POST MÓRTEM (Karine Giébel)
Primero la culpabilidad se insinuará dulcemente.
Para devorar tu interior, lentamente.
Después llegará el castigo.
Mi castigo…
París, 23 de octubre de 1991, 9.15 h
Morgane descarta el ascensor y sube rápidamente los escalones. Su camino se cruza con el de dos jóvenes que, a pesar de la débil luz que baña el hueco de la escalera, se vuelven a mirarla y se ponen a cuchichear como dos chiquillas.
—¡Te digo que es ella! ¡Estoy segura!
—Qué va, tú deliras…
En el tercer piso, Morgane respira hondo y llama antes de entrar, tal como indica un cartel en la puerta del gabinete. Ya está en el antro forrado de fieltro del señor Sevilla, notario de París. Por fin puede quitarse el sombrero y liberar su larga cabellera rubia. Después, se quita las gafas de sol y fija sus ojos color turquesa en los de la secretaria que la contempla con una sonrisa alelada.
Morgane no necesita presentarse, desde luego. Hace ya mucho tiempo que no tiene que declarar su identidad; tanto, que ya ha olvidado la tranquilidad del anonimato.
—Buenos días, señora Agostini. El señor Sevilla la espera…
Una forma cortés de darle a entender que llega tarde.
—Le aviso enseguida —añade la secretaria.
El notario llega unos segundos después. Corpulento, los hombros encorvados, la tez cerúlea, perdido en un traje demasiado grande para su talla y de un color indefinible. O acaba de hacer una dieta draconiana, o necesita con urgencia que alguien le dé la dirección de un buen sastre en París.
—La familia del difunto ya está en mi oficina —anuncia el hombre.
—Mire, señor Sevilla, no sé con exactitud qué estoy haciendo aquí —confiesa Morgane en voz baja—. Yo no conocía al difunto y me resulta embarazoso que me incluyera en su testamento.
—Comprendo —asegura el jurista—. Pero a veces estas cosas pasan. Aubin Mesnil era, sin duda, uno de sus fervientes admiradores.
—Quizá, pero de todos modos me sentiré incómoda cara a cara con la familia.
—No tiene por qué, en absoluto —dice Sevilla, invitándola a acompañarlo—. Qué le vamos a hacer, hay que respetar las últimas voluntades de los difuntos.
Ambos entran en una gran sala. Todos los allí presentes se ponen en pie. Una dama anciana y triste como la lluvia que salpica los cristales, flanqueada por un cuarentón de baja estatura y recio y una joven cuya belleza sorprende a Morgane de inmediato. Los mismos ojos que…
—Señora Agostini, le presento a Yvonne Mesnil, la madre de Aubin Mesnil, a su hija, Claire Aubrecht y a Richard Mesnil, su hermano mayor.
Morgane estrecha las manos que le tienden y se sienta al lado de la dama, que parece muy afectada por la muerte de su hijo.
Normal.
Sí, todo es normal. Excepto por el hecho de que Morgane esté allí.
El notario saca un documento de una caja fuerte.
Reina un denso silencio. Morgane se siente sofocada. El notario ha debido de poner la calefacción al máximo. O tal vez sean las lágrimas de la madre y de la hija las que le provocan esas bocanadas de calor.
El hermano no llora. Muestra un semblante severo. Pone cara de circunstancias. Ni siquiera se ha dignado intercambiar una mirada con la actriz, como para darle a entender lo incongruente de su presencia en ese lugar. Allí, en medio de un asunto de familia.
Como un elefante en una cacharrería. Una mujer famosa y riquísima que viene a quitarles el pan de la boca. Peor aún, viene a robarles su herencia.
—Vamos a proceder a la lectura del testamento del difunto —declara el notario al tiempo que toma asiento en su sillón. Se pone las gafas, se aclara la voz. Ya está en marcha.
Aubin Mesnil lega a su hermana su pequeño piso en el Val de Marne, un automóvil que ha llegado ya al límite de la vejez y una colección: monedas, cuadros, libros antiguos. Morgane se impacienta. Se siente incómoda. El hermano le dirige por fin una mirada, tan negra como furtiva. Sevilla continúa, imperturbable.
El difunto le deja a su madre algunos objetos de escaso valor… de un valor sentimental, a lo sumo. A su hermano, le entrega la limosna de su Nikon y de su material informático.
Morgane se mira los zapatos, evita cuidadosamente mirar a Richard. No puede dejar de tamborilear con los dedos sobre un muslo; de buena gana se quitaría la chaqueta.
—A la señora Morgane Agostini le lego mi casa en Ardéche —continúa el notario.
—¿Una casa? —se asombra la actriz.
No hubiera debido interrumpir a Sevilla, pero no ha podido evitarlo. Su voz resuena extraña en el ambiente plomizo de la sala.
—Sí, señora Agostini. Aubin Mesnil le ha legado una propiedad que posee en Ardéche. Además, me pidió que le entregara esta carta.
El notario le tiende un sobre beis cerrado. Al tomarlo, Morgane nota que su mano tiembla. Intenta controlarse.
Su incomodidad va en aumento. ¿El hermano recibe las cucharillas de plata y ella una casa en el campo? Se aventura a mirar al hombre, que ahora la contempla con evidente furor.
Después, dirige la mirada hacia la anciana dama, que no ha rechistado. Estoica. Notablemente estoica y digna.
—Estoy abrumada. No lo comprendo… —murmura dirigiéndose a la señora.
Yvonne le ofrece una sonrisa triste. Pero quien contesta es la hermana. Su voz es increíblemente suave.
—Mi hermano la admiraba mucho —dice—. Era un apasionado del séptimo arte, un auténtico cinéfilo. Hubiera querido ser actor…
Hace una pausa y ahoga un sollozo antes de proseguir:
—Vio todas sus películas varias veces. Me había advertido que le dejaría algo a usted, para su asociación… creo que usted se ocupa de una asociación para jóvenes con problemas, ¿verdad?
—Sí, soy la madrina. Escuche, señora, este gesto me emociona pero, sobre todo, me siento muy incómoda y…
—¡Tiene motivos! —espeta brutalmente el hermano.
—Es la última voluntad de mi hijo —dice Yvonne Mesnil en un tono firme—. Debemos respetarla, Richard.
En cuanto sale del edificio, Richard Mesnil enciende un Gauloise. Su rostro trasluce una cólera profunda. Se pasea en círculos por la acera, está a punto de explotar.
—Cálmate —le ordena su madre—. De nada sirve que te pongas así. Te recuerdo que tu hermano ha muerto. Son momentos de tristeza, no de cólera. Ni de celos.
—Me importa un cuerno esa barraca. Es una cuestión de principios.
—Tu hermana y yo hemos hablado con la señora Agostini antes de que se fuera —añade Yvonne—. Está muy incómoda con este regalo. Se ha comprometido a convertir la casa en un centro de acogida para su asociación.
—Y el centro llevará el nombre de nuestro hermano —puntualiza Claire Aubrecht.
—Y eso ¿qué narices importa? —chilla Richard.
Aplasta con rabia su cigarrillo y abandona a su madre y a su hermana para dirigirse a su automóvil.
En la acera, Yvonne Mesnil deja escapar las lágrimas.
Sabe que aquello no quedará así.
—¿Ha ido bien? —pregunta Bertrand.
Morgane se ha puesto el sobre encima de las rodillas y lo mira con estupor, como si fuera una granada con el seguro quitado.
—Arranca —ordena con suavidad—. Llévame a casa.
—Vale, allá vamos… Ponte el cinturón, por favor.
Morgane obedece mientras la berlina se introduce con suavidad en el tráfico. La pasajera contempla el agua que se desliza por los cristales ahumados del Chrysler. Nunca le ha gustado conducir por París y por eso contrató a Bertrand como chófer dos años atrás. Le resulta muy práctico porque ella se desplaza continuamente.
Pronto establecieron una relación muy próxima. Bertrand es algo así como su hombre de confianza. Un tipo simple, en el buen sentido de la expresión. Alguien que no le hace zalamerías porque sea una celebridad en el mundo entero, y que cuida de ella a su manera, oficiando de guardaespaldas siempre que sea necesario.
Él no tarda en volver a la carga.
—¿Ha sido duro? —pregunta, inquieto.
—Un poco —reconoce Morgane.
—¿Muchos familiares?
—Su madre y dos de sus hijos.
—¿Cómo se lo han tomado?
Tiene que sacarle las palabras con sacacorchos. La prueba ha debido de ser más dura de lo que ella quiere reconocer.
—La madre y la hija, más o menos bien. Pero el hermano no ha podido digerir que yo recibiera… una casa. Una propiedad en Ardéche.
—Mierda… lo comprendo, la verdad.
—Yo no había pedido nada.
—Por supuesto —asiente Bertrand—. No tienes la culpa. ¿Y no puedes cederles esa barraca?
—El difunto quería que la recibiera yo, para la asociación. De manera que ha quedado bajo mi custodia.
—Es justo —aprueba el chófer mientras entran por el túnel bajo el puente de Alma—. Ese tipo, el difunto… ¿no era el enfermo terminal al que fuiste a visitar el año pasado?
—No, no tiene nada que ver. A éste no lo he visto nunca.
Morgane duda en abrir el sobre. Piensa en las últimas palabras que le dijo la madre, la vieja dama destrozada por la pérdida de su hijo que le habló de él como si hubiera sido un viejo amigo de Morgane.
«Estaba enfermo, muy enfermo. Hacía meses, años, que sabía que estaba condenado. No tuvo la menor oportunidad de sobrevivir, ninguna. Yo estaba allí, claro. Yo estaba a su lado cuando se marchó. Sonreía. Sí, sonreía.»
Morgane se sorprendió a sí misma abrazando a la anciana.
Palabras emocionantes que jamás olvidará.
Como tampoco olvidará la mirada asesina del hermano. Una cólera a la medida de su decepción, sin duda. Morgane se imagina sin esfuerzo lo que debió de pasar por su cabeza. Regalarle una casa a una mujer que ya lo tiene todo y más… Sí, lo comprende. Salvo que cuando se pierde a un hermano el dolor debe de ser tan atroz que a uno no le importa quién se lleva un caserón en Ardéche…
La lluvia sigue cayendo sobre la ciudad. Morgane abre por fin el sobre mientras el Chrysler se encuentra atrapado en un embotellamiento de tráfico.
—¿Qué es eso? —pregunta Bertrand.
—Me ha dejado una carta.
Un manuscrito redactado con esmero. Una hermosa caligrafía, firme y decidida.
Querida
Morgane:
Qué emoción saber que
estás leyendo esta carta. Sí, me tomo la libertad de tutearte,
espero que no te moleste. Es la ventaja de estar muerto: uno puede
permitírselo todo…
Morgane sonríe. El tal
Aubin tenía sentido del humor.
Sin duda te habrá
sorprendido mi gesto. Te preguntarás por qué he pensado en ti en mi
testamento. La respuesta es simple: no te imaginas lo importante
que eres para mí.
Sí, Morgane, tú has
cambiado mi vida.
He seguido toda tu
carrera, brillante, excepcional. Te he admirado tanto, me has
proporcionado tantas emociones… Por eso no quería dejar este mundo
sin devolverte algo de lo que tú me has dado.
Esa casa de Ardéche es
mi bien más preciado. Perteneció a mi abuelo y, como nadie quería
semejante ruina, me la dejó a mí al partir. Y ahora soy yo el que
parte, el que se dispone a pasar al otro lado del
espejo.
No he tenido tiempo ni
fuerzas para acabar de restaurar la casa. Espero que me perdones.
Pero en todo caso, ahora es tuya. Tú sabrás qué hacer con ella,
confío en ti. Conviertes en oro todo lo que tocas, así
que…
Mi mayor deseo sería que
fueras pronto a visitarla. Al parecer, la última voluntad de un
muerto es sagrada, así que cuento contigo.
Al llegar verás unos
cartelitos rojos, «casa en ruinas». No te inquietes: como es una
propiedad aislada, puse esos avisos para disuadir a los
curiosos.
Quiero que vayas allí en
persona porque he dejado algo para ti allá abajo. Algo precioso, ya
lo verás. ¿Quieres saber qué es? ¡Sorpresa!
Allá abajo encontrarás
bastante más que una simple y encantadora casa.
Me encontrarás a
mí.
Así que hasta pronto,
Morgane.
Aubin Mesnil
Morgane dobla cuidadosamente la carta antes de deslizarla dentro de su bolso. Un escalofrío recorre su columna vertebral: la impresión de que la muerte está ahí, muy cerca. Casi está a punto de volverse para comprobar si el difunto está sentado en el asiento de atrás.
—¿Te encuentras bien? —pregunta Bertrand.
Morgane asiente con la cabeza y sonríe. Baja la ventanilla.
—Se nos va a inundar el coche —suspira el chófer.
—Sólo serán unos segundos. Necesito aire.
Aspira una bocanada fresca y húmeda, deja que la lluvia moje su rostro. Así Bertrand no notará sus lágrimas, esas lágrimas inesperadas.
Aubin Mesnil…
Por fin, Morgane sube la ventanilla y pregunta:
—¿Cómo es Ardéche?
París, 27 de octubre de 1991, 02. 00 h
Morgane acaba de cerrar la maleta. No lleva gran cosa, ni se quedará mucho tiempo en el sur. Ha reservado, bajo nombre falso, dos noches en la suite de un castillo-hotel cerca de Privas, el único establecimiento aceptable que hay por los alrededores. Aceptable según sus criterios. Una se acostumbra deprisa al lujo, incluso cuando ha crecido en la modestia de un barrio obrero.
Morgane torna el sobre beis y se sienta en la cama. La angustia se dispara al instante, aunque está bajo el efecto de calmantes desde hace días. Desde…
Duda si volver a leer la carta. No creyó que sería tan duro.
De repente, él aparece en la puerta de la habitación.
Ella lo esperaba desde hacía horas, pero es él quien le hace preguntas.
El mundo al revés.
—¿Qué haces? —pregunta él—. ¿No duermes?
Posee el don de las preguntas estúpidas.
—No. No tengo sueño.
—¿Adónde vas? —pregunta lanzando una mirada a la maleta.
Morgane no responde de inmediato.
—Ya te lo he dicho. A Ardéche. Me voy mañana por la mañana.
Marc se sienta a su lado. Morgane advierte que ha bebido.
—Ah, sí, lo había olvidado. ¿Y yo? ¿No estoy invitado?
Ella se estremece de forma casi imperceptible.
—Soy tu marido ¿recuerdas?
Sonríe con su sonrisa de depredador salvaje.
«¿Cómo podría olvidarlo?»
Pasa una mano por el cabello de su esposa, se detiene en su hombro desnudo. Ella siente un nuevo escalofrío que la hiela de pies a cabeza.
¿Cómo han llegado hasta ese punto?
—Si voy contigo, ¿te estropearé los planes? —insinúa él.
—¿Qué planes?
—No me tomes por un estúpido.
No irritarlo. Sobre todo cuando lleva dos copas de más.
—No tengo ningún inconveniente. Sólo tienes que hacerte la maleta.
Él, se levanta y se desabotona la camisa.
—Bertrand, voy a darme una ducha. Encárgate tú de la maleta, ¿de acuerdo?
Desaparece en el cuarto de baño. Morgane lo sigue con la mirada.
No, no creyó que sería tan duro…
Alrededores de Privas-Ardéche, 29 de octubre de 1991, 10. 00 h
Llegaron de noche. Marc condujo. Morgane se las arregló para que el personal del establecimiento no la reconociera. Hay que evitar los tumultos.
Marc todavía duerme, tendido en el centro de la cama. Morgane está ante la ventana. Tan lejos de su universo cotidiano, aglomeraciones rebosantes de vida, de ruido. Proyectores, cámaras, clamores, alfombras rojas. Fachadas de cartón piedra que forman los decorados. Y la gente.
Su mirada se pierde en el infinito, intenta sofocar la tensión que no deja de crecer en su interior. Una bola de angustia que se hincha desmesuradamente en sus entrañas.
Estar allí, sola con Marc, invitada por un muerto.
Estar allí, a su merced. Sin guardaespaldas, sin testigos…
A lo lejos, un pueblo colgado del flanco de una colina atrae su mirada.
Debe de ser un buen lugar para vivir.
Justo debajo de la aldea, un pequeño cementerio rodeado de un muro blanco que se calienta al sol.
Un buen lugar para morir.
Ella no dijo nada anoche. No intentó detenerle, se dejó hacer. Un placer extraño que no sentía desde hacía mucho tiempo.
Por fin, él se despierta, se estira, la contempla sonriente. Su famosa sonrisa que ha seducido a tantas presas.
—Tengo hambre.
Sus primeras palabras.
Un depredador siempre tiene hambre.
—¡La barraca esa está en el fin del mundo! Menudo regalo te ha hecho el fiambre.
—No hables así de él —le ruega Morgane.
Él le lanza una mirada de bestia salvaje.
—Ni siquiera lo conocías. ¿Qué te importa cómo hable de él?
El coche circula por una carretera secundaria en medio del bosque. No hay nada por allí. Están solos en el mundo.
Casi podría ser romántico.
Casi.
Marc vuelve a hablar, en un tono suspicaz.
—¿Seguro que no lo conocías?
—No lo vi nunca —se apresura a contestar Morgane.
—Umm… es curioso.
—¿Qué?
—Es curioso que un tipo al que no has visto nunca te deje su casa de campo en herencia.
—Al parecer era uno de mis admiradores.
—Otro que se hacía miles de pajas mirando tus películas.
Ganas de vomitar.
—Eres verdaderamente repugnante.
Él se ríe.
—Su madre me dijo que él apreciaba la asociación que yo apadrino. Su casa será para la asociación.
—Espera a verla —dice Marc—. A lo mejor la guardó para nosotros dos. Tal vez sea un bonito castillo y nos enamoraremos… nos enamoraremos de la barraca, quiero decir.
Vuelve a reírse. Como si tuviera gracia.
Por fin, atraviesan una pequeña aldea, unas casas dispersas, un albergue rural, una vieja escuela en desuso. Un poco de vida.
Después, un cementerio minúsculo.
Otro cementerio.
Esos muertos, por todas partes.
El malestar de Morgane empeora. Y no se debe a que su marido conduzca con demasiada brusquedad. Es la famosa bola en fusión que se hincha y se hincha…
Con tal de que no explote.
Todavía no, ahora no.
Está seguro de que ése es su coche.
Un Chrysler lujoso con vidrios ahumados, matrícula del 75. Es difícil confundirse. Ella acaba de atravesar la aldea y se dirige a la casa.
Él sale del albergue rural y salta a su coche. Emprende la marcha sin arriesgarse a ser visto. No vale la pena acercarse, sabe adónde va ella.
Lo que aún no sabe es lo que va a hacer él.
Eso lo decidirá más tarde.
—Creo que es aquí. Según la descripción del notario, es esta casa.
Marc aparca el Chrysler al borde de la carretera y para el motor.
—Tu regalo es una ruina.
—Yo lo encuentro simpático. Es… un remanso de paz.
—¡Sí, un remanso de paz! —se mofa Marc—. El sitio ideal para terminar tranquilamente nuestros días.
Morgane se estremece, tiene la sensación de congelarse a pesar del fuego que arde en su cabeza.
—¿Por qué lo dices?
—¿Tú has visto este sitio? ¡Está muerto!
«Terminar nuestros días… Muerto… »
Ella toma las llaves de la guantera, abre la puerta del coche.
—¿Vienes conmigo a visitarla?
—Por supuesto, querida. No puedo esperar a ver el interior. Seguro que es tan encantador como el exterior.
Marc empuja el viejo portón junto al cual hay un cartel rojo.
—«Casa en ruinas»… ¿Qué es esta gilipollez?
—Me lo advirtieron —explica pacientemente Morgane—. Es un truco para disuadir a los curiosos.
La casa domina la pequeña aldea que acaban de atravesar. Los bancales que la rodean están plantados principalmente de robles, algunos de los cuales deben de tener varios siglos de plácida existencia.
Marc se asoma al borde de un viejo pozo.
—¿Crees que habrá agua?
Parece un chiquillo explorando un nuevo territorio de juegos. Atrapa una piedra, la arroja en el pozo y escucha.
—¡Sí! ¡Hay agua! Y es muy profundo.
A Morgane le gusta cuando se pone así. Parece un niño inquieto y desobediente. Se convierte en el chico con el que se casó cuando ella no era nadie, apenas una estudiante sin blanca. Pero sólo son unos segundos blancos anegados en un océano de años de negrura.
Marc se planta delante de la casa y se cruza de brazos.
—¡Ese cabrón te ha tomado el pelo a gusto! Esto no es una casa de campo, es una mierda como una casa. Quería gastarte una broma, ¿no? Deberías elegir mejor a tus admiradores, Morgane.
El hombre con el que se casó está ahora muy lejos, sepultado bajo los escombros de una vida. Muerto.
—Toma, las llaves. Pero si lo prefieres haré yo sola la visita.
—Ni pensarlo, querida: estoy impaciente por verlo.
Sonríe. Ya no es la sonrisa del niño insolente.
El depredador ha vuelto.
Él ha rebasado el Chrysler y aparca su coche un poco más lejos en la carretera. Se queda un momento inmóvil con las manos sobre el volante.
¿Por qué está allí? ¿Por qué los ha seguido?
Guiado por su instinto, por ese odio tenaz que se abre paso en su interior y que controla sus acciones.
Enciende un cigarrillo y baja el cristal de la ventanilla.
Nunca lo quiso. Y ahora, incluso muerto, continúa burlándose de él. Humillándole.
Antes de salir de su cacharro emite una especie de alarido escalofriante. Trepa por la colina, se pega al terreno a lo largo de unos cientos de metros con el fin de situarse debajo de la casa, fuera de su visión.
Ellos están cerca del pozo. Ese pozo tan profundo…
Marc empuja la puerta, que chirría como en una película de serie B. Abre también los postigos de la ventana para ahuyentar la oscuridad.
—¡Bienvenida a tu casa, Morgane! Cuando ya no tengas éxito, tu belleza se haya extinguido y todo el mundo te haya olvidado, podrás refugiarte aquí para vivir un feliz retiro.
Se vuelve hacia su mujer y sonríe ante su rostro ultrajado.
—Es broma, querida, no pongas esa cara.
—¡Cerdo!
Él se acerca y la toma en sus brazos con autoridad.
—Estaré siempre aquí. Nunca me olvidaré de ti. Nunca te dejaré. —Parece una declaración de amor, la de una fiera a su presa: «Te devoraré hasta el final, sin dejarme ni un pedacito»—. Estamos unidos en la vida y en la muerte, no lo olvides…
La besa en el cuello, murmura en su oreja.
—Este sitio es tope afrodisíaco, ¿no te parece?
Ella se deshace de sus manos, se aleja unos pasos. Terminar, pronto. Volver a casa, a París.
La casa parece grande. Desembocan en un gran comedor pobremente amueblado. Una chimenea, una vieja mesa rústica, una artesa…
—¡Mira eso! —exclama Marc.
En el centro de la mesa, bien a la vista, destaca una grabadora de casetes bajo la que hay un sobre. Justo al lado, una linterna.
Marc se apodera del sobre antes de que Morgane pueda hacer el menor gesto.
—Un mensaje para ti. ¿Te importa si lo leo en tu lugar?
Morgane duda. Pero, diga lo que diga, él abrirá el sobre. Niega con la cabeza mientras él ya está rasgando o más bien destrozando el sobre.
Una carta y una llave.
Marc empieza a leer en voz alta.
Querida Morgane,
Me alegro de que hayas venido, tal como te pedí…
—Bueno, empieza bien —comenta Marc mirando a su mujer—. ¿Os tuteáis?
—Ya te he dicho que no lo conocía.
—Ya veremos. Tú sigue tomándome por un capullo, querida.
Él sonríe, ella se estremece. El miedo sube un grado.
No tendría que haber venido. Su primer pensamiento es huir, pero se queda paralizada delante de aquel a quien creía haber dejado de amar. Se obliga a contestar para desactivar la bomba que está a punto de explotar. Tictac…
—En la carta que me entregó el notario, el señor Mesnil me decía que podía permitirse tutearme porque un muerto puede permitírselo todo.
—Muy gracioso.
—Y después me pedía que visitara esta casa, era su última voluntad.
—Un enfermo mental —concluye Marc.
—Es posible —admite su esposa.
—Sin la menor duda. Bien, conozcamos cómo sigue esta romántica misiva.
Él toma una silla y la limpia con el dorso de una manga antes de sentarse.
Sin duda te parecerá que esta casa no es digna de ti. Es cierto. Pero, convenientemente rehabilitada, será un centro de acogida perfecto para tus pequeños protegidos.
—Siempre que «tus pequeños protegidos» no sean difíciles —dice Marc, riendo con sarcasmo.
—Continúa.
—A tus órdenes, preciosa…
Como te decía en la carta que te entregó el señor Sevilla, he dejado algo para ti aquí. Algo de valor…
—¡Uau! ¡El botín! ¿Te das cuenta? ¡Ese loco también te ha dejado su botín!
—Basta, Marc, por favor.
—Hemos venido a divertirnos, ¿no?
—No me parece divertido.
Él suspira y continúa en un tono teatral.
Es cierto que él siempre había soñado con ser actor también.
Te lo dije: cambiaste mi vida. Y ahora, justo antes de morir, quiero agradecértelo a mi manera…
—¡Qué bonito! Cambiaste su vida, ¿te lo imaginas?
—¿Se ha terminado?
—No, quedan unas líneas.
Si quieres descubrir el regalo que te he dejado, toma el dictáfono que está encima de la mesa y sigue mis instrucciones; ellas te guiarán.
Siempre tuyo,
Aubin Mesnil
Permanecen en silencio durante unos instantes. Luego, de pronto, Marc se levanta.
—¡La caza del tesoro, tesoro mío! ¡Qué emocionante! La caza del tesoro en una vieja barraca podrida: ¡qué fabuloso fin de semana!
Morgane toma el dictáfono y las pilas nuevas que Aubin ha dejado preparadas. Desde luego, ha pensado en todo. Sus manos tiemblan tanto que le cuesta insertar las pilas en el aparato.
—Deja, ya lo hago yo —propone Marc arrebatándole el dictáfono—. ¿Por qué tiemblas, querida? Parece que tengas miedo, pero ¿de qué? O ¿de quién?
—No me siento muy bien aquí.
—Vamos, estoy aquí para velar por ti, no tienes nada que temer.
Él presiona la tecla «play» y pone el volumen al máximo. La voz de Aubin Mesnil se eleva en el denso silencio y se interpone entre los dos.
«Morgane, te invito a subir al segundo piso. La última habitación al final del pasillo. La escalera está en la sala de al lado. Llévate la linterna. Arriba encontrarás otro dictáfono con nuevas instrucciones… »
Marc pulsa la tecla de pausa.
—Vamos allá. Esto es súperdivertido. Al final, ese tipo acabará por caerme bien.
Morgane lo sigue hasta la curiosa escalera de caracol. Una claraboya en el tejado ofrece algo de luz en la ascensión. Alcanzan la primera planta y siguen subiendo hasta desembocar en un largo y oscuro pasillo. Algunas telas de araña jalonan su camino.
—Brrrr… parece una casa encantada.
Marc se burla. Siempre le ha encantado burlarse de ella.
No, no siempre. Antes no era así.
—Ha dicho que vayamos hasta el final del pasillo, ¿no?
—Sí —murmura Morgane.
Ahora le tiemblan hasta las cuerdas vocales. Una voz histérica grita en su cabeza y le ordena que dé media vuelta, que ponga pies en polvorosa.
«¿Por qué has venido? ¿Por qué, Morgane? Lo lamentarás, lo lamentarás terriblemente.»
—Vamos, querida. Avanza, no tengas miedo. No seas ridícula.
Un paso delante de otro. Su corazón está a punto de estallar por la tensión. Pero Marc no se da cuenta de nada. Si la mirara, lo comprendería. Si la mirara de verdad. Pero ¿cuántos años hace que no lo hace? No a la estrella encumbrada, sino a su propia esposa. Al llegar a la última puerta, Marc intenta abrirla.
—Mierda, está cerrada.
Morgane permanece petrificada detrás de él.
—Vámonos de aquí —suplica.
Él la observa con una sonrisa maligna.
—Estás muerta de miedo, es increíble. Qué tonto soy… la llave del sobre, claro.
La saca de un bolsillo, abre la pesada puerta de madera maciza. Con un movimiento de la cabeza invita a Morgane a pasar, como si de pronto se hubiera vuelto galante.
Si hay un cepo para osos, será para ella.
Morgane avanza; sus piernas parecen dos trozos de madera rígida que no podrán sustentarla mucho más tiempo. Ella va a hundirse. Todo va a hundirse.
A menos que se trate de una pesadilla, una simple pesadilla.
Ella consigue avanzar dos metros, Marc la sigue.
—No se ve ni jota —farfulla él—. Esto es una ratonera.
Suelta la puerta, que chirría al cerrarse sola.
Cuando se cierra de golpe, Morgane deja escapar un grito.
Ahora están en la oscuridad más absoluta, en el silencio más completo. Sólo la respiración de Morgane presta un atisbo de vida a esa tumba húmeda.
Marc enciende la linterna y pasa lentamente el haz de luz por las paredes.
Entonces, los dos se quedan pasmados ante el espectáculo que revela la linterna.
—Puta mierda —murmura Marc—. Esto no puede ser verdad…
Morgane por todas partes. Del suelo al techo.
Sus fotos tapizan la pared sin dejar un solo hueco.
—¿Un admirador, dices?
—Dios mío…
—¿Éste es su regalo? Desvaríos de un enfermo mental. Venga, vámonos de aquí.
Marc enfoca la lámpara sobre la puerta.
—Después de ti, reina.
De pronto, Morgane se detiene.
—Marc, la puerta…
—¿Qué?
—Mira la puerta.
Él también se queda paralizado. No hay picaporte.
—El muy cabrón… —murmura Marc.
Le entrega la linterna a Morgane.
—Sujétame esto.
Marc toma impulso, se magulla el hombro contra el obstáculo, espera unos segundos antes de volver a intentarlo. Después de repetirlo cinco veces, trata de hacer ceder los goznes.
Morgane lo observa en silencio. Una lágrima se desliza por su mejilla.
—¡Ese hijo de puta nos ha encerrado aquí! —grita Marc, furioso.
Da algunas patadas, se empecina como un demente. Después, cede en su empeño y recupera el aliento.
Entonces se acuerda del dictáfono. Lo ha visto al fondo de la estancia, sobre la chimenea. Duda por un instante; ¿será una broma pesada, o…?
Por fin, encuentra coraje para pulsar el botón de «play». En la oscuridad, la voz de Aubin adquiere tonos maléficos.
«Querida Morgane, has llegado a tu destino. Espero que mi pequeño regalo sea de tu agrado. Tú, en todo tu esplendor. Estoy seguro de que te encanta admirarte, y vas a quedar servida.
»Estas fotos recorren tu carrera a lo largo de doce años. Hace doce años te convertiste en una estrella. Hace siete años nos conocimos.»
Morgane recibe de pronto el haz de luz de la linterna en plena cara. No puede ver los ojos de Marc, pero no le cuesta imaginarse su expresión en ese momento. Incomprensión, cólera. ¿Odio tal vez?
«Nos conocimos, pero seguramente tú no lo recuerdas. Estabas demasiado ocupada pensando en ti, demasiado ocupada en triunfar.
»Yo también era actor. Bah, un principiante que sólo había hecho pequeños papeles. Pero aquel día de mayo de 1984 la suerte se cruzó en mi camino. Fui elegido para el papel protagonista en la película de un director famoso. Un papel a tu lado. Mi sueño…
»Al realizador le pareció que yo correspondía al personaje, que era el actor ideal para encarnarlo.
»Pero… pero después de ver mis ensayos te negaste a que yo interpretara el papel. ¿Te acuerdas, Morgane? A tu juicio, yo no era bastante conocido, ni bastante seductor, ni tenía el suficiente talento. Que no estaba a tu altura. Como si pudieras juzgar mi talento sin ni siquiera conocerme. Al parecer amenazaste al productor con no firmar el contrato si tenías que actuar conmigo. Te reíste de mí en público, delante de todo el equipo. Y yo ni siquiera estaba allí en ese momento para defenderme. Una nulidad sin futuro, un actor fracasado, y me quedo corto…»
La risa de Aubin inunda la estancia; Marc baja por fin la linterna. Pero Morgane mantiene los ojos cerrados.
«Por encima de todo, querías imponer a otro actor, un amigo tuyo, creo… De pronto, el realizador me llamó para comunicarme que al final yo no haría el papel. Ante mi desesperación, terminó por confesarme que no había sido una decisión suya, sino tuya. Tuya, Morgane. Me lo contó todo. Nunca debió hacerlo, es evidente. Pero creo que te guardaba rencor. A ti tenía la obligación de contratarte, a mí sólo quería contratarme, ésa era la diferencia. Naturalmente, ganaste tú.
»Después de días de flotar en una nube, de creer que mi carrera estaba lanzada, te imaginarás cómo me sentí. Dicen que la decepción siempre es tan grande como la esperanza. Mi decepción fue gigantesca, infinita. Una caída brutal.
»Aquella noche agarré una cogorza monumental, solo como un gilipollas, para ahogar en whisky mi desilusión. Después me puse al volante de mi cacharro. Y entonces, querida Morgane, adivina lo que pasó. Sinceramente, no podría decir si lancé mi coche contra aquel muro a propósito o si perdí el control. De todos modos, el resultado fue el mismo.
»Dos meses en coma, transfusiones, operaciones, amputación… secuelas de por vida.
»Me convertí en un actor desfigurado y discapacitado, además de fracasado. En otras palabras, debía renunciar a mi sueño.
»Y como si no bastara con la ruina de mi vida, un año después me enteré de que había contraído una infección en el hospital. Una enfermedad incurable y que resultaría fatal para mí.
»O sea, que estoy muerto. No sabes lo peligroso que es pasar una temporada en el hospital.»
Aubin ríe otra vez, es la risa de una bestia rabiosa. Incluso Marc se estremece. Él, a quien tanto le gusta burlarse de los otros, se ha convertido en el juguete de una puesta en escena macabra.
«Sí, estoy muerto… y tú me has matado, Morgane, tú me has matado.
»Por lo tanto, sí, tú has cambiado mi vida. Por tu culpa se convirtió en un verdadero infierno. Por tu culpa he vivido seis años de desgracia y tuve que renunciar a mi pasión. He sufrido dolores físicos y morales que ni siquiera te imaginas. Y para terminar, estoy muerto. Tú me has matado, Morgane. ¡TÚ ME HAS ASESINADO!»
Aubin ya no ríe; ahora aúlla.
«Como te he dicho, pienso agradecértelo a mi manera. Pagarte con la misma moneda. Y es el momento de pagar, Morgane.
»Has llegado a tu destino, y no puedes dar media vuelta.
»Tengo la impresión de que te quieres mucho a ti misma. Ahora podrás morir mientras admiras tus magníficas fotos. Tendrás mucho tiempo… el tiempo de morir de hambre, de sed o de frío, a menos que mueras de miedo.
»Adiós, Morgane. No, adiós no: te reservo un sitio en el infierno. Allí tendrás que actuar a mi lado.»
La cinta de casete llega al final y se para. El silencio cae sobre ellos como una maldición.
Marc recupera el ánimo.
—Bueno, conservemos la calma —dice—. Saldremos de aquí. Lo más importante es mantener la sangre fría.
Se arroja de nuevo contra la puerta. Patadas, cargas con los hombros. Aullidos de fiera. Debe rendirse a la evidencia. No saldrán de allí de esa manera.
—He visto un cofre al fondo —recuerda de pronto, mientras se masajea el hombro—. Mira a ver si encuentras herramientas, algo que me sirva de palanca. Cualquier cosa que nos ayude a salir de aquí.
Morgane está paralizada, no se mueve ni un centímetro.
—¡Muévete! —grita su marido.
Al ver que ella sigue petrificada, Marc le arranca la linterna de las manos y se dirige al enorme cofre de palisandro que preside una mesa baja en un rincón de la pieza.
—¡Joder, está cerrado!
Del bolsillo de su cazadora de cuero saca el manojo de llaves entregado por el notario. Prueba una llave que parece encajar en la cerradura.
—¡No funciona! —vocifera.
Morgane quisiera gritar, pero de sus labios sólo brota un murmullo.
—Marc, no…
—¡Ya está! ¡Esta es la buena! Espero que encontremos algo aquí dentro… algo que no sean esas jodidas fotos tuyas.
—¡Marc, no!
Esta vez ha sido ella quien ha gritado con todas sus fuerzas. Demasiado tarde.
Marc nota una ligera resistencia al abrir el cofre.
Morgane tiene la impresión de vivir a cámara lenta lo que ocurre a continuación. Sin embargo, todo pasa a una velocidad de vértigo.
Clic, destello de fuego, deflagración ensordecedora.
Un grito y el ruido sordo de la caída. Un cuerpo abatido, un hombre que se derrumba… un estrépito que resonará mucho tiempo en su cabeza.
Boquiabierta, tiembla de pies a cabeza. Sus dientes empiezan a castañetear de forma mórbida. Gracias a la linterna que está en el suelo puede distinguir a Marc, que yace de costado, con las manos sobre el abdomen, allí donde ha recibido la descarga de posta que ha destrozado sus entrañas. A quemarropa.
Él sigue gimiendo, ella sigue sin hacer nada.
—Ayúdame…
Ella rompe a llorar de repente y cae de rodillas sobre el polvo.
—Dios mío, Marc.
—Joder, cómo duele…
Ella le acaricia los cabellos con gesto vacilante. Los espasmos sacuden su pecho.
—Voy a morir aquí…
—Marc, ha sido… ¡ha sido por mi culpa! —dice ella entre sollozos—. ¡Ha sido por mi culpa! Nunca debí…
Él levanta una mano ensangrentada hacia el rostro de su esposa y lo acaricia suavemente, dejando una marca escarlata.
—Es verdad que… que eres una gran actriz… La mejor.
Ella cierra los ojos.
—Haz algo, Morgane. No me dejes morir aquí…
Ella se levanta, empuña la linterna. A fuerza de recorrer los muros con el haz de luz encuentra una pequeña ventana cubierta por una gruesa tela negra. Arranca el lienzo exclamando gritos de demente y descubre una reja detrás.
Sin ningún picaporte, desde luego.
Es imposible salir de aquella maldita barraca.
Vuelve junto a Marc, que yace en el suelo, sobre un charco rojo y viscoso que no deja de crecer. Apenas puede abrir los ojos.
—Rompe el cristal —murmura él— y llama… Grita lo más fuerte que puedas. Hazlo, Morgane, te lo suplico…
Ella ataca el cristal a golpes de linterna y lo hace saltar en pedazos.
—¡Socorro! ¡Ayuda!
Una voz cada vez más débil sigue rogándole.
—Morgane, te lo suplico… Me encuentro muy mal, me muero. ¡No quiero morir!
—¡Ayuda! ¡Estamos encerrados aquí! ¡Ayuda! ¡Mi marido está malherido! ¡Necesito ayuda! ¿No me oyen?
Sí, Morgane. Alguien te oye.
Richard hasta puede ver tu cara en la ventana.
Sin embargo, se marcha. Corre tan deprisa que tropieza y se cae. Se levanta y continúa al galope como un animal acosado, presa de un pánico incontrolable.
Ha oído el disparo. Después, tus gritos desgarradores pidiendo auxilio.
¿Cómo podría explicarle su presencia aquí? ¿Cómo justificaría haberla seguido?
Por fin, al borde de la asfixia, llega hasta su coche y arranca enseguida.
Ahora es noche cerrada.
Morgane no se ha atrevido a apagar la linterna por la tarde y la ha dejado brillar inútilmente.
Sólo para no enfrentarse a las tinieblas.
Un cirio para velar al difunto.
Y lentamente la luz se extinguió.
De vez en cuando, Morgane habla. Ni siquiera sabe de qué ni a quién.
El frío la invade por dentro y la ataca por fuera.
El miedo está ahí, adherido a su piel congelada. La muerte está ahí, muy cerca.
Hace horas que Marc ha muerto. Murió al mismo tiempo que la linterna.
Él se quedó sin aliento, ella se quedó sin pilas.
Privas, 30 de octubre de 1991. Comisaria de policía, 14. 00 h
—¿Es tan amable de firmar su declaración, señora Agostini?
El subinspector le tiende un bolígrafo; Morgane lo toma con una mano aún temblorosa y traza su firma al pie de la página.
—Ya está. Ahora ya puede ir a su casa.
—Esperaré a mi chófer —murmura ella—. No estoy en condiciones de conducir.
—Por supuesto. Habilitaré un despacho para usted donde podrá esperarle con tranquilidad.
—Y… ¿mi marido?
—Su cadáver está en el instituto anatómico forense. Como ya le he dicho, será necesario practicar la autopsia.
Morgane cierra los ojos.
—Le entregaremos el cuerpo enseguida. Comprendo sus sentimientos, créame, señora. Ese loco iba por usted; ha escapado por poco a la muerte. Si esos cazadores no la hubieran oído pedir auxilio podría haber pasado varios días en la casa. Y usted también hubiera muerto.
—Así que he tenido suerte, ¿no?
Es realmente hermosa. Aún más que en la gran pantalla. El poli apenas puede ocultar su nerviosismo. Desearía tomarla entre sus brazos y consolarla.
—Yo no he dicho eso, señora. Sólo he dicho que podría haber sido peor.
—He perdido a mi marido ¡no veo cómo podría ser peor!
—Podrían haber muerto los dos.
—Quizás hubiera sido mejor así —murmura Morgane.
El poli se lanza a elucubrar en voz alta.
—En todo caso, preparó el golpe a conciencia. Como está muerto, nunca se le podrá condenar. Pero ha fallado el blanco.
—El dolor será peor que la muerte.
—La creo. Pero estoy convencido de que su voluntad era matarla a usted y no a su marido.
El subinspector la conduce a un despacho, el más espacioso, el del jefe, que está de vacaciones. Le traen café, agua, un sofá cama, mantas. El policía la deja por fin a solas y ordena a sus hombres que dispersen la nube de periodistas que se ha formado a la puerta de la comisaría.
15 de diciembre de 1991, 20. 00 h
Han abierto el cementerio fuera del horario habitual para que ella pueda acudir a recogerse en paz junto al sepulcro.
Hace media hora que Morgane está allí, delante de la tumba, tan inmóvil como las esculturas funerarias que la rodean, los ojos ocultos tras unas gafas oscuras.
Aunque sus ojos están secos.
Aunque es de noche.
Ella no acudió al cementerio después del entierro; se quedó atrincherada en su gran mansión, al abrigo de las miradas. Zooms, teleobjetivos, alimento para los buitres.
Duelo ejemplar de una viuda desconsolada.
Las revistas hacen su agosto con el drama… La estrella que escapa por los pelos a la venganza asesina de un hombre. Carnaza para apasionar a las masas durante unas semanas. Todo el mundo habla del que podría haber sido el crimen perfecto. Matar después de la propia muerte para no poder ser condenado… Pero el criminal falló el golpe. Sin duda, esperaba que Morgane acudiera sola.
Ella se ha negado a reemprender el rodaje en curso, para desesperación del director, que está al borde del suicidio.
Se acabó la comedia…
Afueras de París, Val de Mame. Un año y seis meses antes
Bertrand aparca la berlina delante de un inmueble modesto, algo vetusto. Observa a Morgane con inquietud.
—¿Seguro que quieres ir?
Ella asiente, aunque su voz no parece muy decidida.
—Te acompaño —decide el chófer.
—Ni pensarlo.
—¡Pero ni siquiera conoces a ese tipo! ¡Podría ser un psicópata!
—Calma, Bertrand —sonríe Morgane—. Te aseguro que eres demasiado alarmista.
—No. Sólo prudente. Lo que vas a hacer es peligroso. Si Marc se enterara…
—No tiene por qué enterarse —corta la joven con firmeza—. Llevo el busca. A la menor alarma yo lo uso y tú vienes pitando. ¿De acuerdo?
Bertrand refunfuña, se niega a dar su aprobación a esta locura. Morgane se pone unas gafas de sol y un sombrero antes de salir del Chrysler. Por suerte, la calle está desierta. Verifica el nombre en el interfono y duda un instante antes de pulsar el botón.
Una voz masculina no tarda en contestar.
—¿Sí?
—Soy Morgane Agostini.
Silencio al otro lado. Después, al cabo de un instante:
—¡Muy graciosa!
—No es una broma, señor Mesnil. Asómese a la ventana y verá mi coche y a mi chófer.
Pasa un minuto. Por fin, se abre la puerta.
—Es en la planta baja.
Morgane está un poco ansiosa, sin duda por los recelos de Bertrand. Sin embargo, no hay razones para que salga mal. Además, no tardará mucho. Sólo es una buena acción, como otras que lleva a cabo de vez en cuando con el fin de volver a poner los pies en la tierra, en el mundo real.
Aubin la espera en la penumbra del recibidor, ante la puerta de su piso. No se parece a la imagen que ella se había formado. Un hombre joven, corpulento, que podría ser atractivo. Que ha debido de serlo. Moreno, ojos negros muy oscuros, barba de tres días.
Morgane se quita las gafas y le dirige una sonrisa tímida. La de Aubin es más segura. Se contemplan sin decir palabra.
—Tengo mucha suerte —dice él por fin.
La sonrisa de Morgane se ensancha.
—Pasaba por el barrio y me acordé de su dirección.
—«¿Pasaba por el barrio?» Eso me sorprendería mucho. Pero es aún mejor. Por aquí.
La precede por el pasillo apoyándose en las muletas.
—No es gran cosa —advierte Aubin—. Pequeño, tres piezas, con vistas a nada. Bienvenida a mi casa, Morgane.
Ella toma asiento en el centro del viejo sofá mientras él se sienta en un sillón y deja las muletas en el suelo. A la luz de la sala ella puede ver mejor las cicatrices de su cara y sus antebrazos. Intenta no dejar traslucir su repulsión. Después de todo, es una actriz.
—Qué sorpresa —dice él—. Si hubiera sabido que iba a venir…
—Usted me lo propuso, ¿no?
Él se incomoda.
—¡Exacto! Pero es como si le hubiera pedido a Dios que se me apareciera. No creo que se hubiese presentado en mi casa.
Ella ríe.
—Yo diría que soy más accesible que Dios.
—Eso parece… Lamento el desorden, pero no pensaba recibir ninguna visita hoy.
—He dudado en venir —reconoce Morgane—. Y mi chófer se empeñaba en acompañarme.
—Lo comprendo —responde Aubin—. Sin duda teme que la secuestre para pedir un rescate. O que abuse de usted…
La sonrisa de Morgane se desvanece, la de Aubin se vuelve francamente inquietante. Su sonrisa y su mirada.
—Eso es porque no me conoce —añade, después de unos segundos interminables—. Si no, sabría que soy incapaz de hacerle daño a una mosca. Y que el dinero no tiene ninguna importancia para mí. Voy a morir ¿qué haría con él?
Morgane tiene un nudo en la garganta. Intenta relajarse.
—¿Le apetece tomar algo? —propone Aubin.
—No se moleste, no quiero obligarle a levantarse.
—No hay problema —asegura él.
Prescinde de las muletas y se dirige dando brincos hacia un aparador.
—Puedo andar sin apoyo, pero sólo unos pasos. ¿Qué quiere beber? No tengo gran cosa…
—¿Whisky?
—Ah, no. No tengo whisky en mi casa. Por su culpa me encuentro en este estado. Tengo cervezas en la nevera. Martini, Carthagéne…
—¿Qué es el Carthagéne?
—Una especialidad de Cévennes. ¿Quiere probarlo?
Ella asiente con la cabeza. Él trae la botella y dos vasos.
—Su carta me sorprendió mucho —confiesa de pronto la joven—. Me ha parecido bonita, divertida y… emocionante.
—Gracias —dice él mientras llena los vasos—. Voy a buscar unos cubitos.
—Permítame que vaya yo —pide Morgane.
—De acuerdo, la cocina está detrás de usted.
Ella se va, contenta de escapar a una mirada que la hace sentir incómoda. Sin embargo, no se arrepiente de haber venido. Hace un mes que recibió la carta en la que él le confesaba que iba a morir y que su sueño era conocerla antes de dar el gran salto a lo desconocido.
La petición no la dejó insensible. La carta era magnífica, la releyó varias veces. Hablaba mucho más de ella que de él, con palabras acertadas y turbadoras.
No es la primera vez que ella acude a la cabecera de un enfermo terminal, pero nunca lo había hecho fuera de un hospital, casi a hurtadillas.
Abre el congelador, que solamente contiene cubiteras y busca en los armarios un recipiente donde poner los cubitos.
Cuando regresa al salón, Aubin no se ha movido.
—No debe de estar acostumbrada a hacer esto.
—¿A hacer qué? ¿Ir a buscar cubitos de hielo o visitar a desconocidos?
—Las dos cosas.
—Es cierto. Lo de los desconocidos, no lo de los cubitos.
—¿No tiene servicio doméstico?
—¡Odio esa expresión! Tengo a alguien que se ocupa a tiempo completo de mi casa, es verdad. Una señora encantadora que vive con nosotros. Y también está mi chófer.
—No está mal —concluye Aubin levantando su vaso.
Ella está a punto de brindar «a su salud», pero se contiene a tiempo.
—¿Por qué brindamos?—pregunta.
—Por usted, por su sonrisa. Irresistible, cautivadora.
—La suya tampoco está mal.
Ella se asombra: ¿cómo ha osado decir algo así? Está representando su papel de maravilla. No, realmente tiene una bonita sonrisa, cuando se prescinde del resto de su cara.
—Al menos me queda eso —suspira Aubin.
—¿Cómo fue? —pregunta Morgane—. En fin, no tiene por qué…
—No me molesta. Pillé una curda y me di contra un muro a cien kilómetros por hora al volante de mi coche.
Él domina el arte de ir al grano.
—Pero… pero usted me dijo en su carta que…
—¿Que iba a morir? Es cierto. Después del accidente pasé varios meses ingresado en el hospital. Me operaron siete veces para intentar reunir mis pedazos. Después vino la rehabilitación. Un año y medio después de salir, supe que había contraído una infección durante mi estancia en el hospital. Eso es lo que va a acabar conmigo, a matarme a fuego lento… No me queda mucho tiempo, un año quizás, o menos. Es increíble lo peligrosos que son los hospitales. Hay un montón de mierdas pululando por todas partes.
Morgane vacila pero, curiosamente, arde en deseos de saber.
—¿Por qué… esa borrachera?
—Por usted.
Ella tiene la impresión de que el cielo se le cae encima; ha debido de entender mal.
—¿Perdón?
—Sí, Morgane. Fue por su culpa que me di de cara contra el jodido muro. Es por su culpa que voy a morir.
Su voz no es amenazadora, pero su sonrisa ha desaparecido. Morgane está paralizada, un escalofrío recorre su columna vertebral.
—Ya veo que no se acuerda de mí.
Él se lo cuenta. La película, el capricho de la estrella que se niega a que aquel desconocido comparta el protagonismo con ella. Morgane se turba, tiene los dedos sobre el busca. Le tiemblan tanto que acabará por pulsar el botón. Por un momento se imagina a Bertrand derribando la puerta y le dan ganas de reír. Un segundo después se figura que Aubin se arroja sobre ella con un cuchillo de cocina para hacerle una cara como la suya y le dan ganas de huir.
El cóctel se agita en su cabeza.
—Bueno —termina Aubin—. Ahora ya lo sabe todo.
Ella continúa paralizada. El vuelve a sonreír.
—Relájese. No voy a estrangularla.
—Yo… lo siento mucho.
—Estoy convencido de ello. Confieso que le he guardado rencor. A muerte.
Morgane está a punto de dejar caer el vaso. La forma en que ha dicho «a muerte»…
—Después, mi sed de venganza se desvaneció poco a poco. Y mi admiración por usted volvió, con tanta intensidad como antes. Pero me dije que mi mejor regalo antes de morir sería conocerla. Hablar con usted. Tenerla cerca aunque fuera un instante. Así que gracias por venir, Morgane.
De pronto, ella se siente más tranquila.
—¿Está seguro de…? ¿No hay esperanza de curación?
—Ninguna —corta él con cierta brusquedad—. Sólo queda la muerte, hay que aceptarlo. De todos modos, es mejor así. He fracasado, lo he hecho todo mal. Y le aseguro que no me importa en absoluto dejar la vida de mierda que llevo ahora.
—¿Sufre?
—Sí. Tengo una barra de hierro fijada a la columna vertebral y una prótesis en lugar de la pierna izquierda. Mi pierna derecha aún está ahí, pero terriblemente dañada. El inventario da miedo, ¿verdad?
Él ríe, pero Morgane percibe el dolor bajo su máscara.
—Y eso por no hablar de mi jeta. Ya lo ve, habría podido reciclarme en el cine de terror. Se hubieran ahorrado maquillaje conmigo. ¡Frankenstein por fin tiene un competidor serio!
A Morgane se le encoge el corazón.
—Exagera usted. No está desfigurado. No tiene nada de terrible. Al contrario…
Él parece algo sorprendido. La mira con una expresión rara. Es evidente que ella miente, pero ¡con qué talento!
—¿Ha hecho memoria, Morgane? —pregunta él.
—Sí, me acuerdo de… Recuerdo que removí cielo y tierra para que otro actor protagonizara la película en lugar de usted. Él quería el papel, yo se lo había prometido y… No sé bien qué decirle. Me costó justificar mis pretensiones. Pero nunca habría pensado que…
Ella se esfuerza por encontrar las palabras.
—Lo siento mucho —repite finalmente.
«Lo siento… » La expresión es floja. A Aubin se le atraganta como una espina de pescado.
Morgane lo nota. Pero ¿hay otra palabra? ¿Existe alguna con la suficiente fuerza?
—No sé cómo hacer que me perdone —añade Morgane.
—Está aquí —dice él—. Es la mejor manera. Su presencia me ha hecho bien. No estaba seguro antes de conocerla, pero no me arrepiento de haberle escrito esa carta. Al final resulta que he hecho bien en no matarla.
Esta vez, Morgane deja caer el vaso al suelo. Aubin suelta una carcajada.
—Perdóneme, la he asustado. Bromeaba, claro…
—Dios mío, lo siento…
—Deje de decir que lo siente, Morgane. No es así como me gusta usted.
—Tengo que irme.
Ella se levanta bruscamente, la habitación se tambalea a su alrededor. No es por el vasito de alcohol. Es otra cosa. Ella cierra los ojos, se apoya en el respaldo del sota. Cuando vuelve a abrirlos, Aubin está de pie ante ella.
—¿Algo va mal? —dice, preocupado—. Es culpa mía, soy un verdadero idiota. Me toca a mí decir que lo siento.
—No, no es nada. Sólo estoy cansada…
Ella le tiende la mano, él la estrecha con fuerza.
—Gracias por haber venido, Morgane. ¿Tengo la menor oportunidad de volver a verla antes de…?
Sí, volvieron a verse. Varias veces. Entre dos rodajes.
Aubin ejercía sobre Morgane un extraño poder de atracción. O quizá sólo era aquel terrible sentimiento de culpa que la corroía y la empujaba hacia él. ¿Esperaba un castigo? ¿La imposición de una pena? Verlo perecer lentamente, estar a su lado para sufrir el día fatal. Quizá fuera ése el castigo.
Se encontraban en un bar cerca de casa de Aubin, o en un jardín público.
Nadie se enteraba nunca. Ni siquiera Bertrand, reemplazado por un taxista anónimo.
En cada ocasión ella apreciaba un poco más esos breves encuentros en los que Aubin apenas hablaba de sí mismo, y sí mucho de Morgane. Pero no de la actriz, sino de la mujer que se ocultaba detrás. Como si pudiera ver en lo más profundo de su ser. Como si la conociera mejor que nadie.
Aquel desconocido.
Él la hacía reír a menudo y llorar a veces. Sí, habría sido un actor prodigioso.
Ella cambiaba en su compañía. Se olvidaba de la estrella y volvía a ser una adolescente que acudía a escondidas a encuentros prohibidos.
De ese modo acallaba también su mala conciencia, convencida de que aquellas citas hacían menos penoso el final de la vida del hombre. Así se lo había dicho él, no eran figuraciones suyas.
Poco a poco se fue acostumbrando al rostro de Aubin. Las cicatrices se difuminaban, ella conseguía ver más allá. Lo veía como debía de haber sido antes.
Antes… de que ella lo desfigurase para siempre. De que lo asesinara.
Ocurrió en la quinta cita.
Aubin le había dicho que estaba demasiado extenuado para desplazarse. El taxi dejó a Morgane a la puerta del inmueble.
Ella empuja la puerta del piso, que ya estaba abierta. Aubin está sentado en su sillón. Es cierto, parece fatigado. Ella se sienta en el sofá y la sonrisa del joven se evapora al verla.
—¿Qué le ha sucedido? —pregunta.
—No es nada.
—¿Eso no es nada? ¿Quién se lo ha hecho?
Ella baja los ojos. Ha dudado en venir en ese estado. Pero tenía necesidad de verle, de hablar con él. De enseñárselo. Que su vida tampoco era un cuento de hadas. Que ella también sufría.
Sí, podría haber anulado la cita. Pero no lo ha hecho. Como si sólo lo tuviera a él para confesarle lo indecible. A ese extraño que la fascina a su pesar. Ese hombro y ese brazo que la atraen hacia él. Ese rostro repulsivo.
Aubin se ha sentado cerca de ella y aparta con delicadeza un mechón de cabello que disimula torpemente la marca del golpe en su rostro. El maquillaje es otro vano intento de lo mismo. Ella se estremece con su contacto.
—¿Tu marido?
El tuteo repentino aunque esperado la desestabiliza. Ella asiente con un movimiento de la cabeza.
—¿Es la primera vez?
—No, es… ocurre a veces. Pero hablemos de otra cosa —le ruega Morgane.
—Si no quisieras hablar no estarías aquí.
Ella baja los ojos.
—¿Por qué lo permites? —exclama él de repente.
Es la primera vez que él alza la voz, y ella se sobresalta.
—No tengo elección.
—¿No tienes elección?
—No puedo divorciarme.
—¡No me digas que es una simple cuestión de pasta!
Aubin se enfada. La obliga a mirarle. Ella está a punto de echarse a llorar.
—Es cierto que si me divorcio tendré que darle la mitad de mi fortuna —dice con una sonrisa triste—. Pero no es ésa la razón de que continúe con él, aunque lamentaría mucho regalarle ese dinero que he ganado yo… Sabe algo sobre mí. Información comprometedora. Y lo contará todo si lo abandono.
—¿De qué se trata? Por supuesto, no estás obligada a contármelo… pero ya sabes que yo no iré con el cuento a Paris-Match. Ni aunque pudiera conseguir una montaña de guita.
—Una vieja historia…
Nunca se lo ha contado a nadie. Las palabras se resisten a salir.
—No te esfuerces, no es asunto mío. Pero ese individuo no tiene derecho a levantarte la mano.
—Y yo no puedo dejarle… Antes él no era así.
Antes…
Ella recuerda en voz alta. El encuentro, el matrimonio cuando aún eran unos estudiantes. Un verdadero flechazo. Como en las películas que ella todavía no había empezado a interpretar. Y después, de buenas a primeras, la fama.
Poco a poco, el comportamiento de Marc fue cambiando. ¿No pudo soportar que su mujer se convirtiera en objeto de adoración para las masas, en el sueño de millones de hombres en todo el mundo? Sin duda. Vivía a su costa mientras probaba diversos trabajos sin encontrar nunca su camino. Se había convertido en «el marido de». Nada más.
Un marido con celos enfermizos que imaginaba que su mujer lo engañaba sin cesar.
—Eso no justifica que te pegue —concluye Aubin. Sentencia sin apelación.
—Si revela lo que sabe de mí será el fin de mi carrera. Me convertiré en carnaza para los medios; no podría soportarlo. Prefiero los golpes, duelen menos.
Finalmente no puede contener más las lágrimas, él la estrecha entre sus brazos.
—¡Si supieras cómo lo odio a veces! —confiesa ella entre sollozos—. ¡Si supieras cómo me gustaría que reventara! Algunas noches sueño que está muerto. Qué alivio…
—¡Entonces, déjalo! —exclama bruscamente Aubin—. Aunque te cueste la carrera o la fortuna.
Ella lo mira, desconcertada. Él la toma de repente por los brazos, la lleva a la fuerza hasta un gran espejo al otro lado del salón.
—Mírate, Morgane —ordena.
—¡Déjame!
—Mira tu cara.
Se miran el uno al otro a través del espejo. Ella no lo reconoce. Después, Morgane abandona el piso sin decir palabra.
Aquella noche Aubin no duerme. Ha pasado horas ante una página en blanco. Incapaz de plasmar en el papel todo lo que bulle en su mente. Sólo ha logrado escribir una frase, una sola:
Sé que ella pensará en mí mucho después de mi muerte…
Unas semanas más tarde volvieron a verse. En casa de Aubin. Una tarde lluviosa a pesar de que acababa de empezar el verano.
Morgane se sienta en el sofá, cruza las piernas. Viste un traje chaqueta, medias color carne, escarpines negros. Sublime.
Aubin le besa la mano. Empiezan a charlar en torno a un café; Morgane no se atreve a preguntarle cómo se encuentra. Si sufre, si está cansado. Si tiene miedo.
Ella le habla del rodaje en curso, agotador, olvidando que a él le hubiera encantado agotarse en los rodajes en lugar de agotarse luchando contra la enfermedad. En lugar de esperar la muerte. Él la escucha, amable, sin decir una palabra.
Y de pronto suelta una frase a bocajarro.
—¿Tu marido ha vuelto a las andadas?
Morgane se pone lívida.
—No —dice ella—. Eso no ocurre a menudo, ya te lo he dicho…
Él se pone en pie. Su rostro ha cambiado.
—Volverá a ocurrir, lo sabes tan bien como yo. Y sin embargo, sigues con él.
—Ya te lo he explicado, yo no puedo…
—Basta —ruega él.
Se planta ante ella y la contempla de un modo extraño.
—Quiero ayudarte, Morgane.
—¿Ayudarme? Pero… Espero que no se te habrá ocurrido hablar con él. Si supiera que nos vemos, él…
—¿Hablar con él? ¿Para qué? Voy a matarlo.
A Morgane se le corta la respiración.
—¿Eh? ¿Te has vuelto loco?
—No, no estoy chiflado. Voy a matar a ese cabrón.
Ella se levanta del sofá como si hubiera sido víctima de una descarga eléctrica.
—Basta, Aubin. Me das miedo.
—¿No dijiste que te gustaría que reventara? ¿Que sería un gran alivio? Muy bien, yo estoy dispuesto a darle el billete de ida hacia el infierno.
—Aubin, te lo ruego, deja de delirar.
—¿Tengo pinta de estar delirando?
Ni por asomo.
—Voy a matar a ese tipo antes de que te mate él.
Continúa mirándola, su expresión da miedo. No, no delira. Habla completamente en serio.
—Sólo tienes que decir una palabra, Morgane. Una sola. Y lo mataré.
—¿Qué es lo que quieres? —murmura ella—. ¿Qué buscas? Dinero tal vez, ¿es eso? ¿Crees que iba a pagarte por…? ¡Como a un asesino a sueldo!
—No me escuchas cuando hablo —suspira Aubin—. Tu pasta no me interesa, puedes guardártela.
—No quiero oír más —le dice ella, recogiendo sus cosas—. Te has vuelto completamente loco.
Ella se dirige a la puerta, él la detiene en el último momento.
—Sí, estoy loco —reconoce el joven. Pasa los brazos alrededor del talle de Morgane, la atrae hacia sí de manera brusca—, por ti.
Ella cierra los ojos. Porque en ese instante no ve otra cosa que el monstruo al que ha alimentado. Porque arde en deseos de decirle: «Sí, ve, mátalo».
—Dame lo que quiero y está muerto —le susurra él al oído.
Ella se deshace de él, retrocede unos pasos.
—¿Quién te crees que eres? —Ella se revuelve con fuerza—. ¿Tú te has mirado? Me das ganas de vomitar…
Ella deja de escupir veneno, vuelve la cabeza.
—Eres tú quien me ha desfigurado, Morgane —le recuerda él en un tono extrañamente suave.
—Perdón… yo… no quería decir eso. Perdóname.
Ella abre la puerta y escapa a toda prisa.
«Ella volverá, lo sé.»
«Volverás, Morgane, y serás mía.»
Decididamente el verano es lluvioso. En los primeros días del mes de julio se suceden los chaparrones.
Aubin ha colocado el sillón delante de la contraventana y observa la lluvia que se empeña en hacerle olvidar el sol. Sin embargo, éste será sin duda su último verano. La madre naturaleza hubiera podido tener un detalle.
Suena el timbre, Aubin sonríe. Se levanta con una mueca de dolor, camina lentamente hasta el interfono. No se sorprende al oír la voz de Morgane.
«Volverá, lo sé… »
Esa mujer convertida en obsesión. Que puebla sus días, sus noches, sus sueños y pesadillas. Segundos después, avanza hacia él. Aubin no se mueve, está quieto ante la puerta, cerrándole el paso.
—Buenos días, Aubin.
—Ese cabrón no deja las manos quietas —constata sin aparente emoción.
Ella aparta la mirada un instante.
—¿Puedo pasar? —pregunta.
Él se aparta por fin para dejarla entrar en su casa.
—Aquí puedes quitarte las gafas —comenta mientras cierra la puerta—. No hay paparazzis en el balcón.
Ella obedece y deja al descubierto un morado en el ojo izquierdo. Se deja caer en el sofá, enciende un cigarrillo; hace poco que ha vuelto a fumar.
Una marca de estrangulamiento en el cuello, un hematoma en la cara. Sin duda habrá otros en el cuerpo. Se ha visto obligada a dar una excusa para ausentarse del rodaje.
—Fue anteayer por la noche —dice—. Se puso como loco…
—Está loco —rectifica Aubin con sequedad.
Morgane se echa a llorar de repente, sin previo aviso. Él no se inmuta, se limita a mirar como se ahoga en sollozos. Al cabo de un rato la toma por los hombros y la obliga a levantar la cabeza.
—Te han llovido las ostias y te has dicho: bueno, iré a llorarle en el hombro a ese Aubin. ¿No es eso?
La examina con una sonrisa odiosa. Ella se revuelve bruscamente, se pone en pie.
—Sólo quería disculparme por lo que te dije la última vez, pero… pero me he equivocado al venir.
—Mientes. No has venido a disculparte. Precisamente hoy, justo después de sufrir la violencia de tu querido esposo. ¡Qué extraña coincidencia!
—Tienes razón. No sé por qué he venido —reconoce ella, hosca. Quiere irse, pero él la aprisiona entre sus brazos.
—Oh, sí, Morgane, sabes perfectamente lo que has venido a buscar aquí. Y yo también lo sé.
—Déjame, me marcho.
—¿Tienes ganas de reunirte con él? ¿Lo echas de menos? ¿Te apetece recibir un poco más?
—¡Déjame! Creía que eras…
—¿Que era qué, Morgane? ¿Un pobre admirador alelado que se arrastra a tus pies? ¿Quizás un objeto de piedad? ¿Una buena acción para tranquilizar tu conciencia?
—¡Mi amigo!
—¿Tu amigo?
Él se echa a reír.
—¿Qué dices, Morgane? Tú y yo nunca hemos sido amigos. Nunca.
Ella solloza de nuevo, él le acaricia los cabellos.
—Has venido a buscarme —prosigue con voz tranquila— y vas a pedirme que lo mate, lo sé. ¿No es así, Morgane? Quizá creas que tus lágrimas bastarán. Que con ellas me enternecerás y no te exigiré nada más…
Ella intenta zafarse, él la sujeta con firmeza y sigue hablando junto a su oído.
—Pero un asesinato nunca es algo gratuito, Morgane, nunca. Tendrás que darme una buena razón para que me ensucie las manos por ti.
Ella logra librarse por fin y retrocede a impulsos hacia la puerta, tambaleándose, sin dejar de mirarlo con horror.
—No tengo prisa —anuncia Aubin.
Vuelve a reír.
—En fin, vuelve pronto, antes de que me muera.
—Nunca volveré a poner los pies aquí —dice ella con voz temblorosa.
—¿De verdad? Estoy seguro de que sí. La próxima vez que te pegue, que te trate como a una mierda. Volverás, Morgane.
—No. ¡Ahora veo que tú no vales más que él!
—Quizá. Sin embargo, has venido a confesarte conmigo. Has venido aquí a buscar ayuda. Quizá no valga más que él, pero yo tengo algo que ofrecerte.
Ella pone la mano sobre el pomo de la puerta.
—No te hagas esperar demasiado, Morgane. Nunca se sabe, podría cambiar de opinión.
Creyó que tardaría más. Incluso tenía sus dudas. «¿Volverá?» Pero cinco días más tarde llamó a su puerta. Sólo cinco días…
Morgane espera prudentemente en el descansillo. A pesar de la penumbra, Aubin adivina que ha sido maltratada con brutalidad. No se mueve, como si no tuviera la menor intención de dejarla pasar. Entonces ella lo empuja, casi le hace perder el equilibrio, y se introduce en el piso. Él sonríe y cierra la puerta.
Con llave.
Ella está de pie en el centro del salón, cerca de la mesa de café. No han intercambiado ni una sola palabra. Él sonríe, casi con ternura. Ella parece una estatua de mármol blanco.
Deja el bolso en el suelo, se quita el pañuelo negro que cubre su cabeza y deja suelta su dorada cabellera. También se quita las gafas de sol.
Otra vez un ojo morado.
Se quita la chaqueta, debajo lleva una camiseta de tirantes. La mirada de Aubin se detiene en los hematomas que marcan dolorosamente su piel.
—Parece que no perdona una.
—Quiero que lo mates.
Él se deja caer en su querido sillón.
—¿Tú quieres? ¿Me equivoco o es una orden?
—Te echas atrás, ¿es eso?
—En absoluto… ¿y tú?
—Líbrame de ese cabrón y tendrás tu recompensa.
Él rompe a reír.
—Vamos, Morgane, por favor, esto no es un rodaje. No estás interpretando un papel, esto es la vida real. Y sabes muy bien que no funciona así.
Ella aprieta las mandíbulas.
—Ya suponía que todo era palabrería, que no tendrías agallas.
—Te equivocas —contesta él sin perder la calma—. Voy a matar a esa escoria.
Se levanta, deja las muletas, se acerca.
—Mi muerte provocará la suya —añade en un tono ominoso.
Ella lo mira sin comprender.
—Lo lamento, pero aún tendrás que esperar un poco.
—Quiero que muera ahora, ¡ahora!
Morgane roza la histeria.
—Calma, Morgane. Si lo has soportado durante años podrás esperar un poco más, ¿no? No tengo intención de terminar mi corta vida en la trena. Tendrás lo que quieres cuando yo haya muerto. Con la condición de que yo tenga todo lo que quiero a partir de ahora, por supuesto.
—¿Cómo sé que lo harás?
—De ninguna manera. Tendrás que conformarte con mi palabra.
Morgane duda entre recoger sus cosas y huir de ese lugar o echarse en brazos del hombre. Unos brazos que la atraen de forma irresistible. Esa mezcla de deseo y repulsión que la corroe desde hace tantas semanas.
—¿Cómo piensas hacerlo? —pregunta por fin.
—Lo importante es que estés segura de tu decisión. Lo demás déjamelo a mí. Nadie te molestará, yo seré el único culpable… ¿Qué dices?
Ella no contesta enseguida; él adivina que está a punto de derrumbarse, que está al borde del llanto. Imagina su malestar, su humillación. La que sufrió la noche anterior, la que soporta ahora.
Ella empieza a desnudarse delante de Aubin.
—Despacio —dice él—. Espera…
—Es lo que quieres, ¿no?
Los sollozos que intentaba contener empiezan a inundar su voz.
—No —contesta él—. Esto no es lo que quiero.
La toma del brazo, la atrae lentamente hacia sí. Ella tiene la impresión de estar cayendo en una trampa. Una trampa mortal.
Como había previsto, empieza a llorar. Él acaricia su rostro, enjuga sus lágrimas. Morgane parece calmarse un poco. Él la empuja suavemente contra la pared, la besa. Ella se deja hacer. Pero lo que ve en sus ojos le hiere. Profundamente.
—Te doy pánico, ¿verdad?
Ella no se atreve a contradecirlo. Él coge el pañuelo tirado en el suelo y lo dobla en un rectángulo.
—¿Qué haces? —pregunta Morgane con voz aterrorizada.
—No tengas miedo.
Se coloca detrás de ella y le venda los ojos.
—No quiero infligirte este castigo, obligarte a ver lo que has hecho de mí.
Ella ha dejado de llorar y empieza a temblar. Él la toma de nuevo entre sus brazos. Es tan tranquilizador, tan tierno. Todo lo contrario de Marc.
¿Por qué lo habrá destruido? ¿Por qué se ha privado de la oportunidad de conocerlo antes?
—Pronto estará muerto —añade Aubin—. Y yo también.
—No digas eso…
Al fin, pone las manos sobre él. Con la punta de los dedos descifra su rostro devastado. Después le desabrocha la camisa, acaricia su espalda. Sigue la interminable cicatriz paralela a su columna vertebral que llega hasta su nuca.
Como lectura en braille resulta tremendamente seductora.
—Te juro que nunca volverá a hacerte daño, Morgane. Te juro que pagará por ello. Siempre hay que pagar el mal que se inflige. Siempre.
Inmóvil ante la tumba de Marc, Morgane no se ha movido mientras revivía a cámara rápida aquel encuentro que cambió su vida. Aquella lenta y terrible premeditación.
Con los ojos cerrados, casi puede sentir su perfume, tocar su piel. Todo eso que echa de menos cruelmente.
Con los ojos cerrados, como si aún los llevara tapados con un pañuelo negro.
Debería estar delante de otra tumba, de la suya, pero no tiene derecho.
Las imágenes afluyen, le cuesta trabajo respirar.
Durante meses se ha reunido con él. En su casa. Para pagar por adelantado la ejecución. No, el asesinato. Es inútil intentar engañarse, ella habría continuado acudiendo aunque él hubiera renunciado a matar a Marc. Además, no tenía ninguna certeza de que fuera a hacerlo. De que cometería el crimen. El crimen que ha estado a punto de costarle la vida. Si aquellos tipos no hubieran pasado cerca de la casa, ella hubiera muerto con Marc.
¿Aubin lo había planeado así? ¿Había querido matarla también a ella? No, imposible.
Siempre mantuvo los párpados cerrados, siempre el pañuelo sobre los ojos.
Sólo intentó quitárselo una vez. Él se lo impidió bruscamente. Siempre se negó a que ella lo viera tal como era. Fascinantes tinieblas.
Tan fascinantes como ese juego, como ese hombre… Una de las experiencias más intensas de su vida.
Y después, un día, Aubin le anunció que todo había terminado. Que ella no volvería, que él no le abriría la puerta. Palabras terribles, grabadas para siempre en su memoria.
«No quiero que vuelvas, Morgane. Se acabó. El notario te enviará una carta y tú sólo tendrás que respetar mi última voluntad. Te legaré mi casa en Ardéche, tú acudirás allí. Arréglatelas para que ese cabrón te acompañe. Allí morirá… Sobre todo, sigue mis instrucciones. Mi regalo estará en un baúl. No lo toques, Morgane. Ahora, llegó el momento de decirnos adiós.»
Como ella se negaba, él la acogió entre sus brazos por última vez.
«Mantendré mi palabra, Morgane. Y será muy pronto. Ya no me queda mucho tiempo, lo sé. Lo noto. No quiero que asistas a eso… a mi decadencia. Quiero que sea otro el recuerdo que tengas de mí. Ahora puedo morir feliz. Sé que tú no me olvidarás.»
Él tenía razón. No pasaba una hora sin que se acordara de él.
A menudo vuelve a ponerse la venda sobre los ojos con la impresión de que podría tocarle…
Por fin, decide abandonar el cementerio. Después de haberle pedido perdón a Marc.
Perdón por haberle matado, perdón por haberle engañado.
Algo que nunca había hecho durante todos aquellos años.
Hace mucho que ha caído la noche, y las tinieblas ya no tienen nada de fascinante.
Regresa de entre los muertos bajo un frío punzante. Atraviesa el portal, saluda al guardián, que la esperaba para poder cerrar. Sale a la calle, siente una lágrima que calienta su rostro helado. Ni un solo día sin pensar en él…
Y a partir de ahora, ni un día sin pensar en Marc. Esa monstruosa culpabilidad que la destruye a fuego lento. Que a veces le impide respirar.
No era tan malo. Habría podido decidirse a abandonarlo. Pero lo ha matado.
Igual que ha matado a Aubin.
Dos crímenes sobre su conciencia. Un homicidio involuntario, un asesinato.
Un crimen perfecto, perfectamente insoportable.
Se dirige hacia el Chrysler, aparcado a cincuenta metros.
Hay un hombre en su camino. Tirado en el suelo sobre un cartón. Con una botella de vino casi vacía por toda compañía. Al pasar le lanza una mirada. Él ni la ve. Es normal; contempla el muro del cementerio.
Sin duda morirá de frío esta noche. Morir entre la indiferencia general. Todos culpables. Todos.
Sin embargo, a los ojos de la ley nadie será responsable. Nadie.
He aquí el crimen perfecto.
El que no produce remordimientos.
París, domicilio de Morgane Agostini, al día siguiente por la mañana
Morgane no ha conseguido dormir, a pesar del somnífero y el alcohol.
No debió volver a la tumba de Marc. Él ha acudido a atormentarla toda la noche. Nunca dejará de torturarla…
Ella se ha instalado en la galería para tomar café. Bertrand golpea el cristal y ella está a punto de soltar la taza. Es duro ser culpable: cada ruido le produce un sobresalto. El guardaespaldas entra en la estancia demasiado caldeada.
—Perdona que te moleste, pero hay una señora que insiste en verte —anuncia.
—¿Quién es? —pregunta ella con lasitud.
Él le tiende una tarjeta de visita y el corazón de Morgane se acelera. Claire Aubrecht, la hermana de Aubin.
—Hazla pasar.
Bertrand regresa hacia la puerta. Morgane se pone un jersey antes de salir a la escalinata de entrada. Claire no tarda en aparecer, mientras Morgane baja los escalones.
—Buenos días, señora Agostini, gracias por recibirme.
—Buenos días, Claire.
—Creí que se negaría a verme. Después de lo ocurrido…
—Usted no tiene la culpa —dice suavemente Morgane—. ¿Va todo mejor?
Claire asiente con la cabeza. Las dos mujeres caminan por el amplio paseo bordeado de tilos.
—Quería venir antes, pero no me atrevía.
—¿Qué quería decirme? —pregunta Morgane.
—Lo mucho que lo siento. Lo mucho que…
Claire está a punto de llorar, Morgane le pasa un brazo por los hombros. Su parecido con Aubin es asombroso.
—¡No lo entiendo! —gime Claire sollozando—. No entiendo por qué lo hizo.
—Escúcheme, Claire, no debe sentirse culpable. Culpable en lugar de…
Ha estado a punto de decir «en lugar de otra», pero se ha interrumpido justo a tiempo.
—… en lugar de su hermano. Usted no tiene nada que ver, deje de torturarse, se lo ruego.
Claire se enjuga las lágrimas.
—¿Sabe?, él no era una mala persona… Pero sufrió tanto. El dolor debió de volverle loco.
El corazón de Morgane se encoge dolorosamente.
—¿Cómo… cómo murió? —pregunta de repente.
Claire la mira con asombro, después con emoción.
—Se negó a ir al hospital. Se refugió en su casa de Ardéche. Si hubiéramos sabido lo que estaba haciendo… Dios mío.
Claire hace una pausa, Morgane enciende un cigarrillo.
—Después volvió. Para… para sus últimos días. Se encontraba realmente mal, se moría. Pero era imposible llevarlo al hospital. Fue allí donde contrajo su enfermedad y no quería volver…
—Lo comprendo —dice Morgane—. ¿Cuál era su enfermedad?
—El sida.
«Yo estaba allí, claro. Yo estaba a su lado cuando se marchó. Sonreía…»
—Morgane, ¿qué le ocurre? ¿Se encuentra bien?
«… Ahora puedo morir feliz. Sé que no me olvidarás…»
—¿Qué le pasa? Morgane, ¿me oye?
«Siempre hay que pagar el mal que se inflige… Siempre.»
—¡Contésteme, por favor!
«Te reservo un sitio en el infierno. Allí tendrás que actuar a mi lado.»
—¿Morgane?
Primero la culpabilidad se insinuará dulcemente.
Para devorar tu interior, lentamente.
Después llegará el castigo.
Mi castigo…
El crimen perfecto, Morgane.