PALABRAS PARA UNA MUERTA (Nicci French)
—¿Te vas a poner eso de verdad? —preguntó Mattie.
—¿No te gusta?
—Es un poco negro.
—Es totalmente negro.
—¿No crees que es demasiado fúnebre?
Me miré la corbata.
—Es un acto conmemorativo —dije—. Intento mostrar respeto.
—Es una celebración de su vida.
—Suena como si estuvieras hablando sobre una mujer de noventa y cinco años que hubiera muerto durmiendo al final de una vida larga y feliz. Lisa se suicidó antes de los treinta.
—No se suicidó.
—Supuestamente —dije.
—Se cayó —dijo Mattie. Me miró como un profesor que tiene que deletrear las palabras a un alumno corto de entendederas—. Ese día, aquel sitio era peligroso a causa de la lluvia. Nunca debería haber ido allí sola. ¿Por qué demonios hubiera querido matarse?
—Hemos de tener una conversación sobre esto —dije.
—Ya estamos teniendo una conversación sobre esto.
—Muy bien —dije—. Estaba pasando, por una época difícil. No creo que nunca hubiera imaginado que Nigel la iba a dejar; siempre creyó que sería ella quien lo haría. ¿Cómo estaba cuando la veías durante los últimos meses? ¿Parecía un poco tensa?
—No lo sé —dijo Mattie—. Apenas me contaba nada.
No quería que quedara así.
—No, en serio —insistí—, ¿qué te pareció?
—Incómoda, tal vez —dijo Mattie—. Pero no había nada que pudiera hacer que ella…, bien, que ella cometiera una estupidez.
—Entonces ¿qué debería ponerme?
—Imagina que vas a una fiesta —dijo ella—. Y bájalo un poco de tono.
No me costó mucho, y después de que Mattie me evaluara y diera su aprobación me senté en la cama y contemplé a mi mujer mientras emprendía el largo y elaborado proceso de arreglarse. Entretanto, mi mente empezó a divagar y llevé a cabo un experimento imaginario. Intenté recordar, y también sentir, qué sensaciones tuve cuando la vi desnuda por primera vez. Hubo algo casi formal en ese momento. Mattie y yo acabábamos de salir de relaciones bastante largas y nos presentaron unos amigos. No fue como un relámpago pero, de algún modo, los dos fuimos conscientes al mismo tiempo de que estábamos listos para echar raíces y que habíamos encontrado a la persona adecuada para ello. Acordamos un par de citas para tomar algo, vimos una película, coqueteamos un poco. Vino a casa a tomar café, nos sentamos en el sofá, me incliné hacia ella, la besé, la conduje al dormitorio y eso fue todo. Después me dijo: «Me estaba preguntando cuándo ibas a hacer el primer movimiento».
Hacer el primer movimiento. Sonaba un poco militar. O como un acuerdo comercial aceptado por dos equipos directivos. Pero, aun así, cuando se desabrochó el sujetador y sus braguitas se deslizaron hasta el suelo, sentí una punzada de placer en mi pecho, que volví a sentir a la mañana siguiente cuando la vi salir de la cama y se vistió. De eso hacía tres años. No, cuatro.
A Lisa la conocí poco después, cuando Mattie me llevó de gira entre sus amigos para mostrar su nueva «adquisición» o, quizá, para conseguir su aprobación. Salimos a tomar algo una gloriosa tarde de verano, dos parejas agradables, Mattie y yo y Lisa y Nigel. Casi al final de la velada, Lisa me sonrió, alzó el vaso y brindó: «Bien hecho, Mattie». Después, Mattie y yo hablamos con cierta suficiencia de que Lisa y Nigel claramente no estaban hechos el uno para el otro, de que él siempre intentaba complacerla y ella siempre lo menospreciaba. Eso es lo que más une a las parejas por encima de cualquier otra cosa: criticar a tus amigos.
Así, mientras observaba como se vestía Mattie, intenté revivir parte de ese sentimiento pero, con leve e indiferente curiosidad, descubrí que no podía. No era como observar a una extraña vistiéndose, ya que ver a una desconocida en ese trance tendría la excitación de la falta de familiaridad. Era más bien como la experiencia de ver a una extraña fregar los platos. Se puso un vestido ancho, el mismo que acostumbraba a ponerse esa temporada para las ocasiones especiales y las comidas fuera de casa, y advertí que pronto el bombo sería demasiado voluminoso para que pudiera ponérselo.
Cuando hubo terminado con todo —vestido, maquillaje, abrocharse un collar sin mi ayuda— se examinó en el espejo. Se volvió hacia mí, frunciendo los labios de la forma en que lo hacen las mujeres cuando se van a poner pintalabios.
—¿Qué tal?
—Bien —dije.
—No es muy expresivo.
—Perdona —contesté—. Estás guapa, realmente encantadora.
—Gracias —dijo ella.
Mientras se ponía el abrigo, se acordó de algo.
—Hace años, hubiera dicho que Lisa era mi mejor amiga. Ahora no estoy tan segura. Traté de ayudarla después de lo de Nigel, pero creo que durante el último año o los dos últimos nos alejamos. Triste, ¿no?
—Realmente triste —dije.
Entramos en el coche y tras recorrer unos tres kilómetros, una distancia suficiente como para no volver, Mattie me miró y dijo:
—¿Por qué has escogido esta corbata?
—¿No te gusta? Es demasiado tarde para cambiarla.
—Es sólo curiosidad.
—Asociaciones personales —dije.
—¿De qué demonios estás hablando?
—Sólo estaba bromeando.
Lisa, que tanto se preciaba de tener diferentes compartimentos secretos en su vida, estaría consternada: toda su vida reunida y emplazada estaba bajo aquel mismo techo, como una línea temporal de los años que había vivido. Una línea corta, sin embargo; de muy pocos años. Casi todos los asistentes eran jóvenes que rondaban la edad de Lisa y los rostros de muchos de ellos mostraban una expresión de perplejidad ansiosa, porque era la primera de ellos que había desaparecido y porque su repentina muerte les había impactado, recordándoles su propia y aterradora precariedad. Había un par de amigos de su infancia —una de ellas mi mujer, por supuesto—, de cuando Lisa era una niña desdentada y regordeta con coletas y una tremenda determinación. Había gente con la que Lisa había mantenido el contacto desde secundaria, sentados juntos al final de la sala, preparados con pañuelos de papel en las manos. Había amigos de la universidad, colegas del trabajo, miembros de la clase de yoga a la que se unió varios años antes. Reconocí algunas de las caras, otras supuse de quién eran, recordando historias que me había contado e intentando que cada pieza encajara en el rompecabezas.
Su familia ocupaba las primeras posiciones. Les conocía, por supuesto, aunque no muy bien. Había coincidido con ellos en reuniones y celebraciones. Eran el tipo de conocidos de los que piensas que cualquier día pueden convertirse en amigos. Sus hermanos mayores, Luke y Ronan, estaban acompañados de sus esposas y de sus hijos. Lisa había sido la pequeña de la familia, el error, como solía señalar. Sus hermanos tenían nueve y siete años cuando ella nació, y habían tratado a su hermana pequeña con una mezcla de condescendencia y protección, cada vez que se acordaban de su existencia. Sus padres tenían treinta y tantos años cuando nació. Miré a Jim y María Cornwell, que estaban de pie en la parte delantera de la sala. Siempre había pensado que los Cornwell tenían un aspecto juvenil impropio de su edad, pero ahora parecían años, incluso décadas, más viejos, mortificados y vencidos por el dolor. Jim parecía encorvado, embutido en un abrigo aunque hacía un templado día de primavera. Su cara estaba hundida, con los pómulos sobresalientes y la nariz picuda. María llevaba un amplio vestido marrón y zapatos planos como si estuviera intentando esconderse dentro de sus ropas. «Siempre fue un poco coqueta», dijo Lisa de ella una vez, pero María parecía que se había confinado en sí misma. Su espíritu optimista se había derrumbado. Nadie debería tener que enterrar a sus hijos. Ésas habían sido las palabras que Mattie había pronunciado cuando volvió del funeral de Lisa en aquel crudo, frío, día de marzo. Recuerdo como se inclinó hacia mí en la cocina sollozando de un modo que no había sido capaz durante el servicio y yo le acaricié su brillante pelo castaño, besé su cara bañada en lágrimas y murmuré palabras sin sentido para consolarla. No asistí al funeral porque los Cornwell sólo querían que fuera un pequeño grupo de amigos. Supuse que invitaron a Mattie porque ella representaba el pasado de su hija. Habían pintado juntas con las manos, brincado en el césped de la escuela, saltado dentro de los charcos con botas Wellington. Me pregunté si cuando sus padres la enterraron, la imaginaban cómo era cuando murió, la feroz y divertida mujer de veintinueve años, o si recordaban las versiones de ella: la niña pequeña recia y gruñona; la chica rebelde y marginal; la adolescente que de repente floreció con su peculiar encanto.
Fueron sus hermanos quienes insistieron en que se celebrara un acto en conmemoración a ella. Ellos se encargaron de todo, especialmente Ronan, que lo había organizado con el celo de un hombre incapaz de enfrentarse a lo que había pasado. ¿Pensaba tal vez que con las canciones, discursos y recuerdos santificados podía tapar la ausencia de Lisa, su silencio inquebrantable? Sus padres no iban a decir nada, pero los dos hermanos se proponían rendirle varios homenajes, incluso Mattie se había prestado a leer un breve poema. Había estado ensayando durante semanas delante del espejo del baño, leyendo los versos con voz ferviente.
El centro social del pueblo estaba cerca de la escuela de primaria donde habían ido Mattie y Lisa. Parecía demasiado iluminado y funcional para un acto de ese relieve. Había un pequeño escenario frente a las hileras de sillas de plástico dispuestas. Ahí se celebraban las representaciones de Navidad, los conciertos de la escuela, el bingo, las noches de concursos, las sesiones de disco sin alcohol para los treceañeros… Ronan había colgado fotografías de Lisa en los tablones de anuncios tapando las noticias locales: miraras donde mirases podías verla devolviéndote la mirada. Ella no solía sonreír en las fotografías, pero estaba sonriente en la imagen que había montada en un gran caballete en el escenario; ligeramente desenfocada por la ampliación. «Lisa Cornwell, 1980 - 2009», podía leerse al pie en letras negritas. Era una fotografía reciente y llevaba el cabello corto. Parecía un duendecillo, un elfo. Ridículamente viva. Aparté la vista de aquella imagen.
Estaban llegando las últimas personas a la sala, abriéndose paso hacia los sitios vacíos. El local estaba a rebosar, sólo las dos primeras filas estaban casi vacías. La gente no quería llamar la atención o estar demasiado expuesta, como los empollones delante de la clase.
Mia, la mejor amiga de Lisa, estaba sentada allí, rodeada de sillas vacías. En el otro extremo de la hilera estaba la abuela de Lisa, una pequeña y anciana figura. Finalmente, Jim y María se sentaron, seguidos de sus nueras y de sus nietos. Ronan y Luke se quedaron de pie en la parte delantera. Ronan alzó una mano. Todos cesaron sus conversaciones en susurros. Se escuchó el ruido de una silla al moverse y varias personas tosieron para aclararse la garganta. Luego, la sala se sumió en el silencio. Mattie me cogió de la mano y apreté sus dedos para tranquilizarla.
—Hola —dijo Ronan. Su voz era áspera y se aclaró la garganta nerviosamente. No estaba habituado a hablar en público—. Os agradezco a todos vuestra presencia. Sé lo mucho que esto significaría para Lisa, si aún estuviera aquí para verlo. Es un gran consuelo para su familia saber lo mucho que era amada. Umm… —Sacó un pedazo de papel del bolsillo de su chaqueta y le echó un vistazo. Vi que sus manos temblaban—. Esto no es un funeral, es un acto conmemorativo. Queremos rendirle tributo a Lisa y recordar su vida, que, aunque corta, fue rica y plena. Sé que los aquí presentes tendréis vuestros recuerdos de ella y me gustaría que todos pudiéramos hablar. Espero que las personas que digan algunas palabras nos representen de alguna manera a todos los que estamos en esta sala.
Cambió de posición e, inquieto, miró el papel de nuevo, levantó la cabeza. Cuando habló, había cambiado el registro: éste era su propio tributo.
—Sólo voy a decir unas pocas palabras antes de ceder la palabra a otras personas. Yo tenía nueve años cuando Lisa nació. Recuerdo cuando mi madre la trajo a casa del hospital. Recuerdo cuando la cogí en brazos por primera vez y pensé que era pequeña, arrugada y tenía la cara roja. En secreto, pensé que era muy fea, aunque, por supuesto, no lo dije en voz alta. —Rió, más que una risa fue un ruego, y un indeciso intento de risas ahogadas corrió por la sala—. Era mi amada hermana pequeña, la benjamina de la familia. Me gusta pensar que cuidé de ella lo mejor que pude, aunque por el hecho de estar hoy aquí me resulta imposible no pensar que no cuidé de ella lo suficientemente bien. —Vi como sus ojos se nublaban un instante al encarar sus acumulativas dobles negaciones. ¿Era eso lo que quería decir?—. Le enseñé a montar en bicicleta. Le enseñé a jugar al fútbol en el jardín trasero. Luke también, por supuesto. Ella era el placador más sucio con el que me he cruzado nunca. Solía ir cubierto de cardenales. Creo recordar que ayudé a mamá a enseñarle a leer. Era capaz de leer antes de ir a la escuela y me gusta pensar que tuve algo que ver con eso.
Alguien dijo una vez que en los funerales la gente se elogia a sí misma, no al que ha muerto. Miré a Mattie, pero ella estaba mirando hacia delante, embelesada, y de repente se me ocurrió que la única persona que hubiera entendido lo que pensaba era la única persona que no podía estar aquí.
—Cuando meditaba sobre lo que iba a decir hoy —continuó Ronan, con la voz más grave y solemne—, intenté pensar en palabras que pudieran describirla. Todos sabemos que era inteligente y hermosa y amable —¿lo sabíamos? ¿lo sabíamos de verdad, Ronan?—, pero la palabra que me salió para definir a Lisa fue franca. Ella no disimulaba. Decía lo que pensaba y mostraba cómo se sentía y me gustaría pensar que aunque, por supuesto, hay aspectos de su vida que desconozco, no tenía secretos de verdad para mí, de la misma forma que yo no los tenía para ella.
Miré la cara de Ronan cuando dijo eso. Su rostro estaba impregnado de sinceridad y su voz era imperceptiblemente temblorosa. Pensé en el tono ligeramente sarcástico que Lisa adoptaba cuando mencionaba a Ronan, los ojos en blanco, casi pude oírla decir: «Es tan jodidamente pomposo».
—Me gustaría pensar —estaba diciendo Ronan—, que si Lisa hubiera tenido alguna vez un problema hubiera recurrido a mí o a Luke o a nuestros padres. Porque, pasara lo que pasase o a pesar de nuestras diferencias, siempre estábamos cerca el uno del otro, éramos leales, y ella sabía que la apoyaríamos a las duras y a las maduras. A las duras y a las maduras —repitió. Se secó la frente con el dorso de la mano. Vi lágrimas en sus ojos—. Era mi hermana pequeña —siguió, estoy seguro de que se estaba saliendo del guión y que empezaban a aflorar rasgos de auténtica desesperación—. Estaba sólo al principio de todo. Era feliz. Lo era. Es un error. No tendría que estar muerta. Lo siento tanto. Te echaremos de menos, Lisa. —Levantó los ojos como si ella estuviera suspendida en el aire sobre nosotros, mirando hacia esa variopinta congregación—. Lo siento mucho.
Con estas palabras, bajó a trompicones del escenario. Su mujer extendió una mano y él la agarró y se dejó caer pesadamente en la silla. Las lágrimas surcaban su rostro. Detrás de mí, Mattie soltó un suave suspiro de pena y miré el perfil de su cara. Mattie siempre piensa lo mejor de todo el mundo; es una de las razones por las que me enamoré de ella. Se creía capaz de convertirme en una persona mejor, alguien menos cínico y más comprensivo. Debió de notar que la miraba porque se giró y me dedicó una sonrisa rápida antes de volverse para mirar a Mia, quien se había puesto de pie y estaba caminando hacia el estrado. Se detuvo un momento, de espaldas al público, para contemplar el retrato de su amiga. Luego se dio la vuelta y cogió un trozo de papel de su bolsillo, lo desdobló y empezó a leer. En cierta medida interpretó el papel de una escolar que estuviera leyendo a regañadientes sus deberes en clase. Un desconocido que la oyera nunca hubiera imaginado que, en compañía, con una bebida en la mano, Mia era una víbora chismosa con un maravilloso sentido del humor y un don para las imitaciones levemente crueles. Lo interesante hubiera sido tener un informe sin censura de lo que ella y Lisa habían hecho cuando eran jóvenes. Sobre esos años, sólo había oído de boca de Mattie tentadoras insinuaciones porque mi mujer no creía que mi interés en su historial sexual fuera completamente sano. Lo que había oído sugería que las tres habían vivido una época interesante y exuberante durante sus años de juventud, pero lo que en verdad la hacía interesante no era, probablemente, el tipo de cosas de las que hablarías con los padres de Lisa, sentados en los primeros bancos con expresión pétrea y desconsolada.
El resultado era que a medida que Mia avanzaba en su discurso, te iba contando casi todo lo que no querías saber sobre ella y casi nada de lo que querías conocer. Sonaba más como un informe para una solicitud de trabajo que el resumen de una vida. Habló sobre su sentido del humor sin dar ningún ejemplo de él. En su disculpa, hay que reconocer que hubiera sido difícil evocarlo para todos aquellos que no conocían a Lisa. Ella, en realidad, no contaba chistes o anécdotas. Había algo en su sarcasmo de tono levemente adusto que simplemente hacía que las cosas parecieran cómicas. Mia habló de su amplia gama de intereses sin identificarlos. Contó que le gustaba el arte, la música y pasear. ¿Quién está en contra del arte, de la música y de los paseos?
La parte más bonita fue cuando habló sobre el gato que Lisa había tenido cuando era jovencita, de como solía dormir en su cama y acostumbraba colgarse de su cuello, las patas delanteras en un hombro y las traseras en el otro, con el cuerpo doblado en torno a su nuca. Luego inició una extensa comparación según la cual Lisa era ella misma como un gato y que le gustaba enroscarse en la cama o frente al fuego. Pero el símil fue demasiado lejos: su expresión era como la de un gato, se movía como un gato. Esperaba que dijera que maullaba como un gato y que traía pajaritos muertos a la casa como un gato.
De hecho, Lisa no había sido realmente como un gato, pensé, o al menos no uno doméstico, el reconfortante michi que Mia tenía en mente, que permanecía tumbado durante horas en un pedazo de sol o se sentaba en tu regazo y ronroneaba, arqueando la espalda de placer cuando le rascabas la barbilla. Era cierto que Lisa poseía una especie de ágil delicadeza. La recordé andando por la tabla resbaladiza que vadeaba un río crecido, avanzando paso a paso con gracia sin hacer caso del riesgo, sin dudar ni un instante. Recordé también cómo había mirado hacia atrás sobre su hombro, como retándome: hazlo. Me tambaleé detrás de ella, torpe y lento, y casi tropiezo. «El miedo te hace caer —había dicho cuando alcancé la otra orilla—. Si no tienes miedo, es fácil.» ¿Había estado asustada aquel día en el acantilado? No había sido como un gato entonces, ágil sobre el precipicio. Si Lisa fue como un gato, pensé, era uno salvaje, un lince o un leopardo. La imaginé tumbada esperando con paciencia calculada, la cola agitándose levemente, lista para saltar. Si eras la presa que había escogido, no tenías escapatoria.
Estaba tan absorto en mis pensamientos que la mayor parte del resto del discurso de Mia me entró por un oído y me salió por el otro sin que me enterara de lo que estaba diciendo. Apenas unos pequeños fragmentos captaron mi atención: una historia acerca de unas vacaciones que habían pasado juntas, que por casualidad sabía que habían terminado en desastre cuando Lisa se ligó al chico que le gustaba a Mia, y algo sobre una fiesta compartida de cumpleaños a los dieciséis años. Imaginé a Lisa con dieciséis años, núbil y con las piernas largas, y por un momento sentí un dolor en el pecho que me hizo soltar un audible grito ahogado. Mattie me miró, con la cara enternecida. Cogió mi mano y la puso sobre su redondo vientre. Palabra que sentí palpitar la vida allí. Esperé varios minutos antes de apartar mi mano.
Presté más atención hacia el final, sin embargo, o al menos a lo que imaginé que debía de ser el final. Mia había empezado a leer la tercera hoja de papel.
—Siempre pienso en Lisa como una persona feliz —continuó—. Siempre era el alma de la fiesta. —«El alma de la fiesta», me dije, ¿no podía haber pensado en algo más original?»—. Ella siempre estuvo allí cuando la necesité. —idem—. Hace tres años, cuando su relación con Chris terminó de pronto, fue un duro golpe para ella. Todos sus amigos se volcaron en Lisa, y yo espero que fuera capaz de ser para ella lo que ella había sido tan a menudo para mí. Su vida en los dos últimos años fue un poco como una montaña rusa emocional. Tuvo un año difícil, pero luego las cosas cambiaron, lo superó y en su último año estaba más feliz de lo que la había visto nunca. Había un nuevo brío en su paso, un nuevo brillo en sus ojos. Recuerdo que le dije: «Lo has superado», y ella me miró con esa expresión un tanto irónica que a veces mostraba. En otra ocasión le dije: «Lisa, ya conoces el dicho: lo que no te mata te fortalece», y me contestó que dudaba que eso tuviera una sólida base científica. Ésa era la clase de sentido del humor de Lisa.
»En el último año de su vida, todavía hubo altibajos. Algunas veces quedábamos para tomar algo y parecía distraída o un poco deprimida. Tenía la sensación de que se había vuelto más reservada con sus emociones, con su vida privada, después de que le fuera tan mal. Creo que podía ser un caso de “gato escaldado del agua fría huye”. En ocasiones, cuando intentaba tomarle el pelo y le preguntaba por su vida amorosa, me contestaba que me metiera en mis asuntos o alguna expresión similar.
»Creo que ella se volvió más autónoma en el último año o los últimos dos años. Para volver al símil del gato, ella se había convertido en el gato que anda por su cuenta. Eso no significaba que no pasara tiempo con sus amigos. Nada de eso, pero acostumbraba a salir más sola, paseaba sola. Hay algo trágicamente significativo en que haya muerto a resultas de una caída mientras paseaba por el sendero del acantilado que tanto amaba. Creo que es la muerte que hubiera escogido, si no es inapropiado decir eso de alguien que ha muerto tan joven. —Hubo una pausa y por los ojos de Mia cruzó una mirada de alarma—. No quiero decir que la escogió, por supuesto —añadió rápidamente—. Fue un accidente trágico, ciertamente. Todo el mundo sabe lo resbaladizo que es ese camino, sobre todo después de que haya llovido. —Miró hacia abajo, a su hoja de papel, intentando encontrar el punto—. Pero aunque ella pasó una mala racha, creo que la había superado, lo que hace su pérdida aún más trágica. La última vez que vi a Lisa sentí una nueva fuerza en ella. Tomamos algo y ella estuvo hablando de forma positiva sobre la vida. Tuve la sensación de que era una mujer que sabía qué hacer y que lo iba a hacer.
«Esto parece bastante perspicaz —pensé—. Ahora vamos a entrar en el meollo de la cuestión.»
Mia tosió. Empezaba a tener problemas para mantener la voz firme.
—Me gustaría concluir diciendo que cuando miro hacia atrás en la vida de Lisa, pienso en ella como una adulta y, también, como una niña, pero principalmente pienso en ella como en una chica de quince o dieciséis años, joven, hermosa y un poco traviesa, rompiendo corazones y quebrantando las normas. Adiós, Lisa, te echaré de menos.
Las últimas palabras casi no se entendieron cuando la voz de Mia se quebró y se frotó la cara con delicadeza y pasó un dedo en semicírculo bajo cada uno de sus ojos para enjugarse las lágrimas, supongo que intentando no estropear el maquillaje. Evidentemente, había terminado su charla, pero permaneció donde estaba.
—Ahora habrá un poco de música. Esta era una de las canciones favoritas de Lisa.
Se oyó un fuerte clic y la música empezó, demasiado alta al principio, por lo que tuvieron que bajar el volumen. La canción era una especie de balada en la que un hombre con una voz quejumbrosa cantaba sobre que te amo tanto, tanto, tanto, que creo que voy a morir… iiiir… iiiir. Le acompañaba una guitarra. Podía ser James Blunt o Tom McRae o Damien Rice o alguien completamente diferente del que nunca había oído hablar. ¿Era ésta realmente su canción preferida? Intenté captar algo que pudiera hacerla especial pero no pude. Quizás estaba asociada con una etapa concreta de su vida. Dicen que la música es capaz de eso. No en mi caso. Mientras la canción sonaba, mi atención se dispersó y empecé a pensar en cómo me gustaría que fuera mi propio servicio conmemorativo. ¿Querría algo como esto? ¿Unos cuantos tributos pobremente escritos, algunos fragmentos de poesía, un par de piezas musicales transmitidas por un altavoz chisporroteante? De repente, una ceremonia religiosa parecía mejor, con reglas fijas y sin espacio para las contribuciones espontáneas. Preferiblemente, en algún idioma extranjero, ruso o urdu. Mi cuerpo podría ser donado para que los estudiantes de medicina pudieran pincharlo y reírse tontamente de él.
La canción terminó y hubo un ruido de sillas que se arrastraban mientras aguardábamos expectantes a ver qué iba a pasar ahora. Miré a mi alrededor y vi que a Mattie le rodaban lágrimas por las mejillas. Puse una mano en su hombro y ella ladeó la cabeza de forma que su húmeda mejilla se posó en mis dedos.
—Somos muy afortunados, ¿no es verdad? —susurró—. Nos tenemos el uno al otro y ahora tenemos esta vida nueva —dijo con la mano en su vientre—, pero la pobre Lisa… Solía pensar que, de todos nosotros, ella sería la más feliz y la que tendría más éxito. Estaba casi celosa de ella. ¿No es terrible?
—Está bien —dije en voz baja—. No te atormentes.
—Me sigo preguntando si fui una buena amiga —murmuró.
—Eras una excelente amiga. Sabes que sí.
No pregunté a Mattie si Lisa había sido, a su vez, una buena amiga. No pensé que fuera el momento adecuado.
—Fue un accidente.
Por el tono no pude decidir si era una pregunta o una afirmación, pero me salvé de responder por el paso firme del siguiente orador. De más edad que los otros amigos de Lisa, se desenvolvía con una teatral seguridad en sí mismo que enseguida juzgué de fastidiosamente irritante.
En efecto, hablaba en un tono de meliflua aflicción con el que suponía que pretendía inducir una cómoda solemnidad a sus oyentes. Cuando miré a mi. alrededor, parecía haber una expresión idéntica en los rostros de los oyentes: una compasiva sonrisita de complicidad. Sabían que estaban en unas manos expertas. Ese hombre tenía el don de guiarlos por la senda de llanto compartido que habían acudido a experimentar allí.
—Mi nombre es Dan Fairweather —dijo—. Y estoy hoy aquí para hablar de Lisa, mi estudiante con talento, mi inspiradora colega y mi querida amiga.
Ajá. Ese actor de cabello plateado era su amado tutor en la universidad, quien le dio después un trabajo en su departamento (en el que ella aguantó seis meses) y un sitio en su cama (que duró un poco más). El primero en la lista de los amantes casados de Lisa. Le observé desapasionadamente. Era realmente guapo, si a uno le seduce ese tipo de dignidad intelectual afectada. Vestía un traje verde grisáceo y, bajo éste, una camiseta blanca, que componían un aspecto que era a la vez elegante y un punto bohemio. No llevaba notas, pero hubiera apostado una buena suma de dinero a que había practicado su discurso incluso más tiempo que el que la querida Mattie había dedicado a buscar su poema, hasta conseguir ese excelente remedo de espontaneidad, un aire de improvisación con el que podría engañar a la mayoría de la gente, pero no a mí porque lo conocía. Hace muchos años, durante el último mes que Lisa estuvo con él, estuvo a punto de perder su trabajo cuando le acusaron de plagio. En más de una ocasión he pensado que ése fue el motivo por el cual ella finalmente le dejó: no porque estuviera casado, con hijos y no tenía futuro con él, sino porque, de repente, ella vio más allá de la imagen que él presentaba al mundo y se dio cuenta de que era un pobre hombre, vanidoso, egocéntrico e histriónico.
—Recuerdo —dijo Dan, su voz tembló e hizo una pausa.
El ambiente en la pequeña sala era eléctrico; Mattie apretó mi mano con tanta fuerza que mi anillo de boda se clavó dolorosamente en mis dedos. Estoy seguro de que había programado con exactitud aquel titubeo emocional.
—Recuerdo —siguió— la primera vez que vi a Lisa.
Yo también recuerdo la primera vez que vi a Lisa.
—Era tarde y ella estaba esperando fuera de mi despacho, apoyada en la pared leyendo un libro. Weather in the Streets de Rosamond Lehmann. Vestía una ropa muy rara. —Hizo una pausa; un murmullo de risas corrió en la sala—. Ya veo que algunos de ustedes también tenían experiencia con la inusual forma de vestir de Lisa. Vestía unos téjanos y un top, pero además llevaba una especie de falda de ballet sobre los tejanos y una pequeña boina muy graciosa. Una vestimenta extraña, pero que en ella parecía funcionar.
En mi primer encuentro con Lisa, ella vestía unos shorts tejanos, una camiseta holgada y unos zapatos de tacón desgastados. Sus largas piernas estaban bronceadas y su cara, sin maquillaje, parecía resplandecer de salud. Su cabello oscuro era todavía largo. Nigel permanecía en un segundo plano, eclipsado. Mattie me había prevenido «es mi amiga más antigua» y a Lisa le dijo «quiero que conozcas a mi prometido». Sonó orgullosa, tímidamente posesiva y, por primera vez, sentí una punzada de irritación, incluso de resentimiento, pero la alejé de mí. Recuerdo la cara de Lisa mientras me examinaba. Tenía los ojos grises y una mirada serena y firme. Más tarde, le pregunté si había superado el examen en este primer encuentro y ella se rió y comentó que se había estado preguntando si yo podría hacer feliz a la querida Mattie.
«¿A qué conclusión has llegado?», le pregunté y ella respondió: «Que sí, por supuesto». Lisa solía lograr lo que se proponía: se concentraba en algo y lo perseguía. De eso era precisamente de lo que estaba hablando Dan: de la determinación de Lisa. Pensé en la manera en que Lisa acostumbraba a levantar la barbilla y cómo el brillo acudía a sus ojos, como si fuera a la batalla.
—Era como una rosa —dijo Dan, con la voz en un tono ascendente hacia un clímax, y yo pensé «Oh, Dios mío, una rosa no. Seguro que podrías haber encontrado una flor más rara que ésa»—. Como una rosa, con una suave y hermosa flor y un tallo espinoso.
Como un cardo. Como una ortiga. Como una hiedra venenosa.
—Pero era amable.
Ella no era amable.
—Si tenías un problema, podías acudir a ella.
No.
Ella era el problema y tenías que alejarte.
—Por encima de todo, podías confiar que Lisa te diría la verdad.
Eso tal vez era cierto. Era directa.
—Aun cuando la verdad no fuera bienvenida. Porque era valiente y… —Dirigió una mirada a la sala. Su voz había adoptado un tono grave y de empatía. Entendí lo que se proponía: estaba intentando algún acto heroico de decirse la verdad a sí mismo—. Estoy plenamente convencido de esto. Lisa nunca se hubiera quitado la vida. Nunca. Sé que ha habido rumores y suposiciones. Hay quien ha sugerido que no se cayó. No, dejadme decirlo en alto, para que no haya ninguna duda de lo que quiero decir: han sugerido que ella saltó para matarse. Pero hoy estoy aquí ante vosotros… —Hizo otra pausa. Cómo amaba el sonido de sus palabras, su despliegue glorioso—. Hoy estoy aquí ante vosotros —repitió—, para deciros que, por muy duras que las cosas hubieran sido, por muy triste que estuviera, Lisa siempre amó la vida.
Calló abruptamente y por un momento sus palabras quedaron flotando en el aire.
—Y la amábamos —concluyó—. Sí, amábamos a Lisa.
Había llegado al clímax. A mi alrededor, todo el mundo se estaba sorbiendo la nariz, con las caras relucientes por las lágrimas. Asintió con la cabeza y luego, muy lentamente, abandonó el pequeño estrado.
Hubo una pausa, unas cuantas toses: la gente estaba esperando al siguiente orador. Me volví y miré a Mattie, pero ella me miró a su vez y sacudió la cabeza violentamente.
—No puedo —dijo—. Lo siento, simplemente no puedo.
—¿Qué? —dije—. Por supuesto que puedes.
—No —siseó—. No puedo.
Había estado aferrando el poema que tenía previsto leer de forma que no había ninguna posibilidad de que se lo olvidara o lo perdiera. Me lo puso en la mano.
—Tú lo harás.
—¿Yo?
—Tienes que hacerlo. Todo el mundo está esperando —susurró con desesperación; en sus mejillas aparecieron pequeñas manchas rojas.
—Mattie…
—Ahora. Por mí.
Me dio un pequeño y brusco empujón y me vi casi propulsado de la silla y caminando hacia el frente. Como sucedió de un modo total y gloriosamente inesperado, tuve una curiosa sensación de liberación y calma. Me enfrenté a la multitud, algunos de los asistentes me miraban expectantes, otros visiblemente sorprendidos.
—Permítanme que les lea esto en lugar de mi esposa, Mattie Lindon —dije—. Era una de las amigas más antiguas de Lisa y lamenta tan profundamente su pérdida, que en el último minuto no ha tenido fuerzas suficientes para afrontar esta situación. Lo haré lo mejor que pueda en nombre de mi mujer.
Hice una pausa y miré alrededor. Me encontré casi saboreando la intensidad del momento, como si la emoción y la pérdida se pudieran respirar. Les demostraría que al menos uno de los amigos de Lisa era capaz de hablar de ella sin leer el discurso, como haría un locutor en un teleprompter, o recitándolas a voz en grito y de forma pomposa como un actor sensiblero.
—Antes de empezar, me gustaría pronunciar algunas palabras. Hay algo extrañamente apropiado en celebrar esta conmemoración aquí, donde Lisa tuvo tantas experiencias formativas. No voy a hablar de esas discotecas de adolescencia en las que al final se apagaban las luces para bailar las lentas. —¿Detecté una pequeña ráfaga de risas procedente de la parte trasera de la sala?—. Cuando Lisa tenía unos ocho años participó en una obra de teatro en la escuela. Creo que era sobre la guerra de Troya. Ella encarnaba a Helena, y cuando empezó la actuación, el chico que interpretaba a Aquiles o a Paris o vete a saber, olvidó sus líneas. No una ni dos, sino casi toda su parte. Años después, Lisa se encontró al chico que había interpretado el papel principal y él le confesó que estaba tan locamente enamorado que cuando se vio en el escenario con ella, se quedó totalmente en blanco. Bueno, todos sabemos cómo se sintió, ¿no es verdad? —Un apreciable murmullo de asentimiento resonó en la sala—. Todos nosotros estábamos un poco enamorados de Lisa. De diferentes maneras. Ahora voy a leer el poema, que creo que era uno de sus favoritos.
Era un lúgubre poema de Thomas Hardy y Dios sabe que lo había oído un centenar de veces durante los días previos. Pero a medida que lo iba leyendo, de pronto me di cuenta que no estaba prestando atención a las palabras. En lugar de eso, miraba a la gente y pensaba que casi todos los allí presentes habían conocido una Lisa diferente. Lisa la hija, la hermana, la amiga, la compañera de trabajo, la amante. ¿Cuál era la real? ¿Quién la conocía más? ¿Acaso era la persona que la había tratado más tiempo? ¿La que la había visto nacer y decir sus primeras palabras? ¿La que había compartido las experiencias más intensas? ¿La que había bailado con ella? ¿Reído con ella? ¿Llorado con ella? ¿La que la había hecho llorar? ¿Discutido con ella? ¿Dormido con ella? ¿Eran todas ellas meras creaciones de ficción, ajenas por completo a la persona cuyo cuerpo yacía ahora en el cementerio a unos ochocientos metros de donde estábamos y adonde más tarde iríamos para depositar flores frescas y verter más lágrimas?
Terminé de leer el poema y dejé que se hiciera el silencio. Luego, lentamente, consciente de que de alguna forma estaba interpretando el papel de un hombre que volvía andando al lugar que ocupaba después de leer un poema solemne en un acto conmemorativo, caminé hacia mi asiento. Me senté y noté que Mattie se había ido. No había sido capaz de leer el poema y, al parecer, tampoco de oír como lo declamaba. La persona de mi derecha puso una mano en mi brazo y dijo: «Precioso, muchas gracias por esto», y yo le dirigí un seco asentimiento con la cabeza y volví mi atención al escenario donde un grupo de cinco niños —incluidos dos de los sobrinos de Lisa— formaban una fila con sus flautas. Me invadió un sentimiento de paz, un ligero agotamiento, un poco como la melancolía poscoito que a veces experimentaba. Sobre todo últimamente. Samantha, la esposa de Luke y cuñada de Lisa, estaba colocando los atriles y poniendo partituras en cada uno de ellos. Los niños se movían de un lado a otro, se empujaban y se reían nerviosamente. Luego Bea, la mayor de las hijas de Samantha, dio un paso adelante, se sacó el final de la trenza de la boca y masculló apresuradamente:
—Esta-es-una-canción-folk-de-Irlanda-uno-dos-y-tres.
Y tocaron, primero a un ritmo lento pero luego en una aceleración continua hasta que la canción se convirtió en una carrera para llegar al final, todos fuera de tiempo, con algunas notas rompiendo bruscamente la melodía; alguien dejó de tocar y luego se unió de nuevo, aunque un compás por detrás. Me imaginé a Lisa riéndose. De hecho, la oí riéndose. Tenía una risa escandalosa. Era extraño, nunca la volvería a oír. Finalmente se había acabado. Los niños se sonrieron nerviosamente entre sí, saludaron al público, recogieron sus atriles y salieron del escenario en tropel. De haberlo visto, Mattie hubiera apoyado la cabeza en mi hombro y hubiera dicho que eran muy dulces. Pero Mattie no estaba allí. Probablemente estaría esperando fuera, al sol, sosteniendo un pañuelo contra sus ojos llorosos, con la mano apoyada de forma protectora contra su barriguita.
De pronto, todo el mundo se dio cuenta de que el padre de Lisa, Jim Cornwell, estaba subiendo lentamente los escalones. Todos estábamos conteniendo la respiración. En el centro del estrado, se giró de cara a nosotros. Oí a Lisa decir: «¿Queréis que os diga una cosa sobre mi padre? Él no entiende que he crecido. Todavía soy su niña. Estará muy conmocionado durante mucho tiempo. Pobre papá». Hoy parecía que sus palabras se hubieran hecho realidad: el rostro enjuto de su padre estaba arrugado, devastado por meses de dolor incesante. Por un instante, sentí como si algo en mi interior se aflojara, como un tornillo que se hubiera liberado por su cuenta y pusiera en peligro la compleja maquinaria de la mente. Apreté los puños y le miré fijamente.
—No voy a pronunciar un discurso —dijo Jim Cornwell—. Nunca he sido demasiado bueno con los discursos. Pero María y yo queremos agradecerles su presencia hoy aquí y las palabras amables sobre Lisa. Lo apreciamos.
Todo el mundo esperaba más de él. Pude sentir la expectación colectiva. Queríamos una coda final, una especie de triunfante floritura apoteósica que nos dejara saciados. Clausura era el término odioso que lo definía. Clausura: como si se pudiera poner una línea bajo el tentador misterio que había sido Lisa. Pero Jim simplemente se aclaró la garganta con palpable nerviosismo, esbozó una ligera sonrisa y dijo:
—Oh, y quiero recordarles que hay bebidas y bocadillos en el pub que se encuentra al otro lado de la carretera. Humm, sí, eso es todo. Gracias a todos.
Con este prosaico anuncio, el acto en conmemoración de Lisa dribló hacia su final, Jim agachó la cabeza tímidamente y bajó los escalones. María se levantó, él deslizó una mano en su brazo y la condujo por la sala, exactamente como si acabaran de contraer matrimonio. Por unos momentos, todo el mundo permaneció en sus asientos, nadie quería ser el primero en irse. Ronan, Luke y su familia dejaron la sala, dirigiendo sonrisas de bienvenida a todos aquellos amigos que no habían visto antes de que empezara el acto. El resto nos pusimos en marcha, solos o en pequeños grupos.
Me quedé rezagado, no deseaba ser parte de la oleada de gente que se apresuraba a saludar a los Cornwell. Había supuesto que Mattie vendría y se reuniría conmigo, pero no lo hizo. Seguramente, debía de estar con un montón de viejos amigos, abrazándose unos a otros. Podía imaginármelo: primero hablarían de Lisa, llorarían e intercambiarían recuerdos y compartirían sus sentimientos de dolor y de pérdida. Pero, muy pronto, empezarían a hablar de otras cuestiones: parejas, hijos, trabajo, sus planes para el fin de semana y para el verano, la ropa que habían comprado y las comidas que habían comido y los programas de televisión que habían visto. La vida cotidiana se reafirmaba a sí misma. Cada vez más a menudo la gente recordaría a Lisa con un leve gesto de arrepentimiento y sorpresa y sentirían una especie de tristeza porque, cuando alguien muere, se produce una extraña transformación. No puedes ser irritante una vez has muerto, o malcarado o imprevisible. Pero todavía puedes ejercer un poder sobre los vivos. Y yo podía sentir ese poder ahora, como la inexorable fuerza de la gravedad. Otros olvidarían a Lisa, sería como una instantánea en un álbum que una vez habían visto con frecuencia, pero no era mi caso. Tenía la absoluta certeza, y eso me provocaba una extraña emoción, de que de entre toda la gente que se había congregado allí, yo era el que la llevaría en secreto en mi corazón. Se podría decir que sentí, finalmente, una sensación de posesión.
Al final, me levanté y atravesé la sala, pasé delante de todas las fotografías de la Lisa bebé, la Lisa niña, la Lisa adolescente, la Lisa mujer joven, y salí al sol que brillaba en los campos y en los árboles con sus hojas nuevas. Busqué a Mattie y al principio no la vi, pero allí estaba, en lo alto de una colina en la carretera donde habían estacionado los coches. De alguna forma, parecía diferente. Quizá debido a su embarazo; estaba en el segundo trimestre. Los días de náuseas habían pasado para dejar paso a las semanas de radiante belleza y de golosos antojos. No se encontraba con su grupo de amigos, tal como había imaginado, sino con un hombre al que no había visto en el servicio, aunque quizás había llegado tarde y se había sentado al final de la sala. Mattie le hablaba y él la escuchaba, con la cabeza inclinada hacia ella en actitud respetuosa. Vi la expresión en su cara, seria y triste. Mi esposa es una mujer muy comprensiva.
Mattie debió de advertir que la miraba, porque de repente se volvió. Dijo algo al hombre que había a su lado, éste asintió, y ella vino hacia mí atravesando los diversos grupos de personas. Uno de sus amigos la llamó cuando pasó, pero ella pareció no darse cuenta. Cuando llegó a donde yo estaba dijo:
—Hola, David.
La expresión de su cara, seria e implacable, no me era familiar.
Alargué una mano para tocarla pero ella dio un paso atrás.
—Has desaparecido —dije—. Estabas sentada allí y, de golpe, te habías ido.
—Sí.
—Pero creo que tu poesía ha funcionado bien en tu ausencia. Y te has perdido un tributo verdaderamente truculento de uno de los antiguos amores de Lisa.
Ella no respondió.
—¿Bocadillos en el pub o directos a casa? —pregunté—. Pareces exhausta.
—Tengo algo que decirte y allí hay alguien que quiere conocerte.
—Esto es un poco misterioso.
—Haré que sea menos misterioso para ti. Esa historia que acabas de contar justo ahora. La que iba sobre el chico que interpretaba a Aquiles en la obra escolar en la que Lisa era Helena; no estabas seguro de si era Aquiles o Paris pero puedo asegurarte que, definitivamente, era Aquiles. Su nombre era Thomas, Thomas Bigsby. No obstante, has cometido algunos errores al contar la historia. Dijiste que Lisa se lo encontró años después y que le dijo que se olvidó sus líneas porque estaba loco por ella. De hecho, ella no se lo encontró. Yo hablé con él en Facebook y fue a mí a quien le contó la historia. Yo se la conté a Lisa.
—Mattie… —empecé a decir, pero ella levantó una mano.
—Escucha. Yo misma se lo conté a Lisa. Hablé con ella el día que murió, algo que, por supuesto, ya sabías. Pero eso es lo único que te dije sobre nuestra conversación, no lo consideré importante y, hasta que te he oído ahora, me había olvidado de Thomas Bigsby y de su absurdo enamoramiento de escolar, aunque ésa fue la razón por la que llamé a Lisa ese día. La llamé al móvil para charlar; era una anécdota muy divertida y me había hecho pensar en los viejos tiempos. La comunicación era pésima, con mucho ruido de interferencias, porque ella estaba paseando por el acantilado, ¿recuerdas? Estoy segura de que te acuerdas, David. Hablamos un poco. Me preguntó cómo estaba y, en perspectiva, veo que en esa pregunta había algo más entre líneas, que ella sabía algo, pero entonces no me di cuenta. No le había dicho nada del embarazo porque estaba en los primeros meses y me sentía supersticiosa. Y porque, de todas formas, era bonito que por un tiempo fuera algo que sólo tú y yo sabíamos. Nuestro secreto.
Dentro de mí empezó a encenderse una ira que había estado ahogando durante mucho tiempo, como si alguien estuviera revolviendo las cenizas con un palo para que las brasas chisporrotearan y se pusieran al rojo vivo hasta que surgieran llamas.
—No sé adónde quieres ir a parar —dije con rudeza.
Normalmente, cuando soy brusco con Mattie, se arruga. Pero hoy no.
—Entonces ella dijo que teníamos que vernos. Eso es lo que siempre solía decir, por supuesto, o se lo decía yo, pero en esta ocasión concertó una cita para el día siguiente. Estaba sorprendida, pero contenta a la vez.
Los grupos que nos rodeaban empezaban a dispersarse, para ir hacia el pub o sus vehículos. Mattie continuó con la misma voz firme.
—Ella era la única persona a la que expliqué esta historia. Nadie más la sabía. Se la conté mientras estaba paseando por el acantilado la mañana que murió. Pero tú la conocías, ¿cómo?
—Así que hablaste con ella el día que murió. Lo sabía, me lo has dicho bastantes veces, ¿y qué?
—¿Cómo, David?
Adopté un aire de despectiva incomprensión.
—No. —Me miró fijamente—. Limítate a contestarme. ¿Cómo lo sabías?
Todo el mundo enmudeció. La gente circulaba sobrepasándonos como fantasmas. Únicamente podía oír el palpitar en mi cabeza.
—Te estás poniendo histérica. Estuve todo el día en Londres.
—¿Sí? —¿Era Mattie quien me hablaba? Su voz era dura, su rostro pétreo. Su boca se torció al hablar—. ¿Como todos esos días que estabas en Londres? ¿Como todas esas veces que no podía localizarte? ¿Como todas las noches que de repente tenías que salir corriendo? ¿Como la semana que tuviste que irte por un asunto imprevisto? Dios, los dos debisteis de creer que era un estúpida, una idiota crédula. Dulce mujercita, querida amiguita. —Se puso ambas manos en el vientre—. Y entonces me quedé embarazada y, de repente, Lisa quería que nos viéramos. Pero nunca lo consiguió, porque murió. Cayó y se mató. Sin testigos. Debiste de pensar que lograrías salirte con la tuya.
—Tu comportamiento es absurdo —empecé, pero me detuvo, con voz estridente.
—Deja eso para la policía.
—¿Policía?
—Cuando he salido, he hecho una llamada. Él está esperando para conocerte.
Miró hacia atrás, arriba de la colina, y alzó una mano. El hombre empezó a andar hacia nosotros.
—¿Qué has hecho?—le pregunté—, ¿qué?
—No, ¿qué has hecho tú, David?
¿Qué había hecho? Nada que no debiera hacer; en ese momento no me pareció que tuviera elección. Recordé la forma en que Lisa solía mirarme, medio burlona aunque incitadora: en cómo se quitó la camiseta por la cabeza en un único y rápido movimiento la primera vez, su dorada espalda desnuda y los músculos marcándose en sus brazos levantados. La forma en que su pelo oscuro, todavía largo entonces, caía sobre mi cara; olía a champú, cítrico e intenso. Aún hoy, esa fragancia vuelve a mí, y el olor de su piel después del sexo, musgoso y húmedo. ¿Cuántas veces habíamos estado juntos, cuántas veces la había hecho gritar? Y, aun así, nunca sentí que fuera totalmente mía; siempre había una parte de ella que ocultaba y quizás ahí residía el secreto de su poder y la razón del porqué nunca pude dejarla y volver a Mattie… Mattie, a la que poseía completamente, que confiaba en mí y pensaba que yo era un buen hombre. Lisa no pensaba que fuera bueno. Lisa conocía mis apetitos secretos, mis celos y mi furia agobiante.
No podía dejarla, pero tampoco quería abandonar mi vida con Mattie: por supuesto, no lo hice. El día era frío y había un poco de niebla (algo a lo que sus amigos y su familia se habían aferrado en su intento por autoconvencerse de que ella había tropezado y se había caído). Un viento racheado soplaba a través de los árboles, aún desnudos. Recuerdo que había algunos pequeños pájaros negros posados en las ramas. El mar era de un gris oscuro, como peltre. No podías ver el sol en el cielo, pero en el agua reposaba una luz apenas perceptible. Lisa me esperaba en el sendero de la costa. Aún puedo verla ahora, alta y esbelta, embutida en su abrigo negro abrochado con un cinturón, con un sombrero cubriendo su corto cabello oscuro, sus mejillas esbozando una sonrisa inescrutable.
Cuando le dije que Mattie estaba embarazada y que sería mejor que nos separáramos —ésta es la frase que usé, «sería mejor que nos separáramos», como si se tratara de un acuerdo judicial que íbamos a firmar de mutuo acuerdo— ella no habló inmediatamente, sino que se limitó a seguir andando por el mismo camino, como si no hubiera oído nada. «¿Lisa?», dije.
Y entonces su móvil sonó y, aunque le pedí que no contestara, lo sacó del bolsillo para ver quién llamaba. Adoptó una cara extraña.
Abandonó el camino y se quedó quieta bajo un árbol, hablando con quienquiera que estuviera al otro lado de la línea. No podía oír qué estaba diciendo. Cuando se reunió conmigo, me explicó la historia sobre el chico que interpretaba a Aquiles y que se olvidó de su texto porque estaba loco por ella. La clave, supongo, es que si eres lo suficientemente afortunado para conquistar a Lisa no la dejas. No sabía que sólo ella había oído esta historia. No fue así como me lo contó. «Lo siento mucho, Lisa —dije—, pero compréndelo, no podemos seguir así. No ahora.»
«Quieres decir, ¿no ahora que vas a ser un padre orgulloso?» La forma en que lo dijo fue terrible, adoptó un tono absolutamente despectivo. Entonces añadió, como si no viniera a cuento: «Por cierto, era tu mujer la que me ha llamado.»
«¿Mattie? ¿Qué quería?»
«He quedado con ella para tomar el té mañana.»
«¿Por qué? ¿Para qué habéis quedado?»
«¿Para qué quedan los amigos, David? Para hablar, para intercambiar rumores y secretos. Será bonito, ¿no crees? Hay muchas cosas que no nos hemos contado en los últimos tiempos. Creo que es un buen momento para ponerse al día.»
Y entonces supe con absoluta certeza lo que ella iba a hacer. Cuando cayó, no gritó, o quizás el viento se tragó su grito. Pareció que atravesaba el aire sin hacer ningún ruido, su cuerpo metido en su abrigo negro giraba en el vacío, con los miembros inútiles. Parecía un gran pájaro torpe luchando sin esperanza por volar. Había una gran altura y las rocas eran afiladas. Como dictaminó el juez de instrucción durante la investigación, la muerte debió de ser casi instantánea. Desde donde yo estaba, no pude ver su cuerpo a los pies del acantilado, ni siquiera cuando me acerqué al borde del precipicio y estiré el cuello. No sé cuánto tiempo permanecí allí. No había nadie a la vista y el mar estaba en calma. Era un crimen perfecto. Di la vuelta y caminé tranquilamente hacia casa.
—Le sugiero que llame a un abogado —dijo el detective inspector Beach—. Si no tiene, podemos conseguirle uno.
Tomé un sorbo del té que me habían servido amablemente en la sala de interrogatorios. No fue agradable dejar el servicio conmemorativo en un coche patrulla, pero había tenido tiempo para pensar.
—No necesito un abogado —dije—. Sólo los culpables necesitan abogados.
El otro detective, cuyo nombre no pillé, estaba sentado frente a mí.
—Eres culpable, cabrón.
Estuve a punto de responder de forma sarcástica pero me mordí la lengua. Miré la grabadora. La clave, la única clave, era no enfadarse, no perder el control, no improvisar y soltar una estupidez del estilo de la que había dicho en mi parlamento.
Estúpido. Estúpido. Estúpido.
—¿Niega que estuviera con Lisa Cornwell el día que murió?
—No.
—¿Por qué?
—Porque estaba asustado.
—Por supuesto que estaba asustado —dijo el detective—. Usted la mató.
Me sorprendió esta reacción. De hecho, no era muy bueno en su trabajo. Me estaba dando tiempo, me lo estaba poniendo fácil.
—No pretendía que mi mujer se enterara.
—¿Por qué?
—Había tenido una aventura con Lisa. Concertamos una cita, quería decirle que iba a romper con ella. Mi mujer estaba embarazada.
—¿Y entonces tuvieron una discusión? —preguntó el detective—. ¿Y la empujó por el borde del precipicio?
Mi corazón latía desbocado. Me pregunté si el detective sería capaz de detectarlo en mi voz. De todas formas, no importaba. Todo el mundo, inocente o culpable, se pone nervioso cuando le interroga la policía.
—No —dije—. No fue así. Se lo dije. Entonces nos separamos. Lo siguiente que supe de ella es que habían encontrado su cuerpo. Debió de resbalar y caer. Estaba muy afectada. El camino estaba muy resbaladizo y era peligroso. Probablemente ella estaba aturdida. Me siento fatal por eso.
—Cabrón —soltó el detective Beach.
—No, de verdad —dije—. Me culpo a mí mismo. De alguna manera.
Beach se sentó al lado de su colega y golpeó la mesa que nos separaba.
—Deje ya esa mierda —dijo—. El jurado dirá que usted estaba con Lisa Cornwell cuando murió.
—No lo estaba.
—Dirá que mintió sobre esto. Que no confesó hasta que usted mismo se traicionó.
—No creo que esto lleve a ninguna parte.
—Que usted tenía el motivo: la posibilidad de que la señorita Cornwell le contara a su mujer su aventura.
—Pero eso no es verdad.
—Y tuvo la oportunidad. Lo único que hizo falta fue un empujón. Además, nadie le vio. Creo que el jurado considerará todo esto muy sospechoso. No creo que usted les guste más de lo que me gusta a mí.
Hice una pausa de varios segundos. Ya no estaba nervioso. De hecho, tuve que contenerme para no sonreír.
—Pero la cuestión no es si yo les gusto o no —dije—. Tampoco se trata de ser sospechoso. El jurado tiene que creer, más allá de toda duda razonable, que yo lo hice.
—Lo hizo —dijo Beach—. Llevo veinte años trabajando en esto y puedo olerlo.
Se me ocurrieron diversos comentarios sarcásticos sobre que el estado de su nariz no era relevante para el sistema judicial. Pero un inocente no haría afirmaciones sarcásticas. Yo tampoco.
—Creo que ya ha bebido bastante, señor —dijo el barman.
—Sólo uno —dije—. Para el camino.
—¿Va a conducir?
—Caminar —dije.
Me miró con suspicacia pero me sirvió el último whisky. Uno pequeño. Lo miré.
—Apenas cubre el fondo del vaso —protesté.
Nunca tuvimos la discusión sobre si el jurado lo creería porque la Fiscalía General del Estado evaluó mi caso y concluyó que no había suficientes pruebas para proceder. Todo había sido un poco lioso, con la separación y algunos resquemores de la familia Cornwell, pero era un hombre libre. Era más que una sensación. ¿Me arrepentía de lo que había sucedido? En realidad no. O, en caso de que así fuera, era porque todo había sido innecesario. Había matado a Lisa para evitar un escándalo y ahora se había desatado de todos modos un escándalo con la separación y lo demás. Bebí el whisky a sorbos, haciéndolo durar. Lo más gracioso era que por mucho que bebiera, no parecía que me emborrachara nunca.
Al menos no de una forma normal.
Cuando salí y el aire frío me golpeó como un puñetazo, tuve que concentrarme para pensar hacia dónde tenía que ir. Cuando me puse en marcha, el acto de caminar parecía requerir un esfuerzo especial. Era como una marioneta intentando manejar sus propias cuerdas. Al principio pensé que alguien había chocado conmigo o que había resbalado, pero sentí como tiraban de mí hacia atrás fuera del pavimento, hacia donde había una especie de callejón. Intenté moverme pero mis brazos parecían clavados a mi cuerpo por detrás. Apareció una cara frente a mí. Todo fue tan inesperado que tardé varios segundos en reconocer a Ronan. Miré a mi alrededor. Luke me estaba sujetando ayudado por un tercero al que no pude distinguir. Intenté luchar, pero no pude desasirme. Ronan puso su mano dentro de mi chaqueta y cogió la cartera.
—Parecerá un atraco —dijo—. Un atraco que salió mal. —Sostuvo algo en alto. Vi el brillo de un cuchillo—. Voy a contar hasta tres. Te voy a dar un momento para pensar. Uno.
—Yo no la maté —dije.
—Entonces esto será un error judicial. Dos.
—No te librarás tan fácilmente.
—¿Por qué no? —dijo Ronan—. Tú lo hiciste.
Intenté gritar pero un brazo se tensó alrededor de mi garganta.
—Tres —oí decir a Ronan.