Heinrich von Kleist
EL TERREMOTO DE CHILE
EN Santiago, la capital del reino de Chile, en el instante mismo del gran terremoto del año 1647 que causó la muerte a muchos miles de personas, un joven español llamado Jerónimo Rugera, encausado por grave delito, se hallaba junto a un pilar del calabozo en que le habían encerrado y quería ahorcarse. Don Enrique Asterón, uno de los más ricos gentilhombres de la ciudad, en cuya casa estuviera empleado como preceptor, hacía aproximadamente un año que le había arrojado de ella, por hallarse en tierna connivencia con doña Josefa, su única hija. Una cita secreta delatada al viejo caballero, después que éste previniera severamente a la hija, por el malicioso celo de su orgulloso hijo, lo encolerizó de tal suerte que la internó en el convento carmelita de Nuestra Señora del Monte, en aquella misma localidad.
Por un venturoso azar, Jerónimo había logrado reanudar allí la relación y hacer del jardín del convento, en una callada noche, el escenario de su plena dicha. Era la festividad del Corpus Christi y acababa de empezar la solemne procesión de las monjas, a quienes seguían las novicias, cuando, al primer repique de campanas, la infeliz Josefa se desplomó con dolores de parto sobre las gradas de la catedral.
El suceso produjo extraordinario revuelo; al punto se puso en prisión a la joven pecadora, sin tener cuenta de su estado, y, concluido apenas el sobreparto, le fue incoado riguroso proceso por orden del arzobispo. Hablábase en la ciudad con tal encono de aquel escándalo y las lenguas se ensañaban tan despiadadamente con todo el convento en que ello ocurriese, que ni la intercesión de la familia Asterón ni aun el deseo de la propia abadesa, quien había tomado afición a la joven por su, en todo lo demás, intachable comportamiento, pudo suavizar la dureza con que recaía sobre ella el peso de la ley conventual. Lo más que pudo conseguirse, con gran escándalo de las matronas y doncellas de Santiago, fue que el fallo inapelable del virrey mudase en decapitación la muerte en la hoguera a que había sido condenada.
Alquilábanse ventanas en las calles por donde iba a pasar la comitiva camino del cadalso, se desmontaban los tejados de las casas, y las piadosas hijas de la ciudad invitaban a sus amigas a asistir hermanablemente con ellas al espectáculo que se ofrecía a la venganza divina.
Jerónimo, quien para entonces también había sido encarcelado, estuvo próximo a perder el sentido cuando supo el espantoso giro de los acontecimientos. En vano buscó forma de escapar: por doquiera que le transportaban en vuelo sus más osados pensamientos, topaba con muros y cerrojos, y el intento de limar las rejas de la ventana le acarreó, al ser descubierto, una aún más severa reclusión. Cayó ante la imagen de la santa Madre de Dios y con fervor infinito oró a la única de quien aún cabía esperar la salvación.
Mas llegó el temido día y con él la convicción, en lo íntimo de su pecho, de que ya no quedaba esperanza alguna. Sonaron las campanas que acompañaban a Josefa al patíbulo y la desesperación se adueñó de su alma. Juzgó aborrecible la vida y, con una soga que le deparase la casualidad, determinó darse muerte. Hallábase, como ya se dijo, junto a una pilastra y sujetaba en un garfio de hierro, incrustado en el remate superior de la misma, la soga que había de sacarlo de este mundo de aflicción, cuando de súbito, en medio de un estruendo como si se hundiese el firmamento, se derrumbó la mayor parte de la ciudad, enterrando bajo sus escombros todo lo que respiraba vida.
Jerónimo Rugera estaba paralizado por el terror; y como si su conciencia hubiese quedado toda ella aniquilada, se agarró al pilar en que había querido morir, para no caer. El suelo vaciló bajo sus pies, se resquebrajaron todos los muros de la prisión, el edificio entero se inclinó hacia la calle, próximo a derrumbarse, y sólo el hundimiento de la casa frontera, adelantándose a la propia y más lenta caída, impidió, con una flexión fortuita, el total hundimiento de la edificación. Tembloroso, con los cabellos erizados y las rodillas que parecían querérsele quebrar, Jerónimo resbaló por el suelo, hundido e inclinado, hacia el orificio que el choque de ambos edificios había abierto en la pared delantera de la prisión.
Apenas hubo salido al exterior cuando toda la calle, ya muy agrietada, se acabó de hundir ante un segundo temblor de tierra. Sin conciencia de cómo escapar de aquel estrago, con la muerte acosándole por doquier, corrió entre vigas y escombros hacia una de las más cercanas puertas de la ciudad. Allí se derrumbaba otra casa, y los escombros que salían despedidos a toda la redonda lanzábanle hacia una calle lateral; allí las llamas, fulgurando entre masas de humo, asomaban pavorosas por todas las fachadas y le hacían huir hacia otra calle; allí el río Mapucho, salido de madre, avanzaba rugiente hacia él, lanzándole hacia una tercera. Allí yacía por tierra un montón de víctimas, allí gemía una voz bajo los escombros, allí gritaban las gentes desde los tejados en llamas, allí luchaban hombres y animales contra las olas, allí un valeroso salvador se esforzaba en prestar ayuda; allí había otro, pálido como la muerte, que alzaba silencioso al cielo unas manos temblorosas. Cuando Jerónimo hubo alcanzado la puerta y remontado una colina, ya fuera del recinto de la ciudad, cayó desmayado.
Habría yacido en tierra un cuarto de hora en la más profunda inconsciencia cuando despertó y, de espaldas a la ciudad, se incorporó a medias en el suelo. Tocóse la frente y el pecho sin saber qué pensar de su estado, y le asaltó una indecible sensación de placer cuando el viento oeste sopló desde el mar sobre la vida que retornaba a él y sus ojos recorrieron de un extremo a otro la floreciente comarca de Santiago. Sólo las conturbadas muchedumbres que se veían por doquier le oprimían el corazón; no comprendía qué razón las había hecho llegar hasta allí, igual que a él mismo, y sólo cuando se dio la vuelta y vio tras él la ciudad en ruinas, recordó el terrible instante que había vivido. Hizo una profunda inclinación hasta tocar el suelo con la frente y dio gracias a Dios por su milagrosa salvación; y como si aquella terrible impresión, grabándose en su espíritu, hubiese hecho desaparecer todas las demás, lloró lágrimas de placer, por seguir disfrutando una vida tan dulce, tan plena y variada.
Luego, al notar en su mano un anillo, bruscamente se acordó de Josefa; y con ella, de la prisión, de las campanas que desde allí había oído, y del instante que precediera al derrumbamiento del edificio. Honda melancolía invadió otra vez su pecho; empezó a pesarle de su oración, y terrible le parecía el ser que reinaba allende las nubes. Mezclóse entre el pueblo que salía en tropel por todas las puertas de la ciudad, ocupado en salvar sus pertenencias, y tímidamente se atrevió a preguntar por la hija de Asieron y si se había llevado a cabo la ejecución; pero nadie pudo informarle con exactitud. Una mujer que, doblada casi hasta el suelo la cerviz, llevaba a la espalda una inmensa carga de utensilios y dos niños colgados del pecho, dijo al pasar, como si lo hubiese visto con sus propios ojos, que había sido decapitada. Jerónimo se dio media vuelta; y como, si calculaba el tiempo, tampoco él podía dudar de la consumación de la joven, sentóse en un bosque solitario y se abandonó a su pleno dolor. Deseó que las fuerzas devastadoras de la naturaleza tornaran a caer violentamente sobre él. No comprendía por qué había escapado a la muerte que anhelaba su infortunado espíritu, justamente en los momentos en que esa muerte se le aparecía por todas partes, voluntariamente, para liberarle. Resolvió firmemente no tener más vacilaciones aunque ahora los robles saltaran de raíz y sus copas se derrumbaran sobre él. Al cabo, aliviado por el llanto, recobrada la esperanza en medio de las más ardientes lágrimas, se levantó y recorrió el campo en todas las direcciones. Subió a las cimas de todos los montes en que había grupos de gente; les salía al encuentro por los caminos donde aún había movimiento de fugitivos; dondequiera que una túnica femenina ondeaba al viento, allí le llevaban sus temblorosos pasos; mas ninguna recubría a la bienamada hija de Asterón. Inclinábase el sol hacia el ocaso, y con él otra vez sus esperanzas, cuando llegó al borde de un peñasco y ante sus ojos se abrió el panorama de un dilatado y poco concurrido valle. Indeciso sobre lo que debía hacer, recorrió los diversos grupos y ya quería alejarse de nuevo cuando de pronto, junto a un riachuelo que regaba aquella vaguada, echó de ver a una mujer joven, ocupada en limpiar a un niño en sus aguas. Y el corazón le dio un brinco ante esa escena. Lleno de presentimientos saltó por entre las piedras y exclamó: ¡Madre de Dios, Santa María!, y reconoció a Josefa cuando ésta, al oír el ruido, miró tímidamente en derredor. ¡Cuál no fuera el júbilo con que se abrazaron aquellos desventurados, salvados por un milagro del cielo! En su camino hacia la muerte, ya se hallaba Josefa muy cerca del patíbulo, cuando de súbito el derrumbamiento de los edificios, en medio de un ruido ensordecedor, dispersó a toda la comitiva. Sus primeros y espantados pasos la llevaron hacia la más cercana puerta de la ciudad; mas recobrándose muy pronto, diose la vuelta para correr al convento donde su hijito había quedado desamparado. Halló el convento ya presa de las llamas, y la abadesa, que en los momentos que para Josefa habían de ser los últimos le había prometido cuidarse del pequeño, estaba en pie ante el portal y gritaba pidiendo ayuda para salvarle. Josefa atravesó esforzadamente la espesa humareda que salía del edificio, penetró en él, cuando ya se hundía por todos lados, y, como si la protegieran todos los ángeles del cielo, volvió a aparecer por la puerta, con el niño, sana y salva. Ya quería arrojarse en los brazos de la abadesa, que se había llevado, admirada, las manos a la cabeza, cuando ésta, con casi todas las demás religiosas, halló terrible muerte aplastada por un frontón del edificio. Ante tan siniestra escena, Josefa retrocedió temblorosa; cerró apresuradamente los ojos a la abadesa y salió huyendo horrorizada, dispuesta a arrancar de la perdición al querido niño que el cielo le había regalado una segunda vez. Apenas hubo dado unos pasos cuando fue a tropezar con el cadáver del arzobispo, que acababan de sacar, destrozado, de entre los escombros de la catedral. El palacio del virrey estaba hundido en tierra, el tribunal de justicia, donde le fue dictada la sentencia, era pasto de las llamas, y en el lugar donde otrora se hallara su casa paterna había surgido un lago, cuyas hirvientes aguas despedían cárdenos vapores. Josefa hizo acopio de todas sus fuerzas para mantenerse en pie. Desterrando de su corazón la pesadumbre, avanzó intrépida, con su botín, de calle en calle, y ya se hallaba cerca de la puerta cuando vio también, convertida en ruinas, la prisión donde había suspirado Jerónimo. Vaciló ante su vista y ya iba a caer sin sentido en un rincón; mas en el mismo instante un edificio que tenía a sus espaldas, ya totalmente destrozado por las sacudidas, se derrumbó y, fortalecida por el terror, volvió bruscamente en sí. Besó a la criatura, enjugóse enérgicamente las lágrimas, y sin prestar atención al atroz espectáculo que la rodeaba, llegó a la puerta de salida. Cuando se vio fuera del recinto, pronto concluyó que no todo aquel que había habitado un edificio destruido tenía por fuerza que haber sido aniquilado bajo sus escombros. En la siguiente encrucijada se detuvo y allí permaneció por si tal vez aparecía quien; después del pequeño Felipe, le era más caro en el mundo. Como no llegaba nadie y la oleada humana iba en aumento, continuó caminando, y otra vez se daba la vuelta y otra vez esperaba; y derramando copiosas lágrimas se arrastró penosamente hasta un umbroso valle poblado de pinos para orar por aquella alma que ella pensaba que ya había escapado; y allí encontró al amado, en el valle, y también la felicidad, como si fuese aquél el valle del Edén.
Todo eso contaba ella emocionada a Jerónimo y, cuando hubo concluido, le presentó al niño para que lo besara. Jerónimo lo tomó en sus brazos y lo acarició con indescriptible alegría de padre y, como el niño lloraba ante aquel rostro extraño, le cerró la boca con caricias sin fin. Entre tanto había caído la más hermosa noche, llena de suavísimos perfumes, de tan plateado brillo, tan silenciosa, como sólo puede soñar un poeta. A todo lo largo del riachuelo que regaba el valle, se habían asentado las gentes preparándose, al claro de luna, un blando lecho de musgo y follaje para descansar de un día tan doloroso. Y como aquellos desventurados seguían lamentándose de haber perdido, éste, su casa; aquél, mujer e hijo; un tercero, todo lo que poseía, Jerónimo y Josefa se retiraron sigilosamente hasta un espeso bosquecillo para no entristecer a nadie con el secreto júbilo de sus almas. Hallaron un espléndido granado, que abría las amplias ramas, llenas de olorosos frutos, y en su cima el ruiseñor dejaba oír sus deleitosos cantos. Recostóse Jerónimo en el tronco, y, Josefa sentada en su regazo, Felipe en el de Josefa, allí descansaron todos, cubiertos con su abrigo. Alejábase de ellos, con sus inciertas luces, la sombra del árbol, y la luna ya empalidecía de nuevo ante la aurora, mas aún no dormían; pues era infinito lo que tenían que contarse sobre el jardín del convento y sobre las prisiones y sobre cuánto habían sufrido el uno por el otro; y se llenaban de emoción al pensar cuánta desgracia hubo de sobrevenir al mundo para que ellos fueran dichosos. Acordaron dirigirse, tan pronto como cesaran las sacudidas, a La Concepción, donde Josefa tenía una amiga de confianza, embarcarse allí para España, donde vivía la familia materna de Jerónimo, y concluir en aquel país una vida feliz. Al cabo, con muchos besos, se durmieron.
Cuando despertaron, ya estaba el sol muy alto en el firmamento, y echaron de ver cerca de ellos varias familias ocupadas en prepararse al fuego un parco desayuno. Jerónimo estaba también pensando cómo conseguir alimento para los suyos, cuando un joven bien vestido se acercó a Josefa con un niño en los brazos, y le preguntó tímidamente si no podría dar el pecho por breve tiempo a aquella pobre criatura, cuya madre yacía, malherida, entre los árboles. Josefa estaba un poco confusa al darse cuenta de que lo conocía; mas cuando él, interpretando mal su confusión, continuó: «Es sólo por unos momentos, doña Josefa, y este niño no ha tomado alimento alguno desde la hora misma que nos trajo a todos la desgracia», dijo entonces: «He callado… por otra razón, don Fernando; en estas horribles circunstancias nadie se niega a compartir lo que por ventura pueda poseer», y tomando al niño ajeno, en tanto que entregaba al padre el suyo propio, se lo puso al pecho. Don Fernando estaba muy agradecido por aquel beneficio y preguntó si no querrían acercarse con él a su grupo, que en esos momentos estaba preparando una pequeña colación. Josefa respondió que aceptaba con placer el ofrecimiento y, como Jerónimo tampoco pusiera objeción, le siguió a donde estaba su familia; allí, las dos cuñadas de don Fernando, dos jóvenes cuya honra y decoro le eran bien conocidos, la recibieron con las más entrañables muestras de afecto.
La esposa de don Fernando, doña Elvira, que yacía en tierra con graves heridas en los pies, al ver a su enflaquecido hijito colgado del pecho de Josefa, la atrajo hacia sí efusivamente. También don Pedro, su suegro, que estaba herido en el hombro, le hizo una amigable inclinación de cabeza.
En el pecho de Jerónimo y Josefa surgían pensamientos de extraña índole. Al verse tratados tan bondadosa y cordialmente, no sabían qué pensar del tiempo anterior, del patíbulo, de la prisión y de la campana; ¿lo habían soñado, tal vez? Era como si, tras el terrible cataclismo, todos los ánimos se hubiesen reconciliado. Sus recuerdos sólo lograban remontarse hasta él. Sólo doña Isabel, que había sido invitada por una amiga al espectáculo matinal de la víspera, pero no había aceptado la invitación, descansaba de vez en cuando en Josefa una mirada soñadora: mas la relación de una nueva y espantosa desgracia hizo que su alma, escapada apenas unos instantes a la realidad presente, volviera bruscamente a ella. Contaban que la ciudad, tan pronto hubo pasado la primera y más fuerte sacudida, estaba llena de mujeres que parían ante la vista de todos los hombres; que los frailes iban allí de un lado a otro con el crucifijo, en la mano gritando: ¡Ha llegado el fin del mundo!; que un cuerpo de guardia, que por orden del virrey exigía limpiar una iglesia de escombros, había recibido, como respuesta: ¡Ya no hay virrey en Chile! Que el virrey, en los más horribles momentos, tuvo que dar orden de erigir patíbulos para poner término al pillaje; y que un inocente, que se salvó saliendo por la puerta trasera de una casa en llamas, había sido apresado precipitadamente por el propietario y colgado al punto. Doña Elvira, con cuyas heridas estaba muy atareada Josefa, se había valido de la oportunidad, en un instante en que todos conversaban vivamente a un tiempo, para preguntarle cómo le había ido, a ella en aquel día terrible. Y cuando. Josefa, con el corazón oprimido, le expuso a grandes rasgos lo sucedido, tuvo el placer de ver cómodos ojos de aquella señora se llenaban de lágrimas; doña Elvira le tomó, la, mano y la oprimió y le hizo gesto, de guardar silencio. Josefa creía hallarse entre los bienaventurados. Un sentimiento que no podía reprimir, quería ver en el día anterior, por mucha aflicción que hubiera traído al mundo, una bendición como, hasta entonces jamás le procurase el cielo. Y en efecto, en, medio de esos terribles instantes en que fueron destruidos todos los bienes terrenales de los hombres y la naturaleza entera amenazaba quedar enterrada, el espíritu humano parecía, abrirse como una hermosa flor. En todo lo que alcanzaba la vista, se veían por los campos, mezcladas unas con otras, gentes de todo estado y condición, príncipes y mendigos, matronas y campesinas, altos funcionarios y jornaleros, monjes y monjas: todos compadeciéndose mutuamente, ofreciéndose recíproca ayuda, compartiendo gozosamente lo que habían podido salvar de lo necesario para vivir, como, si el estrago general hubiese convertido en una familia a todos los que escaparon a él.
En lugar de conversaciones triviales sobre temas del mundo, ante una mesa de té, se narraban ahora extraordinarias hazañas; personas que apenas llamaran la atención, en sociedad habían mostrado grandeza de romanos; casos sin cuento de intrepidez, de alegre menosprecio del peligro, de abnegación y de sacrificio divino, de desprecio inmediato de la vida, como si ésta, comparable al más desdeñable bien, se pudiese encontrar de nuevo a los pocos pasos. No habiendo nadie a quien no hubiese sucedido aquel día algún hecho conmovedor, o que no hubiese realizado él mismo algún acto generoso, el dolor, se mezclaba en los corazones con tan suave placer que, a juicio de Josefa, no cabía decir si la suma del bienestar general habría crecido por un lado cuanto había decrecido por el otro. Jerónimo tomó a Josefa del brazo, una vez que ambos hubieron reflexionado para sí largamente, y con gozo inenarrable caminó con ella una y otra vez bajo el umbrío follaje de los granados. Díjole entonces que, estando así los ánimos y habiendo cambiado tan enteramente la situación, renunciaba a su propósito de embarcarse para Europa; que, si seguía con vida el virrey, quien siempre se mostró favorablemente inclinado a su causa, él se atrevería a arrojarse a sus pies; y que tenía la esperanza (y al decir esto la besó con fuerza) de permanecer en Chile con ella. Josefa respondió que en ella habían surgido pensamientos semejantes; que, con tal de que su padre siguiera con vida, ella no dudaba ahora que lograría aplacarle; pero que, en lugar de postrarse ante el virrey, aconsejaba ir a La Concepción, y negociar desde allí por escrito la reconciliación con él; allí estarían, para todo lo que pudiese ocurrir, cerca del puerto y, si en el mejor de los casos el negocio tomaba el giro deseado, también podrían regresar fácilmente a Santiago. Tras breve reflexión, Jerónimo dio su aprobación a la prudencia de aquella medida, caminó un poco más a su lado por aquellos sombreados senderos, representándose las apacibles horas futuras, y regresó al grupo con ella.
En esto había llegado la tarde y apenas se habían serenado un poco, al disminuir las sacudidas, los ánimos de los fugitivos dispersos acá y allá, cuando ya se difundía la noticia de que en la iglesia de los dominicos, la única que respetara el terremoto, iba a celebrarse, oficiada por el propio prelado del convento, una misa solemne para rogar al cielo que no permitiera más desgracias.
El pueblo ya se había puesto en camino y afluía, desde todas las comarcas, a la ciudad. En el grupo de don Femando se suscitó la cuestión de si no deberían tomar también ellos parte en tal solemnidad y sumarse a la marcha general. Doña Isabel aludió acongojada a la calamidad acaecida en la iglesia la víspera, añadiendo que de seguro se repetirían tales fiestas de acción de gracias y que entonces, al estar ya más alejado el peligro, cabría abandonarse con mayor paz y alegría a ese sentimiento. Josefa, levantándose al momento con entusiasmo, declaró que nunca sintiera tan vivamente como ahora la necesidad de hundir su rostro en el polvo ante el Creador, que así hacía gala de su augusto e inescrutable poder. Doña Elvira se adhirió vivamente a la opinión de Josefa e insistiendo en que debían oír la misa invitó a don Fernando a ponerse a la cabeza del grupo, tras lo cual todos, incluida doña Isabel, se pusieron en pie. Pero como veían que ésta, con el pecho violentamente agitado, demoraba los preparativos de marcha, y al preguntarle qué le ocurría respondió que no sabía qué especie de aciago presentimiento había en ella, doña Elvira la tranquilizó y le pidió al mismo tiempo que permaneciera allí con ella y con el padre enfermo. Josefa dijo: «Entonces, doña Isabel, se llevará vuestra merced a este niñito, que, como ve, ya está de nuevo en mis brazos». «Con mucho gusto», respondió doña Isabel, e hizo gesto de cogerle; pero como el pequeño lloraba lastimeramente por la injusticia que se le hacía y de ningún modo consentía en ello, dijo sonriendo doña Josefa que le agradaba sobremanera quedarse con él e hízole callar a besos. Acto continuo, don Fernando, a quien mucho había complacido la dignidad y gentileza de su comportamiento, le ofreció el brazo; Jerónimo, quien llevaba al pequeño Felipe, formaba pareja con doña Constanza; seguían los demás miembros que componían el grupo, y por ese orden se dirigieron a la ciudad. Habrían caminado apenas cincuenta pasos cuando oyeron que doña Isabel, quien había tenido entre tanto una secreta e intensa conversación con doña Elvira, gritaba: «¡Don Fernando!», al tiempo que corría con agitado paso para alcanzar al grupo. Detúvose don Fernando y miró hacia atrás; quedó esperando a doña Isabel sin soltar el brazo de Josefa, y, como aquélla se hubiese parado a una cierta distancia, cual si esperase a que él viniese a su encuentro, le preguntó qué era lo que deseaba. Acercóse a él entonces doña Isabel, si bien, al parecer, de mala gana, y haciendo de manera que Josefa no pudiera oírlo le susurró unas palabras al oído. «¿Y qué?», preguntó don Fernando, «¿qué desgracia puede venir de eso?». Doña Isabel continuó hablándole al oído con rostro demudado. Don Fernando enrojeció de indignación y respondió: «¡Bueno sería! ¡Que se calme doña Elvira!». Y siguió caminando con su pareja.
Cuando llegaron a la iglesia de los dominicos, ya se percibían los espléndidos sones del órgano y una inmensa muchedumbre bullía en su interior. La multitud se extendía, más allá de las puertas, hasta la explanada de la iglesia, y en lo alto de las paredes, agarrados a los marcos de los cuadros, había muchachuelos que, con ojos esperanzados, sostenían las gorras en la mano. Lucían todas las lámparas; los pilares, al declinar la tarde, arrojaban misteriosas sombras; en el extremo más alejado de la iglesia, el gran rosetón de policromado vidrio resplandecía como el sol crepuscular que lo iluminaba, y ahora que callaba el órgano, la concurrencia también había quedado en silencio, como si nadie tuviera un sonido en el pecho. Jamás subiera a los cielos, desde ningún templo cristiano, tal llamarada de fervor como subió del templo de los dominicos de Santiago en el día de hoy; y ningún pecho humano alimentara ese fuego con tanto ardor como los de Jerónimo y Josefa. La solemnidad comenzó con un sermón que uno de los canónigos de más edad, revestido con los ornamentos sagrados, pronunció desde el púlpito. Empezó alabando y glorificando a Dios y dándole gracias, mientras elevaba al cielo las temblorosas manos envueltas en los amplios pliegues del roquete, por haber todavía hombres, en aquella parte del mundo reducida a escombros, capaces de elevar a Dios sus balbucientes plegarias. Describió expresivamente lo que había sucedido por voluntad del Omnipotente; el fin del mundo no puede ser más pavoroso; y cuando señalando una fisura que se había producido en la iglesia calificó el terremoto de la víspera de mero precursor de ese último día, un estremecimiento sacudió a la muchedumbre. A continuación, en alas de su sagrada elocuencia, pasó a hablar de la depravación moral de la ciudad. Condenó en ella atrocidades como no conocieran Sodoma y Gomorra; y sólo a la indulgencia divina atribuyó el hecho de que esa ciudad aún no hubiese sido borrada enteramente de la faz de la tierra.
Y los corazones de nuestros dos desventurados, ya totalmente desgarrados por una tal prédica, se estremecieron como traspasados por un puñal, cuando el canónigo, llegado a ese punto, aludió detalladamente al sacrilegio cometido en el jardín del convento de las carmelitas, calificó de impía la benevolencia que había hallado en el mundo, y, en un ex abrupto cargado de imprecaciones, entregó las almas de los delincuentes, a quienes mencionó por sus nombres, a todas las potencias del infierno. Doña Constanza, del brazo de Jerónimo, tuvo un estremecimiento y exclamó: «¡Don Fernando!». Mas éste respondió tan enérgica y disimuladamente como cabe hacer a un mismo tiempo: «Vuestra merced guarda silencio, no mueve ni la niña de los ojos, y hace como si cayera desmayada; acto seguido abandonamos la iglesia». Pero antes de que doña Constanza pudiese llevar a cabo esa sabia y salvadora disposición, ya exclamaba una voz, interrumpiendo estentóreamente la prédica del canónigo: «¡Alejaos todos, ciudadanos de Santiago, esos impíos están aquí presentes!». Y cuando otra voz, mientras se formaba en torno a ellos un amplio corro de espantados rostros, preguntó asustada: «¿Dónde?», un tercero respondió: «¡Aquí!», y, lleno de religiosa perfidia, agarró a Josefa por los cabellos y tiró de ella de suerte que habría caído al suelo con el hijo de don Fernando, si éste no la hubiese sujetado. «¿Habéis perdido el juicio?», gritó el joven rodeando a Josefa con el brazo: «Yo soy don Fernando Ormez, hijo del comandante de la ciudad, a quien todos conocéis». «¿Don Fernando Ormez?», gritó plantándose delante de él un zapatero remendón que había trabajado para Josefa y que conocía a ésta por lo menos tan exactamente como sus pequeños pies. «¿Quién es el padre de este niño?», interpeló con insolente osadía a la hija de Asterón. Don Fernando empalideció al oír tal pregunta. Ora miraba vacilante a Jerónimo, ora pasaba la vista por la concurrencia, por si tal vez hubiese allí alguien que lo conociera. Josefa, apremiada por tan atroz situación, exclamó: «¡Este niño no es hijo mío, como tú crees, maese Pedrillo!»; y mirando a don Fernando con angustia infinita en el alma: «Este joven caballero es don Fernando Ormez, hijo del comandante de la ciudad, a quien todos conocéis». El zapatero preguntó: «¿Quién de vosotros, ciudadanos, conoce a este joven?». Y varios de los circunstantes repitieron: «¿Quién conoce a Jerónimo Rugera? ¡Que se presente!». Ocurrió entonces que en aquel preciso momento el pequeño Juan, asustado por el tumulto, se apartó del pecho de Josefa y tendió los brazos a don Fernando. A lo cual: «¡Ése es el padre!», gritó una voz; y: «¡Es Jerónimo Rugera!», gritó otra; y: «¡Ésos son los sacrílegos!», una tercera; «¡Apedreadlos! ¡Apedreadlos, la cristiandad entera reunida en el templo de Jesús!». A lo que entonces Jerónimo exclamó: «¡Alto! ¡Desalmados! Si buscáis a Jerónimo Rugera: ¡Heme aquí! ¡Dejad libre a ese hombre, que es inocente!».
La enfurecida turba, desconcertada por las palabras de Jerónimo, quedó suspensa; varias manos soltaron a don Fernando; y como en ese instante acudió presuroso un oficial de marina, de alta graduación, y abriéndose camino por entre el tumulto preguntó: «¡Don Fernando Ormez! ¿Qué os ha ocurrido?», éste, ahora completamente liberado, respondió con presencia de espíritu digna de un héroe: «¡Ya ve, don Alonso, esta jauría de asesinos! Yo ya sería hombre muerto si este honorable caballero, para aplacar a la enfurecida multitud, no se hubiese hecho pasar por Jerónimo Rugera. Lléveselo detenido, tenga vuesa merced la bondad, y asimismo a esta joven, para seguridad de ambos. ¡Y también a este infame», agarrando a maese Pedrillo, «qué es el autor de todo él alboroto!». El zapatero gritó: «Don Alonso Onoreja, por vuestro honor os pregunto, ¿es esta muchacha Josefa Asterón?». Como don Alonso, quien conocía muy bien a Josefa, se demoraba en dar respuesta, y varias voces, nuevamente encolerizadas por tal motivo, gritaban: «¡Ella, es! ¡Ella es!»; y: «¡Dadle muerte!», Josefa puso al pequeño Felipe, a quien hasta ahora llevaba Jerónimo, y asimismo al pequeño Juan, en brazos de don Fernando, y habló: «¡Márchese, don Fernando, ponga a salvo a sus dos hijos, y abandónenos a nuestra, suerte!». Don Fernando cogió a los dos niños y dijo que antes prefería morir que permitir que ocurriese algo a sus acompañantes. Después de haberle pedido la espada al oficial de marina, ofreció el brazo a Josefa y pidió a la pareja de detrás que le siguiera. Y en efecto, ante tal actitud se les abrió camino entre muestras de un cierto respeto y salieron de la iglesia, y se creyeron a salvo. Mas apenas hubieron llegado a la explanada de la misma, igualmente atestada de gente, cuando de entre la encolerizada muchedumbre que los perseguía gritó una voz: «¡Ése es Jerónimo Rugera, ciudadanos, pues yo soy su propio padre!». Y con una enorme maza lo derribó por tierra al lado de doña Constanza. «¡Jesús María!», exclamó doña Constanza huyendo hacia su cuñado; pero ya se oía de otro lado: «¡Ramera de convento!», al tiempo que un segundo mazazo la arrojaba sin vida al lado de Jerónimo. «¡Desalmado!», gritó un desconocido: «¡Ésa era doña Constanza Xares!». «¡Por qué nos han mentido!», respondió el zapatero; «¡Buscad a la verdadera y matadla!». Don Fernando, al ver el cadáver de Constanza, ardió de indignación: desenvainando y blandiendo la espada, golpeó de tal suerte que habría partido en dos al fanático asesino, instigador de aquella matanza, si éste, con un viraje, no hubiera esquivado el furioso golpe. Pero como no podía contener a la turba que se abalanzaba sobre él: «¡Adiós, don Fernando y los niños!», exclamó Josefa, y: «¡Heme aquí, tigres sanguinarios, asesinadme!», y se lanzó voluntariamente en medio de ellos para poner fin al combate. Maese Pedrillo la derribó con la maza. Después, salpicado todo él con su sangre, vociferó: «¡Enviad vosotros al infierno al bastardo!» y, no saciadas aún sus ansias asesinas, empezó a avanzar de nuevo.
Don Fernando, ese héroe divino, estaba ahora con la espalda apoyada contra la iglesia; en la mano izquierda sostenía a los niños, en la derecha la espada. Con cada golpe caía alguien fulminado en tierra; un león no se defiende mejor. Siete perros sanguinarios yacían muertos ante él, el capitán de la satánica jauría también estaba herido. Pero maese Pedrillo no descansó hasta que tirando de las piernas de uno de los niños, se lo arrancó del pecho y, haciéndolo girar en el aire, lo estrelló contra el filo de un pilar de la iglesia. Prodújose al punto un gran silencio y todos se alejaron. Cuando don Fernando vio ante él a su pequeño Juan con la médula saliéndosele del cerebro, elevó sus ojos al cielo con indescriptible dolor. Acercóse a él de nuevo el oficial de marina, trató de consolarle y le aseguró que su propia pasividad en aquella desgracia, aunque justificada por diversas circunstancias, le causaba profunda pesadumbre; pero don Fernando dijo que no tenía nada que reprocharse y sólo le pidió que le ayudara a retirar los cadáveres. Lleváronselos todos en las tinieblas del crepúsculo a casa de don Alonso, y hasta allí los siguió don Femando, derramando muchas lágrimas sobre el rostro del pequeño Felipe. También pasó la noche en casa de don Alonso y aduciendo falsos pretextos, tardó largo tiempo en poner a su esposa al corriente de toda la magnitud de la catástrofe; de una parte, porque estaba enferma, y luego, por no saber cómo iba a juzgar ella su comportamiento en aquel suceso; pero al poco tiempo, informada casualmente por una visita de todo lo que había sucedido, aquella mujer admirable lloró en silencio su dolor de madre; y una mañana, con el resto de uña luciente lágrima, le echó los brazos al cuello y le besó. Don Fernando y doña Elvira acogieron entonces como hijo a aquel niño ajeno; y cuando don Fernando comparaba a Felipe con Juan, y el modo como los había obtenido a ambos, casi sentía que tenía que alegrarse.