LA PAREJA PERFECTA (Esther Verhoef)
Las hábiles manos de Richard Brüger se deslizan por mis muslos y caderas.
—No tenses los músculos. Relájate. Así, muy bien.
Me veo reflejada en el espejo que cubre toda la pared que hay detrás de su escritorio. Una persona con una actitud positiva diría que mi figura parece sacada de un cuadro de Rubens: voluptuosa, redonda y llena. Yo, personalmente, tengo una mentalidad algo menos positiva y simplemente me veo gorda. Y ni la música clásica de piano que sale de los altavoces invisibles ni la suave alfombra oriental bajo mis pies descalzos conseguirán que me sienta mejor.
Richard está en cuclillas y masajea la grasa fofa que se ha acumulado a la altura de mis caderas.
—Tienes una piel estupenda. Elástica —dice él mientras mira concentrado las líneas de puntos que traza sobre mis caderas con un rotulador azul.
—¿Crees que podrás ayudarme? —le pregunto, y en voz baja añado—: ¿Me ayudarás, por favor?
Richard se pone en pie, en la mano sigue sosteniendo el rotulador.
—Claro que puedo ayudarte. Yo siempre aspiro a la perfección.
Luego baja los ojos hasta mis pechos. Con sus manos palpa las curvas, y yo contengo la respiración.
—La forma ha quedado preciosa, Claudia. Perfecta.
Es cierto. Llevan la firma de Richard. Hace apenas dos meses los convirtió en lo que son ahora. Las heridas casi están curadas y las cicatrices no son visibles cuando estoy de pie.
—Son obra tuya —digo sonriendo.
—Pero tú suministraste la materia prima —murmura él—. Yo sólo los he…
—Perfeccionado —añado.
Él ya no escucha. Con el ceño fruncido resigue las cicatrices que dejó la incisión. Empiezo a sentirme incómoda.
—Tienes que ponerte la crema. Esos moretones ya deberían haber desaparecido.
—Me la pongo todos los días —protesto.
—Te daré una más potente. —Se vuelve repentinamente hacia su escritorio y anota algo en un papel—. Cuando salgas, dale esto a Jürgen, para que te lo prepare aquí mismo.
Permanezco de pie, en silencio y con las manos cruzadas sobre el vientre.
—Vístete —me dice—. Tienes razón en operarte de esto. Mejorará mucho la línea de la cadera. Te veré mañana temprano, a las siete y media.
De camino a casa, me paro en el supermercado. Saco un plato de brócoli con salmón al vapor de uno de los congeladores. En la sección de lácteos elijo unos yogures y antes de llegar a la caja, cojo un envase de zumo de naranja con pulpa y un paquete de Earl Grey.
Mientras hago cola delante de la caja, mi móvil empieza a sonar.
—¿Claudia? ¿Tienes algo que hacer esta noche?
Es la voz de mi hermana Laura. Tiene veintitrés años, tres menos que yo, y estudia periodismo en Tilburg. Está en el último año de carrera.
—¿Por qué lo preguntas?
Dejo las compras sobre la cinta de la caja rápida. La cajera es una pelirroja de unos cuarenta años que pasa los productos por el escáner sin mirarme.
—Esta noche tenía intención de ir al cine. Estrenan la última de Johnny Depp. Me preguntaba si te apetecería venir conmigo.
—Esta noche no —le contesto.
Advierto la decepción en su voz.
—¿Mañana entonces?
Pienso en el dolor, la hinchazón. Si todo sale bien, mañana a las cinco de la tarde saldré de la clínica embutida en un traje muy ceñido que tiene que conservar mis nuevas formas corporales.
De ningún modo puedo ir al cine. No mañana.
—No puedo —le contesto mientras saco el monedero del bolso—. Esta semana no tengo tiempo… ¿quedamos para la semana que viene?
—¿Tienes que hacer horas extra toda la semana?
Acepto el cambio que me da la cajera y recojo las compras con dificultad, con una sola mano.
—Sí, por desgracia, sí.
No pienso explicárselo: sigue dándome la lata por lo del aumento de pecho, lo considera ridículo. Laura es de esas que no se afeitan las axilas y no llevan sujetador. Un mastodonte de la época prehistórica. Somos hermanas, pero aparte de eso, no tenemos nada en común.
—Nos ha salido un cliente nuevo —le digo rápido—, un despacho de seguros. El lunes, Arnold envió veinticinco mil mailings y casi todos nos han contestado. He tenido que contratar a tres empleados más y aun así, todas las noches nos toca quedarnos hasta las diez para hacer llamadas y planificarlo todo.
No he mentido del todo. Sucedió de verdad, pero hace meses de eso. El resultado fueron doscientos contratos para la nueva compañía de seguros, y sobre todo un montón de horas extra que pude declarar.
—De acuerdo, es una pena —oigo decir a Laura mientras meto la compra en una caja pequeña.
Me remuerde la conciencia.
—¿Y si quedamos para la semana que viene? Podríamos ir a comer a algún sitio, tal vez a ese restaurante japonés que hay junto al mercado. ¿Qué me dices del viernes?
—Sí, el viernes me va bien.
Estaba tumbada en un colchón de gel en la sala de operaciones; era un cálido colchón que se amoldaba a mi cuerpo. No podía apartar los ojos de Richard. Un cubreboca verde le tapaba la parte inferior de la cara y su pelo rubio quedaba oculto debajo de un pañuelo con una especie de estampado de piratas. La vez anterior llevaba un pañuelo rojo. Tiene decenas de pañuelos.
Richard me guiñó un ojo para tranquilizarme mientras Ben Hogendoom, el anestesista, empezaba la cuenta atrás.
Le devolví una sonrisa nerviosa. Eso fue lo último que vi: el guiño de Richard.
Ben me pellizcó el brazo y perdí el conocimiento.
La luz del sol juguetea sobre las sábanas y las paredes con cuadros de flores. La ropa de cama huele a lavanda y está blanca como la nieve. Es como si me despertara de una hibernación y quiero desperezarme, pero al mismo tiempo me doy cuenta de que quizá sea mejor no hacerlo ahora.
Me siento estupendamente, estoy animada. Levanto las sábanas con cuidado y examino el traje negro que envuelve mis nuevas caderas. Por lo pronto no se puede decir gran cosa, pero sé que está bien hecho.
De repente veo a Richard Brüger al pie de la cama. No lo había oído entrar.
—¿Te encuentras bien?
—Genial.
Levanta las mantas y abre con cuidado el traje. Hunde los dedos en mi piel, comprueba los puntos.
—Tiene buen aspecto.
Richard ya no lleva ropa de quirófano, sino un traje azul, con una camisa de color rosa pálido y sin corbata, y el cuello abierto muestra una piel tersa y morena.
No es extraño, pienso aún aturdida por la anestesia, que este hombre tenga tanto éxito en la tele. Richard tiene un programa semanal en el que embellece a famosos y no famosos, y repara los fallos de cirujanos plásticos menos talentosos. El programa, la voz cálida y tranquila de Richard, y su impactante presencia, por decirlo de un modo suave, amén de sus habilidades lo han convertido en el cirujano plástico más famoso de Holanda.
Gracias al programa de televisión, llegué hasta Richard Brüger.
—En lo que a mí respecta, dentro de un par de horas puedes irte a casa —me dice—. Pediré que llamen a alguien para que venga a buscarte.
—No hace falta. Ya cogeré el autobús.
Me mira como si hubiese dado una respuesta equivocada a una pregunta sencilla.
—Ni hablar. Mis pacientes no se van solos a casa justo después de un tratamiento.
—La última vez no hubo problema.
—Entonces permaneciste aquí durante unos días. ¿A quién puedo llamar? ¿A algún familiar, a una amiga?
Niego con la cabeza.
Su expresión se transforma en una mirada perspicaz y penetrante que parece contener una carga eléctrica. Guarda silencio durante unos segundos y luego dice:
—¿No tienes amigos ni familiares?
—Una hermana.
—¿Y no quiere venir a recogerte?
Me encojo de hombros desalentada y aparto la vista.
Él se arremanga un poco la chaqueta y se queda mirando su reloj de pulsera durante un buen rato. Veo por su cara que reflexiona.
—Vives en Breda, ¿no?
—Sí.
—Te llevaré yo. Tengo que ir a Amberes, así que me viene de paso.
Richard sortea el denso tráfico al volante de un coche que seguramente cuesta lo mismo que mi apartamento. Hace un día soleado, con una temperatura de al menos veintidós grados, y las terrazas de los cafés están abarrotadas. Habría disfrutado mucho del paseo en coche y de este trato preferente, de no haber sido por el dolor que he empezado a sentir de repente. Tengo la sensación de que mis caderas están ardiendo. Sin embargo, me lo callo. No quiero echar a perder el momento.
—Gira aquí, a la izquierda —le digo—. Es a la altura de la segunda manzana, y puedes aparcar a la derecha.
Antes de que me dé tiempo de salir del coche, Richard se planta a mi lado y mantiene la portezuela abierta. Me da una mano y me ayuda a levantarme.
—Gracias —le digo dispuesta a marcharme, pero él me retiene.
—Espera un momento.
Me quedo inmóvil durante unos instantes. Si se tratara de otro hombre, yo ya le habría calado las intenciones, con esa mirada y esa postura.
Pero no a Richard Brüger.
—Quiero que vengas conmigo a Berlín —me dice—. Un fin de semana. En cuanto hayan desaparecido los moretones.
—¿A Berlín? —repito, incrédula, al tiempo que advierto que me sonrojo, y de repente me siento tonta y pueblerina.
Él me mira como un padre que contempla los primeros pasos de su hija. Lentamente, empiezo a esbozar una sonrisa.
—Reserva el tercer fin de semana de agosto.
La segunda semana de agosto seguía sin tener noticias de Richard Brüger. Tampoco lo había vuelto a ver, puesto que era su ayudante quien se ocupaba de los controles periódicos. En más de una ocasión estuve a punto de llamar a la clínica para decirle que no podía aceptar su propuesta. Pero cada vez que cogía el teléfono, mis dedos permanecían flotando sobre las teclas, como si se rebelaran. Sencillamente, era incapaz de hacerlo de tanto que lo deseaba.
Y al mismo tiempo me invadía una sensación ominosa: tenía miedo de que sólo fueran figuraciones mías y que, en realidad, Richard no tenía intención de llevarme con él un fin de semana, y temía quedar en ridículo si resultaba que todo había sido un malentendido. No sería la primera vez que me pasaba. No podría vivir con esa vergüenza. No con Richard.
Así que finalmente no llamé.
El vapor de agua entra formando volutas en la habitación del hotel. A través de la mampara de la ducha veo los contornos de Richard.
—¿Te apetece comer? —le oigo gritar.
—Como quieras.
—Pide que nos suban algo.
Cojo el menú de la mesilla de noche y llamo a recepción para que nos suban dos ensaladas con mozzarella y una botella de vino. Como si lo hiciera todos los días. Como si estuviera acostumbrada a pernoctar en hoteles con alfombras tan gruesas y suaves que los dedos de los pies desaparecen en ellas.
No tengo hambre. Estoy demasiado excitada para comer.
Ayer por la tarde, Richard aparcó su BMW en el garaje de este hotel, media hora más tarde entramos en la habitación y aquí seguimos. No tengo ni idea del tiempo que hace fuera y me trae sin cuidado.
Me acaricio los pechos y las caderas. Me gusta mi nuevo cuerpo. Y no sólo a mí. No quiero seguir preguntándome por qué me pasa esto. Por qué me ha elegido precisamente a mí.
Richard vuelve a la cama con una toalla blanca atada alrededor de la cintura. Apoya su cuerpo húmedo contra al mío. Me mira sonriente, observa mi rostro durante un buen rato. Me palpa las cejas con los dedos, las levanta ligeramente.
De pronto, su expresión se endurece y de golpe me siento más desnuda de lo que ya estoy. Como si ya no tuviera una piel que me protegiera, una piel detrás de la cual poder esconderme, como si para él no fuera más que un montón de músculos mal colocados, huesos torcidos y tendones distendidos.
Fallos.
—¿Pasa algo? —le pregunto.
—Cuando volvamos quiero encargarme de tus párpados.
—¿Mis párpados?
En el acto, el cirujano que hay en él desaparece. Me envía una sonrisa arrolladora y me besa en la mejilla.
—Empiezan a colgar un poco —me dice—. Y es demasiado pronto para que eso suceda.
Aparto la vista y no digo nada.
Mis ojos están hinchados y morados. Tengo el aspecto de uno de esos cadáveres anónimos que lleva una semana en el agua y que aparece en Quién sabe dónde. De la piel sobresalen unos hilos finos que me pinchan cada vez que abro los ojos.
Harry me ha llamado muy enfadado. Opina que me tomo demasiados días libres. En la oficina hay un montón de trabajo y debido a mi ausencia, los demás tienen que hacer horas extra.
—Si esto sigue así —me dice—, tú y yo tendremos que hablar seriamente. Esto no puede continuar, Claudia. Justamente ahora que todo iba tan bien.
Le he prometido que la semana que viene volveré al trabajo, y he insistido en que ahora no podía porque estoy realmente enferma. No me ha creído.
Pero no puedo presentarme con esta pinta. Los pechos y las caderas se pueden disimular, pero llevar gafas de sol en la oficina despierta como mínimo sospechas. Y además, me duele. Sólo ahora me doy cuenta de lo mucho que parpadea una persona en un día. Decenas de miles de veces.
Me observo en el espejo de mi cuarto de baño, giro un poco la cara. La diferencia es considerable. Resulta extraño que una tira de piel de medio milímetro pueda cambiar de forma tan radical la expresión del rostro. Richard no se ha limitado a subirme los párpados, sino que además ha elevado un poco las comisuras exteriores de mis ojos, por lo que ahora son almendrados.
Apenas me reconozco.
Benson, mi gato negro de pelo largo, ronronea en mi regazo. Sus uñas entran y salen de sus almohadillas y noto como las vibraciones de su cuerpo recorren mis piernas. En RTL5, Richard le está practicando una reducción y elevación de mamas a un ama de casa con cuatro hijos que pasa de tener unos pechos tristones y colgantes de copa F, a presumir de unos pechos firmes de copa C. La mujer llora de alegría y abraza efusivamente a Richard. Él se deja hacer, un poco incómodo, lo noto. A continuación, se ocupa de una presentadora no demasiado popular a la que practica una corrección de tabique nasal y un implante de barbilla. El resultado es espectacular y sin duda la ayudará a presentar programas de más audiencia. Por último, se encarga de enmendar la chapuza de un cirujano polaco no certificado.
En la pantalla veo a Richard trabajar, una vez lleva un pañuelo amarillo, otra uno a cuadros. En la última lleva el rojo que también se puso durante mi operación de pechos. Aunque sólo sea en la tele, me complace poder verlo.
No hemos quedado hasta dentro de dos semanas. Lo comprendo. Él es un perfeccionista. Por fuerza tiene que dolerle ver mi cara, con esas heridas cicatrizantes.
El sonido del teléfono me retumba en la cabeza. Me despierto de un sobresalto y me incorporo de golpe, aunque tardo unos segundos en percatarme de que me he quedado dormida en el sofá. En la tele veo a Robert Jensen insultando a alguien.
Aparto a Benson de mi regazo y descuelgo el auricular.
—¿Claudia? Soy Laura. Me alegro de que estés es casa. ¿Cómo te encuentras?
—Estupendamente —le miento.
—Pareces desanimada.
—Estaba durmiendo.
—¿Te parece bien que pase mañana? ¿Con René y un amigo suyo?
He aquí una nueva intentona de emparejarme. La enésima. René es el novio de Laura y por mi piso ya han desfilado un buen número de sus impresentables amigotes. A cuál más joven, más grosero y más desaliñado. A Richard no le llegan ni a la suela del zapato.
—Mañana tengo que trabajar —le contesto.
—Mira, eso ya no me lo trago. Asegúrate de estar cuando vayamos. Llegaremos a eso de las siete.
Me entra pánico. No quiero que me vea así, con esos moretones, los ojos a la funerala, como cerrados a puñetazos.
—En tal caso te encontrarás con la puerta cerrada, Laura. ¿A qué viene todo esto?
—Lo sabes muy bien.
Silencio.
Laura está muy preocupada y no puedo reprochárselo. Debido a los tratamientos de los últimos tiempos, el fin de semana en Berlín y otro encuentro que tuve más tarde con Richard, me he visto obligada a cancelar demasiadas citas, o simplemente he hecho como si no estuviera en casa. Es lógico que se preocupe. Hace dos años, yo no estaba del todo bien, y ella teme que sufra una recaída. Pero esta vez no tiene nada que temer. Las cosas van bien. De hecho nunca habían ido tan bien.
Pero no puedo contárselo.
Laura es una joven periodista con prisas. Hinca el diente a sus temas como un pitbull rabioso y seguro que no se guardará para sí mi noticia. A fin de cuentas, Richard no actúa de un modo éticamente correcto. Por muy romántico que me parezca a mí, lo que hace —hablando en plata— es follarse a una de sus pacientes. Eso puede acarrearle problemas. Mejor dicho: le traerá problemas.
Y eso es lo último que quiero.
Tiene que ocurrírseme algo.
—El sábado —me apresuro a decirle—, ¿Qué te parece si el sábado de la semana que viene vamos a Amsterdam o a Amberes? ¿De compras? ¿Sin hombres?
—Es un chico estupendo, Clau. Se llama Michel.
—En estos momentos no quiero ninguna relación, Laura.
—¿Quién habla aquí de tener una relación?
Suspiro.
—Estoy saliendo con alguien.
—¿De verdad? ¡Qué bien! ¿Quién?
—Alguien de la oficina.
—Tráetelo, el sábado.
—Todavía no. Él… Es que es demasiado pronto.
—Está casado —sentencia en tono de reproche.
—No —me oigo mentir a mí misma—. ¡Hay que ver!, ¿cómo se te ocurre? Sólo quiero ir con calma, eso es todo.
—Y mantenerme a mí al margen. Claudia, yo…
Alzo la voz:
—Maldita sea, deja de una vez por todas de meterte en mi vida. Estoy bien, ¿vale? Es más, estoy estupendamente.
Me saltan las lágrimas cuando pronuncio estas últimas palabras. Las suturas tiran un montón y se me hunden en la piel como si fueran agujas.
En la oficina hay un enorme ajetreo. Durante mi ausencia, mis compañeros de trabajo no se han tomado la molestia de responder a las preguntas de los clientes. Se han limitado a anotarlas o imprimirlas, para luego dejarlas sobre mi mesa. Nos falta tiempo para tramitarlas: hay tres personas de guardia y un flujo interminable de llamadas.
De repente, Harry se planta detrás de mí y me pellizca en el hombro.
—Me alegro de que hayas vuelto, Clau.
Asiento distraídamente mientras pulso algunas teclas.
—Espere un momento, por favor —digo al teléfono—. Lo estoy consultando.
—Tienes buen aspecto —oigo decir a Harry a mi espalda—. ¿Te has cambiado el color de pelo? El rubio te queda bien.
—Gracias —le contesto ausente, y luego—: ¿Señora? Gracias por esperar. ¿Puede volver a indicarme su número de póliza?
Detrás de unos ordenadores veo que Jess intenta llamar mi atención. Agita el brazo con fuerza.
—Línea cuatro —me dice su boca en silencio y luego veo que levanta cuatro dedos por si no consigo leerle los labios.
Advierto que la luz de la línea cuatro parpadea.
—¿Me permite un momento? —pregunto y pulso el número cuatro.
—Hola, hermosura. ¿Cómo estás?
Me sonrojo y miro rápido por encima del hombro. Harry se ha ido y está junto a la máquina de café.
—Estupendamente.
En mi panel veo parpadear cinco luces.
—Hoy he estado pensando en ti.
—Y yo en ti.
Me excita oír la voz de Richard aquí, en la oficina, rodeada de mis compañeros de trabajo. Involuntariamente me pongo una mano en el pecho.
—Te tengo reservada una sorpresa. Te iré a buscar mañana por la noche a las ocho.
—No podrá ser —le suelto.
De verdad que no puede ser. Por mucho que quiera ver a Richard, si mañana me escabullera, Harry me enviaría a casa, para siempre. Perdería mi empleo.
—Pues claro que puedes.
La luz del número 4 se apaga. Richard ha cortado la comunicación.
Al día siguiente a las siete y media estoy mirando por la ventana hecha un manojo de nervios. Me he puesto un vestido negro ceñido y muy escotado. Esta tarde he ido a la peluquería y me he pasado más de una hora maquillándome. No he hecho más que dar vueltas delante del espejo. ¿No estoy perdiendo cintura? He hundido la punta de los dedos en las mejillas, me he tirado de la piel en dirección a las orejas. El contraste entre mi nueva mirada y la piel flácida de mis mejillas empieza a ser llamativa. Con un corrector he conseguido camuflar un grano que empezaba a salirme en la frente, pero la fina capa de maquillaje no aguantará eternamente.
A las ocho menos dos minutos, el reluciente BMW de Richard se detiene en el aparcamiento. Cojo el bolso de la mesa, acaricio fugazmente a Benson y salgo corriendo de casa. En el ascensor vuelvo a observar mi reflejo. La iluminación de fluorescente es despiadada y da un tono grisáceo a mi piel. Se me cae el alma a los pies. De repente me invaden las prisas, como Cenicienta en el baile a las doce menos cinco. Después de echarle un último vistazo a mi reflejo en el espejo, salgo fuera.
Richard se acerca a mí. Lleva un esmoquin y vuelve a llamarme la atención que no aparenta en absoluto los cuarenta años que tiene. Observa mi cara con detenimiento, desliza el pulgar por las comisuras de mis ojos y lentamente esboza una sonrisa.
—Ya veo que estás lista.
—¿Qué vamos a hacer?
—Lo verás enseguida.
Laura está sentada frente a mí en un nuevo restaurante japonés. René ha ido a los aseos y estamos esperando a su amigo Michel: mi cita a ciegas. Según Laura, se trata de un estudiante de psicología alto y tremendamente inteligente.
Pero por lo visto no es lo bastante inteligente como para mirar el reloj e interpretar correctamente la posición de las agujas y su relación, pues lleva ya más de veinte minutos de retraso.
—¿No te estarás pasando de rosca con esta nueva manía tuya? Empiezas a parecerte a esa americana tan espantosa, esa… Cómo se llama… Cat Woman.
Me encojo de hombros y tomo un sorbo de vino.
—A mi novio le gusta. Y, por cierto, a mí también.
Laura coge mi mano entre las suyas y me mira con cara de preocupación.
—No tienes ningún novio, Claudia. No son más que figuraciones tuyas. Me preocupas cada vez más. Y dime, ¿cómo pagas todo eso? Respiro hondo, cuento hasta diez y aparto la vista hacia la ventana. Estoy irritada. El agua se desliza como un visillo de la marquesina negra y roja del restaurante para acabar chocando contra el pavimento.
Me he dado por vencida. Un trastorno psicológico típico de las personas cargadas de problemas es que amplifican los de los demás hasta proporciones enormes a fin de que los suyos parezcan menos importantes. A Laura se le ha metido en la cabeza que tengo un problema.
Tengo cada vez más ganas de contárselo. Todo. Lo de Berlín, el mini-lifting con el que me sorprendió Richard la última vez que vino a recogerme, el precioso vestido de noche que me compró y que se ciñe como una segunda piel a mi cuerpo. Eso sí, prefiero callarme lo de mi reducción de labios menores. Pero sobre todo me gustaría contarle lo entusiasmada y excitada que me siento cuando él está conmigo, lo bien que lo pasamos juntos, lo emocionante que es todo. A su lado, los demás palidecen. Vuelvo a tener ganas de vivir, y no siempre ha sido así.
Ayer, en la peluquería, leí un artículo sobre él que decía que Richard Brüger era uno de los pocos personajes televisivos al que nunca se veía con otras mujeres salvo la suya propia, y, por tanto, la conclusión del chupatintas de turno era que Richard era monógamo. Gracias a ello se clasificaba en el cuarto lugar en el Top 10 del buen padre de familia.
¡Si supieran! Sonrío para mis adentros.
—Y bien, ¿cómo lo pagas? —insiste Laura—. Todo eso que te haces tiene que costar una fortuna.
—Lo paga mi novio.
Se reclina en la silla y exhala un profundo suspiro.
—Pues entonces ven alguna vez con ese novio tuyo, si es que existe —me suelta en tono irónico.
Me la quedo mirando. Observo su jersey demasiado ancho, y sé que por debajo de ese jersey, el vello crece como la mala hierba. Observo su mirada de recelo, la piel grisácea de tanto fumar. Siempre se ha sentido superior a mí. Siempre.
Y de repente estoy harta.
No quiero estar aquí. No quiero estar con ella ni con René, su desaliñado novio, que ahora se acerca a nuestra mesa colocado y bebido, ni con Michel, que acaba de entrar y me recuerda a una parodia de dos metros de estatura de Mr. Bean. Dios mío, qué feo es. Incluso Richard tendría que elaborar un plan quinquenal para arreglarlo.
—Me largo —le digo, y sin mirar atrás me dirijo a la salida.
El bosque a nuestro alrededor está oscuro. El BMW está aparcado al final de un camino de arena.
—No quiero, Claudia. Aún no.
—¿Por qué no? Mi hermana cree que no existes. Y hay que admitir que es un poco extraño… Quiero decir… Tú te quieres divorciar, ¿no es cierto?
Richard me lanza una mirada penetrante.
—He dicho que no. ¿Es que no me has entendido?
Aparto la vista y aprieto las manos juntas en el regazo.
—¿Tienes idea de cuánta presión tengo que soportar? —prosigue—. ¿De cómo todo el mundo mira por encima de mi hombro para controlar cada uno de mis movimientos, día tras día?
Cierro los ojos un instante.
—Lo siento —digo en voz baja, aunque no comprendo por qué lo digo: ninguno de sus argumentos es sólido.
Richard se inclina hacia delante. Sus ojos azules escrutan mi rostro.
—Éste es nuestro secreto. De nosotros dos. No lo estropees. —Me agarra por la barbilla y me dice con dureza—: Si lo haces público lo negaré todo. Créeme, lo haré. Y todo habrá acabado. Y puedes estar segura de que me creerán a mí, Clau. No a ti. Me creerán a mí.
Quiero replicar algo, decirle que es absurdo, que es imposible mantener en secreto este tipo de cosas, por mucho que limitemos nuestros encuentros a lugares desiertos, a la clínica después de la hora de cierre y a hoteles en el extranjero. Pero me callo y no digo nada. No comprendo cuál es su problema. Si hubiese sido un único polvo, lo comprendería. Entonces hubiese sido un abuso de confianza, un médico que lo hace con una paciente es algo así como un profesor que lo hace con su alumna. Totalmente inaceptable desde un punto de vista ético.
Pero ahora llevamos cuatro meses de relación y nos vemos casi cada semana. Él mismo me ha dicho que apenas hay nada que lo una a su mujer y que quiere dejarla. Además, la preocupación de Laura por mi salud mental empieza a resultar agobiante y estoy impaciente por ver el estupor en su rostro cuando le presente a Richard.
Richard aparta las manos de mi cara.
—Quítate el vestido.
Miro a mi alrededor. La oscuridad es total. En lo alto, sobre nuestras cabezas, se perfilan unas ramas negras y desnudas sobre un cielo azul oscuro. El viento las mece suavemente.
—¿Aquí? —me oigo gimotear.
El débil resplandor del salpicadero ilumina sus ojos de una forma extraña. Es como si ardieran.
—Sí. Aquí. Quítatelo todo. Todo.
Entre los folletos publicitarios y el mailing de Yves Rocher reconozco de inmediato el papel grueso y verde claro. Saco el sobre de entre los otros mientras empujo la puerta principal con el hombro para entrar.
Benson ha tirado una planta del alféizar. El suelo está cubierto de tierra. Dejo el correo y el bolso con la compra sobre la encimera, y voy a buscar la escoba y el recogedor. Benson gira alrededor de mis piernas y maúlla lastimeramente.
—Eres un granuja, Benson, ¿por qué lo haces? Ahora mismo te daré de comer.
Una vez que lo he recogido todo, he llenado el plato a Benson y me he instalado en el sofá delante del televisor con una taza de té, abro el sobre con dedos temblorosos.
Otra factura de la clínica. Seiscientos euros.
Deslizo los dedos por los labios. Los noto gruesos e insensibles. Anteayer, Richard los rellenó. Me cuesta beber, e incluso hablar me resulta diferente. Como si hubiese ido al dentista y aún estuviera bajo los efectos de la anestesia. Richard me aseguró que esa sensación desaparecería. Y que luego tendré los mismos labios que Angelina Jolie, puesto que mi base es buena.
—Tiene que tratarse de un error de comunicación —me dice Richard observándome con rostro grave al otro lado de la mesa del restaurante.
Entre nosotros titila la luz de una vela. Estamos en Lille, en el norte de Francia, donde Richard participa en un congreso.
—Es un requerimiento de pago, Richard. Tengo diez días para pagar, y sencillamente no puedo. Y no es el primero, la factura para la corrección de los ojos…
—No hace falta que pagues nada.
Consulta su reloj y se alisa distraídamente la corbata.
—Ahora es demasiado tarde para llamar a la clínica. Recuérdamelo mañana. Y no te preocupes. —Con el tenedor coge un trozo de pescado y me lo ofrece—. Come algo. Empiezas a estar delgada.
Me sobresalto. Delgada, ¿es eso malo?
Él sonríe.
—Me llamó la atención la semana pasada. Creo que no comes debidamente. Tus costillas…
Alarga la mano por encima de la mesa y hunde los dedos en la parte inferior de mis costillas.
Me echo atrás.
—Con este vestido se aprecian tus costillas. Sin vestido también. No queda bien. Fastidia.
Toma un bocado de su plato y aparta la mirada. Luego me vuelve a mirar.
—Puedo quitártelas.
—¿Quitar qué?
—Tus costillas flotantes. Siéntate más erguida.
Totalmente desconcertada, separo un poco los brazos del cuerpo.
Él inclina la cabeza hacia un lado y durante un buen rato escanea mi cuerpo. Desliza los pulgares por la tela del vestido y los hunde en mis costillas. Vuelvo a ser una colección de huesos, tendones y músculos. Un saco lleno de imperfecciones.
—Sí —me dice—. Puedo hacerlo. Las dos últimas costillas.
Luego sostiene mi cara entre sus manos y me besa en la boca. Noto el sabor del vino en sus labios.
—Así estarás todavía más guapa, cariño.
Mi boca se seca de golpe y agarro, nerviosa, la servilleta que tengo en el regazo.
—Yo… Yo tengo que ir al baño un momento.
Me levanto murmurando unas disculpas y atravieso los estrechos pasillos hacia el baño que hay en la parte trasera del restaurante.
Una vez dentro, cierro la puerta y me quedo allí de pie. Siento mi corazón latir detrás de mis costillas. Cuando alzo la mirada veo mi asustado reflejo en el espejo. Parezco un ciervo apresado en la luz de unos faros.
En realidad no me hacía falta ninguna blefaroplastia. No creo que la necesitara realmente. La liposucción sí, ésa sí, la mamoplastia también. Pero ¿y el resto?
Trago y me quedo mirándome fijamente. Los ojos almendrados, esa piel tersa sobre los pómulos, los labios gruesos que parecen de goma y cubiertos de lápiz de labios brillante.
Esto no está bien. Esto no está nada bien.
«No quiero que me quiten las costillas.»
Abro la puerta del baño con dedos temblorosos y vuelvo al restaurante.
En la clínica reinan el silencio y la oscuridad. Richard ha aparcado su coche en la parte trasera del edificio, fuera de la vista, y hemos entrado a hurtadillas por la entrada posterior. Hemos subido de puntillas la escalera hasta su despacho, donde ha encendido la luz y hemos hecho el amor en un enorme sofá de estampado oriental.
—No quiero, Richard.
Richard está tumbado a mi lado con la camisa puesta. Su ropa —nuestra ropa— está esparcida por el suelo.
—¿Qué es lo que no quieres?
—Lo de mis costillas. De verdad que no me parece necesario.
Se levanta y recoge su ropa.
—¿Que no es necesario?
—Soy… —Cuando veo cómo me mira, se apodera de mí un sentimiento de inseguridad. Sin embargo, logro decir—: En realidad, a mí me gustan tal como son.
Richard se incorpora y yo lo miro desde abajo.
—Te gustan tal como son —dice con cinismo.
Cuando le contesto, mi voz suena un par de octavas más agudas. Casi chillo.
—Sí.
Me incorporo con cuidado y busco la ropa que he dejado tirada por el suelo.
De repente, me agarra del pelo con la mano. Me empuja bruscamente para tumbarme otra vez en el sofá y me hunde una rodilla en el vientre.
—¿Te gustan tal como son? ¿Te gustan tal como son?
Sus ojos parecen contener una carga eléctrica y le oigo jadear.
—Me haces daño —gimoteo—. Déjame…
El miedo se apodera de mí y me corta la respiración.
Richard acerca su rostro al mío y en voz baja, pero en un tono claramente amenazador, me dice:
—Me trae sin cuidado lo que tú pienses, ¿qué sabes tú de esas cosas? ¿Qué sabes tú de belleza, de perfección absoluta? Te vi entrar en mi consulta, demasiado gorda, asimétrica, como un cuadro de aficionado cargado de buenas intenciones… Ni siquiera sabías dónde estaban tus fallos, no tienes capacidad para verlos. Yo los detecté enseguida…
Durante unos instantes, permanece en silencio, clavándome la mirada y jadeando en mi cara.
—Yo te he hecho, Claudia. ¡Te he hecho!
Hunde la rodilla en mi estómago y siento la bilis subir.
Sin previo aviso, retira la rodilla, pero sigo sin poder respirar tranquila. Sus manos, esas preciosas manos largas y finas de cirujano, se han aferrado a mi pelo como ganchos de metal. Me arrastra hacia el espejo que hay detrás de su escritorio. Me esfuerzo al máximo por mantenerme en pie, pero acabo arrastrándome de rodillas por la alfombra. Intento desesperadamente agarrarme a algo delante de mí, pero mis manos sólo se aferran al vacío. Mis gritos se ahogan en mi garganta, que está totalmente cerrada como si la apretara una cinta de acero.
Casi me hunde la cara en el espejo, noto el cristal frío contra mis pómulos.
—¡Mira! —grita—. Observa en lo que te has convertido. ¡Eres perfecta! Yo te he hecho. Maldita sea.
Bajo los ojos. Las lágrimas me queman, caigo de rodillas.
Richard me suelta el pelo y se coloca detrás de mí.
Me quedo sentada temblando, incapaz de hacer nada. «Tengo que salir de aquí —susurra una voz atemorizada en mi interior—, tengo que salir de su despacho, de la clínica.» Pero estoy casi paralizada de miedo. Cuando por fin logro volver la cabeza hacia él, veo que sostiene un escalpelo. Tiene el rostro crispado en una mueca demencial y sus ojos… Esos ojos. Es la mirada de un loco. Me hipnotizan, me penetran como el fuego y me mantienen clavada en mi lugar. El aire a mi alrededor se enrarece y el entorno, el escritorio, todo se desdibuja hasta convertirse en un conjunto inconexo como en un duermevela, una tierra de nadie, la zona entre realidad y locura.
Entonces, el afilado cuchillo me corta la cara. Sólo advierto el aire que se desplaza y una sensación como si alguien me arañara la cara con la uña. Luego viene la sangre, muchísima sangre.
Sale del corte que se ha abierto a lo largo de mi sien sobre mi mejilla y tiñe mi cara y mi cuello de rojo vivo.
Estoy sentada, tiritando, en el cuarto de baño. El grifo gotea, monótona e incesantemente. El golpeteo en el lavabo me recuerda al lento tictac de un reloj.
Benson araña la puerta y maúlla. Tiene hambre. Su voz suena quejumbrosa y sus arañazos se vuelven cada vez más frenéticos.
Suena el teléfono. Su sonido penetrante resuena en mi piso.
Yo no reacciono. No reacciono ante nada. Me siento totalmente anestesiada.
Horas más tarde me despierto en el suelo del cuarto de baño. Sé que ha amanecido porque la luz del día penetra a través del cristal de la puerta del cuarto de baño. Me levanto con movimientos lentos y vacilantes y me tambaleo hacia el lavabo para cerrar el grifo. El goteo se detiene.
Todos mis músculos están doloridos de las horas que he pasado durmiendo sobre el suelo de baldosas y los cortes me queman la piel hinchada. Apoyo las manos sobre el borde del lavabo y miro fijamente el desagüe, aún anestesiada, como si no estuviera allí. Tengo los ojos hinchados. Masajeo con cuidado mis párpados. No me atrevo a mirarme en el espejo.
Todavía no puedo hacerlo.
Benson sigue mareando para que le dé de comer. Abro la puerta del cuarto de baño y él se apresura a entrar, acaricia mis piernas con la cola alzada. Como si me hubieran programado, voy a la cocina para llenar su plato y veo que su cuenco de agua también está vacío. Saco un paquete de zumo de naranja del frigorífico y me lo llevo a los labios. El líquido ácido me quema la boca y un hilo se escapa afuera a través de la comisura de mis labios puesto que siguen sin haber recuperado la sensibilidad.
Toso y bebo unos cuantos sorbos más de agua del grifo. Después me vuelvo, voy hacia el dormitorio y me miro en el espejo de cuerpo entero.
Observo los arañazos en mi cara y en mis brazos. La sangre se ha secado, es de color rojo pardo y a ambos lados de las precisas incisiones se dibujan hinchazones moradas. Con la punta de los dedos palpo con cuidado las heridas cicatrizantes. Los cortes no son profundos. No hace falta suturarlos, curarán por sí solos. Pero dejarán marca, para siempre, igual que las cicatrices de las operaciones y las cicatrices anteriores. Ya no logro recordar cuándo fue. Quizá no quiera recordarlo. He enterrado el recuerdo.
Cualquier posibilidad de pensar con claridad está revestida por un sentimiento totalmente sordo y surrealista.
Estoy sentada en una sala blanca de cinco por cinco metros. Tengo los tobillos atados a las patas de la silla y las manos esposadas.
Delante de mí veo a Laura. Mi hermana lleva un jersey de color morado, está sentada con las piernas cruzadas y agita sin cesar el pie. Junto a ella hay un hombre de ojos tristes y hundidos en una cara carnosa, se ha peinado el pelo oscuro sobre el cráneo para tapar la calva. Hace apenas un cuarto de hora que ha entrado y se ha presentado, pero ya no recuerdo su nombre. En cualquier caso es de la policía criminal.
A su izquierda hay un hombre joven, de unos treinta años y más o menos de mi estatura, que lleva una bata blanca y tiene una mirada académica en unos ojos pequeños y muy juntos. Parece el más tranquilo de todos.
—Así que dices que las operaciones de cirugía estética se realizaron a petición de Richard Brüger. ¿A iniciativa suya? ¿Y dices que las pagó él? —me pregunta el hombre.
Asiento con un movimiento de la cabeza.
—A excepción de las dos primeras. La… la mamoplastia y la liposucción fueron a petición mía. El resto…
—¿Y cómo explica usted todas esas facturas que su hermana encontró en su piso? —interrumpe el policía—. Facturas de una… —echa un vistazo a una hoja que sostiene en la mano— una blefaroplastia, un mini-lifting, un aumento de labios y… —traga saliva— una reducción de labios menores.
Todos guardan silencio mientras me observan.
—Richard dijo que se trataba de un error de la clínica —les explico en voz baja—. Me aseguró que lo rectificaría.
Me llama la atención lo débil que suena mi voz.
—¿Cuándo lo dijo?
—Lo dijo en diversas ocasiones, por ejemplo cuando estábamos en Lille.
—¿Lille?
—Sí, él tenía que acudir a un congreso y yo le acompañé.
—¿Hay alguien que pueda confirmarlo?
Miro nerviosa a las tres personas sentadas delante de mí. Richard me mantuvo escondida en la habitación del hotel. Salimos a cenar, pero fue en un barrio apartado.
—Quizá… Quizás alguien del hotel… —digo insegura.
El policía coge su bloc de notas y mantiene un bolígrafo sobre el papel.
—¿Cómo se llamaba ese hotel?
No aparto los ojos del suelo.
—No… No me acuerdo.
El policía deja su bloc de notas y prosigue:
—Ha transferido usted en varias ocasiones una suma considerable a la clínica del señor Brüger. Un dinero para el cual ha contratado diversos préstamos con entidades de crédito, a través de internet.
—Sí —contesto en voz baja—. Es cierto. La mamoplastia y la liposucción. Las pagué yo. Las operaciones que me hicieron después me las iba a pagar Richard. Eran regalos…
El policía y el psiquiatra me observan impasibles. Mi hermana tose y cambia de postura en la silla.
—Su hermana ha hablado con Harry van Boven, su antiguo jefe. Según él, un buen día dejó usted de acudir al trabajo. ¿Puede explicarnos por qué?
—Fue por Richard —le contesto—. Me llamó al trabajo y me pidió que me reuniera con él aquella noche, por eso tenía que salir antes del trabajo y Harry no estaba de acuerdo en dejarme marchar. Así que al día siguiente no fui a trabajar.
El policía enarca las cejas. Intercambia una mirada de complicidad con mi hermana, que parece sentirse incómoda en la silla, y cambia de posición al tiempo que aparta la vista y mira afuera.
—Cuando dice Richard, ¿se refiere usted al señor Richard Brüger?
Asiento en silencio.
El policía vuelve a lanzarme una mirada penetrante.
—¿Está usted segura de eso?
—Sí. Muy segura.
El policía se pasa la mano por la nariz y se inclina un poco hacia delante.
—Esto es en efecto lo que le contó usted ayer a mi compañero. Por tal motivo, esta mañana he llamado a su oficina. Todas las llamadas de teléfono de la oficina quedan registradas, incluidos los nombres de las personas que llaman, así como la fecha y la hora, quién acepta la llamada, el tenor de la conversación y la duración de la misma. —Hace una pausa y luego añade—: En la lista no aparece ningún Richard Brüger. No ha llamado nunca a la empresa donde trabajaba usted.
—¡Claro que no! —exclamo—. No pensará que iba a llamar dando su verdadero nombre, no es tonto. Está casado y…
—Y luego la despidieron por negarse a realizar su trabajo, no presentó usted ninguna solicitud para conseguir un subsidio de desempleo ni se tomó la molestia de inscribirse en la oficina de empleo.
—No se me ocurrió hacerlo —replico débilmente.
Veo que la mano de Laura agarra cada dos por tres el bolso donde tiene los cigarrillos, luego mira el letrero de «PROHIBIDO FUMAR» y cruza las manos sobre los muslos en una postura incómoda.
—Claudia —me dice el psiquiatra—, explícanos de dónde salen esas heridas que tienes en todo el cuerpo. No puede habértelas hecho Richard Brüger, ya que aquella noche ni siquiera estaba en Holanda. Si te las has hecho tú misma, no pasa nada, mucha gente lo hace. Puede deberse a todo tipo de causas, y podríamos intentar averiguarlas juntos.
Intento levantarme pero las esposas me lo impiden.
—Es imposible que Richard estuviera en el extranjero, porque estaba en su propia clínica. Estábamos juntos. ¡Escúcheme!
Sacudo la cabeza con violencia. Maldita sea, creen que estoy loca.
—¡No me las he hecho yo!
—Las cicatrices que tienes en los brazos y en el vientre —prosigue el psiquiatra, imperturbable— son viejas heridas. ¿Cómo te las hiciste?
—Las hizo… Las…
—¿Cuándo fue eso?
—No me acuerdo.
Agacho la cabeza.
—¿Puede explicarnos otra vez por qué, en su opinión, Richard Brüger se enfadó con usted? —pregunta el policía.
Alzo la vista.
—Quería extraerme las costillas flotantes. Le molestaban. Pero yo no quería, y perdió los estribos.
El policía levanta la vista e intercambia una mirada elocuente con el psiquiatra.
—Según ha declarado Brüger, la señora acudió la semana pasada a la clínica para una consulta, quería que le extrajeran las costillas flotantes. El señor Brüger afirma haberse negado a realizar esa operación. Por un lado porque le parecía éticamente injustificable y no estaba dispuesto a respaldar semejante intervención. Por otro, porque todavía quedaban facturas pendientes de pago.
El policía me vuelve a mirar.
—Los recortes que encontramos en su piso, sobre el señor Richard Brüger… ¿Se trata de una afición suya?
—¿A qué se refiere? —le pregunto.
Apoya las manos a ambos lados de la nariz como si reflexionara.
—Los recortes de periódico que su hermana encontró junto a su ordenador. Algunos están colgados en la pared de su dormitorio. Hay fotos de Richard Brüger y de su esposa en Berlín, y una del señor Brüger en Lille… ¿No le parece mucha casualidad que sean precisamente los sitios donde usted dice haber estado con el señor Brüger?
De repente me acuerdo de los recortes. Tiene razón. He recortado y colgado todo lo que he encontrado sobre Richard Brüger o lo he colocado junto a mi ordenador. ¿Es eso extraño? No, claro que no. Pero aun así… Me siento confusa, niego con la cabeza y miro a Laura. Al psiquiatra y al policía.
Ya no sé qué pensar. Me siento cansada.
De repente, Laura se inclina hacia delante. Carraspea hasta conseguir que todos le prestemos atención.
—Hace dos años, Claudia se presentó una noche completamente desquiciada en mi casa. Tenía heridas, incisiones recientes. La llevé al hospital para que le dieran puntos. Aseguraba que su novio le había provocado esas heridas porque estaba harto de ella. El hospital llamó a la policía, que se tomó muy en serio su caso. A la postre se evidenció que aquel hombre no sabía nada de lo sucedido. Tenía mujer y tres hijos, y sólo conocía a Claudia superficialmente de cuando salían con amigos comunes.
Laura evita mirarme a los ojos. Su voz baja una octava y empieza a susurrar, como si quisiera dejarme al margen. Como si yo ni siquiera estuviera en la habitación.
—Se las había hecho ella misma. Vivía en un mundo de fantasía en el que mantenía una relación con él. A veces lo seguía y sabía exactamente dónde iba a comer, dónde pasaba las vacaciones, etcétera. Estuvo ingresada, durante seis meses… Y ahora… —De pronto me mira directamente a los ojos—. No me perdono el no haber intervenido antes.
Ya no sé qué decir, hacer o pensar, y me limito a devolverles una mirada inexpresiva.
—¿Te acuerdas, Clau? —me pregunta Laura mientras me coge las manos.
Empiezo a sollozar lentamente. Las lágrimas corren por mis mejillas.
—Sí —le contesto, con voz tan débil que parece un sollozo.
El policía se levanta, se despide de todos y sale de la habitación.
Laura me aprieta las manos y se levanta.
—Hasta mañana —me dice—. Ánimos.
Después entra un hombre vestido de blanco que me suelta las esposas y saca todas las sillas de la habitación. Ahora sólo queda un sitio para sentarse. Un catre contra la pared. Oigo como el psiquiatra y el hombre de blanco cierran la puerta tras de sí.
Durante mucho tiempo permanezco inmóvil. Escucho los pájaros que hay fuera. El zumbido del aire acondicionado. Pisadas en el pasillo.
Por fin susurro:
—¿Quién está loco aquí, Richard Brüger?