Friedrich Schiller
EL VISIONARIO
Extraído de los papeles del conde de O.
LIBRO I
VOY a relatar unos hechos que a muchos les parecerán increíbles y de los que yo mismo fui en buena parte testigo presencial. Los pocos que poseen ciertos conocimientos políticos, si llegan a leer estas hojas, obtendrán de ellas lecciones provechosas, y quizá la utilidad alcance también a los otros como una aportación a la historia del engaño y las aberraciones del espíritu humano. El relato causará asombro por la audacia de los fines que la maldad es capaz de diseñar y perseguir y por la rareza de los medios que puede ofrecer para asegurar esos fines. La verdad lisa y llana guiará mi pluma, pues cuando estas hojas salgan a la luz yo habré desaparecido y nada tendré que ganar ni perder con su publicación.
Fue en mi viaje de retorno a Curlandia el año 17**, durante la época de Carnaval, cuando visité al príncipe de *** en Venecia. Nos habíamos conocido en acciones de la guerra *** y trabamos una amistad que la paz vino a interrumpir. Como yo deseaba ver las singularidades de esta ciudad y el príncipe sólo aguardaba unas letras de cambio para regresar a ***, no le costó persuadirme para hacerle compañía y demorar así mi vuelta. Convinimos en no separarnos uno de otro mientras durase nuestra estancia en Venecia, y el príncipe tuvo la gentileza de ofrecerme su propia vivienda en Il moro.
Él vivía aquí de riguroso incógnito porque le gustaba moverse libremente y sus rentas tampoco le permitían ostentar la altura de su rango. Dos caballeros en cuya discreción podía confiar, junto con algunos fieles servidores, eran su único séquito. Evitaba los gastos más por temperamento que por ahorro. Huía de los placeres; con sus treinta y cinco años de edad se había resistido a todos los encantos de esta ciudad placentera. El bello sexo le había resultado indiferente hasta el momento. Una profunda seriedad y una melancolía apasionada dominaban su sensibilidad. Sus inclinaciones eran mesuradas, pero tenaces hasta el extremo; sus decisiones, lentas y titubeantes; su amistad, cálida y eterna. Solitario en medio de la muchedumbre, encerrado en su mundo fantástico, era a menudo un extraño en el mundo real. Nadie como él para dejarse dominar sin ser débil. Una vez ganado para una causa, era intrépido y fiel, y poseía gran entereza para combatir un prejuicio y para morir por una idea.
Era el tercer príncipe de su dinastía y tenía escasas probabilidades de llegar a reinar. Nunca tuvo ambiciones y su pasión había tomado otro rumbo. Satisfecho de no depender de ninguna voluntad ajena, no sentía tentaciones de dominar a otros: la tranquila libertad de la vida privada y el placer de un trato personal basado en los valores del espíritu colmaban todos sus deseos. Leía mucho, pero desordenadamente; una formación deficiente y la dedicación temprana a las acciones bélicas le habían impedido alcanzar la madurez. Los conocimientos que adquirió después venían a aumentar la confusión de sus ideas porque carecían de una base firme.
Era protestante como toda su familia; protestante de nacimiento, no como resultado de una investigación que nunca pudo realizar, aunque hubo una época de misticismo religioso en su vida. Nunca, que yo sepa, llegó a ser francmasón.
Un atardecer en que paseábamos disfrazados, como de costumbre, por la plaza de San Marcos —se hacía tarde y la gente empezaba a retirarse— observó el príncipe que un enmascarado nos seguía a todas partes. Era un armenio e iba solo. Apretamos el paso e intentamos esquivarlo cambiando de itinerario; pero fue en vano: el enmascarado nos seguía de cerca.
—¿Anda usted en aventuras amorosas? —me preguntó al fin el príncipe—. Los maridos de Venecia son peligrosos.
—No tengo relación con ninguna dama —le contesté.
—Vamos a sentarnos aquí y hablaremos alemán —continuó él—. Creo que pasaremos inadvertidos.
Nos sentamos en un banco de piedra y esperamos a que el enmascarado pasase de largo. Pero se acercó a nosotros y fue a sentarse al lado del príncipe. Éste sacó el reloj, y me dijo en francés, mientras se levantaba:
—Las nueve. Vamos. Hemos olvidado que nos esperan en el Louvre.
Esto lo dijo para despistar al enmascarado.
—Las nueve —repitió el enmascarado en tono enfático y lento, y en el mismo idioma—. Deseaos suerte, príncipe (aquí, su verdadero nombre). A las nueve ha fallecido.
Dicho esto, se levantó y se fue.
Nos quedamos consternados.
—¿Quién ha fallecido? —dijo al fin el príncipe tras un largo silencio.
—Vamos a seguirlo —dije— y le exigimos una explicación.
Escudriñamos todos los rincones de la plaza de San Marcos, sin dar con el enmascarado. Volvimos contrariados al hotel. El príncipe no me dijo nada en el camino; marchaba a distancia y solo, y parecía librar un violento combate, según me confesó después él mismo.
Cuando estuvimos en casa, empezó a hablar.
—Es ridículo —dijo— que un loco llegue a sobresaltar a una persona con un par de frases.
Nos deseamos las buenas noches y nada más entrar en mi habitación anoté en la agenda el día y la hora en que ocurrió el hecho. Era un jueves.
Al atardecer del día siguiente me dijo el príncipe:
—¿Vamos a dar un paseo por la plaza de San Marcos para buscar al misterioso armenio? Me intriga el desarrollo de esta comedia.
Accedí gustoso. Permanecimos en la plaza hasta las once de la noche. No vimos al armenio por ninguna parte. Repetimos lo mismo cuatro noches consecutivas sin mejor resultado.
En la sexta noche, cuando abandonamos nuestro hotel, tuve la ocurrencia, no recuerdo si deliberada o no, de indicar a los empleados el modo de localizarnos si preguntaba alguien por nosotros. El príncipe observó mi cautela y la elogió con una sonrisa. Había gran gentío en la plaza de San Marcos cuando llegamos allí. Apenas habíamos dado treinta pasos cuando reconocimos al armenio, que trataba de abrirse camino entre la multitud y parecía buscar a alguien con la mirada. Ya a punto de alcanzarlo, llegó sin aliento el barón de F., del séquito del príncipe, y le entregó una carta.
—Tiene sello de luto —añadió— y supusimos que era urgente.
Estas palabras me fulminaron como un rayo. El príncipe se acercó a una farola y empezó a leer.
—Mi primo ha muerto —dijo.
—¿Cuándo? —inquirí.
Volvió a mirar la carta.
—El jueves a las nueve de la noche.
No nos habíamos repuesto del asombro cuando apareció el armenio entre nosotros.
—Aquí lo conocen, señor —dijo al príncipe—. Vuelva rápido a Il moro. Allí lo encontrarán los diputados del senado. No repare en aceptar el honor que le quieren ofrecer. El barón de F. ha olvidado decirle que llegaron las letras de cambio.
El armenio se perdió en la multitud.
Fuimos presurosos al hotel. Todo ocurrió como anunciara el armenio. Tres nobili de la República estaban preparados para dar la enhorabuena al príncipe y acompañarlo con pompa hasta la asamblea, donde lo esperaba la alta nobleza de la ciudad. Apenas tuvo tiempo para pedirme con una señal furtiva que permaneciera en vela a su disposición.
Volvió alrededor de las once de la noche. Entró serio y pensativo en la habitación y me tomó de la mano después de despedir a la servidumbre.
—Conde —me dijo con frase de Hamlet—, hay más cosas en el cielo y en la tierra de lo que imaginamos en nuestras filosofías.
—Señor —le contesté—, parecéis olvidar que os vais a acostar abrigando una gran esperanza (el fallecido era el príncipe heredero, hijo único del felizmente reinante***, anciano y enfermizo y sin esperanza de sucesión. Un tío materno de nuestro príncipe, también sin herederos y sin posibilidad de tenerlos, se interponía ahora entre él y el trono. Consigno esta circunstancia porque volveremos más adelante sobre ella).
—No me lo recuerde —dijo el príncipe—. Aunque haya una corona reservada para mí, tengo que hacer cosas más importantes que recrearme en esa nimiedad… Si lo de ese armenio no ha sido un puro azar…
—¿Cómo es eso posible? —interrumpí.
—… le cedo a usted todas mis esperanzas principescas a cambio de un hábito de monje.
La noche siguiente nos encontramos en la plaza de San Marcos antes de lo acostumbrado. Un aguacero repentino nos obligó a entrar en un café donde se practicaba el juego. El príncipe se colocó detrás de la silla de un español y observó las incidencias de la partida. Yo fui a un cuarto contiguo a leer periódicos. Al cabo de un rato oí cierto alboroto. Antes de la llegada del príncipe, el español iba perdiendo ininterrumpidamente; ahora ganaba en todas las cartas. Todo el juego había cambiado de modo sorprendente y la banca corría peligro de ser demandada por el ganador envalentonado. El veneciano que la regentaba dijo al príncipe en tono ofensivo que traía mala suerte y debía abandonar la mesa. El príncipe lo miró fríamente y permaneció en su puesto; la misma actitud guardó cuando el veneciano le reiteró la ofensa en francés. Creyó que el príncipe desconocía ambos idiomas y se volvió a los presentes con una sonrisa despectiva:
—Dígame, señores, cómo puedo hacerme entender por este palurdo.
Acto seguido se levantó y quiso coger del brazo al príncipe; éste perdió la paciencia, asió con una mano al veneciano y lo arrojó al suelo. Toda la sala se puso en movimiento. Al oír el griterío, entré en ella y sin darme cuenta lo llamé por su nombre.
—Tened cuidado, príncipe —añadí espontáneamente—; estamos en Venecia.
La palabra «príncipe» impuso un silencio general, al que siguió un murmullo que me pareció peligroso. Todos los italianos se agruparon y fueron abandonando la sala uno tras otro, hasta que nos encontramos los dos solos con el español y algunos franceses.
—Estáis perdido, señor —dijeron éstos—, si no abandonáis inmediatamente la ciudad. El veneciano que os ha tratado tan mal es rico e influyente; le cuesta sólo cincuenta cequíes mandaros al otro mundo.
El español se ofreció a velar por la seguridad del príncipe y acompañarnos a casa. La misma oferta hicieron los franceses. Aún estábamos deliberando cuando se abrió la puerta y entraron algunos empleados de la Inquisición estatal. Nos mostraron la orden del Gobierno en la que se nos obligaba a los dos a seguir a los emisarios. Bajo una fuerte custodia nos condujeron al canal. Aquí nos esperaba una góndola, que nos hicieron ocupar. Antes de embarcar en ella nos vendaron los ojos. Nos hicieron subir por una escalera de piedra y después caminar por un pasillo largo y sinuoso sobre la bóveda, como deduje del variado eco que producían nuestras pisadas. Llegamos a otra escalera y bajamos sus veintiséis peldaños. Aquí se abrió una sala donde nos quitaron la venda de los ojos. Nos encontramos en un círculo de venerables ancianos, todos vestidos de negro, la sala tapizada de negro y escasamente iluminada y un silencio sepulcral en toda la asamblea que producía una tremenda impresión. Uno de aquellos ancianos, presumiblemente el Gran Inquisidor, se acercó al príncipe y le preguntó en tono solemne, mientras llevaban ante él al veneciano:
—¿Reconocéis en este hombre al mismo que os ofendió en el café?
—Sí —respondió el príncipe.
Después se dirigió al preso:
—¿Es ésta la misma persona que usted ha querido hacer asesinar esta noche?
El preso contestó afirmativamente.
Se abrió el círculo y vimos con horror cómo la cabeza del veneciano se separaba del tronco.
—¿Quedáis satisfecho con esta sanción? —preguntó el inquisidor.
El príncipe quedó desmayado en los brazos de sus acompañantes.
—Ahora márchese —continuó aquél con voz lúgubre, dirigiéndose a mí—, y juzgue en adelante con menos precipitación la justicia que se hace en Venecia.
¿Quién era el amigo oculto que nos salvó de una muerte cierta mediante el brazo rápido de la justicia? No pudimos averiguarlo. Sobrecogidos del susto llegamos a nuestra vivienda. Era pasada la medianoche. El doncel de cámara de Z. nos aguardaba impaciente en la escalera.
—¡Qué bien hicisteis en avisar! —dijo al príncipe mientras nos alumbraba—. Una noticia que el barón de F. trajo inmediatamente después desde la plaza de San Marcos a casa nos hubiera producido una angustia mortal por vos.
—¿Que hice bien en avisar? ¿Cuándo? No sé nada de eso.
—Esta noche después de las ocho. Dejasteis recado de que no nos preocupáramos si hoy volvíais a casa algo más tarde.
El príncipe me miró.
—¿Dejó usted ese recado sin mi conocimiento?
Yo no sabía nada.
—Así tuvo que ser, alteza —dijo el doncel—, pues aquí está vuestro reloj, que vos enviasteis para mayor seguridad.
El príncipe se tanteó el bolsillo. El reloj había desaparecido y reconoció aquél como suyo.
—¿Quién lo trajo? —preguntó consternado.
—Un enmascarado en atuendo armenio que se fue inmediatamente.
Nos detuvimos mirándonos a la cara.
—¿Qué le parece? —preguntó el príncipe después de un prolongado silencio—. Debo de tener un guardián misterioso en Venecia.
Los sustos de aquella noche le produjeron al príncipe una fiebre que lo obligó a permanecer en la habitación ocho días. En este lapso de tiempo nuestro hotel hervía de nativos y extranjeros que eran atraídos por la presencia del príncipe. Todos rivalizaban en ofrecerle sus servicios y en hacerse valer cada cual a su modo. Nadie habló ya del episodio de la Inquisición. Dado que la corte de *** deseaba que el príncipe aplazara el viaje, algunos cambistas de Venecia recibieron orden de pagarle importantes sumas. El príncipe se vio así en el compromiso de prolongar su estancia en Italia y yo decidí, cediendo a sus ruegos, aplazar también mi partida.
Una vez restablecido para poder abandonar la habitación, el médico aconsejó al príncipe realizar un viaje por el río Brenta para cambiar de aires. El tiempo era espléndido y el príncipe aceptó la propuesta. Cuando estábamos a punto de subir a la góndola, el príncipe echó en falta la llave de un cofrecillo que guardaba documentos muy importantes. Regresamos inmediatamente para buscarlo. Él recordaba muy bien haber cerrado con llave el cofre el día anterior y desde entonces no había salido de la habitación. Pero la búsqueda fue infructuosa y tuvimos que desistir para no perder el tiempo. El príncipe, cuyo ánimo era incapaz de cualquier sospecha, dio el cofre por perdido y nos pidió que olvidáramos el asunto.
El viaje fue muy agradable. Un paisaje pintoresco que en cada curva del río parecía superarse en exuberancia y belleza, el cielo sereno que en el mes de febrero pintaba un día de mayo, jardines amenos y quintas elegantes que decoraban las dos orillas del Brenta; detrás de nosotros, la Venecia majestuosa con cientos de torres y mástiles emergiendo del agua; todo esto nos ofreció el espectáculo más brillante del mundo. Nos abandonamos al encanto de esta bella naturaleza, nuestro ánimo era alegre y el príncipe mismo perdió su seriedad y rivalizó con nosotros en bromas graciosas. Una música grata nos salió al encuentro ya a algunas millas de la ciudad y en plena campiña; llegaba de una aldea que celebraba su feria anual en medio de un gentío abigarrado. Un grupo de niñas y niños en atuendo de teatro nos dio la bienvenida con una danza pantomímica. El número era nuevo; la ligereza y la gracia animaban cada movimiento. Antes de finalizar la danza, la directora de la misma, que hacía el papel de reina, quedó de pronto como asida por un brazo invisible. Se detuvo inmóvil, y todos con ella. Cesó la música. No se oía el menor rumor en todo el público y la directora seguía allí, la mirada fija en la tierra, en un profundo ensimismamiento. En esto dio un salto con el impulso del entusiasmo y dirigió una mirada desbordante a su alrededor.
—Hay un rey entre nosotros —dijo. Se quitó la corona de la cabeza y la depositó… a los pies del príncipe. Todos pusieron los ojos en él sin saber de fijo si esta bufonada tenía sentido, dada la afectada gravedad de esta actriz. Un aplauso general rompió finalmente el silencio. Mis ojos buscaron al príncipe. Observé que estaba no poco emocionado y procuró desviar de sí las miradas inquisitivas de los espectadores. Lanzó monedas a los niños actores y se apresuró a dejar la multitud.
Sólo habíamos dado algunos pasos cuando un fraile descalzo apareció entre la gente y se presentó ante el príncipe.
—Señor —dijo a éste—, dale parte de tu riqueza a la Madonna, que necesitarás de su intercesión.
Esto lo dijo en un tono que nos dejó perplejos. El gentío lo quitó de nuestra vista.
Mientras tanto nuestro séquito había engrosado. Un lord inglés que había visto ya al príncipe en Niza, algunos mercaderes de Livorno, un canónigo alemán, un abate francés con algunas damas y un oficial ruso se unieron a nosotros. La fisonomía del último presentaba algo de insólito que llamó nuestra atención. Nunca en mi vida había visto tantos rasgos y tan poco carácter, tanta simpatía junto a una frialdad repulsiva en un mismo rostro humano. Todas las pasiones parecían haber anidado en él para después abandonarlo. Sólo restaba la mirada silenciosa y penetrante de un perfecto conocedor del hombre que intimidaba a todos. Este personaje extraño nos seguía de lejos, mas parecía participar en todo, aunque con cierta indolencia.
Nos detuvimos ante un puesto de lotería. Empezaron a probar suerte las damas y nosotros seguimos su ejemplo; también el príncipe pidió un billete. Ganó una tabaquera. Al abrirla, lo vi retroceder con cara lívida. La llave estaba allí.
—¿Qué es esto? —me dijo el príncipe cuando estuvimos solos un momento—. Un poder superior me persigue. Algo omnisciente me envuelve. Un ser invisible, al que no puedo escapar, vigila todos mis pasos. Tengo que buscar al armenio y ver si me aclara esto.
El sol declinaba hacia el ocaso cuando llegamos a la posada, donde habían servido la cena. El nombre del príncipe había engrosado nuestro grupo hasta abarcar dieciséis personas. Además de los ya mencionados había un gran músico de Roma, algunos suizos y un aventurero de Palermo que llevaba uniforme y se hacía llamar capitán. Acordamos pasar allí la velada y encaminarnos a casa con antorchas. La conversación en la mesa fue muy animada y el príncipe no dudó en referir el episodio de la llave, que provocó un asombro general. Se discutió mucho sobre este tema. La mayoría afirmó sin vacilar que todas estas artes secretas se reducían a mera prestidigitación; el abate, que ya había ingerido mucho vino, sacó a colación todo el mundo de los espíritus; el inglés profirió blasfemias; el músico se santiguó ante el diablo. Fueron pocos los que, como el príncipe, sostuvieron la necesidad de suspender el juicio sobre estos fenómenos. El oficial ruso, mientras tanto, conversaba con las mujeres y parecía ajeno al debate. En el calor de la discusión nadie había reparado en la salida del siciliano. Al cabo de media hora escasa volvió embozado en una capa y fue a sentarse detrás de la silla del francés.
—Usted ha demostrado su valentía metiéndose con todos los espíritus… ¿Quiere intentarlo con uno?
—Conforme —dijo el abate— si usted se compromete a proporcionármelo.
—Lo haré —contestó el siciliano, volviéndose a nosotros— una vez que estos caballeros y damas nos hayan dejado.
—¿Por qué eso? —dijo el inglés—. Un espíritu que se precie no teme una compañía alegre.
—No respondo de las consecuencias —dijo el siciliano.
—¡Por Dios, no! —gritaron las señoras asustadas mientras abandonaban sus sillas.
—Haga venir a su espíritu —insistió el abate—; pero adviértale que aquí se practica la esgrima —añadió requiriendo la espada a uno de los presentes.
—Eso lo tendrá usted después —contestó el siciliano con frialdad—, si así le place.
En ese momento se volvió hacia el príncipe:
—Señor, vos afirmáis que vuestra llave anduvo en manos ajenas. ¿Podéis imaginar en cuáles?
—No.
—¿No sospecháis de nadie?
—Tengo alguna idea…
—¿Podríais reconocer a la persona si la vierais?
—Sin duda.
El siciliano abrió su capa y sacó un espejo, que puso ante los ojos del príncipe.
—¿Es éste?
El príncipe retrocedió espantado.
—¿Qué habéis visto? —le pregunté.
—Al armenio.
El siciliano volvió a ocultar su espejo bajo la capa.
—¿Era la misma persona que vos imaginabais?
—La misma.
Todos se pusieron serios y cesaron las risas.
Miraron al siciliano con curiosidad.
—Reverendo abate, la cosa se pone seria —dijo el inglés—; le aconsejo que piense en la retirada.
—Ése tiene el diablo en el cuerpo —gritó el francés y se marchó para casa.
Las señoras salieron precipitadamente de la sala; el músico las siguió, el canónigo alemán roncaba en un sillón y el ruso permanecía sentado con cara de indiferencia.
—Tal vez usted quería sólo reírse de un fanfarrón —comentó el príncipe cuando aquéllos desalojaron la sala—. ¿O desea usted mantener su palabra?
—Así es —dijo el siciliano—. Al abate no lo tomé en serio; le hice la propuesta porque sabía que esa gallina no me tomaría la palabra. Por lo demás, la cosa es demasiado seria para convertirla en pura broma.
—¿Insinúa que la cosa está en su poder?
El mago calló largo rato; parecía escudriñar al príncipe con la mirada.
—Sí —contestó al fin.
La curiosidad del príncipe alcanzó ya su grado máximo. Estar en contacto con el mundo de los espíritus había sido su sueño y desde la primera aparición del armenio brotaron de nuevo en él todas las ideas que su razón madura había rechazado tanto tiempo. Tomó aparte al siciliano y le oí platicar con él muy interesado.
—Aquí tiene a un hombre —continuó el príncipe— que arde en ansias de llegar a una convicción en esta materia. Yo abrazaría como mi bienhechor, como mi primer amigo, a aquel que disipara mis dudas y me quitara el velo de los ojos. ¿Quiere usted prestarme este gran servicio?
—¿Qué pedís de mí? —preguntó el mago pensativo.
—Sólo una muestra de su arte. Hágame ver una aparición.
—¿A qué conduce esto?
—Entonces podría usted juzgar, conociéndome mejor, si soy capaz de alcanzar una sabiduría superior.
—Yo os aprecio por encima de todo, príncipe. Un secreto poder de vuestro rostro, que vos mismo no conocéis, me unió a vos la primera vez que os vi. Sois más poderoso de lo que imagináis. Podéis dominar todo mi poder, pero…
—Entonces hágame ver una aparición.
—… pero tengo que estar seguro de que no me hacéis esta petición por mera curiosidad. Aunque las fuerzas invisibles están en cierto modo a mi disposición, es con la inexorable condición de no profanar los misterios sagrados, de no abusar de mi poder.
—Mis intenciones son puras. Yo busco la verdad.
Abandonaron el sitio que ocupaban y fueron a una ventana lo bastante alejada como para no permitirme seguir la conversación. El inglés, que había escuchado conmigo, me tomó aparte.
—Su príncipe es una noble persona. Lamento que se confíe a un impostor.
—Habrá que ver —dije— cómo sale del paso.
—¿Sabe una cosa? —dijo el inglés—. Ahora se hace valer ese pobre diablo. No demostrará su arte hasta que oiga sonar el dinero. Hagamos una colecta para tentarle con un elevado precio. Esto lo pondrá en evidencia y abrirá los ojos al príncipe.
—De acuerdo.
El inglés arrojó seis guineas en un plato y pasó la ronda. Todos dieron algunos luises; al ruso parece que le interesó mucho nuestra propuesta, ya que depositó un billete de cien cequíes en el plato… un derroche que asombró al inglés. Llevamos la colecta al príncipe.
—Tened la bondad —dijo el inglés— de rogar a ese señor que nos haga ver una demostración de su arte y acepte esta pequeña muestra de nuestro reconocimiento.
El príncipe añadió un valioso anillo y ofreció el plato al siciliano. Éste meditó algunos segundos.
—Señores y bienhechores míos —dijo al fin—, esta generosidad me abruma. Parece que ustedes no me conocen; pero voy a acceder a su petición. Cumpliré su deseo —añadió mientras tiraba de una campanilla—. Por lo que respecta a este dinero, al que no tengo ningún derecho, ustedes me permitirán que lo deposite en el monasterio de benedictinos más cercano para fundaciones pías. El anillo lo retengo como un valioso recuerdo del dignísimo príncipe.
En este momento llegó el hostelero, y el siciliano le entregó el dinero de la colecta.
—Pero no deja de ser un bellaco —me susurró el inglés al oído—. Rechaza el dinero porque ahora le importa más el príncipe.
—O será que el hostelero comprende su encargo.
—¿A quién pedís? —preguntó el mago al príncipe.
El príncipe reflexionó un momento.
—Mejor a un gran personaje —dijo el lord—. Pedid la aparición del papa Ganganelli. Eso le costará poco.
El siciliano se mordió los labios.
—No puedo invocar a un personaje ordenado in sacris.
—Es lástima —dijo el inglés—. A lo mejor nos hubiera dicho de qué enfermedad murió.
—El marqués de Lanoy —tomó la palabra el príncipe— fue un general de brigada en la guerra anterior y mi amigo más fiel. En la batalla de Hastenbeck fue herido mortalmente, lo llevaron a mi campamento y poco después murió en mis brazos. Cuando luchaba ya con la muerte, me invitó por señas a acercarme. «Príncipe —dijo—, yo no volveré a ver mi patria; por eso os confiaré un secreto cuya clave sólo yo poseo. En un monasterio de la frontera flamenca vive una…»; aquí expiró. La mano de la muerte cortó el hilo de su discurso. Quisiera tenerlo aquí presente y escuchar la continuación.
—¡Eso es mucho pedir, por Dios! —exclamó el inglés—. Le declaro un segundo Salomon si supera la prueba.
Todos aplaudimos al príncipe, admirados de su ingeniosa elección. Entre tanto el mago paseaba pisando fuerte y como si luchara consigo mismo.
—¿Y eso fue todo lo que el moribundo os confió?
—Todo.
—¿No hicisteis más averiguaciones en su patria?
—Todas fueron infructuosas.
—¿El marqués de Lanoy llevó una vida intachable? Yo no puedo invocar a cualquier muerto.
—Murió arrepentido de los excesos de su juventud.
—¿Guardáis algún recuerdo de él?
—Sí —el príncipe llevaba consigo una tabaquera con una miniatura del marqués en esmalte, que había tenido a su lado en la mesa.
—No necesito saberlo… Dejadme solo. Veréis al difunto.
Nos rogó que pasáramos al otro pabellón hasta que él nos llamara. Al mismo tiempo hizo desalojar todos los muebles de la sala, quitar las ventanas y cerrar totalmente los postigos. Al hostelero, con el que parecía familiarizado, le ordenó traerle un recipiente con brasas y apagar cuidadosamente con agua cualquier fuego de la casa. Antes de que saliéramos, nos pidió a todos palabra de honor de guardar silencio perpetuo sobre lo que viéramos u oyéramos. Detrás de nosotros, todos los cuartos de este pabellón fueron cerrados con llave.
Eran pasadas las once y un profundo silencio reinaba en toda la casa. Al salir, el ruso me preguntó si llevábamos pistolas cargadas.
—¿Para qué? —dije.
—Por si acaso. Espere un momento; voy a inspeccionar.
Se alejó. El barón de F. y yo abrimos una ventana que daba a aquel pabellón y nos pareció oír a dos hombres cuchicheando y un rumor como si estuvieran colocando una escalera. Fue sólo una suposición y no creí que fuera verdad. El ruso volvió con un par de pistolas tras una ausencia de media hora. Vimos cómo las cargaba. Eran casi las dos de la madrugada cuando el mago apareció de nuevo para anunciarnos que era llegado el momento. Antes de entrar nos ordenó quitarnos los zapatos y aparecer en camisa, medias y ropa interior. Detrás de nosotros cerraron las puertas con llave como la primera vez.
Al volver a la sala encontramos una gran circunferencia trazada con carbón que podía albergar con facilidad a las diez personas que éramos en total. Habían quitado las tablas de las cuatro paredes de la habitación; estábamos allí como en una isla. Un altar tapizado de negro se alzaba en el centro de la circunferencia; bajo él se extendía una alfombra de satén rojo. Una biblia caldea aparecía abierta sobre el altar junto a una calavera, y un crucifijo de plata estaba sujeto a él. En lugar de cirios ardía alcohol en una cápsula plateada. Un denso humo de incienso ensombrecía la sala y casi extinguía la luz. El mago iba ligero de ropa como nosotros y sin medias; alrededor del cuello desnudo llevaba un amuleto atado a un cordón de cabello humano y ceñía la cadera con un mandil blanco decorado de cifras misteriosas y figuras simbólicas. Nos mandó extender las manos y guardar un profundo silencio: nos recomendó sobre todo no formular preguntas a la aparición. Al inglés y a mí (parecía recelar especialmente de ambos) nos pidió que sostuviéramos dos espadas desnudas, inmóviles y cruzadas, a la altura de una pulgada sobre su cabeza mientras durase la ceremonia. Estábamos en semicírculo alrededor de él; el oficial ruso estaba junto al inglés y era el más próximo al altar. Con el rostro vuelto hacia Oriente, el mago se colocó sobre la alfombra, roció con agua bendita los cuatro puntos cardinales e hizo tres inclinaciones ante la biblia. Medio cuarto de hora duró la invocación, de la que nada entendimos; una vez finalizada, el mago hizo una señal a los más próximos a él para que lo asieran por el cabello. Entre violentas convulsiones pronunció tres veces el nombre del difunto y la tercera vez extendió la mano hacia el crucifijo…
De pronto sentimos el latigazo de un rayo que agitó nuestras manos; un trueno súbito sacudió la casa, chirriaron todas las cerraduras, se cerraron de golpe todas las puertas, cayó la tapa de la cápsula, se apagó la luz y en la pared frontal, sobre la chimenea, apareció una figura humana en camisa ensangrentada, con rostro pálido y mirada de moribundo.
—¿Quién me llama? —dijo una voz hueca, apenas perceptible.
—Tu amigo —contestó el mago— que honra tu memoria y reza por tu alma.
Las respuestas siguieron a intervalos cada vez mayores.
—¿Qué pide? —continuó la voz.
—Quiere oír hasta el final la confesión que empezaste en este mundo y no acabaste.
—En un monasterio de la frontera flamenca vive…
La casa tembló de nuevo. La puerta se abrió sola bajo el fragor de un trueno, un relámpago iluminó la habitación y otra figura corporal, ensangrentada y pálida como la primera, pero más tétrica, apareció en el umbral. El alcohol empezó a arder de nuevo y la sala recobró su claridad.
—¿Quién está entre nosotros? —preguntó el mago asustado, y lanzó una mirada de terror por la asamblea—. A ti no te quería yo.
La figura se fue acercando al altar con andar mayestático y sigiloso, se colocó sobre la alfombra, frente a nosotros, y tomó el crucifijo. Ya no vimos la primera figura.
—¿Quién me llama? —dijo esta segunda aparición.
El mago empezó a temblar de pies a cabeza. A nosotros nos paralizó el miedo y el asombro. Eché mano de una pistola, el mago me la arrebató de la mano y la disparó sobre la figura. La bala fue a rodar lentamente sobre el altar y la figura emergió del humo inalterada. Entonces el mago cayó desmayado.
—¡Qué es eso! —exclamó el inglés asombrado, y quiso golpear la figura con la espada. Aquélla tocó su brazo y la espada cayó al suelo. Sentí un sudor frío en el rostro. El barón de F. nos confesó después que había rezado. Durante todo este tiempo el príncipe se mantuvo tranquilo y sereno, la mirada fija en la aparición.
—Sí, te reconozco —dijo al fin el príncipe, conmovido—; eres Lanoy, eres mi amigo… ¿De dónde vienes?
—La eternidad es muda. Pregúntame de la vida pasada.
—¿Quién vive en el monasterio del que me hablaste?
—Mi hija.
—¿Cómo? ¿Tú fuiste padre?
—Ay de mí, lo fui demasiado poco.
—¿No eres feliz, Lanoy?
—Dios me juzgó.
—¿Puedo prestarte algún servicio en este mundo?
—Ninguno, aparte de pensar en ti mismo.
—¿Cómo debo hacerlo?
—En Roma lo sabrás.
En este momento se oyó un nuevo trueno. Una negra nube de humo llenó la habitación; cuando se disipó, la figura había desaparecido. Abrí el postigo de una ventana. Había amanecido.
También el mago despertó de su letargo.
—¿Dónde estamos? —preguntó al ver la luz del día.
El oficial ruso estaba detrás de él y le miró por encima del hombro.
—Prestidigitador —dijo fulminándolo con la mirada—, no invocarás ya a ningún espíritu.
El siciliano dio media vuelta, examinó la cara del ruso y cayó a sus pies lanzando un grito.
Todos miraron al presunto ruso.
El príncipe reconoció en él las facciones del armenio y no pudo continuar la frase que empezó a balbucir. El terror y la sorpresa nos dejaron a todos como petrificados. Mudos e inmóviles contemplamos a aquel ser misterioso que nos escrutaba con una mirada de secreto poder y grandeza. Uno, dos minutos duró este silencio. No se oyó el menor rumor en la concurrencia.
Unos golpes fuertes en la puerta nos hicieron volver a la realidad. La puerta cayó destrozada en la sala y entraron algunos alguaciles con guardia.
—¡Aquí los encontramos juntos! —dijo el jefe volviéndose a sus acompañantes—. En nombre del Gobierno —nos gritó— quedan ustedes arrestados.
No tuvimos tiempo de reaccionar; nos vimos rodeados en pocos segundos. El oficial ruso, al que llamaré de nuevo «el armenio», tomó aparte al jefe de los esbirros y creí percibir en medio de la confusión que le decía algo en secreto al oído y le mostraba un escrito. Acto seguido el esbirro lo dejó con una muda y respetuosa inclinación; después nos saludó quitándose el sombrero.
—Perdonen, señores —dijo— que los haya involucrado con este impostor. No quiero preguntar quiénes son ustedes; pero este señor me asegura que me encuentro ante personas honorables.
Hizo una señal a sus acompañantes para que se alejaran de nosotros. Y ordenó custodiar y esposar al siciliano.
—Este sujeto se las sabe todas —añadió—. Llevamos ya siete meses siguiéndolo.
Aquel infeliz daba realmente lástima. El doble susto de la segunda aparición de espíritu y de esta irrupción inesperada lo había desarbolado. Se dejó esposar como un niño, la mirada fija y aterrada en un rostro lívido, los labios contraídos sin proferir palabra, como a punto de estallar en un ataque de espasmos. El príncipe sintió compasión de él y trató de obtener su puesta en libertad, dándose a conocer ante el alguacil.
—Señor —dijo éste—, ¿sabéis quién es la persona con la que os mostráis tan generoso? La impostura que pensaba cometer con vos es su menor delito. Tenemos a sus cómplices. Dicen cosas horribles de él. Puede sentirse afortunado si logra escapar de las galeras.
Mientras tanto vimos también al hostelero junto a sus domésticos atado con cuerdas, cruzando el patio.
—¿También éste? —preguntó el príncipe—. ¿De qué es culpable?
—Era su cómplice y encubridor —respondió el jefe de los esbirros— que lo ayudaba en los robos y juegos de prestidigitación y participaba del botín. Pronto os convenceréis de ello, señor. Registrad toda la casa e informadme de lo que encontréis —añadió dirigiéndose a los acompañantes.
El príncipe buscó con la mirada al armenio, pero éste había desaparecido; en medio de la confusión creada por el incidente pudo alejarse sin que nadie lo advirtiera. El príncipe quedó desconsolado; quiso enviar a su gente y me invitó también a mí a acompañarlo en la búsqueda. Yo me asomé a la ventana; toda la casa estaba rodeada de curiosos atraídos por el rumor que ya había corrido sobre estos incidentes. Era imposible avanzar entre la multitud. Yo hice al príncipe esta reflexión:
—Si ese armenio está interesado en ocultarse, sabrá mejor que nosotros el modo de hacerlo y todas nuestras pesquisas serán inútiles. Es mejor permanecer aquí, príncipe. Quizá este alguacil pueda decirnos algo, pues se identificó ante él, si no me equivoco.
Entonces caímos en la cuenta de que estábamos semidesnudos. Entramos en nuestra habitación para vestirnos apresuradamente. Cuando volvimos a la sala se había efectuado el registro de la casa.
Después de desmantelar el altar y retirar las tablas de la sala, se descubrió una bóveda espaciosa donde cabía una persona con holgura, provista de una puerta que conducía a la bodega a través de una estrecha escalera. En esta bóveda encontraron una máquina electrostática, un reloj y una campanilla de plata; esta última, al igual que la máquina electrostática, tenía comunicación con el altar y con el crucifijo sujeto a él. Un postigo de ventana que estaba frente a la chimenea aparecía horadado y provisto de un pasador para ajustar, como supimos después, una linterna mágica en el orificio, desde el cual habían proyectado a la pared la figura solicitada a través de la chimenea. Del desván y de la bodega trajeron diversos tambores de los que colgaban grandes esferas de plomo sujetas con cintas, probablemente para imitar el fragor del trueno que habíamos oído. Al examinar la ropa del siciliano, encontraron en un estuche polvos diversos, mercurio vivo en redomas y cajas, fósforo en un frasco y un anillo que reconocimos en seguida como magnético por quedar adherido a un botón de acero al que se había aproximado por azar; en los bolsillos de la chaqueta un rosario, una barba de judío, tercerolas y un puñal.
—Mira si están cargadas —dijo uno de los esbirros, al tiempo que tomaba una tercerola y disparaba a la chimenea.
—¡Jesús María! —exclamó una voz hueca, precisamente aquella que habíamos oído en la primera aparición, y vimos al mismo tiempo cómo caía de la chimenea un cuerpo ensangrentado.
—¿Aún no descansas, pobre espíritu? —dijo el inglés mientras los demás retrocedíamos horrorizados—. Vuelve a la tumba. Parecías ser lo que no eras; ahora serás lo que pareces.
—¡Jesús María! Estoy herido —repitió el hombre de la chimenea.
La bala le había destrozado la pierna derecha. Inmediatamente se hicieron diligencias para que le vendasen la herida.
—¿Pero quién eres tú y qué clase de demonio te trae por aquí?
—Un fraile descalzo —contestó el herido—. Un extranjero me ofreció un cequí por…
—… ¿por pronunciar una fórmula? ¿Y por qué no has escapado en seguida?
—Él iba a darme una señal para huir, pero la señal no ha llegado, y cuando quise salir por la chimenea me habían quitado la escalera.
—¿Y qué dice la fórmula que él te enseñó?
El hombre tuvo un desvanecimiento y no hubo modo de sonsacarle nada. Al examinarlo de cerca comprobamos que era el mismo que la noche pasada se interpuso al príncipe en el camino y le habló en tono tan solemne.
Entre tanto el príncipe conversaba con el jefe de los esbirros.
—Usted —dijo poniéndole en la mano algunas monedas de oro— nos ha librado de las manos de un impostor y nos ha hecho justicia sin conocernos. ¿Quiere extremar nuestro reconocimiento descubriéndonos quién era el desconocido que con unas palabras nos alcanzó Ja libertad?
—¿A quién os referís? —preguntó el jefe de los esbirros con un semblante que denotaba a las claras lo inútil de la pregunta.
—Me refiero al señor de uniforme ruso que lo tomó a usted aparte, le mostró un escrito y le susurró algo al oído que hizo que usted nos dejara libres en el acto.
—¿Pero vos no conocéis a ese señor? —replicó el esbirro—. ¿No era de vuestra comitiva?
—No —dijo el príncipe—, y por razones muy importantes desearía conocerlo.
—Yo tampoco lo conozco mucho —respondió el esbirro—. Desconozco hasta el nombre y es la primera vez que lo veo en mi vida.
—¿Cómo? ¿Y en tan breve espacio de tiempo y con unas palabras pudo convencerlo a usted para declararlo inocente a él y a todos nosotros?
—Fue por una sola palabra.
—¿Cuál? Me gustaría saberlo.
—Habéis sido demasiado generoso conmigo para ocultaros más tiempo el secreto, señor —dijo el esbirro mientras pesaba los cequíes en la mano—. Aquel desconocido era… un oficial de la Inquisición.
—¡De la Inquisición! ¿Aquel hombre?
—Lo que oís, señor; así lo supe por el papel que me enseñó.
—¿Aquel hombre, dice usted? ¡No es posible!
—Le diré más, señor. La denuncia de ese hombre hizo que me enviaran aquí a arrestar al invocador de espíritus.
Nos miramos más asombrados aún.
—Así se explica —dijo finalmente el inglés— por qué el infeliz mago se estremeció al verle la cara. Lo reconoció como espía y por eso dio aquel grito y cayó a sus pies.
—En modo alguno —dijo el príncipe—. Ese hombre es todo lo que quiere ser y lo que cada momento le hace ser. Ningún mortal sabe aún lo que realmente es. Ustedes vieron al siciliano caer desplomado cuando él le susurró al oído: «No invocarás ya a ningún espíritu». Detrás hay más. Nadie me convencerá de que algo humano pueda aterrorizar tanto.
—El que mejor puede informarnos sobre eso es el propio mago —dijo el lord—, si este señor —dirigiéndose al jefe de los alguaciles— nos permite hablar con el preso.
El jefe de los esbirros se despidió de nosotros y quedamos con el inglés en ir a buscarle a la mañana siguiente. Nosotros regresamos a Venecia.
A primera hora de la mañana, lord Seymour (tal era el nombre del inglés) hizo acto de presencia y poco después apareció una persona de confianza que había enviado el alguacil para conducirnos a la prisión. Antes he olvidado contar que el príncipe echaba de menos desde hacía varios días a uno de sus cazadores, natural de Bremen, que le había servido fielmente durante muchos años y gozaba de toda su confianza. Nadie supo si había tenido un accidente o sufrido un atraco o si se había evadido. Esto último no era nada probable porque siempre fue una persona callada y formal, y su conducta era irreprochable. Todo lo que pudieron recordar sus compañeros era que últimamente estaba muy melancólico, y cuando podía robar un momento para sí, visitaba determinado monasterio franciscano de la Giudecca, donde solía platicar a menudo con algunos hermanos. Esto nos llevó a conjeturar que quizá deseara ponerse en manos de los frailes y hacerse católico, y como el príncipe era aún indiferente en este punto, lo dejó estar tras algunas pesquisas infructuosas. Le dolió, sin embargo, la pérdida de aquel hombre que estuvo siempre a su lado en las campañas bélicas y le había guardado siempre fidelidad, y no era fácil de sustituir en un país extranjero. Aquel mismo día, a punto de partir, se presentó el banquero del príncipe encargado de proveerlo de un nuevo asistente. El banquero propuso al príncipe un hombre de edad mediana, culto y bien trajeado, que estuvo mucho tiempo al servicio de un procurador como secretario, hablaba francés y algo de alemán, y poseía excelentes certificados. Su fisonomía era agradable, y como había declarado que el sueldo dependería de la satisfacción del príncipe con sus servicios, éste lo hizo entrar sin demora.
Encontramos al siciliano en una prisión privada, adonde fue conducido provisionalmente en atención al príncipe, como dijo el alguacil, antes de ser encerrado bajo los techos de plomo a los que nadie puede acceder. Estos techos de plomo son las prisiones más horribles de Venecia, situadas bajo el techo del palacio de San Marcos, donde los infelices delincuentes padecen hasta la locura el calor tórrido del sol acumulado por la bóveda plomiza. El siciliano se había repuesto del incidente y se levantó con respeto ante la presencia del príncipe. Tenía cadenas en una pierna y en una mano, pero podía caminar libremente por la habitación. A nuestra llegada se retiró el centinela que vigilaba a la puerta.
—Vengo —dijo el príncipe una vez que tomamos asiento— a pedirle explicación sobre dos puntos. Me basta con esa explicación y no le ocurrirá nada malo por delatar a otros.
—Mi ficción ha terminado —contestó el siciliano—. Mi destino está en vuestras manos.
—Sólo la sinceridad —dijo el príncipe— puede aliviarlo.
—Preguntad, señor. Estoy dispuesto a contestar, pues no tengo nada que perder.
—Usted me hizo ver ayer el rostro del armenio en su espejo. ¿Cómo lo consiguió?
—No hubo ningún espejo. Lo que visteis fue una simple pintura al pastel, detrás de un vidrio, que representaba a un hombre en atuendo armenio. Mi rapidez, la penumbra y vuestro asombro favorecieron el engaño. El cuadro se encuentra entre los otros objetos que fueron confiscados en la posada.
—¿Pero cómo pudo conocer tan bien mis pensamientos y adivinar lo del armenio?
—No fue difícil, señor. Vos habéis manifestado a menudo en la mesa lo ocurrido entre vos y ese armenio. Uno de mis cómplices conoció casualmente en la Giudecca a un cazador que está a vuestro servicio y él le sonsacó poco a poco todo lo que yo necesitaba saber.
—¿Dónde está ese cazador? —preguntó el príncipe—. Lo echo de menos y usted conoce sin duda su paradero.
—Os juro que lo desconozco en absoluto, señor. Nunca lo he visto y nunca tuve con él otra relación que la que acabo de confesaros.
—Continúe —dijo el príncipe.
—Por esa vía tuve la primera noticia sobre vuestra estancia y vuestros incidentes en Venecia, y decidí inmediatamente utilizarla. Veis, señor, que soy sincero. Me enteré de vuestro viaje de recreo por el río Brenta; me preparé para la empresa y una llave que perdisteis por casualidad me dio la primera ocasión para ensayar mi arte con vos.
—¿Cómo? ¿Así que yo estaba equivocado? ¿El episodio de la llave fue obra suya y no del armenio? ¿Dice usted que perdí la llave?
—Fue cuando sacasteis la bolsa; yo aproveché el momento en que nadie me observaba para taparla rápidamente con el pie. La persona a la que adquiristeis los billetes de lotería actuó en complicidad conmigo. Os hizo meter la mano en un recipiente donde todos los billetes tenían premio, y la llave estaba en la caja mucho antes de que vos la recuperaseis.
—Ahora lo comprendo. ¿Y el fraile descalzo que se me interpuso en el camino y me habló con tanta severidad?
—Era el mismo que, según he oído, sacaron herido de la chimenea. Es uno de mis compañeros que con ese disfraz me ha prestado ya muchos servicios.
—Pero ¿con qué fin organizó usted este tinglado?
—Para daros que pensar, para provocar en vos un estado de ánimo predispuesto a acoger los fenómenos maravillosos que pensaba ofreceros.
—Pero la danza pantomímica que derivó en algo tan extraño y sorprendente… al menos eso… no sería invención suya.
—La niña que hacía de reina fue instruida por mí y toda su farsa fue obra mía. Yo supuse que vuestra señoría se iba a asombrar no poco de ser conocido en ese lugar, y, perdonadme, señor, la aventura con el armenio me hizo esperar que estabais preparado para desdeñar las explicaciones naturales y buscar las fuentes superiores de lo sobrenatural.
—En efecto —dijo el príncipe con un gesto de fastidio y de admiración al mismo tiempo, mientras me dirigía una mirada significativa—, en efecto, eso no me lo esperaba. Pero —continuó tras un largo silencio—, ¿cómo produjo usted la figura que apareció en la pared, encima de la chimenea?
—Con la linterna mágica que estaba colocada en el postigo de la ventana frontal, donde habréis podido observar un orificio.
—¿Y cómo es que ninguno de nosotros reparó en eso? —preguntó lord Seymour.
—Recuerde, señor, que una densa humareda de incienso oscurecía toda la sala cuando ustedes regresaron. Al mismo tiempo yo había tenido la precaución de arrimar las tablas arrancadas a aquella ventana donde instalamos la linterna mágica; de ese modo impedí que ese postigo de ventana les llamase la atención. Por lo demás, la linterna estuvo tapada por un velo hasta que todos ustedes ocuparon su sitio, y no había que temer ninguna inspección en la sala por su parte.
—Cuando me asomé a la ventana en el otro pabellón —dije yo—, me pareció oír un rumor como si estuvieran colocando una escalera. ¿Fue así?
—Exacto. Por esa escalera subió mi ayudante para alcanzar la referida ventana y dirigir la linterna mágica.
—Me pareció —continuó el príncipe— que la figura ofrecía una vaga semejanza con mi difunto amigo, sobre todo porque tenía el pelo muy rubio. ¿Fue pura casualidad o… por qué conducto lo sabía usted?
—Recordad que dejasteis en la mesa una caja que tenía grabado en esmalte el retrato de un oficial en uniforme ***. Yo os pregunté si llevabais algún recuerdo de vuestro amigo, y vos contestasteis afirmativamente. De ahí deduje que ese recuerdo podría ser la caja. Retuve en la memoria la imagen que estuvo sobre la mesa, y como tengo mucha práctica de dibujo y sé dar en el blanco, no me fue difícil alcanzar esa vaga semejanza que vos observasteis; tanto más cuanto que los rasgos del marqués son muy llamativos.
—Pero dio la impresión de que la figura se movía…
—Eso pareció, pero no era la figura sino el humo iluminado por su resplandor.
—¿Y el hombre que cayó de la chimenea fue el que contestó en lugar de la aparición?
—Exactamente.
—Pero no pudo oír las preguntas.
—Tampoco tenía necesidad. Recordad, príncipe, que prohibí a todos severamente hacer una pregunta al fantasma. Habíamos acordado mis preguntas y sus respuestas, y para evitar cualquier fallo, le hice guardar largas pausas que él debía calcular con el tictac de un reloj.
—Usted dio orden al hostelero de apagar con agua cualquier fuego que hubiera en la casa; esto lo hizo sin duda…
—Para evitarle a mi hombre de la chimenea el peligro de asfixia, pues los fogones de la casa confluyen en ella y yo no me sentí muy seguro ante vuestro séquito.
—¿Cómo se explica —preguntó lord Seymour— que su espíritu estuviera presente en el momento en que usted lo necesitaba y no antes ni después?
—Mi espíritu llevaba ya un buen rato en la sala antes de invocarlo yo; pero mientras ardía el alcohol, no era visible aquella débil aparición. Después de pronunciar la fórmula, dejé caer el recipiente donde ardía el alcohol, la sala quedó a oscuras y sólo entonces se pudo ver la figura que estaba ya reflejada en la pared.
—En el momento preciso en que apareció el espíritu sentimos todos una descarga eléctrica. ¿Cómo lo hizo?
—Ustedes descubrieron la máquina situada bajo el altar. Vieron también que yo pisaba una alfombra de seda. Les mandé formar un semicírculo alrededor de mí y enlazar las manos; después hice seña a uno de ustedes para que me agarrase del pelo. El crucifijo de plata fue el conductor y ustedes sintieron la descarga cuando yo lo toqué con la mano.
—Usted nos ordenó al conde de O. y a mí —dijo lord Seymour— mantener cruzadas dos espadas desnudas sobre su cabeza mientras duraba la acción. ¿Con qué fin?
—Simplemente para tener ocupados durante todo el acto a las dos personas que menos confianza me inspiraban. Recordará que les fijé expresamente una pulgada de altura; al tener que estar atentos a guardar esta distancia no podían dirigir sus miradas adonde yo no quería. Entonces no había visto aún a mi peor enemigo.
—A eso se llama actuar con precaución —reconoció lord Seymour—. ¿Y por qué nos hizo desnudarnos?
—Sólo para dar más solemnidad al acto y excitar su imaginación con algo insólito.
—La segunda aparición no dejó que su espíritu hablara —dijo el príncipe—. ¿Qué nos hubiera dicho?
—Casi lo mismo que oísteis después. Yo os pregunté expresamente si me habíais dicho todo lo que os encargó el moribundo y si no habíais realizado otras pesquisas en su patria para que los hechos no pudieran contradecir las afirmaciones de mi espíritu. A propósito de ciertos pecados de juventud os pregunté si el difunto había llevado una vida intachable y la respuesta orientó mi fantasía.
—Sobre este punto —dijo el príncipe tras una pausa— me ha dado usted una explicación satisfactoria. Pero queda un detalle importante que debe aclararme.
—Si de mí depende y…
—¡Nada de condiciones! La justicia, en cuyas manos está, no preguntaría tan cortésmente. ¿Quién era aquel desconocido que le hizo caerse desplomado? ¿Qué sabe de él? ¿De qué le conoce usted? ¿Y qué relación guarda con esta segunda aparición?
—Príncipe…
—Cuando usted le miró a la cara, dio un grito y cayó al suelo. ¿Por qué? ¿Qué significaba eso?
—Aquel desconocido, príncipe… —se contuvo, empezó a inquietarse y nos miró a todos asustados— sí, príncipe, aquel desconocido es un ser terrible.
—¿Qué sabe de él? ¿Qué relación tiene con usted? No espere ocultarnos la verdad.
—Me guardaré muy mucho de hacerlo porque… ¿Quién me dice que no se encuentra ahora entre nosotros?
—¿Dónde? ¿Quién? —preguntamos todos al unísono, mirándonos entre la risa y la consternación—. Eso no es posible.
—Oh, esa persona, o lo que sea, puede hacer cosas que no podemos imaginar.
—Pero ¿quién es él? ¿De dónde procede? ¿Es armenio o ruso? ¿Qué hay de verdad en todo lo que él se atribuye?
—Él no es nada de lo que aparenta. Habrá pocos estamentos, caracteres y naciones cuyo disfraz no haya llevado. ¿Quién es? ¿De dónde vino? ¿A dónde va? Nadie lo sabe. Que estuvo largo tiempo en Egipto, como afirman muchos, y allí extrajo de una pirámide su sabiduría oculta, yo no quiero afirmarlo ni negarlo. Entre nosotros se le conoce con el nombre de Insondable. ¿Qué edad le calculáis, por ejemplo?
—A juzgar por la apariencia externa, apenas cuarenta años.
—¿Y cuál creéis que es mi edad?
—No más de cincuenta años.
—Muy bien… Y si yo os digo que siendo un muchacho de diecisiete años mi abuelo me contaba que cuando vio a este taumaturgo en Famagusta representaba aproximadamente la misma edad que aparenta ahora…
—Eso es ridículo, increíble y exagerado.
—Ni un ápice. Si no me retuvieran estas cadenas, yo os presentaría ciudadanos honorables que disiparían todas vuestras dudas. Hay personas veraces que recuerdan haberlo visto en diversas partes del mundo al mismo tiempo. Ninguna espada puede herirlo, ningún veneno lo afecta, ningún fuego lo abrasa, ningún barco naufraga si él va a bordo. El tiempo mismo parece impotente ante él, los años no agotan sus savias y la ancianidad no puede blanquear sus cabellos. Nadie le ha visto comer, ninguna mujer sintió su contacto, sus ojos no duermen; de todas las horas del día sólo hay una que él no puede dominar, en la que nadie lo ve y en la que no puede ejercer ninguna actividad terrena.
—¿Ah, sí? —dijo el príncipe—. ¿Y cuál es esa hora?
—Las doce de la noche. Cuando la campana da las doce, él no pertenece ya al mundo de los vivos. Dondequiera que esté, desaparece, interrumpe lo que está haciendo. Ese terrible toque de campana lo arrebata de los brazos de la amistad, lo arranca incluso del altar y lo haría evadirse hasta de la agonía. Nadie sabe dónde va entonces ni lo que hace allí. Nadie se atreve a preguntarle y menos a seguirlo, pues apenas suena esa hora fatídica sus facciones adquieren una gravedad tan sombría y tétrica que todos se sienten incapaces de mirarlo a la cara o de hablarle. Un silencio mortal pone fin, repentinamente, a la conversación más animada y todos los que lo rodean esperan con miedo reverencial su retorno sin osar moverse del lugar o abrir la puerta por la que se ha ido.
—Pero —preguntó uno de nosotros— ¿no se observa nada extraordinario en él a su vuelta?
—Nada, aparte de una palidez y apariencia demacrada, más o menos como una persona que ha sufrido una operación dolorosa o que recibe una noticia terrible. Algunos creen haber visto gotas de sangre en sus manos, pero eso yo no puedo certificarlo.
—¿Y nadie ha intentado al menos ocultarle la hora o distraerlo para que le pase inadvertida?
—Sólo una vez, según se dice, demoró el plazo. La concurrencia era numerosa y la velada se prolongó hasta altas horas de la noche; se había modificado la marcha de todos los relojes y él participaba animadamente en la conversación. Cuando llegó la hora verdadera, enmudeció de pronto y quedó rígido, todos sus miembros mantuvieron la posición de aquel momento, sus ojos permanecieron inmóviles, cesó el pulso y todos los medios que se emplearon para reanimarlo fueron inútiles, y esta situación duró una hora. Entonces se reanimó de pronto por sí solo, abrió los ojos y continuó en la misma sílaba en que fue interrumpido. La consternación general le hizo comprender lo que había ocurrido y entonces declaró con una terrible seriedad que podían felicitarle por haber quedado todo en un susto. Pero aquella misma noche abandonó para siempre la ciudad en que tuvo lugar este suceso. La creencia general es que en esa hora misteriosa conversa con su genio. Algunos creen incluso que es un difunto al que se permite andar entre los vivos durante veintitrés horas del día; en la última, su alma debe volver al inframundo para sufrir allí la condena. Muchos lo tienen por el célebre Apolonio de Tiana y otros por el discípulo Juan, del que se dice que seguirá vivo hasta el juicio final.
—Sobre un hombre tan extraordinario —dijo el príncipe— no pueden faltar las suposiciones aventuradas. En todo lo anterior, usted habla de oídas; pero a mí me pareció que su actitud hacia usted y la de usted hacia él indicaban un cierto conocimiento recíproco. ¿No hay en el fondo alguna historia en la que usted esté implicado? No nos oculte nada.
El siciliano nos miró vacilante y guardó silencio.
—Si se trata de algo —continuó el príncipe— que usted no quiere hacer público, le garantizo en nombre de estos dos señores el más absoluto silencio. Pero hable con franqueza y sin tapujos.
—Si puedo esperar —empezó el hombre tras un prolongado silencio— que luego no testifiquen contra mí, puedo contarles un episodio de este armenio que no les dejará duda alguna sobre el poder oculto de que goza. Pero permítame —añadió— omitir algunos nombres.
—¿No puede hablar sin esa condición?
—No, mi señor. Está implicada una familia a la que tengo motivos para respetar.
—Le escuchamos —dijo el príncipe.
—Hace unos cinco años —empezó el siciliano— trabé amistad en Nápoles, donde ejercí mi arte con bastante éxito, con un tal Lorenzo de M., caballero de la Orden de San Esteban, un hombre joven y rico perteneciente a una de las primeras casas del reino, que me colmó de atenciones y parecía tener en gran estima mis artes ocultas. Me aseguró que el marqués de M., su padre, era un entusiasta de la cábala y se sentiría feliz de alojar a un sabio cósmico (como él me solía llamar). El anciano vivía en una de sus fincas a orillas del mar, a unas siete millas de Nápoles, apartado de los hombres, donde lloraba la pérdida de un hijo querido que un destino cruel le había arrebatado. El caballero me hizo saber que él y su familia podían necesitar de mí en un asunto muy serio para derivar quizá de mi ciencia oculta algún conocimiento sobre algo que los medios naturales no habían podido aclarar. Añadió, con mucho énfasis, que él en particular tenía quizá motivos para considerarme como posible mediador de paz y dicha terrena para él. No me atreví a preguntar detalles y la conversación no pasó de este punto. Pero los hechos se desarrollaron del siguiente modo:
»Este Lorenzo era el hijo menor del marqués y por eso estaba destinado a ocupar un rango social elevado; los bienes de la familia pasarían a manos de su hermano mayor. Jerónimo, como se llamaba este hermano mayor, había dedicado varios años a viajar y regresó a su patria siete años antes de ocurrir el suceso que ahora contaré, para casarse con la hija única de la casa condal de C., casamiento que ambas familias habían acordado ya desde el nacimiento de los niños con el fin de unificar sus haciendas colindantes. Aunque esta unión fue producto de la conveniencia de los padres y no se consultó a los prometidos, éstos habían aprobado ya tácitamente la elección. Jerónimo de M. y Antonia C. fueron educados juntos, y las pocas trabas que se pusieron al trato de los dos niños, considerados ya entonces como una pareja, habían hecho germinar muy pronto una tierna relación entre ambos, que se afianzó aún más por la armonía de sus caracteres y en los años de la madurez se tradujo fácilmente en amor. Una separación de cuatro años había reforzado esa relación en lugar de enfriarla, y Jerónimo volvió igual de fiel y de apasionado a los brazos de su novia, como si nunca se hubiera ausentado.
»Aún no se había desvanecido el encanto del retorno y se aceleraban los preparativos de la boda cuando el novio… desapareció. A menudo pasaba toda la velada en una finca que daba al mar y a veces le gustaba navegar. Después de una de esas veladas y a una hora insólitamente tardía, el novio no había regresado aún. Enviaron mensajeros a buscarlo y algunas embarcaciones se hicieron a la mar; nadie dio con él. De su servidumbre no faltaba nadie; por tanto, nadie lo había acompañado. Anocheció y no aparecía. Llegó la mañana, el mediodía y la tarde, y Jerónimo seguía ausente. Se empezó a temer lo peor cuando llegó la noticia de que un corsario argelino había desembarcado unos días antes en la costa y se había llevado prisioneros a algunos habitantes. El padre ordenó armar dos galeras aparejadas con velas; el viejo marqués embarcó en una de ellas, decidido a liberar al hijo con peligro de su propia vida. Al tercer día avistaron al corsario, ante el que tenían la ventaja del viento; pronto lo alcanzaron, y Lorenzo, que se encontraba en la primera galera, creyó reconocer la señal de su hermano sobre la cubierta enemiga, cuando de pronto una tempestad los separó de nuevo. Los barcos, ya dañados, aguantaron a duras penas, pero la presa había desaparecido y la necesidad los obligó a atracar en Malta. El dolor de la familia no tuvo límites; el anciano marqués se mesaba los blancos cabellos y se temió por la vida de la joven condesa.
»Cinco años transcurrieron en búsquedas infructuosas. Se exploró toda la costa africana; se ofrecieron ingentes sumas por la libertad del joven marqués; pero nadie se presentó para ganarlas. Al final pareció lo más probable que aquella tempestad que separó las dos embarcaciones hiciera naufragar el barco pirata y todos los hombres perecieran en las olas.
»Pese a la probabilidad de esta suposición, distaba mucho de llegar a la certeza y nada justificaba que se renunciara a la esperanza de recuperar con vida al desaparecido. Pero en el supuesto de que no existiera ya, se extinguía con él la dinastía a menos que el segundo hermano abandonara el estamento clerical y asumiera los derechos del primogénito. Por audaz e injusto que fuera en sí este paso de desposeer al hermano quizá todavía vivo de sus derechos naturales, se creyó que por una posibilidad tan remota no se podía arriesgar el destino de un antiguo y noble linaje, que sin este recurso se extinguiría sin remisión. La tristeza y la edad estaban llevando al anciano marqués al sepulcro; con cada intento fallido se le esfumaba la esperanza de encontrar al desaparecido; veía próximo el ocaso de su dinastía, que con una pequeña injusticia se podía salvar si él decidía favorecer al hermano menor a costa del mayor. Para cumplir sus compromisos con la casa condal de C. le bastaba con modificar un nombre; la finalidad de ambas familias se alcanzaba igualmente: la condesa Antonia podía ser lo mismo esposa de Lorenzo que de Jerónimo. No se contemplaba la débil posibilidad de una reaparición de este último frente a la desgracia cierta e inminente del ocaso total de la familia, y el anciano marqués, que sentía cada día más próxima la muerte, deseaba con impaciencia morir al menos aliviado de esta inquietud.
»El único que vacilaba y que más se resistía a dar este paso era aquel al que más beneficiaba: Lorenzo. Indiferente al señuelo de una inmensa fortuna, insensible incluso a la posesión de la criatura más encantadora que se entregaría a sus brazos, rehusaba con la más noble y delicada conciencia suplantar a un hermano que acaso vivía aún y podría reclamar sus derechos. “¿No es ya bastante terrible este largo cautiverio de mi querido Jerónimo” —decía— “para amargarlo aún más con una usurpación que le iba a privar de todo lo que más quería? ¿Con qué corazón voy a implorar al cielo su retorno si su esposa está en mis brazos? ¿Con qué cara me presentaría ante él si un milagro nos lo devuelve al fin? Y en el supuesto de que haya desaparecido definitivamente, ¿cómo podemos honrar mejor su memoria que dejando sin llenar el hueco que su muerte abrió en la familia, sacrificando todas nuestras esperanzas en su tumba y donando a un santuario lo que era suyo?”
»Pero todas las razones que alegaba la conciencia delicada del hermano fueron incapaces de reconciliar al viejo marqués con la idea de ver extinguirse una dinastía que había florecido durante siglos. Todo lo que consiguió Lorenzo fue un plazo de dos años antes de llevar al altar a la novia de su hermano. Durante este lapso de tiempo continuaron febrilmente las operaciones de búsqueda. El propio Lorenzo realizó varias travesías y expuso su persona a muchos peligros; no se ahorraron esfuerzos ni gastos para encontrar al desaparecido. Pero estos dos años transcurrieron tan infructuosos como todos los anteriores.»
—¿Y la condesa Antonia? —preguntó el príncipe—. No dice nada sobre su situación. ¿Aceptó tan serenamente su destino? No lo puedo creer.
—La situación de Antonia era la de una lucha atroz entre el deber y la pasión, entre el rechazo y la admiración. La generosidad desinteresada del amor fraterno la conmovía, y se sentía movida a honrar la memoria del hombre al que ya no podía amar; su corazón sangraba, desgarrado por sentimientos encontrados. Pero su aversión al caballero parecía crecer a medida que él se interesaba por ella. El caballero observaba con profundo dolor la callada amargura que consumía la juventud de la joven condesa. Una tierna compasión sustituyó poco a poco la indiferencia con que antes la contemplaba, este sentimiento latente se apoderó de él, y una pasión irrefrenable empezó a dificultarle el ejercicio de una virtud que hasta entonces había superado cualquier tentación. Sin embargo, prestaba oídos a los dictados de su generosidad aun a expensas del corazón: él era el único que protegía a la víctima infeliz contra la voluntad de la familia. Pero todos sus esfuerzos fracasaron; cada triunfo que obtenía sobre su pasión demostraba con mayor evidencia que él era digno de aquella mujer, y la magnanimidad con que renunciaba a ella servía únicamente para hacer injustificable su resistencia.
»Así estaban las cosas cuando el caballero me pidió que la visitara en su finca. La cálida recomendación de mi protector hizo que me recibieran con un agasajo que superó todos mis deseos. No puedo menos de recordar aquí que mi nombre era ya famoso entre aquellas logias gracias a algunas intervenciones llamativas que yo había realizado, y esto pudo contribuir a aumentar la confianza del anciano marqués y a incrementar sus expectativas sobre mí. Permitidme relatar mis lances con él y los recursos que utilicé; de las confesiones que ya os he hecho podéis derivar todo lo demás. Como yo utilicé todos los libros místicos que había en la magnífica biblioteca del marqués, pronto conseguí hablar con él en su propio lenguaje y hacer coincidir mi sistema del mundo invisible con sus opiniones. Pronto llegó a creer lo que yo quería, y habría jurado con la misma seguridad en las cópulas de los filósofos con las salamandras y las sílfides como en los artículos de la fe. Como además era muy religioso y su predisposición a creer se había potenciado en aquella escuela mística, mis fábulas encontraban en él una fácil acogida y al final lo seduje y envolví con el misticismo de tal modo que todo lo que fuera natural no encontraba ya crédito en él. Pronto llegué a ser el apóstol venerado de la casa. El contenido ordinario de mis lecciones era la exaltación de la naturaleza humana y el trato con los seres superiores, y mi garante era el infalible conde de Gabalis. La joven condesa, que desde la pérdida de su amado vivía más en el mundo de los espíritus que en la realidad, y en alas de su fantasía se internó con apasionado interés por los temas de este género, acogía ávidamente mis indicaciones, y hasta los criados de la casa fingían tener que hacer en la sala cuando yo hablaba para coger al vuelo mis palabras y ordenar después a su modo los fragmentos.
»Pasé alrededor de dos meses en aquel castillo feudal cuando una mañana el caballero entró en mi habitación. Una profunda tristeza se dibujaba en su rostro, todos sus rasgos aparecían alterados; se dejó caer en una silla con todos los signos de la desesperación.
»—“Capitán —dijo—, he terminado. Tengo que irme. No puedo aguantar aquí más tiempo.”
»—“¿Qué os ocurre, caballero? ¿Qué tenéis?”
»—“Oh, esta horrible pasión —se levantó raudo de la silla y se arrojó a mis brazos—. La he combatido como un hombre… Ahora no puedo más.”
»—“Pero ¿de quién depende eso, querido amigo, si no de vos mismo? ¿No está todo en vuestro poder? El padre, la familia…”
»—“¡El padre! ¡La familia! ¿Qué representa eso para mí…? ¿Quiero una mano forzada o un afecto libre? ¿No tengo un competidor? Ah, ¿y quién es? Un competidor que acaso está muerto. ¡Déjeme, déjeme! ¡Aunque tenga que ir hasta el confín del mundo! ¡Debo encontrar a mi hermano!”
»—“¿Cómo? ¿Después de tantos intentos frustrados podéis abrigar aún la esperanza…?”
»—“¡Esperanza! Hace tiempo que se desvaneció en mi corazón. Pero ¿también en aquél? ¿Qué importa que yo espere? ¿Soy feliz mientras arda un rescoldo de esa esperanza en el corazón de Antonia? Dos palabras, amigo, podrían acabar con mi suplicio. Pero es inútil. Mi destino será desgraciado hasta que la eternidad rompa el largo silencio de ella y las tumbas testifiquen a mi favor.”
»—“¿Es, por tanto, esa certeza la que os hará feliz?”
»—“¿Feliz? Dudo de que pueda volverlo a ser. Pero la incertidumbre es la más terrible condenación —después de una pausa se apaciguó, para continuar con melancolía—. ¡Que él vea mis sufrimientos! ¿Puede hacerle feliz ella, la mujer fiel que está labrando la desgracia de su hermano? ¿Ha de consumirse un vivo por causa de un muerto que ya no puede gozar? Si él supiera mi tormento —aquí empezó a llorar amargamente y oprimió su rostro contra mi pecho—, quizá él mismo la llevaría a mis brazos.”
»—“Pero ¿no se va a poder cumplir este deseo?”
»—“Amigo, ¿qué dice?” —me miró aterrado.
»—“Motivos mucho menores —continué— han integrado a los difuntos en el destino de los vivos. ¿No es motivo suficiente toda la dicha terrena de una persona, de un hermano…”
»—“¡Toda la dicha terrena! Así lo siento yo. Qué bien lo ha dicho usted. ¡Toda mi felicidad!”
»—“… y la paz de una familia afligida para pedir la ayuda de las fuerzas invisibles? Sin duda. Si un asunto terreno puede justificar que se perturbe el descanso de los difuntos… hacer uso de un poder…”
»—“Por el amor de Dios, amigo —me interrumpió—, nada de eso. Confieso que antes profesaba yo esa idea, y creo que le hablé de ello; pero hace tiempo que la rechazo por odiosa y execrable.”»
»—Ya ven ustedes —continuó el siciliano— a dónde nos ha llevado esto. Yo procuré disipar las dudas del caballero y al final lo conseguí. Decidimos invocar el espíritu del difunto; con ese fin solicité un plazo de catorce días para prepararme dignamente como yo pretendía. Transcurrido este espacio de tiempo y después de poner a punto mis mecanismos, aproveché un atardecer triste en que la familia se reunió a mi alrededor, como de costumbre, para lograr su consentimiento o, más exactamente, para inducirlos veladamente a que ellos mismos me hicieran esa petición. El punto más arduo fue el de la joven condesa, cuya presencia por otra parte era imprescindible; pero aquí nos ayudó el vuelo místico de su pasión y quizá todavía más un tenue rescoldo de esperanza de que el supuestamente fallecido viviera y por eso no pudiera acudir a nuestra invocación. El único impedimento que no tuve necesidad de obviar fue la desconfianza en el procedimiento, la duda sobre las posibilidades de mi arte.
»Una vez obtenido el consentimiento de la familia, a los tres días empezamos a actuar. Oraciones que debían prolongarse hasta medianoche, ayunos, vigilias, soledad e instrucción mística, además del uso de un instrumento musical aún desconocido que resultaba muy eficaz en casos semejantes, fueron los preparativos para aquel acto solemne, y el entusiasmo fanático de mis oyentes caldeó mi propia fantasía y contribuyó no poco a crear un clima favorable. Al fin, llegó el momento esperado…»
—Adivino —dijo el príncipe— a quién nos va a presentar usted ahora… Pero siga, siga.
—No, mi señor. El acto discurrió por los cauces esperados.
—Pero ¿cómo? ¿Dónde queda el armenio?
—No os preocupéis —respondió el siciliano—, el armenio aparecerá en su momento. No me detengo en la descripción de la ceremonia, que me llevaría demasiado lejos. Baste decir que se cumplieron todas mis expectativas. Estaban presentes el anciano marqués, la joven condesa con su madre, el caballero y algunos parientes. Como podéis imaginar, durante mi larga estancia en aquella casa tuve ocasión de enterarme perfectamente de todo lo relacionado con el difunto. Diversos retratos suyos que encontré me permitieron dar a la aparición la similitud necesaria, y como hice hablar al espíritu por señas, su voz tampoco podía despertar sospechas. El muerto apareció en atuendo de esclavo africano y con una herida profunda en el cuello. Observarán —añadió el siciliano— que me aparté en esto de la creencia general de que murió en el naufragio, porque esperaba con este cambio acrecentar la credibilidad de la visión, y por el contrario, nada me pareció más peligroso que una aproximación demasiado exacta a lo natural.
—Creo que eso está muy bien pensado —dijo el príncipe volviéndose a nosotros—. En una serie de fenómenos extraordinarios, me parece que lo verosímil está de más. La facilidad de entender el fenómeno producido sólo sirve para devaluarlo, y la facilidad de producirlo lo vuelve sospechoso. En efecto, para qué invocar al espíritu si sólo nos descubre lo que podemos averiguar sin necesidad de recurrir a él, con ayuda de la simple razón humana. En cambio, la novedad sorpresiva y la dificultad de producirla son, en cierto modo, una garantía del milagro, pues ¿quién dudará del carácter sobrenatural de un fenómeno si no puede ser producido por las fuerzas naturales? Lo he interrumpido —añadió el príncipe—. Complete su relato.
—Hice que preguntaran al espíritu —continuó el siciliano— si nada consideraba como suyo en este mundo y nada había dejado en él que le interesase. El espíritu sacudió tres veces la cabeza y extendió una mano hacia el cielo. Antes de irse se quitó un anillo del dedo que después de su desaparición estaba en el suelo. Cuando lo examinó la condesa, comprobó que era su anillo de boda.
—¡Su anillo de boda! —dijo el príncipe con extrañeza—. ¡Su anillo de boda! Pero ¿cómo llegó a sus manos?
—Yo… el anillo no era el auténtico, príncipe. Yo lo había… Era sólo una imitación.
—¿Una imitación? —repitió el príncipe—. Para imitarlo necesitaba tener el auténtico, ¿y cómo llegó a sus manos si el difunto nunca se lo quitó del dedo?
—Eso es verdad —dijo el siciliano, un poco azorado—; pero gracias a una descripción que me hicieron del anillo verdadero…
—Descripción que le hizo… ¿quién?
—Hace ya mucho tiempo —dijo el siciliano—. Creo que era un simple anillo de oro que tenía grabado el nombre de la joven condesa… Pero vos me habéis desviado del relato.
—¿Qué más sucedió? —dijo el príncipe con cara de insatisfacción y ambigüedad.
—Todos quedaron convencidos de que Jerónimo no vivía. Desde ese día la familia notificó oficialmente su muerte y llevó luto por él. La circunstancia del anillo disipó las dudas de Antonia, que prestó más atención a las pretensiones del caballero; pero la tremenda impresión que le produjo aquel acto le causó una peligrosa enfermedad que estuvo a punto de frustrar las esperanzas de su amante. Cuando recuperó la salud decidió hacerse monja, idea de la que sólo pudo apartarla la expresa prohibición de su padre confesor, en quien confiaba ciegamente. Por fin, los esfuerzos aunados del confesor y de la familia le arrancaron el «sí» definitivo. El último día de luto sería el día feliz que el anciano marqués pensaba realzar aún más con la cesión de todos sus bienes al heredero legítimo.
»Llegó ese día y Lorenzo recibió a su emocionada novia en el altar. A la hora del ocaso, una cena espléndida aguardaba a los alegres huéspedes en la sala de bodas profusamente iluminada y una música bullanguera acompañó la alegría general. El feliz anciano había querido que todos compartieran su gozo; los accesos al palacio se abrieron de par en par y todos pudieron entrar a felicitarle. Entre este gentío…»
El siciliano interrumpió su relato y un escalofrío de expectativa nos hizo contener la respiración.
«Entre el gentío —continuó— me hizo reparar el hombre que se sentaba junto a mí, un fraile franciscano que estaba inmóvil como una columna, alto y delgado y con rostro pálido, que miraba fijamente, serio y triste, a la pareja de recién casados. La alegría que reflejaban todas las caras brillaba por su ausencia en aquel rostro; su semblante quedó inalterado como un busto entre figuras vivas. Lo insólito de aquella mirada, que me sorprendió en medio del bullicio general y en contraste con todo lo que me rodeaba, me impresionó tanto que sólo por eso pude reconocer los rasgos de aquel fraile en la fisonomía del ruso (pues vos ya comprendéis que aquel fraile, el ruso y el armenio son la misma persona), cosa que de otro modo me hubiera sido imposible. Intenté varias veces desviar los ojos de aquel personaje terrible, pero quedaban de nuevo fijos en él. Di con el codo a mi vecino, éste a los suyos; la misma curiosidad, la misma extrañeza se apoderó de toda la mesa, cesó la conversación y hubo un silencio repentino; el fraile no se inmutó. Siguió inmóvil y con la misma mirada grave y triste fijada en la pareja. Esta aparición espantó a todos; sólo la joven condesa vio reflejada su propia congoja en el rostro de aquel ser extraño y simpatizó con la única persona de la concurrencia que parecía comprender y compartir su aflicción. Poco a poco se dispersó la multitud, había pasado la medianoche, la música empezó a sonar más suave y lejana, las bujías iluminaban menos y al final ardían sólo unas pocas, la conversación se agotaba, convertida en susurro… la oscuridad era cada vez mayor en la sala de la boda, y el fraile seguía inmóvil y con la misma mirada callada y triste fijada en la pareja de recién casados.
»En la sobremesa, los invitados se desparramaron y la familia se juntó en un pequeño grupo; el fraile se unió a este grupo sin ser invitado a ello. No sé por qué, nadie quiso dirigirle la palabra. Las amigas rodearon a la desposada, que aún temblaba y que dirigía una mirada suplicante, como pidiendo socorro, al venerable personaje; éste no la correspondió.
»Los hombres rodearon del mismo modo al desposado. Hubo un silencio expectante y embarazoso. “¡Que nosotros seamos tan felices —dijo al fin el anciano, el único que no había reparado en el desconocido o no parecía sorprenderse de su presencia—… que nosotros seamos tan felices y nuestro hijo Jerónimo tenga que estar ausente…!”
»—“¿Así que le invitaste y él no vino?” —preguntó el fraile. Era la primera vez que abría la boca. Le miramos con terror.
»—“Ay, se fue allí donde quedará eternamente —respondió el anciano—. Reverendo señor, me habéis entendido mal. Mi hijo Jerónimo murió.”
»—“Quizá teme presentarse ante estas personas —continuó el fraile—. Quién sabe el aspecto que tendrá tu hijo Jerónimo… Hazle oír de nuevo la voz que oyó por última vez… Pide a tu hijo Lorenzo que le llame.”
»—“¿Qué significa eso?” —murmuraron todos. Lorenzo se puso pálido. No puedo negar que a mí empezó a erizárseme el cabello.
»El fraile se acercó entre tanto al mostrador, tomó un vaso de vino y se lo llevó a los labios.
»—“En memoria de nuestro querido Jerónimo —dijo—. Quien bien quiso a nuestro querido Jerónimo, siga mi ejemplo.”
»—“Sea cual sea vuestra procedencia, reverendo señor —dijo al fin el marqués—, habéis pronunciado un nombre querido. Sed bienvenido… Venid, amigos —añadió volviéndose a nosotros y haciendo pasar los vasos—, no avergoncemos a un forastero. ¡A la memoria de mi hijo Jerónimo!”
»Creo que nadie ha aceptado nunca un brindis de tan mala gana.
»—“Ahí queda un vaso lleno. ¿Por qué rehúsa mi hijo Lorenzo participar en este brindis amistoso?”
»Lorenzo recibió tembloroso el vaso de la mano del franciscano, se lo llevó a la boca balbuciendo: “Por mi querido hermano Jerónimo”, y fue a sentarse con cara de espanto.
»—“Ésa es la voz de mi asesino” —dijo una figura tétrica que apareció de pronto en medio de nosotros con el vestido ensangrentado y desfigurado por atroces heridas.
»No me pregunten más —dijo el siciliano, con todas las señales del terror en su cara—. Perdí el sentido en el momento en que vi la figura, y lo mismo les ocurrió a todos los presentes. Cuando recobramos el conocimiento, Lorenzo luchaba con la muerte; el fraile y la figura habían desaparecido. Llevaron al caballero a la cama, presa de terribles convulsiones; alrededor del moribundo estaba sólo el sacerdote y el infeliz anciano, que le siguió en la muerte pocas semanas después. Sus revelaciones están guardadas en el pecho del sacerdote que le oyó en confesión y ninguna persona viva las conoce.
»No mucho después de este episodio empezaron a desescombrar en el patio interior de la casa de campo un pozo oculto entre matorrales que estaba cegado desde muchos años atrás; al separar los escombros se descubrió un esqueleto. La casa donde sucedió esto no existe ya; la familia de M. se ha extinguido, y en un monasterio, no lejos de Salerno, os enseñarán el sepulcro de Antonia.
»Ahora ya saben ustedes —continuó el siciliano al ver que todos seguíamos mudos y paralizados, y nadie quería tomar la palabra—, ahora ya saben de qué conozco yo a ese oficial ruso o a ese armenio. Juzguen ahora si tenía motivo para echarme a temblar ante un ser que se me interpuso dos veces en el camino de un modo tan terrible.
—Sólo una pregunta más —dijo el príncipe, levantándose—. ¿Ha sido siempre veraz en su narración sobre el caballero?
—No conozco otra versión —contestó el siciliano.
—¿Así que usted lo tenía por un hombre recto?
—Sí, por Dios, sí.
—¿También cuando le entregó a usted el referido anillo?
—¿Cómo? No me dio ningún anillo. Yo no he dicho que él me hubiera dado el anillo.
—Bien —dijo el príncipe, tirando de la campanilla y en ademán de irse—. ¿Y el espíritu del marqués de Lanoy —preguntó, volviendo sobre sus pasos— que el ruso hizo aparecer ayer después del suyo? ¿Cree usted que era un espíritu real y verdadero?
—No puedo pensar otra cosa —respondió aquél.
—Vamos —nos dijo el príncipe. Había entrado el carcelero.
—Hemos terminado —le dijo a éste—. Usted, señor —añadió, volviéndose al siciliano—, tendrá noticias mías.
—La pregunta, señor, que vos habéis hecho al final al impostor, os la hago yo a vos —dije al príncipe cuando estuvimos solos—. ¿Creéis que aquel segundo espíritu era el real y verdadero?
—¿Yo? No, sinceramente; eso no volveré a creerlo.
—¿No volveréis? ¿Entonces lo habéis creído alguna vez?
—No niego que en algún momento di crédito a esa farsa.
—Y yo quiero ver —exclamé— a aquel que puede renunciar en esas circunstancias a semejante hipótesis. Pero ¿qué razones tenéis para rechazar esa opinión? Después de lo que hemos oído contar sobre ese armenio, la creencia en su poder taumatúrgico tendría que aumentar en lugar de disminuir.
—¿Voy a creer lo que nos ha contado un infame? —el príncipe me cortó la palabra con gesto de seriedad—. Pues imagino que no dudará usted de que se trata de un infame.
—No —dije—. Pero su testimonio…
—El testimonio de un infame, aun suponiendo que no tenga otras razones para ponerlo en duda, no cuenta nada frente a la verdad y a la sana razón. ¿Merece ser oído alguien que me ha engañado ya varias veces, que ha hecho de la mentira su oficio, en una materia que exige una veracidad extrema para merecer crédito? ¿Merece ser creído un hombre que quizá nunca ha dicho una verdad sobre su persona cuando se presenta como testigo contra la razón humana y contra el orden eterno de la naturaleza? Es como si yo quisiera autorizar a un bribón redomado a querellarse contra la inocencia nunca manchada y nunca censurada.
—Pero ¿qué razones pudieron moverlo a hablar tan bien de una persona a la que tenía motivos sobrados para odiar o al menos temer?
—Aunque yo desconozca esas razones, no por eso dejará de tenerlas. ¿Acaso sé a qué intereses servía cuando me mintió? Confieso que no he descubierto aún toda la trama de su impostura; pero él ha hecho un mal servicio a la causa que defiende al aparecer como un impostor… y quizá algo peor aún.
—El asunto del anillo me parece algo sospechoso.
—Es más que eso —dijo el príncipe—, es algo decisivo. Ese anillo, déjeme suponer de momento que lo relatado sea verídico, lo recibió del asesino, y él tenía que estar seguro de que aquél era el asesino. ¿Quién sino el asesino pudo sustraer al difunto un anillo que éste, desde luego, nunca se quitó del dedo? Él intentó convencernos a lo largo de todo el relato de que el caballero lo había engañado y de que él creyó haberle engañado a él. ¿Cómo explicar este enredo si no era consciente de lo mucho que tenía que perder al confesar su connivencia con el asesino? Todo su relato es una serie de patrañas inventadas para coordinar las pocas verdades que tuvo a bien revelar. ¿Iba a tener yo mayor reparo en inculpar de la undécima mentira al infame que me había mentido diez veces que en hacer interrumpir el orden de la naturaleza que siempre he respetado?
—Yo no puedo contestar nada a eso —dije—; pero la aparición que vimos ayer sigue siendo para mí incomprensible.
—También para mí —replicó el príncipe—, aunque he caído en la tentación de aventurar una clave.
—¿Cuál?
—¿No recuerda que la segunda figura, nada más entrar, avanzó hacia el altar, tomó el crucifijo en la mano y puso el pie en la alfombra?
—Eso me pareció.
—Y el crucifijo hizo de conductor eléctrico, según nos dijo el siciliano. Eso indica que la figura se apresuró a cargarse eléctricamente. El golpe que lord Seymour le asestó con la espada no pudo afectarlo porque la descarga eléctrica le había paralizado el brazo.
—Lo de la espada es correcto; pero ¿y la bala que le disparó el siciliano y que oímos cómo rodaba lentamente sobre el altar?
—¿Estáis seguro de que la bala disparada era la misma que oímos rodar? Por otra parte, el títere o el hombre que hacía de espíritu podía estar tan perfectamente acorazado que fuese inmune a las balas y a la espada. Pero reflexione un poco sobre quién fue el que cargó la pistola.
—Es verdad —dije en una iluminación súbita—. La cargó el ruso. Pero eso ocurrió a la vista de todos; ¿cómo pudo producirse el engaño?
—¿Y por qué no iba a poder producirse? ¿Cree usted que aquellos hombres desconfiaban hasta el punto de tener que vigilar al ruso? ¿Examinó usted la bala antes de que él la introdujera en el cañón? Lo mismo pudo ser una bala de mercurio que una bala de arcilla pintada. ¿Se fijó en si la introducía realmente en el cañón de la pistola o la dejaba deslizarse disimuladamente en la mano? Y suponiendo que hubiera cargado realmente la pistola, ¿cómo sabe usted que se llevó al otro pabellón la pistola cargada y no la sustituyó por otra igual, cosa fácil de hacer porque a nadie se le ocurrió observarlo y además estábamos ocupados en desnudarnos? ¿Y no pudo la figura, en el momento en que el humo de la pólvora lo sustrajo a nuestra vista, hacer caer al altar otra bala que tuviera reservada? ¿Cuál de todas estas hipótesis es imposible?
—Tenéis razón. Pero ¿y el sorprendente parecido de la figura con vuestro difunto amigo? Yo también lo vi a menudo en vuestra casa, y lo reconocí inmediatamente en el espíritu.
—También yo… y sólo puedo decir que la ilusión alcanzó su grado máximo. Pero si ese siciliano, tras unas pocas miradas furtivas a mi tabaquera, supo llevar a su cuadro una cierta similitud que lo embaucó a usted y a mí, ¿cómo no iba a poder hacerlo el ruso, que durante toda la sobremesa pudo utilizar libremente mi tabaquera con la ventaja de pasar inadvertido y al que yo había revelado además, en confianza, quién era el personaje retratado en la caja? Añada usted algo que también el siciliano señaló: los rasgos faciales del marqués eran fáciles de reproducir grosso modo; ¿dónde queda lo inexplicable de esa aparición?
—¿Y el contenido de sus palabras? ¿La aclaración sobre vuestro amigo?
—¿Cómo? ¿No nos dijo el siciliano que compuso una historia similar con lo poco que me había preguntado? ¿No demuestra esto lo fácil que era creer esa ficción? Además, las respuestas del espíritu eran tan oscuras, tan sibilinas, que éste no corría ningún peligro de incurrir en contradicción. Si el cómplice del impostor que hacía de espíritu poseyera conocimiento y reflexión, y pudiera aprender siquiera un poco de los presentes, imagine usted hasta dónde habría podido llegar la impostura.
—Pero pensad, señor, lo prolijos que tuvieron que ser los preparativos para una farsa tan compleja; cuánto tiempo llevaría, cuánto tiempo sólo para reproducir una cabeza humana con tanta fidelidad, cuánto tiempo para instruir al espíritu sustituto de forma que no cometiera un error grave, cuánta atención a los pequeños detalles que podían facilitar o dificultar la operación. Y recordad, además, que el ruso no estuvo ausente más de media hora. ¿Cómo pudo disponer aun lo más imprescindible en media hora? Realmente, señor, ni siquiera un autor dramático obsesionado con las tres unidades de Aristóteles hubiera cargado de tanta acción un entreacto ni hubiera exigido tanta credulidad a su público.
—¿Cómo? ¿Le parece imposible que en esa media hora todos esos preparativos estuvieran a punto?
—En efecto, prácticamente imposible.
—Yo no entiendo ese lenguaje. ¿Es contrario a las leyes del tiempo, del espacio y de la causalidad física que una cabeza tan bien dotada como es indiscutiblemente ese armenio, con ayuda de sus cómplices quizá igualmente hábiles, al amparo de la noche, sin ser observado por nadie, provisto de todos los recursos que tiene a su disposición un hombre de su oficio, que ese hombre, digo, favorecido por tales circunstancias, pueda hacer tanto en tan poco tiempo? ¿Es impensable y absurdo creer que con ayuda de unas pocas palabras, órdenes o señales encargue prolijas tareas a sus colaboradores y pueda designar unas operaciones complejas y coherentes con tan escaso bagaje verbal? ¿Prefiere usted creer en un milagro antes que admitir una improbabilidad? ¿Anular las fuerzas de la naturaleza antes que hacerse a la idea de una combinación artificial y menos usual de estas fuerzas?
—Aunque el asunto no justifique una conclusión tan atrevida, convendréis conmigo en que excede de nuestros conceptos.
—Casi me gustaría discutirle también eso —dijo el príncipe con alegre socarronería—. ¿Qué me diría usted, querido conde, si resultara que alguien había trabajado para ese armenio no sólo durante y después de esa media hora, ni deprisa y fugazmente, sino toda la tarde y noche? Recuerde que el siciliano pasó tres horas largas en sus preparativos.
—¡El siciliano, señor!
—¿Y cómo me demuestra usted que el siciliano no participó en la segunda aparición tanto como en la primera?
—¿Qué dice, señor?
—¿Cómo me demuestra que él no era el principal colaborador del armenio, en suma, que ambos no están en la misma trama?
—Eso sí que me parece difícil de demostrar —dije con bastante asombro.
—No tan difícil, querido conde, como usted piensa. ¿Es un azar que estos dos sujetos se encuentren al mismo tiempo y en el mismo lugar en una conspiración tan extraña, tan confusa, contra la misma persona; que haya por ambas partes una armonía tan llamativa, un entendimiento tan perfecto, que trabaje el uno para el otro? Suponga usted que el armenio utilizó la aparición más tosca para dar relieve a la más sutil. Suponga que hace eso para averiguar el grado de mi credulidad, para tantear los accesos a mi confianza, para familiarizarse con su tema mediante este ensayo que podía fracasar pese a todas las cautelas; en una palabra, para poner a punto su mecanismo. Suponga que lo hizo para atraer mi atención hacia un lado y desviarla de otro que era más importante para él. Suponga que tuvo que hacer algunas averiguaciones que él deseaba que figurasen en la cuenta del prestidigitador para desviar la sospecha de la verdadera pista.
—¿Qué pensáis de eso?
—Vamos a suponer que sobornó, a uno de los míos para obtener información secreta, quizá incluso documentos, al servicio de sus planes. Yo echo de menos al cazador. ¿Qué me impide creer que el armenio intervino en el secuestro de esta persona? Pero puede darse la casualidad de que yo trate de esclarecer esas intrigas; se puede interceptar una carta; un criado puede hablar más de la cuenta. Todo el prestigio del armenio cae por tierra si descubro las fuentes de su omnisciencia. Él introduce a este prestidigitador para que haga ésta o la otra averiguación sobre mí. Él me hace llegar previamente alguna señal de la existencia y de las intenciones de esta persona. Al margen de lo que yo pueda descubrir, mi sospecha sólo recaerá en este impostor, y para las investigaciones que a él, el armenio, le interesan, el siciliano dará su nombre. Éste es el títere con el que me hace jugar, al tiempo que él me ata con cuerdas invisibles sin ser observado ni levantar sospechas.
—Muy bien, pero ¿cómo se compagina con eso que él mismo ayude a destruir esta ficción y confíe los secretos de su arte a ojos profanos? ¿No temerá que el desenmascaramiento de una ficción tan bien disimulada como ha sido en realidad la operación del siciliano debilite vuestra fe y le dificulte a él sus planes futuros?
—¿Cuáles son los secretos que el armenio me descubre? Ninguno de los que él quiere utilizar contra mí. No ha perdido nada al publicarlos. Pero ¿cuánto ha ganado, en cambio, cuando este presunto; triunfo sobre la mentira y la farsa me ha vuelto seguro y confiado, cuando él logra así distraer mi atención en una dirección contraria, fijar mi vago recelo en objetos sumamente distanciados del verdadero punto de ataque? Él podía esperar que yo, tarde o temprano, por propia desconfianza o por sugerencia ajena, buscara la clave de sus milagros en el arte de la prestidigitación. ¿Qué cosa podía hacer mejor que yuxtaponer sus prodigios, ofrecerme el criterio para juzgarlos y, poniendo un límite artificial a los últimos, potenciar o confundir tanto más mis ideas sobre los primeros? ¡Cuántas suposiciones ha deshecho con este ardid! ¡Cuántas explicaciones que de otro modo yo hubiera aceptado quedan descartadas!
—Entonces el armenio se ha perjudicado a sí mismo, en el sentido de que ha puesto en guardia a aquellos que quería embaucar y ha debilitado su fe en su poder taumatúrgico con el desenmascaramiento de una trama tan artificial. Vos mismo, señor, sois el mejor mentís de su proyecto, sí acaso tenía alguno.
—Quizá se ha equivocado conmigo, pero su juicio no deja de ser certero. ¿Podía él prever que yo iba a recordar precisamente aquello que podía ser la clave del milagro? ¿Entraba en sus planes que el cómplice que él utilizó adoleciera de esos puntos flacos? ¿Sabemos si ese siciliano no se ha excedido en sus atribuciones? Con el anillo desde luego que sí. Y es, sobre todo, este asunto el que despertó mi desconfianza hacia él. ¡Con qué facilidad puede venirse abajo un plan inteligente por el uso de un medio demasiado tosco! Seguramente el armenio no creía que el prestidigitador fuera a pregonar su gloria a son de trompeta, que nos fuera a endosar esos cuentos que no resisten el más mínimo examen. Por ejemplo, ¿con qué cara puede asegurarnos este impostor que su taumaturgo, al dar las doce de la noche, tiene que interrumpir todo trato con los seres humanos? ¿No lo hemos visto a esa hora entre nosotros?
—Es verdad —dijo—. Parece que él lo ha olvidado.
—Pero esa clase de personas suele extralimitarse en su cometido y echa a perder con sus excesos lo que una impostura discreta y moderada podría conseguir perfectamente.
—No obstante, señor, yo no acabo de convencerme de que todo este asunto se reduzca a una farsa. ¿Cómo es posible? El terror del siciliano, sus convulsiones, su desmayo, el estado lastimoso de ese hombre que nos movió a compasión… ¿todo eso es una simple comedia bien aprendida? Aun admitiendo que la ficción teatral puede llevar muy lejos, el arte del actor no puede enseñorearse de los órganos de su vida.
—A este propósito, amigo… yo vi el Ricardo III de Garrick… ¿Y estábamos en aquel momento tan serenos y fríos como para ser observadores imparciales? ¿Pudimos calibrar la emotividad de aquella persona cuando la nuestra nos dominaba? Además, la crisis decisiva, incluso de una farsa, es un trance tan importante para el impostor que la espera puede producir en él síntomas tan fuertes como la sorpresa en el engañado. Añada a eso la aparición insospechada de los esbirros.
—Me alegra que recordéis eso, señor. ¿Se hubiera atrevido el armenio a exponer tan peligroso flanco a la mirada de la justicia? ¿A poner a prueba tan temerariamente la fidelidad de su cómplice…? ¿Y con qué fin?
—Eso déjelo a su cuidado; él conoce a los suyos. ¿Sabemos nosotros qué delitos secretos garantizan la discreción de este hombre? Usted se ha enterado por el siciliano del cargo que ejerció en Venecia, aunque tal cargo sea un cuento más. ¿Cuánto le habrá costado sacar de apuros a este sujeto que no tiene otro acusador que él?
(En realidad, los hechos justificaron la sospecha del príncipe. Cuando preguntamos algunos días después por el preso, nos dijeron que había desaparecido.)
—Usted ha preguntado: ¿con qué fin? ¿Cómo iba a arrancarle al siciliano una confesión tan inverosímil y deshonrosa, pero tan importante, si no era por la violencia? ¿Quién si no un hombre desesperado que ya nada tiene que perder puede atribuirse cosas tan humillantes? ¿En qué otras circunstancias se las hubiéramos creído?
—Concedido, príncipe —dije al fin—. Parece que las dos apariciones fueron imposturas; parece que ese siciliano nos hilvanó un cuento que le enseñó su patrón; parece que los dos perseguían un único fin de común acuerdo y parece que se pueden explicar por este acuerdo todas aquellas casualidades que tanto nos han sorprendido en el curso de estos acontecimientos. Sin embargo, aquella profecía de la plaza de San Marcos, el primer milagro que dio paso a todos los otros, queda sin explicar, ¿y de qué nos sirve tener la clave de todos los otros milagros si no podemos resolver el enigma del primero?
—¿Se está convirtiendo, querido conde? —contestó el príncipe—. Ya me dirá usted lo que demuestran todos esos milagros si yo averiguo que bajo ellos latía la misma farsa. Le confieso que aquella profecía desborda mi capacidad de comprensión. Si no hubiera habido nada más que esa profecía, el armenio habría concluido con ella su papel como lo había empezado con ella. Le confieso que no sé hasta dónde podía haberme llevado. En esta sociedad rastrera en que vivimos, aquella profecía me resulta un tanto sospechosa.
—Concedido, príncipe; pero sigue siendo incomprensible, y yo invito a todos nuestros filósofos a darme alguna explicación.
—¿Le parece tan inexplicable? —continuó el príncipe tras un momento de reflexión—. No pretendo invocar el nombre de un filósofo; pero podría sentirme tentado a buscarle también a ese milagro una clave natural o, más exactamente, a despojarlo de la aureola de lo sobrenatural.
—Si sois capaz de eso, príncipe —contesté con una sonrisa de incredulidad—, vos seréis el único milagro en el que creo.
—Y como prueba —continuó— de lo poco que está justificado el recurso a las fuerzas sobrenaturales, le voy a proponer dos explicaciones distintas que podrían quizá dar razón de aquel suceso sin hacer violencia a la naturaleza.
—¿Dos claves? Siento una enorme curiosidad.
—Usted me leyó las últimas noticias sobre la enfermedad de mi difunto primo. Fue en un acceso de fiebre álgida cuando un ataque de apoplejía acabó con su vida. Confieso que lo insólito de esta muerte me movió a requerir el juicio de algunos médicos, y lo que averigüé, por esa vía me puso en la pista de esa adivinación. La enfermedad del difunto, una de las más extrañas y terribles, tiene el síntoma característico de que durante los escalofríos de la fiebre sume al enfermo en un sueño profundo que, al presentarse el paroxismo por segunda vez, le causa la muerte por apoplejía. Como estos paroxismos se producen en un orden riguroso y a intervalos fijos, una vez que el médico ha diagnosticado la naturaleza de la enfermedad puede predecir también la hora de la muerte. Pero se sabe que el tercer paroxismo de una fiebre recurrente de tres días se produce al quinto día de la enfermedad… y justamente es ése el tiempo que necesita una carta para llegar desde ***, donde murió mi primo, hasta Venecia. Si suponemos que nuestro armenio cuenta con un confidente atento en la comitiva del difunto, que tiene un vivo interés en obtener noticias de allí, que abriga ciertas intenciones sobre mí que pueden ser más viables a través de la fe en los milagros y de la aureola de lo sobrenatural… entonces encuentra usted una explicación natural de aquel vaticinio que le parece tan incomprensible. Ahí puede ver cómo un tercero puede notificarme el fallecimiento que se está produciendo a cuarenta millas de distancia en el momento de anunciarlo.
—En realidad, príncipe, vos combináis aquí cosas que en sí parecen naturales, pero se diría que aparecen combinadas por arte de brujería.
—¿Cómo? ¿A usted le asusta menos lo milagroso que lo enigmático y lo insólito? Una vez que atribuimos al armenio un importante plan que me utiliza a mí como fin o como medio (¿y no debemos hacerlo, al margen de lo que pensemos sobre su persona?), nada de lo que conduzca a ese objetivo por el camino más corto será antinatural y forzado. Pero ¿qué camino puede haber más corto para asegurarse de una persona que las credenciales de un taumaturgo? ¿Quién se resiste a un hombre al que se someten los espíritus? Pero yo le concedo a usted que mi hipótesis es rebuscada; confieso que tampoco a mí me satisface. No insisto en ella porque no vale la pena recurrir a un esquema artificial y especulativo cuando se tiene bastante con él puro azar.
—Se debe tener bastante, querréis decir —lo interrumpí.
—Apenas algo más que el puro azar —continuó el príncipe—. El armenio conocía el trance de mi primo. Nos abordó en la plaza de San Marcos. La ocasión lo animó a aventurar una profecía que, de fallar, quedaba en simple palabra volandera y, de acertar, podía tener consecuencias insospechadas. El resultado fue positivo… y sólo entonces piensa el armenio en utilizar el regalo del azar para esbozar un plan coherente. El tiempo podrá o no explicar este misterio, pero créame, amigo —dijo poniendo su mano sobre la mía y con semblante muy serio—, que un hombre que dispone de fuerzas superiores no necesita de las bufonadas, o las desdeña.
Así finalizó una conversación que he referido en su totalidad porque viene a demostrar las dificultades con que se encontraba el príncipe y porque servirá, como espero, para limpiar su memoria del reproche de haber caído ciega e irreflexivamente en la trampa que le tendió una maquinación diabólica. No todos —continúa el conde de O.—, no todos los que en el momento de escribir yo esto contemplan su debilidad con sonrisa burlona y presumiendo de su propia razón inexpugnable se creen autorizados a dictar sobre él la condena, no todos, me temo, soportarían tan varonilmente esta prueba. Si lo vemos caer después de este comienzo feliz, si se cumple en él la trama negra sobre la que le puso en guardia su genio bueno, en lugar de mofarnos de su necedad tendremos que asombrarnos de la bellaquería a la que sucumbió su razón tan bien pertrechada. Las consideraciones sociales no pueden influir en mi testimonio, pues el que tenga algo que agradecerme no existe ya. El terrible destino del príncipe tocó a su fin; su alma estará ya purificada en el trono de la verdad, y también la mía se habrá presentado ya cuando el mundo lea esto; pero —perdón por las lágrimas que se me saltan al recordar a mi más fiel amigo— escribo esto para orientar a la justicia: él era un hombre noble y hubiera sido sin duda una gloria del trono que quiso escalar, en su ceguera, por la vía delictiva.
LIBRO II
No mucho después de estos últimos sucesos —sigue contando el conde de O.— empecé a notar un sensible cambio en el ánimo del príncipe. Hasta entonces había evitado cualquier examen riguroso de su fe y se había limitado a depurar las rudas y superficiales nociones religiosas en que fue educado con otras ideas mejores que le llegaron posteriormente sin investigar los fundamentos de la misma. Me confesó varias veces que los temas religiosos eran para él como un castillo encantado en el que no se podía entrar sin sentir terror y que era preferible pasar de largo con respetuosa resignación para no correr el peligro de perderse en sus laberintos. No obstante, había en él la tendencia contraria, que lo llevaba irresistiblemente a realizar investigaciones relacionadas con la religión.
Una educación estrecha y servil fue el origen de ese temor; ella había insuflado en su tierno cerebro unos fantasmas de los que no pudo librarse totalmente a lo largo de su vida. La melancolía religiosa era una enfermedad hereditaria en su familia; la educación que le dieron a él y a sus hermanos estaba en consonancia con esa predisposición y las personas encargadas de educarlo fueron elegidas desde esa perspectiva y eran, por tanto, fanáticas o hipócritas. El modo más seguro de dejar altamente satisfechos a sus padres consistía en ahogar en una absoluta rigidez espiritual toda la vitalidad del niño.
La juventud de nuestro príncipe tuvo este cariz de noche oscura; hasta en sus juegos estaba ausente la alegría. Todas sus ideas de la religión tenían algo de tétrico, y precisamente lo siniestro y burdo era lo que antes se apoderaba de su fantasía y más persistía en ella. Su Dios era un espantajo, un ser que castiga; su piedad, un miedo servil y una sumisión ciega que ahogaba toda fuerza y todo coraje. La religión se enfrentaba a todas sus inclinaciones infantiles y juveniles propias de un cuerpo vigoroso y una salud exuberante; se oponía a todo lo que su corazón juvenil anhelaba; nunca le enseñaron a ver la religión como un bien, sino como un azote de sus pasiones. Así fue germinando en su corazón un rencor latente que, aunando una fe respetuosa y un temor ciego, formó la más extraña amalgama en su cabeza y en su corazón: la aversión a un Dios ante el que sentía miedo y reverencia con igual intensidad.
No es extraño que aprovechara la primera ocasión para sacudirse un yugo tan cruel; pero escapó a él como un siervo de la gleba que, aun después de liberarse de su despótico señor, conserva la conciencia de esclavo. Precisamente porque no abandonó la fe de su juventud en una opción serena, porque no aguardó a que su razón madura se desprendiera de ella de modo sosegado, porque se evadió de ella como un fugitivo que sigue perteneciendo a su señor, tenía que volver a ella, una y otra vez, tras las largas evasiones. Había saltado sin romper la cadena y por eso se convirtió en presa de cualquier impostor que descubriera esa cadena y supiera utilizarla. La continuación de esta historia demostrará la existencia de ese impostor, si el lector no la ha adivinado aún.
Las confesiones del siciliano dejaron en el ánimo del príncipe unas consecuencias superiores a lo que el episodio se merecía, y el pequeño triunfo que su razón alcanzó sobre aquella ridícula impostura aumentaron notablemente su confianza en la razón. La facilidad con que logró deshacer aquel engaño no lo sorprendió. La verdad y el error no se habían diferenciado aún en su cerebro con la suficiente precisión para no confundir a veces los argumentos de la primera con los argumentos del segundo; por eso ocurrió que el golpe que derrumbó su fe en el milagro hizo tambalearse todo el edificio de su fe religiosa. Le sucedió en esto como a la persona inexperta que es engañada en la amistad o en el amor por haber elegido mal y que pierde su fe en estos sentimientos por tomar los meros accidentes por cualidades y notas esenciales. El engaño desenmascarado le hizo sospechar también de la verdad porque había pretendido demostrar ésta con malas razones.
Este supuesto triunfo le produjo una satisfacción proporcional a la fuerte presión de la que se sentía liberado. Desde entonces lo invadió una actitud escéptica que no perdonaba lo más sagrado. Concurrieron varias circunstancias a mantener y afianzar este estado de ánimo. Cesó la soledad en que había vivido, para ser sustituida por un género de vida lleno de distracciones. Descubrió su categoría social. Las atenciones a las que debía corresponder y la etiqueta que tenía que guardar por su rango lo sumergieron poco a poco en el remolino del gran mundo. Su condición y sus cualidades personales le permitieron entrar en los círculos más ilustrados de Venecia; pronto alternó con las cabezas más lúcidas de la República, con sabios y hombres de Estado. Esto lo obligó a ampliar la esfera uniforme y estrecha en que su espíritu se había encerrado. Comenzó a percibir la limitación de sus conceptos y a sentir la necesidad de una formación superior. La forma desfasada de su espíritu, pese a ir acompañada de buenas cualidades, contrastaba con las ideas corrientes de la sociedad, y su ignorancia de las cosas más conocidas lo ponía a veces al borde del ridículo; nada temía tanto como el ridículo. Los prejuicios contra su país natal le parecían una invitación a negar su propia persona. A esto se añadía algo peculiar de su carácter: lo molestaban las atenciones que eran motivadas, a su juicio, por la categoría social y no por el valor personal. Era especialmente sensible a esta humillación en presencia de aquellas personas que lucían por su ingenio y con sus méritos personales triunfaban sobre su genealogía. El verse discriminado como príncipe en esa sociedad lo avergonzaba profundamente, porque este título parecía excluirlo ya de cualquier competencia. Todo esto junto le hizo pasar de la necesidad de dar a su espíritu la formación que no había tenido a acercarse al mundo del ingenio y del pensamiento, tan distante de él.
Eligió para ello las lecturas más modernas, y tomó esta tarea tan a pecho como todo lo que emprendía. Pero una mala elección le hizo leer escritos que no mejoraron mucho su razón ni su corazón. Y también aquí se dejó llevar de su tendencia irresistible hacia todo lo que es inefable y enigmático. Sólo a los temas con estas características prestaba atención y dedicaba su memoria; su razón y su corazón quedaron vacíos, y estos comportamientos de su cerebro se fueron llenando de ideas confusas. El estilo deslumbrante de uno arrebataba su imaginación, y las sutilezas de otro embrollaban su razón. A uno y otro les fue fácil cautivar su espíritu, que era presa de todo el que irrumpía en él con cierta insolencia.
Hubo una lectura que continuó con pasión más de un año y apenas le aportó ningún concepto positivo, pero le llenó la cabeza de dudas que, como sucedía siempre en este carácter consecuente, pronto influyeron negativamente en su corazón. Por decirlo brevemente, se había internado en este laberinto como un creyente fanático y lo abandonó como escéptico y finalmente como librepensador consumado.
Entre los círculos que frecuentaba había una sociedad llamada Bucentauro, que bajo capa de una libertad de espíritu noble y racional fomentaba la licencia desenfrenada de las ideas y de las costumbres. Como contaba a muchos eclesiásticos entre sus miembros y hasta incluía en su dirección los nombres de algunos cardenales, no fue difícil inducir al príncipe a ingresar en ella. Creía que esas personas podrían obviar mejor que nadie el peligro de ciertas verdades de la razón, ya que estaban obligadas por su estado a la moderación y tenían la ventaja de oír y contrastar a la parte contraria. El príncipe olvidó que el libertinaje del espíritu y de las costumbres se agrava en personas del estamento eclesiástico, porque no encuentra ya en ellas ningún freno ni se detiene ante ninguna aureola de santidad que deslumbra a veces a los ojos profanos. Y esto ocurría en el Bucentauro, cuyos miembros, imbuidos en su mayoría de una filosofía deletérea y practicando una moral digna de semejante guía, no sólo ultrajaban su propio estamento sino a la humanidad misma. La sociedad tenía sus grados secretos, y quiero creer en honor del príncipe que a él nunca lo hallaron digno de entrar en el santuario más íntimo. Todo el que ingresaba en esta sociedad tenía que renunciar, al menos mientras viviera en ella, a su rango, su nación y su confesión religiosa, en suma, a todos los signos convencionales de distinción, y asumir un estado de igualdad universal. La elección de los miembros era muy severa porque sólo las cualidades del espíritu daban acceso a la sociedad. Ésta presumía de buen tono y de gusto exquisito, y de esta fama gozaba en toda Venecia. Tanto esas cualidades como el señuelo de la igualdad que reinaba en ella atrajeron irresistiblemente al príncipe. Un trato social distinguido, amenizado por la broma delicada, conversaciones instructivas, lo mejor del mundo de las ciencias y de la política, que confluían allí como en su punto central, le ocultaron durante mucho tiempo lo peligroso de esa combinación. Cuando fue descubriendo bajo la máscara el verdadero espíritu del instituto y los demás se cansaron de guardar las debidas cautelas frente a él, la retirada resultó ya peligrosa, y la falsa vergüenza, a la par que la preocupación por la propia seguridad, lo obligó a disimular la desazón interior.
Pero ya la mera familiaridad con aquella clase de personas y sus ideas, sin inducirlo a la imitación, había echado a perder la pura y bella simplicidad de su carácter y la delicadeza de sus sentimientos morales. Su entendimiento, armado de conocimientos tan superficiales, no podía resolver sin ayuda ajena las sutiles argucias en que lo habían atrapado, y aquellos elementos corrosivos destruyeron casi todos los fundamentos de su moralidad. El príncipe desechó los apoyos naturales de su felicidad para sustituirlos por unos sofismas que en el momento decisivo lo dejaban en la estacada y lo obligaban así a abrazar cualquier principio arbitrario que le proponían.
Quizá la mano de un amigo hubiera logrado aún salvarlo a tiempo de aquel abismo; pero, aparte de que yo conocí las interioridades del Bucentauro mucho después de haberse producido el mal, un asunto urgente me había obligado a ausentarme de Venecia ya al comienzo de este período. También milord Seymour, un buen amigo del príncipe, cuya cabeza fría era inmune a cualquier tipo de impostura y que le hubiera podido servir sin duda de escudo protector, nos abandonó por esta época para regresar a su patria. Aquellos en cuyas manos dejé al príncipe eran personas honestas, pero inexpertas y muy limitadas en materia religiosa, no conocían la situación del príncipe ni gozaban de prestigio ante él. A sus capciosos argumentos no sabían oponer otra cosa que las sentencias de una fe ciega y autoritaria que a él lo irritaban o lo divertían; él los menospreciaba y con su talento superior, reducía pronto al silencio a aquellos malos defensores de la buena causa. Los otros, que fueron ganando su confianza, se empeñaban en hundirlo cada vez más. Cuando regresé a Venecia un año después, lo encontré muy cambiado.
La influencia de esta nueva filosofía se notó pronto en la vida del príncipe. A medida que probaba suerte en Venecia y conquistaba nuevos amigos, iba perdiendo las antiguas amistades. De día en día me gustaba menos su manera de ser, nos veíamos menos y él estaba menos disponible. El torrente del gran mundo lo había atrapado. Nunca estaba su umbral vacío cuando se encontraba en casa. Empalmaba un placer con otro, una fiesta con otra, una diversión con otra. Era la beldad a la que todos pretendían, el rey y el ídolo de todas las reuniones. Si la vida de sociedad le había parecido ardua en la estrechez de su mentalidad anterior, ahora se sorprendía de lo fácil que le resultaba. Todos lo complacían, todo lo que salía de sus labios era acertado, y cuando él callaba, faltaba algo en la reunión. Esta felicidad que lo acompañaba en todas partes, este éxito general, le hacían ser más de lo que era en realidad porque le daban ánimo y confianza en sí mismo. El alto concepto que alcanzó así sobre su propio valor le hizo creerse las adulaciones que le tributaban y que sin esa conciencia exagerada y artificial de su persona tendrían que resultarle sospechosas. Ese clamor general venía a reforzar lo que su orgullo autosatisfecho le decía secretamente; era un tributo que él creía merecer. Escaparía sin duda a esta trampa si tuviera un momento de respiro, si le dejaran un margen de reposo para comparar su verdadero valor con la imagen que veía en un espejo tan complaciente; pero su existencia era un estado permanente de ebriedad, de vértigo sin fin. Cuanto más lo ensalzaban, más tenía que hacer para mantenerse en la altura; esta tensión continuada lo fue consumiendo lentamente; no descansaba ni en el sueño. Los aduladores conocían bien sus puntos flacos y habían calculado perfectamente la pasión que despertaron en él.
Pronto tuvieron que pagar sus fieles caballeros las consecuencias de estos avatares del señor. Los nobles sentimientos y las verdades sagradas que antes regían su vida eran ahora objeto de sus diatribas. Se vengaba de las verdades de la religión por la presión que unas nociones erróneas habían ejercido tanto tiempo sobre él; pero la voz insobornable de su corazón rechazaba los devaneos de su cabeza, y había más amargura que talante sereno en sus invectivas. El más bello rasgo de su carácter, que era la modestia, había desaparecido; los aduladores habían envenenado su buen corazón. La delicadeza exquisita en el trato que antes hacía olvidar a los caballeros que él era su señor dio paso a una actitud autoritaria y despótica que resultaba tanto más hiriente porque no se basaba en la nobleza de nacimiento, que era aceptada sin dificultad y que él menospreciaba, sino en su presunta superioridad personal. Pero dado que en casa concedía un margen a ciertas reflexiones que no se podía permitir en la vida de sociedad, sus criados lo solían ver sombrío, malhumorado y descontento, en contraste con la alegría forzada que prodigaba en los ambientes de fuera. Nosotros sufríamos viéndolo caminar por esta senda peligrosa; pero en la agitación que lo envolvía no escuchaba la débil voz de la amistad y se sentía aún demasiado feliz para oírla.
Ya en los primeros tiempos de esta época tuve que solventar en la corte de mi soberano un asunto importante que no podía sacrificar a los intereses más sagrados de la amistad. Una mano invisible que sólo descubrí mucho después encontró el modo de embrollar allí mis asuntos y difundió sobre mí unos rumores que hube de desmentir con mi presencia personal. La despedida del príncipe me resultó penosa, pero fue tanto más fácil para él; hacía tiempo que se habían aflojado los lazos que nos unían. Pero su caso despertó toda mi simpatía; por eso hice prometer al barón de F. que me tendría informado por escrito, promesa que él cumplió concienzudamente. Desde ahora, pues, y por un largo período de tiempo, yo no seré testigo ocular de estos hechos; permítaseme presentar en mi lugar al barón de F. y llenar esta laguna con extractos de sus cartas. Aunque no siempre coincido con las ideas de mi amigo F., no he querido modificar nada en sus palabras, que servirán al lector para averiguar la verdad con menos esfuerzo.
El barón de F. al conde de O.
PRIMERA CARTA
5 de mayo de 17**
Muchas gracias, estimado amigo, por haberme permitido continuar en la ausencia el trato familiar con usted que tanta alegría me proporcionó durante su estancia aquí. Usted sabe que aquí no puedo pronunciarme sobre ciertas cosas delante de nadie: aunque a usted no le parezca bien, yo detesto a este pueblo. Desde que el príncipe se ha convertido en uno de tantos y desde que usted nos dejó del todo, me siento abandonado en esta populosa ciudad. Z. lo lleva mejor, y las beldades de Venecia saben hacerle olvidar las contrariedades que tiene que compartir conmigo en casa. ¿Y de qué podría lamentarse él? No pretende ver en un príncipe sino al señor que aparece en todas partes; pero yo… Usted sabe cuánto me afecta lo bueno y lo malo de nuestro príncipe y hasta qué punto tengo yo la culpa de ello. Son dieciséis años los que he vivido en torno a su persona, sólo para él. A los nueve años de edad me pusieron a su servido y desde entonces he compartido con él su destino. Crecí bajo su mirada; un largo trato me conformó a su imagen y semejanza; participé en todas sus grandes y pequeñas aventuras. He vivido su felicidad. Salvo este año infortunado, he visto siempre en él a mi amigo, a mi hermano mayor; su luz me ha iluminado como un sol esplendoroso, sin una nube que oscureciera mi dicha, y todo esto se vendrá abajo en esta Venecia fatídica.
Desde que usted se fue, todo ha cambiado entre nosotros. El príncipe de *** estuvo aquí la semana pasada con un numeroso séquito y dio nueva animación a nuestro círculo. Como él y nuestro príncipe son tan afines y los dos están en una coyuntura bastante favorable, apenas se separarán durante la estancia aquí, que se prolongará, según dicen, hasta la fiesta de la Ascensión. El comienzo ha sido muy bueno; desde hace días el príncipe no se concede respiro. El príncipe de *** ha comenzado también en un tono muy elevado y parece que desea sostenerlo porque pronto regresará; pero lo malo es que ha contagiado a nuestro príncipe, que no podía quedar al margen, y dentro de la especial relación que mantienen las dos casas, creyó que era su deber acreditar el discutido rango de la suya. A esto se añade que en pocas semanas nos despediremos de Venecia; de ese modo nuestro príncipe no tendrá que soportar mucho tiempo su gasto extraordinario.
El príncipe de *** está aquí, según se dice, por asuntos de la orden de ***; él se figura estar desempeñando un papel importante. Ha tomado ya contacto con todas las amistades de nuestro príncipe, como podrá usted imaginar. Especialmente lo han introducido en el Bucentauro con toda solemnidad, porque le gusta desde hace algún tiempo alardear de ingenio y de espíritu fuerte, y en la abundante correspondencia que mantiene en todas partes se hace llamar el prince philosophe. No sé si usted ha tenido la suerte de verlo. Una presencia muy aparente, ojos inquietos, cara de entendido en materia de arte, alarde de mucha lectura, mucha naturaleza adquirida (permítame la expresión) y un desdén principesco hacia los sentimientos humanos, junto con una confianza heroica en sí mismo y una locuacidad que todo lo degrada. ¿Quién podría, con tan brillantes cualidades, negarle el homenaje a su alteza real? Al final, se verá en qué queda el temperamento callado, taciturno y profundo de nuestro príncipe al lado de esa exhibición deslumbrante.
Ha habido muchos y grandes cambios en nuestro tenor de vida. Nos hemos instalado en una casa espléndida, frente a los nuevos soportales de la plaza, porque el príncipe no encontraba espacio suficiente en Il moro. Nuestro séquito ha aumentado en doce miembros: pajes, moros, jeduques, etc.; todo se hace ahora a lo grande. Usted se quejaba de los gastos en su estancia aquí; ¡tendría que ver ahora!
Nuestras relaciones internas son las de antes… salvo que el príncipe, que está en todas partes, se ha vuelto más reticente y frío aún si cabe y ahora lo vemos cuando se levanta y se acuesta, y poco más. Con el pretexto de que hablamos mal el francés y desconocemos el italiano, prescinde de nosotros en la mayor parte de sus reuniones; a mí no me importa mucho, pero creo que se avergüenza de nosotros… y eso me duele; no nos lo hemos merecido.
De nuestros hombres (ya que usted quiere saber todos los detalles), echa mano ahora, casi exclusivamente, de Biondello, al que tomó a su servicio, como sabe, tras la desaparición de nuestro cazador y que le está resultando imprescindible en este nuevo género de vida. Este hombre lo conoce todo en Venecia y sabe aprovechar todo. Es como si tuviera mil ojos y pudiera poner mil manos en movimiento. Él dice que lo hace con la ayuda del gondolero. Al príncipe le viene de perlas que él se familiarice previamente con todas las caras nuevas que aparecen en sus sociedades, y las noticias secretas que le da han resultado siempre correctas. Habla y escribe perfectamente el italiano y el francés, y ha ascendido ya a secretario del príncipe. Le contaré un rasgo de fidelidad desinteresada que no es frecuente en un hombre de esa posición. Hace poco pidió audiencia con el príncipe un importante mercader de Rímini. El objeto de la audiencia era una reclamación especial sobre Biondello. El procurador, su señor anterior, que parece haber sido un santo extraño, vivió en feroz hostilidad con sus parientes, hostilidad que aún sobrevive. Confiaba exclusivamente en Biondello, en quien solía depositar todos sus secretos; éste tuvo que prometerle solemnemente en el lecho de la muerte guardar esos secretos religiosamente y no utilizarlos nunca en provecho de los parientes; la recompensa por este silencio sería un legado importante. Cuando abrieron su testamento y examinaron los papeles, aparecieron grandes lagunas y confusiones que sólo Biondello podía aclarar. Éste negó obstinadamente saber nada, dejó el cuantioso legado a los herederos y mantuvo sus secretos. Los parientes le hicieron grandes ofertas, pero todo fue en vano; al fin, para escapar a su presión, pues lo amenazaron con procesarlo, se puso al servicio del príncipe. Ahora acudió a éste el heredero principal, que era el susodicho mercader, y volvió a hacer mayores ofertas que antes si Biondello cambiaba de propósito. La intercesión del príncipe fue también baldía. Le confesó a éste que su antiguo señor le había confiado efectivamente tales secretos, tampoco negó que el difunto se había excedido quizá en su odio a la familia; «pero —añadió— fue mi buen señor y bienhechor, y murió con la firme confianza en mi lealtad. Yo era el único amigo que dejó en el mundo… y por eso no puedo defraudar su esperanza». Dejó traslucir al mismo tiempo que esas revelaciones suyas no hubieran contribuido mucho al buen nombre de su difunto señor. ¿No es eso noble y delicado? Podrá usted imaginar que el príncipe no insistirá mucho en hacerle cambiar tan loable actitud. Esta rara fidelidad que él demostró hacia el señor difunto le ha granjeado la confianza ilimitada del vivo.
Que sea feliz, querido amigo. ¡Cuánto añoro la vida apacible que usted conoció aquí y a la que contribuyó tan gratamente! Me temo que mis buenos tiempos de Venecia pertenezcan al pasado, y ya será bastante si no puedo decir lo mismo del príncipe. El ambiente en que vive ahora no es el que puede hacerlo feliz a la larga, a menos que me engañe una experiencia de dieciséis años. Que siga bien.
El barón de F. al conde de O.
SEGUNDA CARTA
18 de mayo
Nunca hubiera creído que nuestra estancia en Venecia iba a tener aún su lado bueno. Ella le ha salvado la vida a un hombre; creo que ha valido la pena.
Hace poco, el príncipe ordenó que lo trajeran del Bucentauro a casa; era a altas horas de la noche; dos servidores, entre los que estaba Biondello, lo acompañaban. No sé cómo ocurrió, pero la litera que levantaron bruscamente se rompió y el príncipe se vio obligado a hacer a pie el resto del camino. Biondello iba por delante; el camino atravesaba algunas calles oscuras y apartadas, y como apuntaban las primeras luces del día, las farolas alumbraban poco o se habían apagado. Habríamos caminado un cuarto de hora cuando Biondello descubrió que se había extraviado. El parecido de los puentes lo confundió, y en lugar de pasar a San Marcos se encontró en el Sestiere di Castello. Era una callejuela perdida y no se veía un alma; tuvieron que volver para orientarse en una calle principal. Anduvieron unos pocos pasos cuando no lejos de ellos, en una callejuela, se oyeron gritos de socorro. El príncipe, inerme como estaba, le quitó a un criado la espada de las manos y con el ánimo resuelto que usted bien conoce fue hacia el lugar de donde llegaban las voces. Tres sujetos de mala catadura estaban a punto de liquidar a un cuarto que junto con su acompañante se defendía a duras penas; el príncipe apareció en el momento justo para impedir la estocada mortal. Su voz y la de los criados desconcertaron a los asesinos, que no habían previsto ninguna sorpresa en lugar tan apartado; después de asestar al hombre algunas puñaladas leves, lo abandonaron para emprender la huida. Medio desvanecido y agotado por la lucha, el herido se dejó caer en los brazos del príncipe; su acompañante reveló a éste que había salvado al marqués de Civitella, sobrino del cardenal A. Como el marqués perdía mucha sangre, Biondello vendó las heridas lo mejor que pudo y el príncipe cuidó de que lo llevaran al palacio de su tío, muy cerca de allí, y lo acompañó personalmente. Aquí lo dejó sin decir palabra y sin darse a conocer.
Un criado que había reconocido a Biondello identificó al príncipe. A la mañana siguiente apareció el cardenal, que era un viejo conocido del Bucentauro. La visita duró una hora; el cardenal estaba muy emocionado al salir, tenía lágrimas en los ojos; también el príncipe estaba afectado. Todavía aquella misma noche rindió visita al enfermo, cuya evolución era óptima a juicio del médico. La capa en que iba envuelto había hecho imprecisas las estocadas y les había restado fuerza. Desde aquel incidente no pasó un día sin que el príncipe visitara la casa del cardenal o fuera visitado por éste, y empezó a fraguarse una fuerte amistad entre él y aquella casa.
El cardenal es un sesentón honorable, de porte majestuoso, alegre y lleno de vida. Es considerado como uno de los prelados más ricos en todo el ámbito de la República. Ya de muy joven administraba su inmensa fortuna, y dentro de una parsimonia razonable no hace ascos a los placeres del mundo. Este sobrino es su único heredero, pero no parece que esté siempre en las mejores relaciones con él. Aunque el anciano no es ningún enemigo del placer, parece que el comportamiento del sobrino sobrepasa el grado más alto de tolerancia. Sus principios sin ley y su vida desenfrenada, apoyados en todo lo que puede hacer atractivo el vicio y seducir los sentidos, hacen de él el terror de todos los padres y la maldición de todos los maridos; esta última reyerta parece haber sido también provocada por un enredo amoroso con la esposa del embajador de ***, por no recordar otros feos asuntos en los que sólo pudo librarle el prestigio y el dinero del cardenal. De no ser por esto, el cardenal sería el hombre más envidiado de Italia, porque posee todo lo que puede hacer apetecible la vida. Este sufrimiento familiar le impide la felicidad y le amarga el goce de su fortuna por el temor permanente a no encontrar ningún heredero.
Todas estas noticias las conozco por Biondello. El príncipe ha encontrado en este hombre un verdadero tesoro. Cada día le resulta más imprescindible, cada día descubrimos algún nuevo talento en él. Hace poco, el príncipe sentía un calor sofocante y no podía conciliar el sueño. La luz nocturna estaba apagada y ninguna campanilla pudo despertar al ayuda de cámara, que se entregaba fuera de la casa a sus devaneos amorosos. El príncipe decidió levantarse para llamar a uno de sus hombres. No había caminado muy lejos cuando oyó las notas lejanas de una música deliciosa. Se fue acercando, como hechizado, y encontró a Biondello en su habitación tocando la flauta, rodeado de sus compañeros. No dio crédito a sus ojos ni a sus oídos, y le ordenó continuar. Con una facilidad asombrosa improvisó Biondello el mismo dulce adagio con las más felices variaciones y todas las exquisiteces de un virtuoso. El príncipe, que es un experto, como usted sabe, afirma que podría actuar con ventaja en la mejor capilla del mundo.
—Tengo que licenciar a este hombre —me dijo a la mañana siguiente—; yo soy incapaz de pagarle como se merece.
Biondello, que había cogido al vuelo estas palabras, entró en la habitación, y le dijo:
—Señor, si hacéis eso me privaréis de la mejor paga.
—Estás destinado a cosas mejores que el servicio —dijo mi señor—. Yo no puedo interferir en tu felicidad.
—No me obliguéis a buscar otra felicidad, señor, que la que yo mismo elegí.
—Pero… desperdiciar ese talento… No, no puedo consentir eso.
—Permitid, señor, que lo ejercite a veces en vuestra presencia.
Se hicieron inmediatamente los preparativos. A Biondello se le asignó una habitación contigua al dormitorio de su señor donde pudiera adormecerlo con música y despertarlo con música. El príncipe quiso doblarle el sueldo, pero él se resistió, y pidió en cambio que le permitiera depositar aquella oferta en sus manos como un capital que quizá necesitaría reembolsar dentro de poco. El príncipe espera que venga pronto a pedirle algo; lo que sea, lo tiene concedido de antemano. Salud, queridísimo amigo. Espero con impaciencia noticias de K.
El barón de F. al conde de O.
TERCERA CARTA
4 de junio
El marqués de Civitella, que está totalmente restablecido de sus heridas, fue presentado al príncipe la semana pasada por su tío, el cardenal, y desde ese día lo sigue como su sombra. Sobre este marqués, Biondello no me dijo la verdad o, al menos, la exageró mucho. Es un hombre de aspecto atractivo y fascinante en el trato. Es imposible guardarle rencor; su primera mirada me conquistó. Imagine usted el personaje más encantador, lleno de dignidad y gracia, un rostro que transpira espíritu y alma, una actitud abierta y acogedora, un tono de voz seductor, la palabra fluida, la juventud exuberante unida a todos los dones de la más refinada educación. No tiene nada de ese orgullo desdeñoso, de ese envaramiento solemne que nos resulta tan insoportable en los otros nobili. Todo en él respira alegría juvenil, benevolencia, afabilidad. Lo que se dice de sus excesos me parece muy exagerado; nunca he visto una imagen más perfecta y bella de alma sana. Si realmente es tan malo como nos dice Biondello, es una sirena que ningún ser humano puede resistir.
Conmigo estuvo muy sincero desde el principio. Me confesó con la más reconfortante ingenuidad que no gozaba de la simpatía de su tío, el cardenal, y que quizá lo tenía merecido; pero que estaba decidido a mejorar, y el mérito sería del príncipe. Espera a la vez reconciliarse con su tío porque el príncipe lo puede todo cerca del cardenal. Sólo le ha faltado hasta ahora un amigo y un guía, y ambas cosas espera haber encontrado en el príncipe.
El príncipe, por su parte, hace uso de todos los derechos de un guía y lo trata con la vigilancia y severidad de un mentor; pero esta relación le confiere ciertos derechos respecto al príncipe que él sabe hacer valer. No se aparta de él, está en todas las reuniones en las que participa el príncipe, aunque, afortunadamente, es aún demasiado joven para el Bucentauro. Siempre que se encuentra con el príncipe, lo aparta de la compañía y se lo lleva para sí con esa manera cortés que él tiene de entretenerlo y de recabar su atención. Dicen que nadie ha podido domesticarlo y que el príncipe se merece una epopeya si logra realizar esa proeza. Pero mucho me temo que las cosas cambien y que el guía vaya con su pupilo a la escuela hacia la que parecen apuntar ya todos los indicios.
El príncipe de *** ha partido para alivio de todos, incluido mi señor. Lo que yo había predicho, querido O., se ha cumplido. Tratándose de caracteres tan encontrados que hacen inevitables las colisiones, la buena armonía no podía durar mucho tiempo. El príncipe de *** no ha estado mucho tiempo en Venecia; había originado un cisma preocupante en el mundo espiritual que estuvo a punto de hacer perder a nuestro príncipe la mitad de sus admiradores. Dondequiera que se dejaba ver, aparecía este competidor que poseía la dosis adecuada de astucia y vanidad autocomplaciente para aprovechar la más mínima ventaja que le diera el príncipe. Como conocía todos los pequeños ardides, cuyo uso evitaba el príncipe por pundonor, supo atraerse en poco tiempo a los mentecatos y colocarse a la cabeza de una facción digna de él[28]. Lo más razonable hubiera sido rehuir la competencia con un rival de este tipo, y ésta habría sido algunos meses antes la actitud del príncipe, pero ahora estaba ya demasiado inmerso en la corriente para poder alcanzar rápidamente la orilla. Estas nimiedades adquirieron cierto valor para él por mor de las circunstancias, y aunque él las habría despreciado, su orgullo no le permitió sustraerse a ellas en un momento en que la transigencia se hubiera considerado menos como producto de una libre decisión que como un reconocimiento del fracaso. Las batallas verbales por ambos lados llevaron a esta situación, y el espíritu de rivalidad que inflamaba a sus partidarios se apoderó también de nuestro príncipe. Y para conservar sus conquistas, para mantener el puesto inestable que la opinión del mundo le había asignado, creyó necesario multiplicar las ocasiones de brillar y atraerse adictos, y esto sólo podía alcanzarlo con un dispendio fastuoso; de ahí la serie de fiestas y banquetes, los conciertos caros, los regalos y los espectáculos. Y como este extraño delirio se extendió pronto al séquito y a la servidumbre de ambos bandos, que, como usted sabe, suelen ser aún más puntillosos en temas de honor que los señores, tuvo que secundar con su liberalidad la buena voluntad de los suyos. Toda una larga cadena de miserias, consecuencia inevitable de la única debilidad, bastante excusable, de la que se dejó llevar el príncipe en un mal momento.
Nos hemos librado del competidor, pero sus daños no son tan fáciles de reparar. La bolsa del príncipe está vacía; lo que él había ahorrado con sabia economía se ha volatilizado; debemos apresurarnos a salir de Venecia si no queremos que el príncipe se hunda en deudas que hasta ahora ha evitado cuidadosamente. El viaje está ya decidido y sólo se espera la llegada de dinero fresco.
Quizá todo este despilfarro habría valido la pena si le hubiera proporcionado alguna alegría a mi señor. Pero nunca ha sido menos feliz que ahora. Siente que no es el que antes era, anda en busca de su identidad, está descontento consigo mismo y se lanza a nuevas distracciones para escapar a las secuelas de las antiguas. A una amistad sigue otra que le hunde cada vez más. No sé hasta dónde llegará esto. Debemos marcharnos; no hay otra solución; tenemos que salir de Venecia.
Querido amigo, sigo sin leer un solo renglón de usted. ¿Cómo debo explicarme tan largo y obstinado silencio?
El barón de F. al conde de O.
CUARTA CARTA
12 de junio
Gracias, querido amigo, por la muestra que me da de su recuerdo en el escrito que el joven B. me entregó de su parte. Pero ¿qué dice en él sobre unas cartas que debo haber recibido? Yo no he recibido ninguna carta de usted, ni una línea. ¡Qué rodeos han debido de dar! En adelante, querido P., si me hace el honor de escribirme, envíe las cartas vía Trento y a la dirección de mi señor.
Al fin, querido amigo, tenemos que dar el paso que hasta ahora habíamos conseguido evitar. Faltan las letras de cambio, faltan por primera vez en este momento crucial y nos hemos visto en la necesidad de recurrir a un usurero, porque al príncipe le gusta guardar el secreto aunque tenga que pagar más. Lo peor en este desagradable asunto es que nuestra partida se demora.
A este respecto he mantenido conversaciones con el príncipe. Todo el asunto lo ha llevado Biondello, y el judío apareció antes de lo que yo presumía. El ver al príncipe en este trance me oprimió el corazón y reavivó todos mis recuerdos del pasado y mis temores sobre el futuro; creo que mi semblante era un tanto melancólico y sombrío cuando salió el usurero. El príncipe, que se había excitado mucho con la aparición adelantada del usurero, empezó a pasear por la habitación con cara de disgusto; los cartuchos de moneda yacían aún sobre la mesa; yo estaba asomado a la calle y me ocupaba en contar los cristales de las ventanas de la Procuraduría de la plaza de San Marcos; hubo un largo silencio; por fin, estalló el príncipe.
—¡F.! —dijo—. ¡No puedo soportar caras sombrías a mi alrededor!
Yo guardé silencio.
—¿Por qué no me contesta? ¿No estoy viendo que su corazón pugna por exteriorizar el disgusto? Y yo quiero que hable. Si no lo hace, presumirá de guardarse dentro cosas importantes.
—Si yo estoy serio, señor —dije—, es porque no os veo a vos alegre.
—Sé —continuó— que de un tiempo a esta parte usted no está de acuerdo conmigo, que desaprueba todos mis pasos, que… ¿qué le escribe el conde de O.?
—El conde de O. no me ha escrito nada.
—¿Nada? ¿Me lo va a negar? Ustedes tienen sus confidencias. Usted y el conde. Lo sé muy bien. Pero quiero que me lo confiese. No me entrometeré en sus secretos.
—El conde de O. no ha contestado a ninguna de las tres cartas que le escribí.
—He obrado mal —continuó—. ¿No es cierto? —añadió tomando un cartucho de moneda—. ¿No debiera haberlo hecho?
—Comprendo que era necesario.
—¿No debía haber llegado a esa necesidad?
Yo callé.
—Sin duda. Nunca debí excederme en mis deseos y debía llegar a viejo haciendo la misma vida que me llevó a hombre maduro. Porque un día abandoné la triste uniformidad de mi vida anterior y miré a mi alrededor por si se abría en otra parte una fuente de gozo para mí, porque…
—Si fue una experiencia, señor, no tengo más que decir; las enseñanzas que os ha podido proporcionar valen la pena. Me dolía, se lo confieso, que la opinión del mundo pesara en una cuestión que sólo pertenece a vuestro corazón: la cuestión de cómo ser feliz.
—Dichoso usted que puede despreciar la opinión del mundo. Yo soy su hechura y tengo que ser su esclavo. ¿Qué somos sino pura opinión? En nosotros, los príncipes, todo es opinión. La opinión es nuestra nodriza y educadora en la infancia, nuestra legisladora y nuestra amada en la edad madura y nuestro báculo en la vejez. Quítenos lo que tenemos de opinión y el ser más infeliz de las restantes clases estará en mejor situación que nosotros, ya que su destino le ha servido para alcanzar una filosofía que le consuela de ese destino. El príncipe que desprecia la opinión se anula a sí mismo, como el sacerdote que niega la existencia de Dios.
—No obstante, príncipe…
—Sé lo que va a decir. Yo puedo traspasar el círculo que mi nacimiento trazó en torno a mí; pero ¿acaso puedo arrancar de mi mente todas las falsas ideas que la educación y los primeros hábitos implantaron en ella y que los cien mil mentecatos que existen entre vosotros hicieron arraigar cada vez más? A cada uno le gusta ser totalmente lo que es, y nuestra existencia consiste en parecer felices. Porque nosotros no podemos serlo a vuestro modo, ¿no debemos serlo? Si no podemos apurar la alegría directamente de su fuente, ¿no vamos a buscar siquiera un goce artificial? ¿No podemos recibir una débil compensación de la mano que nos despoja?
—La compensación la encontraríais en vuestro corazón.
—¿Y si ya no la encontraba en él? ¿A qué viene eso? ¿Por qué ha de evocarme esos recuerdos? ¿Y si yo me refugié en esa vorágine de los sentidos para acallar una voz interior que trae la desgracia a mi vida, para pacificar esta razón cavilosa que siega en mi cerebro como una hoz y con cada nueva investigación corta una nueva rama de mi felicidad?
—¡Mi buen príncipe!
Se había levantado y paseó febrilmente por la habitación.
—Si todo se hunde ante mí y detrás de mí, si el pasado queda a mi espalda en una triste indiferencia como el reino de la fosilización, si el futuro no me ofrece nada y veo encerrado todo el círculo de mi existencia en el estrecho margen del presente… ¿quién me echará en cara que me aferre apasionado e insaciable a este flaco don del tiempo, el instante, como un amigo al que veo por última vez?
—Señor, antes teníais fe en un bien permanente…
—Oh, haga usted que se detengan las nubes y yo las abrazaré con pasión. ¿Qué alegría me puede proporcionar el perseguir unas apariencias que mañana desaparecerán como yo? ¿No huye todo a mi alrededor? Todos se afanan en beber de la fuente de la existencia, y se van sin haber apagado la sed. Ahora, en la plenitud de mis fuerzas, hay una vida en ciernes que está destinada a destruirme. Si usted me muestra algo que dure, yo seré virtuoso.
—¿Qué es lo que sofocó los buenos sentimientos qué antes eran el gozo y el norte de vuestra vida? Sembrar para el futuro, estar al servicio de un orden superior y eterno…
—¿Futuro? ¿Orden eterno? Quitemos lo que el hombre ha tomado de sus propios deseos y ha atribuido a su divinidad imaginaria como fin y a la naturaleza como ley; ¿qué es lo que queda? Lo que me precedió y lo que me seguirá son como dos cortinas negras y opacas que cuelgan de los dos extremos de la vida humana y que ningún viviente ha corrido. Muchos cientos de generaciones nos preceden ya con la antorcha, tratando de adivinar lo que puede haber detrás. Muchos ven moverse su propia sombra aumentada, los fantasmas de su pasión, en la cortina del futuro, y se asustan de su propia imagen. Poetas, filósofos y estadistas han pintado esos fantasmas con sus sueños gratos o sombríos, como el cielo triste o alegre que los cubría, y la perspectiva los engañó con su distancia. Muchos farsantes utilizan esta curiosidad general y con extrañas hipótesis suscitan la admiración de mentes calenturientas. Un silencio profundo reina más allá de esta cortina; el que está detrás de ella no responde ya a las preguntas; todo lo que sé oye es el mero eco de la pregunta, como si se lanzaran voces al interior de una caverna. Detrás de esta cortina tienen que ir todos y la miran con horror sin saber quién está al otro lado y quién los recibirá; quid sit id, quod tantum perituri vident. También ha habido gentes incrédulas que afirmaban que esa cortina sólo servía para embaucar a los hombres y que nada se ve porque nada hay detrás; mas para deshacerse de ellos, se los enviaba cuanto antes al otro lado.
—Si el único argumento es que ellos nada vieron, la conclusión resulta precipitada.
—Mire usted, querido amigo, yo renuncio a mirar detrás de esa cortina, y lo más cuerdo será abstenerse de toda curiosidad. Pero si yo trazo este círculo infranqueable en torno a mí y encierro todo mi ser en los límites del presente, aumenta el valor de este pequeño espacio que yo estuve a punto de descuidar con ideas de vanas conquistas. Eso que usted llama el fin de mi existencia no me importa ya nada; yo no puedo eludirlo ni fomentarlo, pero sé y creo firmemente que ese fin lo cumplo y lo cumpliré. Soy como un mensajero que lleva una carta sellada al punto de destino; su contenido puede serle indiferente; le basta con ganarse el sueldo de mensajero.
—¡Ay, qué vacío me habéis dejado!
—Pero ¿adónde nos hemos desviado? —exclamó el príncipe mirando sonriente la mesa donde yacían los cartuchos de moneda—. Y, sin embargo… no nos hemos desviado tanto —añadió—, ya que usted me ha vuelto a encontrar quizá ahora en este nuevo modo de vida. Yo tampoco pude desprenderme tan pronto de la riqueza imaginaria, dejar de asentar las bases de mi moralidad y mi felicidad en la quimera deliciosa que sustentaba mi vida hasta ahora. Ansiaba tener la despreocupación que hace soportable la existencia de la mayoría de las personas que me rodean. Acogía con gusto todo lo que me hacía olvidarme de mí mismo. ¿Puedo confesárselo? Deseaba desaparecer para destruir esta fuente de sufrimiento.
Aquí nos interrumpió una visita.
—Un día le hablaré de una novedad que difícilmente podrá usted esperar después de una conversación como la de hoy. Hasta entonces.
El barón de F. al conde de O.
QUINTA CARTA
1 de julio
Como se acercaba a pasos agigantados la hora de nuestra despedida de Venecia, decidimos emplear esta semana en visitar todo lo más valioso de la ciudad en cuadros y edificios, que en una larga estancia se suele aplazar siempre. Nos habían hablado con mucha admiración del cuadro Las bodas de Caná de Paolo Veronese, que se puede contemplar en un monasterio benedictino de la isla de San Jorge. No espere que le haga una descripción de esta extraordinaria obra de arte, que a mí me produjo una impresión de sorpresa, mas no tanto de agrado. Hubiéramos necesitado muchas horas para ver con detenimiento una composición de ciento veinte personajes, con más de treinta pies de anchura. ¿Qué ojo humano puede abarcar un todo tan complejo y captar en una impresión toda la belleza que el artista derramó en él? Es lástima que una obra con este contenido, que debería lucir en un lugar público para que todos la disfrutaran, no tenga mejor destino que el de recrear la vista de algunos monjes en su refectorio. La iglesia de este monasterio no merece menos de una visita; es una de las más bellas de esta ciudad.
Al atardecer nos trasladamos a la Giudecca para pasar allí una hermosa velada en los deliciosos jardines. La tertulia, que no fue muy concurrida, se dispersó pronto, y Civitella, que había intentado hablar conmigo durante todo el día, me llevó a un soto.
—Usted es el amigo del príncipe —dijo— para el que éste no suele tener secretos, como me consta de muy buena fuente. Cuando hoy entré en su hotel, salía un hombre cuya actividad profesional conozco, y en la frente del príncipe había nubes sombrías cuando accedí a él.
Yo quise interrumpirlo.
—Usted no lo puede negar —continuó—. Yo conocía a ese hombre; me fijé muy bien en él. ¿Cómo es posible? El príncipe tiene amigos en Venecia, amigos que le deben muchos favores; ¿cómo recurre en un caso urgente a tales sujetos? Sea sincero, barón. ¿El príncipe está en dificultades? Es inútil que quiera ocultarlo. Lo que no sepa por usted, lo sabré por ese hombre, dispuesto a vender cualquier secreto.
—Señor marqués…
—Perdóneme. Tengo que parecer indiscreto para no ser un ingrato. Le debo la vida al príncipe, y, lo que es más, le debo un uso racional de la vida. ¿Voy a soportar que el príncipe haga algo que le cuesta caro, que lesiona su dignidad? Si está en mi poder evitarlo, ¿puedo comportarme pasivamente?
—El príncipe no está en apuros —dije—. Algunas letras de cambio que esperábamos vía Trento no han llegado. Ha sido un puro azar, sin duda… o quizá, debido a la incertidumbre sobre su partida, están a la espera de instrucciones más precisas. Esto es lo que ha sucedido, y hasta ahora…
Él sacudió la cabeza.
—No malinterprete mis intenciones —dijo—. Mi adhesión al príncipe no va a disminuir por eso; todas las riquezas de mi tío no serían suficientes para despegarme de él. De lo que se trata es de evitarle momentos desagradables. Mi tío posee una gran fortuna de la que yo puedo disponer como si fuera propiedad mía. Un azar feliz me pone en condiciones de poderle ser útil al príncipe. Ya sé —continuó— que se impone la delicadeza con él; pero la delicadeza ha de ser recíproca, y el príncipe sería muy generoso conmigo si me diera la pequeña satisfacción, siquiera aparente, de aliviarme la carga de gratitud hacia él que pesa sobre mí.
No cejó hasta prometerle que haría todo lo posible de mi parte. Yo conocía al príncipe y esperaba poco en este punto. El marqués estaba dispuesto a aceptar todas las condiciones que pusiera el príncipe, aunque me confesó que le dolería que estuviera en tratos con un extraño.
En el calor de la conversación nos distanciamos del grupo y nos íbamos a volver cuando nos salió al paso Z.
—Estoy buscando al príncipe. ¿No está aquí?
—Precisamente queríamos verlo. Esperábamos encontrarlo en el grupo.
—El grupo va junto, pero él no aparece. No sé cómo lo hemos perdido de vista.
Civitella apuntó aquí la posibilidad de que el príncipe fuera a visitar la iglesia cercana de ***, que últimamente le había llamado mucho la atención. Nos pusimos en camino para buscarlo. Avistamos ya de lejos a Biondello, que lo esperaba a la entrada de la iglesia. Cuando nos acercábamos, el príncipe salió un tanto presuroso de una puerta lateral; tenía el rostro encendido; buscó a Biondello con la mirada y lo invitó a entrar. Pareció que le ordenaba algo muy concreto, los ojos siempre fijos en la puerta, que permanecía abierta. Biondello se apresuró a entrar en la iglesia y el príncipe, sin percatarse de nuestra presencia, pasó de largo entre la multitud para volver al grupo, al que alcanzó antes que nosotros.
Decidimos cenar en un pabellón abierto del jardín; el marqués había organizado sin previo aviso un pequeño concierto que resultó muy selecto. Intervino sobre todo una joven cantante que nos gustó a todos por su dulce voz y su atrayente figura. Al príncipe nada parecía interesarlo: hablaba poco y contestaba distraído; sus ojos se volvían inquietos hacia el punto donde debía aparecer Biondello; parecía interiormente agitado. Civitella le preguntó si le había gustado la iglesia y no supo decirle nada. Se habló de algunos cuadros excelentes que la adornaban y él no había visto nada. Observamos que nuestras preguntas le molestaban, y callamos. Pasaron las horas y Biondello seguía sin aparecer. La paciencia del príncipe llegó al límite; se levantó de la mesa antes de tiempo y fue a pasear solo a una avenida apartada. Nadie imaginaba lo que podía ocurrirle. Yo no me atreví a preguntarle por la causa de tan extraño cambio; hace tiempo que no me permito la antigua familiaridad con él. Por eso esperaba con impaciencia la vuelta de Biondello, que podía aclararme este enigma.
Eran las diez cuando regresó. Las noticias que trajo para el príncipe no contribuyeron a hacerlo más locuaz. Su malestar contagió al grupo; encargaron la góndola y poco después partíamos para casa.
En toda la velada no pude encontrar una oportunidad para hablar con Biondello; tuve que irme a dormir sin haber satisfecho mi curiosidad. El príncipe nos había dejado a hora temprana; pero las muchas ideas que me acosaban no me dejaron conciliar el sueño. Lo oí largo rato pasear encima de mi dormitorio; al fin, me invadió el sueño. A altas horas de la noche me despertó una voz; una mano me rozó la cara; cuando abrí los ojos vi al príncipe que estaba ante mi lecho sosteniendo una lámpara en la mano. Me dijo que no podía dormir y me pidió que lo ayudara a abreviar la noche. Yo quise ponerme algo, pero me mandó permanecer acostado y él se sentó delante de la cama.
—Hoy me ha ocurrido algo —dijo— que nunca olvidaré. Dejé su compañía, como sabe, para ir a la iglesia de…, que deseaba ver por referencias de Civitella y que ya desde lejos atrajo mi atención. Como no podía disponer de usted ni de él, hice el camino solo; ordené a Biondello que me esperase a la entrada. La iglesia estaba vacía; una fría e inquietante oscuridad me envolvió, en contraste con el calor sofocante y la luz cegadora de fuera. Me vi solo bajo la amplia bóveda, en la que reinaba un silencio sepulcral. Avancé al centro de la iglesia y me abandoné a toda la plenitud de esta impresión; poco a poco mis ojos se fueron habituando a las condiciones de aquella construcción majestuosa y me perdí en una contemplación grave y placentera. La campana vespertina dejó oír sobre mí su tañido, que sonó dulce en la bóveda y en mi alma. Algunos altares despertaron mi curiosidad; me acerqué a contemplarlos; sin darme cuenta había recorrido aquella nave de la iglesia hasta el extremo opuesto. En aquel punto, algunos peldaños apoyados en una columna llevan a una capilla lateral donde hay varios pequeños altares y estatuas de santos colocadas en hornacinas. Al llegar a la parte derecha de la capilla oí cerca de mí un bisbiseo, como si alguien hablara en voz baja; me volví en dirección a la voz y… a dos pasos mis ojos toparon con una figura femenina. No soy capaz de describir esa figura. Mi primer sentimiento fue de terror, pero pronto dejó paso al más dulce asombro.
—Y esa figura, señor… ¿estáis seguro de que era algo vivo, algo real, no un cuadro, una visión de vuestra fantasía?
—Siga escuchando. Era una señora… ¡No! ¡Yo no había visto hasta entonces un ser de aquella naturaleza! Había oscuridad alrededor, sólo por una ventana entraba la luz crepuscular en la capilla y el sol daba únicamente en aquella figura. Con una gracia inefable, medio arrodillada, medio postrada, se inclinaba ante un altar; era el toque más audaz, más armonioso, más logrado, el trazo más bello, único e inimitable de la naturaleza. Llevaba un vestido negro que envolvía el cuerpo más seductor, los más bellos brazos, y se extendía en amplios pliegues como una capa española; la larga y rubia cabellera, anudada en dos amplias trenzas, que se desprendía por su peso y resaltaba bajo el velo, caía en bello desorden sobre la espalda; una mano yacía cerca del crucifijo y descansaba lánguida sobre la otra. Pero ¿dónde encuentro palabras para describirle a usted aquel rostro bellísimo en el que un alma angelical difundía, como en su trono, toda la plenitud de su encanto? El sol mortecino jugueteaba en él y su oro desleído parecía rodearlo de una gloria fantástica. ¿Recuerda usted la Madonna de nuestro maestro florentino? Aquí estaba en persona, incluidos los rasgos desiguales que tan atractivos, tan irresistibles me resultan en aquella imagen.
La Madonna de la que habla aquí el príncipe tiene la siguiente historia. Poco después de haber partido usted, conoció a un pintor florentino que había sido llamado a Venecia para pintar un retablo para una iglesia cuyo nombre no recuerdo. Trajo consigo otros tres cuadros que había pintado para la galería del palacio Cornaro. Los cuadros eran una Madonna, una Eloísa y una Venus semidesnuda, los tres de belleza excepcional y tan igualmente valiosos que era casi imposible decidirse por uno de ellos. Pero el príncipe no dudó un instante; cuando los vio ante sí, la Madonna atrajo toda su atención; en los otros dos admiró el genio del artista, en éste olvidó al artista y su arte para centrarse en la contemplación de la obra. Quedó extrañamente embrujado por ella y le costó salir del embelesamiento. El artista, que pareció confirmar en el fondo el juicio del príncipe, se empeñó en no dispersar las tres obras y pidió 1.500 cequíes por ellas. El príncipe le ofreció la mitad por la Madonna, pero el artista insistió en su condición, y quién sabe lo que hubiera sucedido de no haber encontrado un comprador. Dos horas después habían desaparecido las tres obras; no las hemos visto más. A ese cuadro se refería el príncipe.
—Quedé absorto —continuó— en su contemplación. Ella no advirtió mi presencia ni se distrajo con mi llegada; tan ensimismada estaba en la oración. Rezaba a su divinidad, y yo le rezaba a ella… la adoraba. Todas aquellas imágenes de santos, aquellos altares, aquellos cirios ardiendo, no me habían dicho nada; ahora por primera vez tenía la conciencia de estar en un lugar santo. ¿Debo confesárselo? En aquel momento creí firmemente en aquel al que su bella mano abrazaba. Leí la respuesta de él en los ojos de ella. Todo, gracias a su devoción fascinante. Ella me hizo sentir la realidad de Dios; con ella recorrí todos los cielos divinos.
»Se levantó y sólo entonces volví en mí. Confuso y tímido, me hice a un lado; el leve ruido me delató. La inesperada proximidad de un hombre debió de sorprenderla y mi osadía la pudo ofender; ninguno de ambos sentimientos se reflejaba en la mirada que me dirigió. Reflejaba sosiego, un sosiego inefable, y una amable sonrisa iluminó sus mejillas. Bajaba de su cielo… y yo era el primer mortal feliz que era objeto de su benevolencia. Estaba aún en el último peldaño de la oración; aún no pisaba la tierra.
»Algo se movía también en el otro rincón de la capilla. Era una señora mayor que se levantó de una silla detrás de mí. No la había visto hasta entonces. Situada a pocos pasos, había observado todos mis movimientos. Esto me desconcertó. Bajé los ojos y oí el ruido de alguien que pasaba cerca de mí.
»La estoy viendo recorrer la larga nave de la iglesia. La bella figura camina erguida. ¡Qué dulce majestad! ¡Qué nobleza en el andar! El ser anterior había desaparecido; nuevos encantos; nueva apariencia. Se fue lentamente. Yo la seguí de lejos, tímidamente, sin saber si abordarla o no. ¿No volvería a mirarme? ¿Me concedería una mirada al pasar junto a mí y sin que yo pudiera mirarla? La duda me torturaba.
»Ellas se detienen en silencio y yo… no puedo moverme del sitio. La señora mayor, su madre o lo que fuera, observa que la joven tiene el hermoso cabello revuelto y le entrega la sombrilla para arreglárselo. Yo deseaba que el cabello estuviera muy revuelto y que la señora mayor tuviera unas manos torpes.
»Acababa de peinarla y las dos se acercan a la puerta. Yo aprieto el paso. La mitad de la figura ha desaparecido… y luego la otra. Sólo es visible la sombra de su vestido volandero. Se fue. No, vuelve sobre sus pasos; se cayó una flor y ella se inclina a recogerla; mira atrás… ¿hacia mí? ¿A quién, si no, pueden buscar sus ojos en estos muros vacíos? Así que yo no era para ella un ser extraño; también yo quedé rezagado, como la flor.
»Querido F., me da vergüenza explicarle tan infantilmente aquella mirada que… quizá no iba dirigida a mí.»
Procuré tranquilizar al príncipe sobre esto último.
—Qué extraño —continuó el príncipe tras un profundo silencio—. ¿Es posible que sin conocer algo y sin echarlo de menos, de pronto ese algo se convierta en una obsesión? ¿Puede un único instante desdoblar al hombre en dos seres tan distintos? Tan imposible sería para mí volver a las alegrías y deseos de ayer por la mañana como volver a los juegos de mi infancia después de haber visto aquello, después que esa imagen habita en mí, que ese sentimiento vivo e irresistible está en mí. Ya no puedes amar nada más que eso, y nada más te atraerá en este mundo.
—Recordad, príncipe, el estado de ánimo en que os encontrabais cuando os sorprendió esa aparición, y las circunstancias que contribuyeron a excitar vuestra fantasía. Al pasar repentinamente de la luz cegadora del día y del tráfago de la calle a aquel silencio y aquella oscuridad, embargado de los sentimientos que, como vos mismos confesáis, despertó en vos la majestad de aquel lugar, la sensibilidad potenciada con la contemplación de las bellas obras de arte, sorprendido por la presencia de una joven cuando creíais estar sin testigos, cerca de una beldad realzada por la iluminación, la postura y la expresión orante, ¿no era natural que vuestra fantasía ardiente compusiera una imagen ideal, una perfección superior a todo lo terreno?
—¿Puede dar la fantasía algo que no haya recibido? En mi facultad representativa no hay nada comparable a esa imagen. Mi memoria la conserva intacta e inalterada como en el instante de contemplarla; sólo poseo esa imagen, pero vale por un mundo que usted me ofreciera.
—Príncipe, eso se llama amor.
—¿Hay que dar un nombre a lo que me hace feliz? ¡Amor! No rebaje mi sentimiento con un nombre que tantas almas débiles desacreditan. ¿Quién ha sentido lo que yo siento? Un ser como aquél no ha existido nunca; ¿cómo puede ser el nombre antes que el sentimiento? Es un sentimiento nuevo, único, surgido con ese ser nuevo y único, y sólo es posible por ese ser. ¡Amor! Ante el amor ya sé a qué atenerme.
—¿Enviaste a Biondello para que le siguiera los pasos a vuestra desconocida y recabar datos sobre ella? ¿Qué noticias os ha traído?
—Biondello no descubrió nada, prácticamente nada. La encontró aún a la puerta de la iglesia. Apareció un hombre de edad, bien vestido, que parecía más un ciudadano normal que un sirviente, para acompañarla a la góndola. Unos cuantos pobres se pusieron en fila a su paso y la despidieron con semblante alegre. Biondello dice haber visto en ese momento una mano que lucía algunas piedras preciosas. La joven cruzó algunas palabras con su acompañante que Biondello no entendió; fueron pronunciadas en griego, según él. Como tuvieron que recorrer un tramo bastante largo hasta el canal, empezó a afluir la gente; lo extraordinario de aquel personaje hacía que todos los transeúntes se detuvieran. Nadie la conocía; pero la belleza es reina por naturaleza; todo le rinde homenaje. La joven se puso un velo negro que le cubrió medio cuerpo y embarcó en la góndola. Biondello no perdió de vista la embarcación a lo largo del canal de la Giudecca, pero la multitud le impidió seguirla más de cerca hasta el final.
—¿Pero no se dio a conocer al gondolero, al menos para una entrevista posterior?
—Está buscando al gondolero, pero no es de las personas que él conoce. Los pobres a los que interrogó sólo supieron decirle que la signora aparecía por allí desde hacía algunas semanas y siempre, siempre en sábado, y repartía entre ellos una moneda de oro. Era un ducado holandés que él adquirió por cambio y me lo trajo.
—Una griega, y de categoría, al menos en bienes de fortuna, y bienhechora. Sería bastante para empezar, señor, y casi demasiado. Pero ¿una griega en una iglesia católica?
—¿Por qué no? Puede haber abandonado su fe. Además… hay algo de misterio. ¿Por qué una sola vez por semana? ¿Por qué sólo el sábado, cuando aquella iglesia suele estar vacía, como me dice Biondello? El próximo sábado, a más tardar, lo averiguaremos. Pero hasta entonces, querido amigo, ayúdeme a pasar este tiempo. Aunque es inútil: los días y las horas llevan su ritmo sosegado y mi afán lleva alas.
—¿Y cuando llegue ese día, señor? ¿Qué sucederá entonces?
—¿Qué sucederá? La veré. Averiguaré su lugar de residencia. Sabré quién es. ¿Quién es? Pero… ¿qué me puede preocupar eso? Lo que yo vi me hace feliz; así que ya sé todo lo que puede hacerme feliz.
—¿Y nuestra partida de Venecia, que ya está fijada para primeros del mes que viene?
—¿Podía yo saber de antemano que Venecia encerraba ese tesoro para mí? Usted me pregunta sobre cosas de mi vida de ayer. Yo le digo que existo y quiero existir sólo desde hoy.
Creí llegado el momento de cumplir la promesa hecha al marqués. Le hice comprender al príncipe que su larga estancia en Venecia había llevado la economía a una situación precaria y que, de prorrogar el plazo fijado, tampoco se podría contar mucho con el apoyo financiero de su corte. Entonces supe lo que hasta el momento había sido un secreto para mí: que su hermana, la princesa reinante *** de ***, lo ayudaba con importantes subvenciones a espaldas del resto de sus hermanos, y que estaba dispuesta a doblar la ayuda si la corte lo dejaba en la estacada. Esta hermana, muy religiosa, como usted sabe, cree que los grandes ahorros que hace en una corte muy limitada no pueden tener mejor destino que un hermano cuyas obras de beneficencia ella conoce y del que se profesa entusiasta admiradora. Yo sabía que los dos mantenían una buena relación y se escribían cartas; pero ignoraba que la precaria economía del príncipe tuviera esta fuente suplementaria de financiación. Está claro, pues, que el príncipe hacía unos gastos que para mí eran un misterio y aún lo siguen siendo, gastos originados sobre todo por el afán de incrementar su prestigio. ¡Y yo que creía conocerlo a fondo! Después de este descubrimiento no dudé en informarle sobre el ofrecimiento del marqués, que él aceptó sin reparo con no pequeña sorpresa por mi parte. Me facultó para abordar este asunto con el marqués del modo que yo juzgara más conveniente, y para rescindir inmediatamente el trato con el usurero. A su hermana había que escribirle sin demora.
Era ya de día cuando nos despedimos. Con todo lo desagradable que me resulta, y por más de un motivo, todo este asunto, lo que más me fastidia es que nos obligue a prolongar nuestra estancia en Venecia. Esa incipiente pasión amorosa espero que nos traiga más bienes que males. Es quizá el medio más eficaz para apartar al príncipe de sus sueños metafísicos y hacerlo volver a la vida ordinaria: espero que esa pasión haga crisis, como suele ocurrir, y que al desaparecer la nueva y artificial enfermedad, se lleve consigo la antigua.
Que siga bien, amigo. Todo esto son noticias frescas de ayer. Recibirá esta carta el mismo día que la anterior.
El barón de F. al conde de O.
SEXTA CARTA
20 de julio
Este Civitella es el hombre más servicial del mundo. Apenas se había despedido el príncipe cuando llegó una misiva del marqués instándome a que acelerase el asunto. Le envié inmediatamente una obligación de seis mil cequíes a nombre del príncipe; en menos de media hora me la devolvían acompañada del doble de la suma, en letras y en dinero contante. El príncipe aprobó finalmente esa elevación de la suma; pero hubo que aceptar también la obligación, que vencía a sólo seis semanas.
Toda la semana transcurrió en averiguaciones sobre la griega misteriosa. Biondello puso en funcionamiento toda su maquinaria, pero hasta ahora todas las pesquisas han sido infructuosas. Se encontró con el gondolero, pero sólo supo de él que las dos damas desembarcaron en la isla de Murano, donde las esperaban dos literas. Él las tomó por inglesas, porque hablaban un idioma extranjero y le pagaron en oro. Tampoco conocía a su acompañante; conjeturó que era un fabricante de espejos de Murano. Ahora sabíamos ya al menos que no debíamos buscarla en la Giudecca y que residía con toda probabilidad en la isla de Murano; pero lo malo era que la descripción que de ella hizo el príncipe no servía para que pudiera identificarla un tercero. Precisamente la atención apasionada en que envolvió su imagen le impidió verla; estaba ciego para todos los detalles que más habrían llamado la atención de otros; de acuerdo con su descripción habría que buscarla más en Ariosto o en Tasso que en una isla veneciana. Además, esta investigación había que llevarla con la máxima prudencia para no despertar sospechas. Como Biondello, aparte del príncipe, era el único que la había visto, siquiera a través del velo, la buscó en todos los lugares donde cabía presumir que estuviera en un determinado momento; los pobres estuvieron ocupados toda la semana en recorrer las calles de Venecia. Se inspeccionó con especial cuidado la iglesia griega, pero con igual resultado, y el príncipe, cuya impaciencia subía de punto con cada nueva expectativa frustrada, tuvo que esperar hasta el sábado.
Su inquietud era enorme. Nada lo distraía, nada podía sujetarlo. Todo su ser estaba en conmoción febril, no aparecía en las reuniones y su mal aumentó en la soledad. Y precisamente aquella semana estuvo más solicitado que nunca por las visitas. Se había anunciado su próxima despedida y todos se apresuraron a decirle adiós. Había que distraer a aquellas personas para que desviaran la atención de él, y había que distraerlo a él para distraer su espíritu. En esta situación entró en juego Civitella, y había que utilizarlo para alejar al menos a la multitud. Él esperaba por su parte despertar en el príncipe una afición pasajera al juego que apagase el ardor romántico de su pasión y la hiciera desaparecer. «Las cartas», dijo Civitella, «me han preservado de muchas tonterías que estuve a punto de cometer y me han hecho subsanar las que ya he cometido. La paz, la razón, que un par de ojos hermosos me habían quitado, las he recuperado a menudo en el juego del faraón, y nunca han tenido las mujeres mayor poder sobre mí que cuando me faltaba el dinero».
Dejo de lado hasta qué punto tenía razón Civitella; pero el medio al que recurrió empezó a ser pronto más peligroso que el mal que trataba de corregir. El príncipe, que sólo sabía dar al juego algún aliciente fugaz con el alto riesgo, rompió todas las barreras. Se salió de sus casillas. Todo lo que hacía tomaba un cariz apasionado; todo respiraba esa vehemencia impaciente que se traslucía ahora en los menores detalles. Usted conoce su indiferencia hacia el dinero; en este terreno era una verdadera insensibilidad. Las monedas de oro se le escurrían de las manos como agua. Perdía casi ininterrumpidamente porque jugaba sin atención. Perdía enormes sumas porque jugaba como un desesperado. Querido O., escribo esto con dolor de corazón; en cuatro días se perdieron los doce mil cequíes, y luego más.
No me haga reproches. Ya me acuso bastante a mí mismo. Pero ¿puedo impedirlo? ¿Me escucha el príncipe? ¿Puedo hacer otra cosa que invitarlo a recapacitar? Yo hice lo que estaba en mi mano. No puedo sentirme culpable.
También Civitella ha perdido sumas cuantiosas; yo gané contra él seiscientos cequíes. Las espectaculares pérdidas del príncipe han causado sensación; por eso mismo no podía abandonar ahora el juego. Civitella, al que vemos interesado en tenerlo comprometido, le repuso inmediatamente la cantidad perdida. El agujero está tapado, pero el príncipe debe al marqués veinticuatro mil cequíes. ¡Oh, cómo añoro los ahorros de la buena hermana! ¿Son así todos los príncipes, querido amigo? El nuestro se comporta como si hiciera con ello un gran honor al marqués, y éste… sabe al menos desempeñar su papel.
Civitella intentó tranquilizarme diciendo que justamente esta exageración, esta tremenda mala suerte era el medio más eficaz para hacer entrar en razón al príncipe. El dinero no era problema. Para eso estaba él, siempre dispuesto a darle en cualquier momento el triple de lo necesario. También el cardenal me aseguró que el ofrecimiento de su sobrino era sincero y que salía fiador por él.
Lo más triste era que estos ingentes sacrificios no surtían ningún efecto. Se podrá pensar que el príncipe jugaba al menos con interés. Nada de eso. Su mente estaba en otra cosa, y la pasión que nosotros queríamos reprimir parecía crecer con el fracaso en el juego. Cuando se iba a producir un lance decisivo y todos se agolpaban expectantes alrededor de la mesa, él buscaba a Biondello con la mirada para leerle en la cara la novedad que acaso venía a notificarle. Biondello nunca traía nada nuevo… y él perdía siempre.
El dinero, por lo demás, iba a parar a manos muy necesitadas. Algunos Eccellenze que, según malas lenguas, llevaban personalmente su frugal avituallamiento en el gorro senatorial desde el mercado a casa, entraban como mendigos a nuestra residencia y salían de ella como gentes acomodadas. Civitella me los presentó. «Mire», dijo, «a cuántos pobres infelices les viene de perlas que a un hombre inteligente se le ocurra hacerse el loco. Eso me agrada. Es propio de príncipes y de reyes. Un gran hombre tiene que hacer felices a los demás incluso en sus desvaríos y fecundar los campos vecinos como un río desbordado».
La idea de Civitella es excelente y noble… pero el príncipe le debe veinticuatro mil cequíes.
Llegó al fin el ansiado sábado y mi señor salió puntual, después de mediodía, a la iglesia de ***. Se situó en el punto exacto de la capilla donde había visto por primera vez a su Desconocida, pero de forma que ella no pudiera verlo de inmediato. Biondello tenía orden de vigilar a la puerta de la iglesia y trabar conversación con el acompañante de la dama. Yo me encargué de embarcarme al regreso en la misma góndola como un transeúnte cualquiera para seguir la pista de la Desconocida, si fracasaba lo demás. En el mismo lugar donde ella había desembarcado la vez anterior según información del gondolero, se alquilaron dos literas, y por si fuera poco, el príncipe había ordenado al ayuda de cámara de Z. ir detrás en una góndola especial. El príncipe quiso gozar plenamente de la presencia de la dama y, si se terciaba, probar suerte en la misma iglesia. Civitella se mantuvo a prudente distancia para no despertar sospechas en la dama, dada su mala fama entre las mujeres de Venecia. Ya ve, querido amigo, que no sería por imprevisión nuestra si la bella Desconocida se nos escurría.
Nunca se expresaron en una iglesia deseos más ardientes que en aquélla, y nunca quedaron más cruelmente frustrados. El príncipe aguardó hasta la hora del ocaso, atento a cada ruido que llegaba a la capilla, a cada chirrido de la puerta: siete horas largas… y no apareció la griega. No le digo nada de su estado de ánimo. Sabe lo que es una esperanza frustrada… y una esperanza de la que uno ha vivido casi exclusivamente durante siete días y siete noches.
El barón de F. al conde de O.
SÉPTIMA CARTA
Julio
El episodio de la misteriosa desconocida del príncipe hizo recordar al marqués de Civitella una aparición romántica que le ocurrió hace algún tiempo y que nos contó para distraer al príncipe. Yo se la narro a usted con sus mismas palabras; pero la gracia con que él sabe animar todo lo que dice falta en mi exposición.
—En la primavera pasada —contó Civitella— tuve la desgracia de enemistarme con el embajador español, que en su sexagésimo aniversario cometió la locura de querer desposarse con una joven romana de dieciocho años. Su venganza me perseguía y mis amigos me aconsejaron evitar las consecuencias ausentándome temporalmente hasta que la mano de la naturaleza o un arreglo amigable me librara del peligroso enemigo. Pero como me costaba abandonar totalmente Venecia, me instalé en un barrio apartado de Murano, donde habité con nombre falso una casa solitaria; pasaba oculto el día y vivía la noche para mis amigos y para el placer.
»Mis ventanas daban a un jardín que colindaba por el lado occidental con el muro circular de un monasterio, pero se abría por el este como una pequeña península a la laguna. El jardín era encantador, pero poco visitado. Al amanecer, cuando me abandonaban los amigos, solía asomarme a la ventana antes de echarme a dormir, para ver salir el sol sobre el golfo y después despedirme de él. Si vos no habéis gozado aún de este placer, príncipe, os recomiendo ese lugar, el más delicioso quizá de toda Venecia, para disfrutar de tan espléndida aparición. Una noche purpúrea reina sobre las aguas y un vapor dorado la anuncia de lejos en la espuma de la laguna. El cielo y el mar están a la expectativa. De pronto el sol aparece y todas las olas se encienden; es un espectáculo fascinante.
»Una mañana en que me abandonaba, como de costumbre, al placer de esta visión descubrí que no era el único testigo de la misma. Creí percibir voces humanas en el jardín y cuando me volví en dirección al sonido, veo una góndola que atraca a orillas del agua. Pocos momentos después veo salir a varias personas del jardín y subir por la avenida a paso lento, como paseando. Son un hombre y una mujer, acompañados de un negrito. La mujer viste de blanco y luce un brillante en su dedo; la penumbra no me permite distinguir más.
»Siento curiosidad. Una cita, sin duda, y una pareja de amantes, pero… en ese lugar y a una hora tan insólita, ya que apenas eran las tres de la madrugada y todo yacía aún envuelto en la penumbra del amanecer. El hecho me pareció una novedad, y el jardín un lugar ideal para un romance. Quise esperar el final.
»Pronto los pierdo de vista en las bóvedas vegetales del jardín, y tardan en reaparecer. Una grata canción resuena entre tanto en los aires. Era del gondolero, que mataba así el tiempo en su góndola, y fue contestada por un compañero de la vecindad. Eran estancias de Tasso; el tiempo y el lugar se prestaban a ello, y la melodía sonaba dulce en medio del silencio general.
»Ya era de día y se podían, reconocer los objetos con más claridad. Busco a los amantes con la mirada. Ahora suben por una ancha avenida cogidos de la mano y se detienen a menudo, pero están de espaldas a mí y se alejan de mi vivienda. Su modo de caminar me permite inferir una alta posición social, y su esbelta figura, una belleza extraordinaria. Hablaban poco, según me pareció, pero la dama más que su acompañante. No parecían prestar atención al espectáculo de la salida del sol, que en aquel momento alcanzaba su máximo esplendor.
»Mientras busco mi tubo telescópico y lo enfoco para aproximar todo lo posible tan extraño cuadro, desaparecen de nuevo en un recodo y pasa largo rato hasta que los vuelvo a ver. El sol ya ha salido del todo, ellos avanzan hacia mí y me miran. ¡Qué figura celestial contemplo! ¿Era el juego de mi imaginación, era la magia de la cruz? Creí ver en ella un ser supraterreno y cerré los ojos, heridos por la luz deslumbrante. ¡Tanto encanto en tan gran majestad! ¡Tanto espíritu y nobleza en tan tierna juventud! Intento en vano describiros lo que veo. No había conocido la belleza hasta este momento.
»El interés de la conversación los retiene cerca de mí, y yo quedo absorto en la visión del maravilloso cuadro. Y cuando mi mirada alcanza al acompañante, su belleza no logra desviarme de la contemplación de la dama. Él me pareció un hombre en sus mejores años, algo delgado y de elevada estatura; pero no había visto una frente que irradiara tanto espíritu, tanta superioridad, tanto hálito divino. Yo mismo, con toda mi experiencia, no pude resistir la mirada penetrante que brotaba como un relámpago bajo las cejas oscuras. En torno a sus ojos había un aura de velada tristeza, y un toque de bondad en la comisura de los labios suavizaba la gravedad que ensombrecía todo el rostro. Cierto perfil del rostro que no era europeo, unido al atuendo compuesto de las más diversas prendas, pero audaz y felizmente elegidas con un gusto inimitable, le daban un aire de singularidad que reforzaba no poco la extraordinaria impresión de todo su ser. Algún destello perdido de su mirada podía hacer presumir en él a un fanático, pero los ademanes y las buenas maneras delataban a un hombre perfectamente educado por el mundo.
Z. que, como usted sabe, no se puede callar nada de lo que piensa, no pudo contenerse más.
—¡Nuestro armenio! —exclamó—. Nuestro armenio en persona, y nadie más.
—¿Quién es ese armenio, si se puede saber? —preguntó Civitella.
—¿No le contaron la farsa? —dijo el príncipe—. Pero no interrumpamos. Empiezo a interesarme por su hombre. Continúe con la narración.
—Algo extraño había en su porte. Su mirada descansaba con insistencia, con pasión, en ella cuando ella desviaba la vista, y buscaba el suelo cuando tropezaba con la mirada de ella. ¿Está loco este hombre?, pensé. Quisiera detenerme una eternidad sin contemplar nada más.
»La vegetación volvió a quitármelos de la vista. Esperé largo rato a que reaparecieran, pero fue en vano. Al fin los descubrí de nuevo desde otra ventana.
»Estaban ante un estanque, a cierta distancia uno de otro, los dos perdidos en un profundo silencio. Parece que llevaban algún tiempo en esta actitud. La mirada penetrante de ella descansaba inquisitivamente en él y parecía leer cada pensamiento germinal de su frente. Él, como si no tuviera suficiente valor para recibir directamente esa mirada, buscaba su imagen en el espejo del agua o contemplaba fijamente el delfín que salpicaba desde el estanque. ¿Quién sabe cuánto duraría este juego mudo, si la dama lo podía soportar? La bella criatura se acercó a él en la más dulce actitud, le tomó una mano, abrazándole por el cuello, y se la besó. Aquel hombre frío la dejó hacer y no correspondió a su beso.
»Pero hubo algo en esta escena que me impresionó. Es el hombre el que me impresionó. Un afecto intenso parecía trabajar en su pecho, un poder irresistible le impulsaba hacia ella y un brazo oculto lo retraía. Era una lucha callada, pero dolorosa, y el peligro era evidente de su parte. Pensé que pretendía demasiado. Tenía que sucumbir.
»A una señal suya, el negrito desaparece. Esperé entonces una escena tierna, de súplica rendida, una reconciliación sellada con mil besos. Nada de eso. El hombre enigmático toma de su portafolio un paquete sellado y se lo entrega a la dama. La tristeza cubre el rostro de ella cuando lo mira, y una lágrima asoma a sus ojos.
»Tras un breve silencio se marchan. Desde una avenida lateral se acerca a ellos una señora entrada en años que se había mantenido a distancia todo el tiempo y que yo descubro ahora. Las dos mujeres se alejan lentamente conversando, mientras él aprovecha la ocasión para quedar rezagado detrás de ellas. Indeciso y con la mirada fija en ella, se detiene, camina y vuelve a detenerse. De pronto desaparece en la vegetación.
»Delante, las mujeres miran a su alrededor. Parecen inquietas al no encontrarlo, y se detienen en silencio, quizá para esperarlo. Él no viene. Ellas pasean la mirada con angustia, aceleran el paso. Mis ojos ayudan a rastrear todo el jardín. Él no aparece. No está en ninguna parte.
»De pronto oigo un rumor cerca del canal; una góndola se aleja de la orilla. Es él, y a duras penas contengo el impulso de gritarle a ella. Ahora está claro: fue una escena de despedida.
»Ella pareció adivinar lo que yo sabía. Va hacia la orilla a una marcha que la otra no puede seguir. Demasiado tarde. La góndola desaparece veloz y sólo una vela blanca flota a lo lejos. Poco después veo que también las mujeres embarcan.
»Cuando desperté de un breve sueño, tuve que reírme de mi propia ofuscación. La fantasía había continuado el episodio en sueños. Y la realidad se me convirtió en sueño. Una muchacha atractiva como una hurí que al romper el día pasea con su amante en un jardín recoleto delante de mi ventana, un amante que no sabe en qué emplear mejor esas horas… me pareció un cuadro ideal para excitar, y a la vez disculpar, la fantasía de un soñador. Pero el sueño había sido demasiado bello para no renovarlo todas las veces que fuera posible, y también el jardín me parecía más bello desde que mi fantasía lo poblara de seres tan atractivos. Algunos días desagradables que siguieron a esta mañana me apartaron de la ventana, pero la primera noche serena me hizo asomarme a ella. Cuál sería mi asombro cuando veo lucir, tras una breve búsqueda, el blanco vestido de mi desconocida. Era ella; ella en persona. No era un sueño.
»Estaba a su lado la matrona anterior, que llevaba a un niño pequeño de la mano; pero ella caminaba abstraída y algo apartada. Recorrió todos los lugares donde había estado la otra vez con su acompañante. Permaneció largo rato junto al estanque, y su mirada persistente parecía buscar en vano la imagen querida.
»Si esta belleza suprema me arrebató la primera vez, hoy me impresionó con una suave, pero no menos seductora violencia. Ahora gozaba de plena libertad para contemplar la imagen celeste; el asombro del primer momento dejó paso imperceptiblemente a una dulce sensación. Desaparece el halo de gloria y sólo veo en ella a la más hermosa de todas las mujeres que enardece mis sentidos. En aquel momento me decidí. Tiene que ser mía.
»Mientras dudo entre bajar y acercarme a ella o, antes de hacerlo, informarme sobre su persona, se abre una pequeña puerta del muro monástico y sale de ella un fraile carmelita. Al oír el ruido, la dama abandona el sitio que ocupa y la veo avanzar a paso ligero hacia él. El fraile saca un papel del pecho, ella se lo arrebata con avidez y una viva alegría se dibuja en su rostro.
»En este preciso momento mi habitual visita nocturna me aleja de la ventana. Evito cuidadosamente acercarme a ella porque no quiero compartir con nadie esta conquista. Tengo que aguantar una hora entera, lleno de impaciencia, hasta que logro que se vayan los impertinentes. Vuelvo corriendo a la ventana, pero todo ha desaparecido.
»El jardín está vacío cuando salgo de la casa. No hay ninguna embarcación junto al canal. Ningún rastro de seres humanos. No sé de qué dirección vino ella ni hacia dónde se fue. Mientras camino escudriñando todos los rincones, veo brillar a lo lejos un objeto blanco sobre la arena. Me acerco: es un papel cerrado en forma de carta. ¿Qué otra cosa podía ser sino la carta que el carmelita le había entregado? “Feliz hallazgo”, exclamé. “Esta carta me descifrará el misterio; me permitirá ser el dueño de su destino”.
»La carta estaba sellada con una esfinge, no tenía señas y la escritura era cifrada. Esto no me desanimó porque soy experto en criptografía. La copié rápidamente, pues era lógico que ella la echara pronto de menos y volviera para buscarla. Si no la encontraba, sería señal de que el jardín era visitado por varias personas, y esta averiguación la retraería para siempre. Nada más letal para mi esperanza.
»Ocurrió lo que había imaginado. Acababa de hacer mi copia cuando apareció ella con su acompañante anterior, ambas en actitud de búsqueda angustiosa. Até la carta a una pizarra que desprendí del tejado y la dejé caer a un lugar por el que ella tenía que pasar. Mi generosidad se vio compensada con el espectáculo de su alegría desbordante al encontrarla. La examinó atentamente como si quisiera descubrir la mano profana que pudo haberla tocado, la miró por todos los lados; pero el gesto de satisfacción con que se la guardó demostraba que no había enfado en ella. Se fue, y todavía volvió la cabeza para mirar por última vez como agradeciendo a los dioses protectores del jardín el haber custodiado tan fielmente el secreto de su corazón.
»Me apresuré a descifrar la carta. Lo intenté con varios idiomas; por fin, acerté con el inglés. Su contenido era tan singular que me lo aprendí de memoria.
Interrumpo aquí. El final, para otra ocasión.
El barón de F. al conde de O.
OCTAVA CARTA
Agosto
No, querido amigo. Usted no es justo con el buen Biondello. Su sospecha no está justificada. Puede decir lo que quiera de los italianos, pero éste es honrado.
Le parece extraño que un hombre de tan brillantes dotes y de conducta tan ejemplar se rebaje a servir, a menos que abrigue secretas intenciones, y usted concluye que esas intenciones son sospechosas. ¿Qué? ¿Tiene algo de extraño que un hombre de talento y de experiencia intente agradar a su príncipe, que puede labrar su felicidad? ¿Es deshonroso servir al príncipe? ¿No da a entender Biondello con toda claridad que su afecto por el príncipe es personal? Él le confesó que tenía una petición que hacerle. Esta petición nos explicará sin duda todo el misterio. Él podrá abrigar intenciones secretas; pero ¿no pueden ser inocentes?
Se sorprende usted de que este Biondello, en los primeros meses, cuando usted nos regalaba aún con su presencia, mantuviera ocultas las grandes cualidades que ahora saca a relucir y no quisiera llamar la atención. Es verdad; pero ¿cuándo tuvo ocasión de lucirse? El príncipe no tenía necesidad de él, y sólo el azar nos hizo descubrir sus otras cualidades.
Pero él nos ha dado muy recientemente una prueba de entrega y lealtad que disipará todas sus dudas. Hay alguien que está observando al príncipe. Alguien trata de obtener datos de su estilo de vida, de sus amistades y relaciones. No sé quién tiene esta curiosidad; pero escuche.
Hay en San Jorge una casa pública donde Biondello entra y sale a menudo; es posible que tenga allí asuntos de amores, no lo sé. Hace pocos días aparece por allí y se encuentra con una sociedad: abogados y funcionarios del Gobierno, alegres cofrades y viejos conocidos de él. Se asombran de su presencia, celebran verlo de nuevo. La vieja amistad se remoza, cada cual cuenta su historia hasta el momento, Biondello hace lo propio con la mejor voluntad y en pocas palabras. Le desean suerte en su nueva posición; han oído hablar ya del fastuoso tren de vida del príncipe de ***, sobre todo de su liberalidad con las personas que saben guardar los secretos; conocen sus relaciones con el cardenal A., que le gusta el juego, etc. Biondello queda perplejo. Bromean con él por hacerse el personaje misterioso, cuando saben que es el encargado de negocios del príncipe de ***; los dos abogados lo llevan al centro de la reunión; la botella se vacía a menudo; lo instan a beber; él se excusa porque no tolera el vino, pero bebe, aparentando emborracharse.
—Sí —dijo al fin uno de los abogados—. Biondello conoce su oficio, pero le falta algo por aprender; está a medio camino.
—¿Qué me falta aún? —preguntó Biondello.
—Conoce el arte —dijo el otro— de guardar un secreto, pero no el otro de utilizarlo con ventaja.
—¿Hay que buscar un comprador? —preguntó Biondello.
En este momento el resto de los presentes abandonó la habitación; él quedó solo con los dos abogados, que ahora hablaron con franqueza. Para abreviar, debía informarse sobre el trato del príncipe con el cardenal y su sobrino, indicarles la procedencia del dinero del príncipe y hacerles llegar las cartas que fueron escritas al conde de O. Biondello los emplazó para otra ocasión; pero no pudo sonsacarles para quién trabajaban. A juzgar por las brillantes ofertas que le hicieron, la información debía de estar encargada por un hombre muy rico.
Anoche descubrió a mi señor todo el asunto. La primera idea de éste fue actuar pronto y bien contra los agentes; pero Biondello puso reparos. Los tendrían que poner de nuevo en libertad y entonces él perdería todo crédito en ese estamento, quizá su vida correría peligro. Esa gente está muy unida, todos responden por cada uno. Él prefería tener como enemigo al Gran Consejo antes que ser tachado por ellos de traidor; tampoco podría ser ya de utilidad al príncipe si perdía la confianza de ese estamento.
Hemos cavilado mucho sobre la persona que pueda estar interesada en este asunto. ¿Quién habrá en Venecia empeñado en saber lo que hace o deja de hacer mi señor, sus relaciones con el cardenal A. y lo que yo pueda escribirle a usted? ¿Podría tratarse de un legado del príncipe de ** d **? ¿O anda aquí metido, de nuevo, el armenio?
El barón de F. al conde de O.
NOVENA CARTA
Agosto
El príncipe nada en placer y en amor. Tiene de nuevo a su griega. Escuche cómo ocurrió la cosa.
Un extranjero que había pasado por Chiozza y ponderó mucho la bella situación de esta ciudad a orillas del golfo, despertó la curiosidad del príncipe, que deseó ir a verla. Ayer realizó el viaje, y para evitar compromisos y gastos, sólo debíamos acompañarle Z. y yo, además de Biondello, y mi señor quiso permanecer en el anonimato. Encontramos una embarcación a punto de zarpar para allá y nos sumamos al pasaje. Éste era muy variado, pero poco interesante, y el viaje no tuvo nada de particular.
Chiozza está construida sobre pilotes hundidos en el agua, como Venecia, y debe de tener alrededor de cuarenta mil habitantes. La nobleza escasea, pero uno tropieza a cada paso con pescadores y marineros. Al que lleva una peluca o una capa lo llaman rico; la gorra y la blusa son los signos de un pobre. La ubicación de la ciudad es bella, pero no se puede comparar con Venecia.
No permanecimos mucho tiempo en ella. El patrón, que tenía aún otros pasajeros, debía regresar pronto a Venecia, y nada retenía al príncipe en Chiozza. Todos habían ocupado su puesto en el barco cuando llegamos nosotros. Como la compañía nos había resultado molesta a la ida, esta vez tomamos un camarote sólo para nosotros. El príncipe preguntó quién más había en el barco. Un dominico —fue la respuesta— y algunas señoras que volvían a Venecia. Mi señor no tuvo la curiosidad de verlos y ocupó sin más su camarote.
La griega había sido el tema de nuestra conversación a la ida, y lo fue también al regreso. El príncipe volvía a relatar con nostalgia su aparición en la iglesia; se hicieron planes y proyectos; el tiempo pasó volando; antes de lo previsto, estábamos frente a Venecia. Bajaron algunos pasajeros; el dominico fue uno de ellos. El patrón se dirigió a las señoras que, como supimos entonces, sólo habían estado separadas de nosotros por una delgada tabla, y les preguntó dónde debía hacer escala. «En la isla de Murano» fue la respuesta, y añadió el nombre de la casa.
—¡La isla de Murano! —exclamó el príncipe, y su alma pareció estremecerse con un presentimiento. Antes de poderle yo responder, entró Biondello precipitadamente.
—¿Sabéis en qué compañía viajamos?
El príncipe dio un salto.
—Es ella en persona —continuó Biondello—. Acabo de estar con su acompañante.
El príncipe salió fuera; el camarote le venía estrecho, el mundo entero le vendría estrecho en aquel momento. Mil sensaciones lo invadieron, le flaqueaban las rodillas, el rojo y el pálido se alternaban en su rostro. Yo temblé con él, expectante. No le puedo describir aquella situación.
Hubo escala en Murano. El príncipe saltó a la ribera. Llegó ella. Yo leí en la cara del príncipe que era ella. Con su aparición no me quedó la menor duda. Nunca he visto una figura más bella. Un color rojo encendido le tiñó el rostro cuando vio al príncipe. Tuvo que oír toda la conversación y tampoco podía dudar de ser el objeto de la misma. En un gesto significativo miró a su acompañante como diciendo: «¡Es él!», y bajó los ojos turbada. Habían colocado un estrecho tablón desde el barco a la orilla. Ella parecía temerosa, pero creo que menos por miedo a resbalar que por no poder pasar sola y porque el príncipe ya había extendido el brazo para ayudarla. La necesidad triunfó sobre sus escrúpulos. Tomó la mano del príncipe y pasó a la orilla. El príncipe fue descortés por culpa de la tremenda emoción que lo embargaba: se olvidó de la otra dama que aguardaba el mismo servicio; ¡qué no hubiera olvidado él en aquel momento! Al final presté yo este servicio, y ello fue el preludio de un diálogo que se entabló entre mi señor y la dama.
Él retenía aún la mano de la dama… creo que por distracción y sin darse cuenta.
—No es la primera vez, signora, que… que… —no pudo continuar.
—Creo recordar —susurró ella.
—En la iglesia de *** —dijo él.
—Era en la iglesia de *** —dijo ella.
—Y yo no podía imaginar hoy… que os tendría tan cerca…
En este momento ella desprendió suavemente su mano de la del príncipe. Éste quedó un momento azorado. Biondello, que ya había hablado con el sirviente, acudió en su ayuda.
—Signor, las damas tienen encargadas las literas; pero hemos regresado antes de lo que ellas presumían. Hay aquí cerca un jardín donde podéis estar entre tanto para evitar el gentío.
La propuesta fue aceptada, y puede usted imaginar con qué agrado por parte del príncipe. Z. y yo conseguimos tener entretenida a la matrona de forma que el príncipe pudiera conversar con la joven dama sin ser molestado. Puede usted suponer lo bien que aprovechó aquellos momentos si le digo que obtuvo permiso para visitarla. Precisamente ahora, cuando le estoy escribiendo, se encuentra allí. A su regreso sabré más cosas.
Ayer, cuando llegamos a casa, encontramos también la esperada letra de cambio de nuestra corte, pero acompañada de una carta que puso en ascuas a nuestro señor. Le piden que regrese, y en un tono al que no está habituado. Contestó inmediatamente en el mismo tono, y se va a quedar. Las letras son lo justo para pagar los intereses del capital que adeuda. Esperamos con ansia una respuesta de su hermana.
El barón de F. al conde de O.
DÉCIMA CARTA
Septiembre
El príncipe se desmoronó con su corte cuando nos cortaron desde allí los recursos.
Han pasado ya las seis semanas de plazo, más algunos días, para que mi señor pague la deuda al marqués, y no llega ninguna letra de cambio ni de su primo, al que ha pedido de nuevo y con urgencia una subvención, ni de su hermana. Como puede imaginar, Civitella no ha pasado aún aviso; pero esto le aviva aún más el recuerdo al príncipe. Ayer a mediodía llegó una respuesta de la corte reinante.
Poco antes habíamos cerrado un nuevo contrato con nuestro hotel y el príncipe anunció públicamente la prolongación de su estancia. Mi señor me entregó la carta sin decir palabra. Le ardían los ojos; leí el contenido en su frente.
¿Usted se imagina, querido O.? En *** se han enterado de la situación actual de mi señor, y la calumnia ha tejido una espantosa trama de mentiras. Se dice, entre otras cosas, que al príncipe se le está alterando el carácter y muestra un comportamiento diametralmente opuesto a su loable trayectoria anterior. Se dice que derrocha el dinero en mujeres y en el juego, que se carga de deudas, acude a visionarios e invocadores de espíritus, entabla relaciones sospechosas con prelados católicos y mantiene una corte que está por encima de su rango y de sus ingresos. Se dice incluso que está a punto de completar esta conducta escandalosa apostatando de su confesión religiosa y entrando en la iglesia romana. Para deshacer esta última acusación, se espera de él un pronto regreso. Un banquero de Venecia, al que entregó la cuenta de sus deudas, tendría orden de satisfacer a los acreedores inmediatamente después de su partida, pues en estas circunstancias no parece conveniente poner el dinero en manos del príncipe.
¡Qué acusaciones y en qué tono! Volví a leerla por si encontraba en ella algo que pudiera apaciguarlo; no encontré nada. Me pareció inconcebible.
Z. me ha recordado el sondeo secreto que le hicieron hace poco a Biondello. El tiempo, el contenido, todas las circunstancias coinciden. Los habíamos atribuido al armenio erróneamente. Ahora sabemos de dónde procede. ¡Apostasía! Pero ¿quién está interesado en calumniar a mi señor de modo tan odioso y burdo? Yo me temo que sea una treta del príncipe de ** d **, que está empeñado en alejar a nuestro señor de Venecia.
Éste seguía guardando silencio, la mirada fija en el vacío. Su silencio me angustió.
—¡Por Dios, príncipe —exclamé—, no toméis medidas violentas! Tendréis la más completa satisfacción. Dejad este asunto en mis manos. Enviadme allá. No es digno de vos responder a tales acusaciones, pero permitidme que yo lo haga. Es preciso identificar al calumniador y abrirle los ojos a… (?).
En esta tesitura nos encontró Civitella, que preguntó con asombro por el motivo de nuestra consternación. Z. y yo guardamos silencio; pero el príncipe, que estaba habituado desde tiempo atrás a no hacer ninguna diferencia entre él y nosotros, y aún estaba demasiado furioso para ser prudente en aquel momento, nos ordenó entregarle la carta. Yo vacilé, pero el príncipe me la arrebató de las manos y él mismo se la dio al marqués.
—Soy su deudor, señor marqués —dijo el príncipe después de que aquél leyera con asombro la carta—, pero no se preocupe. Deme veinte días de plazo y usted cobrará lo que le corresponde.
—¡Príncipe! —dijo Civitella conmocionado—. ¿Es que me merezco yo esto?
—Usted no ha querido recordármelo; reconozco su delicadeza y se lo agradezco. En veinte días, como digo, recuperará lo que es suyo.
—¿Qué pasa aquí? —me preguntó Civitella lleno de consternación—. ¿Cómo se explica esto? No lo entiendo.
Le informamos de lo que nosotros sabíamos. Se puso fuera de sí. Dijo que el príncipe le debía una satisfacción; la ofensa era inaudita. Lo instó a hacer un uso ilimitado de su fortuna y de su crédito.
El marqués se fue y el príncipe seguía sin pronunciar palabra. Paseaba pisando fuerte en la habitación; algo insólito se fraguaba en él. Al fin se detuvo y murmuró entre dientes:
—Deseaos suerte —dijo—. A las nueve ha fallecido.
Lo miramos aterrados.
—Deseaos suerte —continuó—. Suerte… ¿Yo voy a desearme suerte? ¿No dijo así? ¿A qué se refería?
—¿Cómo volvéis ahora sobre eso? ¿Qué tiene que ver?
—Entonces no entendí lo que quiso decir aquel hombre. Ahora lo entiendo. ¡Oh, es terriblemente duro tener un señor que dispone de ti!
—¡Mi querido príncipe!
—Ése nos lo puede hacer sentir. ¡Ah, debe de ser muy dulce para él!
Se detuvo de nuevo. Su semblante me horrorizó. Nunca lo había visto así.
—¡El hombre más miserable —empezó otra vez— o el próximo príncipe en el trono! Es lo mismo. Sólo hay una diferencia entre las personas: obedecer o mandar.
Miró la carta una vez más.
—Ustedes han visto al hombre —continuó— que puede atreverse a escribirme esto. ¿Lo saludarían en la calle si el destino no lo hubiera constituido en su señor? ¡Por Dios! ¡Realmente, una corona irradia grandeza!
Continuó en este tono, y dijo cosas que no puedo consignar en una carta. Pero en esta ocasión el príncipe me descubrió un detalle que me produjo no pequeño asombro y susto, y que puede tener las más peligrosas consecuencias. Sobre las circunstancias familiares en la corte de… (?) hemos estado muy equivocados hasta ahora.
El príncipe contestó la carta de inmediato, pese a toda mi resistencia, y el modo en que lo hizo no deja ningún margen de esperanza para un arreglo amistoso.
Estará deseoso, querido O., de saber al fin algo positivo sobre la griega; pero no puedo darle ninguna noticia satisfactoria. Por el príncipe no es posible saber nada, porque él está implicado en el secreto y presumo que se ha comprometido a guardarlo; pero se ha comprobado que la griega no es lo que parecía ser. Es una alemana, y del más noble linaje. Un rumor que ha llegado hasta mí le asigna una madre de muy elevada alcurnia y la hace ser el fruto de un amor desgraciado del que se habló mucho en Europa. Asechanzas secretas de una mano poderosa la han obligado, según ese rumor, a buscar protección en Venecia, y éste es precisamente el motivo de su ocultamiento, que ha impedido al príncipe conocer el lugar de su residencia. La reverencia con que le habla el príncipe y ciertas consideraciones que guarda hacia ella apoyan esta conjetura.
Él siente una tremenda pasión por su persona que aumenta cada día que pasa. Al principio, las visitas eran infrecuentes, pero ya en la segunda semana fueron aumentando y ahora no hay día en que el príncipe no esté con ella. Hay veladas enteras en que no le vemos la cara y tampoco está en su sociedad; por tanto, es ella la que lo tiene ocupado. Toda su manera de ser parece diferente. Se desenvuelve como un sonámbulo y nada de lo que antes lo interesaba atrae lo más mínimo su atención.
¿Hasta dónde llegará esto, querido amigo? Tiemblo por el futuro. La frustración de su esperanza ha puesto a mi señor en una dependencia humillante de una sola persona, el marqués de Civitella. Éste es ahora dueño de nuestros secretos, de todo nuestro destino. ¿Será siempre su actitud tan noble como lo es ahora? ¿Será duradero este buen comportamiento y está bien otorgar a una persona, por excelente que sea, tanta relevancia y poder?
Se ha enviado una nueva carta a la hermana del príncipe. Espero poder comunicarle el resultado en la próxima.
El conde de O. continúa su relato
Pero esa carta no llegó. Tuve que esperar tres largos meses hasta recibir noticias de Venecia, una interrupción cuya causa se explicará de sobra a continuación. Todas las cartas de mi amigo dirigidas a mi persona fueron interceptadas y retenidas. El lector puede imaginar mi consternación cuando recibí al fin en diciembre del presente año el siguiente escrito que sólo un puro azar (Biondello, que debía hacerse cargo de ella, se puso enfermo repentinamente) puso en mis manos.
«No escriben. No contestan. Venga, venga por favor. Venga en alas de la amistad. Nuestra esperanza quedó frustrada. Lea la carta adjunta. Toda nuestra esperanza se viene abajo.
»La herida del marqués parece ser mortal. El cardenal piensa en la venganza, y sus asesinos a sueldo buscan al príncipe. Mi señor… pobre señor mío… ¿Se acabó todo? ¡Indigno, terrible destino! ¡Como vil canalla tenemos que ocultarnos de asesinos y acreedores!
»Le escribo desde el monasterio de ***, donde el príncipe ha encontrado refugio. En este momento descansa sobre una dura cama junto a mí y duerme… el sueño del agotamiento mortal que sólo servirá para agudizarle el sentimiento de su desgracia. Los diez días que ella estuvo enferma, el príncipe los pasó insomne. Yo asistí a la autopsia. Se encontraron indicios de envenenamiento. Hoy será el sepelio.
»Ah, querido O., tengo el corazón desgarrado. He vivido una escena que nunca olvidaré. Estuve ante el lecho de muerte de ella. Se fue como una santa, y sus últimas palabras fueron para guiar a su amado por el camino que ella recorrió hasta subir al cielo. Toda nuestra entereza se vino abajo, sólo el príncipe se mantuvo firme, y aunque sufrió, con aquella muerte tres veces más que nosotros, tuvo la fortaleza de ánimo suficiente para rehusar la última petición de la piadosa mística.»
En esta carta había el siguiente adjunto:
Al príncipe de *** de parte de su hermana.
La santa iglesia católica, que tan brillante conquista ha logrado en el príncipe de ***, hará que no le falten recursos para continuar el género de vida al que ella debe esa conquista. Tengo lágrimas y plegaria para un extraviado, pero no más favores para un indigno.
Henriette ***
Tomé inmediatamente el correo, viajé día y noche y a la tercera semana estaba en Venecia. Mi urgencia no sirvió de nada. Había ido para llevar consuelo y ayuda a un infeliz y encontré a un ser feliz que no necesitaba de mi pobre auxilio. F. yacía enfermo y no se le podía hablar cuando llegué. Me entregaron la siguiente misiva escrita de su puño y letra: «Regrese, querido O., por donde ha venido. El príncipe no lo necesita más; tampoco a mí. Sus deudas están pagadas; el cardenal, reconciliado; el marqués, restablecido. ¿Se acuerda del armenio que tanto nos desconcertó el año pasado? En sus brazos encontrará al príncipe, que hace cinco días… oyó la primera misa».
Fui a visitar al príncipe a pesar de todo, pero no me admitieron. Al pie del lecho de mi amigo me enteré al fin de la inaudita historia.