Friedrich de la Motte-Fouqué

ONDINA

CAPÍTULO I

Cómo el caballero se encontró con el pescador

HACE ya muchos cientos de años, un anciano pescador remendaba sus redes en un hermoso atardecer, sentado a la puerta de su casa. El paraje donde vivía era encantador. El verde suelo sobre el que se alzaba su cabaña se extendía a lo lejos hasta alcanzar una gran laguna. La lengua de tierra parecía buscar sus aguas azules, cristalinas, y el agua parecía querer abrazar enamorada la hermosa pradera, sus hierbas altas y sus flores y la sombra refrescante de sus árboles; eran huéspedes una de otra y precisamente por eso eran tan bellas. De presencia humana había poco o nada en este ameno lugar, exceptuando al pescador y su familia. Y es que detrás de la lengua de tierra se extendía un bosque muy cerrado que la mayor parte de las personas no se atrevía a transitar sin necesidad, debido a su oscuridad y a la falta de caminos, y también a los seres extraños que podían salir al paso y a las diabluras que podían hacer. Sin embargo, el viejo pescador lo recorría sin temor cuando llevaba los ricos peces de la laguna a una gran ciudad que no estaba lejos de allí, detrás del gran bosque. Le resultaba tan fácil caminar por el bosque porque casi todos sus pensamientos eran buenos y, además, cada vez que se adentraba por la temida espesura solía entonar a voz en grito y con el corazón limpio un canto religioso.

Aunque estaba muy tranquilo remendando las redes, se llevó un susto al oír un ruido que llegaba del bosque, el ruido de un jinete cabalgando, cada vez más próximo a la franja de tierra. Le vino a la imaginación lo que había soñado en muchas noches de tormenta sobre los misterios del bosque; en particular, la figura de un hombre gigantesco, blanco como la nieve, que movía la cabeza sin cesar. Y cuando dirigió la mirada hacia el bosque, le pareció ver a través de la espesura al hombre gigantesco que se acercaba. Pero pronto se sobrepuso, pensando que nunca le había ocurrido nada malo en el bosque y que el mal espíritu tendría menos poder aún en campo abierto. Al mismo tiempo se puso a rezar de todo corazón algunos versículos de la Biblia; así perdió el miedo y creyó, muy satisfecho, que se había equivocado. El hombre blanco que movía la cabeza se había convertido de pronto en un riachuelo que él conocía muy bien, que llegaba del bosque lleno de espuma y desembocaba en la laguna. Pero el que había causado el ruido era un caballero muy apuesto que a través de la sombra de los árboles se acercaba a la cabaña montado en su corcel. Un manto de color escarlata le bajaba sobre el jubón azul recamado en oro; su birrete dorado llevaba plumas rojas y de color violeta, y en el cinturón brillaba una espada extraordinariamente bella y artísticamente labrada. El caballo blanco que montaba el jinete era de talla esbelta, como se suele ver en los corceles de guerra, y pisaba la hierba con tal ligereza que el verde tapiz no parecía sufrir ningún daño. El viejo pescador no se sentía aún muy seguro, aunque pensó que una aparición tan bonita no podía hacerle ningún mal; por eso se quitó el sombrero con toda cortesía cuando se acercó el caballero, y siguió tranquilamente remendando la red. El caballero se detuvo y le preguntó si él con su caballo podía recibir allí alojamiento y cena aquella noche.

—Referente a vuestro caballo, querido señor —contestó el pescador—, no conozco para él mejor establo que esta pradera en sombra ni mejor pienso que la hierba que crece en ella. A vos os prepararé gustoso en mi casita la cena y una cama, con la mejor voluntad.

El caballero quedó muy contento; bajó del caballo, al que los dos descincharon y quitaron las bridas y los estribos, y lo dejó correr por la campiña florida mientras decía al pescador:

—Aunque os hubiera encontrado menos servicial y amable, querido pescador, hoy no me habría marchado de aquí, pues veo que estamos ante una extensa laguna, y Dios me libre de cruzar el bosque una vez anochecido.

—No hablemos más de ello —dijo el pescador, y condujo a su huésped a la cabaña.

Dentro estaba la anciana esposa del pescador, sentada en la poltrona junto al fuego, cuyo débil resplandor iluminaba la oscura y aseada habitación. Al entrar el ilustre huésped, la anciana lo saludó amablemente, pero volvió a ocupar el puesto de honor sin ofrecérselo al forastero. El pescador dijo sonriente:

—No toméis a mal, joven señor, que no os haya cedido el asiento más cómodo de la casa; es costumbre entre los pobres que ese asiento lo ocupen los ancianos.

—Sí, hombre —dijo la mujer con sonrisa apacible—, ¿qué pensabas? Nuestro huésped será un buen cristiano, y ¿cómo se le va a ocurrir al amable joven quitar el asiento a los ancianos? Sentaos, mi joven señor —continuó, volviéndose al caballero—; aún queda por ahí una sillita muy mona; pero no os mováis demasiado, que tiene una pata coja.

El caballero arrimó la silla con cuidado, se sentó en ella y tuvo la sensación de estar ya familiarizado con la casita y de que acababa de llegar al hogar desde lejanas tierras.

Los tres empezaron a platicar amigablemente y con toda confianza. El viejo no quiso hablar mucho del bosque, aunque el caballero había hecho varias preguntas sobre él; dijo que ese tema no era aconsejable una vez anochecido; pero la pareja habló mucho de su trabajo y de su vida, y también escucharon con gusto lo que el caballero les contó de sus viajes, del castillo que poseía en las fuentes del Danubio y de su título de señor de Ringstetten. En medio de la conversación, el forastero oía de vez en cuando un chapoteo junto al ventanuco como si alguien lo rociara con agua. El viejo fruncía la frente cada vez que oía este ruido; pero cuando cayó todo un chaparrón sobre los cristales y salpicó la habitación a través del marco mal ajustado, se levantó malhumorado y gritó en dirección a la ventana:

—Ondina, ¿no vas a dejar nunca de hacer chiquilladas? Tenemos un forastero en casa.

Cesaron los ruidos fuera, pero aún se oyó una risa mal disimulada, y el pescador dijo volviendo a su asiento:

—Tenéis que perdonarle, honorable huésped, esta y quizá otras descortesías; pero ella en el fondo no es mala. Es Ondina, nuestra hija adoptiva, que no quiere despedirse de la infancia, como si no estuviera a punto de cumplir los dieciocho años. Pero, como digo, en el fondo tiene buen corazón.

—Qué bien hablas —repuso la vieja sacudiendo la cabeza—. Cuando tú vuelves de la pesca, te diviertes con sus travesuras. Pero eso de tenerla encima todo el santo día, escuchar sus tonterías y, en lugar de contar con su ayuda en las faenas de la casa, tener que vigilarla para que no nos cause daño con sus imprudencias, es muy diferente, y al final terminas harta.

—Bueno, bueno —dijo el amo sonriendo—, tú tienes que luchar con Ondina y yo con la laguna. ¿No me estropea muchas veces mis diques y mis redes? Sin embargo, yo quiero a mi laguna, y tú también a la chiquilla con toda la cruz y las tribulaciones que te causa. ¿No es cierto?

—No podemos enfadarnos mucho con ella —concedió la vieja, sonriente.

En esto se abrió la puerta y entró, entre risas, una rubita maravillosa que dijo:

—Me habéis tomado el pelo, padre; ¿dónde está vuestro huésped?

En aquel momento se dio cuenta de la presencia del caballero y quedó asombrada de su belleza. Huldbrand se recreó en la contemplación de la muchacha y quiso grabar en la memoria sus bellas facciones, pues pensó que sólo el asombro la retenía y pronto desaparecería de su vista con una ambigua timidez. Pero la reacción de Ondina fue muy distinta. Después de mirar largo rato al caballero, se acercó a él confiada, se arrodilló en su presencia y dijo, jugueteando con una medalla de oro que llevaba en un precioso collar:

—Oh, hermoso y gentil huésped, ¿cómo has venido a nuestra pobre cabaña? ¿Has tenido que vagar por el mundo durante años antes de visitarnos también a nosotros? ¿Vienes del bosque misterioso, hermoso amigo?

La vieja gruñona no le dio tiempo de contestar. Ordenó a la muchacha levantarse en el acto y atender a su trabajo. Pero Ondina, sin responder palabra, arrimó una banqueta a la silla de Huldbrand, se sentó con la calceta en la mano, y dijo en tono amable:

—Voy a trabajar aquí.

El viejo hizo como suelen hacer los padres con los hijos díscolos. Disimuló la insolencia de Ondina y quiso desviar la conversación; pero la muchacha no se lo permitió.

—Le he preguntado a nuestro ilustre huésped de dónde ha venido, y él no me ha contestado aún.

—Vengo del bosque, muñeca hermosa —contestó Huldbrand.

Y ella continuó:

—Entonces tienes que contarme cómo llegaste allá, pues la gente evita acercarse y qué aventuras has corrido en él, porque no se puede salir del bosque sin correr aventuras.

Huldbrand sintió un estremecimiento al recordarlo y miró instintivamente a la ventana, pues le pareció que una de aquellas extrañas figuras que se le aparecieron en el bosque asomaba burlonamente; pero sólo vio la noche cerrada y oscura que reinaba fuera de la casa. Entonces recobró la serenidad e iba a empezar su relato cuando le interrumpió el viejo.

—¡Eso no, caballero! No es éste el momento adecuado.

Ondina saltó airada de su banqueta, puso en jarras sus hermosos brazos, y dijo arrimándose al pescador:

—¿No va a contarnos nada, padre? Pues yo quiero que cuente algo.

Y pegó pataditas en el suelo, pero todo esto con tal gracia y encanto que Huldbrand, viéndola enfadada, quedó fascinado aún más que al verla amable y cortés. La actitud reservada del viejo, en cambio, se tornó en ira encendida. Reprendió ásperamente a Ondina por su desobediencia y su desconsideración con el forastero, y la anciana le dio la razón. Entonces dijo Ondina:

—Pues si queréis reñir en lugar de hacer lo que yo quiero, dormid solos en vuestra vieja y asquerosa cabaña.

Salió como una flecha y se precipitó en la oscuridad de la noche.

CAPÍTULO II

Cómo Ondina se encontró con el pescador

Huldbrand y el pescador saltaron de sus asientos y fueron tras la airada muchacha. Pero antes de que alcanzaran la puerta, Ondina había desaparecido en las tinieblas y no se oía el menor ruido que indicara la dirección que podían seguir sus pies ligeros. Huldbrand miró perplejo a su patrón; casi imaginó que la hermosa aparición que tan rápidamente había vuelto a sumergirse en la noche, no era sino una continuación de las visiones peregrinas que habían jugado con él en el bosque; pero el viejo murmuró:

—No es la primera vez que nos hace esto. Ahora nos invade la angustia y no pegaremos ojo en toda la noche, pues quién sabe si alguna vez no le pasará algo estando sola ahí fuera, en la oscuridad, hasta el amanecer.

—¡Vamos a buscarla, abuelo, por el amor de Dios! —exclamó Huldbrand angustiado.

El viejo contestó:

—¿Para qué? Sería un pecado dejaros seguir de noche y solo a la loca muchacha, y mis piernas achacosas no alcanzarían a esa liebre, aunque supiera adonde ha escapado.

—Vamos a llamarla al menos y pedirle que vuelva —dijo Hundbrand, y empezó a dar voces:

—¡Ondina! ¡Eh, Ondina! ¡Vuelve a casa!

El viejo movía la cabeza a un lado y otro, diciendo que aquellos gritos no servían de nada; el caballero ignoraba lo terca que era la pequeña. Sin embargo, no dejó de gritar una y otra vez en la oscuridad de la noche:

—¡Ondina! ¡Eh, querida Ondina! ¡Vuelve a casa siquiera por esta vez!

Sucedió lo que el pescador había dicho. Ondina no se dejó ver ni oír por ninguna parte, y como el viejo no quería permitir que Huldbrand siguiera a la fugitiva, los dos volvieron finalmente a casa. Aquí encontraron el fuego del hogar casi apagado; el ama, que no había tomado tan a pecho la fuga y el peligro de Ondina como su marido, estaba ya acostada. El anciano sopló las brasas, echó encima leña seca y calentó un cántaro de vino que puso después en la mesa entre él y su huésped.

—También vos estáis preocupado por la estúpida muchacha, señor caballero —dijo—, pero más vale pasar una parte de la noche charlando y bebiendo que intentar dormir en vano entre los cañaverales. ¿No es verdad?

A Huldbrand le gustó que el pescador le asignara el puesto de honor del ama de casa, y los dos bebieron y charlaron como buenos camaradas. Desde luego, al menor ruido procedente de la ventana, y a veces sin ruido, uno de ellos alzaba la vista diciendo «¡ya viene!». Quedaban ambos un momento en silencio, y como nadie aparecía, continuaban la conversación moviendo la cabeza y dejando escapar un suspiro.

Pero como no podían apartar del pensamiento a Ondina, nada les pareció mejor que ocuparse de ella: el caballero, oyendo contar al pescador su encuentro con la niña, y el viejo pescador, contando el siguiente episodio:

—Hace ya quince años —empezó el pescador— cruzaba yo un día el bosque solitario con mi mercancía, camino de la ciudad. Mi mujer se había quedado en casa como de costumbre, y además tenía un motivo especial para hacerlo: Dios nos había regalado, a nuestra edad algo avanzada, una niña encantadora. Deliberábamos ya sobre la conveniencia de abandonar nuestro hermoso paraje para educar mejor a la niña en lugares poblados. Esto no es fácil para gente pobre, como podéis suponer, señor caballero; pero cada cual tiene que hacer lo que puede. En el camino, mi cabeza le daba vueltas a este problema. Yo estaba muy apegado a este trozo de tierra y me estremecía la idea de vivir en el ruido y el ajetreo de la ciudad. «En ese ajetreo vas a tener tu próxima vivienda, o en un sitio no mucho más tranquilo.» No es que yo me revelase contra Dios, en el fondo le daba las gracias por habernos dado la niña; tampoco me había ocurrido nada desagradable en mi constante ir y venir por el bosque. El Señor me acompañaba siempre en la extraña oscuridad.

En esto se quitó la gorra de su cabeza calva y meditó un rato. Después volvió a cubrirse y continuó:

—A este lado del bosque, ay, a este lado, me ocurrió la desgracia. Mi mujer llegó con los ojos como dos ríos de lágrimas; vestía de luto. «Dios mío», gemí, «¿dónde está nuestra niña? Dime». «Con aquel que has invocado, mi vida», y marchamos llorando a la cabaña. Busqué el cadáver; entonces supe lo que había pasado. Mi mujer estaba sentada con la niña a orillas de la laguna y cuando jugaba feliz y despreocupada con ella, la pequeña se lanzó hacia delante como si le fascinara algo maravilloso en el agua; mi mujer está viendo aún reír al angelito y extender las manitas… pero de pronto, en un movimiento brusco, se le soltó de los brazos y cayó en el agua. Estuve buscándola mucho tiempo, pero sin resultado; la pequeña no volvió a aparecer.

»Aquella misma noche estábamos sentados en la cabaña, tristes y desolados; no teníamos ganas de hablar, y las lágrimas no nos hubieran dejado. Mirábamos el fuego del hogar. En esto oímos un ruido fuera, a la puerta, se abrió ésta y apareció en el umbral una hermosa niña de tres o cuatro años, muy limpia y sonriente. Nos quedamos mudos de asombro y no supe si era un verdadero ser humano o una fantasía. Pero cuando vi el agua que le caía del cabello dorado y el precioso vestido empapado, me di cuenta de que la hermosa niña había caído al agua y necesitaba ayuda. “Mujer”, dije, “a nosotros nadie ha podido salvarnos la niña; vamos a hacer al menos a otras personas lo que a nosotros no nos pudieron hacer”. Tomamos a la pequeña, la acostamos y le dimos una bebida caliente; ella no habló palabra y seguía mirándonos sonriente desde el cielo de sus ojos azules como el agua de la laguna.

»A la mañana siguiente comprobamos que la niña no sufría ningún daño; yo pregunté por sus padres y traté de averiguar cómo había llegado la niña aquí. Era una historia confusa y extraña. Aparte de que en estos quince años no he podido saber nada de su origen, ella decía y dice a veces cosas tan extrañas que al final nos preguntamos si habría bajado de la luna. Habla de castillos dorados, de tejados de cristal y sabe Dios cuántas cosas más. Lo más claro que le oímos contar fue que estaba paseando con su madre por la gran laguna, la barca se hundió, cayeron de la barca al agua y ella recobró los sentidos aquí, bajo los árboles, donde se sintió reconfortada en la hermosa ribera.

»Nos quedó una gran duda y preocupación. Decidimos muy pronto acoger y educar a la niña hallada en lugar de nuestra querida hija ahogada; pero no pudimos saber si estaba o no bautizada. Ella tampoco supo decirnos nada; le habían enseñado que fue creada para gloria y alabanza de Dios y nos dijo, en respuesta a nuestras preguntas, que quería portarse como criatura de Dios. Mi mujer y yo pensamos así: si no está bautizada, hay que administrarle el sacramento; si lo está, en las cosas buenas es peor el defecto que el exceso. Así que deliberamos sobre el nombre que le íbamos a dar. Al fin, elegimos el de Dorotea, porque yo había oído alguna vez que significaba don de Dios y ella era un don que Dios nos envió en medio de nuestra pobreza. Pero ella no quiso aceptar tal nombre y dijo que sus padres la llamaban Ondina y quería que le siguieran llamando así. A mí me pareció un nombre pagano que no constaba en ningún calendario y por eso consulté a un sacerdote de la ciudad. Él descartó tajantemente el nombre de Ondina y después de mucho rogarle, vino a mi cabaña atravesando el extraño bosque, para administrar el bautismo. La pequeña estaba ante nosotros tan hermosa y tan bien ataviada que el sacerdote quedó prendado de ella, y la niña con sus zalamerías y también con su graciosa terquedad le hizo olvidarse de todas las razones que había esgrimido contra el nombre de Ondina. Fue bautizada, pues, como Ondina y estuvo extraordinariamente formal y encantadora durante la ceremonia, en contraste con su natural díscolo e inquieto. Porque en esto tiene mucha razón mi mujer: lo que hemos tenido que sufrir con ella… Si yo le contara…»

El caballero interrumpió al pescador para escuchar un ruido como de oleaje que ya antes había percibido mientras el viejo hablaba y que ahora llegaba con más fuerza a las ventanas de la cabaña. Los dos corrieron hacia la puerta. Entonces vieron fuera, a la luz de la luna que ya había salido, el riachuelo que corría desde el bosque, desbordado y arrastrando consigo piedras y árboles en impetuosos remolinos. La tormenta estalló como despertada por el estruendo del oleaje, estalló desde las nubes nocturnas, persiguiéndolas con furia a la vista de la luna; la laguna bramaba bajo los golpes del viento, los árboles gemían desde la raíz a la copa y se doblegaban bajo el fuerte aguacero.

—¡Ondina! ¡Por favor, Ondina! —gritaban los dos hombres con angustia.

No llegó ninguna respuesta, y sin pensarlo más, salieron precipitadamente de la cabaña, cada uno en una dirección, buscando y llamando a la muchacha.

CAPÍTULO III

Cómo encontraron a Ondina

A medida que se prolongaba la búsqueda en las sombras de la noche sin encontrar a Ondina, la angustia y el desconcierto se iban apoderando de Huldbrand. Le vino con nueva insistencia la idea de que Ondina había sido una simple fantasía del bosque, y entre el bramido de las olas y de la tempestad, el crujir de los árboles y la total transformación del paisaje, antes tan apacible y risueño, juraría que toda la franja de tierra con la cabaña y sus habitantes eran una broma pesada de la imaginación; pero oía a lo lejos las llamadas angustiosas del pescador a Ondina y los rezos y cantos de la anciana a través del gemido del viento. En esto llegó finalmente a la orilla desbordada del riachuelo y vio a la luz de la luna cómo éste dirigía su indómito curso hacia el extraño bosque, convirtiendo la franja de tierra en una isla.

«¡Dios mío! —pensó—, si Ondina se atrevió a internarse en el siniestro bosque…; quizá lo hizo en su empeño por conocer lo que yo no quise contarle, y ahora el río le corta la retirada y ella está llorando en su soledad en medio de los espíritus.» Se le escapó un grito de terror y pisó sobre algunas piedras y troncos de pino para pasar la fuerte corriente y, caminando o nadando, buscar a la extraviada. Evocó todas las escenas de terror y misterio que había presenciado de día bajo aquellas ramas que ahora gemían y bramaban; le pareció, sobre todo, ver a un hombre largo y blanco, bien conocido de él, que le saludaba burlonamente desde la otra orilla; pero justamente estas imágenes truculentas le dieron más empuje porque pensó que Ondina estaría sola entre ellas, en angustia mortal.

Se había asido ya a una gruesa rama de pino y aguantó, apoyado en ella, la fuerza de la corriente que apenas le permitía tenerse en pie; pero se armó de valor y siguió avanzando. Entonces oyó cerca una voz graciosa que decía: «No te fíes, no te fíes; el río es traidor». Aquella voz le sonaba; quedó como fascinado bajo la sombra que acababa de proyectarse sobre la luna, y sintió vértigo ante la fuerza del oleaje, que hacía vacilar sus piernas; pero no quiso abandonar.

—Si no existes de verdad, si eres un espectro, yo tampoco quiero vivir y seré una sombra como tú, querida Ondina —dijo mientras se adentraba en la corriente.

—Cuidado, cuidado, bello y fascinado joven —oyó de nuevo la voz cercana, y mirando de soslayo en el preciso momento en que reaparecía la luna, vio entre las ramas de unos árboles frondosos, sobre una isleta formada por la inundación, la figura sonriente y amable de Ondina, recostada sobre el césped florido.

¡Oh, con cuánta mayor alegría utilizó ahora el joven la rama de pino a modo de bastón para vadear la corriente! En pocos pasos salvó la distancia que lo separaba de la muchacha y se detuvo junto a ella en el pequeño espacio verde, salvo y seguro, bajo el fragor y el cobijo de árboles centenarios. Ondina se había enderezado un poco, abrió los brazos bajo la nuca en el verde toldo vegetal y le hizo sentarse a su lado en el mullido asiento.

—Aquí me lo vas a contar, guapo amigo —le susurró al oído—; aquí no nos oyen los viejos gruñones. Y mucho mejor que su pobre cabaña es nuestro techo de follaje.

—¡Esto es el cielo! —dijo Huldbrand, y abrazó a la bella muchacha, besándola apasionadamente.

Entre tanto, el viejo pescador había alcanzado la orilla del río, y gritó a los jóvenes:

—Ah, señor caballero, yo os acogí como acostumbra hacer un hombre generoso y ahora os divertís tan secretamente con mi hija adoptiva mientras yo ando buscándola angustiado en la oscuridad de la noche.

—Acabo de encontrarla, abuelo —le gritó el caballero.

—Tanto mejor; pero ahora traédmela inmediatamente a tierra firme.

Ondina se negó en redondo. Quería internarse en el umbrío bosque con el hermoso forastero antes de regresar a la cabaña, donde ella no era libre y que el guapo caballero abandonaría para partir tarde o temprano. Y cantó con gracia indecible, abrazada a Huldbrand:

El húmedo valle la ola

dejó atrás en pos de la dicha;

surcando el mar llegó al destino

y no regresará en su vida.

Esta canción hizo llorar amargamente al viejo pescador, pero a ella no pareció afectarle especialmente. Besó y acarició a su amado, que le dijo al fin:

—Ondina, si a ti no te importa la aflicción del viejo, a mí sí me importa. Volvamos a casa.

Ella, asombrada, le miró con sus grandes ojos azules, y al fin dijo lenta y titubeante:

—Si así te parece, de acuerdo; para mí está bien todo lo que digas. Pero ese viejo tiene que prometerme que no se opondrá a que cuentes lo que has visto en el bosque y… lo demás se arreglará.

—Ven, ven —le dijo el pescador sin poder, pronunciar más palabras.

Al mismo tiempo le tendió los brazos por encima del torrente y asintió con la cabeza para indicar que aceptaba su condición; el blanco cabello le caía extrañamente sobre el rostro, y esto le recordó a Huldbrand el hombre blanco que inclinaba la cabeza en el bosque. Sin dejarla escaparse, el joven caballero llevó en brazos a la bella muchacha sobre el pequeño espacio que ocupaba el torrente entre su isleta y la tierra firme. El viejo se arrojó al cuello de Ondina y no se hartó de besarla y expresar su alegría; también había llegado la anciana y celebró de corazón el reencuentro. No hubo lugar a reproches, porque además Ondina, olvidando su despecho, colmó de buenas palabras y carantoñas a sus padres adoptivos.

Cuando todos se serenaron tras la alegría del final feliz, la aurora asomaba ya sobre la laguna; la tormenta había cesado y los pájaros cantaban alegres en las húmedas ramas. Como Ondina insistió en el prometido relato del caballero, los dos ancianos se unieron gustosos a sus deseos. Hicieron el desayuno bajo los árboles que había detrás de la cabaña, frente a la laguna, y Ondina se sentó sobre el césped a los pies del caballero. Huldbrand empezó su relato:

CAPÍTULO IV

De lo que encontró el caballero en el bosque

—Hace unos ocho días cabalgaba yo en dirección a una ciudad imperial que se levanta más allá del bosque. Poco después de mi llegada hubo allí un hermoso torneo y yo participé con mi caballo y mi lanza. Cuando estaba en la barrera descansando del divertido trabajo y dejaba el yelmo a uno de mis escuderos, mis ojos tropezaron con una hermosa mujer que se exhibía muy ataviada en una de las tribunas y me estaba mirando. Pregunté a mi vecino y supe que la atractiva joven se llamaba Bertalda y era hija adoptiva de uno de los poderosos duques que viven en esta región. Noté que ella me miraba, y como suele ocurrir a los jinetes jóvenes, si la primera vez cabalgué bien, no fue así después. En el baile de la noche fui compañero de Bertalda, y esto se repitió todos los días que duró la fiesta.

Un fuerte dolor en la mano izquierda, que tenía colgando, interrumpió aquí a Huldbrand y le hizo fijar los ojos en el punto doloroso. Ondina había puesto sus perlados dientes en los dedos del caballero con expresión sombría y contrariada; mas de pronto le miró con ojos de dulce melancolía y le susurró al oído:

—Vos lo haréis también después.

A continuación, la muchacha veló su rostro y el caballero, confuso y pensativo, continuó su relato:

—Esa Bertalda es una mujer orgullosa y extraña. El segundo día no me gustó tanto como el primero, y el tercer día aún menos. Pero permanecí alrededor de ella porque se mostraba más amable conmigo que con otros caballeros y así llegué a pedirle en broma uno de sus guantes. «Si vais solo y me contáis lo que pasa en el famoso bosque», dijo. Yo no tenía un interés especial por su guante, pero lo prometido es deuda y un caballero digno no puede flaquear en esas pruebas.

—Yo creo que ella os quería —le interrumpió Ondina.

—Así parece —contestó Huldbrand.

—Entonces —dijo la muchacha riendo— debe de ser muy tonta. ¡Rechazar lo que uno quiere! ¡Y enviarlo a un bosque siniestro! Por mi parte, el bosque y su misterio hubieran podido esperar mucho tiempo.

—Me puse en camino ayer por la mañana —continuó el caballero sonriendo amistosamente a Ondina—. Los árboles lucían tan rojos y esbeltos en la luz matinal que la claridad se extendía al verde césped; las hojas susurraban tan alegremente que sentí compasión por las personas que temían alguna sorpresa desagradable en aquel lugar delicioso. «Pronto cruzaré el bosque en ambas direcciones», me dije muy contento, y antes de pensarlo me vi inmerso en una verde penumbra llena de vegetación y desapareció la llanura que tenía detrás. Entonces me di cuenta de que podía extraviarme fácilmente en el bosque y que éste era quizá el único peligro que acecha aquí al viajero. Por eso me detuve y observé la posición del sol, que avanzaba en su carrera. Mientras miraba así al cielo, vi una cosa negra en las ramas de un roble. Creí que era un oso y eché mano de la espada; entonces me dijo con una voz humana, pero muy ronca y fea: «Si no voy yo royendo estas ramas, ¿cómo te van a asar esta noche, señor impertinente?». Soltó una carcajada y armó tanto ruido con las ramas que mi caballo enloqueció y me llevó disparado antes de darme tiempo para ver qué diablo de bestia era aquélla.

—No debes nombrarlo —dijo el viejo pescador santiguándose; la anciana hizo lo propio sin decir palabra. Ondina miró a su amado con ojos serenos, diciendo:

—Lo mejor de la historia es que no te asó vivo. Sigue, guapo joven.

El caballero continuó su relato:

—Temí que el caballo espantado tropezara en su carrera con troncos y ramas; sudaba de miedo y sofoco y, sin embargo, no quería detenerse. Al fin, llegó a una hondonada rocosa; entonces me pareció de pronto como si un hombre largo y de cuerpo blanco se cruzara en el camino de mi corcel, que se detuvo aterrado; lo dominé de nuevo y sólo entonces vi que mi salvador no era ningún hombre de cuerpo blanco, sino un riachuelo plateado que bajaba a mi vera desde una colina, interfiriendo la carrera del caballo.

—¡Gracias, riachuelo! —dijo Ondina aplaudiendo con sus delicadas manos. El viejo, en cambio, quedó pensativo mirando al vacío.

—Apenas me había colocado en la silla y tomado las riendas —continuó Huldbrand— cuando apareció junto a mí un enano diminuto y feo sobre toda ponderación, de color pardo amarillento y con una nariz tan pequeña como nunca había visto en ningún niño. Me sonrió con una ridícula cortesía y abriendo mucho la boca, y me saludó con muchos taconazos y reverencias. Como no me gustaba nada aquella farsa, le di las gracias abreviando, volví grupas con mi caballo aún tembloroso y pensé buscarme otra aventura o, de no presentarse ninguna, volver a casa, ya que el sol empezaba a declinar hacia el ocaso. Pero entonces el enano dio un rápido giro y se plantó de nuevo ante mi caballo.

»—“¡Paso! —dije malhumorado—, el animal es salvaje y te puede atropellar”.

»—“Ya —dijo el hombrecillo con un graznido y una risa estúpida—, pero antes dadme una propina, pues tengo apresado a vuestro caballito. ¿Qué haréis ahí abajo en la sima de piedra sin vuestro caballito, eh?”

»—“No sigas haciendo muecas —dije— y toma el dinero, aunque estás mintiendo, pues ese buen riachuelo me ha salvado y no tú, so tipejo”.

»Dejé caer una moneda de oro en su extraña gorra, que había extendido ante mí. Seguí cabalgando al trote; pero él empezó a gritar detrás de mí y de pronto apareció con increíble celeridad a mi lado. Lancé mi corcel al galope; pero él también corrió, aunque no parecía gustarle y hacía contorsiones ridículas y feas con su cuerpo, mientras sostenía en lo alto la moneda de oro, gritando a cada salto del caballo: “¡Dinero falso, moneda falsa! ¡Moneda falsa, dinero falso!”.

»Y lo decía con voz tan cavernosa que en cada grito parecía que iba a caer al suelo desplomado. También le colgaba la roja lengua, como si fuera a salírsele de la boca. Me detuve contrariado, y le pregunté:

»—“¿Qué quieres con tus gritos? Toma otra moneda de oro, toma dos, pero luego aléjate de mí”.

»Empezó de nuevo con sus saludos ridículamente corteses, y graznó:

»—“¡Oro no, que no sea otro, jovencito; de eso tengo demasiado, ya lo veréis!”.

»Entonces me pareció que el suelo era translúcido, como si fuera un cristal verde y la tierra plana fuese redonda y dentro de ella una multitud de gnomos jugaran con plata y oro. Giraban cabeza arriba y cabeza abajo, y se arrojaban en broma, unos a otros, metales preciosos y se soplaban polvo de oro a la cara. Mi odioso compañero de viaje estaba medio dentro, medio fuera; los otros le llevaron gran cantidad de oro y él me lo mostraba sonriendo y luego lo arrojaba tintineando en los insondables precipicios. Después enseñó a los gnomos la moneda de oro que yo le había regalado; ellos se partieron de risa y me abuchearon. Al final, todos extendieron sus dedos afilados, sucios de metal, y la multitud de gnomos fue creciendo, creciendo y vociferando, vociferando… hasta que se apoderó de mí un terror parecido al espanto que le dio a mi caballo. Piqué ambas espuelas y no sé hasta dónde me interné por segunda vez en el bosque.

»Cuando me detuve de nuevo, sentí el relente nocturno. A través de las ramas vi un sendero blanco; supuse que llevaría del bosque a la ciudad. Iba a aventurarme por él, pero vi entre el follaje un rostro blanco, impreciso, de rasgos cambiantes; quise evitarlo, pero al desviarme, él me seguía. Al fin, exasperado, pensé lanzar mi caballo contra él, pero él me lanzó a mí y al caballo espuma blanca y los dos, cegados, tuvimos que girar. Así nos siguió paso a paso por el sendero, siempre detrás de nosotros; pero no nos hizo el menor daño. Cuando me volvía para mirarlo, notaba que el rostro blanco, espumante, pertenecía a un cuerpo igualmente blanco y gigantesco. A veces llegué a pensar si sería un surtidor itinerante, pero nunca llegué a aclararme. Al fin, cansados caballo y caballero, cedimos a los caprichos del hombre blanco peregrino, que no cesaba de saludarnos con la cabeza como diciendo: “Muy bien, muy bien”. Y así llegamos finalmente al extremo del bosque, donde vi césped y el agua de la laguna, y divisé vuestra cabañita, y donde desapareció el largo hombre blanco.»

—Menos mal que se fue —dijo el viejo pescador, que empezó a explicar la mejor manera de que su huésped volviera a la ciudad con los suyos. Ondina, por su parte, comenzó a reír con cierto disimulo y regodeo. Huldbrand lo notó, y dijo:

—Creía que estabas contenta de verme aquí; ¿por qué te alegras de que se hable ya de mi partida?

—Porque no puedes irte —contestó Ondina—. Intenta cruzar el río desbordado del bosque en canoa, a caballo o a pie, como gustes. O mejor no lo intentes, pues serás arrastrado en un santiamén por troncos y piedras. Y por la laguna yo sé que el padre no puede llevarte muy lejos con su canoa.

Huldbrand, satisfecho, se levantó para averiguar si era verdad lo que Ondina había dicho; el viejo lo acompañó y la muchacha se sumó a ellos alegre y juguetona. Confirmaron en efecto lo que ella había dicho, y el caballero tuvo que hacerse a la idea de permanecer en la pequeña península convertida en isla hasta que cesaran las inundaciones. Cuando regresaron los tres a la cabaña, el caballero le dijo al oído a la pequeña:

—¿Qué tal, Ondinita? ¿Estás enfadada conmigo?

—Bah, dejad eso —contestó enfurruñada—. Si no llego a morderos, quién sabe lo que habríais dicho todavía de Bertalda.

CAPÍTULO V

Cómo vivió el caballero en la punta de la laguna

Tú has llegado quizá, querido lector, después de muchas andanzas por el mundo, a un lugar que te gusta; ha renacido en ti el amor al propio hogar y a la tranquilidad que es innato al ser humano; te has convencido de que la patria renace, con todas las flores de la infancia y del amor más puro e íntimo, de las tumbas de los seres queridos, y de que es bueno vivir y construir cabañas junto a ellas. Si te equivocaste y después has expiado el error dolorosamente, no importa, y tampoco debes afligirte con el regusto amargo. Pero recuerda ese dulce, inefable anhelo, esa nostalgia anglosajona de la paz, y podrás hacerte una idea de lo que sintió el caballero Huldbrand durante su estancia en la punta de la laguna.

Observaba a menudo con íntima satisfacción cómo el río del bosque se desbordaba cada día más, ensanchaba el cauce y prolongaba por más tiempo su retención en la isla. Pasaba una parte de la jornada entretenido con una vieja ballesta que había encontrado en un rincón de la cabaña y que puso a punto, acechando a las aves de paso y llevando la caza a la cocina para preparar buenos asados. Cuando volvía con su botín, Ondina no dejaba casi nunca de echarle en cara la crueldad de matar a los alegres pajarillos del cielo azul, y a veces lloraba amargamente a la vista de la caza abatida. Pero si alguna vez volvía sin botín, culpaba a su torpeza y desidia el tener que conformarse con los peces y crustáceos. A él le gustaba en el fondo ver sus graciosos enfados; además, solía atemperar después su mal humor con dulces caricias. Los viejos se habituaron a la intimidad de los dos jóvenes; los consideraban ya como novios o incluso como una pareja que vivía con ellos en la apartada isla como ayuda en su ancianidad. Este aislamiento afianzó también a Huldbrand en la idea de ser ya novio de Ondina. Le confortaba pensar que el mundo concluía en los confines de la laguna o que nunca podría ya ponerse en contacto con otras personas, y si a veces oía relinchar a su caballo en la pradera, como añorando las proezas del caballero, y su escudo de armas seguía luciendo en el recamado de la silla y de la manta, o su bella espada colgaba del clavo en la cabaña, desprendiéndose de la vaina, se consolaba pensando que Ondina no era hija de pescadores sino que era oriunda, con toda probabilidad, de una casa principesca del extranjero. Pero esta ilusión se le esfumaba cuando la vieja reprendía a Ondina en su presencia. La versátil muchacha solía reaccionar riéndose a carcajadas, pero a él le dolía como si atentaran contra su honor; sin embargo, Huldbrand sabía dar la razón a la anciana pescadora, pues Ondina se merecía aquello y mucho más; por eso se llevaba bien con la patrona y su vida transcurría feliz.

Surgió, sin embargo, un problema. El pescador y el caballero se habían habituado a tener ante sí una tinaja de vino durante la comida y también en la velada, cuando el viento bramaba fuera, como solía ocurrir casi siempre polla noche. Pero se habían acabado las provisiones que el pescador se encargaba de renovar con sus viajes periódicos a la ciudad, y los dos hombres estaban malhumorados. Ondina se pasaba el día burlándose de ellos, y esto les hacía menos gracia que en otras ocasiones. Una vez, al anochecer, la muchacha salió de la cabaña; dijo que era para no ver caras largas y aburridas. Como amenazaba tormenta y se oía el ruido de las olas en la laguna, el caballero y el pescador salieron a la puerta para meterla dentro, pues se acordaron de la angustia de aquella noche en que Huldbrand llegó a la cabaña. Pero Ondina los desafió amigablemente, batiendo palmas.

—¿Qué me dais si os traigo vino? O mejor dicho, no necesitáis, darme nada, pues me conformo con veros más alegres y hacer una mejor propuesta que las de este día tan aburrido. Venid conmigo; e río ha arrastrado una cuba a la orilla, y podéis condenarme a pasar una semana durmiendo si no es una cuba de vino.

Los hombres la siguieron y, en efecto, encontraron en una pequeña ensenada rodeada de vegetación una cuba que los hizo soñar con la noble bebida que deseaban. La hicieron rodar para trasladarla lo antes posible a la cabaña, pues asomaba de nuevo una fuerte tormenta en el cielo nocturno, y se pudo observar en la penumbra cómo las olas de la laguna levantaban sus blancas cabezas derramando espuma como si esperasen la lluvia que pronto descargaría sobre ellas. Ondina colaboraba con los dos hombres, y como la tormenta parecía inminente, increpó a las nubes cargadas de agua:

—¡Eh, cuidado con mojarnos, que aún estamos lejos de casa!

El viejo le afeó estas palabras como una insolencia pecaminosa; pero ella se rió para sus adentros y a nadie le pasó nada malo. Al contrario, llegaron al confortable hogar con su botín sin mojarse, contra toda previsión, y sólo cuando abrieron la cuba y comprobaron que contenía un vino excelente cayó la lluvia desde los negros nubarrones y rugió la tormenta sobre las copas de los árboles y sobre el oleaje de la laguna.

Llenaron algunas botellas con el vino de la cuba, que prometía el aprovisionamiento para muchos días, y se sentaron a beber y bromear, juntos y cobijados al calor del hogar mientras fuera arreciaba la tormenta. Entonces dijo el viejo pescador con una súbita gravedad:

—Dios mío, estamos celebrando el noble don, y aquel al que pertenecía y le fue arrebatado por el río, ha perdido la vida.

—No lo creo —dijo Ondina mientras servía vino al caballero.

Pero éste dijo por su parte:

—Por mi honor, abuelo, si yo supiera que lo podía encontrar y salvar, no dudaría en salir de noche y afrontar todos los peligros. Pero os aseguro que si vuelvo a territorio poblado, lo buscaré a él o a sus herederos y le resarciré este vino con el doble o el triple.

El viejo oyó con agrado estas palabras, hizo un signo de aprobación al caballero y vació su copa con mejor conciencia y mayor placer. Pero Ondina dijo al caballero:

—Lo de la indemnización y el dinero puede pasar; pero lo de ir en busca del náufrago es un disparate. Yo me harté de llorar cuando te perdiste por ahí… ¿Verdad que prefieres estar conmigo y con el rico vino?

—Claro —contestó Huldbrand sonriendo.

—Pues entonces —dijo Ondina— dijiste una tontería. Porque cada cual es su propio prójimo y… ¿qué le importan a uno los demás?

La patrona se apartó de ella dejando escapar un suspiro y moviendo la cabeza, y el pescador olvidó su habitual ternura con la muchacha para reprenderla.

—Cualquiera diría que te han educado paganos y turcos —así concluyó su discurso—. Que Dios me perdone y te perdone a ti, niña desnaturalizada.

—No sé quién me ha educado —respondió Ondina—, pero yo pienso así; ¿y de qué me pueden servir tus palabras?

—¡Calla! —le increpó el pescador, y ella que, pese a su descaro, era muy sensible, se arrimó temblando a Huldbrand, y le preguntó por lo bajo:

—¿Tú también te has enfadado, guapo amigo?

El caballero le estrechó la delicada mano y le acarició los rizos del pelo. No pudo decir nada porque el disgusto por la dureza del viejo con Ondina le cerró los labios y así quedaron por primera vez las dos parejas sentadas frente a frente, malhumoradas y en un silencio embarazoso.

CAPÍTULO VI

Sobre una boda

Una suave llamada a la puerta sonó en medio de este silencio y sobresaltó a todos los moradores de la cabaña, como suele ocurrir cuando se produce algo, aunque sea irrelevante, que pilla a alguien por sorpresa. Pero aquí se añadía que el siniestro bosque estaba muy cerca y la punta de la laguna parecía en aquel momento inaccesible a visitas humanas. Todos se miraron perplejos; los golpes se repitieron, acompañados de profundos gemidos. El caballero fue a tomar su espada; pero el viejo le advirtió en voz baja:

—Si es lo que yo me temo, las armas no sirven de nada.

Entre tanto Ondina se acercó a la puerta y dijo malhumorada y arrogante:

—¡Si venís a hacer travesuras, gnomos, Kühleborn os enseñará que estáis muy equivocados!

Estas extrañas palabras no hicieron sino aumentar el terror de los demás; miraron a la muchacha asustados, y Huldbrand iba a hacerle una pregunta cuando se oyó desde fuera:

—Yo no soy ningún gnomo, sino un espíritu que se aloja aún en un cuerpo terreno. Si queréis ayudarme y teméis a Dios, los que estéis en la cabaña, abridme.

Al oír estas palabras, Ondina abrió la puerta e iluminó con una lámpara la noche tempestuosa; entonces vieron a un anciano sacerdote que retrocedió asustado a la vista inesperada de la hermosa muchacha. Debió de pensar que era cosa de fantasmas y brujería la aparición de una imagen tan espléndida a la puerta de una pobre cabaña; por eso el sacerdote empezó a rezar:

—¡Todos los buenos espíritus alaben a Dios!

—Yo no soy ningún fantasma —dijo Ondina sonriendo—; ¿tan fea parezco? Además, podéis ver que a mí no me asusta ningún texto sagrado. Conozco a Dios y también sé alabarlo, eso sí, a mi modo, y para eso nos creó. Entrad, reverendo padre. Somos buenas personas.

El religioso entró haciendo una inclinación y mirando a su alrededor; tenía un aspecto amable y digno. Pero el agua le chorreaba de todos los pliegues de su oscuro vestido, de la larga barba blanca y de los blancos cabellos. El pescador y el caballero lo condujeron a un cuarto y le dieron otras prendas mientras entregaban a las mujeres las ropas del sacerdote para secarlas en la habitación. El anciano forastero agradeció el servicio con la mayor humildad y agrado, pero rehusó ponerse la suntuosa capa del caballero que éste le ofrecía, y eligió en cambio una vieja casaca gris del pescador. Volvieron a la sala; el Sama de casa ofreció al sacerdote su gran sillón y no paró hasta que se hubo sentado en él, «porque», dijo, «vos sois anciano y estáis agotado, y además sois espiritualmente superior».

Ondina puso bajo los pies del forastero la banqueta en la que solía sentarse junto a Huldbrand, y se mostró muy solícita y formal en el servicio del buen anciano. Huldbrand le susurró una gracia al oído, pero ella le contestó muy seria:

—Está al servicio de aquel que nos ha creado; con eso no se juega.

El caballero y el pescador ofrecieron comida y vino al sacerdote, y éste, después de tomar algo, empezó a contar cómo el día anterior emprendió viaje desde su monasterio, sito más allá de la gran laguna, a la sede episcopal para dar cuenta al prelado de la grave situación en que había quedado el monasterio y sus pueblos feudatarios a causa de las recientes inundaciones. Después de dar largos rodeos, precisamente debido a estas inundaciones, se vio obligado aquel día, al atardecer, a remontar una zona inundada con ayuda de dos buenos barqueros.

—Pero apenas tocó el agua nuestra frágil embarcación —siguió diciendo—, se desató la tempestad que aún continúa sobre nuestras cabezas. Fue como si las olas hubieran aguardado nuestra llegada para empezar la más loca y vertiginosa danza con nosotros. Pronto los remos se les escaparon de las manos a mis guías y las olas los arrastraron lejos de nosotros. También nosotros volamos sin remedio y presa de las fuerzas ciegas de la naturaleza, laguna adentro, en dirección a vuestra lejana ribera, que vimos ya emerger entre las nieblas y la espuma del oleaje. Entonces empezó a girar el bote de modo cada vez más desenfrenado y vertiginoso. No sé lo que pasó: ¿Volcó la canoa? ¿Me caí yo? En medio de la angustia de la muerte cercana, seguí nadando hasta que una ola me arrojó aquí entre los árboles, a vuestra isla.

—Sí, isla… —dijo el pescador—. Hasta hace poco esto era una lengua de tierra. Pero ahora, desde que el río del bosque y la laguna se han desbocado, todo es diferente.

—Yo noté algo parecido —dijo el sacerdote—. Mientras caminaba en la oscuridad a orillas del agua, entre el estruendo de las olas, vi al fin cómo desaparecía un sendero, invadido por la marea. Entonces percibí la luz en vuestra cabaña y me encaminé aquí, donde no puedo agradecer lo bastante a mi Padre celestial, que después de salvarme de las aguas me haya traído cerca de vosotros, y más cuando dudo de que pueda ver ya en esta vida a otras personas.

—¿Cómo decís eso? —preguntó el pescador.

—¿Sabéis cuánto va a durar esta furia de los elementos? —contestó el religioso—. Y yo soy anciano. Es muy posible que el río de mi vida desaparezca bajo tierra antes de que cese el desbordamiento del río. Y tampoco es imposible que el agua se vaya interponiendo entre vosotros y ese bosque hasta que os encontréis tan alejados de la tierra restante que vuestra canoa pesquera no pueda ya remontar la corriente y los habitantes de tierra firme, en su vida ajetreada, se olviden totalmente de vosotros.

La anciana señora se estremeció al oír esto, hizo la señal de la cruz, y exclamó:

—¡Dios nos proteja!

Pero el pescador le dijo con la sonrisa en los labios:

—Pues ¿qué crees? No sería diferente, al menos para ti, querida esposa, de lo que ya es ahora. ¿Has ido tú en muchos años más allá del extremo del bosque? ¿Y has visto a otras personas aparte de a Ondina y a mí? Ahora nos han visitado el caballero y el sacerdote. Ellos se quedarán con nosotros si esto se convierte en una isla perdida; eso saldrás ganando.

—No sé —dijo la anciana—; me parece extraño imaginar que una quede separada de las otras personas para siempre, como si nunca las hubiera visto o conocido.

—Te quedarás con nosotros, te quedarás con nosotros —susurró Ondina por lo bajo, medio cantando, apretándose contra Huldbrand. Pero éste parecía sumido en profundas y extrañas imágenes de su mundo interior. Después de oír las últimas palabras del sacerdote, el territorio más allá de las aguas del bosque se le antojó cada vez más lejano y oscuro, y la isla florida en la que él viviría se presentaba cada vez más verde y risueña a su imaginación. La novia florecía como la más bella rosa de aquella franja de tierra y del mundo entero, y el sacerdote estaba allí. A esto se añadía que el ama de casa dirigió una mirada de censura a la hermosa muchacha por haberse apoyado tan fuertemente en su amado en presencia del religioso, y había peligro de que se desatara un torrente de palabras ásperas.

Entonces el caballero, volviéndose al sacerdote, dijo:

—Aquí veis a una pareja de novios, reverendo señor, y si la chica y los buenos y ancianos pescadores no tienen inconveniente, esta noche nos uniréis en matrimonio.

Los dos ancianos se asombraron mucho. Hasta el momento habían pensado a menudo en algo semejante, pero nunca lo habían expresado, y cuando el caballero lo hizo, les sonó como algo nuevo e inaudito. Ondina se puso seria de repente y miró al suelo pensativa, mientras el sacerdote se informaba y pedía el consentimiento a los ancianos. Tras un diálogo múltiple se pusieron de acuerdo; el ama de casa salió a preparar la habitación para los jóvenes y fue a buscar dos cirios benditos que conservaba de tiempo atrás para la celebración de la boda. El caballero enredaba mientras tanto con su collar de oro y quería soltar dos anillos para poder intercambiarlos con la novia. Pero ésta, al darse cuenta, puso el grito en el cielo diciendo:

—¡No, no! Mis padres no me echaron al mundo tan pordiosera; al contrario, pronto contaron con que llegaría una noche así.

Abandonó rápidamente la sala y volvió de inmediato con dos preciosos anillos, uno de los cuales dio a su novio y el otro se lo guardó ella. El viejo pescador no salía de su asombro y menos aún el ama de casa, que acababa de entrar, por no haberle visto nunca aquellas dos joyas a la niña.

—Mis padres —explicó Ondina— me cosieron estas cositas en el hermoso vestido que llevaba cuando llegué aquí. Me prohibieron decir nada a nadie antes de mi noche de bodas. Yo las separé del vestido y las he guardado ocultas hasta hoy.

El sacerdote interrumpió la serie de preguntas y expresiones de asombro que siguieron, encendiendo los cirios benditos, colocándolos sobre la mesa y haciendo que los novios se pusieran frente a él. A continuación, realizó la ceremonia en breves y solemnes palabras; la pareja anciana bendijo a la joven y la novia se reclinó ligeramente temblorosa y ensimismada en el caballero. Entonces dijo de pronto el sacerdote:

—¡Qué equivocados estabais! ¿No me habéis dicho que erais las únicas personas de esta isla? Pues durante toda la ceremonia ha estado mirando por la ventana, enfrente de mí, un hombre largo y distinguido, vestido de túnica blanca. Aún estará delante de la puerta, por si queréis hacerle entrar.

—¡Dios nos guarde! —dijo la patrona aterrada; el viejo pescador sacudió la cabeza en silencio y Huldbrand corrió hacia la ventana. Le pareció ver aún una cinta blanca que pronto desapareció en la oscuridad. Trató de convencer al sacerdote de que se había confundido y se sentaron juntos en familia alrededor del hogar.

CAPÍTULO VII

Otros sucesos de la noche de bodas

Ondina había estado muy formal y callada antes y durante la ceremonia de la boda; pero ahora se diría que asomaban de nuevo todas las travesuras e impertinencias que tenía alojadas en la cabeza. Molestaba con toda clase de bromas infantiles a su esposo y a los padres adoptivos y al propio sacerdote, al que ya no respetaba tanto, y cuando la patrona quería decir algo contra ella, unas frases del caballero llamando a Ondina pomposamente «ama de casa» la hacían callar. Tampoco al caballero le gustaba la conducta infantil de Ondina; pero de nada servían sus señas, carraspeos y censuras. Cuando ella advertía el descontento de su amado, cosa que era frecuente, se sentaba a su lado, lo acariciaba, le susurraba sonriente algo al oído y le hacía así alisar las arrugas de la frente. Pero acto seguido cometía cualquier locura y el enfado del marido era mayor que antes. El sacerdote dijo muy serio y muy amable:

—Mi querida joven, sois un encanto, pero debéis atemperar vuestra alma para que armonice perfectamente con el alma de vuestro marido.

—¡Alma…! —dijo Ondina en tono burlón—, eso suena muy bonito y podrá ser muy edificante y útil para la mayoría de las personas; pero si no hay alma, ¿qué se puede armonizar? Y ése es mi caso.

El sacerdote calló muy dolido, ardiendo en santa cólera, y apartó su rostro de la muchacha. Ella se acercó muy zalamera, y dijo:

—¡No! Oídme antes de enfadaros, pues vuestro enfado me duele y vos no tenéis que hacer sufrir a una criatura que no os ha ofendido. Mostraos paciente conmigo y yo os explicaré lo que pienso.

Se vio que estaba dispuesta a hacer un largo relato, pero de pronto quedó muda, como presa de un miedo interior, y estalló en un torrente de lágrimas. Ya no sabían qué hacer con ella y la contemplaron en silencio, muy preocupados. Al fin, Ondina, secándose las lágrimas y mirando muy seria al sacerdote, dijo:

—Parece que hay cosas buenas, pero también cosas muy malas en el alma. Mi piadoso esposo, ¿no sería mejor no tener alma?

No dijo más, como esperando una respuesta; habían cesado las lágrimas. Todos se levantaron de sus asientos y se apartaron de ella con horror; pero Ondina tenía los ojos fijos en el sacerdote y su semblante dibujaba la expresión de una tremenda curiosidad, que por eso mismo asustó a los demás.

—El alma es una carga muy pesada —continuó en vista de que nadie respondía—, muy pesada. Porque ya su imagen me llena de angustia y tristeza. ¡Y yo que era tan alegre y ligera!

Estalló de nuevo en un torrente de lágrimas y se tapó el rostro con el vestido. Entonces se acercó el sacerdote en actitud grave y le conjuró en nombre de Dios a hablar sin rodeos si había algo de malo en ella. Pero Ondina se arrodilló ante él, aprobando sus palabras, alabando a Dios y asegurando que quería bien a todo el mundo. El sacerdote dijo finalmente al caballero:

—Señor, os dejo solo con la que os he entregado por esposa. Por lo que he podido observar, no hay nada malo en ella, aunque sí mucho de extraño. Os recomiendo prudencia, amor y fidelidad.

Dicho esto, salió fuera; los pescadores lo siguieron haciendo la señal de la cruz.

Ondina estaba arrodillada; se destapó la cara y dijo mirando con timidez a Huldbrand:

—Ay, ahora no querrás tenerme contigo; pero yo no he hecho nada malo y soy una pobre niña.

Tenía un aire tan atractivo y conmovedor que su esposo olvidó cualquier temor e incertidumbre, y, corriendo hacia ella, la abrazó estrechamente. Ella sonrió en medio de las lágrimas; era como si la aurora jugueteara en pequeños riachuelos.

—Tú no me puedes abandonar —susurró Ondina confiada y segura mientras acariciaba con las tiernas manos las mejillas del caballero.

Él apartó los siniestros pensamientos que aún le acechaban en el fondo del alma y querían convencerlo de que se había casado con una bruja o con un espíritu aficionado a las bromas pesadas; pero una pregunta afloró aún a sus labios:

—Querida Ondina, dime una cosa: ¿qué fue lo que dijiste sobre los gnomos cuando el sacerdote llamó a la puerta, y sobre Kühleborn?

—¡Cuentos! ¡Cuentos de niños! —dijo Ondina riendo y ya con su buen humor habitual—. Primero os asusté a vosotros, pero al final vosotros me habéis asustado a mí. Éste es el final de la canción y de toda la noche de bodas.

—No, no lo es —dijo el caballero, embriagado de amor, que apagó los cirios y llevó a su hermosa amada a la cámara nupcial, colmándola de besos, mientras la luna asomaba nítida por la ventana.

CAPÍTULO VIII

El día después de la boda

Una fresca luz matinal despertó a los jóvenes esposos. Ondina se ocultaba pudorosa bajo las mantas y Huldbrand yacía callado y pensativo; había tenido muchas pesadillas por la noche con fantasmas burlones que se transformaban en hermosas mujeres y con hermosas mujeres que de pronto se convertían en dragones. Y cuando se libraba de las atroces figuras y alzaba la vista, aparecía la luna pálida y fría ante las ventanas; entonces miraba espantado a Ondina, en cuyo seno se había dormido y que descansaba a su lado con toda su belleza y encanto; estampaba un ligero beso en sus labios rosados y volvía a dormirse, para despertar después con nuevo sobresalto. Reflexionó sobre todo esto y se enfadó consigo mismo por las dudas que abrigaba sobre su hermosa mujer. Le confesó sinceramente su injusticia; ella se limitó a alargarle la bella mano, suspirar profundamente y callar; pero su mirada de infinita ternura le convenció de que no tenía el menor resentimiento contra él. Entonces se levantó alegre y fue a reunirse con los demás en la sala común. Los tres estaban sentados con semblante preocupado alrededor del fogón sin que nadie se atreviera a hablar. El sacerdote daba la impresión de estar pidiendo a Dios en su interior el alejamiento de todo mal. Pero cuando vieron aparecer tan contento al joven esposo, dejaron de fruncir la frente; el viejo pescador se permitió bromear gentilmente con el caballero y hasta la vieja ama de casa esbozó una sonrisa. También Ondina acabó de arreglarse y asomó a la puerta; todos quisieron salirle al encuentro y todos se detuvieron llenos de admiración; tan extraña les pareció la joven mujer, pero a la vez tan familiar. El sacerdote fue el primero en acercarse a ella, mirándola gozoso, y cuando alzó la mano para la bendición, la hermosa mujer se arrodilló reverente ante él, le pidió humildemente perdón por los despropósitos que había dicho el día anterior y le rogó en un tono conmovedor que rezara por la salvación de su alma. Después se levantó, besó a sus padres adoptivos y les agradeció todo el bien que le habían hecho:

—¡Oh, ahora reconozco en lo más íntimo del corazón cuánto habéis hecho por mí, queridos míos!

No cesaba de acariciarlos; pero al advertir que la anciana se disponía a preparar el desayuno, se levantó inmediatamente y empezó a cocinar y a ordenarlo todo, no consintiendo que la buena madre cargara con el trabajo.

Todo el día se mostró así, tranquila, amable y atenta, hecha una madrecita y una niña recatada y formal al mismo tiempo. Las tres personas, que la conocían bien, esperaban ver un cambio brusco en su humor caprichoso; pero el temor fue injustificado: Ondina siguió dulce y delicada como un ángel. El sacerdote no podía apartar los ojos de ella y le dijo varias veces a su esposo:

—Señor, ayer la bondad divina tuvo a bien confiaros un tesoro por medio de mi indigna persona. Guardadlo como es debido, y él os traerá la salvación eterna y temporal.

Al atardecer, Ondina se reclinó con humilde ternura en el brazo del caballero y lo arrastró suavemente fuera de la cabaña, donde el sol en declive brillaba sobre la verde hierba y envolvía en sus rayos los altos y finos troncos de los árboles. En los ojos de la joven mujer había un dejo de melancolía y de amor, y en sus labios flotaba como un dulce e inquietante secreto que se delataba en suspiros apenas perceptibles. Llevó consigo a su amado, cada vez más lejos; a sus preguntas contestaba sólo con miradas que no eran ninguna respuesta directa, pero en ellas había todo un cielo de amor y de tímida entrega. Llegaron así a la orilla del desbordado río y el caballero se extrañó de verlo correr apacible, sin señal alguna del impetuoso y salvaje torrente que había conocido.

—Mañana habrá vuelto a su cauce —dijo la hermosa mujer, llorosa— y podrás viajar a donde quieras.

—No sin ti, Ondinita —contestó el caballero sonriente—. Hazte cargo: aunque me escapara, la Iglesia, y el clero, y el emperador, y todo el imperio intervendrían para devolverte al fugitivo.

—Todo depende de ti, todo depende de ti —susurró la pequeña entre el llanto y la risa—. Pero yo creo que me retendrás contigo porque me sientes muy unida a ti. Llévame a la isleta que está enfrente. Allí trataremos un asunto. Yo podría vadear fácilmente el río, pero en tus brazos se descansa muy bien, y si un día me rechazas, al menos habré descansado a gusto por última vez.

Huldbrand, lleno de una extraña inquietud y emoción, no supo contestar nada. La tomó en brazos y la transportó mientras recordaba que en la misma isleta la había rescatado para devolvérsela al viejo pescador en aquella primera noche. Depositó la dulce carga al otro lado, en la blanda hierba, e iba a sentarse junto a ella cuando Ondina le dijo:

—¡No, ahí, frente a mí! Quiero leer en tus ojos antes de que hablen tus labios. Escucha atentamente lo que te voy a contar.

Comenzó así:

—Has de saber, mi dulce amado, que hay en los elementos unos seres que se parecen a nosotros, pero que apenas se dejan ver. En las llamas corren y juegan las extrañas salamandras, en lo profundo de la tierra habitan los flacos y astutos gnomos, por los bosques vagan los hombres etéreos y en los lagos, ríos y riachuelos está la numerosa familia de los genios acuáticos. Estos últimos habitan en sonoras bóvedas de cristal que dejan transparentar el cielo con el sol y las estrellas; altos árboles de coral con frutos azules y rojos lucen en los jardines; sobre la limpia arena del mar caminan y sobre bellos moluscos multicolores, y lo que de bello poseía el antiguo mundo y que el actual no es digno de disfrutar, lo cubren las olas con sus misteriosos velos plateados, y allá abajo resplandecen ahora los nobles monumentos airosos y graves, acariciados por las aguas, que extraen de ellos hermosas flores musgosas y guirnaldas de juncos. Los que allí habitan son seres dulces y amables, más bellos que los humanos. Muchos pescadores han tenido la suerte de ver a una dulce sirena que flotaba sobre las olas y cantaba. Ellos hablaron de su belleza; los humanos llamaron a esas hermosas mujeres «ondinas». Y tú estás viendo ahora a una ondina, querido amigo.

El caballero quiso creer que se trataba de una de aquellas extrañas ocurrencias de su hermosa mujer y que deseaba tomarle el pelo contándole historias pintorescas. Pero por mucho que lo pretendió, no podía dar crédito a su propia explicación; un extraño pavor se apoderó de él; incapaz de pronunciar una palabra, miró con ojos extraviados a la dulce narradora. Ésta, afligida, sacudió la cabeza, dejó escapar un profundo suspiro, y continuó así:

—En eso os aventajamos a vosotros, los demás humanos (pues humanos nos llamamos también nosotros, y lo somos por la educación y por el amor); pero hay un gran inconveniente. Nosotros y nuestros semejantes de los otros elementos perecemos en espíritu y en cuerpo, sin dejar rastro, y si vosotros despertáis a una vida más pura, nosotros quedamos allí donde quedó la arena y el fuego, el viento y el agua. Por eso no tenemos alma; el elemento nos mueve, a veces nos obedece mientras vivimos, y nos deshace tan pronto morimos, y estamos contentos, sin afligirnos, como lo están los ruiseñores y las doradillas y otras lindas criaturas de la naturaleza. Pero todos anhelan subir más alto. Así mi padre, que es un poderoso príncipe acuático del mar Mediterráneo, quiso que su única hija poseyera alma aun a costa de soportar los muchos sufrimientos de los que la tienen. Pero nuestros semejantes sólo pueden tener alma mediante la unión íntima de amor con uno de vuestra especie. Yo tengo alma y te la debo a ti, amadísimo de mi alma, y también te deberé a ti el que no me hagas una desgraciada toda la vida. Pues ¿qué será de mí si me rehúyes y me rechazas? Pero no quiero retenerte por engaño. Si quieres repudiarme, hazlo ahora mismo y vuelve solo a casa. Yo me sumergiré en este riachuelo, que es mi tío materno y lleva una vida solitaria aquí en el bosque, lejos de sus otros amigos; pero él es poderoso y es amado por muchos grandes ríos, y lo mismo que me trajo a la cabaña de los pescadores, como niña ligera y alegre, me devolverá a casa con los padres como mujer con alma, capaz de amar y sufrir.

Quiso decir más, pero Huldbrand la abrazó con íntima emoción y amor, y la devolvió a la orilla. Aquí le juró entre lágrimas y besos no abandonar nunca a su querida mujer, y se sintió más feliz que el escultor griego Pigmalión, cuya hermosa piedra fue dotada de alma por la esposa Venus para que fuera su amada. En dulce intimidad volvió Ondina a la cabaña del brazo del caballero, y sólo en ese momento se dio cuenta de que valió la pena abandonar los palacios de cristal de su maravilloso padre.

CAPÍTULO IX

Cómo el caballero se llevó consigo a su joven esposa

Cuando Huldbrand despertó a la mañana siguiente, su hermosa compañera no estaba a su lado, y le empezó a rondar de nuevo por la cabeza la idea de que su matrimonio y la persona misma de la encantadora Ondina habían sido pura ficción y un sueño pasajero. Pero en aquel momento entró ella, lo besó, se sentó en la cama, y le dijo:

—He salido algo temprano para ver si mi tío cumplió la palabra. Ha reducido ya todas las aguas a su cauce y corre de nuevo solitario y formal por el bosque. Sus amigos del agua y del aire también se han pacificado; todo discurrirá en paz y en orden en estos parajes y puedes regresar a casa sin sobresaltos cuando lo desees.

A Huldbrand le pareció estar soñando despierto; tanto le asombró el extraño parentesco de su mujer. Sin embargo, no quiso exteriorizar nada, y el infinito encanto de su dulce esposa ahuyentó pronto cualquier recelo. Cuando salió con ella a la puerta y contempló la punta de la laguna, con la línea de separación neta de las aguas, se sintió tan bien en aquel nido de amor que dijo:

—¿Para qué vamos a viajar hoy? En ninguna parte del mundo pasaremos unos días tan deliciosos como los que hemos vivido en este escondido rincón. Vamos a contemplar aquí otras dos o tres puestas de sol.

—Como ordene mi señor —respondió Ondina con dulce humildad—. Pero a los viejos les va a costar ya mucho separarse de mí, y cuando sientan en mí el alma fiel y vean cómo puedo ahora amarlos y respetarlos de corazón, las muchas lágrimas les cegarán la vista. Todavía creen que mi calma y mi bondad son tan sólo lo que eran antes: la quietud de la laguna cuando el aire está quieto, y llegarán a querer a un arbolito o a una florecita tanto como a mí. Déjame que les oculte este nuevo corazón que palpita de amor en unos momentos en que me van a perder para este mundo, ¿y cómo podría ocultárselo si prolongamos aquí nuestra estancia?

Huldbrand le dio la razón; fue a hablar con los ancianos y les puso al corriente del viaje que iban a emprender de inmediato. El sacerdote se ofreció a los dos jóvenes como acompañante; él y el caballero, tras una breve despedida, alzaron a la hermosa mujer a la grupa del caballo y caminaron presurosos por el lecho seco del río en dirección al bosque. Ondina lloró en silencio, pero amargamente, y los ancianos lamentaron mucho su partida. Parecía como si tuvieran un presentimiento de lo que perdían con la dulce hija adoptiva.

Los tres viajeros llegaron en silencio a la espesura del bosque. Era hermoso ver en el verde escenario a la bella mujer sentada sobre el noble y enjaezado caballo, escoltada a un lado por el reverendo sacerdote en su blanco hábito monacal y al otro por el joven caballero en atuendo vivo y variopinto, ceñido de la reluciente espada. Huldbrand sólo tenía ojos para su amada mujer, y Ondina, que ya se había enjugado las lágrimas, sólo para él, y pronto entablaron una conversación muda con miradas y señas, de la que despertaron por un diálogo en voz baja que sostenía el sacerdote con un cuarto compañero de viaje que se les había agregado sin ellos darse cuenta.

Llevaba un vestido blanco, parecido al hábito del sacerdote, sólo que la capucha le cubría buena parte del rostro, y los vuelos y pliegues del vestido eran tan rozagantes que tenía que estar continuamente levantándolos y recogiéndolos; pero ello no le impedía lo más mínimo la marcha. Cuando la joven pareja se percató de su presencia, estaba diciendo:

—Y así habito desde hace muchos años aquí, en el bosque, reverendo señor, sin que me puedan llamar eremita en el sentido vuestro. Pues, como he dicho, yo de penitencia no sé nada, ni creo que la necesite mucho. A mí me gusta tanto el bosque porque tiene una belleza incomparable y me encanta pasear con mi flotante vestido blanco entre la penumbra y el follaje, y sentir a veces un suave rayo de sol que cae sobre mí inesperadamente.

—Vos sois un hombre muy extraño —contestó el sacerdote—, y me gustaría saber más cosas de vuestra vida.

—¿Y vos quién sois para andar de un lado a otro? —preguntó el forastero.

—Me llaman el padre Salvador —dijo el religioso— y vengo del monasterio de Mariagruss, que está al otro lado de la laguna.

—Vaya, vaya —contestó el forastero—. Yo me llamo Kühleborn, y si vamos de tratamientos, también a mí me podrían llamar señor de Kühleborn o barón de Kühleborn, pues soy libre[29] como el pájaro del bosque y un poquito más. Por ejemplo, ahora tengo que contarle algo a esa señora.

Y en un abrir y cerrar de ojos estaba al otro lado del sacerdote, muy cerca de Ondina; entonces estiró el cuello para soplarle algo al oído. Ella se volvió asustada, diciendo:

—Yo ya no tengo nada que ver con vos.

—¡Jo, jo! —rió el forastero—. ¿Qué boda de postín habéis hecho que no conocéis ya a vuestros parientes? ¿No recordáis al tío Kühleborn que tan fielmente os trajo a cuestas hasta estos parajes?

—Os ruego —contestó Ondina— que desaparezcáis de mi vista. Ahora me dais miedo; ¿no veis que mi esposo se va a asustar si me ve en tan extraña compañía y parentesco?

—Despacio, despacio —dijo Kühleborn—. No debéis olvidar que estoy aquí de acompañante; si no, los gnomos podrían jugaros una mala pasada. Así que dejadme acompañaros tranquilamente; ese anciano sacerdote ha sabido recordarme mejor que vos, pues me ha asegurado que creía conocerme mucho y que debí de estar con él en la canoa cuando se cayó al agua. Así es, en efecto, pues yo fui precisamente la tromba de agua que se desató y lo traje flotando a tierra para tu boda.

Ondina y el caballero miraron al padre Salvador; pero éste parecía caminar como sonámbulo y estaba ajeno a lo que se hablaba. Entonces dijo Ondina a Kühleborn:

—Allí veo el final del bosque. No necesitamos más de vuestra ayuda y nada nos atemoriza fuera de vos. Por eso os ruego cortésmente que desaparezcáis y nos dejéis ir en paz.

Kühleborn se sintió ofendido; hizo una mueca fea y le enseñó los dientes a Ondina, que gritó pidiendo ayuda a su amigo. El caballero se acercó como un rayo y blandió la espada contra la cabeza de Kühleborn. Pero el golpe dio en una cascada que se precipitaba desde una peña cercana y con un chapoteo, que casi sonó a risotada, los salpicó calándolos hasta los huesos. El sacerdote dijo, como despertando de un sueño:

—Hace rato que me temía esto, porque el riachuelo corre cerca de nosotros. Al principio me pareció que era un ser humano y que podía hablar.

La cascada le susurró al oído a Huldbrand estas palabras:

—Ágil caballero, fuerte caballero, no estoy enfadado ni quiero reñir; protege siempre así de bien a tu encantadora esposa, caballero fuerte, sangre ardiente.

A los pocos pasos estaban en campo abierto. La ciudad imperial resplandecía ante ellos y el sol vespertino que doraba sus torres enjugó piadosamente los vestidos a los viajeros empapados por la cascada de agua.

CAPÍTULO X

Cómo vivieron en la ciudad

La repentina desaparición del joven caballero de Ringstetten había llamado mucho la atención en la ciudad y preocupó a sus habitantes, que lo querían por su destreza en el torneo y la danza y por su carácter dulce y amable. Sus servidores no querían regresar sin él, pero nadie tuvo el valor de ir a buscarlo a la oscuridad del siniestro bosque. Permanecieron, pues, en la posada, a la espera y sin hacer nada, como es costumbre en la gente, y manteniendo vivo el recuerdo del desaparecido con sus lamentaciones. Las grandes lluvias e inundaciones contribuyeron a dar como definitiva la pérdida del hermoso forastero, pérdida que afligió también a Bertalda y la hizo sentirse culpable de haber animado al infeliz caballero a internarse en el bosque. Los duques, sus padres adoptivos, habían llegado a la ciudad para llevársela consigo, pero Bertalda consiguió que se quedaran hasta tener noticias ciertas sobre la vida o la muerte de Huldbrand. Ella intentó animar a algunos jóvenes caballeros que la cortejaban a ir a buscar al noble aventurero en el bosque; pero no consiguió su propósito porque presumían que ella seguía esperando desposarse con el desaparecido, y un guante, una cinta o incluso un beso de ella no fueron móvil suficiente para exponer la vida en el rescate de un rival tan peligroso.

Cuando apareció Huldbrand de modo tan súbito e inesperado, la alegría fue general en los servidores y en los habitantes de la ciudad, pero no así en Bertalda; en efecto, si los demás vieron con buenos ojos que trajera consigo una mujer tan hermosa y al padre Salvador como testigo de la boda, Bertalda sintió aflicción. Primero había amado con toda su alma al joven caballero y después, con su tristeza por la desaparición, había despertado unas expectativas entre la gente que ahora no se confirmaban. Supo reaccionar, sin embargo, como una mujer sensata, se acomodó a las circunstancias y convivió muy amigablemente con Ondina, a la que se consideró en toda la ciudad como una princesa que Huldbrand había rescatado en el bosque de algún mal encantamiento. Cuando le preguntaban a ella o a su esposo sobre este punto, los dos sabían callar o desviar hábilmente la conversación, y en cuanto al padre Salvador, sus labios estaban sellados para cualquier vana conversación, y además volvió a su monasterio inmediatamente después de la llegada de Huldbrand, de modo que la gente tuvo que conformarse con sus extrañas especulaciones y la propia Bertalda no se enteró de la verdad mucho más que cualquier otra persona.

Lo cierto es que Ondina se encariñó cada día más con aquella chica agradable.

—Debimos de habernos conocido antes —solía decirle—, o parece que existió ya alguna extraña relación entre nosotras, pues así, sin motivo, entendedme, sin un motivo profundo, no se llega a querer tanto a una persona como os quise yo desde que nos vimos.

Bertalda tampoco podía negar la corriente de confianza y amor que la unía con Ondina, aunque creía tener razones para quejarse amargamente contra su rival. Esta atracción mutua hizo que los padres adoptivos de una y el esposo de la otra fueran aplazando más y más el día de la partida; se habló incluso de que Bertalda iba a acompañar a Ondina por algún tiempo en el viaje al castillo de Ringstetten en las fuentes del Danubio.

También ellas hablaron de esto una hermosa noche cuando paseaban a la luz de las estrellas en la plaza de la ciudad, rodeada de altos árboles. La joven pareja había invitado a Bertalda a hora tardía para dar un paseo bajo el cielo azul oscuro, interrumpiendo a menudo su conversación para admirar el bello y rumoroso surtidor en medio de la plaza. Era un escenario grato y acogedor: entre la sombra de los árboles se filtraban los destellos de luz de las casas próximas, un suave murmullo de niños jugando y de otros paseantes los envolvía; se sentían solos y a la vez en medio de un mundo alegre y vivo; las preocupaciones del día se disipaban como por ensalmo y los tres amigos no podían comprender por qué la idea de que Bertalda los acompañara en el viaje había despertado tanto recelo. En esto, cuando iban a fijar el día exacto de su partida común, se acercó a ellos un hombre alto desde el centro de la plaza, hizo una reverencia y le dijo a la joven señora algo al oído. Ella, contrariada por la interrupción y por su causante, se apartó unos pasos con el extraño visitante y los dos empezaron a cuchichear, al parecer en un idioma extranjero. Huldbrand creyó conocer al extraño personaje y lo miró tan absorto que no oyó ni contestó las preguntas que Bertalda le hacía. De pronto Ondina batió palmas con cara alegre y dejó plantado al forastero, que se alejó descontento y moviendo mucho la cabeza, y subió hacia la fuente. En ese momento Huldbrand creyó haber descubierto el misterio, pero Bertalda preguntó:

—¿Qué quería de ti el vigilante de fuentes, querida Ondina?

La joven señora sonrió con cierto misterio, y contestó:

—Pasado mañana, el día de tu onomástico, lo sabrás, querida niña.

Y no quiso decir más. Se limitó a invitar a Bertalda y por medio de ella a sus padres adoptivos para la comida de esa fecha, y poco después se separaron.

—¿Kühleborn? —preguntó Huldbrand con un secreto temor a su bella esposa cuando se habían despedido de Bertalda y llegaron a casa a través de las callejuelas ya oscuras.

—Sí, era él —contestó Ondina— y quiso decirme alguna tontería. Pero, sin él pretenderlo, me dio un mensaje muy alegre. Si quieres conocerlo inmediatamente, mi querido señor y esposo, te basta con ordenármelo, y te prometo manifestarlo todo. Pero si quieres darle una gran alegría a tu Ondina, déjalo para pasado mañana y entonces participarás tú también en la sorpresa.

El caballero concedió gustoso a su esposa lo que tan cortésmente le había pedido, y ella, a punto de dormirse, murmuraba aún para sí: «Cómo se va a alegrar y qué sorpresa tendrá mi querida Bertalda con el mensaje del vigilante de fuentes».

CAPÍTULO XI

El onomástico de Bertalda

Los invitados estaban en la mesa. Bertalda en la parte superior, adornada como una diosa de la primavera con joyas y flores y con toda clase de regalos de sus padres adoptivos y sus amigos; y a un lado y otro, Ondina y Huldbrand. Cuando acabó el espléndido banquete y empezó la sobremesa, se abrieron las puertas, siguiendo la vieja y buena costumbre de los países alemanes, para que el pueblo pudiera asistir y disfrutar de la alegría de los señores. Los servidores repartieron vino y pasteles entre los asistentes. Huldbrand y Bertalda aguardaron con secreta impaciencia la prometida explicación y no perdían de vista a Ondina en la medida de lo posible. Pero la hermosa mujer seguía callada y con la vaga sonrisa de siempre. Parecía divertirse entre el deseo de revelar el secreto y el gusto de retrasarlo, como hacen a veces los niños con sus golosinas preferidas. Bertalda y Huldbrand compartieron esta sensación gozosa, aguardando con ansia esperanzada la nueva alegría que iba a llegar de labios de su amiga. Entonces se oyeron algunas voces pidiendo a Ondina una canción. A ella le vino de perlas; requirió su laúd y cantó la siguiente letra:

Mañana clara,

flores variopintas,

altas hierbas, fragantes,

junto al lago inquieto.

¿Qué es lo que brilla

entre la hierba?

¿Una flor blanca, abierta,

caída del cielo al seno de la pradera?

Ah, es una niña tierna,

con las flores juega inconsciente,

busca las luces doradas de la mañana.

¿De dónde vienes? ¿De dónde, hermosa?

Lejos de la playa remota

te trajo aquí la corriente.

No, tierna vida,

no agites la manita;

no habrá otra mano que la estreche;

las flores son frías y mudas.

Saben lucir, adornarse,

exhalar su grato aroma,

mas ninguna puede abrazarte;

lejos queda el pecho materno.

Tan temprano, a las puertas de la vida,

en el rostro aún la sonrisa del cielo,

has perdido ya lo mejor,

pobre niña, y no lo sabes.

Un noble duque llega galopando

y frena el corcel a tu vista;

predestinada al arte y a la elegancia,

te acoge en su castillo.

Ganaste infinitas cosas,

gloriosa eres, hermosura del país;

mas, ay, el placer supremo

lo dejaste en la playa remota.

Ondina bajó su laúd con una sonrisa melancólica; a los duques, sus padres adoptivos, se les saltaron las lágrimas.

—Eso ocurrió aquella mañana en que te encontré, pobre huerfanita —dijo el duque profundamente conmovido—. La bella cantante tiene razón: aún no hemos podido darte lo mejor.

—Oigamos también cómo les fue a sus pobres padres —dijo Ondina, que pulsó las cuerdas para cantar:

La madre recorre las estancias,

abre y cierra los armarios,

rebusca, sin saber qué;

sólo encuentra la casa vacía.

La casa vacía, triste lamento

para aquel que a una niña

llevó en andaderas de día,

dulcemente acunó de noche.

De nuevo verdean las hayas,

de nuevo luce el sol;

pero tú deja, madre, de buscar,

pues tu ser querido no vuelve.

Con el relente nocturno,

cuando el padre regresa al hogar,

una vaga sonrisa le florece,

mas también la lágrima le asoma.

El padre sabe que en sus estancias

sólo habita la paz de la muerte,

sólo suena el gemir de la madre

y no hay una niña que sonría.

—Por el amor de Dios, Ondina, ¿dónde están mis padres? —preguntó Bertalda llorando—. Tú lo sabes, estás enterada, extraña mujer, pues de lo contrario no hubieras destrozado así mi corazón. ¿Están ya aquí? ¿Serían…?

Sus ojos sobrevolaron la ilustre concurrencia y se posaron en una baronesa que estaba sentada al lado de su padre adoptivo. Entonces Ondina se volvió hacia la puerta, dulcemente emocionada.

—¿Dónde están los pobres padres que te esperan? —preguntó, y el anciano pescador y su mujer avanzaron con paso vacilante entre la multitud. Sus ojos miraban tan pronto a Ondina como a la hermosa señorita que decían ser su hija.

—Es ésa —balbuceó Ondina emocionada, y los dos ancianos fueron a abrazar a Bertalda entre lágrimas y alabanzas a Dios.

Pero Bertalda se desprendió de sus brazos, aterrada y encendida en ira. Era demasiado para aquella muchacha orgullosa ese reconocimiento en el momento en que esperaba subir de categoría y soñaba con doseles y coronas sobre su cabeza. Creyó que su rival había tramado todo aquello para humillarla delante de Huldbrand y de toda la gente. Insultó a Ondina, insultó a los dos ancianos y dejó escapar de sus labios palabras tan feas como «mentirosa» y «mercenarios». La anciana pescadora murmuró por lo bajo: «Dios mío, se ha convertido en una mala mujer, pero me da el corazón que yo la engendré». El viejo pescador, en cambio, juntó las manos y rezó en silencio para que aquella señorita no fuera su hija. Ondina, pálida de horror, corrió de los padres a Bertalda y de Bertalda a los padres; los cielos con que había soñado se convirtieron súbitamente en una angustia y desolación que jamás había conocido.

—¿Tienes alma? ¿Es que no tienes alma, Bertalda? —le gritó varias veces a su enfurecida amiga, como si quisiera huir de una locura repentina o despertar de una pesadilla nocturna. Pero como Bertalda se ponía cada vez más frenética, y los padres, rechazados por ella, dieron rienda suelta a las lágrimas y la gente empezó a dividirse en dos bandos, de pronto Ondina solicitó permiso para hablar aparte con su marido y lo hizo en ademán tan digno y grave que todos guardaron silencio. Después avanzó al extremo superior de la mesa, donde se sentaba Bertalda, en actitud orgullosa y humilde a la vez, y habló así:

—A vosotros, los que me miráis con tanta extrañeza y hostilidad, y me habéis estropeado la fiesta, os digo que me ha sorprendido vuestra necedad y vuestra dureza de corazón, y ese comportamiento yo no lo aceptaré en mi vida. Si todo ha salido al revés no es por mi culpa; la culpa es únicamente vuestra, aunque os cueste creerlo. Por eso tengo poco que deciros; pero os aseguro una cosa: yo no he mentido. No puedo ni quiero daros pruebas que están fuera de mi alcance; pero juro que no he mentido. Lo que habéis oído de mis labios me lo dijo el mismo que separó a Bertalda de sus padres y la atrajo al agua y la colocó después en la pradera verde para que el duque la encontrara en su camino.

—Es una hechicera —gritó Bertalda—, una bruja que tiene trato con malos espíritus. Ella misma lo confiesa.

—Yo no hago eso —contestó Ondina con total inocencia y sinceridad en los ojos—. Tampoco soy ninguna bruja; podéis comprobarlo.

—Miente con descaro —insistió Bertalda— y no puede sostener que yo sea hija de esta gente baja. A mis padres, los duques, pido que me lleven lejos de esta compañía y de esta ciudad donde sólo quieren difamarme.

El anciano y digno duque se mantuvo firme y su esposa dijo:

—Tenemos que aclarar esta situación. Juro por Dios que no abandonaré esta sala antes de averiguar la verdad.

Entonces se acercó la anciana pescadora, se inclinó profundamente ante la duquesa, y dijo:

—Vos me dais confianza, noble y cristiana señora. Yo os tengo que decir que si esta mala señorita es hija mía, llevará un lunar parecido a una violeta entre los dos hombros, y otro igual en el empeine del pie izquierdo. Si puede salir de la sala conmigo…

—Yo no me desnudo delante de la campesina —dijo Bertalda volviéndole orgullosamente la espalda.

—Pero delante de mí, sí —repuso la duquesa con gran seriedad—. Iréis conmigo a esa habitación, señorita, y la buena anciana nos acompañará.

Las tres desaparecieron y todos guardaron silencio, a la espera del resultado. Al poco rato volvieron a entrar las mujeres; Bertalda tenía una palidez de muerte, y la duquesa dijo:

—El derecho es el derecho; por eso declaro que nuestra anfitriona dijo la verdad. Bertalda es hija del pescador y es preciso que aquí se sepa.

La pareja ducal se fue con la hija adoptiva; a una señal del duque los siguió el pescador con su mujer. Los otros invitados se alejaron en silencio o murmurando en voz baja, y Ondina, llorando a lágrima viva, se echó en brazos de Huldbrand.

CAPÍTULO XII

Cómo abandonaron la ciudad imperial

El señor de Ringstetten hubiera preferido que las cosas ocurrieran aquel día de otra manera, pero no estaba descontento del resultado, ya que su encantadora esposa tuvo ocasión de demostrar su honradez y su buen corazón. «Si yo le he dado un alma», pensó, «en realidad le he dado un alma mejor que la mía». Y sólo se preocupó de consolarla y hacer los preparativos para abandonar al día siguiente un lugar que después de aquel incidente tenía que ser muy desagradable para ella. La verdad es que la opinión general era favorable a Ondina. Como ya esperaban de antemano algo maravilloso de ella, no llamó demasiado la atención el extraño descubrimiento del origen de Bertalda, y todo el que se enteró del relato y de la violenta reacción de la muchacha se puso en contra de ella. Pero esto no llegó a oídos del caballero ni de su mujer; además, para Ondina hubiera sido tan doloroso lo uno como lo otro, y lo mejor era dejar atrás cuanto antes las murallas de la antigua ciudad.

Con las primeras luces del día, un suntuoso carruaje se detuvo a la puerta de la posada para ser ocupado por Ondina; los caballos de Huldbrand y de sus escuderos piafaban sobre el pavimento. En el momento en que el caballero salía de la posada con su mujer, se les puso delante una joven pescadora.

—No necesitamos tu mercancía —le dijo Huldbrand; salimos ahora mismo de viaje.

Entonces la joven rompió a llorar amargamente y sólo entonces advirtió la pareja que era Bertalda. Volvieron con ella a la habitación; allí les contó que el duque y la duquesa se enfadaron tanto por su reacción dura y violenta del día anterior que la despidieron en el acto, aunque no sin asignarle una buena dote. También concedieron una subvención generosa al pescador, que al atardecer emprendió con su esposa el camino para la punta de la laguna.

—Yo iría con ellos —continuó Bertalda—, pero el viejo pescador que dice ser mi padre…

—Lo es realmente, Bertalda —le interrumpió Ondina—. Mira, el que tú creíste que era el vigilante de fuentes me lo contó con detalle. No quería que te llevase conmigo al castillo de Ringstetten y entonces me descubrió este secreto.

—Bueno, pues mi padre, si lo es, dijo: «No te admito en casa hasta tanto no hayas cambiado. Ven a casa atravesando el bosque siniestro; esto será la prueba de que nos aprecias. Pero no vengas como una señorita; ven como hija de un pescador». Por eso voy a hacer como él dijo, pues todos me han abandonado y quiero vivir y morir junto a mis pobres padres como hija de un pescador. El bosque me da mucho miedo; debe de haber fantasmas horribles por allí, y yo soy tan medrosa… pero qué remedio. He venido aquí para pedir perdón a la noble señora de Ringstetten por lo mal que me porté ayer. Comprendo que teníais razón, amable dama, pero no podéis imaginaros lo herida que me sentí, y la angustia y la sorpresa me llevaron a decir aquellas inconveniencias. ¡Perdonadme, perdonadme! Soy muy desgraciada; recordad lo que era aún ayer por la mañana, al comienzo de vuestra fiesta, y lo que soy ahora.

Las palabras quedaron ahogadas en un río de lágrimas, y también llorando amargamente la abrazó Ondina. Tuvo que pasar largo rato hasta que ésta, profundamente conmovida, pudiera pronunciar una palabra; entonces dijo:

—Tú vendrás con nosotros a Ringstetten; todo debe quedar como acordamos antes; vuelve a hablarme de tú y basta de dama y de noble señora. Mira, de niñas fuimos permutadas la una por la otra; ya entonces se cruzó nuestro destino y ahora vamos a cruzarnos tan estrechamente que ninguna fuerza humana sea capaz de separarnos. Primero ven con nosotros a Ringstetten. Allí hablaremos de nuestra vida futura como buenas hermanas.

Bertalda alzó los ojos tímidamente a Huldbrand. A éste le dio lástima la hermosa y atribulada muchacha; le ofreció la mano y le dijo entre caricias que confiara en él y en su esposa.

—Enviaremos un mensaje a vuestros padres explicando por qué no habéis ido.

Iba a decir más cosas sobre los buenos ancianos, pero vio cómo su recuerdo afligía a Bertalda y prefirió no seguir. La tomó del brazo y la hizo subir primero a ella al carruaje y después a Ondina. Él cabalgó a su lado y supo animar tan bien al cochero que en breve tiempo habían dejado atrás la zona de la ciudad imperial y con ella todos los malos recuerdos, y las mujeres rodaron con mejor ánimo por las bellas regiones que atravesaba la ruta.

En un bello atardecer y tras varios días de viaje llegaron al castillo de Ringstetten, Sus alcaldes y soldados tenían muchas cosas que contarle al joven caballero, por lo que Ondina se quedó a solas con Bertalda. Las dos pasearon por el alto bastión de la fortaleza y gozaron del ameno paisaje que se extendía a lo ancho de la fértil Suabia. Allí se les acercó un hombre alto que las saludó cortésmente; Bertalda le encontró un gran parecido con el vigilante de fuentes de la ciudad imperial. La semejanza se le antojó mayor aún cuando Ondina, con cara contrariada e incluso amenazante, le ordenó con una señal que se fuera; así lo hizo con pie ágil y sacudiendo la cabeza, como entonces, para desaparecer después entre unos matorrales. Ondina dijo:

—No temas, querida Bertaldita. Esta vez el odioso vigilante de fuentes no te va a hacer daño.

Y luego le contó toda la historia detalladamente y también le explicó quién era ella y cómo Bertalda les fue arrebatada a los pescadores, y Ondina apareció entre ellos. La joven quedó aterrada al principio con estas revelaciones y creyó que Ondina era víctima de un repentino ataque de locura; pero se fue convenciendo de que todo era verdad por las palabras coherentes de Ondina, que coincidían tan perfectamente con los sucesos anteriores, y aún más por el sentimiento íntimo con que la verdad se nos manifiesta siempre. Le parecía estar viviendo un cuento que se hacía realidad. Miró con respeto a Ondina, pero no pudo evitar un secreto pánico que la distanciaba de su amiga, y durante la cena se extrañó mucho viendo cómo el caballero trataba amistosamente y estaba enamorado de un ser que tras las últimas revelaciones parecía más espectral que humano.

CAPÍTULO XIII

Cómo vivieron en el castillo de Ringstetten

El que esto escribe pide comprensión al lector porque esta historia le conmueve y desea comunicar este sentimiento a los demás. Júzgalo con indulgencia si despacha ahora en pocas palabras un período de tiempo bastante largo y te dice sólo en general lo que sucedió en él. Sabe que podía explicar paso a paso, con arreglo a las normas del arte, cómo Bertalda se fue mostrando más amorosa con el joven caballero y tanto él como ella parecían sentir más miedo que compasión hacia aquel ser extraño; cómo Ondina lloraba y sus lágrimas producían remordimientos de conciencia en el alma de su esposo, pero sin despertar en él el antiguo amor, de suerte que a veces se mostraba amable con ella, mas pronto un secreto pánico le apartaba de ella y le hacía volver a Bertalda, que era un ser humano normal. El autor sabe que podría contar todo esto punto por punto, y quizá debería hacerlo; pero le resulta demasiado doloroso, pues ha vivido cosas parecidas y no le gusta recordarlas. Tú has experimentado probablemente sentimientos de este tipo, querido lector, pues tal es el destino de los mortales. Dichoso de ti si en la vida has recibido más de lo que has dado, pues aquí el recibir es más bienaventurado que el dar. Tales evocaciones te producen entonces un dolor íntimo, y quizá una lágrima furtiva te corre por las mejillas recordando el arriate de flores marchitas que tanto te había alegrado. Pero baste con lo dicho; no vamos a hurgar más en las heridas del corazón; constatamos simple y brevemente lo sucedido. La pobre Ondina estaba muy afligida y las otras dos personas tampoco parecían contentas; extrañamente Bertalda solía interpretar cualquier resistencia de Ondina a sus deseos como expresión de un ama de casa celosa y ofendida. Por eso adoptó una actitud arrogante, a la que Ondina se rendía con dolor y que el obcecado Huldbrand solía apoyar decididamente.

Pero lo que más molestaba al personal del castillo eran las extrañas apariciones que veían Huldbrand y Bertalda en los pasillos abovedados del castillo y que nunca habían ocurrido en aquel lugar. El hombre alto y blanco, al que Huldbrand identificó sin dificultad como el tío Kühleborn y Bertalda como el vigilante de fuentes espectral, se aparecía a menudo a ambos, y sobre todo a Bertalda; ésta había enfermado del terror en varias ocasiones y hasta pensó en abandonar el castillo; pero quería demasiado a Huldbrand y alegaba su inocencia, pues nunca llegaron a una verdadera explicación entre ellos; además, tampoco sabía adonde dirigir sus pasos.

El viejo contestó al mensaje del señor de Ringstetten sobre la estancia de Bertalda en el castillo con unos renglones poco legibles, efecto de la edad y de la falta de hábito: «Ahora soy un pobre viudo, pues mi querida y fiel esposa falleció. Pero, aun estando solo en la cabaña, prefiero que Bertalda esté ahí y no en mi compañía. La única condición es que no haga daño a mi querida Ondina; de lo contrario tendría mi maldición».

Bertalda no se dio por ofendida con las últimas palabras e incluso las recibió bien, debido a la ausencia del padre, como suele ocurrir a las personas en casos parecidos.

Un día en que Huldbrand salió de casa, Ondina reunió a la servidumbre e hizo trasladar una gran piedra para tapar el gran pozo que se encontraba en medio del patio del castillo. Los criados le hicieron saber que en adelante tendrían que bajar al valle para acarrear el agua. Ondina contestó, sonriendo melancólicamente:

—Lo siento mucho por este mayor esfuerzo, hijos míos; me gustaría ir yo misma a traer los cántaros de agua, pero este pozo tiene que estar cerrado. Creedme que no hay más remedio y de ese modo podemos evitar males mayores.

Toda la servidumbre se alegró de poder complacer a la dulce ama de casa, y sin hacer más preguntas fueron a mover la enorme piedra. La levantaron entre todos y estaban a punto de colocarla sobre el pozo cuando llegó corriendo Bertalda y ordenó que se detuvieran, pues ella utilizaba para el aseo el agua de aquel pozo, que era muy beneficiosa para su piel, y nunca consentiría que se cerrase el pozo. Pero Ondina, que solía ser de modales comedidos, esta vez se mantuvo firme en su decisión; dijo que como ama de casa le competía organizar la economía doméstica según su leal saber y entender, y sólo tenía que dar cuenta de ello a su esposo y señor.

—¡Oh, mirad, mirad —exclamó Bertalda con horror y angustia—, la pobre agua, la hermosa agua se encrespa y se retuerce de dolor porque le van a tapar la vista del sol y de las personas, ella, que fue creada para ser espejo!

En efecto, el agua empezó a burbujear y a encresparse extrañamente en el pozo; fue como si quisiera desbordarse de él; pero Ondina insistió tanto más en que se cumpliera su orden. Apenas hubo necesidad de esta insistencia. A la servidumbre le complacía tanto obedecer a su dulce dueña como llevar la contraria a Bertalda, y pese a los improperios y amenazas de ésta, la piedra cerró en breve la boca del pozo. Ondina se sentó encima pensativa y con sus bellos dedos sobre la superficie. Debía de tener algo muy cortante y corrosivo en la mano, pues cuando se fue y los demás se acercaron, vieron grabados en la piedra unos signos extraños que nadie había visto antes en ella.

Cuando el caballero regresó al anochecer, Bertalda lo acogió con lágrimas en los ojos y se quejó de la conducta de Ondina. Él miró a ésta con cara seria y la pobre mujer bajó los ojos, afligida; pero le dijo con gran serenidad:

—Mi señor y esposo no reprende a ninguno de sus dependientes sin haberlo oído; cuánto menos lo hará con su propia esposa.

—Dime qué te movió a conducta tan extraña —dijo el caballero con cara sombría.

—Me gustaría decírtelo a solas —suspiró Ondina.

—Puedes decirlo igual en presencia de Bertalda —repuso él.

—Así es, si lo ordenas —dijo Ondina—, pero no lo ordenes, por favor, no lo ordenes.

Lo miró en actitud tan humilde, dulce y dócil que el corazón del caballero se abrió a emociones de mejores tiempos. La tomó delicadamente del brazo y la llevó a su habitación, donde ella se expresó así:

—Conoces bien al malvado de tío Kühleborn, mi querido señor, y te has encontrado con él a menudo en los corredores de este castillo, con gran disgusto tuyo. A Bertalda la ha asustado a veces hasta hacerla enfermar. Hace esto porque no tiene alma, es un simple reflejo elemental del mundo exterior, que no es capaz de irradiar intimidad. Entonces él ve a veces que tú estás descontento de mí, que yo lloro por eso como una niña, que Bertalda se ríe quizá por casualidad en ese momento. Él es diferente y se entromete de mil modos en nuestra vida sin que nadie se lo ordene. ¿De qué sirve que yo lo reprenda? ¿Que lo expulse por las malas? No me cree una sola palabra. Su pobre vida no comprende cómo los sufrimientos y las alegrías del amor aparecen tan bellamente mezclados y están tan íntimamente hermanados que ningún poder humano los puede separar. Bajo la lágrima asoma la sonrisa y la sonrisa hace salir la lágrima de su escondrijo.

Alzó los ojos hacia Huldbrand, llorosa y sonriente, y el caballero volvió a sentir todo el encanto del antiguo amor en su corazón. Ella se dio cuenta, lo atrajo hacia sí y continuó entre lágrimas de gozo:

—Como no era posible convencer de palabra al perturbador de la paz, he tenido que cerrarle la puerta. Y la única puerta que tiene para acceder a nosotros es ese pozo. Con los otros espíritus acuáticos de la región está enemistado; su reino empieza en los próximos valles y se adentra por el Danubio cuando desembocan en él algunos de sus buenos amigos. Por eso hice rodar la piedra sobre la boca del pozo y escribí encima unos signos que paralizan toda la fuerza del revoltoso tío, de forma que no pueda perturbarte a ti ni a mí ni a Bertalda. Los hombres pueden remover la piedra sin mucho esfuerzo, y él no lo impedirá. Si quieres, pues, acceder a los deseos de Bertalda, pero en realidad ella no sabe lo que pide. En ella ha puesto sus miras, con preferencia, el impertinente Kühleborn, y si ocurren cosas que él me vaticinó y que bien podrían suceder sin tú sospecharlo… ay, querido, tampoco tú quedarías fuera de peligro.

Huldbrand agradeció profundamente la generosidad de su buena mujer al cerrarle el paso a su temible protector, aun teniendo que enfrentarse para ello con Bertalda. Por eso la estrechó en sus brazos, y le dijo conmovido:

—La piedra quedará ahí, y todo se hará como tú quieras, mi querida Ondinita.

Ella le hizo carantoñas, humildemente gozosa por las palabras de amor, tan olvidadas, y dijo al fin:

—Mi amigo del alma, ya que hoy te muestras tan dulce y bondadoso conmigo, ¿puedo pedirte un favor? Mira, a ti te sucede como al verano. Precisamente en su mayor esplendor se pone la corona relampagueante y tronante de las bellas tormentas en las que aparece como un verdadero rey y dios de la tierra. Tú también lanzas rayos y truenos por la boca y los ojos, y a ti te va muy bien, aunque yo a veces, en mi simpleza, empiezo a llorar. Pero no lo hagas nunca contra mí sobre el agua o cerca de ella. Mira, entonces mis parientes reclaman sus derechos sobre mí. Me arrebatarán muy enfadados, por creer que has ofendido a uno de la familia, y yo tendría que vivir el resto de mi vida en palacios de cristal y nunca podría volver a ti, o me colocarían a un nivel superior al tuyo… y esto sería mucho peor. No, no, dulce amigo; evita que eso suceda si quieres a tu pobre Ondina.

Huldbrand prometió solemnemente hacer lo que ella deseaba, y la pareja abandonó la habitación muy feliz y contenta. Entonces se acercó Bertalda con algunos obreros que había reunido, y dijo con unos malos modales que ya eran habituales en ella:

—Ha terminado la conversación secreta y se puede quitar la piedra. Id allá, obreros, y quitadla.

Pero el caballero, en vista de su actitud descortés, dijo serio y terminante:

—La piedra no se levanta.

Reprendió también a Bertalda por su comportamiento violento con Ondina, y los obreros se retiraron con una sonrisa mal disimulada. Entonces Bertalda, pálida de ira, corrió a sus habitaciones.

Llegó la hora de la cena, y Bertalda no apareció. Fueron a buscarla; el chambelán encontró sus habitaciones vacías y volvió con una hoja sellada y con las señas del caballero. Éste la abrió muy preocupado, y leyó:

Me siento avergonzada de ser una pobre hija de pescador. Me había olvidado, y quiero expiarlo en la cabaña miserable de mis padres. ¡Que tengáis suerte con vuestra hermosa mujer!

Ondina quedó muy afligida. Pidió encarecidamente a Huldbrand que fuese a buscarla y volviera con ella. No necesitó convencerlo; su afecto a Bertalda renació con violencia. Revolvió todo el castillo preguntando si alguien la había visto y qué camino siguió la bella fugitiva. No pudo averiguar nada y montó a caballo, decidido a seguir sin más el camino por el que había traído a Bertalda al castillo. Entonces llegó un escudero asegurando que se había encontrado con la señorita en la senda del Valle Negro. El caballero atravesó el portal como una flecha, en la dirección indicada, sin oír la voz angustiosa de Ondina que le gritaba desde la ventana:

—¿Al Valle Negro? ¡Ahí, no, Huldbrand, ahí no! ¡O llévame contigo, por el amor de Dios!

Pero viendo que sus gritos eran inútiles, hizo ensillar a toda prisa su palafrén blanco y siguió al trote al caballero, sin aceptar el acompañamiento de ningún criado.

CAPÍTULO XIV

Cómo regresó Bertalda con el caballero

El Valle Negro está rodeado de montes. Desconozco su nombre actual. Por aquel entonces los campesinos lo llamaban así por su densa oscuridad, que desde los altos árboles, sobre todo abetos, se difundía pendiente abajo. Hasta el riachuelo que corría entre las rocas parecía totalmente negro y nada parecido a las aguas que reflejan el azul del cielo. En aquel momento, a la hora del crepúsculo, el valle encajonado entre los montes ofrecía un aire siniestro. Huldbrand cabalgaba lleno de angustia por la orilla del riachuelo; tan pronto temía que, debido a su retraso, la fugitiva estuviera muy por delante como esperaba alcanzar pronto a la muchacha si estaba en el recto sendero. La idea de que anduviera extraviado lo estremecía. ¿Qué iba a hacer la tierna Bertalda si él no la encontraba, ante la amenaza de la noche tormentosa que envolvía cada vez más amenazante el valle? Al fin vio un bulto blanco en la ladera del monte, brillando entre las ramas. Creyó reconocer la túnica de Bertalda y se dirigió allí. Pero su caballo se resistió a avanzar; empezó a encabritarse salvajemente, y como Huldbrand no estaba dispuesto a perder tiempo —aparte de que el caballo sería un estorbo en la maleza—, puso pie a tierra, ató el animal jadeante a un olmo y se internó con cautela por la espesura. Las ramas le azotaban sin piedad la frente y las mejillas con la fría humedad del rocío nocturno; se oyó un trueno lejano más allá de los montes y todo parecía tan extraño que el caballero empezó a sentir pavor ante la figura blanca que yacía en el suelo, ya a corta distancia de él. Pudo ver sin embargo con toda claridad que era una mujer dormida o desmayada, con prendas de vestir largas y blancas como las que llevaba Bertalda aquel día. Llegó muy cerca de ella, hizo crujir las ramas y sonar la espada, pero ella no se movió.

—¡Bertalda! —dijo, primero en voz baja, luego más fuerte. Ella no oía. Al fin, cuándo gritó el querido nombre con todas sus fuerzas, un eco sordo llegó desde las profundidades del valle: «¡Bertalda!»; pero la durmiente no despertó. Huldbrand se inclinó hacia la mujer; la oscuridad del valle y de la noche que se echaba encima no le permitían distinguir los rasgos de su cara. Cuando se acercó a ella hasta casi tocar el suelo, un relámpago iluminó súbitamente el valle. Vio ante sí un rostro horriblemente deformado que dijo con voz ronca:

—Dame un beso, pastor enamorado.

Con un grito de horror, Huldbrand escapó hacia la cima, pero la figura deforme lo siguió.

—¡A casa! —murmuró—. Los trasgos están en vela. ¡A casa, que te pillo!

Y se abalanzó sobre él con sus largos brazos blancos.

—¡Kühleborn traidor! —gritó el caballero armándose de valor—. Apuesto a que eres tú, gnomo. Entonces toma un beso.

Le asestó un furioso golpe con la espada. Pero la figura se esfumó y el chorro de agua que salpicó al caballero no le dejó a éste la menor duda sobre el enemigo al que se había enfrentado.

«Quiere asustarme para que renuncie a buscar a Bertalda», dijo para sí; «imagina que me van a espantar sus apariciones y que voy a dejar a la pobre chica en sus manos para que pueda ensañarse con ella. Pero no lo conseguirá el miserable espíritu elemental. El bufón impotente no sabe de lo que es capaz un pecho varonil cuando busca lo recto y lo mejor». Sintió la verdad de sus palabras y se vio reconfortado con ellas. También le pareció que la suerte se aliaba con él, pues aún no había vuelto para desatar al caballo cuando oyó con toda claridad la voz lastimera de Bertalda, y escuchó, no lejos de él, el llanto apagado por el fragor creciente del trueno y del viento tempestuoso. Corrió veloz en dirección al sonido y encontró a la joven asustada, intentando subir la pendiente para escapar de la horrible oscuridad de aquel valle. Pero él le salió al paso y la llenó de caricias, y la orgullosa y desafiante muchacha de antes sintió ahora la dicha de verse libre de la espantosa soledad, gracias a su amigo del alma, y de poder reanudar la vida apacible del castillo. Lo siguió sin resistencia, pero estaba tan agotada que el caballero se conformó con llevarla hasta el caballo, que desató en el acto, para montar sobre él a la bella peregrina, tomarlo de la rienda y guiarlo con paso cauteloso por las sombras inciertas del fondo del valle.

El caballo, sin embargo, estaba aún bajo los efectos de la inquietante aparición de Kühleborn. El propio caballero habría tenido dificultad en montar el encabritado animal, y la idea de que la asustada Bertalda hiciera lo mismo era descabellada. Decidieron, pues, regresar a pie. Llevando al animal de la brida, el caballero ayudaba con la otra mano a la vacilante muchacha. Bertalda sacó fuerzas de flaqueza para atravesar rápidamente el temible fondo del valle; pero los pies le pesaban como plomo y le temblaba todo el cuerpo, en parte por la angustia pasada ante el acoso de Kühleborn y en parte también por el pánico que le duraba del fragor de la tempestad y del trueno a través de los bosques.

Al fin, se desprendió del brazo auxiliar de su guía y se dejó caer sobre el musgo diciendo:

—¡Dejadme, noble señor! Estoy expiando la culpa de mi necedad y debo morir aquí de agotamiento y angustia.

—Jamás os dejaré, querida amiga —dijo Huldbrand, intentado en vano apaciguar al agitado corcel, que empezó a alborotarse y a arrojar espumarajos por la boca con más fiereza que antes; el caballero lo mantuvo lo bastante alejado de la muchacha, que yacía en el suelo, para no asustarla aún más. Pero apenas dio algunos pasos con el enloquecido caballo, ella empezó a llamarlo desesperadamente, creyendo que la iba a abandonar en aquella pavorosa situación. Huldbrand no sabía ya qué hacer. De buena gana habría soltado al furioso animal para que se desfogara en las tinieblas de la noche de no haber temido que atronara con sus cascos, en aquel estrecho desfiladero, precisamente el lugar donde yacía Bertalda.

En medio de este desconcierto sintió un alivio infinito al oír el ruido de un carro que bajaba lentamente el camino de piedra detrás de ellos. Pidió auxilio; le contestó una voz masculina que le recomendó paciencia, pero prometió ayudarlo, y poco después asomaban ya entre el follaje dos caballos blancos, la blusa blanca del cochero y el gran lienzo blanco que cubría la mercancía que quizá éste transportaba. A un sonoro ¡sooo! del amo se detuvieron los dóciles animales. Él se acercó al caballero y lo ayudó a amansar al caballo desbocado.

—Ya sé —dijo— lo que le pasa al animal. La primera vez que atravesé esta zona no les fue mejor a mis caballos. Es porque aquí vive un genio acuático que se entretiene con estas bromas. Pero yo me sé un conjuro que si me permitís recitarlo al oído del animal se volverá tan pacífico como mis caballos blancos.

—¡Intentadlo por lo que más queráis y ayudadme pronto! —gritó el impaciente caballero.

Entonces el cochero atrajo hacia sí la cabeza del caballo encabritado y le dijo algunas palabras al oído. El animal se amansó en el acto y sólo le quedó un jadeo y un resoplido como muestra de la excitación anterior. Huldbrand no disponía de tiempo para preguntar sobre lo sucedido. Convinieron en acomodar a Bertalda en el carro donde, según el cochero, había unas pacas mullidas de algodón, y éste podía así conducirla al castillo de Ringstetten; Huldbrand los acompañaría a caballo. Pero el animal parecía agotado de su frenesí anterior y el cochero propuso a Huldbrand subir al carro con Bertalda; el caballo iría detrás, atado al carro.

—El camino es cuesta abajo —dijo— y será fácil para mis caballos.

El caballero aceptó la sugerencia y subió con Bertalda al carro; el corcel seguía detrás dócilmente y el cochero caminaba al lado, ágil y atento.

En la quietud de la noche oscura, cuando el trueno se oía cada vez más lejano y apagado, con el sentimiento placentero de seguridad y de una marcha cómoda, hubo un diálogo íntimo entre Huldbrand y Bertalda. El caballero reprendió a la muchacha con palabras cariñosas por su fuga; ella se disculpó con humildad y compunción, y de todo lo que dijo quedó comprobado, con la claridad de una lámpara que iluminase al amado entre la noche y el misterio, que la amada esperaba aún ser suya. El caballero comprendió el sentido de aquellas expresiones más allá de la literalidad de las palabras y contestó en el mismo tono.

En esto, el cochero exclamó a voz en grito:

—¡Arriba, caballos! ¡Arriba las patas! ¡Cuidado, caballos! ¡Recordad lo que sois!

El caballero se asomó desde el coche y vio cómo los caballos entraban en un torrente de agua, casi nadando en él; las ruedas relucían y bramaban como si fueran ruedas de molino; el cochero, ante el ímpetu del oleaje, se subió al carro.

—¿Qué camino es este que atraviesa un río? —preguntó Huldbrand al cochero.

—No, no; es al revés —contestó éste sonriendo—: el río se mete en nuestro camino. Mirad cómo todo está inundado.

En efecto, el fondo del valle se encrespaba y rugía en un oleaje repentino y creciente.

—Aquí anda metido Kühleborn, el genio acuático —dijo el caballero—. ¿Conoces tú algún conjuro, camarada?

—Conozco uno —dijo el cochero—, pero no puedo ni deseo emplearlo antes de que vos sepáis quién soy.

—¡No estamos para acertijos! —gritó el caballero—; las aguas están subiendo, ¿y qué me importa a mí saber quién eres?

—Pues, sin embargo, os interesa —dijo el cochero—, pues yo soy Kühleborn.

Con semblante desfigurado y burlón se alejó en el carro, que ya no era carro, ni los caballos blancos eran tales; todo se volvió espuma y oleaje estruendoso; hasta el cochero se encrespó como una ola gigantesca, anegó al corcel bajo las aguas y continuó subiendo, subiendo sobre las cabezas de la pareja náufraga y llegó a formar una especie de torre líquida que amenazaba sepultarlos sin remedio.

En esto sonó en medio del fragor la voz dulce de Ondina, apareció la luna entre las nubes y con ello quedó visible su figura en las alturas del valle. Ondina increpó y amenazó a las olas, y la torre líquida desapareció entre gruñidos y murmullos; el agua volvió a correr mansa a la luz de la luna y Ondina bajó de la altura como una blanca paloma para tomar consigo al caballero y a Bertalda, y elevarlos hasta una planicie de fresco y verde césped, donde alivió su fatiga y terror con exquisitos refrigerios; después ayudó a montar a Bertalda sobre el blanco caballo que ella misma había traído y así regresaron los tres al castillo de Ringstetten.

CAPÍTULO XV

El viaje a Viena

Desde los últimos sucesos la vida transcurrió suave y plácida en el castillo. El caballero fue conociendo cada vez mejor la bondad celestial de su esposa, que tan palpablemente se había manifestado, una vez más, en el Valle Negro, que era territorio de Kühleborn. Ondina sentía la paz y la seguridad que nunca faltan a un alma que es consciente de ir por el camino recto; además, el nuevo amor y respeto de su esposo la llenaron de esperanza y alegría. Bertalda, por su parte, se mostraba agradecida, humilde y respetuosa, y adoptaba esta actitud convencida de que era la que a ella le correspondía. Siempre que Huldbrand u Ondina intentaban explicar el cubrimiento del pozo o la aventura del Valle Negro, ella pedía encarecidamente que cambiaran de conversación porque el episodio del pozo le había causado mucha vergüenza y en el Valle Negro había pasado mucho miedo. Por eso no se enteró de nada más, y ella creyó que tampoco le hacía falta. La paz y la alegría se habían adueñado ya del castillo de Ringstetten. Estaban seguros de esto, convencidos de que la vida sólo les reservaba flores y frutos.

En esta situación tan plácida llegó el invierno, pasó y apareció la primavera con sus tiernos renuevos y su cielo azul claro para alegrar a los humanos. Tan risueña ella como ellos, ellos como ella. De ahí que las cigüeñas y golondrinas despertaran sus ansias viajeras. Un día en que fueron a pasear por las fuentes del Danubio habló Huldbrand de la belleza del noble río, de su paso por fértiles tierras, de la gran ciudad de Viena que se alza a sus orillas y de la fuerza y encanto que derrama a lo largo de su viaje.

—¡Sería bonito seguir paseando hasta Viena! —exclamó Bertalda, pero volvió a adoptar inmediatamente una actitud humilde y modesta, sonrojada de lo que acababa de decir. Esto conmovió a Ondina y con el mayor deseo de dar una alegría a su querida amiga dijo:

—¿Qué nos impide realizar el viaje?

Bertalda empezó a dar brincos de contento y las dos mujeres imaginaron con los más vivos colores el viaje por el Danubio. Huldbrand se sumó a la euforia común, pero de pronto le preguntó por lo bajo a Ondina con cara de preocupación:

—¿Eso no es dominio de Kühleborn?

—Déjale que venga —contestó ella riendo—; aquí estoy yo, y ante mí no le valen sus malas artes.

Una vez salvado el último obstáculo, empezaron los preparativos y pronto estuvo todo listo para un viaje que se presentaba con las mejores perspectivas.

Pero no os extrañará, humanos como sois, que la realidad se alejara mucho de lo que habían soñado. El poder maligno que está al acecho para perdernos gusta de adormecer a sus víctimas con dulces canciones y leyendas doradas. Contra él llama alto y fuerte a nuestra puerta el mensajero del cielo para salvarnos.

Los primeros días del viaje por el Danubio fueron extraordinariamente divertidos. Todo parecía mejor y más bello a medida que bajaban el majestuoso y ondulante río. Pero en un tramo de extremada belleza y encanto que prometía los mayores gozos por su espléndido panorama comenzó el inquieto Kühleborn a mostrar veladamente sus poderes. Al principio fueron simples travesuras, porque Ondina increpaba a las olas o al viento perturbador y el poder del enemigo se rendía de momento; pero llegaban de nuevo las embestidas y Ondina volvía a intervenir, de forma que el buen humor de la pequeña expedición empezó a decaer. Los pasajeros se susurraban cosas al oído y miraban con desconfianza a los tres señores, cuyos criados empezaron también a sospechar algo extraño en ellos. Huldbrand decía a menudo para sus adentros: «Esto ocurre por no ir cada oveja con su pareja, por unirse un humano y una ondina». Buscando una excusa, como solemos hacer, pensaba a menudo: «Yo no sabía que ella fuese una ondina; sufro los efectos de sus extravagancias, pero no soy culpable de ellas». Estos pensamientos lo confortaban, pero le indisponían en cambio más y más con Ondina. Empezó a mirarla con hosquedad y la pobre esposa entendió muy bien el significado de aquellas miradas. Al anochecer, agotada por estos sentimientos y por la lucha permanente contra las astucias de Kühleborn, y mecida por el suave balanceo de la embarcación, la invadió un profundo sueño.

Cuando ella cerró los párpados, los pasajeros creyeron ver una horrible cabeza humana que surgía de las ondas; no era la cabeza de un nadador, sino que parecía incrustada verticalmente en el espejo de las aguas y acompañaba al barco en su navegación. Cada cual le mostraba al otro el objeto de su espanto, y cada cual encontraba en el rostro ajeno el mismo terror; pero el otro apuntaba con la mano y los ojos en dirección contraria a la suya, hacia el monstruo burlón y amenazante. A fuerza de intentar ponerse de acuerdo gritando: «¡Mira ahí… no, ahí!», al fin todos vieron los espectros de todos y las aguas se poblaron de figuras espantosas. El griterío de los pasajeros despertó a Ondina. Apenas abrió los ojos, desapareció la enloquecida cohorte de rostros deformados. Huldbrand estaba indignado ante tanta bufonada y cuando iba a estallar en imprecaciones, Ondina lo miró con humildad y le dijo en voz baja:

—Por el amor de Dios, esposo mío; estamos sobre el agua; no me riñas ahora.

El caballero guardó silencio y se sentó para entregarse a profundas reflexiones. Ondina le dijo al oído:

—¿No sería mejor, cariño, abandonar este nefasto viaje y regresar en paz al castillo de Ringstetten?

Pero Huldbrand murmuró en tono hostil:

—¿Entonces voy a ser un prisionero en mi propio castillo? ¿Y sólo voy a poder respirar mientras esté cerrado el pozo? Sólo quisiera que tus locos parientes…

Ondina oprimió dulcemente con su hermosa mano los labios del caballero. Él se contuvo, recordando lo que su esposa le había dicho.

Entre tanto, Bertalda se abandonó a extrañas cavilaciones. Algo sabía de los orígenes de Ondina, mas no todo, y el temible Kühleborn seguía siendo para ella un oscuro y siniestro enigma; ni siquiera había oído pronunciar su nombre. Mientras reflexionaba sobre todo esto, se soltó casi inconscientemente una gargantilla de oro, regalo de Huldbrand, que la había adquirido a un mercader ambulante uno de los últimos días del viaje, y la mantuvo suspendida sobre la superficie del río, admirando sus destellos en el espejo de las aguas. Entonces surgió de pronto una mano gigante del seno del Danubio que le arrebató la gargantilla y volvió a sumergirse con ella en las ondas. Bertalda lanzó un grito y la respuesta fue una sonora carcajada que llegaba de las profundidades del río.

El caballero no pudo contener más su cólera; saltando de su asiento, increpó a las aguas y maldijo a todos los que querían entrometerse en su familia y en su vida, y retó al genio acuático o a la sirena raptora a ponerse delante de su reluciente espada. Mientras Bertalda lloraba la pérdida de su precioso adorno y atizaba con sus lágrimas la ira del caballero, Ondina sumergió la mano en el agua, murmuró lentamente unas palabras misteriosas e interrumpió su monólogo para decir a su esposo:

—Amado de mi alma, no me reprendas aquí. Reprende a todos los que quieras menos a mí en este lugar. Ya lo sabes.

Su lengua, en efecto, trabucada por la cólera, no pronunció una sola palabra directamente contra ella. Ondina extrajo con la mano húmeda que había mantenido sumergida en el agua una maravillosa gargantilla de corales, tan brillantes que casi cegó los ojos a los presentes.

—Tómala —dijo, ofreciéndola con cariño a Bertalda—; la he encargado como compensación, y no estés afligida, pobre niña.

Pero el caballero le arrebató la joya a Ondina y la arrojó de nuevo al agua, gritando furioso:

—¿Sigues manteniendo relación con ellos? ¡Quédate con tus regalos y déjanos en paz a los humanos, bruja!

La pobre Ondina lo miró con lágrimas en los ojos mientras extendía aún la mano para ofrecerle el hermoso regalo a Bertalda. Después lloró amargamente como una niña inocente y ofendida. Al fin, le dijo con voz apagada:

—Adiós, dulce amigo, adiós. Ellos no te harán nada; sé fiel para que yo te pueda defender. Pero, ay, tengo que irme, tengo que ausentarme temporalmente. ¡Qué pena, qué pena… lo que has hecho…! ¡Qué pena, qué pena!

Y ya en el borde de la embarcación desapareció. Nadie supo decir si cabalgó sobre las ondas o se sumergió en ellas; fue algo parecido, pero diferente. Quedó absorbida en el Danubio; aún se oyó el sollozo de las ondas alrededor de la embarcación y casi se percibían sus murmullos: «¡Qué pena, qué pena! ¡Ay, sé fiel! ¡Qué pena!». Huldbrand yacía tendido en la cubierta del barco, deshecho en llanto, y un súbito desfallecimiento lo envolvió pronto en su piadoso velo.

CAPÍTULO XVI

Qué fue de Huldbrand

¿Es una desgracia o una suerte que el duelo humano no perdure? Me refiero a ese duelo profundo, emanado de la fuente de la vida, que se identifica tanto con el ser querido que no lo da por perdido y le consagra el resto de la existencia hasta que la barrera que ha caído sobre él acaba por destruirnos. Hay personas buenas que hacen esa consagración; pero el primer duelo toca alguna vez a su fin. Otras imágenes diferentes se han impuesto, y al final es precisamente nuestro dolor el que nos hace sentir la caducidad de todas las cosas terrenas; por eso yo tengo que decir que es una desgracia que el duelo humano no perdure.

El señor de Ringstetten pasó por esta experiencia; en el transcurso de esta historia veremos si fue o no para su bien. Al principio, sólo pudo llorar amargamente, como había llorado la pobre Ondina cuando él le arrebató de la mano la joya reluciente con la que quiso compensar en gesto tan bello a Bertalda. Después extendió la mano como ella y volvió a llorar lo mismo que ella. Abrigaba la secreta esperanza de disolverse totalmente en las lágrimas; ¿no hemos tenido algunos de nosotros un deseo parecido, mezcla de dolor y placer, con ocasión de un gran sufrimiento? Bertalda lo acompañó en el llanto y vivieron durante mucho tiempo en el castillo de Ringstetten honrando la memoria de Ondina y olvidando casi totalmente el antiguo afecto mutuo. En este período la buena Ondina aparecía a menudo en los sueños de Huldbrand; ella se acercaba dulce y cariñosa, y después se iba llorando, y al despertar, el caballero no sabía muy bien por qué tenía las mejillas húmedas: ¿por las lágrimas de ella o por las suyas propias?

Los sueños, sin embargo, fueron cada vez más escasos, la aflicción del caballero remitió con el tiempo. Pese a todo, quizá nunca hubiera abrigado en su vida otro deseo que el de recordar la callada desaparición de Ondina y hablar de ella, de no haber aparecido por el castillo, inesperadamente, el viejo pescador para llevarse, esta vez en serio, a su hija Bertalda. Se había enterado de la desaparición de Ondina y no quiso admitir ya que Bertalda permaneciera en el castillo con el señor en estado de viudedad.

—No me interesa saber ahora si quiero o no a mi hija; está en juego el honor, y entonces sobran las otras consideraciones.

Esta determinación del viejo pescador y la soledad que amenazaba al caballero en todas las salas y dependencias del desolado castillo tras la partida de Bertalda pusieron de manifiesto lo que antes estaba adormecido y casi olvidado con el llanto por Ondina: el afecto de Huldbrand hacia la bella Bertalda. El pescador puso muchos reparos a la propuesta de matrimonio que hizo el caballero. Éste había amado mucho a Ondina y el pescador recordó que aún no se sabía con certeza si la desaparecida había muerto. Aunque su cadáver estuviera ya rígido y frío en el fondo del Danubio o fuera arrastrado hasta el mar, Bertalda compartía la responsabilidad de su muerte y no era justo que ocupara el puesto de la pobre proscrita. Pero el pescador le tenía ley al caballero; a ello se sumaron las súplicas de la hija, que ahora se mostraba más amable y dócil, y lo mucho que lloró por Ondina, y al final dio su consentimiento; permaneció en el castillo y enviaron con urgencia a un mensajero en busca del padre Salvador, que en un pasado feliz había bendecido la unión de Ondina y Huldbrand, para que presidiera sus segundas nupcias.

Apenas leyó la carta del señor de Ringstetten, el santo varón hizo el recorrido hasta el castillo con más celeridad aún que el mensajero desde allí hasta el monasterio. Cuando le faltaba el aliento en la rápida marcha o le dolían las envejecidas articulaciones por el cansancio, solía darse ánimos: «Quizá pueda evitar aún una injusticia; no te desplomes antes de llegar a la meta, cuerpo apergaminado». Y seguía jadeante con fuerza renovada, sin permitirse un alto en el camino hasta que un atardecer llegó al frondoso jardín del castillo de Ringstetten.

Los novios estaban sentados bajo los árboles, cogidos del brazo, y el pescador, pensativo, junto a ellos. A la vista del padre Salvador se levantaron y salieron a su encuentro. Pero él, sin prodigarse en palabras, propuso a Huldbrand hablar a solas en el castillo; el caballero, perplejo y titubeante, obedeció ante la inequívoca señal del sacerdote, que le dijo:

—Hace mucho tiempo que deseaba hablar con vos, señor de Ringstetten. Lo que debo deciros afecta igualmente a Bertalda y al pescador, y es mejor que lo sepan cuanto antes. ¿Estáis seguro, caballero Huldbrand, de que vuestra primera esposa ha fallecido? A mí me cuesta creerlo. No voy a hablar de su extraña condición, y tampoco sé nada cierto en ese punto; pero ella fue una mujer buena y fiel, de eso no hay la menor duda. Y desde hace catorce noches la veo en sueños junto a mi lecho, las manos cruzadas en gesto angustioso y diciéndome de pronto entre suspiros: «¡Ay, no se lo permitáis, querido padre! Yo sigo viva. ¡Ay, sálvale la vida! ¡Sálvale el alma!». No entendí lo que quería la visión nocturna; después ha llegado vuestro mensajero y me he apresurado a venir, no para casar sino para separar lo que no se puede unir. ¡Aléjate de ella, Huldbrand! ¡Aléjate de él, Bertalda! Él pertenece aún a otra persona, ¿y no ves en sus pálidas mejillas la pena por la esposa desaparecida? Un novio no tiene esa cara, y el Espíritu me dice que, aunque sigas con él, nunca serás feliz.

Los tres comprendieron en el fondo de su alma que el padre Salvador decía la verdad, pero no quisieron creerlo. Hasta el viejo pescador estaba tan desorientado que no vio otra salida que la de cumplir lo ya convenido. Por eso acogieron con una actitud hostil e inflexible las amonestaciones del sacerdote, y éste tuvo que alejarse triste y apesadumbrado del castillo sin aceptar el alojamiento que le ofrecieron por aquella noche ni probar los refrigerios que le llevaron. Huldbrand fingió creer que el sacerdote era un chiflado, y al amanecer mandó buscar a un padre del próximo monasterio que prometió sin inconveniente realizar la bendición nupcial en pocos días.

CAPÍTULO XVII

Un sueño del caballero

Poco antes de amanecer, el caballero yacía en su lecho adormilado, pero sin poder conciliar el sueño. Cuando intentaba dormir, el miedo a las pesadillas lo mantenía en vela. Pero si hacía un esfuerzo por despertar del todo, sentía a su alrededor como un batir de alas de cisne y un suave rumor de olas que lo sumía de nuevo en un estado ambiguo dulcemente embriagador. «Rumor de cisnes, canto de cisnes», dijo para sí. «¿Eso significa la muerte?» Pero presumiblemente significaba también otra cosa. Volaba sobre el mar Mediterráneo. Un cisne le susurró al oído que aquello era el Mediterráneo. Y mientras miraba las aguas, éstas se transformaron en cristal puro que le permitía ver el fondo. Esto lo llenó de gozo, ya que pudo contemplar a Ondina bajo las bóvedas transparentes de cristal. Estaba llorando y parecía mucho más afligida que en los días felices que pasaron juntos en el castillo de Ringstetten, sobre todo al principio y también después, poco antes de empezar el viaje por el Danubio, de infausto recuerdo. El caballero evocó todo esto con detalle, pero le pareció que Ondina no se acordaba de él. En esto se acercó Kühleborn a ella y quiso echarle en cara su llanto; pero Ondina se rehízo y lo miró con tal nobleza y autoridad que casi lo asustó.

—Yo vivo bajo las aguas —dijo—; pero he bajado a estas profundidades trayendo conmigo mi alma. Y por eso puedo llorar, aunque tú no tengas ni idea de lo que son estas lágrimas. También ellas son dulces, como es dulce todo lo que tiene alma.

Él movió la cabeza en actitud escéptica, y dijo tras un momento de reflexión:

—Pero, sobrina, vos estáis sujeta a nuestras leyes elementales y debéis condenarlo a muerte por haber contraído segundas nupcias y haberos sido infiel.

—Hasta este momento es viudo —contestó Ondina— y me sigue amando en medio de su tristeza.

—Pero es a la vez novio —dijo Kühleborn con sonrisa burlona— y en un par de días contará con la bendición sacerdotal; entonces tendréis que pedir su muerte por delito de bigamia.

—No puedo pedir eso —Ondina le devolvió la sonrisa—. Y he sellado el pozo para mí y para mis semejantes.

—¿Y cuando salga del castillo o mande abrir de nuevo el pozo? Porque él, sin duda, ha olvidado todo esto.

—Justamente por eso —dijo Ondina, siempre sonriente a pesar de las lágrimas— vuela ahora en espíritu sobre el mar Mediterráneo y asiste en sueños a nuestra conversación. Así lo he dispuesto con toda intención y para que esté prevenido.

Entonces Kühleborn, furioso, alzó la vista, amenazó al caballero, pataleó y salió disparado bajo las ondas; se diría que la maldad lo había inflado hasta parecer una ballena. Los cisnes empezaron de nuevo a susurrar, a aletear, a volar; el caballero se sintió transportado sobre montes y ríos, flotó al fin sobre el castillo de Ringstetten y despertó en su cama.

Despertó efectivamente en su cama y en aquel momento entró su escudero para anunciarle que el padre Salvador permanecía aún en la zona; aquella noche se encontró con él en el bosque; estaba cobijado bajo una choza que él mismo se había construido con ramas de árboles y cubierto de musgo y hojarasca. A la pregunta sobre el motivo de su presencia allí si no quería bendecir la boda, la respuesta fue: «Hay otras bendiciones no nupciales, y aunque yo no he venido a la boda, puedo esperar otra celebración. Hay que estar prevenido. Además, los sueños y los duelos no están tan distanciados; esto lo sabe todo el que no se ciega voluntariamente».

El caballero caviló sobre estas palabras y sobre su propio sueño; pero es muy difícil enmendar algo que uno se empeña en ver como correcto, y todo siguió su curso.

CAPÍTULO XVIII

Cómo el caballero Huldbrand celebró la boda

Si yo os contase cómo transcurrió la fiesta de la boda en el castillo de Ringstetten, imaginaríais una serie de cosas deslumbrantes y alegres, y al fondo un crespón negro que hace burla de todas las alegrías terrenas. No es que algún mal espíritu viniera a perturbar la alegre concurrencia, pues bien sabéis que el castillo era un lugar inmune a las travesuras de los genios acuáticos. Pero tanto el caballero como el pescador y los demás invitados tenían la sensación de que faltaba la persona principal en la fiesta y que esa persona era la dulce Ondina, tan querida de todos. Cuando se abría una puerta, todos los ojos miraban sin querer en aquella dirección, y si era el camarero con nuevas fuentes o el escanciador para servir una copa de vino aún más generoso, quedaban decepcionados, y las chispas de gracejo y alegría se apagaban en las aguas de los tristes recuerdos. La novia era la más frívola y por eso también la más alborozada; pero ella misma se extrañaba a veces de estar sentada en el lugar superior de la mesa, adornada de la verde guirnalda y con vestidos recamados en oro, mientras Ondina yacía como cadáver rígido y frío en el fondo del Danubio o era arrastrada por las olas al océano. Pues desde que su padre pronunciara una frase parecida, le rondaba en la cabeza y la obsesionaba, especialmente en este día.

La fiesta terminó al anochecer, y no por la natural impaciencia del novio, como suele ocurrir en las bodas, sino por la tristeza y melancolía que se apoderó de todos y por los malos presentimientos que abrigaban. Bertalda fue a despojarse de sus atavíos con las doncellas y el caballero con los criados; no hubo en aquella fiesta ninguna alegre comitiva de chicas y chicos para acompañar a la novia y al novio respectivamente.

Bertalda, sin embargo, quiso mostrarse alegre y exhibió una espléndida joya que le había regalado Huldbrand junto con una colección de ricos vestidos y velos para elegir los más bellos y vistosos. Sus doncellas aprovecharon la ocasión para decirle cosas lisonjeras a la joven dueña y hacer el más encendido elogio de su belleza. En medio de estos halagos, Bertalda, mirándose al espejo, suspiró:

—Ay, pero mirad la peca que me ha salido aquí, en la parte lateral del cuello.

Era verdad; pero ellas dijeron que se trataba de un bonito lunar, una pequeña mancha que venía a realzar la blancura de su delicada piel. Bertalda sacudió la cabeza; una mancha era siempre una mancha.

—El caso es que yo podría quitármela —suspiró al fin—. Pero el pozo del castillo está cerrado; de él hacía sacar el agua milagrosa que me limpiaba el cutis. Si tuviera hoy una botella llena…

—¿Eso es todo? —dijo una criada, y abandonó inmediatamente la habitación.

—¿Será tan insensata —preguntó Bertalda, agradablemente sorprendida— como para hacer rodar esta misma noche la piedra del pozo?

Al poco oyeron el ajetreo de algunos hombres que se dirigían al patio y pudieron ver por la ventana cómo la complaciente criada los conducía hasta el pozo y ellos iban cargados de palancas y otras herramientas.

—Eso es lo que quiero —dijo Bertalda sonriendo—; pero que no dure demasiado.

Y con la satisfacción de ver que a la menor indicación podía conseguir ahora lo que antes se le negó tan cruelmente, contempló a la luz de la luna el trabajo que realizaban en el patio.

Los hombres empezaron a levantar con esfuerzo la gran piedra; alguien suspiró, recordando que destruían la obra de la dueña anterior, de tan grata memoria. Pero el trabajo resultó más fácil de lo que habían imaginado. Fue como si una fuerza empujara desde el pozo para levantar la piedra.

—Si parece que el agua se ha convertido en un surtidor —se decían los trabajadores, asombrados.

La piedra se fue elevando poco a poco y, casi sin la ayuda de los obreros, rodó lentamente sobre el pavimento, produciendo un ruido sordo. Pero en aquel momento subió de la boca del pozo algo parecido a una columna blanca de agua; pensaron al principio que lo del surtidor era verdad, hasta que advirtieron que la figura ascendente era una mujer cubierta de un velo blanco. La mujer lloraba amargamente; levantó las manos agitándolas sobre la cabeza y empezó a caminar lentamente hacia el interior del castillo. Los criados se alejaron velozmente del pozo, y la novia con sus doncellas quedó paralizada y llena de espanto junto a la ventana. Cuando el personaje avanzó hasta situarse debajo de sus habitaciones, alzó la vista sollozando y Bertalda creyó reconocer bajo el velo las facciones pálidas de Ondina. La llorosa mujer siguió caminando con paso lento y vacilante, como si fuera al cadalso. Bertalda pidió a voces que llamaran al caballero; pero ninguna de las doncellas osó moverse del sitio y ella misma enmudeció como espantada de su propia voz.

Mientras Bertalda seguía asomada a la ventana, inmóvil como una estatua, la extraña caminante había alcanzado el castillo; subió las escaleras, tan familiares, y atravesó las salas, de tan gratos recuerdos, siempre callada y con lágrimas en los ojos. ¡Qué contraste con sus paseos anteriores en los días felices!

El caballero había despedido a sus servidores. Estaba a medio vestir, con el ánimo afligido, delante de un gran espejo; la antorcha ardía oscuramente a su lado. Unos dedos leves, discretos, llamaron a la puerta. De ese modo solía llamar Ondina cuando quería gastarle una broma inocente. «Es pura imaginación», se dijo el caballero. «Voy a acostarme».

—Te acostarás, pero en un lecho frío —oyó que decía una voz llorosa fuera de la habitación, y entonces vio en el espejo cómo se abría la puerta lenta, muy lentamente, y cómo entraba la blanca caminante y cerraba la puerta con cerrojo.

—Han abierto el pozo —dijo suavemente— y aquí estoy, y tú debes morir.

Huldbrand, aterrado, sintió que su destino era irremediable; entonces se cubrió los ojos con las manos, y dijo:

—No me espantes en la hora de mi muerte. Si escondes un rostro horrible detrás del velo, no me lo enseñes y mátame sin que yo te vea.

—Ay —contestó la caminante—, ¿no quieres verme más? Soy hermosa, como lo era cuando me cortejaste en la punta de la laguna.

—Oh, si fuera así… —suspiró Huldbrand— y si pudiera morir de un beso tuyo…

—Con mucho gusto, amado mío —dijo ella.

Retiró el velo y apareció su dulce rostro, bello y sonriente. El caballero se acercó temblando de amor y de horror a la muerte próxima; ella le dio un beso celestial, pero ya no lo soltó, lo atrajo hacia sí, lo estrechó más fuertemente y lloró como si llorase por su propia alma. Las lágrimas fluyeron a los ojos del caballero y le resbalaron en dulce dolor por el pecho, hasta que le faltó el aliento y cayó de los bellos brazos, ya cadáver, a la almohada del lecho.

—Lo he matado con mi llanto —dijo ella a algunos criados que estaban en la antecámara; volvió sobre sus pasos lentamente, entre la horrorizada servidumbre, y desapareció en el pozo.

CAPÍTULO XIX

Cómo fue sepultado el caballero Huldbrand

El padre Salvador llegó al castillo cuando se difundió por la región la noticia de la muerte del señor de Ringstetten, y justo en el momento de su aparición huía despavorido el fraile que había casado a la infeliz pareja.

—Está bien —comentó cuando le informaron de esto—, ahora me toca a mí; no necesito de ningún colega.

Trató de consolar a la desposada, ya convertida en viuda, aunque sus palabras no podían hacer mucha mella en el talante mundano de Bertalda. El viejo pescador, en cambio, en medio de su honda aflicción, se mostró mucho más conforme con el destino de la hija y del yerno, y si Bertalda no cesaba de acusar a Ondina de asesina y de bruja, él dijo con serenidad:

—No podía ser de otro modo. Yo no veo en eso nada más que el juicio de Dios, y nadie ha sentido más la muerte de Huldbrand que la encargada de ejecutar la sentencia, la pobre y abandonada Ondina.

Ayudó en los preparativos del sepelio con arreglo a la categoría del fallecido. Éste sería enterrado en una aldea cuyo camposanto encerraba todas las tumbas de sus antepasados y que ellos, como él mismo, habían colmado de privilegios y exenciones. El escudo y el yelmo estaban ya colocados en el féretro para ser depositados en el panteón, ya que el fallecido Huldbrand, señor de Ringstetten, ponía fin a su linaje; la comitiva fúnebre comenzó su procesión de duelo, sonaron las lamentaciones bajo el cielo azul, precedía el padre Salvador con un enhiesto crucifijo y seguía la desolada Bertalda apoyada en su anciano padre.

De pronto apareció en la comitiva de la viuda, en medio de las mujeres vestidas de luto, una figura blanca como la nieve, totalmente embozada, que levantaba sus manos al cielo en gesto de aflicción. Las personas próximas a ella retrocedieron asustadas o le cedieron el paso; esto hizo cundir el pánico en el resto de la gente y al final hubo un desconcierto en la comitiva. Algunos soldados se atrevieron a encararse con aquella figura y trataron de expulsarla, pero ella se les fue de las manos y continuó con su andar lento y solemne en la fúnebre procesión. Mientras la servidumbre le abría paso, llegó finalmente a colocarse detrás de Bertalda. Entonces su marcha fue aún más lenta y la viuda no se percató de su presencia; la figura siguió caminando detrás de ella, humilde y sigilosa, sin ser ya molestada por nadie.

Esto duró hasta que llegaron al camposanto y la comitiva formó un círculo en torno a la tumba abierta. Entonces vio Bertalda a la acompañante desconocida, y entre el susto y la ira le ordenó apartarse de la tumba del caballero. Pero la embozada sacudió la cabeza suavemente y elevó las manos hacia Bertalda en un gesto humilde; ésta se emocionó mucho y no pudo menos de recordar con lágrimas en los ojos la gargantilla de coral que Ondina le había querido regalarían generosamente en el Danubio. El padre Salvador hizo una señal pidiendo silencio para rezar sobre el cadáver, cuya fosa habían empezado a excavar. Bertalda se arrodilló, y todos hicieron lo propio, incluidos los sepultureros al acabar la faena. Cuando se pusieron en pie, nadie vio más la extraña figura; en el lugar donde se había arrodillado brotó del césped un manantial de agua cristalina que se deslizó hasta ceñir casi totalmente el túmulo del caballero, después siguió su curso y desembocó en un estanque silencioso que había al lado del cementerio. Los habitantes de la aldea enseñaban aún el manantial muchos años después y estaban firmemente convencidos de que era la pobre Ondina repudiada, que de ese modo seguía abrazada eternamente a su amado.