GOODBYE, INC.(Chris Mooney)

Bobby McManus sólo quería una cosa: una garra de oso.

Eran poco más de las seis de un viernes por la mañana del último día de junio. El cielo estaba poblado de nubes y el aire era también caliente y húmedo, «caldoso», lo hubiera llamado el queridísimo y difunto cabrón que había tenido por padre. Bobby abandonó el edificio Back Bay donde vivía y anduvo las cuatro manzanas que le separaban de la tienda de donuts. Tenía una virulenta resaca y pidió un café largo con mucho azúcar. En el último momento, decidió pedir no uno sino dos de esos bollos grasientos con forma de garra de oso. Casi se había pulido el primero, saboreando cada bocado helado con sabor a almendra, cuando llegó al Boston Public Garden.

Pensó que era hora de renunciar a la bebida. Había pasado otra noche del jueves tomando cañas en un bar que todo el mundo llamaba The Rat Hole[1], por sus luces tenues, sus suelos de linóleo negro pegajosos y las paredes recubiertas de madera oscura en las que colgaban enmarcados discos de vinilo producidos años e incluso décadas antes de su nacimiento.

Salir los jueves después del trabajo e irse de fiesta como si fuera el fin del mundo se había convertido en una especie de ritual durante un año, tal vez dos y, mientras paseaba por los senderos rodeados de lustroso césped y de flores, supuso que el fin del mundo, de hecho, estaba llegando… Al menos de su mundo.

Estaba a punto de cumplir los treinta. La edad no era ya una señal lejana en la autopista que pudiera ignorar. Dentro de tres meses, daría un giro real, uno que se vería obligado a aceptar tanto si le gustaba como si no. Durante los paseos a primera hora de la mañana se dedicaba a hacer balance de su vida. Aún no tenía novia pero sí un trabajo estable, el mismo que había conseguido cuando se graduó en la universidad: auditor en el Bayshore Group, una de las cuatro firmas de asesoría más importantes que proporcionaban a las compañías servicios de auditoría, fiscales y administración de riesgos. Era un curro seguro con muchas ventajas y un sueldo decente que le permitía no preocuparse del dinero en absoluto.

A principios de verano, su padre, James «Big Jim» McManus, el Rey de los Electrodomésticos del Nordeste, había sufrido una fulminante apoplejía en la segunda mitad del recorrido del campo de golf de su club. El seguro de vida de Big Jim había proporcionado tres millones de dólares, libres de impuestos, y cada centavo había ido a parar a su esposa. La madre de Bobby nunca se había preocupado del dinero, nunca lo había tenido, y sin el Controlador Rey del Noroeste sobre su hombro, inspeccionando en qué gastaba cada penique, había decidido dividir la inesperada fortuna a partes iguales entre sus tres hijos. Bobby embutió el último trozo de bollo en su boca y sonrió ante la idea de que su padre se estaría revolviendo en su tumba si supiera que su hijo menor había recibido una considerable porción del pastel, un bonito millón.

Más que nada en el mundo, Bobby deseaba ser esa clase de tipo que iba por ahí como si el día le perteneciera y no al revés, como ese sujeto que hacía footing por el camino. El susodicho se había quitado la camiseta, mostrando al mundo su torso esculpido y con la tableta de chocolate cincelada. Ese tipo se levantaba cada mañana y estaba orgulloso de lo que veía en el espejo. Era la clase de hombre al que las chicas abordaban en el bar para presentarse.

Lo más triste, ¿qué era lo que más atormentaba a Bobby? Sabía que tenía el potencial para ser uno de esos individuos. Medía metro ochenta de estatura y seguía teniendo la cabeza poblada con el mismo grueso pelo negro que tenía al nacer. Tenía una piel sana y unos dientes realmente bonitos. Las mujeres siempre se fijaban en su sonrisa y más de una le había confesado —borracha, por supuesto— que sería realmente atractivo si perdiera peso. Ése era el problema. Tenía mucho que perder, al menos unos cincuenta kilos y pico.

«¿Cincuenta kilos y cambiarías, Bobby? ¿De verdad?»

De acuerdo, el médico había dicho setenta. Eran muchos kilos para perder y por Dios que lo había intentado. Compró revistas de fitness y leyó todos esos artículos sobre cómo perder grasa y ponerse en forma. Compró libros de dietas como Belly off! Diet y The South Beach Diet, así como todos esos escritos por los entrenadores y nutricionistas que trabajaban a jornada completa para Oprah.

Era socio de un gimnasio, pero después de unas cuantas visitas se sintió cohibido… La gente siempre se quedaba mirando a los gorditos o gorditas que se sacudían en las cintas de correr o en las máquinas elípticas (sin contar con el tema del vestuario, donde tenía que cambiarse delante de los otros tíos; allí no había ninguna duda sobre quién estaba tan gordo como él: nadie). Había probado el método Weight Watchers y, cuando estuvo cerca de morir de hambre, cambió a Jenny Craig. Fue un desastre, como la dieta Zone. La dieta Atkins disparó su colesterol a un nivel casi letal, hasta que su médico le dijo que lo dejara y le sugirió que probara una nueva píldora aprobada por la FDA llamada Alli. Bobby rastreó en internet y leyó testimonios de consumidores que habían padecido lo que era universalmente denominado como «Alli-ups», una expresión más suave y en definitiva más educada de decir: «No pude llegar a tiempo al baño y me he cagado en los pantalones». Las pildoras absorbe-grasa, al parecer, habían sido diseñadas para aquellas personas que deseaban enmerdar y llenar de pedos su camino hacia la pérdida de peso.

No era porque no lo hubiera intentado. Lo había probado todo —incontables libros de dieta y un sinfín de píldoras, batidos y polvos milagrosos— y, al final, las grasas se habían afincado en él y, lo que aún era peor, habían seguido expandiéndose.

Su peso se había disparado por encima de los 150 kilos. «Algunas personas son simplemente grandes», le había dicho su madre una y otra vez. Bobby había sido «grande» desde que había nacido, «fuertecito» era la palabra que utilizaba su madre. «Fuertecito» y «de huesos grandes». Big Jim tenía una opinión diferente: «Eres un jodido gordo perezoso, Bobby».

—¿Eres tú, Bobby Mac?

Bobby parpadeó y volvió de sus pensamientos. Esa voz sin resuello sonaba como la de un antiguo compañero de auditoría de Bayshore, Mark Alves. Desde el instituto, todo el mundo le llamaba Keebler, apócope de Keebler Elf, el artífice de las mejores galletas del mundo.

Cuando Bobby se dio la vuelta, vio al corredor sin camiseta, el mismo al que había envidiado en secreto hacía unos minutos, de pie unos metros más allá en el camino, inclinado hacia delante con las manos en las rodillas y respirando agitadamente. Ese tipo no era Keebler. Tenía la altura de Keebler, aproximadamente un metro setenta… Y tenía la piel oscura portuguesa de Keebler y la nariz protuberante de Keebler. Pero ese tío estaba realmente delgado y tenía pelo en toda la cabeza. Keebler era tan redondo como una pelota de baloncesto y calvo (o al menos lo era la última vez que Bobby lo vio). Fue hace un año. Un día Keebler desapareció de pronto, simplemente decidió no aparecer más por el trabajo sin dar ninguna explicación. Bobby intentó dar con él, le llamó al móvil y al teléfono de su casa sólo para descubrir que estaban desconectados. Nunca más volvió a saber nada de su antiguo colega, ni una llamada, ni un correo electrónico… Ni siquiera un mensaje en Facebook.

—Soy yo, Bobby. Keebler.

—De ninguna manera.

Keebler sonrió burlonamente.

—He perdido unos cuantos kilos.

—¿Unos cuantos? Tío, has perdido una persona entera. —Bobby trastabilló hacia él con los ojos como platos—. Estás increíble, colega. Como un modelo de fitness.

Keebler puso una mano en el hombro de Bobby y se le acercó con cara seria.

—No sabía que ibas de ese palo, Big Mac. Ahora que he salido del armario, ¿qué te parece si nos tomamos una copa después del trabajo? Conozco un bar gay realmente acogedor.

Bobby no quería herir los sentimientos de su viejo colega, y escarbó en su cerebro en busca de una respuesta apropiada.

Keebler soltó una carcajada.

—Eres el mismo buen tipo de siempre, Big Mac. Un inocente del demonio.

Bobby no pensó que la broma fuera divertida —o que lo fueran las últimas palabras de Keebler sobre él—, pero aun así se rió. La Regla Número Uno en casa de Big Jim era que aprendías rápido a no plantear problemas. Los suavizabas y los apartabas a un lado.

—¿Qué coño te ha pasado, Keebler?

—Creo que es evidente.

Keebler se dio una palmadita en su estómago liso.

—Me refiero a por qué te fuiste. Simplemente un día no apareciste y nunca volví a saber nada de ti.

Bobby había intentado parecer despreocupado y curioso, como una charla informal de dos colegas, pero sonó dolido. Herido.

—¡Oh! Eso.

Keebler enjugó el sudor de su cara.

—Tuve lo que se llama… bien, una crisis de los cuarenta, creo. Sólo que la mía sobrevino a los veintiocho. Era el momento de hacer algunos cambios en mi vida y el primero fue dejar de embutir esa mierda en mi boca. —Señaló la caja de donuts que contenía la segunda garra de oso—. Eso es puro veneno. ¿Tienes idea de lo que toda esa química está haciendo a tu cuerpo?

Parecía que Keebler esperaba realmente una respuesta. Y Bobby no estaba dispuesto a dársela. En su cabeza había sonado una señal de advertencia: mantén la boca cerrada. Confiaba en sus sistemas de alarma, que había perfeccionado bajo la supervisión del tocapelotas más duro del mundo, Big Jim McManus. Cuando Big Jim se excitaba —como le estaba sucediendo ahora a Keebler—, lo mejor que podías hacer era simplemente quedarte quieto, mantener la boca cerrada y esperar que amainara la tormenta.

Y amainó. Keebler hizo un gesto con la mano y suspiró.

—Lo siento. No quería parecer un juez. —Keebler sacudió una mano y una sonrisa burlona se asomó a la comisura de sus labios—. Tina tiene razón. Tengo que dejar de predicar.

—¿Tina?

—Mi prometida. Ella siempre me recuerda que cada uno tiene derecho a escoger su propio camino y cómo quiere andar por él.

—Realmente quiero oír cómo has conseguido esta increíble forma física.

«Porque yo he hecho de todo para tener el aspecto que tienes tú… Todo», añadió Bobby para sí mismo. Keebler echó un vistazo a su reloj.

—Debo irme. Tengo una cita dentro de una hora.

—¿Qué tal si comemos? Podemos charlar y me cuentas cómo…

—Hoy no puedo.

—¿Y si nos vemos después del trabajo y tomamos una cerveza?

—No bebo ya —dijo Keebler—, ni fumo.

—Claro, por supuesto. Tal vez podríamos…

—Te enviaré un e-mail, ¿de acuerdo?

—Claro. Me alegro de verte, Keebler. Felicidades por tu compromiso y… bien, por todo.

—Gracias.

Keebler sonrió, aunque sin calidez. Se dio la vuelta y echó a correr como si tuviera el culo ardiendo. Bobby se lo quedó mirando con el estómago revuelto, no porque lo hubiera dejado colgado sino por otra razón. Tardó un rato en darse cuenta de por qué.

Vergüenza.

¿Por qué se había librado Keebler de él?

La pregunta siguió retornando a él de forma persistente durante la mayor parte de la mañana mientras avanzaba penosamente a través de una enorme pila de auditorías. Bobby trató de averiguar las posibles razones, incluso llegó a escribirlas en un papel. Aunque todas parecían buenas, en realidad no tenía una respuesta concreta; y necesitaba una. Cualquier certidumbre hubiera sido infinitamente mejor y mucho más fácil que intentar profundizar en la pantanosa mezcla de «quizás». Quizá Keebler tenía prisa efectivamente porque llegaba tarde a una cita. Quizá Keebler se había disgustado al ver al viejo gordo que le recordaba su antigua vida. Quizás había otra razón. Quizá, quizá, quizá.

Keebler había sido más que un colega para ir de copas: había sido un confidente, un compañero gordinflón que entendía perfectamente lo que era ir por el mundo siendo el blanco de las bromas más crueles, o, incluso peor, siendo ignorado. Cuando Bobby iba a las fiestas, a los bares o a las barbacoas de verano, con tipos que no temían quitarse las camisetas cuando había mujeres alrededor, Keebler había sido el tipo que se sentaba cerca de él en las tumbonas a la sombra, bebiendo cerveza en la pausa entre su tercer o cuarto frankfurt o hamburguesa. Se reían de los idiotas que no podían quitar las manos de sus estómagos planos o que eran incapaces de dejar de admirar el reflejo de su propio físico de Adonis en las ventanas o en los espejos.

Compartían la obesidad. Bobby se daba cuenta ahora de que ése era el vínculo que les permitió forjar una íntima amistad. Después de que Keebler desapareciera y no pudiera ponerse en contacto con él, Bobby se había sentido abandonado. Ahora, un año después, Keebler había salido de la nada para cruzarse en su camino y decirle «Hola».

Esa mañana Keebler hubiera podido seguir con su carrera de buena mañana y Bobby no se hubiera enterado. Sin embargo, Keebler se había detenido, pero no había sido sólo para decir «Hola, ¿cómo va eso?». Keebler quería exhibirse.

«Quería restregármelo por la cara —pensó Bobby—. “Mira lo que he hecho, Bobby. Lo he conseguido y no te voy a decir cómo lo he hecho porque eres un jodido y perezoso gordo y siempre lo serás.”»

«Ya veremos —se dijo a sí mismo entre dientes—. Ya lo veremos.»

Según Jenny Carlson, de Recursos Humanos, a principios de año Keebler había proporcionado a Bayshore una nueva dirección postal para que la compañía pudiera remitirle la documentación de la renta: 34 Temple Street, allí mismo, en Boston. Sólo una dirección, ni un número de teléfono ni un correo electrónico. Proporcionar información personal de un empleado, aun en el caso de que éste no trabajara ya para la compañía, era un estricto «Ni hablar», pero Jenny sabía que habían sido íntimos y le dio la dirección sin pestañear.

El sábado por la mañana, a las diez y media, Bobby caminaba bajo un brillante y caluroso sol a través de Beacon Hill serpenteando por un laberinto de senderos adoquinados todavía húmedos por la fuerte tormenta del día anterior. Su padre odiaba la ciudad, no podía entender por qué alguien en sus cabales podía gastarse en torno a medio millón de dólares, tal vez más, para vivir en ese «abarrotado agujero de mierda». En homenaje a su viejo, Bobby había usado un buen pellizco de su herencia como entrada para su piso de Back Bay.

«Bueno, imaginemos que tu colega Keebler te lo cuenta todo sobre cómo se ha puesto en forma —dijo Big Jim McManus—. ¿Qué vas a hacer, Bobby? ¿Escribirlo y archivarlo en esa carpeta de tres anillas junto a todos esos artículos que has recortado de esas revistas de fitness homoeróticas? Oh, por si lo has olvidado, esa carpeta está aparcada en la estantería, junto a todos esos libros de dietas que están criando polvo. No has abierto ninguno de ellos porque tú, mi querido y estúpido hijo, eres un gordo y perezoso…»

«Estás muerto», se dijo Bobby.

Ahora que su viejo era pasto de los gusanos, se dio cuenta de que podía enfrentarse a él.

«Ya no tengo que escucharte más.»

El número 34 era como cualquier otro edificio de la manzana, una torre de ladrillos desteñidos por el sol. No había senderos en la entrada ni parterres de césped, y las únicas flores eran las que crecían en un puñado de jardineras de las ventanas. Bobby subió los escalones y se detuvo en el sombreado pasillo abovedado, satisfecho de estar fuera del alcance del sol. Había siete buzones, cada uno de ellos con una etiqueta. El nombre de Keebler no figuraba en ellas.

La puerta delantera del edificio se abrió. Bobby dio un paso atrás para dejar pasar a la persona que se acercaba, una explosiva rubia platino que vestía un top deportivo negro a juego con unos shorts de licra u otro tejido ajustado y elástico. Tenía unas largas piernas perfectamente bronceadas y un increíble par de tetas que, en cualquier momento, corrían el riesgo de saltar fuera del top y decir «Hola». Había deslizado su cabello a través del agujero de la parte trasera de una gorra de los Red Sox. En la mente de Bobby, eso la convertía en una mujer diez.

—¿Puedo ayudarle? —le preguntó con vivacidad.

«Definitivamente, no es de Boston —pensó Bobby—. Sin acento de ningún tipo y una amabilidad extrema. Si creces en algún lugar cerca de la ciudad y ves a alguien que no conoces merodeando por donde vives, tu primera reacción es decir: “¿Qué coño quieres?”.»

—Estoy buscando a Mark Alves —dijo Bobby—. No veo su nombre en el buzón y me estoy preguntando si tengo la dirección errónea.

—No, es aquí. Vivimos en el tercero.

—Usted es… ¿Usted es Tina?

Ella asintió y Bobby creyó que le iba a dar un ataque allí mismo.

«¿Esta es la prometida de Keebler? Madre del amor hermoso.» Y acto seguido: «Esto lo acaba de rematar. Sea lo que sea lo que Keebler ha hecho para fundir su grasa, yo haré lo mismo, provenga del infierno o de la marea alta».

—Creo que no nos conocemos.

—No. Yo soy Bobby. Bobby MacManus.

Se estrecharon las manos y él dijo:

—Soy un… —¿cuál era la expresión adecuada? ¿«Soy un amigo»? ¿«Era un amigo»?—. Keebler y yo trabajábamos juntos en Bayshore.

—¿Keebler?—preguntó ella, claramente perpleja.

—Es un viejo apodo. Me lo encontré ayer por la mañana en el parque público y, bien, apenas le reconocí. Ésa es una de las razones por las que estoy aquí. Estoy deseando hablar con él sobre cómo consiguió ese tipazo increíble.

—¿Por qué?

La pregunta le pilló desprevenido.

—Bueno, quiero decir, míreme. Si me quito la camiseta corro el riesgo de que me arponeen —le dijo Bobby con una sonrisa, pero ella no se la devolvió.

—No debería hablar de sí mismo de ese modo —dijo ella cruzando los brazos sobre sus grandes pechos.

Ella le examinó como si lo estuviera calibrando. Pasando revista.

—Estoy segura de que no es la primera vez que ha intentado perder peso para estar en forma.

—Está en lo cierto.

—Entonces ¿por qué es diferente esta vez? ¿Qué ha cambiado?

Parecía sinceramente interesada en lo que él pudiera decir.

—Bueno —dijo Bobby—, para empezar estoy cansado y harto de estar exhausto todo el tiempo. Me duelen las rodillas. Subo los tres tramos de escaleras hasta mi piso y me siento morir. Sudo todo el tiempo, aun cuando haya aire acondicionado, y mi presión sanguínea…

—Quiero saber qué ha cambiado dentro de usted.

Bobby sintió brotar las razones desde lo más profundo de su ser, pero su mente le gritó que cerrara el pico y se tragó las palabras. Nunca se lo había contado a otra persona, y mucho menos a una mujer. Sostuvo la mirada de Tina y escrutó sus ojos. En ellos encontró compasión. Estaba seguro.

—Voy a cumplir los treinta pronto —dijo Bobby—. Yo he… ya sabe, yo he quedado con mujeres, pero nunca… Estoy harto de estar solo. Quiero a una mujer que sea feliz de ver que me acerco y que no haga una finta hacia el baño o hacia el ascensor. Me gustaría tener una mujer que se despertara a mi lado y no sintiera repulsión o rompiera a llorar al ver mi cuerpo desnudo. La persona que soy realmente, la persona que quiero ser… Es como si estuviera atrapada debajo de toda esta grasa de ballena. Y, si puedo librarme de ella, siento que nunca más volveré a ser invisible.

Ya está. Lo había dicho. Todo.

—Si habla con Mark, ¿puede decirle que me llame? Le daré mi nuevo…

—Quédese aquí —dijo ella—. Volveré dentro de un minuto.

Bobby se sentó a la mesa de la cocina y llamó al número que Tina había anotado en el post-it. Mientras oía el sonido de llamada al otro lado de la línea, miró la segunda cosa que la prometida de Keebler le había dado, la extraña tarjeta de visita hecha de una fina hoja de metal. La tarjeta no tenía el nombre de la empresa grabada en ella, ni ningún otro nombre. Ni número de teléfono, ni dirección de correo electrónico, sólo una serie de letras y números estampados separados por guiones. Tina le había dicho que era un código promocional.

Contestó una mujer joven que tenía una voz agradable y cálida.

—Goodbye Incorporated, ¿en qué puedo ayudarle?

—Quiero contratar a uno de sus entrenadores. Tina Dawson me dio la referencia.

—Conozco a Tina. Es una gran persona.

—Sí que lo es. Me dio un código promocional.

Bobby leyó las series de números y de letras estampados en la tarjeta metálica.

—Excelente —dijo la operadora—. Necesito recopilar algunos datos personales sobre usted. ¿Es un buen momento ahora?

—Sí. Totalmente.

En primer lugar le solicitaron los datos preliminares: nombre y dirección, números de la seguridad social y de teléfono. Su lugar de trabajo, cuánto tiempo llevaba trabajando allí, qué labores desempeñaba. Etcétera, etcétera. Después de que ella anotara su edad, altura y peso, empezó a hacerle preguntas sobre su salud. ¿Tenía la presión alta? No. ¿Problemas cardíacos? No. ¿Cáncer? No. ¿Había sufrido depresión o algún otro tipo de enfermedad mental? No y no. Parecía como si las preguntas no se fueran a terminar nunca y, una hora después, justo cuando él pensaba que ya habían acabado, ella se lanzó por el segundo round, ahora haciendo preguntas médicas detalladas sobre su familia. Al final, gracias a Dios, se terminó.

—Bien —dijo ella—. Creo que por el momento ya dispongo de todos los datos necesarios.

—Me gustaría empezar hoy, si es posible.

—Es posible que podamos arreglarlo, señor McManus.

—Bobby. —El hombre cogió papel y boli—. ¿Dónde se le puede localizar? Iremos a verle. ¿Cuál es su número de teléfono y la mejor hora para hablar con usted?

—El número de mi casa. Estaré allí todo el día. He olvidado preguntar cuánto cuesta esto.

—Su guía de vida tratará todos estos asuntos con usted.

—¿Guía de vida?

—Lo sé, lo sé, el nombre suena a broma, pero ésa es la tarea que desempeña nuestro personal. Le guían hacia su nueva vida. Garantizamos nuestros resultados.

Bobby dejó escapar una risita entre dientes.

—¿O devuelven el dinero?

—Nunca hemos tenido un fracaso.

El entrenador que mandó Goodbye, Inc. —uno de sus guías de vida, se recordó a sí mismo Bobby— era un hombre de raza negra de más de metro ochenta de estatura, vestido con unos chinos ajustados y un polo marinero oscuro. Bobby pudo ver una delgada cadena de oro con una cruz que descansaba sobre su pecho.

El tipo cambió su maltrecho maletín de piel a la mano izquierda y le tendió la derecha:

—Fendy Alexis.

Bobby percibió una gran fuerza en el apretón de manos de aquel sujeto, del tipo capaz de aplastar una pelota de tenis. Fendy Alexis no era un musculitos. Era delgado con gruesos brazos y bíceps cubiertos con una visible maraña de venas. La abrumadora sensación de solidez que destilaba no se correspondía con sus adormilados ojos marrones o su voz suave.

Los ojos volvieron a la vida cuando entró dentro del piso y su mirada inspeccionó el gran espacio abierto que hacía las veces de sala de estar y cocina. Estaba decorado con gusto, con muebles de piel nuevos y un televisor plasma de setenta pulgadas colgado de la pared. Parecía impresionado. Bobby no pudo evitar sentir cierto orgullo. «Si pudiera conseguir que una chica viniera aquí…», pensó.

—¿Puedo ofrecerle algo? ¿Café? ¿Agua?

—Estoy bien, gracias. —Fendy se rascó un lado de la cabeza. Llevaba el pelo rapado al uno e irradiaba calidez y confianza, cualidades extrañas en alguien de su juventud. Bobby aventuró que el tipo tenía veintipocos años—. Sentémonos.

Bobby se sentó en la butaca.

—¿Qué clase de nombre es Fendy?

—Haitiano. Nací allí. Mi familia aún vive en la isla y, gracias a Dios, sobrevivieron al terremoto. —La expresión de tristeza volvió a sus ojos—. ¿Su padre era Big Jim McManus, el Rey de los Electrodomésticos del Nordeste?

—Por desgracia, sí.

Fendy se rió. Su risa era contagiosa. Bobby sonrió a su vez con sorna y añadió:

—El hombre se comportó como un gilipollas conmigo desde el día en que salí del vientre de mi madre.

—¿Por qué?

—Como puede ver, soy un jodido gordo perezoso.

El humor se desvaneció de la cara de Fendy.

—Todo el mundo piensa que mi padre era el increíblemente adorable y divertido tipo que veían en los anuncios —explicó Bobby—. En casa, el Rey de los Electrodomésticos era el Rey de los Malnacidos. Creo… No, sé que me odiaba. Él era un ex marine y como siempre tuvo un físico de combatiente, esperaba lo mismo de sus hijos. Mis dos hermanos lo consiguieron juntos, pero por alguna razón, yo no pude bajar de peso. Mi viejo tenía esos grandes brazos que eran como barras de acero cuando me golpeaba…

—Pare. —Fendy levantó una mano con expresión seria—. Usted no es una…. persona gorda y perezosa.

—Ésas eran las palabras de mi padre. No las mías.

—Pero han marcado su psique. ¿Por qué, si no, las iba a repetir?

Bobby no estaba seguro de cómo responder.

—Usted no es su pasado ni su futuro —dijo Fendy—. Usted existe tal como es en el presente, en este momento.

Bobby se removió inquieto en el asiento. Estas afirmaciones encorsetadas de la jerga de los psicólogos le hacían sentir incómodo. Entonces, pensó en la sexy Tina Dawson con su cuerpo perfecto y su incomodidad se desvaneció. Si Fendy Alexis quería que adoptara esta forma de hablar, lo haría. Si aquel tipo quería que agitara las manos en el aire y gritara «Amén» y luego «Aleluya» desde los tejados, lo haría. Bobby estaba preparado para emprender el camino. Sintió como la resolución crecía en su corazón.

—Bien —dijo Bobby—, en este momento exacto, quiero despojarme del último kilo de grasa. No sé en qué consiste su programa… Tina no me lo contó. He intentado buscar información sobre su empresa en internet, pero no he conseguido encontrar nada sobre Goodbye, Incorporated.

—No tenemos página web.

Eso había sorprendido a Bobby. Todos los negocios tenían una página web. O al menos, una página en Facebook. Goodbye, Inc. no tenía ninguna y tampoco había encontrado nada en Twitter.

—Nuestro negocio se basa en las recomendaciones —dijo Fendy—. No hacemos publicidad y sólo aceptamos clientes de quienes tenemos la certeza de que están comprometidos en cambiar su vida. Esa es la clave: compromiso.

Bobby asintió.

—Tina me dijo lo mismo.

—¿Qué más le contó?

—Poco más —dijo Bobby—. Eso y que si sigo adelante con esto, ella me apadrinará. No sé lo que significa. Ella dijo que primero tenía que hablar con alguien de Goodbye.

—Déjeme que le explique lo que hacemos. —Fendy se inclinó hacia delante con los codos en sus rodillas y las manos colgando entre sus piernas—. Usted y yo trabajaremos juntos codo a codo cada día, siete días a la semana, hasta que yo esté satisfecho con los resultados. La dieta es muy estricta. Le daré una lista de comida para comprar; el coste de la comida no entra en la tarifa, que le comunicaré enseguida… Yo prepararé todas sus comidas. Desayuno, comida y cena, todo lo que usted puede consumir estará escrito en lo que nosotros denominamos «la Biblia». No puede apartarse de ella. Sin excusas. A menos que caiga enfermo, no puede perderse ni siquiera un solo entrenamiento. En otras palabras, usted hará exactamente lo que yo le diga cuando yo se lo diga.

—Como una especie de riguroso instructor de marines.

—Hay una pequeña diferencia entre mi persona y un marine como, digamos, su padre. Yo no voy a humillarle ni a llamarle gordo y perezoso o estúpido. Le daré patadas en el culo durante los entrenamientos, indudablemente, pero también soy su compañero en esto. Si usted fracasa, yo fracaso. Esto significa que si le aceptamos como cliente y en un año no obtenemos resultados, me despedirán. Usted, sin embargo, recuperará su dinero.

—¿Lo dice en serio?

Fendy asintió.

—Así es como la compañía consigue resultados garantizados.

—¿Cuánto cuesta esto?

—¿Cuánto vale para usted?

—Yo daría… bien, cualquier cosa.

—¿Qué le parece cincuenta mil?

Bobby sintió un hueco en el estómago.

—Es mucho dinero, lo sé —dijo Fendy—. Pero no diferente de hacer una inversión en su plan de pensiones. En lugar de depositar un capital en un fondo de inversión, invierte en sí mismo. En su salud física y en su bienestar mental. Le damos la vida que usted merece.

Bobby asintió, pensando en el dinero. Lo tenía —y mucho, mucho más, cortesía del seguro de vida de Big Jim—. Pero, aun así, ¿cincuenta mil dólares?

Entonces pensó en el nuevo y mejorado Keebler. Bobby había visto los resultados en carne y hueso. Sabía que no se trataba de un truco, de algunas fotografías de Antes y Después pasadas por el Photoshop. Keebler había transformado su persona y había conquistado a una rubia platino explosiva. ¿Valía la pena gastar cincuenta de los grandes en una silueta delgada y musculosa completada con unos abdominales de tableta de chocolate? ¿Y tener la oportunidad de citarse con alguien como Tina Dawson… puede que incluso terminar casándose con ella?

—Si accede a que trabajemos juntos, firmará un contrato, amén de un acuerdo de confidencialidad. ¿Está familiarizado con A. A.?

—¿Alcohólicos Anónimos? —preguntó Bobby.

—Efectivamente. Si usted se une a A. A., se compromete a no contar a nadie lo que vea en las reuniones, lo que pase en ellas. Trabajamos así y lo ponemos por escrito en un acuerdo legal vinculante. No puede hablar sobre nuestros métodos de entrenamiento con nadie, ni siquiera de su familia; en caso contrario perderá su inversión. No queremos que nadie conozca las técnicas de última generación que usamos. También deberá firmar un formulario médico de descargo que me protege a mí y a la compañía de cualquier responsabilidad si sufre cualquier daño…

—Lo haré.

—Este es un compromiso serio. Como le he dicho, si usted fracasa, yo fracaso. Tina, también. Ella ha accedido a apadrinarlo como en A. A. Si se siente tentado a hacer trampas, ella es la persona a la que tiene que llamar. Piénselo y póngase en contacto conmigo, digamos a principios de la semana que viene.

Bobby se puso en pie y caminó hacia la habitación de desahogo que usaba como oficina. Cuando volvió, le extendió un cheque a Fendy. Bobby había dejado en blanco el espacio «Pagúese por este cheque a» por si Goodbye, Inc. era filial de otra compañía.

Fendy no dijo nada. Simplemente se quedó mirando el cheque que sostenía entre sus dedos.

—Es de mi cuenta del mercado de valores —dijo Bobby—. Puede llamar a mi broker y él comprobará que hay fondos. Si no quiere un cheque, puedo hacer que transfieran los fondos a la compañía.

—Éste es un cambio capital en su vida. ¿Está seguro de que quiere seguir adelante?

—Estoy comprometido. Podemos empezar ahora, si quiere.

—Decir que está comprometido y estar comprometido, bueno, son cosas diferentes, ¿no cree?

—Completamente.

—Va a ser un camino largo. Con mucho trabajo duro. —Sonrió con sorna—. Aprenderá a odiarme.

—¿Tiene la documentación en su maletín?

—Siempre llevo un contrato tipo, por si acaso.

—De acuerdo, entonces —dijo Bobby—, Muéstreme dónde tengo que firmar y empecemos a trabajar.

Antes de firmar, Bobby tenía que someterse a un test de estrés. Fendy quería comprobar si el corazón de su cliente era físicamente apto para el trabajo.

Lo era. El doctor del South Boston, un amigo de Fendy que estaba especializado en fisiología del ejercicio, le dijo a Bobby que había aprobado con nota. Tenía la presión sanguínea un poco alta pero no había nada por lo que preocuparse… todavía. «Es bueno que se ocupe de su peso ahora, cuando aún es usted joven y saludable —dijo el doctor Mike Braxton—. Dentro de dos años, tal vez menos, usted tendrá que tomar un peligroso cóctel de medicamentos para la presión… e insulina. Es casi diabético.»

Bobby se sometió a un examen físico rutinario y, seguidamente, el doctor Mike Braxton envolvió sus brazos, muslos y cintura con cintas de medir. Pinzó con calibradores de metal las áreas de grasa. Anotó todas las cifras en una tablilla con sujetapapeles, hizo cálculos y le comunicó a Bobby los resultados: su cuerpo tenía un descomunal porcentaje de grasa, 39%. Eso lo situaba en la categoría de obesidad mórbida.

Después de que le extrajeran dos grandes viales de sangre, Bobby se bamboleó de vuelta al coche de Fendy, un reluciente BMW negro. Fue un trayecto corto. Quince minutos después, seguía a su guía de vida a través de la puerta delantera de un edificio marrón oscuro de tres pisos con el pórtico combado.

Un gran tipo blanco con pinta de haber salido recientemente de la cárcel —cabeza rapada, una cicatriz que recorría la línea de su mandíbula y grandes antebrazos carnosos con burdos tatuajes— estaba sentado en un sofá de la sala de estar tramitando el papeleo. La música clásica se propagaba por el aire fresco.

—¿Está despejado? —le preguntó Fendy a aquel tipo.

El aludido asintió sin levantar la vista de sus papeles.

—¿Qué hay de Jack?

—Está aquí.

—Dile que se trata de una prueba. —Fendy se volvió hacia Bobby y dijo—: Déme sus llaves.

Bobby se las dio y Fendy se las lanzó al tipo del sofá. Bobby siguió a Fendy por el vestíbulo y bajaron un tramo de escaleras hacia el sótano, un espacio amplio con suelo de cemento. El aire era agradablemente fresco y olía a cuerpos y a sudor. En un rincón, cerca de una hilera de mancuernas, había un montón de gruesas colchonetas pringadas con manchas de sudor. Bobby vio una barra para levantar pesas. Una mesa de inversión y un banco de pesas. Aquel lugar ofrecía el especto de un gulag ruso, e incluso tenía las pesas rusas de hierro fundido y con forma de bolas de cañón que habían ideado los soviets.

—Sé lo que está pensando —dijo Fendy—. Probablemente esperaba encontrarse uno de esos gimnasios de diseño con servicio de toallas y duchas privadas, ¿no es verdad?

Bobby asintió, aunque habría mentido si no hubiera reconocido que, en parte, se sentía aliviado. Durante el trayecto, había visto crecer, en su interior, su pavor al gimnasio, a tener que cambiarse en los vestuarios y a los usuarios que se quedarían embobados mirándole mientras se contoneaba como un flan en su camino hacia los aparatos.

—¿Sabe por qué le he traído aquí?

Bobby negó con la cabeza. Alcanzó a ver su reflejo en los espejos que había en las paredes.

—Intimidad —dijo Fendy—. En un gimnasio de moda, ¡diablos! en cualquier gimnasio, la gente con sobrepeso se acompleja. Piensan que los demás les observan, ¿y sabe qué? Algunos lo hacen. Algunos les miran y les juzgan. Entonces alguien como usted empieza a compararse con la gente que tiene buen aspecto, que está en forma. Comienza a decirse que nunca será como ellos. Piensa que está gordo por causas genéticas y es así como se abren paso los pensamientos negativos. Lo siguiente que sucede es que ha bajado de la cinta de correr y está frente al televisor atracándose de comida basura para combatir la depresión. ¿Le suena familiar?

—Demasiado familiar.

—En este lugar, sólo estamos usted y yo, Bobby. No hay distracciones y, lo que es más importante, no hay juicios. Mi trabajo es conseguir resultados y eso incluye acallar esa voz negativa que tiene usted en la cabeza. No voy a permitir que se sabotee a sí mismo nunca más. Para conseguirlo, necesita confiar en mí. ¿Puede hacerlo?

—Estoy comprometido. Al cien por cien. Sea lo que sea lo que me pida, lo haré.

—Eso es lo que quiero oír. Quíteselo todo excepto los calzoncillos.

Bobby dudó. «¿Por qué querrá que me quede en ropa interior?»

«Debe de ser una prueba —pensó—, alguna triquiñuela psicológica para ver si realmente estoy comprometido.»

Bobby se despojó de su ropa y no se sintió avergonzado hasta que se quedó sólo con el ajustado y blanco slip. Pero no le iba ajustado. Ni tampoco era exactamente blanco.

—Ahora mire en el espejo —dijo Fendy en un tono suave.

Bobby lo hizo. Con reticencia. Bajó la mirada al suelo cuando en su mente resonó la voz de su padre: «Tienes un bonito par de tetas ahí».

—No se avergüence —dijo Fendy con voz tranquilizadora, como si supiera lo que Bobby sentía—. Siga adelante y mire.

Bobby necesitó un momento para reunir coraje.

En la crudeza de la luz reveladora, vio su blanco estómago hinchado. La tercera barbilla que estaba criando una cuarta. Los hoyuelos que cubrían sus muslos confiriéndoles el desastroso aspecto de un queso gruyere. Y su pecho… Big Jim estaba en lo cierto. No había ni un músculo ahí, sólo un par de tetas pegadas a un hombre.

—¿Ve toda esa grasa? —dijo Fendy—. Quiero que piense en ella cada vez que caiga en la tentación de hacer trampas con la dieta. ¿Vio al hombre que había arriba? ¿El que cogió sus llaves? Ahora mismo va camino de su casa para deshacerse de todas las porquerías y reemplazarlas por comida sana.

Bobby vio la cara de Fendy asomarse por encima de su hombro.

—No puede haber ni una mentira, Bobby.

—De acuerdo.

—Dígalo.

—No habrá mentiras.

—Y si engaño, pagaré un precio altísimo.

—Y si engaño, pagaré un precio altísimo.

—Si lo hace me enteraré, Bobby. Puede estar seguro de ello. ¿Está listo para empezar a trabajar?

—Totalmente.

—Entonces, empecemos.

Bobby se agachó para recoger su ropa.

—No —dijo Fendy—. En ropa interior.

Bobby tenía trece tiernos años y tres meses cuando su padre le mandó a Camp Carter. La granja de cuatro hectáreas que trataba exclusivamente a niños con sobrepeso de todas las edades. El primer día, el instructor del campamento, un hombre que se había graduado en la escuela de Motivación Personal de Big Jim McManus, vociferó y gritó a Bobby y a otros tres chicos de caras color carmesí para que corrieran por una pista exterior bajo el riguroso sol de agosto. Bobby había bloqueado en su memoria todo lo que el instructor del campamento había dicho, pero aun después de los años transcurridos, cuando yacía en su cama todavía recordaba el dolor generalizado en todo el cuerpo que había sentido la mañana siguiente.

Sólo que esto era peor. Mucho, mucho peor. El dolor era actual y vivo, se extendía de la cabeza a los pies y no lo causaba correr torpemente en una pista. Este dolor tenía unos dientes cabrones y Fendy lo había agudizado, hasta convertirlo en las puntas de una daga, usando lo que él denominaba pluviométricos, un tipo de ejercicio concebido para que los atletas hicieran rápidos y poderosos movimientos. El problema era que Bobby no era rápido ni poderoso, sino más bien lento y letárgico. Cuando no estaba levantando o balanceando esas malditas pesas rusas, Fendy le había ordenado tumbarse en una de las colchonetas para hacer abdominales y trabajar «el núcleo», los músculos frontales y laterales de su estómago, que estaban enterrados bajo toda esa grasa ballenácea.

Fendy le dio el contrato inmediatamente después de la sesión.

—No va a hacerse más fácil. De hecho, va a ser peor. Más intenso.

«Me está poniendo a prueba de nuevo —pensó Bobby—, tiene que ser así, porque nada puede ser peor que esto.»

Bobby sonrió —sus labios eran el único punto de su cuerpo que no estaba gritando en agonía— y firmó. Puso sus iniciales en cada página según las instrucciones recibidas. Quería acabar cuanto antes para irse a casa y tomar la ducha más larga del mundo.

Sin embargo, Fendy no había terminado aún. Salieron para dar un paseo de cinco kilómetros y, después de esa pequeña diversión, Fendy lo arrojó a su piso. Bobby bebió uno de los batidos de proteínas de aspecto arenoso y sabor a tiza que había en la nevera, se duchó y se quedó dormido en el sofá. Se despertó a las siete, con las agujetas filtrándose en sus músculos, y fue a la cocina a consultar la «Biblia», una carpeta de tres anillas donde se especificaba lo que Bobby podía comer cada día. El suculento festín de la noche consistía en una pequeña manzana y una barrita de queso sin grasa. Los devoró, vio un rato de televisión y se fue a planchar la oreja a las nueve.

Sonó el teléfono. Bobby se dio la vuelta en la cama y, ahogando un grito, lo cogió de la mesita de noche.

—Lleve su culo a la ducha —dijo Fendy—. Le recogeré dentro de una hora.

—¿Me va a llevar al hospital?

Fendy se rió, la misma risa vibrante y contagiosa de aquella tarde en su piso. Sólo que esta vez Bobby no tenía ganas de reír. Se sentía como si le hubiera vendido una parte de sí mismo, empezando con esa mierda de hacer ejercicio en ropa interior. ¿De qué coño iba eso?

—Ese dolor generalizado es sólo ácido láctico —dijo Fendy—. Sólo hay una forma de remediarlo.

—Lo sé, reposo en cantidades industriales.

—No, el gimnasio. Tendrá que prepararse el desayuno esta mañana. Está escrito en la Biblia, que debería guardar…

—Cerca de la nevera, sí, lo sé.

Bobby colgó y casi gritó cuando retiró las mantas.

Según la Biblia, el primer plato del día consistía en una tortilla de clara de huevo con champiñones y media taza de requesón cubierta con moras o con arándanos, a su elección. Podía tomar un café con leche desnatada, pero sin azúcar. Bobby se lo comió todo, echó un vistazo a las estanterías y se fue directo a la ducha.

No podía dejar de pensar en la barrita de chocolate.

La había descubierto la noche anterior en un armarito de la cocina, un bocadito de Milky Way. Había comprado una bolsa enorme de Milkys hacía unos meses, con la idea de comer uno o dos de vez en cuando para premiarse (incluso los puso fuera de su alcance para no caer en la tentación). El socio de Fendy en el crimen, el enorme tipo blanco con pinta de neonazi, había encontrado la bolsa y la había confiscado junto con prácticamente todo lo que había en los armarios y en la nevera. A excepción de algunas especias, algunas cajas de cereales integrales y de arroz integral, las estanterías habían quedado escrupulosamente limpias. El socio de Fendy, pensó, había olvidado la diminuta barrita del tamaño de un bocadito. Probablemente, había caído accidentalmente de la bolsa.

Bobby siguió pensando en la señora Milky Way mientras se vestía. ¡Azúcar! Su cuerpo gritaba de euforia. «Eso es lo que necesitas, sólo una pequeña inyección de azúcar para ayudarte en tu entrenamiento. Adelante. Lo mereces después del infierno por el que pasaste anoche.»

Bobby alejó este pensamiento de su cabeza. La señora Milky Way siguió susurrándole mientras se peinaba y, cuando Bobby la ignoró, su cuerpo gritó como un yonqui desesperado por una dosis. Entonces, como si estuviera en trance, se encontró a sí mismo de pie en la cocina embutiéndose el chocolate en la boca. El subidón de endorfinas fue increíble. «Esto es mejor que el sexo. Esto es mejor…»

«No habrá engaños, Bobby.»

Bobby se sobresaltó y se giró bruscamente; por un instante sintió a Fendy a su lado. No estaba allí, por supuesto. No había nadie. La voz procedía del interior de su cabeza. Pero Fendy estaba en camino —Bobby miró el reloj del horno—, mierda, diez minutos.

«Olerá el chocolate en mi respiración», pensó Bobby y salió disparado hacia el baño. Hizo desaparecer el envoltorio en el inodoro y se cepilló de nuevo los dientes, con furia, como si estuviera limpiando la sangre de la escena del crimen antes de que llegara la policía.

Fendy estaba de un humor excelente y, sorprendentemente, simpático.

—El dolor que siente remitirá, se lo prometo —dijo mientras conducía—. Las dos primeras semanas son las más duras. Sirven para distinguir a los hombres de los niños. Tiene que tomar conciencia del proceso.

Bobby pasó el chicle al otro lado de la boca. Había tomado un puñado en su camino hacia la puerta, rezando a Jesús, María y José para que fueran de menta extrafuerte. Su boca estaba fresca y cosquilleante pero, aun así, se había sentado cerca de la puerta, como un alcohólico que temiera que su padrino detectara el tufo a bebida.

Bobby se dio cuenta que, de hecho, era un adicto. No de la bebida, pero sí de la comida. Los dulces y las grasas, las mejores.

Sintió un arrebato de vergüenza cuando dijo:

—Estoy comprometido. Al cien por cien.

—Sé que lo está. Puedo verlo en sus ojos. Y yo nunca me equivoco con esas cosas.

Bobby realizó unos ejercicios de calentamiento para hacer que la sangre fluyera. Fendy le había dicho que serviría para disipar el ácido láctico que se había formado en sus músculos. El dolor era intenso, especialmente cuando empezó de nuevo con las pesas rusas, pero se negó a quejarse y a lloriquear. Había pagado cincuenta de los grandes por este lujo y no quería desperdiciar ni un centavo.

Lo que realmente le motivaba era la solapada pequeña recompensa de la mañana. Todavía podía sentir el sabor del chocolate y del caramelo en la parte trasera de su paladar acompañándole, cómplice, como un viejo amigo de la infancia.

Después del entrenamiento, se sintió dolorido, pero ágil. Podía moverse sin sentirse como si le estuvieran clavando cuchillos en los músculos.

—El dolor del ácido láctico empieza a remitir —dijo Fendy mientras levantaba una pequeña nevera del suelo—. Tiene suerte. Tengo algo que le ayudará a mantenerlo a raya.

—¿Un barril de cerveza?

—¡Qué más quisiera! Se lo mostraré una vez estemos en casa.

Fendy condujo de vuelta a casa. Bobby se dio una ducha y después de que se secara y se cambiara de ropa, encontró a su guía de vida sentado en una de las sillas de la cocina. En la mesa había un vaso alto con agua helada y, al lado, un humeante bol blanco rebosante de un estofado de aspecto lodoso espolvoreado con pequeños cubitos verdes.

Bobby arrastró la silla hacia él y se sentó.

—Huele como… bien, huele a mierda.

Fendy se relajó con una de sus risas fáciles.

—Presumo que nunca ha tomado tofu antes.

Bobby sacudió la cabeza negativamente, echó un vistazo a aquel mejunje grasiento y los trocitos de verdura.

—El tofu sabe igual que huele. A basura —dijo Fendy—. Esas cosas verdes que salpican la superficie son dados de menta. Los uso para intentar disfrazar el olor. Yo de usted, me lo tragaría con agua. No mastique, simplemente haga que lleguen a su estómago.

Bobby cogió una cuchara y la hundió en la mezcla. Tragó el primer bocado y su estómago dijo: «Perdón, pero no queremos esto aquí». Se sacudió por las arcadas, tomó el agua y se bebió la mitad. Tuvo que beberse tres vasos más para conseguir que el resto del estofado le bajara por la garganta.

Bobby apartó de un empujón el bol, tenía el estómago revuelto.

—No más tofu.

—Es bueno para usted. Lo otro, no demasiado.

—¿Qué es lo otro?

—Comida para perros.

El estómago de Bobby se revolvió de nuevo y sintió como su contenido empezaba a removerse en busca de una vía de salida. Su cerebro tomó el control y les dijo a ambos, a él y a su estómago, que se tranquilizaran; era sólo una broma.

Fendy no tenía pinta de estar bromeando.

—Es verdad. Acaba de comerse una lata de comida de perro. Alpo, por si se lo está preguntando.

Salió disparado de su garganta. Bobby no podía pararlo aunque quisiera; su mente aullaba como una alarma de incendios, gritando: ¡¡¡ÉCHALO FUERA!!! Lo vomitó sobre la mesa. Una parte salpicó a Fendy, pero el tipo no reaccionó, simplemente se reclinó hacia atrás en la silla. Bobby se puso en pie y corrió con las piernas temblorosas hacia el baño mientras expulsaba una segunda oleada. No llegó al inodoro, pero se las arregló para vomitar en la bañera.

Bobby levantó desesperado el asiento del inodoro y se desplomó en el suelo, con el cuerpo tembloroso y el sudor perlando su frente, en espera de una tercera oleada. Podía sentir como crecía en su interior.

Oyó pasos y Fendy apareció en el quicio de la puerta.

—Éste es el precio que pagas por engañar —dijo Fendy con voz tranquilizadora—. Espero que la barrita de caramelo valiera la pena.

«¿Cómo coño lo sabe? —Era la pregunta que Bobby quería hacer, y que hubiera hecho de no estar vomitando en el inodoro—. He tirado de la cadena para hacer desaparecer el envoltorio y me he cepillado los dientes. No hay forma humana de que él pudiera…»

«Era otra prueba. Había dejado el dulce a propósito y, mientras me estaba duchando, vio que el Milky Way había desaparecido.»

—Es el primer fallo, Bobby. El segundo implica involucrar a tu patrocinadora. Estoy seguro de que Tina querrá hablar contigo más tarde. No te levantes, encontraré la salida.

Tina no llamó.

Keebler sí lo hizo.

—¿Cómo está tu estómago, gilipollas?

Tina se lo había contado. Bobby estaba sentado en el sofá de la sala de estar. Pasaban varios minutos de las ocho y el sol se estaba poniendo, el color rojo oscuro se reflejaba en las ventanas de los viejos edificios al otro lado de la calle. Las contempló y tuvo un momento de paranoia: «Fendy está detrás de una de esas ventanas ahora mismo, vigilando».

—Le dije a Tina que esto ocurriría —dijo Keebler. Bobby pudo oír como la rabia bullía en la voz de su antiguo colega—. Le dije que no tenías lo que hay que tener, le recordé que era yo quien te trató durante ocho años y no ella, pero Tina se tragó esa historia lacrimógena de mierda que le vendiste sobre lo comprometido que estabas para cambiar.

—Estoy comprometido. Yo sólo…

—¡Ni siquiera puedes estar veinticuatro horas sin hacer trampas!

¿Por qué le estaba gritando? Keebler no era su padrino. No era Keebler a quien habían engañado para que se zampara una lata de comida para perros. No era Keebler quien se había pasado toda la mañana vomitando.

Bobby no quería tratar ese asunto con Keebler. Le pediría perdón y pasaría del tema.

—Lo siento. Ha sido un desliz, eso es todo. He aprendido la lección.

—¡Gilipolladas!

—¿Está Tina ahí? Me gustaría hablar con ella, ella es mi patrocinadora, no tú.

—Ahora mismo, está demasiado disgustada.

«¿Demasiado disgustada?» Contrariada, tal vez, Bobby podía entenderlo, pero «¿disgustada?».

—Dile que lo siento. Dile que le doy mi palabra de que yo….

—No queremos otra jodida promesa vacía. ¡No queremos que la jodas!

—Lo entiendo. Sé que no confiáis en mí, todavía no, sé que tengo que demostraros que soy digno de vuestra confianza. Por favor, insisto, dile que lo siento.

Keebler no contestó. Había colgado.

Pasó un mes y, a finales de julio, Bobby había perdido cinco kilos. Nadie lo notó. Perder cinco kilos era el equivalente a tirar una tumbona del Titanic al mar. Aun así, se sentía bien. Orgulloso. Sus pantalones no le apretaban tanto y tenía más energía. Al llegar la tarde ya no se sentía como si tuviera un arduo camino por delante. Comía y bebía todo lo que estaba escrito en la Biblia y no se apartaba ni un ápice de lo que decía. Estaba comprometido con su objetivo, con su promesa. Fendy lo recogía cada día después del trabajo, a las cinco, y Bobby lo daba todo en las sesiones. No discutía ni se quejaba. Si Fendy quería diez flexiones, las hacía. Tal vez no fueran perfectas, pero las hacía todas.

Para el fin de semana del día de los Trabajadores había perdido otros siete kilos. Tina lo llamaba cada día para animarle. Fendy también estaba satisfecho con los progresos, pero quería endurecer los entrenamientos.

—Ahora que tus músculos son sólidos, es el momento de añadir algunos ejercicios aeróbicos para acelerar tu metabolismo —anunció una tarde cuando se dirigían al gimnasio—. La mejor hora para hacerlo es por la mañana antes de que comas nada. Te recogeré mañana por la mañana a las cinco. Vístete y prepárate para correr.

Bobby sonrió.

—De acuerdo —dijo.

El día de su cumpleaños, el 22 de septiembre, Bobby había perdido diez kilos más, lo que hacía un total de veintidós kilos perdidos en menos de tres meses. La gente lo había notado, incluso algunas de las chicas de Bayshore. Todavía no se sentían atraídas por él, pero no habían dejado de felicitarle por su pérdida de peso. Algunas le preguntaron cómo lo había hecho.

—Disciplina —contestó Bobby—. Disciplina y compromiso.

Había perdido veintidós kilos, pero aún le faltaba librarse de otros cincuenta para conseguir su objetivo de bajar hasta ochenta y dos. Bobby sabía que todavía tenía un largo camino ante sí, pero al menos se estaba aproximando a la mitad del recorrido. Sintió que tenía que celebrarlo.

Cuando se dirigía andando hacia su casa, procedente del trabajo, vio el Kentucky Fried Chicken al final de la manzana. Se detuvo ante el escaparate mirando al interior; se moría por una pieza de pollo (a la plancha, no frita), puede que con puré de patatas al lado y con una cucharada de salsa.

Su móvil sonó.

—Buenas tardes, Bobby. A menos que quieras que le ocurra algo a tu patrocinadora, te aconsejo que sigas andando.

La voz no era la de Fendy o la de Keebler. Pertenecía a otra persona.

La línea quedó en un silencio sepulcral. Una persona de Goodbye, varias incluso, le estaban vigilando. ¿Durante cuánto tiempo? Miró a su alrededor, asustado.

—No queremos que nos engañes —le dijo Fendy a la mañana siguiente—. Los primeros meses son críticos, por eso tenemos algunas personas supervisándote. Queremos que lo consigas.

Estaban corriendo a lo largo del río Charles. Era la primera semana de noviembre y el frío del invierno se había colado en el viento.

—Tengo que ir a Nueva York —dijo Bobby—. Un viaje de negocios. Mi vuelo sale a mediodía. Estaré haciendo una auditoría el jueves y el viernes. Regresaré la mañana del sábado.

—No puedo acompañarte.

Bobby arqueó las cejas, sorprendido. No le había pedido a Fendy que fuera con él (de hecho, no tenía ninguna intención de hacerlo).

—He pensado en la posibilidad de que me diera un plan de entrenamiento para estos dos días. Buscaré un gimnasio, probablemente el hotel disponga de uno, y, como le he dicho, estaré de vuelta el sábado, por eso creí…

—Tenemos una oficina en Manhattan. Haré unas gestiones para que alguien te entrene.

—Su gente está realmente comprometida con sus clientes.

—Tenemos que estarlo. Transformar vidas es un negocio serio.

Fendy paró de correr. «Oh, gracias a Dios», pensó Bobby.

—Tengo buenas noticias —dijo Fendy—. Queremos que trabajes para nosotros.

—¿Nosotros?

—La compañía. Hemos tomado esta decisión para que formes parte del círculo íntimo. Felicidades, Bobby. Es una gran oportunidad, un verdadero honor.

Bobby se sintió apabullado. Confuso.

—¿Me está ofreciendo un trabajo?

—Ya tienes el trabajo —sonrió Fendy con orgullo—. Te explicarán los detalles después de que des las dos semanas de plazo estipuladas a Bayshore.

—Pero yo…

—¿Qué?

Bobby se mordió el labio inferior y tragó. No quería una confrontación; de hecho, se resistía a ella. Pero si algo había aprendido en los últimos meses era que se sentía capaz de hacer cualquier cosa. Podía decir no. Podía plantar cara.

—Agradezco esta oferta de trabajo, se lo aseguro, pero estoy bien en Bayshore.

—Ese puesto es tu pasado. Ahora nosotros somos tu futuro. Tu familia.

Fendy posó una mano firme en el hombro de Bobby y apretó. Aún tenía «esa» sonrisa estampada en la cara, pero ahora parecía fría. Amenazante.

—Y todo el mundo sabe que no se dice «no» a la familia, ¿verdad?

Bobby estaba sentado encogido en el asiento del avión dando sorbos a la botella de agua cortesía de Jet Blue. Era un asiento pequeño, aunque confortable, gracias a que había perdido peso. Antiguamente, tenía que adquirir billete de asiento extra para poder volar.

«Ahora nosotros somos tu futuro. Tu familia.»

¿Qué familia? ¿Goodbye, Incorporated? La compañía que tenía tanto éxito haciendo transformaciones físicas que no necesitaba anunciarse. Ni página web, sólo el boca oreja. La gente que conocía cada uno de tus movimientos a cualquier hora del día o de la noche. La gente que te engatusaba para que comieras comida para perros porque a causa de un momento de debilidad habías cometido el error de ingerir una diminuta barrita de chocolate.

Bobby tragó agua para aliviar la sensación nauseabunda de su estómago. La voz de Big Jim McManus susurró en su mente:

«¿Y ahora te das cuenta de que la compañía es extraña? Pensaba que eras un poco lento, pero esto se lleva la palma, hijo.»

Bobby oyó la campechana y humillante risa entre dientes de su padre.

«Te has unido a una secta, estúpido hijo de perra. Y lo que ya es el colmo: has pagado cincuenta de los grandes para que te acepten.»

La risita entre dientes se convirtió en una carcajada ensordecedora. Bobby la estuvo oyendo durante todo el vuelo. Le persiguió por el aeropuerto y en el taxi durante el trayecto a Manhattan.

Bobby se fue directo al hotel. Había recibido un SMS del jefe de Bayshore comunicándole que el encuentro preliminar para la auditoría en Dryston Insurance se había retrasado hasta las cinco de la tarde.

La habitación era pequeña pero bonita. Cuando traspasó la puerta, vio un par de pies con las uñas pintadas de rojo oscuro descansando en la parte inferior de su cama. Dejó la puerta abierta y entró en la habitación. Su mirada recorrió en sentido ascendente un par de piernas bronceadas que terminaban en unos ajustados shorts negros. Vio un abdomen liso y un enorme par de tetas dentro de lo que parecía más un sujetador que un top deportivo. A través del fino tejido pudo ver el contorno de sus pezones.

La mujer se sentó, y su cabello, largo, castaño y grueso, se derramó sobre sus hombros y sobre su cara.

Bobby enrojeció, abochornado.

—Lo siento. Deben de haber cometido un error en recepción.

—No, estás en el sitio correcto, Bobby.

La mujer bostezó y, al apartarse los mechones de pelo de los ojos, la colección de pulseras de oro en su muñeca derecha tintineó.

—Perdón, me he quedado frita. Soy Crystal Hope. Sí, es mi nombre de nacimiento, y no, no soy una stripper. Soy de Goodbye.

—¿Cómo ha entrado aquí?

—Los del hotel me han dejado entrar. Les he dicho que soy tu prometida.

Le rozó al pasar junto a él, dejando una pequeña nube de perfume, y se dirigió hacia la maleta con ruedas que había de pie en el rincón. Había un vestido negro sobre una de las sillas; debía de haber venido directamente desde su trabajo.

Cuando se inclinó hacia la maleta, le ofreció una panorámica completa de su perfectamente formado culo. La sangre ardiente que le enrojecía la cara de vergüenza se dirigió al sur y tomó el apenas utilizado desvío hacia su centro de erección.

Bobby enfundó las manos en los bolsillos. Ella se alejó de la maleta y él vio las temidas pesas rusas.

—He pensado que podríamos hacer un entrenamiento rápido antes de tu cita de las cinco.

Bobby se había enterado del retraso hacía apenas media hora.

—¿Quién se lo ha dicho?

—Mi jefe.

—¿Cómo se ha enterado?

Ella se encogió de hombros.

—Podemos trabajar ahora o más tarde. Usted decide.

—Por favor, ¿podemos dejarlo para más tarde? Necesito un poco de tiempo para relajarme.

—Tengo un mensaje del maestro —dijo ella y rebuscó por su espalda.

—¿El maestro?

El sujetador se aflojó. Ella se deslizó fuera de él.

Bobby sintió olas de sudor en el nacimiento del pelo. Se quedó mirando incrédulo mientras ella metía sus pulgares en sus shorts deportivos, o lo que fueran, y se los quitaba lentamente. Bobby descubrió otra característica sorprendente: ella se había hecho la depilación brasileña en sus partes bajas.

Crystal Hope se quedó de pie desnuda ante él y Bobby fue presa del pánico. Era algo que nunca le había pasado antes; era algo que no le ocurría a la gente como él. Había visto una mujer desnuda antes, pero siempre en la oscuridad, ambos estaban bebidos y las manos toqueteaban torpemente los fofos bultos y michelines del otro. Algunas eran casi tan bonitas como Crystal Hope, pero ninguna jugaba en su liga en cuanto a perfección física: largas piernas tersas, un abdomen plano y un par de hermosas pero, obviamente, operadas tetas. Y ninguna de ellas había sido tan descarada en su seducción.

Su cabeza —la que estaba puesta sobre sus hombros— casi explotó cuando ella recorrió su pecho con los dedos.

—El maestro está impresionado por tu compromiso. —Ella estaba apretando el bulto de sus pantalones. Duro. Él tenía dificultades para respirar—. Todo el mundo en Goodbye lo está.

Ella le besó con suavidad y se apartó, sonriendo mientras se arrodillaba y le desabrochaba la cremallera.

Entonces él, como si quisiera asegurarse de que aquello estaba ocurriendo y no era producto de su imaginación, dijo:

—¿Qué… qué está haciendo?

—Darte la bienvenida a la familia, tonto.

Cuando Bobby salió del hotel para coger un taxi vio, sin poder dar crédito a sus ojos, al tipo con pinta de neonazi que había limpiado su piso de comida basura. Estaba arrebujado en un largo abrigo de pelo de camello y sonrió al ver a Bobby.

—¿Qué está haciendo aquí?

—Tengo una misión especial para ti.

El tipo cogió la mano de Bobby, depositó una diminuta llave USB en su palma y cerró los dedos de Bobby en torno a ella.

—La empresa a la que te diriges ahora, ¿Dryston Insurance? Necesitamos que entres en su departamento informático y coloques esta llave en una salida USB de uno de sus servidores. Cualquiera puede hacerlo. Entonces tú…

—No puedo…

—Puedes y lo harás. El maestro te ha admitido en la familia. Estás trabajando con nosotros y para nosotros. Ahora, presta atención, hermano Bobby, porque esta parte es importante. Una vez conectes la llave, espera unos tres minutos aproximadamente. Cuando las luces cesen de parpadear, sabrás que ha terminado.

—No tengo acceso a su departamento informático, no puedo…

—La empresa te proporcionará una tarjeta magnética para que puedas acceder al edificio, al lavabo y a todos esos sitios tan divertidos. Tienes que darle el cambiazo a alguien de la octava planta con libertad de acceso al departamento informático. Los servidores están allí. Te enviaré la lista de nombres dentro de unas cuantas horas, ¿de acuerdo?

—Esto es… No puedo hacer nada ilegal.

—A veces uno tiene que hacer cosas difíciles. Dispones de dos días. Si fallas, Dios no lo permita, o si decides no hacerlo, ciertas cosas le ocurrirán a Tina Dawson… y a ti. ¿Recuerdas el día que entrenaste en el sótano en ropa interior? Lo tenemos grabado, junto con tu pequeño revolcón con Crystal Hope. Si no lo haces, enviaremos por correo electrónico estos vídeos a todos tus amigos, familia, a todo el mundo en Bayshore. Y luego llegará a internet.

El tipo sonrió. Bobby observó que uno de sus dientes delanteros estaba muerto. Gris.

—Tú eliges, hermano…

Bobby estuvo aturdido durante la reunión de la auditoría. Escuchaba con una oreja y, a la vez, tomaba notas detalladas sobre Goodbye, Inc. Escribió todo cuanto sabía, todo lo que había pasado. Tenía que estar preparado cuando acudiera a la policía. Esa misma noche.

La reunión terminó pasados unos minutos de las siete. Su jefe se giró hacia Bobby y hacia el otro auditor de Bayshore, Jimmy Pine, y dijo que había hecho una reserva en un restaurante cercano. Bobby se disculpó, pretextando que había vomitado a primera hora de la tarde a causa tal vez de una especie de gripe estomacal. Se precipitó dentro de un taxi y le pidió al chófer que le llevara a la comisaría de policía más cercana.

Veinte minutos y quince dólares más tarde, el taxi se detuvo cerca del bordillo. Bobby salió y vio un viejo edificio de hormigón con las palabras «Distrito Policial 18» grabadas en la piedra sobre la puerta principal. Una bandera americana ondeaba en el frío ambiente.

Bobby nunca había estado antes dentro de una comisaría de policía. Había visto muchas en las series de televisión y en las películas, pero estar dentro de una, especialmente en la ciudad que era el objetivo de cada conspiración terrorista en Estados Unidos, le suponía una experiencia enervante. Eran casi las ocho de la noche y ese lugar ya parecía la antesala del infierno: la gente gritaba y vociferaba, los teléfonos sonaban en todas partes y el caldeado vestíbulo apestaba a olor corporal y a algún tipo de desinfectante que había perdido la guerra contra el olor a orín. Bobby le dijo al tipo que ocupaba el mostrador principal que necesitaba hablar con un detective. En privado. El tipo anotó su nombre y a continuación le dijo que tomara asiento.

Su móvil sonó. Era Tina Dawson.

Bobby ignoró la llamada. Se quedó de pie cerca de la pared más lejana de modo que pudiera vigilar la puerta. Asumió que le habían seguido. Ahora la pregunta era qué pensarían los de Goodbye sobre entrar en la comisaría tras él. La pregunta aceleraba los latidos de su corazón y le hacía sudar.

El teléfono sonó de nuevo. Ahora era Fendy Alexis. Bobby no contestó. Puso el teléfono en vibración y lo metió en su bolsillo. Tenía que contárselo a la policía. Desconocía los motivos por los que Goodbye —y su maestro— quería que él conectara la llave al servidor, pero no iba a hacerlo. Si le pillaban, le despedirían e incluso es posible que le arrestaran. La policía le ayudaría. Sólo necesitaba una salida.

El detective que vino a su encuentro una hora después se presentó como Curtis. Tenía un aspecto jovial y aparentaba treinta y pocos excepto por los mechones grises sobre las sienes y la fina línea alrededor de sus ojos verdes. Era alto y vestía un elegante traje negro que había sido hecho a medida para su constitución atlética.

El ruido y los olores desaparecieron cuando cerró la puerta de su despacho privado. Bobby empezó a narrar su historia, remontándose al día en que se había encontrado a su viejo amigo Keebler en el Public Garden de Boston.

—Esto sí que es una historia —dijo Curtis después de que Bobby hubiera concluido su relato.

—Es cierta. Y tengo pruebas.

Bobby depositó el premio, la prueba, sobre la pila de informes en el escritorio del detective.

Curtis la cogió al levantarse.

—Tengo que documentar la prueba. ¿Puedo traerle un café? ¿Agua?

—Un refresco —dijo Bobby—. Una Coca-Cola, si tiene.

—Claro. Estaré de vuelta dentro de un minuto.

Volvió después de quince minutos, sosteniendo una lata abierta de Coca-Cola muy fría. Bobby le dio las gracias y bebió hasta que sus ojos empezaron a humedecerse. Se los limpió; una parte de él quería llorar por haberse privado de un placer tan sencillo durante todos esos meses. Nunca más. No iba a volver a su antigua vida —había trabajado demasiado duro para echarlo a perder, se había sacrificado demasiado—, pero no iba a negarse un capricho ocasional de vez en cuando.

—He hecho una comprobación rápida en nuestra base de datos —dijo Curtis—. No hay nada sobre Fendy Alexis o sobre una compañía llamada Goodbye, Inc.

—Fendy me dijo que pusiera el cheque a nombre de Godsend International.

—¿Es ése el nombre? ¿Lo dice en serio?

Bobby asintió y apuró el resto de la lata.

—Podemos rastrearlo, a ver adonde nos conduce —dijo Curtis—, pero si esa gente es lista, habrán cubierto sus movimientos. Probablemente llegaremos a alguna sociedad de paja de las islas Caimán.

—Entonces ¿cuál es el siguiente paso? ¿Qué podemos hacer?

—¿Se refiere a después de que le arrestemos?

A Bobby se le heló la sangre.

—¿Arrestarme? ¿Arrestarme por qué razón?

—Violación. Dos cargos. Crystal Hope y Tina Dawson.

¿Violación? ¿Había dicho violación?

—Concedido que Crystal Hope, y ése no es su nombre verdadero, por cierto… concedido que es una acompañante de alto standing pero, aun así, la violó, Bobby.

—No. —La voz parecía venir de muy lejos, de otra persona. Se trataba de otro Bobby. Ese Bobby se había deslizado de alguna manera por un portal hacia un universo alternativo—. No, no lo he hecho… Ella vino a mí… Yo no…

—Las pruebas indican otra historia, amigo. Y hay muchísimas.

Bobby sintió como se le helaban hasta los huesos, olas de sudor surcando su cara, pero cuando tragó, su garganta estaba seca.

—Primero, folló con una buscona sin preservativo, lo que es sencillamente asqueroso, y dejó su ADN.

Era cierto. Después de que se trasladaran a la cama, él le dijo que no tenía condones. Crystal se rió y agregó que no tenía que preocuparse. Afirmó que estaba tomando la pildora. Dijo un montón de cosas que Bobby no podía recordar porque aquello no era real, no estaba pasando.

—El ADN fue recogido y guardado en un kit de violación —dijo Curtis—. Ella accedió mientras le curaban los cortes.

—¿Qué cortes?

—Los que produjeron el cuchillo que usted sostenía contra su garganta.

—No lo hice… Yo nunca haría eso. Nunca —Bobby empezó a llorar—, tiene que creerme.

—Y también está el testimonio de Tina Dawson —dijo Curtis—. Está dispuesta a contar a la policía de Boston que usted la violó a punta de pistola la noche antes de su vuelo. Que la iba a matar si lo contaba…

—¡No la violé! ¡Nunca he estado en su piso!

—Será su palabra contra la de ella… Y su colega, Keebler, le contará a la policía que acosaba a su novia.

Curtis le echó un vistazo a su reloj.

—Supongo que en estos momentos la policía de Boston está registrando su apartamento. No tendrán que buscar demasiado para encontrar la pistola que colocamos. Sé que nuestra gente ya ha encontrado el cuchillo que hemos puesto en la habitación de su hotel, el que está manchado con sangre de Crystal.

«Nosotros.»

«Es uno de ellos. Jesús…»

—La policía de Boston encontrará la llave USB que hemos dejado con las fotos que hizo a Tina Dawson —dijo Curas—, cientos de ellas, todas tomadas por su cámara. Por cierto, hablando de llaves, he hecho desaparecer la que me ha dado por el inodoro.

Bobby sintió que su corazón atronaba como un martillo neumático. Tuvo la loca idea de que iba a romper las costillas y a salir disparado a través de su pecho.

—No habrá investigación —dijo Curtis—. Les diré a todos que su presencia aquí obedece a su intención de confesar que violó a esas dos mujeres.

«Esto no está sucediendo… Esto no puede estar sucediendo. No he hecho nada malo. Soy una buena persona. Nunca he hecho daño a nadie.»

«También eres un estúpido hijo de perra», añadió la voz de Big Jim.

—Quiero… —Bobby tragó otra vez en seco—. Quiero un abogado. Tengo derecho a un abogado.

—Por supuesto. Haré la llamada. Pero cuando llegue, usted habrá muerto de un ataque al corazón. Esta cosa que he puesto en su Coca-Cola tiene un efecto rápido.

Curtis descolgó el teléfono para marcar, pero dudó.

—Hemos intentado llamarle, ya lo sabe. Hemos intentado convencerle de que no siguiera adelante. No le ha dejado otra opción a la familia.

Bobby abrió la boca, pero de ella no salió ningún sonido. Jadeó en busca de oxígeno y la presión de su pecho se disparó. Estrellas blancas calientes y brillantes empezaron a danzar ante sus ojos, pero aún podía ver como el detective movía la cabeza. Sus ojos estaban húmedos. ¿Estaba llorando?

—El maestro había depositado grandes esperanzas en usted, pero le ha traicionado… y a nosotros. Yo he cumplido con mi cometido. No estoy de acuerdo con los métodos del maestro, pero no puedo discutir los resultados. Nosotros cambiamos vidas y transformar vidas es un negocio serio. Goodbye, Bobby.