Franz Grillparzer
EL POBRE MÚSICO
EN Viena, el domingo después de la luna llena del mes de julio de cada año, y también el día siguiente, son una verdadera fiesta popular, si es que una fiesta ha merecido alguna vez tal denominación. Es el pueblo mismo el que asiste y la celebra, y si aparecen personas de más noble condición sólo lo pueden hacer en cuanto forman parte del pueblo. Allí no existe ninguna posibilidad de distinción, por lo menos hace algunos años no existía ninguna.
En este día celebra la Brigittenau, unida en un júbilo ininterrumpido al Augarten, a la Leopolstadt y al Prater[47], su consagración eclesiástica. De una Santa Brígida a otra, el pueblo trabajador va contando sus días. Ansiosamente esperada, tiene lugar por fin la fiesta saturnal. Entonces se alborota la bondadosa y tranquila ciudad. Una multitud agitada llena las calles: rumor de pasos, murmullo de conversaciones que se ve sacudido aquí y allá por un fuerte grito. La diferencia de clases ha desaparecido: ciudadano y soldado toman parte en la agitación. A las puertas de la ciudad la aglomeración aumenta. Alcanzada, perdida y nuevamente recuperada, se consigue llegar a la salida con dificultad. Pero en el puente del Danubio se enfrenta uno a nuevos obstáculos. También aquí, vencedoras, discurren finalmente dos corrientes, el viejo Danubio y la agitada ola del pueblo, cruzándose transversalmente por encima y por debajo: el Danubio siguiendo su viejo cauce, y la corriente del pueblo, encauzada por el puente, semejante a un mar amplio y rugiente que se derrama en una inundación que todo lo cubre. Un recién llegado encontraría en estas situaciones motivo de preocupación. Es, sin embargo, la explosión de la alegría, el desenfreno del goce.
Entre la ciudad y el puente ya se han colocado carruajes para los verdaderos hierofantes de esta fiesta de consagración: los hijos de la servidumbre y del trabajo. Abarrotados, y sin embargo a galope, vuelan por encima de la masa humana, que se abre ante ellos y se cierra a su paso, despreocupada e ilesa. Pues en Viena existe una alianza tácita entre hombres y coches: no atropellar, aun yendo a gran velocidad, y no ser atropellado, aun sin estar muy atento.
De segundo a segundo se hace cada vez más pequeña la distancia entre coche y coche. Ya se van mezclando carruajes aislados de la gente más noble en la comitiva a menudo interrumpida. Los coches ya no vuelan. Hasta que cinco o seis horas antes de la noche se condensan en una fila compacta los caballos y las carrozas aislados que, al estorbarse a sí mismos y estorbados por peatones que provienen de todas las calles transversales, contradicen de forma evidente el viejo refrán: «Mejor mal llevado en coche que a pie». Observadas con impertinencia, compadecidas y burladas, permanecen las damas emperifolladas en las carrozas aparentemente quietas. Desacostumbrado a la quietud prolongada, el caballo negro de raza Holstein se rebela, como si quisiera recuperar su camino interrumpido por el coche que le precede, pasando por encima de éste, lo que también parece temer la masa de niños y mujeres gesticulantes de los carruajes plebeyos. El veloz Simon, infiel por primera vez a su naturaleza, calcula rabioso la pérdida que significa el tener que recorrer en tres horas un camino que recorre otras veces en cinco minutos. Riñas, gritos, insultos mutuos de los cocheros, de vez en cuando un latigazo.
Por fin, de la misma manera que en este mundo a cada parada tenaz le sigue un imperceptible avance, aparece en este status quo un rayo de esperanza. Los primeros árboles del Augarten y de la Brigittenau se hacen visibles. ¡Tierra!, ¡tierra!, ¡tierra! Todas las penas se olvidan. Los que han llegado en coche se apean y se entremezclan con los peatones; ecos de una lejana música de baile resuenan coreados por el júbilo de los recién llegados. Y así continúa la cosa, hasta que finalmente el amplio puerto del deleite se abre, y bosque y pradera, música y baile, vino y festín, sombras chinescas y funámbulos, iluminación y fuegos de artificio se unen en un pays de cocagne, un El Dorado, un auténtico país de Jauja que afortunada o desafortunadamente, según se mire, sólo dura este día y el siguiente, y luego desaparece como el sueño de una noche de verano y permanece únicamente en el recuerdo y, en cualquier caso, en la esperanza.
Yo no suelo faltar a esta fiesta. Soy un amante apasionado de los seres humanos, especialmente del pueblo, de tal manera que a mí, como autor dramático, me parece infinitamente más interesante, e incluso más educativo, el desbordamiento sin consideraciones de un teatro repleto que el juicio sutil de un matador literario, mutilado en cuerpo y alma e hinchado, como una araña, con la sangre que ha chupado a los autores. Como un amante de los seres humanos, digo, especialmente cuando, inmerso en la masa, olvida los objetivos individuales y se siente como parte de un todo en el que, al fin y al cabo, se encuentra lo divino; por ello, toda fiesta popular significa para mí una fiesta del alma, una peregrinación, una devoción. Como un Plutarco desenrollado, inmenso, que haya saltado del marco del libro, adivino en los rostros alegres o secretamente preocupados, en los andares vivos o apagados, en el comportamiento diverso de los miembros de la familia, en las manifestaciones individuales, medio involuntarias, la biografía de los hombres desconocidos y, en verdad, no se puede entender a los famosos cuando no se ha palpado a los anónimos. Desde el altercado de los vendedores ambulantes, alterados por el vino, se teje un invisible pero ininterrumpido hilo hasta la disputa de los hijos de los dioses, y en la joven doncella que, medio en contra de su voluntad, sigue al pretendiente que la acosa lejos del bullicio de los danzantes, se encuentra el embrión de las Julietas, las Didos y las Medeas.
También hace dos años me uní a pie y siguiendo mi costumbre a los voluptuosos visitantes de la fiesta. Ya estaban superadas las dificultades principales y me encontraba precisamente al final del Augarten, ante mí la ansiada Brigittenau. Aquí todavía se debe librar una batalla, si bien es la última. Una calzada estrecha constituye el único punto de unión de ambos lugares de diversión, cuya frontera común está señalada por un portón de madera con rejas que se encuentra en medio. En los días corrientes y para paseantes normales, este camino de unión ofrece un espacio excesivo; pero en la fiesta de consagración su anchura multiplicada por cuatro aún sería insuficiente para la multitud infinita que, violentamente empujada y atravesada por los que regresan en sentido contrario, sólo se desenvuelve al final de forma soportable, gracias a la bondad de los que se dirigen a divertirse.
Me había abandonado al paso de la multitud y me encontraba a mitad de la calzada, ya en suelo clásico, obligado desgraciadamente a nuevas paradas, empujones y esperas. Así pues, tenía tiempo suficiente para observar lo que se encontraba junto al camino. Precisamente para que a la multitud sedienta de diversión no le faltara un anticipo de la dicha que esperaban, se habían colocado a la izquierda, en la pendiente de la elevada calzada, algunos músicos aislados que, probablemente asustados por la enorme competencia, querían cosechar ya en los propileos la generosidad aún no desgastada de los primeros visitantes. Una arpista con una repugnante mirada vidriosa. Un viejo inválido con una pata de palo que con un instrumento monstruoso, evidentemente construido por él mismo, mitad cítara y mitad organillo, quería que los dolores de su herida se trasmitieran a la compasión general. Un muchacho paralítico, contrahecho, que formaba con su violín un ovillo indiferenciable y que tocaba un interminable vals con toda la vehemencia agitada de su pecho deforme. Finalmente (y él atrajo toda mi atención) un hombre viejo, de unos setenta años, con un sobretodo deshilachado pero no sucio, con gesto sonriente y satisfecho. Mostrando su cabeza descubierta y calva, estaba allí, siguiendo la costumbre de estas gentes, con el sombrero colocado en el suelo a modo de alcancía y tocaba un viejo violín, rajado por todas partes, marcando al mismo tiempo el compás no sólo levantando y posando el pie, sino también inclinando todo el cuerpo rítmicamente. Pero todo ese esfuerzo para prestar unidad a su ejecución era infructuoso, pues lo que tocaba parecía una sucesión inconexa de tonos sin compás y sin melodía. Estaba totalmente inmerso en su actividad: los labios le temblaban, y los ojos miraban fijamente la partitura que se encontraba ante él. ¡Sí, en verdad era una partitura! Pues mientras los otros músicos tocaban desigualmente, cosa que era de agradecer, abandonándose a su memoria, el anciano había colocado ante sus ojos, en medio del bullicio, un atril pequeño y fácilmente transportable con unas partituras sucias y manoseadas que debían de contener en el más bello orden aquello que él tocaba de forma tan incoherente. Precisamente lo inusual de estos pertrechos fue lo que llamó mi atención, de la misma manera que también ocasionaba la hilaridad de la muchedumbre, que se reía de él y dejaba vacío el sombrero colocado para recibir limosnas, mientras que el resto de la orquesta se embolsaba numerosas monedas de cobre. A fin de poder observar con comodidad a aquel tipo raro, me coloqué a alguna distancia en la pendiente lateral de la calzada. Siguió tocando durante algún tiempo. Por fin dejó de hacerlo y dirigió la mirada, como volviendo en sí después de una larga ausencia, hacia el firmamento, que empezaba a mostrar las huellas del cercano crepúsculo; después miró hacia su sombrero, lo encontró vacío, se lo puso con una inalterada alegría y colocó el arco entre las cuerdas; Sunt certi denique fines, dijo; y entonces cogió su atril y comenzó a caminar trabajosamente en sentido contrario al de la multitud que se dirigía a la fiesta, como uno que regresa al hogar.
Toda la personalidad del viejo estaba hecha paira excitar al máximo mi enorme hambre antropológica. La figura miserable y sin embargo noble, su invencible serenidad, tanto celo artístico y tanta torpeza; el hecho de que regresara a casa precisamente a una hora en la que para sus semejantes comenzaba la verdadera cosecha, y finalmente las pocas palabras latinas pronunciadas con la acentuación exacta y con toda soltura. El hombre había gozado, así pues, de una educación esmerada, había adquirido conocimientos y ahora… ¡era un músico ambulante! Temblaba de curiosidad por conocer su historia.
Pero ya se había alzado entre nosotros una espesa muralla humana. Pequeño como era y molestando por todas partes a causa del atril que llevaba en la mano, los unos le empujaban hacia los otros, y cuando él ya había alcanzado la verja de salida, yo todavía luchaba en medio de la calzada con la multitud que avanzaba en dirección contraria. De esta manera lo perdí de vista, y cuando por fin llegué a un lugar tranquilo ya no se veía ni rastro del músico.
La fallida aventura me había hecho perder el gusto por la fiesta popular. Exploré el Augarten en todas direcciones y finalmente decidí regresar a casa.
Cuando llegué a la proximidad de la portezuela que conduce desde el Augarten hasta la calle Tabor, oí de pronto otra vez el familiar sonido del viejo violín. Aceleré mis pasos y, ¿qué veo?, el objeto de mi curiosidad estaba ahí tocando con todas sus fuerzas, rodeado de algunos chiquillos que le exigían impacientemente que tocara un vals. «¡Toca un vals!», gritaban, «un vals, ¿es que no oyes?». El viejo seguía tocando el violín, aparentemente sin hacerles caso, hasta que el grupo de espectadores lo abandonó, denostándolo y burlándose de él, y arremolinándose alrededor de un organillero que había colocado su instrumento al lado.
—Usted no quiere bailar —dijo, consternado, el viejo, mientras recogía sus instrumentos musicales.
Yo me había situado muy cerca de él.
—Es que los niños no conocen más bailes que el vals —dije.
—Yo estaba tocando un vals —replicó señalando con el arco el pasaje de la partitura que había estado interpretando antes—. También hay que tocar tales cosas para la multitud. Pero los niños no tienen oído —dijo mientras meneaba melancólicamente la cabeza.
—Déjeme al menos reparar esa ingratitud —dije sacando una moneda de plata de mi bolsillo y ofreciéndosela.
—¡Por favor, por favor! —gritó el viejo al mismo tiempo que movía las manos con rechazo—. ¡En el sombrero, en el sombrero!
Coloqué la moneda en el sombrero situado ante él, del cual la sacó inmediatamente, guardándosela muy contento.
—Esto significa regresar a casa por una vez con una buena ganancia —dijo sonriendo satisfecho.
—Precisamente por eso —dije—. Usted me recuerda un detalle que ya antes había llamado poderosamente mi atención. Su ganancia de hoy no parece ser la mejor y, sin embargo, se marchó usted en el momento en el que precisamente comienza la cosecha. La fiesta se prolonga, como usted bien sabe, durante toda la noche, y usted podría ganar más que en ocho días de los corrientes. ¿Cómo me puedo explicar yo esto?
—¿Que cómo se puede explicar esto? —replicó el viejo—. Discúlpeme, yo no sé quién es usted, pero tiene que ser un señor caritativo y amigo de la música —mientras decía esto sacó la moneda de plata de su bolsillo y la apretó con sus manos contra el pecho—. Quiero explicarle las causas, aunque a menudo se han reído de mí por ello. En primer lugar, no he sido nunca un trasnochador, y tampoco considero que sea justo animar a los demás por medio del juego y de la música a cometer una falta tan repulsiva; en segundo lugar, el hombre debe mantener en todas las cosas cierto orden, pues de lo contrario cae en el salvajismo y el desenfreno. Y en tercer lugar, finalmente, señor, yo toco todo el día para la gente bulliciosa y apenas me gano el pan con ello; pero la noche me pertenece a mí y a mi pobre arte. Por las noches permanezco en mi casa y —en este momento bajó el tono, su cara enrojeció y sus ojos se dirigieron al suelo— entonces toco guiado por la imaginación, para mí, sin partitura. Improvisar, creo que se llama esto en los libros de música.
Ambos nos quedamos callados. Él, avergonzado por haber revelado su íntimo secreto; yo, lleno de asombro al escuchar hablar de los grados máximos del arte a un hombre que ni siquiera era capaz de reproducir el más simple vals de una manera comprensible. Entre tanto se había preparado para marcharse.
—¿Dónde vive usted? —pregunté—. Quisiera asistir alguna vez a sus solitarios ejercicios.
—Oh —replicó casi suplicante—. Usted sabe que la oración debe hacerse en privado.
—Bueno, pues entonces quisiera visitarlo alguna vez de día —dije.
—De día —contestó— busco mi sustento entre la gente.
—Entonces por la mañana.
—Casi parece —dijo el anciano sonriendo— como si usted, apreciado señor, fuera el obsequiado, y yo, si me permite decirlo, el benefactor; tan amable es usted y tan desagradable me muestro yo. Su distinguida visita será siempre para mi hogar un honor; sólo le rogaría que me anuncie el día de antemano, para no hacerle perder el tiempo a usted y para que yo no me vea obligado a interrumpir inadecuadamente una tarea ya comenzada en este momento. Mi mañana también tiene su reglamento. Considero que, en todo caso, es mi deber ofrecer a mis benefactores y protectores una compensación no del todo indigna a su dádiva. Yo no quiero ser un pordiosero, estimado señor. Sé muy bien que el resto de los músicos callejeros se conforman con tocar algunas canciones aprendidas de memoria, valses alemanes e incluso melodías de canciones groseras, comenzando una y otra vez la misma pieza, de tal manera que les dan limosna para librarse de ellos o porque su interpretación revive el recuerdo de alegrías experimentadas en el baile o de otros deleites no lícitos. Por eso tocan de memoria y se equivocan de vez en cuando, o a menudo. Pero está muy lejos de mí el engaño. Por eso, en parte porque mi memoria no es precisamente la mejor, en parte porque a cualquiera le sería difícil recordar nota por nota complicadas piezas de valiosos compositores, me he pasado a limpio yo mismo estos cuadernos.
Y al mismo tiempo me señalaba, hojeándolo, su libro de partituras, en el que aprecié, horrorizado, con letra cuidadosa pero tremendamente rígida, composiciones extremadamente difíciles de antiguos maestros famosos, totalmente negras de secuencias y acordes dobles. ¡Y tales composiciones tocaba el anciano con sus torpes dedos!
—Tocando estas piezas —prosiguió— demuestro mi admiración hacia aquellos maestros apreciados por su profesión y sus méritos que murieron hace tiempo, me hago bien a mí mismo y vivo con la agradable esperanza de que la ofrenda que se me da con clemencia no quede sin compensación al ennoblecer el gusto y el corazón del auditorio, por lo demás tan irritado y desconcertado por todas partes. Pero ya que tal cosa —al mismo tiempo sus rasgos se cubrieron con una sonrisa presuntuosa— requiere su dominio, dedico las horas de la mañana exclusivamente a este ejercicio para conseguirlo. Las tres primeras horas del día a la práctica, el mediodía a ganar el pan, y la tarde a mí y al buen Dios, lo que no es un innoble reparto —dijo, y al mismo tiempo le brillaban los ojos como si estuvieran húmedos; sin embargo, reía.
—Bien —contesté—, entonces una mañana de éstas le sorprenderé. ¿Dónde vive usted?
Me dijo que en la Gärtnerstrasse.
—¿En qué número?
—El número treinta y cuatro, en el primer piso.
—¿De verdad? —dije yo—. ¿En el piso de la gente elegante?
—La casa —replicó él— tiene en realidad sólo un bajo; pero arriba, junto a la buhardilla, hay un pequeño cuarto, y allí vivo con dos aprendices.
—¿Una habitación para tres?
—Está dividida —repuso—, y yo tengo mi propia cama.
—Se está haciendo tarde —dije— y usted quiere irse a casa. Así pues, ¡hasta la vista! —y al mismo tiempo metí la mano en el bolsillo para doblar la cantidad de dinero que le había dado antes. Él, sin embargo, cogiendo con una mano el atril y con la otra el violín, exclamó precipitadamente:
—Es lo que humildemente no debo consentir. Los honorarios por mi interpretación ya me han sido dados con creces, y por el momento no soy consciente de otro mérito.
Al mismo tiempo me hizo con elegante agilidad una reverencia bastante desmañada y se alejó todo lo rápido que le permitían sus viejas piernas.
Como ya he dicho antes, había perdido las ganas de participar por más tiempo en aquella fiesta popular, y por eso me dirigí a casa, tomando el camino hacia la Leopoldstadt. Y agotado por el polvo y el calor, entré en una de las numerosas posadas que allí existen y que en los días normales están repletas de gente, pero que hoy había cedido su clientela a la Brigittenau. La tranquilidad del lugar, a salvo de la ruidosa multitud, me hizo bien, y me abandoné a diversos pensamientos entre los cuales no ocupaba un pequeño lugar el viejo músico. Se había hecho de noche cuando por fin pensé en regresar a casa; dejé el importe de mi cuenta sobre la mesa y me dirigí a la ciudad.
El viejo había dicho que vivía en la Gärtnerstrasse.
—¿Se encuentra aquí cerca la Gärtnerstrasse? —pregunté a un chiquillo que corría por la calle.
—¡Allí, señor! —replicó señalando una calle transversal que, alejándose de la masa de casas del suburbio, se extendía en dirección al campo abierto. Seguí aquella dirección. La calle estaba formada por casitas dispersas que, rodeadas de huertos, dejaban constancia evidente de la ocupación de sus habitantes y del origen del nombre de la calle[48]. ¿En cuál de aquellas chozas miserables vivía mi extravagante anciano? Había olvidado felizmente el número de la casa, y era casi imposible reconocer cualquier número en la oscuridad. En ese momento pasó a mi lado un hombre cargado pesadamente con utensilios de cocina.
—Ya está otra vez el viejo rascando el violín —rezongó— y molestando a la gente en su descanso nocturno.
Al mismo tiempo, mientras avanzaba, me llegó al oído el sonido largamente sostenido de un violín que parecía venir de la claraboya abierta de una casa modesta un poco alejada, que, baja y sin pisos como las otras, se diferenciaba de éstas por aquella ventana abuhardillada situada en los límites del tejado. Permanecí quieto. Un tono bajo, pero mantenido con determinación, creció hasta hacerse intenso, se hizo luego más sutil y se apagó para volverse a elevar rápidamente hasta los sonidos más estridentes, repitiendo siempre el mismo tono con una especie de detenimiento gozoso. Finalmente hubo un intervalo. Era la cuarta. Si el intérprete se había deleitado anteriormente haciendo sonar un único tono, ahora atacaba el, por así decirlo, voluptuoso gusto de esta posibilidad armónica de forma irregular. Tomándola a saltos, tocándola con suavidad, unida a la escala intermedia de forma en extremo torpe, marcando la tercera, repitiéndola. La quinta unida a esto, unas veces con sonido tembloroso, como un llanto tranquilo, sostenido, luego repetido eternamente con una rapidez vertiginosa, siempre los mismos acordes, siempre los mismos tonos. ¡Y a esto llamaba el anciano improvisar! En el fondo, desde luego, se trataba de una improvisación para el intérprete, pero no para el oyente.
No sé cuánto pudo durar aquello y en qué grado era desagradable, pero de repente se abrió la puerta de la casa y un hombre vestido tan sólo con la camisa y el pantalón desabrochado salió desde el dintel de la puerta hasta la mitad de la calle y gritó hacia la ventana: «¿Es que hoy no piensa terminar nunca?». La voz denotaba indignación, pero no era de ninguna manera dura u ofensiva. El violín calló antes de que hubiera terminado la frase. El hombre entró de nuevo en la casa, la ventana se cerró y en seguida me vi rodeado de un silencio mortal no interrumpido por ningún sonido. Tomé el camino hacia casa intentando orientarme por aquellas callejuelas desconocidas, ejecutando también improvisaciones en mi cabeza, pero sin molestar a nadie.
Las horas de la mañana han tenido siempre para mí un valor especial. Es como si tuviera la necesidad de santificar de alguna manera, mediante una ocupación noble o significativa en las primeras horas, el resto del día. Por esta razón me decido con dificultad a abandonar mi cuarto por la mañana, y cuando me veo obligado a hacerlo sin una causa perfectamente válida, el resto del día sólo me queda elegir entre una aturdida disipación o una melancolía mortificante. Así sucedió que fui retrasando durante algunos días la visita al viejo, que debía tener lugar en las horas matutinas, tal y como habíamos acordado. Por fin la impaciencia se apoderó de mí. Me fue fácil encontrar la calle y la casa. Esta vez, los tonos del violín se podían escuchar también, pero apagados por la ventana cerrada, de tal manera que apenas se distinguían. Entré en la casa. La mujer de un jardinero, enmudecida de asombro, me señaló la escalera. Llegué ante una puerta baja y medio cerrada, di unos golpes y no obtuve ninguna respuesta, así que giré el picaporte y entré. Me encontraba en un cuarto bastante espacioso, pero por lo demás tremendamente miserable, cuyas paredes seguían por todas partes los contornos del tejado puntiagudo. Junto a la puerta, una cama sucia, desagradablemente revuelta; enfrente de mí, junto a una estrecha ventana, un segundo lecho, miserable pero limpio y cuidadosamente hecho y cubierto. Frente a la ventana había un pequeño escritorio con papel pautado y útiles de escribir; en la ventana, un par de macetas. La mitad de la habitación de pared a pared estaba señalada en el techo con un trazo de tiza grueso, y no se puede pensar que exista una diferencia tan grande entre suciedad y limpieza como la que dominaba a los dos lados de la línea de ese ecuador de un mundo en pequeño.
Junto a esa separación el anciano había colocado su atril y estaba delante de él, pulcramente vestido, y ensayaba. Ya he hablado hasta la saciedad de las desarmonías de mi favorito (y pienso que sólo mío), y por tanto quiero ahorrar al lector la descripción de este concierto infernal. Dado que el ejercicio consistía en su mayor parte en pasajes sueltos, no era posible reconocer la pieza, lo que, por lo demás, no hubiera podido hacerse con facilidad. Un breve tiempo de escucha me hizo reconocer finalmente el hilo de ese laberinto, por así decir, el método en la locura. El viejo disfrutaba mientras tocaba. Pero su concepto no distinguía más que dos elementos, la eufonía y la cacofonía; la primera le alegraba, o mejor dicho, le embelesaba, mientras que rehuía hasta el límite final la última, aun la que estaba fundamentada armónicamente. En una pieza musical, en lugar de acentuar el sentido y el ritmo, destacaba y alargaba las notas e intervalos agradables al oído, e incluso no tenía ningún reparo en repetirlos arbitrariamente, y en aquellos momentos su rostro adquiría una expresión de éxtasis. Como al mismo tiempo terminaba las disonancias lo antes posible, y además interpretaba los pasajes difíciles para él en un tiempo demasiado lento, pues su minuciosidad no le permitía saltarse ni una nota, uno puede fácilmente hacerse una idea de la confusión que todo esto producía. Incluso para mí era demasiado. Intentando sacarlo de su ensimismamiento, dejé caer de nuevo intencionadamente el sombrero, después de haberlo intentado repetidas veces sin éxito. El anciano se sobresaltó, sus rodillas comenzaron a temblar y apenas podía sostener el violín inclinado hacia el suelo. Me aproximé.
—¡Oh, es usted, señor! —dijo volviendo en sí—. No había contado con el cumplimiento de su apreciada promesa.
Me instó a que me sentara, recogió los útiles, los colocó y dirigió una mirada turbada hacia la habitación; luego cogió un plato colocado encima de una mesa que estaba junto a la puerta de entrada y salió con él. Le oí hablar fuera con la mujer del hortelano. Poco después regresó, confuso, escondiendo el plato a sus espaldas y colocándolo sigilosamente de nuevo en su sitio. Probablemente había pedido fruta para obsequiarme, pero no la había conseguido.
—Tiene una vivienda muy bonita —le dije para poner fin a su turbación.
—El desorden ha sido proscrito. Toma la retirada hacia la puerta, aunque todavía no ha salido por el umbral. Mi vivienda sólo llega hasta la raya —dijo el viejo señalando al mismo tiempo la línea de tiza en medio del cuarto—. Allí viven dos aprendices.
—¿Y ellos respetan la delimitación?
—Ellos no, pero yo sí —respondió—. Sólo la puerta es común.
—¿Y no le molesta su vecindad?
—Apenas —dijo—. Vienen por la noche tarde a casa, y si me molestan un poco cuando duermo, el placer de volver a quedarme dormido es mayor. Por la mañana los despierto yo cuando pongo mi habitación en orden. Entonces protestan un poco y después se van.
Yo lo había observado entre tanto. Iba vestido de forma extremadamente pulcra, su figura era bastante buena para sus años, sólo tenía las piernas un poco cortas. Sus manos y sus pies eran de una llamativa delicadeza.
—Usted me mira —dijo—. ¿Y qué piensa mientras lo hace?
—En que estoy deseoso de conocer su historia —respondí.
—¿Historia? —repitió—. No tengo ninguna historia. Hoy como ayer y mañana como hoy, pasado mañana también, y más allá, ¿quién puede saberlo? Sin embargo, Dios proveerá. Él lo sabe.
—Su vida actual puede ser bastante uniforme —proseguí—, pero su existencia anterior, ¿cómo fue que…?
—¿Que me hiciera músico? —me interrumpió en la pausa que yo había hecho involuntariamente.
Entonces le conté cómo me había llamado la atención su figura desde el primer momento; la impresión que me habían hecho aquellas palabras pronunciadas en latín.
—¿En latín? —repitió—. ¿En latín? Naturalmente lo aprendí en alguna ocasión, o más bien debería haberlo aprendido. Loqueris latine? —dijo volviéndose hacia mí—. Pero no podría proseguir. Hace ya demasiado tiempo de aquello. ¿Eso es lo que usted llama mi historia? ¿Cómo fue? Ah, sí, me han sucedido muchas cosas, nada especial, pero desde luego muchas cosas. Me gustaría contármelo a mí mismo alguna vez. Si es que no me he olvidado del todo. Aún es pronto —prosiguió mientras se metía la mano en el bolsillo de reloj en el que, como era de suponer, no había ningún reloj.
Saqué el mío; no eran aún las nueve.
—Tenemos tiempo, y casi me apetece charlar.
En estos últimos momentos parecía menos cohibido. Su figura se alargó. Me tomó, sin demasiadas consideraciones, el sombrero de la mano y lo colocó sobre la cama, cruzó una pierna sobre la otra y adoptó la cómoda postura de un narrador.
—Usted ha oído hablar sin duda —comenzó— del consejero ***.
Y pronunció el nombre de un político que en la segunda mitad del siglo pasado, bajo el modesto cargo de jefe de negociado, tuvo una enorme influencia, casi parecida a la de un ministro. Confirmé mi conocimiento del hombre.
—Era mi padre —continuó.
¿Su padre? ¿El padre del viejo músico, del mendigo? ¿Había sido su padre aquel hombre influyente y poderoso? El anciano no pareció advertir mi asombro, y prosiguió, con gozo visible, el hilo de su narración.
—Yo era el mediano de tres hermanos que llegaron muy lejos como funcionarios del Estado, pero que ya hace tiempo que están muertos; yo soy el único que vive —dijo tirando de sus raídos pantalones y deshilachándolos con los ojos entornados—. Mi padre era un hombre ambicioso y enérgico. Mis hermanos se parecían a él. A mí me llamaban lento: y era lento. Si me acuerdo bien —prosiguió, inclinando la cabeza sobre la mano izquierda, como mirando hacia un horizonte lejano—, si me acuerdo bien, hubiera podido aprender múltiples cosas sólo con que me hubieran concedido tiempo y orden. Mis hermanos saltaban como gamuzas de roca en roca sobre las materias de estudio. Yo, sin embargo, no podía dejar nada atrás, y cuando me faltaba una sola palabra, tenía que empezar desde el principio. Así, siempre me sentía atosigado. Lo nuevo tenía que ocupar el sitio que lo viejo aún no había abandonado, y por eso comencé a tartamudear. De esta manera me hicieron aborrecer la música, que ahora es la alegría y el báculo de mi vida. Cuando por las noches, en la penumbra, cogía el violín para divertirme a mi manera, sin partitura, me arrebataban el instrumento y decían que esa actividad entorpecía la aplicación, se quejaban de que era un martirio para el oído y me remitían a las horas de clase, que para mí constituían una tortura. Nunca he odiado tanto en mi vida, nada ni a nadie, como odiaba entonces mi violín.
»Mi padre, descontento en extremo, me reñía muy a menudo y me amenazaba con obligarme a aprender un oficio. Yo no me atrevía a decir lo feliz que eso me hubiera hecho. Me hubiera encantado ser tornero o cajista. Pero él no me lo hubiera consentido por orgullo. Finalmente, fue decisivo el resultado del examen público en la escuela, al que se había convencido a mi padre de que asistiera para tranquilizarlo. Un profesor falto de escrúpulos determinó de antemano lo que me iba a preguntar, y de esta manera todo marchó a las mil maravillas. Solamente al final (había que recitar de memoria algunos versos de Horacio) me faltó una palabra. Mi profesor, que me escuchaba con la cabeza inclinada y sonriendo a mi padre, salió en mi ayuda y me susurró la palabra. Yo, sin embargo, que buscaba la palabra en mi interior y en conexión con el resto, no la oí. La repitió varias veces, pero fue en vano. Finalmente mi padre perdió la paciencia. “Cachinnum!” (ésa era la palabra) gritó en tono atronador. Había sucedido. Sabía una cosa, pero me había olvidado del resto. Todos los esfuerzos para encarrilarme fueron inútiles. Tuve que levantarme avergonzado, y cuando, de acuerdo con la costumbre, fui a besarle la mano a mi padre, él me rechazó, se incorporó, saludó a la concurrencia con una leve inclinación y se fue. Ce gueux —me insultó llamándome lo que no era en aquel entonces, pero lo que ahora soy. ¡Los padres profetizan cuando hablan! Por lo demás, mi padre era un hombre bueno. Sólo demasiado enérgico y ambicioso.
»A partir de ese día ya no habló una palabra más conmigo. Sus órdenes me eran transmitidas por los otros habitantes de la casa. De esta manera me comunicó al día siguiente que mis estudios habían terminado. Me asusté tremendamente, pues sabía cuánta amargura le causaría aquello a mi padre. No hice otra cosa durante el día que llorar y, de vez en cuando, recitar aquellos versos en latín, que ahora me sabía al dedillo, con todos los anteriores y posteriores. Prometí compensar mi falta de talento con aplicación si me permitía seguir asistiendo a la escuela, pero mi padre nunca se volvía atrás cuando había tomado una determinación.
»Durante algún tiempo permanecí desocupado en la casa paterna. Finalmente intentaron meterme en un negociado de contabilidad, pero las cuentas nunca habían sido mi fuerte. Rechacé con repugnancia la propuesta de entrar en el ejército. Todavía hoy no puedo ver un uniforme sin estremecerme interiormente. Que se proteja a parientes queridos aun con peligro de la propia vida es sin duda bueno y comprensible; pero el derramamiento de sangre y la mutilación como estado y ocupación, en ningún caso. ¡No, no, y no!
Y según decía esto se tocaba los brazos con las manos, como si sintiera en ellos punzantes heridas propias y ajenas.
—Finalmente, entré en la Cancillería como copista. Allí me encontraba muy bien. Siempre me había gustado escribir, y aún hoy no conozco entretenimiento mejor que, provisto de buena tinta y buen papel, ir configurando con trazos perfilados palabras o letras tan sólo. Las notas musicales son extraordinariamente bellas, pero entonces todavía no pensaba en la música para nada. Era aplicado, pero demasiado temeroso. Un signo de diferenciación mal hecho[49], una palabra olvidada en el texto, aun cuando se pudiera comprender la frase, me hacían pasar horas amargas. En la duda de atenerme exactamente al original o de añadir ideas propias, pasaba el tiempo lleno de miedo, y se me atribuyó la fama de descuidado, en tanto que yo me torturaba en el trabajo como nadie. Así pasé algunos años, además sin sueldo; cuando llegó la hora del ascenso, mi padre dio en el Consejo su voto a otro, y los restantes le hicieron caso por miedo.
»En esta época… ¡Mire —se interrumpió—, pues sí que es una historia! ¡Contemos, pues, la historia! En esta época tuvieron lugar dos acontecimientos: el más triste y el más alegre de mi vida. Mi alejamiento de la casa paterna y el retorno a mi querida música, a mi violín, que me ha sido fiel hasta el día de hoy. Vivía en casa de mi padre, olvidado por sus habitantes, en una habitación interior que daba al patio vecino. Al principio comía con toda la familia, sin que nadie me dirigiera la palabra. Sin embargo, cuando mis hermanos fueron destinados fuera y mi padre estaba invitado casi diariamente —mi madre había muerto hacía ya tiempo—, se consideró que era una incomodidad cocinar para mí sólo. El servicio recibía dietas, y yo también, pero no se me entregaban en mano, sino que se pagaban mensualmente a la fonda donde comía. Por eso estaba poco en mi habitación, si exceptuamos las horas de la tarde, puesto que mi padre me exigía que estuviera en casa media hora después del cierre de la Cancillería. Entonces permanecía allí sentado y, a causa de mi vista ya entonces débil, me quedaba en la oscuridad, sin encender la luz. Pensaba en esto y en aquello y no me sentía ni alegre ni triste.
»Cuando estaba allí sentado, oía en el patio vecino a alguien que entonaba una canción. Mejor dicho varias canciones, entre las cuales, sin embargo, una me complacía especialmente. Era tan sencilla, tan conmovedora, y la cantante ponía el énfasis justamente en el lugar exacto de tal manera, que no era necesario estar atento a la letra. En general, creo que la letra estropea la música.
En ese momento abrió la boca y emitió algunos tonos roncos y ásperos.
—Por naturaleza no tengo voz —dijo, y cogió el violín.
Tocó, y esta vez lo hizo con la expresión exacta, reproduciendo la melodía de una canción agradable, por lo demás no especialmente buena, mientras que los dedos le temblaban en las cuerdas y algunas lágrimas comenzaban a correr por sus mejillas.
—Ésta era la canción —dijo, abandonando el violín—. Yo la oía cada vez con un placer renovado. Y aun teniéndola viva en mi memoria, nunca conseguía repetir con la voz dos tonos de ella. De tanto oírla, se apoderó de mí la impaciencia. En aquel momento descubrí de nuevo mi violín, que desde mi juventud estaba colgado en la pared, como un arma antigua. Lo cogí y, quizás porque el criado lo había utilizado en mi ausencia, lo encontré bien templado. Cuando rocé las cuerdas con el arco, señor, me sentí como si los dedos de Dios me hubieran tocado. El tono penetró en mi interior y salió nuevamente de él. Era como si el aire de la habitación estuviera preñado de embriaguez. La canción del patio y los tonos de mis dedos llegaban a mis oídos, copartícipes de mi soledad. Caí de hinojos y oré en voz alta, y no podía comprender que yo hubiera despreciado esa maravillosa obra de Dios, incluso que la hubiera odiado en mi infancia, y besé el violín y lo apreté contra mi corazón y seguí tocando sin parar. La canción del patio (era una mujer la que cantaba) sonaba de continuo: sin embargo, seguir el ritmo con el violín no era tan fácil.
»No tenía la canción en partitura. Además me di cuenta de que había olvidado bastante lo poco que una vez supe del arte de tocar el violín. Por eso no sabía tocar una cosa u otra, sino sencillamente tocar. Aunque a mí el “qué” de la música, con excepción de aquella canción, siempre me ha sido bastante indiferente y me lo sigue siendo hasta hoy en día. Tocan a W. A. Mozart y a Sebastian Bach, pero nadie interpreta con su instrumento al buen Dios. La benevolencia y gracia eternas del tono y el sonido, su milagrosa coincidencia con el oído sediento y ansioso, el hecho de que —prosiguió en voz baja y sonrojado— el tercer tono armonice con el primero, y el quinto con éste mismo, y que la nota sensibilis ascienda como una esperanza cumplida; que la disonancia sea evitada como una maldad premeditada o un orgullo desmedido, y el milagro de la combinación y la inversión, por medio de las cuales los segundos llegan a la gracia en el seno de la armonía. Todo esto me lo explicó, aunque mucho más tarde, un músico. Y de lo que no entiendo nada es de que la fuga y el contrapunto, y el canon a due, a tre y así sucesivamente, formen una estructura celestial, y se combinen, uniéndose sin mortero y sostenidos por la mano de Dios. De esto no quiere saber nada nadie, exceptuando a unos pocos. Más bien estorban este inspirar y expirar de las almas mediante la adición de palabras que han de ser pronunciadas, como los hijos de Dios se unieron con las hijas de la tierra. Señor —concluyó finalmente— el habla es necesaria para el hombre como la comida, pero también se debería conservar la bebida pura, pues ésa viene de Dios.
Casi no reconocía yo a mi hombre con esa vitalidad que demostraba. Se detuvo un momento.
—¿En qué parte de mi historia me había quedado? —dijo finalmente—. ¡Ah, sí!, en la canción y en mis intentos de reproducirla. No lo lograba. Me acerqué a la ventana para escuchar mejor. En ese momento, la mujer que cantaba estaba cruzando el patio. Sólo la vi de espaldas, pero de alguna manera me resultaba conocida. Llevaba una cesta con pasteles aún sin cocer. Desapareció por una puertecilla situada en una esquina del patio, donde bien podía haber un horno, pues la seguía escuchando cantar y manejar utensilios de madera; la voz se oía unas veces más apagada y otras más alta, como si la persona se inclinara y cantara en una cavidad, se volviera a levantar y permaneciera quieta de pie. Después salió de allí, y entonces me di cuenta de por qué me resultaba conocida. En realidad la conocía desde hacía tiempo, y además, de la Cancillería. La cosa era así. La jornada de trabajo comenzaba temprano y se prolongaba hasta después del mediodía. Algunos de los funcionarios más jóvenes que o bien tenían verdadera hambre o bien querían pasar media hora desocupados, acostumbraban a tomar hacia las once un tentempié. Los comerciantes, que saben sacar provecho de todo; les ahorraban a los golosos el camino, y llevaban ellos mismos sus productos al Ministerio, ofreciéndolos en el pasillo y la escalera. Un panadero vendía panecillos blancos, la frutera, cerezas. Pero ante todo eran muy apreciados unos pasteles que hacía la hija de un comerciante de especias y que traía todavía calientes. Sus clientes salían a buscarlos al pasillo, y sólo raras veces la vendedora acudía a la llamada en la oficina, de donde la echaba el quisquilloso administrador de la Cancillería cuando la descubría, orden que ella seguía a disgusto y rezongando.
»La joven no era considerada bella por mis compañeros. La encontraban demasiado baja y no sabían determinar el color de sus cabellos. Que tuviera ojos de gato era discutido por algunos, pero todos estaban de acuerdo en que tenía picaduras de viruela. Sólo de su robusta figura hablaban todos con respeto, aunque la consideraban grosera, y uno tenía mucho que decir de una bofetada cuyas huellas tuvo que sufrir durante ocho días. Yo no me contaba entre sus clientes. En parte porque me faltaba dinero, en parte porque siempre he considerado la comida y la bebida únicamente como una necesidad. Buscar en ello placer y deleite no se me ha ocurrido nunca. Por eso no nos habíamos fijado el uno en el otro. Sólo una vez, para gastarme una broma, los camaradas le hicieron creer que yo había pedido uno de sus pasteles. Así pues, se acercó a mi mesa y me puso delante su cesta. “No compro nada, estimada señorita”, dije. “¿Entonces para qué llama a la gente?”, exclamó iracunda. Me disculpé y tan pronto como me di cuenta de la broma, se lo expliqué de la mejor manera. “Por lo menos regáleme una hoja de papel para colocar mis pasteles”, dijo. Le expliqué que aquello era papel de la Cancillería y no me pertenecía: le dije que, sin embargo, en casa tenía papel mío, y que le traería algunas hojas. “Yo también tengo en casa suficiente”, dijo, burlona, y soltó una pequeña carcajada mientras se iba.
»Esto había sucedido pocos días antes, y pensé poder sacar provecho de aquel encuentro. Por eso, a la mañana siguiente hice un rollo de papeles, de los que sobraban en mi casa, lo puse bajo mi chaqueta y me dirigí a la Cancillería, donde, para no traicionarme, mantuve mi coraza con gran incomodidad hasta que noté, hacia mediodía, por las salidas y entradas de mis compañeros y el ruido de sus bocas masticando, que había llegado la vendedora de pasteles y que la aglomeración de clientes ya se había disuelto. Entonces salí, saqué mi papel y, armándome de valor, me acerqué a la muchacha que, con el cesto colocado ante ella en el suelo, estaba allí tarareando por lo bajo y llevando el ritmo con el pie derecho apoyado sobre un taburete en el que acostumbraba a sentarse. Me miró de la cabeza a los pies cuando me acercaba, lo que hizo que aumentara mi turbación. “Querida señorita”, comencé finalmente, “hace pocos días usted quiso que le diera papel, cuando no tenía a mano ninguno que me perteneciera. Ahora he traído de casa y…”, y le alcancé mi papel. “Ya le dije entonces”, replicó, “que tenía suficiente en mi casa. Pero bueno, más no viene mal”. Con esto cogió con una pequeña inclinación de cabeza el regalo, y lo metió en su cesto. “¿No quiere usted ningún pastel?”, dijo, pasando revista a su mercancía, “Lo mejor ya lo he vendido”. Le di las gracias, pero le dije que tenía otra petición. “Bueno, si es preciso…” concedió, metiendo el brazo por el asa del cesto; permaneció allí, altanera y agresiva, echándome una mirada intensa. Aclaré rápidamente que era un amante de la música, aunque sólo desde hacía poco; que la había oído cantar piezas muy hermosas, especialmente una. “¿Usted? ¿A mí? ¿Canciones?”, contestó sorprendida. “¿Y dónde?” Proseguí contándole que vivía en la vecindad y que la había escuchado mientras trabajaba en el patio. Una de sus canciones me gustaba especialmente, de tal manera que había intentado reproducir la melodía en el violín. “¿No será usted el mismo que rasca tan torpemente el violín?” Yo era entonces, como acabo de contar, un principiante, y sólo más tarde he conseguido con gran dificultad la necesaria agilidad en estos dedos.
El viejo se interrumpió al mismo tiempo que, como si tocara el violín, movía los dedos en el aire.
—Me sonrojé intensamente —prosiguió—. La miré de tal manera que ella se arrepintió de sus duras palabras. “Estimada señorita, el hecho de que yo rasque mal el violín proviene de que no tengo la canción en partitura, y por esta razón le he querido pedir de la manera más cortés la copia” “¿Qué copia?”, dijo, “la canción está impresa y se vende en todas las esquinas”. “¿La canción?”, respondí. “Eso es solamente la letra, pero estoy hablando del tono en que se canta” “¿Pero es que eso también se escribe?”, preguntó. “Naturalmente”, fue mi respuesta; “eso es lo más importante. ¿Cómo la ha aprendido entonces, estimada señorita?” “La oí cantar y luego la repetí.”
»Yo me asombré de su genio natural, de cómo a menudo la gente sencilla posee el mayor talento. Pero no es exactamente lo justo, el verdadero arte. De nuevo me encontraba sumido en la desesperación. “¿Pero cuál es esa canción?”, dijo ella. “¡Conozco tantas!” “¿Todas sin partitura?”, pregunté. “Claro. ¿Cuál es, pues?” “¡Es tan hermosa!”, aclaré. “Al principio sube rápidamente, luego se hace más íntima y termina muy suavemente. Es la que usted canta más a menudo.” “¡Ah, entonces será ésta!”, dijo volviendo a dejar el cesto en el suelo; colocó el pie en el taburete y cantó la canción en voz muy baja y sin embargo tan clara, inclinando la cabeza de forma tan hermosa y tan tierna, que antes de que terminara tomé con fuerza su mano. “¡Oh!”, dijo, retirando el brazo, ya que creía que yo quería coger su mano de forma indecorosa. Pero no; lo que yo quería era besarla, aunque solamente fuera una muchacha pobre. Y ahora, además, también yo soy un hombre pobre.
»Como me comencé a mesar el cabello por la ansiedad de tener la canción, ella me consoló y me dijo que el organista de la iglesia de San Pedro iba a menudo al negocio de su padre para comprar nuez moscada, y que ella le pediría que transcribiera la canción. En un par de días la podría recoger. Después cogió su cesto, y yo la acompañé hasta la escalera. Cuando le estaba haciendo una reverencia en el último escalón, el jefe de la Cancillería me sorprendió y me ordenó que volviera a mi trabajo, echando pestes al mismo tiempo sobre la muchacha y afirmando que no era trigo limpio. Aquello me irritó, y quería contestarle que yo, con su permiso, estaba convencido de lo contrario, cuando me di cuenta de que el hombre ya había regresado a su despacho; así que me dominé y me dirigí a mi escritorio. Pero desde aquel momento no se le quitó de la cabeza que yo era un funcionario negligente y un hombre disipado.
»No pude hacer nada a derechas ni ese día ni los siguientes, pues la canción me daba vueltas en la cabeza y estaba como perdido. Pasados unos días, no sabía si ya era tiempo de recoger la partitura o no. El organista, había dicho la joven, iba a la tienda de su padre a comprar nuez moscada; ésta solamente la podía utilizar para la cerveza. Desde hacía algunos días teníamos un tiempo fresco, y por ello era muy probable que el músico bebiera vino, y no necesitaría tan pronto la nuez moscada. Preguntar en seguida me parecía impertinente, y esperar demasiado podía ser considerado síntoma de indiferencia. No me atrevía a hablar con la joven en el pasillo, ya que nuestro primer encuentro se había difundido entre mis compañeros, y ardían en deseos de hacerme una jugarreta.
»Entre tanto, había vuelto a tocar el violín con aplicación, y ejercitaba en primer lugar las bases fundamentales; de vez en cuando me permitía, desde luego, tocar algo de memoria, y cerraba entonces la ventana cuidadosamente, pues sabía que mi ejercicio disgustaba a algunos. Pero cuando de nuevo abría la ventana, no conseguía escuchar mi canción. La vecina no cantaba, o lo hacía con las puertas cerradas y en un tono tan bajo que yo no podía distinguir dos notas.
»Finalmente (habían transcurrido aproximadamente tres semanas) no pude aguantar más. Debo decir que ya había estado dos veces a escondidas en la callejuela, sin llevarme el sombrero, para que la servidumbre creyera que buscaba algo en la casa; pero cada vez que me aproximaba a la tienda de especias, se apoderaba de mí un temblor tan fuerte que tenía que regresar, quisiera o no. Mas finalmente, como he dicho, no pude aguantar más. Me armé de valor y salí una tarde de mi cuarto, esta vez también sin sombrero, y me dirigí con paso firme por la callejuela hasta la tienda de especias, enfrente de la cual me detuve pensando lo que iba a hacer. El comercio estaba iluminado y se oían voces dentro. Después de algunas vacilaciones, me incliné y espié el interior desde un lado. Vi a la muchacha sentada junto al mostrador escogiendo guisantes o habas de una artesa de madera. Delante de ella se encontraba un hombre recio y robusto, con la chaqueta sobre los hombros y con un mandil en la mano, más o menos con el aspecto de un carnicero. Estaban hablando, aparentemente de buen humor, ya que la joven se rió en alto varias veces, sin por ello interrumpir su trabajo y ni siquiera levantar los ojos. Sea por lo forzado de mi postura o por cualquier otra cosa, el caso es que el temblor volvió a apoderarse de mí; de repente me sentí cogido por detrás por una mano tosca que me arrastraba hacia delante. En un abrir y cerrar de ojos estaba dentro del comercio, y cuando, ya libre, miré a mi alrededor, vi que era el mismísimo propietario el que, al regresar a casa, me había visto al acecho y me había tomado por un sospechoso. “¡Caramba!”, gritó, “¡Ya se ve adónde van a parar las ciruelas y los puñados de guisantes y cebada que nos roban en la oscuridad de los cestos del escaparate! ¡Rayos y centellas!”, y se dirigió a mí como si verdaderamente quisiera golpearme.
»Me quedé destrozado, pero la idea de que alguien dudara de mi honradez me hizo recuperarme en seguida. Así pues, hice una breve reverencia y le dije al maleducado que mi visita no se debía a sus ciruelas ni su cebada, sino a su hija. En ese momento, el carnicero, que se encontraba en medio de la tienda, comenzó a reírse, y se dirigió hacia la salida después de haber susurrado al oído de la muchacha algunas palabras, a las que ésta contestó riéndose también y dándole una fuerte palmada en las espaldas. El comerciante de especias acompañó al carnicero hasta la puerta. Mientras tanto, yo había vuelto a perder el ánimo, y me encontraba delante de la joven, la cual seguía seleccionando indiferente sus guisantes y habas como si aquello no fuera con ella. Entonces volvió su padre vociferando. “¡Por todos los diablos, señor!”, dijo el hombre de nuevo, “¿qué tiene usted que ver con mi hija?”. Intenté explicarle el motivo de mi visita. “¿Una canción?”, dijo, “¡yo sí que le voy a cantar una canción!”, añadió mientras movía el brazo derecho de arriba abajo de manera sospechosa. “Allí está”, dijo la muchacha mientras se inclinaba, sin separarse de la artesa, hacia un lado y señalaba con la mano hacia el mostrador. Me apresuré hacia éste y vi que allí se encontraba un cuaderno de partituras. Era la canción. Pero el viejo se me había adelantado. Tenía ya el papel arrugado en la mano. “Pregunto”, dijo: “¿Qué significa todo esto? ¿Quién es este hombre?”. “Es un señor de la Cancillería”, contestó ella mientras apartaba un guisante podrido, tirándolo lejos de los otros. “¿Un señor de la Cancillería?”, exclamó, “¿en la oscuridad y sin sombrero?”. La falta de sombrero la expliqué aludiendo a la circunstancia de que vivía en la vecindad, al mismo tiempo que señalaba la casa. “Esa casa la conozco”, exclamó, “en ella no vive nadie sino el Consejero de la Corte ***”, y en ese momento mencionó el nombre de mi padre, “y a los sirvientes los conozco a todos”. “Yo soy el hijo del Consejero”, dije en bajo, como si estuviera contando una mentira. A lo largo de mi vida he visto muchos cambios, pero ninguno tan súbito como el que este hombre sufrió en su persona cuando pronuncié estas palabras. La boca que se había abierto para injuriar permaneció abierta, los ojos aún me miraban amenazantes y, sin embargo, en la parte inferior del rostro comenzó a aparecer una especie de sonrisa que cada vez se extendía más. La muchacha permaneció indiferente y en posición inclinada; tan sólo se ocupó de colocarse los cabellos sueltos detrás de la oreja mientras seguía trabajando. “¿El hijo del señor Consejero de la Corte?”, exclamó finalmente el viejo, cuyo rostro ya se había animado completamente. “¿Desea vuestra excelencia quizás ponerse cómodo? ¡Bárbara, una silla!”. La muchacha se movió a disgusto en la suya. “Bien, espera, mosquita muerta”, dijo mientras quitaba un cesto de su sitio y limpiaba con el mandil el sillón sobre el que estaba colocado. “Es un gran honor”, prosiguió. “Así pues, el señor Consejero… su hijo, quiero decir, practica también la música. ¿Canta, quizás, como mi hija, o más bien de otra manera, con partitura, según el arte?” Le expliqué que por naturaleza no tenía voz. “¿O toca usted el clavicémbalo, como suele hacer la gente elegante?” Respondí que tocaba el violín. “Yo también rascaba el violín en mi juventud”, exclamó. Al oír la palabra “rascar” miré involuntariamente a la muchacha y vi que se reía burlonamente, lo cual me disgustó en grado sumo. “Si quisiera usted aceptar a la muchacha”, prosiguió, “quiero decir en lo que se refiere a la música…”, continuó, “tiene buena voz y tiene también, por lo demás, sus buenas cualidades; pero lo delicado, Dios mío, ¿de dónde le va a venir?”, suspiró al mismo tiempo que colocaba uno sobre otro el pulgar y el índice de la mano derecha de forma repetida. Yo estaba muy avergonzado de que me concedieran inmerecidamente tan importantes conocimientos musicales, y quería aclarar el verdadero estado de cosas cuando un transeúnte que pasaba gritó hacia el interior de la tienda: “Buenas noches a todos los presentes”. Yo me asusté, pues era la voz de uno de los sirvientes de nuestra casa. También el comerciante lo había reconocido. Sacando la punta de la lengua y alzando los hombros murmuró: “Era uno de los sirvientes de su honorable papá, pero no le pudo reconocer, ya que estaba usted de espaldas a la puerta”. Lo último era verdad, pero una sensación de estar haciendo algo secreto e incorrecto se apoderó de mí, atormentándome. Balbuceé un par de frases de despedida y me fui. Incluso me hubiera olvidado de mi canción si el anciano no me hubiera seguido hasta la calle y me la hubiera entregado en mano.
»Así llegué hasta casa, hasta mi cuarto, y esperé a que sucediera lo que tenía que suceder. Y sucedió. El sirviente sí me había reconocido.
»Unos días después vino el secretario de mi padre y me anunció que tenía que abandonar la casa paterna. Mis réplicas no tuvieron resultado alguno. Me habían alquilado una pequeña habitación en un suburbio, y así me desterraron de la proximidad de mis parientes. Tampoco pude volver a ver a mi cantante. Le habían prohibido la venta de pasteles en la Cancillería, y yo no me atrevía a visitar el negocio de su padre, pues sabía que aquello disgustaría al mío. Cuando un día me encontré casualmente al comerciante en la calle, desvió la mirada de mí con gesto enconado y quedé como herido por un rayo. Entonces me dediqué a coger mi violín todas las tardes y a ejercitarme.
»Pero las cosas aún tenían que ir a peor. La suerte de nuestra casa decayó. Mi hermano pequeño, un hombre voluntarioso y atolondrado, oficial de dragones, tuvo que pagar con la vida el resultado de una estúpida apuesta, pues a consecuencia de ésta, acalorado por una cabalgata, cayó con caballo y armadura al Danubio. Fue en el interior de Hungría. El mayor, el más querido, trabajaba en el Consejo de una provincia. En constante desobediencia a su jefe y, según se decía, secretamente animado a ello por mi padre, se permitió incluso dar informes equivocados para perjudicar a su enemigo. Se inició una investigación y mi hermano salió secretamente del país. Los enemigos de mi padre, que eran muchos, aprovecharon la ocasión para hacerlo caer. Atacado por todas partes e irritado a su vez por el descenso de su influencia, pronunciaba todos los días los más ofensivos discursos en las sesiones del Consejo. En medio de uno de éstos sufrió una apoplejía. Lo llevaron a casa enmudecido. Yo no tuve conocimiento de ello. Al día siguiente, sin embargo, noté en la Cancillería que murmuraban y me señalaban con el dedo. Estaba ya tan acostumbrado a ello que no me irrité. Al viernes siguiente (esto había sucedido el miércoles) me trajeron de pronto un traje negro con brazal de crespón. Me quedé estupefacto, así que pregunté y me informaron. Mi naturaleza, que por lo demás es fuerte y robusta, no impidió que aquello me golpeara con fuerza. Me derrumbé sin sentido en el suelo. Me llevaron al lecho, donde padecí una gran fiebre y desvarié todo el día y toda la noche. A la mañana siguiente había vencido la naturaleza, pero mi padre estaba muerto y enterrado.
»Yo no había podido volver a hablar con él; no le había podido pedir perdón por todas las preocupaciones que le había causado ni darle las gracias por todos los dones no merecidos… ¡sí, dones!, pues su intención siempre había sido buena, y espero volverlo a encontrar en el lugar en que seremos juzgados por nuestras intenciones, y no por nuestras obras.
»Permanecí durante varios días en mi cuarto, y apenas probé bocado. Finalmente salí, pero volvía a casa nada más comer, y por las tardes vagaba por las calles oscuras como Caín, el fratricida. La casa paterna era para mí una imagen terrorífica que evitaba cuidadosamente. Una vez, sin embargo, distraído y con la mirada extraviada, me encontré de pronto frente a la temida casa. Mis rodillas temblaban tanto que tuve que pararme. Detrás de mí, junto a la pared, reconocí las puertas del comercio de especias, y ahí dentro se encontraba Bárbara, sentada y con una carta en la mano; junto a ella la luz que iluminaba el mostrador, y al otro lado su padre, que parecía estar confortándola. Y aunque me hubiera costado la vida, tenía que entrar. ¡No tener a nadie al que contar las penas, nadie que sienta lástima! El viejo, eso lo sabía con seguridad, estaba enfadado conmigo, pero la muchacha me diría alguna palabra de consuelo. Sin embargo, sucedió todo lo contrario. Bárbara se incorporó cuando entré, me lanzó una mirada altanera y se fue al cuarto contiguo cerrando la puerta tras de sí. Sin embargo, el viejo me cogió por la mano, me hizo sentarme y me consoló, pero también me dijo que ahora yo era un hombre rico y no tenía que preocuparme de nadie. Me preguntó cuánto había heredado. Yo no lo sabía. Me animó a que fuera a los tribunales, cosa que le prometí hacer. Me dijo que en las Cancillerías no había nada que hacer, que debería invertir mi dinero en negocios, y que los coscojos y los frutos darían buenas ganancias; un socio que entendiera de ello podía transformar céntimos en florines. Dijo que él mismo se había ocupado en alguna ocasión de esos negocios. Al mismo tiempo no hacía más que llamar repetidamente a la muchacha, la cual no daba señales de vida. Sin embargo, me pareció oír de vez en cuando unos ruidos ligeros en la puerta. Como la muchacha no se decidía a entrar y el viejo sólo hablaba de dinero, me despedí finalmente y me fui, mientras el hombre se lamentaba de no poderme acompañar porque se encontraba solo en el negocio. Yo me sentía triste por mis esperanzas fallidas, y a pesar de todo había encontrado un maravilloso consuelo. Cuando me detuve en la calle y dirigí la mirada hacia la casa de mi padre, oí de pronto una voz detrás de mí que hablaba en tono enojado y contrariado. “No se fíe de nadie; la gente no tiene buenas intenciones con usted” Aunque me di la vuelta velozmente, no vi a nadie; solamente un chirrido en el sótano que pertenecía a la vivienda del comerciante de especias me dio a entender, aunque no reconocí su voz, que era Bárbara la que me prevenía. Así pues, ella había escuchado todo lo que habíamos hablado en la tienda. ¿Me quería prevenir de su padre? ¿O es que había llegado a sus oídos que después de la muerte de mi padre algunos compañeros de la Cancillería y algunos desconocidos me habían apremiado con peticiones de ayuda y yo les había prometido apoyo cuando tuviera el dinero? Debía mantener lo ya prometido, pero decidí ser más prevenido en el futuro. Me presenté para cobrar mi herencia. Era menos de lo que había pensado, pero aún así era mucho, cerca de once mil florines. Mi cuarto estaba siempre a rebosar de pobres y de gente que me pedía ayuda. Pero yo me había endurecido, y sólo daba dinero a aquellos que tenían una gran necesidad. También vino el padre de Bárbara. Me reprochó que no les hubiera visitado desde hacía tres días, a lo que yo respondí con la verdad, esto es, que temía ser una molestia para su hija. Pero él respondió que eso no me debía preocupar, pues él ya la había hecho entrar en razón, y lo dijo mientras movía la cabeza malévolamente, de una manera que me asustó. Por eso, acordándome de las advertencias de Bárbara, le oculté, cuando después hablamos de ello, la cantidad de mi herencia; también rechacé hábilmente sus proposiciones sobre un negocio.
»En realidad, yo tenía otros planes en mi cabeza. En la Cancillería, donde me habían soportado tan sólo por mi padre, ya habían ocupado mi puesto con otro; aquello me preocupó poco, dado que no recibía ningún sueldo. Fue entonces cuando el secretario de mi padre, que a causa de los últimos acontecimientos se había quedado sin trabajo, me comunicó su proyecto de instalar un despacho de información, copia y traducción, para lo cual yo debía adelantar el dinero para los primeros gastos: dijo que él estaría dispuesto a tomar la dirección. Gracias a mi insistencia decidió ampliar los trabajos de copia a las partituras musicales, y así yo me encontraría feliz en mi elemento. Di el dinero necesario, pero como me había vuelto bastante prevenido, hice que se firmara un documento acreditando el préstamo. La fianza para el negocio, que también adelanté, no merecía la pena ser discutida, aunque fuera considerable, ya que el importe debería ser depositado en los juzgados y allí permanecería siendo mío, como si lo tuviera guardado en un armario.
»La cosa ya estaba ultimada y me sentía aliviado, dignificado, independiente por primera vez en mi vida, un hombre hecho y derecho. Apenas me acordaba de mi padre. Me mudé a una vivienda mejor, renové mi vestuario y me dirigí, cuando había caído la tarde, a través del centro hacia el negocio de especias, bamboleándome y susurrando mi canción, aunque no del todo bien. El si de la segunda parte nunca lo he podido alcanzar con mi voz. Llegué contento y de buen humor, pero la mirada glacial de Bárbara me precipitó de nuevo en mi antigua timidez. El padre me recibió de la mejor manera; pero ella hizo como si no hubiera nadie presente, y continuó haciendo bolsitas de papel sin intervenir en nuestra conversación. Sólo cuando comenzamos a hablar de la herencia se alzó de medio cuerpo y dijo de forma amenazante: “¡Padre!”, con lo que éste cambió inmediatamente de conversación. Por lo demás, no habló ya más en toda la tarde, ni siquiera me dirigió una segunda mirada, y cuando por fin me despedí, sus “Buenas noches” sonaron casi como un “¡Gracias a Dios!”. Pero continué yendo una y otra vez, y ella fue cediendo poco a poco. No como si yo hiciera algo que tuviera que agradecerme. Me reñía y criticaba sin interrupción. Todo era torpe en mí: Dios no me había hecho precisamente un manitas; mi chaqueta me daba aspecto de espantapájaros, andaba como los patos, con una alusión al gallo de la casa. Especialmente molesta le resultaba mi cortesía con los clientes. Dado que me encontraba sin ocupación hasta la apertura de la oficina de copias, y a que me di cuenta de que allí tendría que mantener contacto con el público, decidí, a modo de entrenamiento, tomar parte activa en el pequeño negocio de especias, lo que a menudo me ocupaba medio día. Pesaba las especias, entregaba a los niños las nueces y ciruelas pasas, daba las vueltas; esto último no sin equivocarme frecuentemente, momento en el cual intervenía Bárbara y me quitaba por la fuerza las monedas que tenía en las manos, riéndose y burlándose de mí ante los clientes. Cuando yo hacía alguna inclinación ante uno de ellos y le dedicaba unas palabras de despedida, decía entonces de forma abrupta, antes de que aquella persona hubiera salido: “¡Adiós a la mercancía!”, y me volvía la espalda. Sin embargo, a veces era muy amable. Me escuchaba atentamente cuando le contaba los acontecimientos de la ciudad, o cuando hablaba sobre mi infancia o sobre los funcionarios de la Cancillería donde nos habíamos conocido. Entonces me dejaba hablar solo y me demostraba con palabras aisladas su aprobación o, cosa que era más frecuente, su desaprobación.
»De música o de canto no se hablaba nunca. En primer lugar, opinaba ella, uno debía cantar bien o cerrar el pico, pero no se debía hablar de ello. Sin embargo, ella tampoco cantaba. En el negocio no era recomendable, y en la trastienda donde habitaban ella y su padre me estaba prohibida la entrada. Pero una vez, cuando atravesé el umbral inadvertidamente, vi a la muchacha, apoyada en la punta de los pies, con la espalda vuelta hacia mí y los brazos extendidos, como si buscara algo en uno de los estantes más altos. Al mismo tiempo cantaba en voz baja para sí. ¡Era mi canción, mi canción! Ella trinaba como una curruca que baña su cuello en el arroyo y mueve la cabeza, erizando el plumaje y alisándolo de nuevo con el piquito. Me sentía como si estuviera paseando por verdes praderas. Me acerqué de puntillas más y más, y estaba ya tan cerca que la canción no parecía venir de fuera, sino salir de mí mismo, como un canto de las almas. No me pude contener más y cogí con ambas manos su cuerpo inclinado hacia delante y sus hombros apretándolos contra mí. Entonces sucedió. Giró como una peonza, sonrojada a causa de la ira y se volvió hacia mí; su mano tembló y antes de que me pudiera disculpar…
»En la Cancillería habían hablado frecuentemente de la bofetada que Bárbara, cuando era vendedora, le había propinado a un impertinente. Lo que decían de la fuerza de la más bien pequeña muchacha y del ímpetu de su mano parecía ser una exageración. Pero en aquel momento, me pareció una bofetada gigantesca. Me quedé como herido por un rayo. Las luces bailaban ante mis ojos, pero eran luces celestiales como el sol, la luna y las estrellas, como los angelitos que juegan al escondite mientras cantan. Tenía visiones, estaba arrobado. Sin embargo ella, no menos asustada que yo, pasó su mano tranquilizadora por el lugar afectado. “Puede que te haya pegado demasiado fuerte”, dijo, y como un segundo rayo sentí de pronto su cálido aliento sobre mi mejilla y sus labios, y me besaba; lo hacía suavemente, pero era un beso en mi mejilla, ¡aquí!
Y diciendo esto, el viejo daba palmaditas en su mejilla y las lágrimas asomaron a sus ojos.
—No sé lo que luego sucedió —prosiguió diciendo—. Sólo sé que me abalancé sobre ella y ella se metió en el cuarto de estar y sostuvo la puerta de cristal mientras yo empujaba desde el otro lado. Cuando ella, doblada y oponiéndose con todas sus fuerzas, estaba pegada al otro lado de la puerta, yo me armé de valor, estimado señor, y le devolví vehementemente su beso a través del cristal. “¡Oh, aquí hay diversión!”, oí gritar detrás de mí. Era el comerciante que llegaba a casa en ese momento. “Bueno, cómo se bromea”, dijo. “Sal fuera, Barbarita, y no hagas tonterías: un beso con honor no se puede despreciar.” Ella, sin embargo, no salió. Yo mismo me alejé tras balbucear algunas palabras medio inconsciente, tomando al mismo tiempo, en lugar del mío, el sombrero del comerciante, que me lo cambió riéndose. Fue, como dije antes, el día más feliz de mi vida. Casi podría decir el único, pero no sería cierto, pues el hombre recibe muchas gracias de Dios.
»Yo no sabía exactamente qué pensamientos rondaban en la cabeza de la muchacha. ¿Me la debía imaginar más enfadada o más benévola? La siguiente visita me costó un gran esfuerzo. Pero ella fue buena. Estaba allí, humilde y tranquila, no hiriente como siempre, trabajando. Me señaló con la cabeza un banquito situado al lado, y me dijo que me sentara y la ayudara. Así estuvimos sentados, pues, trabajando. El viejo quería salir. “Quedaos, padre”, dijo. “Lo que queréis solucionar ya está hecho.” Él dio una patada contra el suelo y se quedó. Yendo y viniendo hablaba sin parar de esto y aquello sin que yo me atreviera a mezclarme en la conversación. De repente, la muchacha profirió un grito. Se había hecho una herida en el dedo, y aunque no era en absoluto quejica, movía inquietamente la mano de un lado a otro. Quise mirar la herida, pero me indicó que continuara trabajando. “¡Tonterías sin fin!”, gritó el viejo, y colocándose delante de la joven dijo con fuerte voz: “Lo que había que hacer no está todavía hecho”, y se marchó ruidosamente. En ese momento yo quería empezar a disculparme por lo del día anterior, pero ella me interrumpió y dijo: “Dejemos ese tema y hablemos de cosas sensatas”.
»Levantó la cabeza, me miró de arriba a abajo y prosiguió en un tono tranquilo: “Yo ya no me acuerdo del comienzo de nuestra amistad; pero desde hace algún tiempo usted viene aquí cada vez más a menudo y nos hemos acostumbrado a su presencia. Nadie puede negar que usted posee una naturaleza noble, pero es débil y siempre está ocupado en cosas superfluas, de tal manera que apenas sería capaz de atender sus propios negocios. Será, por tanto, deber y responsabilidad de amigos y conocidos valorar las circunstancias para que usted no resulte perjudicado. Usted se pasa medio día en la tienda contando, pesando, midiendo y marcando, pero de ahí no saldrá nada de provecho. ¿Qué piensa hacer en el futuro para abrirse paso en la vida?”. Aludí a la herencia de mi padre. “Es posible que sea muy elevada”, dijo ella. Nombré la cantidad. “Eso es mucho y poco”, contestó. “Mucho para empezar un negocio, poco para vivir de ello toda la vida. Mi padre le hizo una proposición, pero le previne, pues él ya ha perdido mucho dinero en cosas semejantes. Así que”, continuó con voz apagada, “se ha acostumbrado a sacar provecho de extraños, aunque seguramente con amigos tampoco se comportaría mejor. Usted debe tener alguien a su lado que sea honesto”. La señalé a ella. “Honrada soy”, dijo poniéndose al mismo tiempo la mano en el pecho; sus ojos, generalmente grises, brillaron azules, azules como el cielo. “Pero yo tengo mis propios planes. Nuestro negocio da muy poco, y mi padre tiene la intención de abrir una taberna. Ése no es sitio para mí. Sólo me quedaría algún trabajo manual, pues servir no me gusta”, y diciendo esto parecía una reina. “Me han hecho otra propuesta”, continuó mientras sacaba una carta de su delantal y medio a disgusto la arrojaba sobre el mostrador, “pero entonces tendría que irme de aquí”. “¿Lejos?”, pregunté. “¿Por qué? ¿Qué le importa a usted?” Le expliqué que yo me iría al mismo lugar. “¡Usted es un niño!”, exclamó. Dijo que eso no sería posible y que se trataba de cosas bien distintas. “Pero si usted tiene confianza en mí y está a gusto a mi lado, adquiera el negocio de limpiezas de aquí al lado que está a la venta. Entiendo de ese trabajo, y usted no necesita preocuparse por sus ganancias. También encontraría usted en las cuentas y en escribir una ocupación decente. Todavía no debemos hablar de lo que podría dar de sí esto. ¡Pero usted tiene que cambiar! Odio a los hombres débiles.”
»Yo salté de mi asiento y cogí el sombrero. “¿Qué pasa? ¿Adónde quiere ir?”, preguntó. “A anular todo”, dije con la respiración entrecortada. “¿El qué?” Entonces le conté mi plan de establecer un despacho de copias e información. “Eso no da para mucho”, dijo. “Obtener información lo puede hacer cualquiera, y todo el mundo ha aprendido a escribir en la escuela.” Añadí que también pensábamos copiar partituras, cosa que no puede hacer cualquiera. “¿Otra vez me sale usted con esas tonterías?”, me increpó. “Deje usted la música y piense en la necesidad. Además, usted no sería capaz de dirigir un negocio.” Le expliqué que había encontrado un socio. “¿Un socio?”, gritó. “Seguro que le quiere engañar. ¿No le habrá entregado dinero todavía?” Yo temblaba sin saber por qué. “¿Ha entregado usted dinero?”, me preguntó de nuevo. Yo confesé los tres mil florines para la primera instalación. “¡Tres mil florines!”, gritó, “¡tanto dinero!”. “El resto”, proseguí, “está depositado en el juzgado y, en todo caso, a buen recaudo”. “¡Así que, todavía más!” Le dije el importe de la fianza. “¿Y lo depositó usted mismo en el juzgado?” Lo había hecho mi socio. “¿Pero usted tiene un recibo?” No tenía ningún recibo. “¿Y cómo se llama esa buena pieza de su socio?”, me preguntó. Yo me sentía tranquilo de poder pronunciar el nombre del secretario de mi padre. “¡Dios bendito!”, gritó, levantándose y cruzando los brazos. “¡Padre, padre!” El viejo entró. “¿Qué habéis leído hoy en los periódicos?” “¿Sobré el secretario?”, dijo; “bueno, bueno. Se ha escapado dejando deuda tras deuda y ha engañado a la gente. “Le persiguen con cartas requisitorias”. “Padre”, gritó ella, “él también le ha confiado su dinero. Está condenado a la ruina”. “¡Rayos! Gente necia y sin remedio. ¿No lo he dicho yo siempre? Pero era disculpable. Te reíste una vez de él y, luego, lo consideraste una persona de buena fe. Pero ahora quiero intervenir. Quiero demostrar quién manda en esta casa. Tú, Bárbara, métete en tu cuarto. Y usted, señor, dése prisa en marcharse, y en el futuro no nos moleste con sus visitas. Aquí no se dan limosnas.” “Padre”, dijo la muchacha, “no seas duro con él, bastante desgraciado es ya”. “Precisamente por eso”, exclamó el viejo, “no quiero serlo yo también. Éste, señor”, prosiguió señalando la carta que Bárbara había lanzado antes sobre el mostrador, “éste sí que es un hombre. Tiene buenas entendederas y dinero en el bolsillo. No engaña a nadie, pero tampoco se deja engañar: y eso es lo principal en la honradez”. Tartamudeé que la pérdida de la fianza no era segura. “Sí”, gritó él, “¡no va a haberse comportado como un necio el señor secretario! Buen pícaro es él, pero avispado. Y ahora, váyase usted en seguida, ¡quizás lo encuentre todavía!”. Al mismo tiempo me había puesto la mano en la espalda y me empujaba hacia la puerta. Rechacé la presión escurriéndome a un lado y me volví hacia la muchacha, que estaba apoyada en el mostrador, con los ojos inclinados hacia el suelo y la respiración alterada. Yo quería acercarme, pero ella golpeaba el suelo con el pie y cuando estiré la mano, movió la suya hacia arriba como si quisiera golpearme otra vez. Entonces me fui, y el viejo cerró la puerta tras de mí. Me dirigí tambaleándome por las calles hacia las puertas de la ciudad, en dirección al campo. Unas veces me invadía la desolación, otras renacía nuevamente la esperanza. Recordaba haber acompañado al secretario a depositar la fianza en la Cámara de Comercio. Allí lo había esperado en la puerta, y él había subido solo. Cuando bajó, dijo que todo estaba en orden, y que el justificante del recibo me sería enviado a casa. Esto último no había sucedido, pero siempre existía la posibilidad. Cuando se hizo de día regresé a la ciudad. Encaminé mis primeros pasos hacia la vivienda del secretario. La gente se reía preguntándome si no había leído los periódicos. La Cámara de Comercio estaba a unos cuantos pasos de allí. Entré e hice que miraran en los libros, pero ni su nombre ni el mío estaban allí inscritos, y del ingreso no había ni rastro. Así pues, mi desgracia era cierta. Incluso la desgracia podía haber sido mayor. Como existía un contrato de sociedad, varios de sus acreedores quisieron denunciarme, pero los jueces no lo consintieron. ¡Dios los bendiga!, aunque estuvo a punto de suceder.
»Ante todas estas contrariedades, el comerciante de especias y su hija pasaron a segundo plano. Pero cuando todo se calmó y comencé a reflexionar en lo que debería suceder en el futuro, la última tarde con ellos me volvió vivamente a la memoria. Al viejo, tan egoísta, lo entendía perfectamente, pero a la muchacha no. A veces me venía a la cabeza que si hubiera mantenido mis bienes y hubiera podido ofrecerle un sustento, ella… Pero no me hubiera querido.
Mientras decía esto, el viejo contemplaba su figura indigente con las manos separadas.
—Además, mi comportamiento cortés siempre le repugnaba. Así pasé algunos días, pensando y meditando. Una tarde a la hora del crepúsculo (era la hora que solía pasar en el negocio de especias) estaba sentado como de costumbre y me trasladaba con el pensamiento al lugar habitual. Los oía hablar, criticarme; parecía que se reían de mí. De pronto chirrió la puerta, se abrió y entró una muchacha. Era Bárbara. Me quedé como clavado a la silla, como si viera un fantasma. Estaba pálida y llevaba un hatillo bajo el brazo. Había avanzado hasta el centro del cuarto y se quedó quieta; contempló las paredes desnudas, después dirigió la mirada al escaso mobiliario y suspiró profundamente. Luego se dirigió al armario que estaba al lado de la pared, desenvolvió el hatillo, el cual contenía algunas camisas y pañuelos (durante la última época se había ocupado de mi ropa interior), abrió el cajón y juntó las manos cuando vio el pobre contenido. Entonces comenzó a ordenar la ropa y a colocar las piezas que había traído. Después se apartó unos pasos del armario dirigiéndome la mirada, mientras señalaba con el dedo hacia el cajón abierto. Entonces dijo: “Cinco camisas y tres pañuelos. Eso es lo que tenía y eso es lo que traigo”. Luego cerró despacio el cajón, se apoyó con el brazo en el armario y comenzó a sollozar. Parecía que se encontraba mal, ya que se sentó en una silla junto al armario y escondió la cara en un pañuelo. Sus suspiros entrecortados eran la señal de que seguía llorando. Me acerqué silenciosamente a ella y cogí su mano, y ella me la entregó bondadosamente. Sin embargo, cuando para atraer su mirada levanté su brazo inerte por el codo, se levantó rápidamente, se soltó y dijo en tono resignado: “¿Para qué sirve todo esto? Las cosas están así. Así lo ha querido usted, y se ha hecho desgraciado a sí mismo y a nosotros también; pero sobre todo a sí mismo. En realidad, no merece ninguna compasión”. En este momento comenzó a hablar con mayor violencia. “Cuando se es tan débil como para no poder mantener en orden los propios asuntos; tan confiado que se entrega uno a cualquiera, da lo mismo que sea un pícaro o un hombre honrado. Y a pesar de todo, siento lástima por usted. He venido para despedirme. Sí, puede asustarse, pero es obra suya. Ahora tengo que mezclarme con la gente grosera, cosa contra la que había luchado largo tiempo. Pero no hay salvación. Ya le he dado la mano, y le deseo que le vaya bien siempre.” Vi que las lágrimas afloraban de nuevo a sus ojos, pero ella movió la cabeza enojada y se fue. Experimenté la sensación de tener los miembros de plomo. Cuando llegó a la puerta, se volvió una vez más y dijo: “Ahora la ropa está ordenada. ¡Tenga cuidado de no perder nada! Vendrán tiempos difíciles”. Entonces levantó la mano, hizo la señal de la cruz en el aire y exclamó: “¡Dios esté contigo, Jakob. Por los siglos de los siglos, amén!”, añadió, y se fue.
»Sólo en aquel momento pude hacer uso de nuevo de mis miembros. La seguí, y desde el descansillo de la escalera grité: “¡Bárbara!”. Oí que se quedaba parada en el escalón, pero cuando empecé a bajar, dijo desde abajo: “¡Quédese quieto!”, y bajó toda la escalera dirigiéndose hacia la puerta de salida.
»Desde entonces he vivido días difíciles, pero ninguno como aquél. Ni siquiera el día siguiente fue tan duro. Yo mismo no sabía si había reaccionado bien, y me fui a merodear a la mañana siguiente por el negocio de especias para ver si de esa manera obtenía alguna información. Dado que no advertí nada, me atreví a echar una mirada en el interior del negocio, y vi a una mujer que estaba pesando especias y devolviendo y contando dinero. Entonces decidí entrar y le pregunté si le habían vendido el negocio. “Por el momento todavía no”, respondió. “¿Y dónde están los propietarios?” “Se han marchado esta mañana temprano a Langenlebarn.” “¿La hija también?”, balbuceé. “Naturalmente”, contestó, “se casa precisamente allí”.
»La mujer quiso entonces contarme todo lo que posteriormente supe por otras gentes. El carnicero del mencionado lugar (el mismo que yo había visto el día de mi primera visita al negocio) le había hecho a la muchacha, desde hacía tiempo, proposiciones matrimoniales que ella siempre había rechazado hasta que, en los últimos días, presionada por su padre y desesperada, había dado su consentimiento. Habían partido esa misma mañana, y en el momento en que estábamos hablando, Bárbara ya se había convertido en la esposa del carnicero.
»La vendedora quería contármelo todo, pero yo no oía nada y me quedé allí paralizado hasta que finalmente llegaron clientes que me echaron a un lado; la mujer me preguntó si quería algo más, después de lo cual me alejé de allí.
»Creerá, estimado señor —continuó— que yo me sentía como el más desdichado de los hombres. Y así fue en un primer momento. Pero cuando salí de la tienda y volví la mirada hacia la pequeña ventana junto a la cual a menudo se encontraba Bárbara mirando hacia afuera, me invadió repentinamente un sentimiento de paz. Que se hubiera librado de toda preocupación, convertida en señora de su casa, sin carecer de nada, al contrario de lo que le hubiera sucedido de haber unido su vida a una persona sin hogar ni patria, teniendo que soportar preocupaciones y miserias, todo ello era como un bálsamo en mi pecho, y la bendije a ella y a su destino.
»Dado que mi vida iba de mal en peor, decidí buscar mi sustento con la música, y mientras el resto de mi dinero me lo permitió, me ejercitaba y estudiaba las obras de los grandes maestros, preferiblemente de los más antiguos, cuyas obras copié; y cuando se me acabaron las últimas monedas, me dispuse a sacar provecho de mis conocimientos, al principio en sociedades privadas, para lo cual me dio la primera ocasión una invitación en casa de mi patrona. Sin embargo, cuando las composiciones ejecutadas no encontraron eco, lo hice en los patios de las casas, pues entre sus habitantes habría algunos que supieran apreciar mi arte. Y finalmente lo intenté en los paseos públicos, donde tuve la satisfacción de que algunos se detuvieran a escucharme, me preguntaran y se marcharan no sin antes expresar su admiración. Que al mismo tiempo me dejaran dinero era cosa que no me avergonzaba. Pues en principio ésa era mi intención, y también me di cuenta de que conocidos virtuosos, a los cuales yo no podía precisamente emular, pedían honorarios por interpretar su música, y además a precios muy elevados. De esta manera me he sostenido, modestamente pero con honestidad, hasta el día de hoy.
»Tras algunos años, sin embargo, experimenté de nuevo la dicha. Bárbara regresó. Su marido había ganado dinero y había comprado una carnicería en uno de los suburbios de la ciudad. Era madre de dos niños, de los cuales el mayor se llamaba Jakob, como yo. Mi actividad profesional y el recuerdo de tiempos pasados no me permitían ser insistente; pero finalmente me llamaron a la casa para que diera clases de violín al hijo mayor. No tiene mucho talento, y sólo puede tocar los domingos, ya que el padre lo tiene ocupado los días laborables en el negocio, pero la canción de Bárbara que le he enseñado va ya muy bien; y cuando estamos practicando, la madre canta también a veces con nosotros. Ella ha cambiado mucho en estos años, a decir verdad. Ha engordado y se preocupa poco por la música, pero la canción suena todavía tan bonita como entonces.
Y diciendo esto el viejo cogió su violín y comenzó a tocar la canción, y siguió tocando y tocando, sin preocuparse ya más de mí. Finalmente me cansé, me levanté, dejé un par de monedas de plata en la mesa y me fui, mientras el viejo seguía tocando aplicadamente.
Poco después emprendí un viaje del que no regresé hasta bien entrado el invierno. Las nuevas impresiones habían desplazado a las viejas, y me había olvidado casi por completo de mi músico. Sólo con ocasión del tremendo deshielo de la primavera siguiente y de las inundaciones que se produjeron y que tuvieron lugar en los barrios más bajos, me acordé nuevamente de él. Los alrededores de la Gärtnerstrasse se habían convertido en un mar. Por la vida del viejo no había que temer, ya que vivía en el tejado, mientras que la muerte había elegido a sus víctimas entre los habitantes de los pisos bajos. Pero, despojado de toda ayuda, ¡cuán grande debía ser su necesidad! Mientras que la inundación perduró, no hubo nada que hacer; incluso las autoridades habían mandado por barco alimento y ayuda a los damnificados. Pero cuando las aguas disminuyeron y las calles volvieron a ser transitables, decidí contribuir personalmente a la enorme colecta que se había puesto en marcha y que alcanzó sumas increíbles, e hice mi entrega en la recaudación más próxima.
La visión de la Leopoldstrasse era terrible. En las calles había barcos y utensilios destrozados, en los pisos bajos aún agua estancada y objetos flotantes. Cuando, huyendo de la aglomeración, me apoyé en un portón entreabierto, éste se abrió dejando ver una fila de cadáveres, seguramente así colocados para la inspección oficial; incluso en el interior de las habitaciones se podían ver víctimas de la catástrofe que aún estaban ahí, de pie, agarradas a los marcos de las ventanas. No había suficiente tiempo ni funcionarios para llevar a cabo la comprobación oficial de tantas muertes.
Seguí caminando. Por todas partes encontraba llanto y repicar de campanas de duelo, madres que buscaban y niños perdidos. Por fin llegué a la Gärtnerstrasse. También allí se habían colocado, vestidos de negro, los acompañantes de una comitiva fúnebre; sin embargo se encontraban, según parecía, alejados de la casa que estaba buscando. Pero cuando me acerqué, observé que existía una relación entre la comitiva y la casa del jardinero. En la puerta de la casa se encontraba un hombre de aspecto gallardo, mayor pero aún lleno de vitalidad. Con sus botas altas, sus pantalones de cuero y su levita larga tenía el aspecto de un carnicero de pueblo. Daba órdenes, pero al mismo tiempo hablaba en un tono indiferente con los que allí estaban. Pasé por delante de él y entré en el patio. La vieja jardinera se me acercó, me reconoció inmediatamente y me saludó entre lágrimas.
—¿Nos concede usted también el honor? —dijo—. ¡Sí, nuestro pobre viejo! Ahora toca con los queridos ángeles, que no pueden ser mucho mejores que él. El buen hombre estaba ahí arriba seguro, en su habitación. Pero cuando llegó el agua y oyó gritar a los niños, bajó y los salvó, los transportó y los puso a buen seguro, de tal manera que su respiración parecía el soplete de una fragua. Sí, y como no se puede tener la vista en todo, cuando comprobamos que mi marido había dejado su libro de impuestos y los pocos florines en billetes en la alacena, el viejo tomó el hacha, se precipitó en el agua que ya casi le llegaba al pecho, forzó la alacena y lo trajo todo. En ese momento debió enfriarse, sin duda, y dado que en los primeros momentos no recibimos ninguna ayuda, empezó a delirar, si bien nosotros estuvimos siempre a su lado y sufrimos más que él. Se puso a cantar, marcando el compás y dando lecciones. Cuando el agua se hubo retirado un poco y pudimos llamar al médico y al sacerdote, se incorporó, volvió la cabeza y el oído a un lado, como si escuchara algo muy bello en la lejanía, sonrió, se dejó caer y falleció. Suba; él le nombraba a menudo. La señora también está arriba. Nosotros queríamos pagar su entierro, pero la señora carnicera no nos lo permitió.
Me empujó por la empinada escalera hasta la buhardilla, que estaba abierta y totalmente vacía, a excepción del féretro situado en el centro, ya cerrado, esperando a los porteadores. A la cabecera estaba sentada una mujer bastante robusta de edad madura, con un abrigo de algodón estampado en colores, pero con una bufanda negra y una cinta negra en la cofia. Casi parecía que nunca hubiera sido guapa. Ante ella se encontraban dos niños bastante crecidos, un varón y una muchacha, a los cuales aparentemente enseñaba cómo debían comportarse en una comitiva fúnebre. Precisamente en el momento en que entré retiraba el brazo con que el niño se había apoyado torpemente en el ataúd y se ocupaba en alisar cuidadosamente las esquinas que sobresalían del sudario para dejarlas en su posición exacta. La mujer del jardinero me condujo hacia ella; pero entonces comenzaron a sonar abajo las trompetas, y al mismo tiempo se oyó la voz del carnicero que gritaba desde la calle: «¡Bárbara, es la hora!». Aparecieron los porteadores y me retiré para hacer sitio. Levantaron el ataúd, descendieron con él y la comitiva se puso en movimiento. Delante iban los escolares con cruz y bandera y el clérigo con el acólito. Inmediatamente detrás del ataúd, los dos hijos del carnicero y detrás de ellos el matrimonio. El hombre movía constantemente los labios, como rezando, pero iba mirando al mismo tiempo constantemente a derecha e izquierda. La mujer leía aplicada su libro de oraciones, interrumpida por los niños, a los que empujaba o retenía, pues el justo orden de la comitiva parecía ser de gran importancia para ella. Pero siempre volvía a su libro de oraciones. Así llegó la comitiva al cementerio. La sepultura estaba abierta. Los niños echaron el primer puñado de tierra. El hombre hizo lo mismo. La mujer estaba arrodillada y mantenía su libro cerca de los ojos. Los sepultureros terminaron su labor, y la comitiva, en parte disuelta, emprendió el regreso. En la puerta hubo aún algunas breves conversaciones, ya que, al parecer, a la mujer le parecía muy elevado el honorario del sepulturero. Los acompañantes se dispersaron en todas direcciones. El pobre músico había sido enterrado.
Unos días después (era domingo), impulsado por mi curiosidad psicológica, me dirigí a la casa del comerciante poniendo como pretexto que deseaba tener el violín del viejo como recuerdo. Encontré a la familia reunida, y no aprecié en su actitud nada que hiciera pensar que habían sufrido una conmoción especial. Sin embargo, el violín estaba colgado en la pared, guardando una cierta simetría con el espejo y el crucifijo. Cuando expresé mi deseo y ofrecí una cifra relativamente elevada, el hombre no parecía estar en contra de hacer un negocio ventajoso. La mujer, por el contrario, se alzó de la silla y dijo:
—¡No faltaba más! ¡El violín pertenece a nuestro Jakob, y unos pocos florines más o menos no tienen importancia para nosotros!
Al mismo tiempo cogió el instrumento de la pared, lo miró por todos lados, sopló el polvo y lo colocó en un cajón, el cual cerró empujándolo con fuerza, como si temiera que lo robaran. Estaba de espaldas a mí, así que no podía ver su rostro ni saber lo que sentía en aquel momento. Dado que al mismo tiempo entró la sirvienta con la sopa, y el carnicero, sin sentirse molesto por la visita, empezó a rezar el voz alta la plegaria del almuerzo coreado por la voz estridente de los niños, les deseé buen provecho y me dirigí a la puerta. Mi última mirada fue para la mujer. Se había vuelto y las lágrimas le corrían a mares por las mejillas.