

En su primera salida fue a visitar a El Holandés que le recibió con la misma simpatía de la última vez.

—Michel —le dijo—, he viajado y he visto todas las cosas, pero sólo son tonterías y sólo me aburrí. Además, es cierto que la cosa de piedra que llevo en el pecho me protege de mucho; no me enfado nunca, nunca estoy triste, pero tampoco me alegro nunca y tengo la sensación de vivir sólo a medias. ¿No podéis dar un poco de movilidad al corazón de piedra?, o mejor aún, ¡dadme mi antiguo corazón! Me había acostumbrado a él en veinticinco años, y aunque a veces hacía alguna tontería, era al menos un corazón animado y alegre.

El genio del bosque rió con sarcasmo.

—Cuando un día te mueras, Peter Munk —contestó—, no te faltará; entonces recuperarás tu corazón blando, sentimental, y podrás sentir lo que viene, la alegría o el sufrimiento; pero aquí arriba no puede volver a ser tuyo. Escucha, Peter, has viajado, es cierto, pero así como vivías no podía servirte de nada. Instálate ahora en algún lugar del bosque, construye una casa, cásate, mueve tu fortuna, sólo te faltaba el trabajo; te aburrías porque estabas ocioso y ahora le echas la culpa de todo a ese corazón inocente.

Peter comprendió que en lo referente a la ociosidad Michel tenía razón y se propuso hacerse rico y más rico. Michel volvió a regalarle cien mil florines y le despidió como a un buen amigo.

Pronto se extendió en la Selva Negra la noticia de que Peter Carbonero o Peter Naipes había vuelto, y que era aún más rico que antes. Las cosas siguieron entonces el curso de siempre; cuando Peter se arruinó, le echaron de la fonda Del Sol, y cuando un domingo por la tarde hizo su primera aparición, le estrecharon la mano, elogiaron su caballo y le preguntaron por su viaje, y cuando volvió a jugarse los táleros con el gordo Ezequiel, le admiraron otra vez como siempre. Ahora no se dedicaba ya al negocio del vidrio, sino al comercio de la madera, aunque sólo de manera secundaria. Su negocio principal era especular con grano y dinero. Media Selva Negra se endeudó poco a poco con él; pero él sólo prestaba dinero al diez por ciento o vendía grano a los pobres que no podían pagar al contado triplicando su precio. Con el gobernador le unía una estrecha amistad, y si alguien no pagaba al señor Peter Munk el día fijado, el gobernador iba a caballo con sus esbirros, tasaba la casa y las tierras, las vendía rápidamente y echaba al padre, a la madre y a los hijos al bosque. Al principio estas cosas causaban algún enojo al rico Peter, pues los pobres desahuciados asediaban su puerta, los hombres le pedían que fuese indulgente, las mujeres trataban de ablandar el corazón pétreo y los niños lloriqueaban por un trocito de pan. Pero cuando adquirió un par de perros de presa, terminó pronto aquella música ratonera, como él la llamaba; Peter silbaba y azuzaba, y los mendigos echaban a correr despavoridos. Lo que más le fastidiaba era, sin embargo, la «vieja». Ésta no era otra sino frau Munkin, su madre. Ella había quedado sumida en la miseria tras la venta de su casa y de sus tierras, y cuando su hijo regresó rico del extranjero no volvió a ocuparse de ella; de vez en cuando acudía a su puerta, cada vez más débil y decrépita, caminando apoyada en un bastón. Ya no se atrevía a pasar adentro, pues él la había echado una vez de la casa, pero le dolía tener que vivir de la caridad ajena cuando su hijo podía haberle deparado una vejez despreocupada. Pero el corazón frío no se conmovía con los rasgos pálidos y familiares, las miradas suplicantes, la mano marchita tendida, la figura decrépita. Cuando ella llamaba los sábados a su puerta, Peter sacaba malhumorado del bolsillo seis monedas de cobre, las envolvía en un papel y se las hacía llegar a través de un criado. Oía su voz temblorosa cuando daba las gracias y deseaba que fuese feliz en la tierra; la oía alejarse de la puerta tosiendo débilmente, pero a él no le afectaba en absoluto, sólo pensaba que había vuelto a malgastar seis monedas. Por fin, un día Peter pensó en casarse. Sabía que en la Selva Negra cualquier padre estaba dispuesto a darle a su hija; pero él era muy exigente en su elección, pues quería que también en este caso se elogiase su suerte y su inteligencia; por eso recorrió todo el bosque a caballo, miró por aquí, miró por allá, pero ninguna muchacha de la Selva le pareció lo bastante hermosa. Por fin, tras buscar inútilmente a la más hermosa en todas las pistas de baile, oyó un día que la más hermosa y virtuosa de todo el bosque era la hija de un pobre leñador. La joven llevaba al parecer una vida tranquila y recogida, se ocupaba con habilidad y diligencia de la casa de su padre y nunca se dejaba ver en el baile, ni siquiera en Pascua o en las fiestas del lugar. Cuando Peter oyó hablar de aquella maravilla de la Selva Negra, decidió pedir su mano y fue a caballo a la cabaña que le habían indicado. El padre de la hermosa Lisbeth recibió al distinguido señor con asombro y se asombró aún más cuando oyó que era el rico Peter y que quería convertirse en su yerno. Pero no se lo pensó mucho, pues confiaba en que, por fin, se acabarían su pobreza y sus preocupaciones; accedió, sin preguntar a la bella Lisbeth, y la buena muchacha era tan dócil que se convirtió sin rechistar en la mujer de Peter Munk.

Pero a la pobre no le fueron las cosas tan bien como ella había soñado. Ella creía que sabía ocuparse de la casa, pero nada de lo que hacía era del agrado de Peter; tenía compasión de la gente pobre y como su marido era rico pensaba que no era un pecado dar un penique a una pobre mendiga o un vasito de aguardiente a un hombre viejo; pero el día que Peter se enteró de esto, le dijo con mirada airada y voz áspera: «¿Por qué derrochas mi fortuna ayudando a bribones y vagabundos? ¿Acaso has aportado algo al matrimonio que puedas regalar? Con la miseria que te dio tu padre no se puede calentar ni una sopa, y sin embargo tiras el dinero como una princesa. ¡Deja que vuelvan a acercarse a ti y sentirás mi mano!». La bella Lisbeth lloraba en su cuarto por la dureza de sentimientos de su marido, y a menudo deseaba volver a la miserable cabaña de su padre y no tener que vivir con el rico, pero avariento y desalmado Peter. Ay, si hubiese sabido que tenía un corazón de mármol y que no podía amarla a ella ni a ninguna otra persona no se habría extrañado. Pero cada vez que se sentaba ahora a la puerta de la casa y pasaba un mendigo y se quitaba el sombrero y hacía ademán de soltar alguna frase, ella cerraba los ojos para no ver la miseria, apretaba la mano con fuerza para que no se metiese sin querer en el bolsillo para sacar una moneda. De esta manera, la bella Lisbeth empezó a tener mala fama en todo el bosque y la gente decía que ella era aún más avara que Peter Munk. Pero un día Lisbeth estaba de nuevo sentada delante de la casa hilando y murmurando una cancioncilla; estaba contenta porque hacía buen tiempo y Peter había salido al campo con el caballo. Entonces se acercó por el camino un hombrecillo viejo que llevaba un saco pesado y grande, y ella oyó cómo jadeaba desde lejos. Compasiva le miró y pensó que a un hombre tan pequeño y viejo no había que cargarle tan pesadamente.

Mientras tanto se acercó el hombrecillo jadeando y tambaleándose, y cuando estaba delante de Lisbeth se desplomó casi bajo el peso del saco.

—¡Tened misericordia, señora, y dadme un trago de agua! —dijo el hombrecillo—; no puedo más y moriré miserablemente.

—No deberíais llevar cargas tan pesadas a vuestra edad —dijo Lisbeth.

—Ciertamente, si no tuviese que hacer recados a causa de mi pobreza y para ganarme la vida —contestó él—; una mujer tan rica como vos no sabe cuánto duele la pobreza y lo que reconforta una bebida fresca con este calor.

Cuando Lisbeth oyó estas palabras entró en la casa, tomó una jarra de la repisa y la llenó de agua; pero cuando regresó y sólo estaba a unos pocos pasos del hombrecillo y le vio allí sentado encima del saco tan desvalido y necesitado, sintió una profunda compasión, consideró que su marido no estaba en casa y, dejando a un lado la jarra de agua, tomó un vaso y lo llenó de vino, puso encima un pan de centeno y se lo llevó al viejo:

—¡Tomad; ya que sois tan viejo, os sentará mejor un trago de vino que el agua —dijo ella—; pero no bebáis tan deprisa y comed también un poco de pan al mismo tiempo!

El hombrecillo la miró asombrado hasta que sus ojos se inundaron de grandes lágrimas; bebió, y dijo:

—Me he hecho viejo, pero he visto a pocas personas que fuesen tan compasivas y supiesen hacer sus obsequios con tanta delicadeza y bondad como vos, señora Lisbeth. Pero por eso seréis dichosa en la tierra; un corazón como el vuestro no puede quedar sin recompensa.

—No, y la recompensa la recibirá ahora mismo —gritó una voz terrible, y cuando se dieron la vuelta estaba allí Peter con el rostro rojo de ira—. ¿Cómo te atreves a regalar mi mejor vino a los pordioseros y dejas que mi copa toque los labios de los vagabundos? ¡Toma tu recompensa!

Lisbeth se arrojó a sus pies y pidió perdón; pero el corazón de piedra no conocía la compasión, Peter dio la vuelta a la fusta que llevaba en la mano y asestó con la empuñadura de ébano un golpe tan violento en la hermosa frente que su mujer cayó sin vida en los brazos del anciano. Cuando Peter vio aquello, se arrepintió en el acto de lo que había hecho; se inclinó para ver si todavía había vida en ella, pero el hombrecillo dijo con una voz que le era conocida:

—¡No te esfuerces, Peter Carbonero; ella era la flor más bonita y encantadora de la Selva Negra, pero tú la has pisoteado y ya nunca florecerá!

Entonces la sangre se retiró de las mejillas de Peter, que dijo:

—¿De modo que sois vos, el guardián del tesoro? Lo hecho, hecho está y sin duda tenía que suceder así. Espero, sin embargo, que no me denunciéis por asesino ante el tribunal.

—¡Miserable! —respondió el Hombrecillo de Cristal. ¿De qué me serviría llevar a la horca tu envoltura mortal? No son los tribunales terrenales a los que debes temer, sino a otros más severos; pues has vendido tu alma al maligno.

—Y si he vendido mi corazón —gritó Peter—, nadie más que tú y tus engañosos tesoros tenéis la culpa; tú me has llevado a la perdición, espíritu traidor, me empujaste a buscar la ayuda de otro, tuya es la responsabilidad.

Pero apenas hubo pronunciado Peter estas palabras, el Hombrecillo de Cristal creció y se hinchó, y se hizo alto y ancho y se dice que sus ojos eran tan grandes como platos soperos, y su boca era como un horno encendido que echaba llamaradas fulgurantes. Peter se hincó de rodillas y su corazón de piedra no pudo evitar que sus miembros temblasen como una hoja. Entonces el genio del bosque le agarró de la nuca con garras de buitre y le arrojó contra el suelo haciendo que crujiesen todas sus costillas.

—¡Gusano! —exclamó con una voz que retumbó como el trueno—; podría destrozarte si quisiera, pues has ofendido al señor del bosque. Pero por esta mujer muerta que me dio de comer y beber te doy ocho días de plazo. Si no vuelves al buen camino, vendré y aplastaré tus huesos y te irás al infierno con tus pecados.

Ya anochecía cuando unos hombres que pasaban por allí vieron al rico Peter Munk tumbado en el suelo. Le giraron de un lado y de otro, y buscaron en él algún rastro de vida; pero durante mucho tiempo su búsqueda fue inútil. Por fin, uno de ellos entró en la casa y trajo agua y le roció con ella. Entonces Peter respiró profundamente, gimió y abrió los ojos, miró largamente en torno suyo y preguntó por Lisbeth: pero nadie la había visto. Dio las gracias a los hombres por haberle ayudado, entró en su casa con paso cansino y buscó por todas partes, pero Lisbeth no estaba en el sótano ni en el desván, y lo que había tomado por un sueño terrible era la amarga verdad. Cuando estaba así completamente solo, le vinieron a la cabeza pensamientos extraños; no tenía miedo de nada, pues su corazón era frío, pero cuando pensaba en la muerte de su mujer le venía a la mente su propia muerte y la carga tan pesada con que se iría de este mundo, la carga de las lágrimas de los pobres, de sus mil maldiciones que no podían ablandar su corazón, del lamento de los miserables sobre los que había lanzado a sus perros, la carga de la callada desesperación de su madre, de la sangre de la buena y hermosa Lisbeth; y si ni siquiera podría responder a su anciano padre cuando viniese a preguntarle: «¿Dónde está mi hija, tu mujer?», ¿qué respondería a Aquel otro a quien pertenecían todos los bosques, todos los lagos, todas las montañas y las vidas de las personas?

También le atormentaban los sueños por la noche y a cada instante se despertaba con una voz dulce que le decía: «¡Peter, procúrate un corazón más caliente!». Y cuando estaba despierto, volvía a cerrar rápidamente los ojos, pues, por la voz, tenía que ser Lisbeth quien le aconsejaba de aquella manera. Un día fue a la fonda para distraer sus pensamientos y allí encontró al gordo Ezequiel. Se sentó a su mesa, hablaron de unas cosas y otras, del tiempo tan bueno que hacía, de la guerra, de los impuestos y, finalmente, también de la muerte y de cómo aquí y allá había fallecido alguien súbitamente. Entonces Peter preguntó al gordo lo que opinaba de la muerte y de lo que vendría después. Ezequiel le contestó que el cuerpo era enterrado, pero que el alma subía al cielo o bajaba al infierno.

—¿Entonces también se entierra el corazón? —preguntó Peter intrigado.

—Por supuesto, también es enterrado.

—¿Pero si uno ya no tiene su corazón? —prosiguió Peter.

Ezequiel le dirigió una mirada terrible al oír estas palabras.

—¿Qué quieres decir con eso? ¿Te estás burlando de mí? ¿Pretendes decir que yo no tengo corazón?

—Oh, tienes corazón de sobra, tan duro como la piedra —respondió Peter.

Ezequiel le miró asombrado, se volvió a ver si alguien había escuchado sus palabras, y luego dijo:

—¿Cómo lo sabes? ¿O tampoco late ya el tuyo?

—No late ya, al menos no aquí, en mi pecho —contestó Peter Munk—. Pero dime, ahora que sabes a lo que me refiero, ¿qué sucederá con nuestros corazones?

—¿Qué te importa eso, compadre? —preguntó Ezequiel riendo—. Tienes lo que quieres para vivir en la tierra y eso es suficiente. Precisamente lo cómodo de nuestro corazón frío es que tales pensamientos no nos llenan de temor.

—Es cierto; pero a pesar de todo uno piensa en ello, y aunque yo tampoco conozco el miedo, recuerdo perfectamente cuánto temía a la muerte cuando era un niño inocente.

—En fin, bien no nos irá precisamente —dijo Ezequiel—. Una vez le pregunté a un maestro y él me dijo que después de la muerte se pesaban los corazones, para ver cuánto habían pecado. Los ligeros ascendían, los pesados caían, y creo que nuestras piedras tendrán un buen peso.

—Es evidente —respondió Peter—, y a menudo me molesta que mi corazón sea tan impasible e indiferente cuando pienso en esas cosas.

Así hablaron; pero por la noche Peter escuchó cinco o seis veces susurrar a la voz conocida en su oído: «¡Peter, procúrate un corazón más caliente!». Él no sentía ningún arrepentimiento por haberla matado, pero cuando decía a los criados que su mujer se había ido de viaje, pensaba siempre: «¿Adónde se habrá ido?». Así pasaron seis días y siempre escuchaba aquella voz por la noche y siempre pensaba en el genio del bosque y en su terrible amenaza; pero cuando llegó la mañana del séptimo día se levantó de un salto de su lecho, y exclamó: «Está bien, trataré de conseguir un corazón más caliente, pues la piedra indiferente que hay dentro de mi pecho ha vuelto mi vida aburrida y vacía».

Se puso rápidamente su traje de domingo, montó en su caballo y cabalgó hacia la colina del bosque.

En la colina del bosque, donde los árboles estaban más espesos, se bajó de su caballo, lo ató a un árbol y caminó con paso rápido hacia la cima y, cuando estuvo delante del gran abeto, empezó a recitar su verso:

Guardián del tesoro del verde abetal,

muchos cientos de años tienes ya en el morral,

tuya es toda la tierra donde el abeto crece,

sólo a los nacidos en domingo tu rostro se aparece.

Entonces apareció el Hombrecillo de Cristal, pero no estaba simpático y cordial como otras veces, sino sombrío y triste; llevaba una chaquetita de cristal negro y una larga cinta del mismo color caía de su sombrero y Peter supo en seguida por quién llevaba el luto.

—¿Qué quieres de mí, Peter Munk? —preguntó con voz lúgubre.

—Todavía tengo un deseo, señor tesorero —contestó Peter, bajando los ojos.

—¿Acaso pueden desear los corazones de piedra? —dijo aquél—. Tienes todo lo que necesitas para tus malos designios y difícilmente cumpliré tu deseo.

—Sin embargo, tú me concediste tres deseos y todavía me queda uno.

—Pero puedo negarlo si es insensato —prosiguió el genio del bosque—; adelante, quiero escuchar lo que deseas.

—¡Extraed la piedra muerta y dadme mi corazón vivo! —dijo Peter.

—¿Hice yo ese trato contigo? —preguntó el Hombrecillo de Cristal—. ¿Soy yo Michel, El Holandés, que regala riqueza y corazones fríos? Allí, en su casa debes buscar tu corazón.

—Ay, él no lo devolvería jamás —contestó Peter.

—Me das lástima a pesar de lo malo que eres —dijo el hombrecillo después de reflexionar unos instantes—. Pero como tu deseo no es insensato, no puedo negarte mi ayuda. Ahora, escucha, no podrás recuperar tu corazón por la fuerza, pero sí con astucia, y quizá no sea difícil; pues Michel no es más que un tonto, aunque se considera enormemente inteligente. ¡Así que ve directamente a su casa y haz lo que te diga! —y entonces le instruyó en todo y le dio una crucecita de cristal puro—. Él no podrá hacerte ningún daño y te dejará en libertad si le muestras la cruz y rezas al mismo tiempo. Y cuando hayas conseguido lo que deseas, ven a verme de nuevo a este lugar.

Peter Munk tomó la crucecita, grabó en su memoria todas las palabras y se dirigió a la guarida de El Holandés. Allí pronunció tres veces su nombre en voz alta y en seguida apareció delante de él el gigante.

—¿Has matado a tu mujer? —le preguntó con una risa terrible—; yo también lo habría hecho; ella compartía tu fortuna con los mendigos. Pero tendrás que abandonar el país durante algún tiempo, pues se armará mucho revuelo si no la encuentran y supongo que necesitas dinero y vienes a buscarlo.

—Lo has adivinado —contestó Peter—, y esta vez tendrá que ser mucho, pues América está lejos.

Michel le precedió y le condujo a su cabaña; allí abrió un arca donde había mucho dinero y extrajo rollos enteros de monedas de oro. Mientras las contaba sobre la mesa, Peter dijo:

—Eres un pájaro de cuenta, Michel, por haberme mentido cuando decías que tenía una piedra en el pecho y que tú tenías mi corazón.

—¿Y acaso no es así? —preguntó Michel asombrado—. ¿Sientes tu corazón? ¿No es frío como el hielo? ¿Tienes miedo o preocupaciones, puedes arrepentirte de algo?

—Sólo hiciste que se detuviese mi corazón, pero lo sigo teniendo en el pecho, y Ezequiel también; él me ha dicho que nos mentiste; tú no eres capaz de arrancarle a nadie el corazón sin peligro y sin que se note nada; para eso tendrías que saber magia.

—¡Pero yo te aseguro —exclamó Michel enojado— que tú y Ezequiel y toda la gente rica que ha hecho un trato conmigo tenéis corazones fríos, y vuestros verdaderos corazones los tengo aquí en mi gabinete!

—¡Huy, con qué facilidad miente tu lengua! —se rió Peter—. ¡Eso cuéntaselo a otro! ¿Crees que en mis viajes no he visto docenas de trucos como ése? Los corazones que tienes ahí en tu gabinete son imitaciones de cera. Eres un tipo rico, lo admito; pero no sabes hacer magia.

Entonces el gigante se puso furioso y abrió la puerta del gabinete.

—Entra y lee las etiquetas, y aquel que está allí, mira, ése es el corazón de Peter Munk. ¿Ves cómo palpita? ¿También se puede hacer eso de cera?

—A pesar de todo es de cera —contestó Peter—. Así no late un corazón de verdad; yo tengo todavía el mío en el pecho. No, te digo que no sabes hacer magia.

—¡Pues voy a demostrártelo! —exclamó Michel enfurecido—; tú mismo notarás que es tu corazón.

Lo cogió, abrió el jubón de Peter y sacó una piedra de su pecho y se la enseñó. Luego tomó el corazón, le echó un poco de aliento y lo colocó cuidadosamente en su sitio, y en seguida Peter notó cómo palpitaba y se alegró de que fuese así.

—¿Cómo te sientes? —preguntó Michel sonriendo.

—Verdaderamente tenías razón —contestó Peter, sacando con cuidado su crucecita del bolsillo—. No creía que pudieses hacer algo parecido.

—¿Verdad que no? Y ya ves que sé hacer magia; pero ahora ven que voy a ponerte otra vez la piedra.

—¡Poco a poco, Michel! —exclamó Peter, dando un paso hacia atrás y mostrándole la crucecita—. Con tocino se cazan los ratones, y esta vez eres tú el engañado —y al mismo tiempo empezó a rezar todo lo que le vino a la cabeza. Entonces Michel se hizo cada vez más pequeño, cayó al suelo y se retorció como un gusano gimiendo y suspirando, y todos los corazones que había alrededor se pusieron a palpitar y a latir haciendo que la habitación sonase como el taller de un relojero. Peter sintió que se le helaba la sangre y salió despavorido del gabinete y de la casa, e impulsado por el miedo, trepó la pared rocosa; pues oyó que Michel se ponía de pie, daba patadas contra el suelo y le lanzaba horribles juramentos. Cuando llegó arriba, corrió hacia la colina del bosque; una terrible tormenta se desencadenó, los rayos caían a un lado y a otro de Peter, y destrozaban los árboles, pero él llegó sano y salvo al territorio del Hombrecillo de Cristal.

Su corazón latía alegre, y sólo porque latía. Pero entonces miró con espanto hacia su vida pasada como hacia la tormenta que destruía el hermoso bosque detrás de él. Pensó en Lisbeth, su encantadora mujer a la que había asesinado por avaricia; se sintió el más despreciable de los hombres y lloró desconsolado cuando llegó a la colina del Hombrecillo de Cristal.

El guardián del tesoro ya estaba sentado debajo del abeto y fumaba una pipa pequeña, pero parecía más contento que antes.

—¿Por qué lloras, Peter Carbonero? —preguntó—. ¿No obtuviste tu corazón? ¿Sigue el frío en tu pecho?

—¡Ay, señor! —suspiró Peter—; cuando llevaba todavía el frío corazón de piedra no lloraba nunca, mis ojos estaban tan secos como el campo en julio, pero ahora casi se me rompe el corazón por lo que he hecho. He arrojado a la miseria a mis deudores, he perseguido con perros a los pobres y enfermos, y vos sabéis cómo cayó mi fusta sobre la hermosa frente de mi mujer.

—¡Peter! ¡Fuiste un gran pecador! —dijo el hombrecillo—. El dinero y el ocio te estropearon hasta que tu corazón se hizo de piedra y dejó de saber lo que era la alegría, la pena, el arrepentimiento y la compasión. Pero el arrepentimiento reconcilia, y si yo supiese que lamentas de verdad tu vida, podría hacer todavía algo por ti.

—No deseo nada más —contestó Peter, triste y cabizbajo—. Todo ha acabado para mí, ya no podré alegrarme en toda la vida. ¿Qué voy a hacer tan solo en el mundo? Mi madre no me perdonará lo que le hice y quizá la he llevado a la tumba con mi monstruosidad. ¡Y Lisbeth, mi mujer! Prefiero que me matéis, señor del tesoro, así habrá acabado de una vez mi vida miserable.

—Está bien —contestó el hombrecillo—, si así lo deseas, lo haré; aquí cerca tengo mi hacha.

Tranquilamente se sacó la pipa de la boca, la vació con unos golpecitos y la guardó. Luego se puso despacio de pie y desapareció detrás de los abetos. Peter, sin embargo, se sentó llorando en la hierba; su vida ya no tenía valor para él y esperaba resignado el golpe mortal. Al cabo de un rato escuchó unos pasos leves a su espalda, y pensó: «Ya viene».

—¡Vuélvete, Peter Munk! —dijo el hombrecillo.

Peter se secó las lágrimas y se dio la vuelta y vio a su madre y a Lisbeth, su mujer, que le miraban risueñas. Entonces se levantó lleno de júbilo:

—¿Así que no estás muerta, Lisbeth? ¿Y vos también estáis aquí, y me habéis perdonado?

—Ellas quieren perdonarte —dijo el Hombrecillo de Cristal—, porque tu arrepentimiento es auténtico y están dispuestas a olvidarlo todo. Ahora regresa a la cabaña de tu padre y vuelve a ser un carbonero como antes; si eres bueno y honrado, respetarás tu oficio y tus vecinos te amarán y admirarán más que si tuvieses diez toneladas de oro.

—Así habló el Hombrecillo de Cristal y se despidió de ellos.

Los tres le alabaron y bendijeron, y volvieron a casa.

La suntuosa mansión del rico Peter ya no existía, un rayo la había incendiado y reducido a cenizas con todos sus tesoros; pero la cabaña paterna no estaba lejos; hacia allí se dirigieron entonces y la pérdida enorme no les preocupó.

¡Pero cómo se asombraron cuando llegaron a la cabaña! Se había convertido en una bonita casa de labriegos y dentro todo era sencillo, pero bueno y limpio.

—¡Esto lo ha hecho el bondadoso Hombrecillo de Cristal! —exclamó Peter.

—¡Qué maravilloso! —dijo Lisbeth—. Aquí me encuentro mucho más a gusto que en la mansión con tantos criados.

A partir de entonces Peter Munk se convirtió en un hombre bueno y trabajador. Estaba contento con lo que tenía, trabajaba con tesón y con su esfuerzo se convirtió en una persona acomodada, respetada y querida en todo el bosque. No volvió a reñir nunca con Lisbeth, honraba a su madre y daba limosna a los pobres que llamaban a su puerta. Cuando al cabo de un año Lisbeth dio a luz a un hermoso niño, Peter fue a la colina del bosque y dijo su verso. Pero el Hombrecillo de Cristal no salió de su escondrijo:

—¡Guardián del tesoro —dijo en voz alta—, escuchadme, por favor, sólo quiero pediros que seáis el padrino de mi hijo!

Pero no obtuvo ninguna respuesta; sólo una breve ráfaga de viento corrió entre los abetos, y arrojó algunas piñas a la hierba. «Entonces me llevaré esto como recuerdo, ya que no queréis mostraros», exclamó Peter, guardó las piñas en el bolsillo y regresó a casa; pero cuando se quitó en casa el jubón del domingo y su madre volvió los bolsillos para guardarlo en el arcón, cayeron al suelo cuatro gruesos rollos de monedas y cuando los abrieron vieron que eran táleros badenses buenos y nuevos, y entre ellos no había ni uno solo falso. Y éste fue el regalo de padrino del hombrecillo del bosque para el pequeño Peter.

Así vivieron tranquilos y contentos, y muchos años después, cuando Peter ya tenía el pelo gris, decía todavía a menudo: «Desde luego es mejor contentarse con poco que tener oro y bienes y un corazón frío».