MUERTE EN LA FAMILIA (Hallie Ephron)
La gente me cuenta cosas. Gente como mi amiga Úrsula. Cuando estábamos en el colegio, me contó que cada mañana se deslizaba con gran sigilo en la sala de estar de su casa para fumarse las colillas y beberse el whisky que sus padres habían dejado olvidados la noche anterior. O como la ayudante de mi padre, Angie. La semana pasada me contó lo bueno que era mi padre haciendo masajes en la espalda.
A veces es más de lo que necesito saber.
Aun así, hay algo adictivo en guardar los secretos de los demás. Creo que sólo tenía catorce años cuando supe que quería ser psicóloga. Podríais pensar que ahora, después de diez años de que me paguen por escuchar a adolescentes con problemas —lo que significa unas trece mil horas de «ajá, ajá» y «cuéntame más sobre eso»—, sé cuándo están mintiendo. La mayoría miente fatal. Pero aun cuando no están mintiendo, se remueven inquietos y parpadean porque la verdad les hace sentir incómodos. Evitan el contacto visual porque no confían en los educadores. Por teléfono, todavía es más difícil saber cuándo te están engañando.
Llamadle experiencia profesional o intuición femenina o suerte, pero al minuto siguiente de colgar sabía que Olivia Meade estaba mintiendo. Lo único que no sabía era sobre qué.
Las mañanas de los lunes siempre solía haber mucho trabajo, y estaba terminando con un paciente cuando oí el bip. No reconocí el número de la llamada perdida, pero la respondí lo antes que pude.
—¿Doctora Lisanne? Necesito su ayuda.
Aunque habían transcurrido cinco años desde que transferí a Olivia Meade a otro terapeuta, reconocí su voz ronca de inmediato. Olivia se había lesionado la laringe la última vez que trató de colgarse.
—¿Olivia? ¿Estás bien? —pregunté intentando transmitir preocupación profesional en lugar del pánico que crepitaba en la boca de mi estómago.
El silencio que se produjo antes de que respondiera se me hizo interminable.
—Es Bradley.
¿Bradley? Tardé unos instantes en recordar que era el hermano pequeño de Olivia. Recordé vagamente a un desgarbado preadolescente que estaba absorto en el videojuego de su móvil cuando él y su madre iban a visitar a Olivia en la unidad psiquiátrica del hospital.
—Él está… —sollozó— yo…
—Cálmate, Olivia.
—No puedo. Lo están arrestando. Ahora mismo.
—¿Arrestándole? ¿Por qué?
—Mi madre y yo no estábamos aquí cuando ocurrió.
Como un trompazo en la carretera, noté que no había contestado a mi pregunta.
—¿Cuando ocurrió qué?
—Han disparado a mi padre. Se lo han llevado.
Recordaba a su padre. En el mundo de los videojuegos, Flint Meade era un icono, el director ejecutivo de GAR Entertainment. Su primer videojuego, Brotherhood of GAR, catapultó a la compañía a lo más alto de la industria. Lo habían convertido en una película taquillera y su héroe, llamado Flint, como el director ejecutivo de la compañía, se hizo tan familiar para los niños de todo el mundo como Indiana Jones.
Tomé un bloc de notas.
—¿Dónde estás ahora?
—En casa.
—¿Está tu madre ahí? ¿Puedo hablar con ella?
—Está con la policía. Por favor, doctora Lisanne. Usted ayuda a personas acusadas de asesinato. Lo he leído en los periódicos.
Además de tener mi consulta privada, era psicóloga forense, y a menudo me pedían que hiciera una evaluación de los acusados; había testificado muchas veces a su favor en el juzgado. No tenía ni idea de si podía ayudar a Bradley. O si debía hacerlo. Pero sabía que nunca me lo perdonaría si, al menos, no intentaba ayudar a Olivia.
—Tu hermano necesita un buen abogado —dije.
—Mi madre ha llamado a uno.
—¿Sabes a quién?
—Trabaja para GAR.
Casi pego un grito. ¿Un abogado de empresa? Bradley necesitaba a alguien que supiera cómo proteger sus intereses y evitar que hiciera una declaración inocente que, después, pudiera sonar inculpatoria en el juzgado.
—¿Puedes preguntarle a tu madre…?
—Oh, Dios mío. La policía. —Su voz se convirtió en un susurro—. Le están arrestando. Se lo están llevando.
Oí que un perro ladraba al fondo.
—Olivia, esto es importante, ¿puedes oírme?
—No puedo respirar.
—¡Olivia! ¡Escúchame!
—¿Qué va a suceder?
—Tienes que ser fuerte. ¿Lo sabes? ¿De acuerdo?
—Yo… Yo… —Después de una larga pausa dijo—: Lo sé.
—Dale a tu madre el número de mi busca de emergencia. Dile que me llame ahora mismo. Le daré el teléfono de un abogado criminalista especializado en estos casos. Mientras tanto, yo le llamaré también.
Ella no dijo nada.
—¿Me has oído?
—Decirle a mamá que la llame. Ahora mismo.
Las palabras no producían ningún efecto sobre ella. Había puesto el piloto automático.
—¿Lo harás? Es muy importante.
Dijo que lo haría y luego:
—¿Vendrá?
—Por supuesto que sí. Tengo pacientes durante toda la tarde, pero tan pronto como termine, iré.
Eso fue seis horas después. Para entonces, la señora Meade ya había contratado a Jerome Smithfield para defender a Bradley. Al principio, se había mostrado reacia a confiar los asuntos familiares a un abogado que no conocía, alguien que no podía sentir «los intereses de la familia» —lo que interpreté que significaba GAR Enterprises en el corazón.
—Necesita al mejor abogado criminalista para proteger a su hijo —dije—. Su futuro está en juego.
Jerome, por su parte, estaba encantado de llevar un caso de esa importancia. Se apresuró hacia el lugar donde la policía estaba interrogando a Bradley y prometió reunirse después con nosotros en la propiedad de los Meade.
Cuando estaba entrando en el coche para dirigirme hacia allí, sonó mi móvil. Era el tono que identificaba a mi padre, la divertida sintonía de una vieja serie de dibujos animados, Los Picapiedra. Antes de jubilarse, mi padre había sido uno de los productores de la serie y ahora se parecía muchísimo a un canoso Pedro Picapiedra, que daba la impresión de haberse fundido con su ser.
Metí la llave en el contacto. El teléfono volvió a sonar. No había duda de que había otro fuego que sofocar. Mi madre estaba en el hospital, no a punto de morir, pero sí apagándose lentamente.
Abrí el teléfono y me lo llevé al oído.
—¿Papá?
Silencio. Luego, una respiración áspera. ¿Iba a decirme que la espera había terminado?
Finalmente, oí su voz:
—Tu madre. La traigo de vuelta a casa.
—¿Qué? ¿Por qué?
—No puedo soportar el hospital y no hay nada más que puedan hacer por ella. He pensado que te gustaría saberlo.
Pude imaginar a mi madre, mermada por su enfermedad, desmoronada en una silla de ruedas, mientras la cargaban, como un fardo en una limusina, de camino a casa. Ella también odiaba el hospital.
—¿Cuándo? —pregunté.
—Mañana.
Había un trayecto de cinco horas hasta la casa de mis padres en New Jersey. Intenté visualizar mentalmente cómo estaba mi agenda para el día siguiente. Pringada todo el día, y el resto de la semana, también. Además de recibir a mis pacientes, había prometido arañar tiempo para evaluar a Bradley Meade, en el supuesto caso de que Jerome pudiera arreglarlo.
—Papá, es una semana terrible para mí. Yo…
—No necesito tu maldita ayuda.
Luché contra la urgencia de devolverle la puya.
Él aflojó.
—He contratado enfermeras. Y Angie está aquí.
Sabía que no tenía ningún derecho a estar resentida contra Angie, la ayudante de mi padre durante el último año. Ella había hecho posible que yo siguiera con mi vida mientras le ayudaba a lidiar con mi madre, apenas con un soplo de vida pero sin que acabara de abandonar este mundo, día a día.
—Papá, creo que es lo correcto.
Él no dijo nada.
Eché un vistazo al reloj. Eran casi las seis y media. Olivia me estaría esperando. Puse en marcha el coche y encajé el teléfono entre la barbilla y el hombro.
—Te llamaré mañana. Iré el viernes. Tengo pacientes toda la mañana, pero estaré allí a las siete.
—¿Bocadillos de corned beef?
No pude evitar reír. Tenía casi ochenta años y el corazón como una roca y nunca había dejado pasar una oportunidad para darse un festín de sal y grasas.
En el momento en que dije, «pan de centeno bajo en calorías, mostaza», la línea ya estaba en silencio.
La propiedad de los Meade estaba a sólo veinte minutos en coche desde mi oficina, en Dover, un tranquilo y lujoso santuario para las familias adineradas de Massachusetts. Opté por una serpenteante carretera de dos carriles en lugar de la autopista en la hora punta. Apenas percibí los tonos rojizos y marrones a los que los árboles habían empezado a virar. Estaba pensando en mi madre. La gente también solía contarle cosas. Con apenas un aislado «Oh, ¿de verdad?» y una media sonrisa de ánimo, la mujer que esperaba con ella en la cola de los taxis o el hombre sentado a su lado en el avión se confiaban a ella. En lugar de ayudarles, ella se ayudaba a sí misma para averiguar sus secretos y desollaba a los extraños confiados en las páginas de sus novelas. Sus libros se habían vendido razonablemente bien, pero ella nunca había irrumpido en la lista de los más vendidos del New York Times, lo que explicaba, probablemente, por qué nunca la habían demandado.
La última vez que la vi, hacía dos semanas, estaba durmiendo en la cama del hospital, tan cambiada que tuve que comprobar el número en la puerta para asegurarme de que estaba en la habitación correcta. Había sido una mujer guapa, alta y muy despierta. Mis amigos de la universidad se sentían amedrentados por ella. Ahora sus delgados cabellos se levantaban de su cráneo como las pelusas de un diente de león maduro. Sus mejillas, sonrojadas por vasos sanguíneos rotos, daban la cruel ilusión de que tenía una salud robusta.
Me senté en su cama y me puse a leer. Cuando tosió, levanté la vista.
—¿Lisanne? —dijo. Sus ojos que habían sido grises y penetrantes ahora estaban velados—. ¿Estás tomando notas?
Creo que hice una mueca de dolor.
—Tú eres la escritora —dije—. Tú tomas notas.
Alzó un poco el brazo y examinó el rabioso moretón en el lugar donde la aguja estaba sujeta al reverso de su mano. Lo dejó caer sobre las mantas y cerró los ojos.
—¿Te traigo algo la próxima vez que venga? —le pregunté.
Ella pasó la lengua por sus labios cuarteados.
—Una bebida.
Sabía que no se refería a agua, pero me llevé su vaso al baño y lo llené de todas formas con agua del grifo. Cuando me incliné y la besé, la familiar fragancia de azahar de su piel inundó mi cabeza.
Eran las siete y estaba oscuro cuando llegué a la mansión de los Meade, al final de un estrecho camino privado sin pavimentar. En las horas transcurridas desde que había hablado con Olivia, la policía debió de finalizar su investigación porque en la jamba de la puerta principal sólo quedaban algunos pedazos de precinto amarillo con el que se acostumbra a señalizar el escenario del crimen. Había dos coches estacionados en la rotonda del camino de entrada: un flamante Mercedes descapotable y un deportivo rojo RAV4. Aparqué y salí.
Crucé el césped perfectamente cortado, pasando de la oscuridad a la claridad de los reflectores que estaban instalados en lo alto de las esquinas de la casa. Hacían que la falsa fachada Tudor pareciera un decorado cinematográfico.
Toqué el timbre. Un perro empezó a ladrar furiosamente dentro de la casa. Después de varios segundos, la madre de Olivia, Claire Meade, abrió la puerta. Sujetaba del collar a un frenético labrador negro.
—¡Genghis, siéntate! —ordenó ella.
Después de un par de gemidos, el perro se sentó a sus pies, en estado de alerta. El maquillaje de ojos de la señora Meade se había corrido pero su mandíbula estaba rígida y apenas tenía uno de sus cabellos rubios fuera de sitio.
Olivia salió súbitamente de detrás de ella.
—¡Doctora Lisanne! —gritó.
Su piel semejaba pálida al lado de la blusa blanca bordada de estilo campesino que vestía junto con unos téjanos ajustados y unas botas altas hasta las rodillas. Cayó en mis brazos, sollozando. Todavía estaba delgada, pero ya no parecía un espectro como en el pasado.
Cuando finalmente se apartó, forzó una sonrisa tímida.
—Temía que no fuera a venir.
—Por supuesto que he venido —dije.
La miré detenidamente. Estaba alterada, eso resultaba evidente, pero era producto de un disgusto emocional y por una buena razón. La primera vez que nos vimos estaba ausente y casi en estado catatónico.
—Lamento lo que está ocurriendo, Olivia —dije.
La valentía se esfumó de su expresión y su cara se contrajo.
—Doctora Sullivan —dijo la señora Meade usando mi apellido—, gracias por venir. Yo…
El perro se levantó de nuevo y ladró furiosamente cuando un Volvo clásico de formas cuadradas se acercó a mi coche y sus ruedas despidieron gravilla al frenar. La puerta del vehículo se abrió y mi viejo amigo Jerome, conocido en el mundillo judicial como el abogado Jerome Smithfield III, salió de él.
Jerome era un hombre enorme con el cabello rizado más rojo que blanco. Su chaqueta deportiva de pana tostada colgaba abierta sobre una camisa rayada. Intentó ajustarse la corbata que colgaba suelta de su cuello. Jerome no hubiera podido durar ni cinco minutos en la América empresarial, pero como abogado defensor criminalista no había otro mejor. Los jurados confiaban en él mucho más que en sus adversarios vestidos con trajes de rayas diplomáticas.
Me saludó y se volvió hacia la señora Meade.
—Jerome Smithfield —se presentó, y miró con recelo al perro, que volvía a estar sentado a los pies de ella, antes de tenderle su mano a la señora Meade—. Usted debe de ser Claire Meade. He estado hasta ahora en la comisaría de policía de Dover con su hijo.
—¿Bradley está bien?
—Está increíblemente tranquilo.
No me sorprendió. El shock después de un acontecimiento traumático suele durar unas cuatro horas hasta que la realidad logra abrirse paso.
—Pasará la noche retenido —continuó Jerome—. Mañana se celebrará una audiencia. Casi tengo la certeza de que el fiscal del distrito pretende juzgarlo como adulto…
—¿Pero…? —se sorprendió la señora Meade, cuyo color había desaparecido de sus mejillas—. Apenas tiene diecisiete años.
—Así se lo he hecho saber al juez. Buen estudiante. Sin antecedentes. Pero…
Jerome sacudió la cabeza sombríamente; miró a la señora Meade y luego a Olivia desde debajo de unas cejas rizadas.
—Pero ¿qué?—preguntó la señora Meade.
—Han encontrado marihuana en su habitación.
La señora Meade pareció sinceramente sorprendida. Y Olivia apretó aún más su mano en mi brazo.
—¿Adónde lo trasladarán? —preguntó la señora Meade.
—Puede que a Middlesex —dijo Jerome, refiriéndose a la cárcel más cercana—. En lugar de eso, he solicitado el traslado a un hospital psiquiátrico. Lo último que él necesita es mezclarse con delincuentes adultos.
La señora Meade se llevó una mano a la boca.
—Oh, Dios.
Deseé que el traslado se hiciera efectivo por otra razón… un hospital me permitiría empezar a evaluar a Bradley mucho antes que una prisión.
La señora Meade nos invitó a entrar en la casa. Jerome le echó un vistazo al enorme recibidor de la entrada, que tenía una escalera que descendía en círculo desde la segunda planta. Si le había impresionado, no lo demostró. Seguimos hasta la sala de estar. Sobre la repisa de la chimenea había un cuadro, un retrato de familia. Era extraño lo aislados que parecían cada uno de ellos, casi como si los hubieran reunido con el Photoshop.
Jerome se sentó en una silla y sacó un sobre amarillo acolchado de carácter oficial y un bolígrafo Bic de su maletín. La señora Meade se sentó en el borde de una silla con brazos, con los ojos alerta y asustados, y las manos crispadas sobre la falda. Olivia se sentó a mi lado en el sofá. Genghis entró sin hacer ruido en la habitación y se acurrucó a los pies de Olivia, posando la cabeza en su regazo. El perro levantó la vista hacia ella cuando le rascó detrás de las orejas.
—Quizá la mejor forma de empezar —dijo Jerome— es que nos cuenten qué ha ocurrido.
La señora Meade se pasó un dedo por debajo de uno de sus ojos, después por el otro, limpiando un poco del maquillaje corrido.
—Por supuesto —respiró hondo—. Sucedió antes de la comida. Olivia —ella y Olivia intercambiaron una rápida mirada— y yo acabábamos de regresar de comprar en Neiman's.
¿Neiman Marcus? Olivia bajó la vista. Las prendas que llevaba no tenían el aspecto de ser de una tienda de lujo, más bien parecían proceder de uno de los almacenes de segunda mano por los que solía rondar.
La señora Meade siguió. Su cara mostraba serenidad, pero los nudillos de sus manos crispadas estaban blancos.
—Estaba a punto de abrir la puerta cuando oí una explosión, como un coche que petardea, sólo que procedía del interior de la casa. Entonces, sonó otra. Y otra. —Hizo una mueca, como si los disparos aún resonaran en su cabeza—. Corrí escaleras arriba y los encontré. Mi marido estaba en su escritorio. Bradley… —Su voz se rompió—. Bradley seguía disparando.
—¿Estaban en el despacho de su marido? —preguntó Jerome.
Ella alzó los ojos hacia el techo.
—Puedo enseñárselo.
Se puso en pie y la seguimos, de vuelta al recibidor y escaleras arriba hacia la segunda planta. Genghis gimió mirando desde el pie de las escaleras.
El estudio estaba al final del recibidor que había después de las escaleras. Una de las paredes estaba cubierta de estanterías desde el suelo hasta el techo. Me pregunté si los libros, con sus lomos de piel y sus letras de oro, eran reales o sólo para aparentar. La mesa de trabajo era un antiguo escritorio doble de caoba; en realidad, eran dos escritorios unidos de forma que dos personas podían trabajar cara a cara. Detrás del escritorio, había colgadas fotografías de los Meade con políticos, cartas enmarcadas y premios.
En el ambiente aún flotaba un ligero olor a pólvora.
En una estantería aislada en el centro de la pared había un trofeo, una columna acanalada de acero pulido. Me acerqué para leer la inscripción en la placa de ébano de la base: «2005 VGA Game of the Year: BROTHERHOOD OF GAR».
—Cuando llegué aquí, mi marido estaba desplomado en su silla. Pude ver…
La señora Meade cerró los ojos con fuerza. Se aclaró la garganta. Pero antes de que pudiera seguir, sonó el teléfono del escritorio. Dio un salto como si se hubiera quemado.
Volvió a sonar. La señora Meade miró el número en la pantalla y apretó un botón de la consola.
—¿Hola? —dijo.
—¿Claire?
Una voz de hombre sonó desde el manos libres, alto, casi como si estuviera en la misma habitación que nosotros. La señora Meade pulsó otro botón. La voz continuó en un volumen más bajo.
—Siento tener que molestarla en un momento como éste, pero es acerca de lo de mañana…
La señora Meade cogió el auricular y desconectó el manos libres.
—Perdónenme, tengo que atender esta llamada —nos dijo, y salió en dirección al recibidor.
La llamada fue corta, y ella fue quien llevó el peso de la conversación. Sólo entendí unas cuantas frases… «mantente firme», «que te jodan», «ni un penique más».
Cuando volvió parecía alterada.
—Lo siento. Tenía que encargarme de esto —dijo—. Mi marido y yo trabajamos… trabajábamos codo a codo. Esto… —Dejó caer el teléfono en la consola y miró hacia arriba, en dirección al trofeo—. Esto no podía habernos pasado en peor momento. La exposición anual de juegos de realidad virtual empieza a finales de semana. Vamos a lanzar GAR 3D. No puedo tomarme tiempo libre.
¿Como cinco minutos para llorar la muerte de su marido y la catástrofe de su hijo?
Ese pensamiento vino de una parte de mi cerebro que intenté silenciar. Por la mirada de Jerome, puedo asegurar que él estaba pensando algo semejante.
—¿Por dónde iba? —dijo la señora Meade.
—Oíste disparos y subiste las escaleras —apuntó Olivia.
Ella y la señora Meade se miraron largamente antes de que ésta continuara.
—Por supuesto. Cuando llegué aquí, Bradley estaba de pie más o menos en el sitio donde estoy ahora. Estaba disparando.
Señaló una larga y estrecha estantería con un reborde. La pared enyesada detrás de ella se veía agujereada por una media docena de pequeños cráteres.
—¿A qué le disparaba? —pregunté.
—A la vitrina de cristal. Ésta… Nosotros guardábamos…
La señora Meade abrió la boca pero no dijo nada más. Se limitó a llevarse una mano a la boca y se mordió los nudillos.
—Enséñaselo, mamá —dijo Olivia—. Tiene que entenderlo.
La señora Meade salió de la estancia. Volvió un minuto después con una bolsa de Neiman Marcus, de donde sacó lo que parecían adquisiciones de ropa envueltas en papel de seda y luego sostuvo la bolsa abierta. En su interior pude ver lo que parecían trozos de yeso blanco.
Los volcó encima de la mesa. Las piezas más grandes eran reconocibles… un brazo amputado; una cabeza; una pierna; un torso con un pegote que sobresalía de un musculoso pecho. Olivia se acercó y recogió un fragmento del tamaño y de la forma de una pelota de golf. Era una cabeza de yeso, el atractivo perfil que los jugadores de todo el mundo reconocerían instantáneamente como Flint.
—Cuando creamos el primer juego Brotherhood —dijo la señora Meade—, los diseñadores hicieron réplicas en arcilla de todas las figuras. Nosotros guardamos los prototipos originales en esta vitrina junto con los premios.
Jerome gruñó.
—Son pruebas. No deberían habérselas quedado.
La señora Meade barrió las piezas rotas de vuelta a la bolsa.
—No podíamos dejar que las vieran. Imagine lo que la prensa habría hecho si hubieran tenido acceso a esto. O nuestros competidores, para el caso. Es un asunto privado.
Muy pronto descubriría que el asesinato nunca es privado.
—Van a tener que entregárselo a la policía —dijo Jerome—. A primera hora de la mañana. La ocultación de pruebas no ayudará a su hijo y tal vez la acusen de incitación y complicidad por ello. Es un delito grave.
Al ver que la señora Meade parecía inconmovible, Jerome añadió:
—Puedo pedirles que no informen a los medios. —Jerome extendió su mano—. Sería mejor que me lo diera ahora.
A regañadientes, ella le pasó la bolsa.
—¿Dónde consiguió su hijo la pistola? —pregunté.
La pregunta pareció sorprender a la señora Meade.
—Supongo que del escritorio. Es donde él la guardaba.
—¿Él?
—Mi marido.
—¿Dónde, exactamente? —pregunté.
Ella dudó antes de señalar al cajón de arriba a la derecha en la parte más lejana del escritorio, se supone que en el lado de su marido. La silla de ese lado del escritorio había desaparecido, probablemente requisada por la policía para analizar muestras de sangre.
—Se asustaría mucho —dije— cuando llegó arriba de las escaleras y vio a su hijo disparando.
—Es lo normal, ¿no? —La señora Meade se alisó la delgada falda de su traje azul. «Se viste como una azafata de vuelo», así era como Olivia me había descrito a su madre una vez—. Pero no lo estaba. Supongo que me di cuenta de que todo había terminado.
Pero no había acabado. Para Bradley, la pesadilla no había hecho más que empezar.
—Ya que estoy aquí —dije—, ¿puedo echar un vistazo a la habitación de su hijo?
—Se la enseñaré —dijo Olivia a su madre.
—¿Por qué quiere ver su habitación? —inquirió la señora Meade.
—Mamá —dijo Olivia—. Ella está aquí para ayudar a Bradley.
—Pero Bradley es muy especial con sus cosas.
—Bradley está a punto de ser acusado de asesinato —dije—. Creo que nos perdonará por entrar sin su permiso… fundamentalmente si esto nos revela una información útil. No sé qué puede ser, pero es posible que así sea.
Antes de que la señora Meade pudiera protestar, Jerome intervino:
—¿Por qué no baja? Tiene papeleo que atender. Mientras tanto, Olivia puede mostrar a la doctora Sullivan la habitación de Bradley.
La habitación de Bradley Meade estaba sorprendentemente arreglada, con las paredes cubiertas de pósteres y las persianas pintadas de negro. Una enorme pantalla plana descansaba en el escritorio con un teclado que tenía al menos el doble de teclas de las normales.
—Era un maestro en la Wii —dijo Olivia.
—¿Güi?
—W-i-i —dijo ella, deletreando—. Ya sabe, los juegos de 3D. Tenía todos estos accesorios.
De un baúl abierto sacó lo que parecía una Uzi de plástico y apuntó a la pantalla. El baúl estaba abarrotado con escudos, espadas y cascos hechos de plástico moldeado, todos ellos con cables, LED y paneles de control. En el suelo había un monopatín, también con cable, con tacos en lugar de ruedas.
—¿Pasa tu hermano mucho tiempo en el ordenador?
—Mi hermano pasa todo su tiempo en el ordenador. —Empujó la puerta de la habitación para cerrarla y se giró hacia mí. Entre dientes añadió—: Por supuesto que mi madre no estaba asustada.
—¿No lo estaba?
—Ella y Bradley son iguales —dijo, levantó dos dedos y los juntó.
—Y tú, ¿estabas asustada?
Olivia parpadeó.
—Doctora Lisanne, ni en un millón de años hubiera soñado que Bradley podría disparar con balas reales. Mi hermano pequeño no es un héroe de acción.
—Destruyó los prototipos… ¿te sorprendió eso?
Ella se mordió una cutícula.
—¿Honestamente? No. El odiaba a Flint. Detestaba todo sobre él. Cuando Bradley estaba en sexto o así, se estrenó la película. Los otros chicos sabían cómo atormentarle. ¿Cómo es que no era grande y poderoso como Flint? ¿Cómo es que no tenía ojos rojos? Le retaron a saltar por una ventana. Volvió a casa hecho un mar de lágrimas y mi padre, el superhéroe, le dijo que sólo los mariquitas lloran.
—¿Se reconcilió Bradley con tu padre?
—Uno no —Olivia dibujó unas comillas en el aire— «se reconcilia» con mi padre. Simplemente te apartas de su camino. Eso es lo que yo hice al menos. Pero Bradley, pobre chico, siguió plantándole cara. No podía evitarlo. Porque él… Ellos… —Su labio inferior tembló—. Eran muy diferentes. O puede que fueran demasiado parecidos.
Olivia echó un vistazo a la puerta cerrada.
—No sé qué le pasaba. En las últimas semanas, ha sido prácticamente un recluso. Tenía miedo incluso de que pudiera causarse daño a sí mismo.
Pensé sobre ello. Al fin y al cabo, Olivia había intentado suicidarse varias veces. No era sorprendente que hubiera pensado que su hermano pequeño podría tratar de hacer lo mismo. Todo el mundo sabía que los suicidios se transmiten entre las familias.
—¿Y tu madre?
—La negación en persona. Siempre reacciona igual. —Olivia curvó las comisuras de su boca en una sonrisa—. «Hay un elefante en la sala de estar» «¿Qué sala de estar?»
Examiné detenidamente los estridentes grabados que empapelaban las paredes. En uno, una calavera de ojos verdes emergía de un ataúd lleno de rosas. Debajo estaba escrito «Acid Trio» en letras con pinchos.
—Tu hermano tiene un interesante gusto artístico.
—Tiene un gusto musical horrible —dijo Olivia—. Este póster es de un grupo de punk rock.
—¿La policía registró la habitación?
Olivia asintió.
—Se llevaron bolsas y más bolsas con trastos. Sus ropas. El ordenador.
Me giré para mirar la pantalla panorámica y el teclado de diseño. No había ningún CPU.
—¿Sabías que tenía un alijo de marihuana aquí?
Ella respondió casi al instante:
—No lo tenía.
—¿No lo tenía?
Sus ojos se llenaron de lágrimas.
—Era mi hierba. Bradley me dejaba guardarla en su habitación. ¿Tengo que contárselo a la policía?
—¿No crees que Bradley se lo va a contar?
Reflexionó sobre mi pregunta.
—Bradley no hablará.
—¿Es bueno guardando secretos?
Olivia me dirigió una larga mirada.
—Si Bradley no mató a tu padre, la policía llegará a esa conclusión, ya lo sabes.
—¿Usted cree?
—Sí. De hecho son muy listos. Y creo que tampoco necesitas mentir sobre dónde estabas.
Sus ojos se abrieron y dio un paso hacia atrás.
—Estabas aquí, ¿no es así? —aventuré.
Sacudió la cabeza. Luego asintió.
Eso me afectó. Olivia había oído los disparos. Quizás incluso había sido testigo del tiroteo.
—Lo siento mucho. Debió de ser horroroso.
Puse mi mano en su brazo y apreté.
Sus piernas parecieron aflojarse y se dejó caer sobre la cama.
—Yo… Yo estaba fuera paseando al perro. Oí algo. No me di cuenta de lo que había ocurrido hasta que volví a la casa.
—Tu madre. ¿Estaba aquí también?
Olivia apartó la vista.
—Bradley no mató a papá. Conozco a mi hermano. Sería incapaz de hacerlo.
No le dije que, de nuevo, no había contestado a mi pregunta.
Cuando salí de la casa, Jerome me estaba esperando fumando un cigarrillo al lado de su coche en la oscuridad del camino de entrada. Estaba apoyado en el parachoques y apenas pude adivinar su cara familiar detrás de las volutas de humo.
—¿Todavía no te has librado de este hábito asqueroso?—le espeté.
Tiró la colilla al suelo y la pisó con el pie.
—¿Eres todavía la santa patrona de las causas perdidas?
—¿Y? —pregunté.
—¿Y?—replicó él.
Nos quedamos mirándonos el uno al otro durante lo que pareció un largo rato.
El parpadeó primero.
—Te he echado de menos.
Negué con la cabeza.
—Vale, tienes razón. Ya sabemos adónde conduce esto —admitió.
A nada bueno. Hacía mucho tiempo que nos habíamos dado cuenta de que, como amantes, sacábamos lo peor del otro.
—Mi madre se está muriendo —dije.
—¿Todavía?
Rompí a reír. Ella se había estado muriendo la mayor parte de la última década, poco a poco, bebiéndose su salud hasta la muerte, algo que sólo un amigo realmente cercano, como Jerome, podía saber. Cuando me recuperé, tuve que enjugarme las lágrimas.
Se acercó y me abrazó. Humo de cigarrillo, loción de afeitado… el aroma de Jerome me envolvió.
—¿Sabes cuándo podré ver a Bradley? —le dije en su hombro—. ¿Pronto?
Se apartó.
—Tan pronto como me dejen.
—¿Crees que ha sido él?
—Todos mis clientes son inocentes. Inmaculados como la nieve. —Puso su dedo bajo mi barbilla—. ¿Estás bien?
—Me defiendo bien.
—Brindo por eso.
No comprobé mi móvil otra vez hasta que llegué a casa. Tenía tres llamadas perdidas, todas de mi padre. Eran las once y media, y en ese momento probablemente estaría dormido frente a la tele, me dije mientras untaba un pedazo de pan blanco con mantequilla de cacahuete. Corté una manzana, abrí una cerveza y encendí mi ordenador. Mientras comía, revisé la bolsa de valores. GAR Entertainment había cerrado el día bajando ocho puntos, un 30%. El gráfico de los últimos cinco años sobre su comportamiento en bolsa parecía un salto de esquí: una subida firme y una vertiginosa caída.
Busqué en Google Flint Meade y GAR Entertainment. La noticia más reciente era de hacía veinte minutos. «Hijo sospechoso del asesinato del Magnate de los Juegos», rezaba el titular. Seguí leyendo.
El fiscal del distrito del condado de Middlesex Joshua Friedman dijo que esperaba presentar cargos de asesinato en primer grado con premeditación y acusarlo como un adulto por la muerte a tiros de su padre, Flint Meade, director ejecutivo de GAR Entertainment.
La noticia incluía una foto de Flint Meade. Aunque debía de tener cincuenta años al menos, su cara era tan lisa y perfecta como el plástico. Esperaba que la segunda foto fuera de Bradley pero, en su lugar, había un dibujo de Flint, el superhéroe de ojos rojos que había convertido en millonarios a los Meade.
Sólo podía imaginar lo que había sido para Bradley crecer a la sombra de este personaje de dibujos animados, que proyectaba un halo aún mayor que el de su padre, el poderoso hombre de negocios. Mi teléfono sonó… Era la sintonía de Los Picapiedra. Sabía mucho sobre padres poderosos.
—Hola, papá —contesté.
—¿Estás en casa? —preguntó con su voz grave, voz de fumador.
—Acabo de llegar. Perdona que no haya contestado a tu llamada. Pensaba que estarías durmiendo. ¿Cómo ha ido hoy?
—Ha ido.
—¿Está en casa contigo?
—Está durmiendo. En su propia cama. Aquí es donde ella pertenece. No a ese hospital donde te despiertan en mitad de la noche para zarandearte y tomarte la temperatura.
Hubo una larga pausa.
—¿Vendrás el viernes? ¿Cuándo?
—Habré terminado a las cinco. Estaré allí tan pronto como pueda.
—Lo sé. Lo sé. Tienes tus citas. Tu trabajo.
Maldito sea. Había dicho que no necesitaba mi ayuda. Tragué.
—¿Va todo bien ahí? ¿Quieres que lleve algo el viernes?
—Tengo todo lo que necesito. Sólo ven.
—De acuerdo, yo…
Clic. Como siempre me dejó hablándole a un teléfono vacío.
Colgué y cogí de encima del piano la fotografía enmarcada de mis padres. Había sido tomada hacía cuatro años, antes de que mi madre se convirtiera en una inválida. Antes de que mi padre contratara a Angie. En la foto, mi padre parecía como si se hubiera estado riendo a carcajada limpia de una broma, mientras mi madre miraba fuera del marco directamente hacia mí, vigilando cada movimiento y desaprobándolo.
Dos días después, el viernes, Jerome había conseguido que se trasladara a Bradley al hospital de la prisión y había concertado una cita para que yo empezara con mi evaluación. Cuando llegué, Bradley estaba hundido en la silla de plástico de la sala de interrogatorios, que era como una celda.
Tenía la tez pálida como su hermana, con su cuerpo esquelético perdido dentro del uniforme verde de la prisión. Podría haber estado durmiendo, excepto por el hecho de que tenía uno de sus ojos entreabierto.
Me senté frente a él y me aclaré la garganta.
Abrió los ojos y me miró, sin expresión. Se parecía mucho a su padre, pero en Bradley las facciones eran más suaves, el acero se había convertido en goma. De su barbilla empezaba a brotar una barba rala.
—Tú eres la loquera —dijo.
—Psicóloga. —Estaba acostumbrada a los niños y a su lengua—. La doctora Lisanne Sullivan.
Miró la mano que le ofrecía como si fuera un pez muerto. Luego me dio un débil y húmedo apretón.
—Ayudé a tu hermana hace unos años.
Se irguió ligeramente.
—¿Está bien Liv?
—Está muy preocupada por ti.
Antes de que pudiera evitarlo, se abrió paso la sombra de una sonrisa.
—¿Te dijo el señor Smithfield que iba a venir? —pregunté.
Se echó hacia delante y miró de reojo la puerta cerrada de la habitación.
—¿Puede sacarme de aquí?
—No. Pero puedo ayudarte en el juicio. Depende de lo que descubra.
Me lanzó una mirada decidida.
—No puede ayudarme. Lo hice. Le disparé y ahora está muerto. La policía encontró residuos de disparo de pistola. Entonces ¿para qué todo esto?
—Para nada tal vez. Pero sígueme la corriente —dije—. Contesta unas cuantas preguntas, haz unos cuantos tests. ¿Tienes algo mejor que hacer?
Volvió a mirar hacia la puerta cerrada. Luego a mí. Se encogió de hombros.
Le pasé rápidamente una serie de tests sobre estado mental y pruebas de evaluación cognitivas. No tenía necesidad de analizar los resultados para concluir que era brillante y consciente de sus actos. Luego empecé con la entrevista.
—Bradley, ¿puedes hablarme de la relación con tu padre?
Una mirada de cautela atravesó su cara. De repente, no estábamos hablando de respuestas múltiples o correcto/incorrecto.
—Apenas se fijaba en mí. Desde que no me meo en la alfombra, me ha dejado tranquilo.
—¿Y lo haces?
—¿El qué?
—Mearte en la alfombra.
Había provocado su risa. Dientes bien alineados y una sonrisa atractiva. Me dolió el desperdicio que significaba todo esto. No podía imaginar que hubiera un final feliz.
—Entonces ¿no discutías ni te peleabas nunca con tu padre? Muchos chicos de tu edad lo hacen.
Frunció los labios.
—Entonces ¿os llevabais de fábula?
—Apenas hablábamos.
—Cuéntame qué pasó ayer. Cuando tu padre estaba arriba, en su estudio.
—Ya se lo he contado a la policía.
—Bien. Ahora puedes contármelo a mí.
Empezó a decir algo. Luego calló y se mordió el labio inferior.
—Fui a su habitación. Tenía que hablar con él. La puerta estaba cerrada y llamé. Estaba solo, hablando por teléfono. «Ahora no», me dijo.
Miré mi cuaderno, hice una anotación y esperé. Quería que continuara, contándolo a su manera, a su ritmo.
Finalmente, prosiguió.
—Quería que me diera una oportunidad. Demostrarle lo que podía hacer. —Se sorbió las lágrimas y limpió su nariz con el dorso de la mano—. Soy mucho más inteligente y más cool que esos gilipollas que tiene trabajando en Desarrollo. De hecho, la última vez que le di una de mis ideas, lo siguiente que supe es que la estaban haciendo en 3D. ¿Cree que salí en los créditos? Todo lo que quería era una oportunidad.
—¿Una oportunidad para qué?
—Él… Yo… —Sus ojos se dirigieron a algún lugar del espacio entre los dos. Una momentánea mirada de confusión atravesó sus ojos—. Sólo quería que admitiera que la idea era mía.
—Entonces ¿esperaste a que terminara la llamada? ¿Con quién estaba hablando?
Bradley se encogió de hombros.
—Ni idea.
—Creo que estuviste escuchando detrás de la puerta.
—Volví a mi habitación.
Cruzó los brazos delante del pecho.
—¿Qué pensabas mientras estabas esperando para hablar con él?
Si no lo hubiera estado observando con detenimiento, no lo habría captado: por un instante su rostro se transformó radicalmente. Su boca se tensó, los ojos se abrieron como platos. Luego los músculos de sus mejillas se destensaron y sus cejas se alzaron para unirse la una con la otra. Era miedo metamorfoseándose en tristeza.
La mirada desapareció, sustituida por una expresión vacía.
—Pensaba en lo mucho que lo odiaba.
Hice otra anotación.
—¿Y luego?
—Entré. Se lo dije. Se rió de mí. Dijo que, por lo que a él se refería, yo no era nada. Un cero a la izquierda. Ideas como ésa las había a patadas. En pocos años, el 3D estaría tan pasado de moda como los joysticks. —Sus palabras salían desordenadas, rápidas, como si estuviera compitiendo en una carrera consigo mismo—. Que le jodan, pensé. Cogí la pistola.
—¿De dónde?
—El cajón.
—En el escritorio…
Miró la mesa que había entre los dos. Era como si hubiera puesto un guisante bajo una de las tres cascaras de nuez y las hubiera revuelto como un trilero. Esperé a que Bradley levantara una.
—Arriba, por el medio, en su lado.
—A ver si lo entiendo. —Me levanté—. Digamos que soy tu padre. Estoy por aquí, a este lado del escritorio, ¿correcto? ¿Y tú estás…? Muéstrame dónde estás tú.
Entrecerró los ojos, como si fuera alguna especie de truco. Luego se levantó y vino hacia mi lado de la mesa.
—De acuerdo, ahora muéstrame qué pasó —dije.
Bradley empezó a blandir un dedo sobre mi pecho y dudó. Asentí para hacerle saber que estaba bien.
—Le estoy hablando, así. Y le estoy diciendo que no soy un perdedor. «Sé más de videojuegos de lo que tú sabrás nunca.» Entonces se rió de mí. Abrí el cajón y cogí la pistola.
Bradley representó la escena.
—Retrocedió. Se sentó.
No había espacio para dar un paso atrás así que me limité a sentarme.
—Empecé a disparar. Primero a la vitrina de cristal. «Deja de hacer el tonto», me dijo.
—No pensó que ibas en serio.
—Él nunca me tomaba en serio.
—¿A cuánta distancia de él estabas cuando empezaste a disparar?
—Creo… —Me miró, miró su mano. Dudó—. La emprendí con esos moldes de yeso de Flint, su precioso superhéroe. Cada vez que apretaba el gatillo, avanzaba un paso hacia él. La última bala se la metí en la cabeza.
Apuntó a su propia cabeza con el dedo que simulaba la pistola. Luego volvió a su silla. No dije nada, pero mientras transcribía su declaración estaba pensando en lo tranquilo que sonaba. Como si estuviera narrando la trama de una película en lugar de la historia de un hecho terrible que había sucedido realmente hacía unos pocos días.
Subí la vista para mirarle.
—Lo siento. Sé que es doloroso, pero quiero asegurarme de que tengo todos los detalles claros y me he perdido unas cuantas cosas. ¿Te importaría volver a ello sólo una vez más? Desde tu entrada en el estudio y empezaste a hablar con él.
Bradley puso los ojos en blanco, pero empezó de nuevo.
—Fui a su habitación, pero la puerta estaba cerrada y llamé. Estaba solo, hablando por teléfono…
La noche siguiente quedé con Jerome para cenar en Smith and Wollensky, un asador del centro de Boston situado en un edificio llamado The Castle. Me estaba esperando un martini de granada. Habían transcurrido tres años desde el último que tomé… desde la última vez que Jerome y yo acordamos dejar de vernos.
Bebí un sorbo. Ácido y sólo un poquito dulce. Era una bebida capaz de remover algo si se lo permitía.
—¿Estuviste en el juzgado hoy? —pregunté, aunque conocía la respuesta.
Jerome vestía traje y corbata. Me alargó un menú.
—No mires los precios. Pide lo que quieras. Los Meade pueden pagarlo.
El filete —el mío era un pequeño filet mignon— era excepcional. Los aros de cebolla crujientes eran incluso mejor. Con el café, finalmente hablamos de Bradley Meade.
—¿Suicida? —preguntó Jerome.
—Su hermana cree que lo era.
—¿Era?
—Ella me ha dicho que Bradley vivía prácticamente como un recluso durante las últimas semanas. Temía que pudiera hacerse daño a sí mismo.
—Bueno, ella no es la experta, tú sí —dijo Jerome.
—No he detectado síntomas depresivos. No podría dictaminar que corra peligro.
—¿Cuerdo? ¿Competente para soportar un proceso judicial?
—Sí. Y sí. —No era un adolescente delirando que obedeciera a las voces de su cabeza—. Y, por si sirve, no me suena como si hubiera planeado matar a su padre.
—¿Homicidio sin premeditación? —aventuró.
—Si puedes venderlo así. Pero hay algo más —dije. Le expliqué a Jerome cómo me las ingenié para que Bradley repitiera la historia de lo que había ocurrido—. La segunda vez que la contó era casi palabra por palabra igual que la primera.
—¿Como si hubiera sido aleccionado? —preguntó Jerome.
—O cabe la posibilidad de que esté disociando, repitiendo un mantra que le permite separar sus emociones de la realidad de sus actos.
—Disociando —dijo Jerome, como si estuviera saboreando aquel término, pensando en cómo y cuándo usarlo como parte de la estrategia de la defensa.
—Y eso no es todo —dije—. No creo que sucediera de la manera que lo describe. No a menos que su padre simplemente se quedara sentado en la silla y permitiera que le disparara.
—Sin lucha. Sin heridas producidas al intentar defenderse —dijo Jerome.
—Y sin suficiente espacio. No cuando había una silla situada en el otro lado del escritorio doble.
—Interesante.
—Para acabarlo de rematar, Bradley me contó que había encontrado la pistola en el cajón de arriba. Ése no es el lugar donde la señora Meade me indicó que su marido la guardaba.
Ese dato hizo sonreír a Jerome.
—Entonces, los residuos de arma de fuego en las manos de Bradley lo señalan como el tirador pero no necesariamente como el asesino.
Jerome miró al vacío. Sabía que se estaba planteando la misma pregunta que yo: si Bradley no mató a su padre, ¿por qué confesó?
—¿Necesitas más tiempo con él? —preguntó Jerome.
Le dije que no era muy optimista sobre que fuera a averiguar algo más que pudiera ayudar en el juicio, y si llegábamos a eso, en la sentencia.
—Aun así, siento que se me escapa algo. Algo importante. Me gustaría tener otra entrevista con él.
—No hay problema —dijo.
Estuvimos sentados en silencio durante unos momentos. Mi café se enfrió.
—Sabes, me gusta —dije.
—Eso es bueno. Tal vez al jurado también le guste.
Jerome me preguntó por mi madre. Le conté que iba a salir el viernes temprano por la tarde para ir a casa.
—¿Crees que puede suceder ahora? —preguntó.
—He dejado de intentar adivinarlo.
—Sabes, estoy aquí por si me necesitas —dijo; cogió mi mano y le dejé que la sostuviera, pero sólo durante un momento.
El viernes por la tarde, no había manera de llegar desde Boston a New Jersey. Lo que tendría que haber sido un trayecto de cinco horas duró siete y eran casi las nueve cuando aparqué en la calle frente a la casa donde había crecido.
Los años habían sido benévolos con la casa colonial de 1920 y con su generoso porche cubierto. El balancín del porche y las sillas de metal verde aún seguían allí. En la segunda planta, sobre la sala de estar, estaban las dobles ventanas de guillotina de la habitación que mis padres habían compartido. Las ventanas del otro lado pertenecían a la que había sido mi habitación, la misma a la que mi padre se había mudado cuando mi madre se quedó inválida.
Cogí mi bolsa y salí del coche. Respiré hondo y caminé hacia la entrada. La puerta de la casa se abrió antes de que llegara a ella y mi padre se quedó de pie allí, pálido.
—No puedo despertarla —dijo.
Mi garganta se cerró. Después de muchas falsas alarmas, después de tantos meses esperando, no podía creer que estuviera pasando realmente.
—¿Tiene pulso?
—No lo sé.
Tiré mi bolsa al suelo y le rebasé, dirigiéndome hacia las escaleras.
—¿Has llamado a una ambulancia?
—¡Lisanne! —me llamó.
Dudé. Tenía razón. Habíamos estado de acuerdo, especialmente mi madre, con la Orden de No Resucitación. Pero eso había sido en el hospital. No hacer nada ahora me parecía atroz.
—¿Está Angie aquí? —pregunté.
—He dejado que se vaya.
—¿Qué?
—Esta mañana. Tu madre no está loca por ella.
—¿Y la enfermera?
—Era su descanso para comer. No había razón para que volviera.
Subí las escaleras. La puerta de la habitación estaba entreabierta. La empujé y la abrí del todo. Mi madre descansaba en la cama, tumbada de espaldas bajo su edredón de satén púrpura. Tenía los ojos cerrados, las mejillas hundidas y la boca abierta.
—¿Mami? —dije.
El sonido de la palabra me sobresaltó. No la había llamado así desde que era pequeña.
No parecía que su pecho subiera y bajara. Presioné mis dedos contra la parte interior de su muñeca, buscando su pulso. Nada. Entonces me quedé sentada sosteniendo su fría mano. Cuando alcé la vista y me vi en el espejo de encima de su cómoda, me di cuenta de que las lágrimas corrían por mis mejillas.
Primero llamé a su médico. Dijo que se pasaría y que llamaría a la policía para informarles. Pura rutina, añadió, un procedimiento habitual cuando alguien muere en casa sin atención médica.
Mi padre se sentó a los pies de la cama y esperamos. Unos minutos después se oyó una sirena. Pensé en todas las veces que había oído el ulular de una sirena creciendo y luego menguando. Esta vez alcanzó un crescendo y luego se calló.
Sonó el timbre de la puerta. Mi padre se levantó, con los hombros caídos.
—Ya voy yo.
Salió de la habitación, pero no bajó enseguida. Oí como abría el grifo en el baño. Corrió un poco de agua y luego el ruido cesó. El timbre sonó de nuevo.
Me levanté. Los labios de mi madre se habían vuelto azules. Alisé la colcha a su alrededor, luego recogí un vaso casi vacío y un envase de comprimidos que había en la mesita de noche. Retiré algunos hilos de la alfombra. Sabía que a nadie le importaría que la habitación estuviera ordenada, pero mi madre concedía mucha importancia a las apariencias.
Oí los pesados pasos de mi padre bajando las escaleras, el sonido de la puerta delantera al abrirse y voces.
Salí de la habitación y empecé a bajar las escaleras. Mi padre estaba hablando con un agente. Cuando pasé a su lado, el policía me miró y asintió. Seguí hasta la cocina. Abrí el grifo para aclarar el vaso. Fue entonces cuando percibí el olor.
No era agua. Era Chardonnay.
Aclaré el vaso. Leí la etiqueta del frasco de píldoras. Demerol. Veinte cápsulas de 50 mg. Estaba vacío.
A la mañana siguiente, le envié un mensaje a Jerome informándole de que mi madre había muerto. Necesitaba pasar la semana con mi padre, y luego volvería. Llamé a Olivia. No quería que pensara que la había abandonado. Me contó que su madre había contratado a varios guardias de seguridad para mantener a los periodistas sobreexcitados fuera de su propiedad y que había pasado la mayor parte del fin de semana en la caseta de GAR en la exposición anual de juegos para el lanzamiento del GAR 3D.
—Mi madre tiene sus prioridades —fue el seco comentario de Olivia.
—Todo el mundo afronta el duelo de distintas maneras —le dije, pensando en como, una y otra vez, mi padre se había estado lavando las manos desde la muerte de mi madre.
Los restos de mi madre fueron incinerados. Nada de parcelas funerarias. Solía decir que la tierra estaba ya demasiado abarrotada con los vivos; la muerte no tenía por qué robarles espacio. Nada de funerales. También se había mostrado inflexible en este punto.
Durante los días siguientes, mi padre y yo hablamos sobre ella pero no sobre su muerte. Invité a algunos de sus amigos a un festín de sus comidas favoritas y de recuerdos compartidos. Rebusqué entre sus joyas y ropas y tomé unas cuantas piezas que me la recordaban en sus mejores momentos: unos pendientes de oro, una blusa de seda color crema y, aunque no podía decir por qué, sus gafas de lectura. Mi padre no estaba preparado para dar el resto de sus cosas, así que el armario permaneció lleno de ropa, y el aire en esa habitación, saturado con el aroma de su crema corporal.
Me sorprendió descubrir que mi madre me había nombrado su albacea literario. No estaba segura de lo que esto significaba, pero estaba agradecida porque me mantendría ocupada. Pasé horas hojeando en sus archivos y recopilando las obras terminadas y las inconclusas. En uno de los cajones del archivador, descubrí un sobre sellado de grandes dimensiones. Reconocí la letra de mi madre: «Para Lisanne». Lo abrí y saqué un fajo de unas doce páginas mecanografiadas.
Era una historia titulada Going Out. Leí la primera página. Al ver el nombre de los dos personajes, Pedro y Wilma, marido y mujer, rompí a reír. Pedro y Wilma eran los personajes principales de los Los Picapiedra, la serie que mi padre había producido.
Pero aparte del ingenio cortante de Wilma, no había nada divertido en esta pareja. Ella padecía algo llamado enfermedad degenerativa y él le prometió ayudarla a morir según sus deseos.
Me enrosqué en el sofá y continué leyendo. La mayor parte de la historia era un diálogo. La pareja brinda por su matrimonio, por su hermosa hija. Hablan sobre su casa, sus amigos, sus decepciones. Entonces Pedro se sienta en la cama de Wilma y la sostiene en sus brazos mientras ella traga diez, once, doce pequeñas píldoras, haciéndolas bajar con sorbitos de vino. Aunque él promete quedarse a su lado hasta que ella deje de respirar, sale de la habitación cuando pierde la conciencia.
Abajo, una mujer le está esperando. Es joven y, a pesar de que mi madre no le dio un nombre, sé quién es. Ellos se besan, entonces se sientan con una botella de Prosecco y una bandeja de centollos y hablan sobre sus planes para la vida después de Wilma.
Prosecco y centollos eran los placeres secretos de mi madre.
Tras un doble espacio en el manuscrito, llega la mañana siguiente. Wilma sale del dormitorio. Débil y con paso tambaleante, se dirige lentamente a la cocina. Pedro y su amiga aún están sentados a la mesa. Los dos están muertos.
Wilma mira con tristeza a su marido y acaricia su nuca. Se pone unos guantes de goma y tira las cáscaras de los centollos. A continuación, recoge la botella en la que queda un poco de vino y se la lleva de vuelta arriba con ella.
Fin.
Volví a la página con el título. La fecha correspondía a unos cuantos meses atrás, justo antes de su último ingreso en el hospital. Por aquel entonces, ella ya tenía la certeza de que pronto estaría muerta.
Releí la historia. Era mi madre, como de costumbre, aplicando escalpelo y luego puntos de sutura a acontecimientos reales, sólo que esta vez extraídos de su propia vida. Dudé sobre si la historia tenía que ser interpretada literalmente, ya que ella siempre distorsionaba la realidad en busca de otro tipo de verdad.
En los días siguientes, sopesé seriamente enseñar el relato a mi padre. Preguntarle sobre el vino y las pastillas. Quería preguntarle qué habría pasado si yo no hubiera recogido ese frasco de píldoras. ¿Y si el policía o el médico de mi madre lo hubieran encontrado, vacío en la alfombra? Se habría practicado una autopsia. Hubiera habido una investigación. Quién sabe, uno de nosotros podría haber terminado afrontando cargos, encarcelado como Bradley Meade. Si me hubieran acusado a mí, ¿acaso mi padre habría confesado para protegerme de una vida en prisión?
Busqué señales de que Angie hubiese reaparecido. No lo había hecho. El obsesivo lavado de manos de mi padre remitió gradualmente.
Cuando la semana ya llegaba a su fin, estaba preparada para volver a casa. Mis pensamientos retornaron hacia Bradley Meade. Hay ocasiones en que la distancia proporciona claridad, y reconstruí el escenario que me había repetido dos veces, casi al pie de la letra (cómo había querido hablar con su padre pero éste estaba atendiendo una llamada).
Había algo en cómo describía este momento que no encajaba, pero no sabía qué en concreto.
Saqué las notas sobre el caso que me había llevado conmigo. Había intentado transcribir sus palabras exactas tanto como me fue posible. Entonces di con la causa de mi inquietud: «La puerta estaba cerrada y llamé. Estaba solo, hablando por teléfono».
Telefoneé a Jerome y le pregunté si podía confirmarme que se había producido una llamada, entrante o saliente, en el teléfono del estudio justo antes de que dispararan a Flint Meade.
—¿Es relevante? —preguntó.
—Podría serlo. Bradley insiste no sólo en que su padre estaba al teléfono, sino que no había nadie en la habitación con él. Pero la puerta estaba cerrada. ¿Cómo podía Bradley asegurar con certeza que su padre estaba solo?
—¿Crees que había alguien en la habitación con el señor Meade?
—Creo que Bradley piensa que su padre no estaba solo en el estudio, que había alguien más, una persona a la que quiere proteger a toda costa, tanto que está dispuesto a confesarse autor del crimen.
—Parece una intuición.
—Si puedo reunir a los Meade —le dije a Jerome— creo que sería capaz de llegar al fondo de la cuestión.
A la semana siguiente, Jerome se reunió conmigo en el vestíbulo del hospital de la prisión. Por aquel entonces ya tenía una respuesta a la cuestión de la misteriosa llamada telefónica.
Superamos las diferentes medidas de seguridad, incluyendo un cacheo, y luego nos llevaron a una pequeña habitación con una mesa y sillas plegables. Había una gran ventana que daba al pasillo de forma que los guardias podían ver dentro. Bradley estaba allí, esperándonos.
—¿Más tests? —preguntó Bradley.
Cuando Jerome entró detrás de mí, Bradley cambió su actitud hosca por la cautela.
—No más tests por ahora —dijo Jerome.
—¿Cómo te va? —le pregunté.
—Bien. La comida apesta.
—Lo sé. Eso dice todo el mundo.
—Nunca me dejarán que tenga mi iPod. —Durante el silencio que siguió, los ojos de Bradley se desplazaron de mí a Jerome y volvieron a mí—. ¿Qué?
Me senté a la mesa y me incliné hacia delante.
—Bradley, quiero volver a hablar sobre algo que me contaste. Me dijiste que tu padre estaba en el estudio hablando por teléfono antes…
—Estaba solo hablando por teléfono —me interrumpió Bradley.
—¿Estás seguro de eso?
Bradley miró intranquilo y me di cuenta de que lo estaba haciendo más allá de mí, a la ventana que daba al pasillo.
—Afirmativo —dijo.
Oí como se abría la puerta detrás de mí. Me di la vuelta. Era la señora Meade. Ella y Olivia estaban allí acompañadas de un guardia. Jerome dispuso para ellas dos sillas plegables más.
Me dirigí a la señora Meade.
—Su hijo nos estaba contando la conversación que oyó por casualidad cuando estaba en el vestíbulo esperando para hablar con su marido.
—¿La conversación? —preguntó desplazando, inquieta, su peso hacia el borde de la silla.
—Una conversación telefónica —dijo Bradley—. Papá estaba hablando con alguien por teléfono.
—¿Con quién estaba hablando? —pregunté mirando a Olivia y a la señora Meade.
—Ya se lo he dicho, no lo sé —dijo Bradley—. ¿Podríamos dejarlo ya?
—Me gustaría, pero no antes de que yo lo entienda. Dijiste que la puerta del estudio estaba cerrada. Llamaste. Él contestó. Oíste que hablaba con alguien por teléfono. Pero ¿cómo puedes estar seguro de que estaba solo allí?
—Yo… él… Lo está tergiversando todo. Sé lo que oí. Él estaba hablando…
—Estaba hablando conmigo —dijo la señora Meade.
—¡No te metas en esto, madre! —Bradley agarró con fuerza la mesa—. Por una vez en tu vida, deja que haga una cosa por mí mismo, a mi manera. Le maté. Sucedió tal como he dicho.
—Bradley —intervino Jerome—, la policía ha verificado que tu padre estaba hablando con tu madre por teléfono. He visto el informe. ¿Conoces las señales de GPS? Sabemos que tu madre estaba a unos doce kilómetros de tu casa. Hablaron nueve minutos y medio.
—Estaba en el coche —dijo la señora Meade—. De camino a casa.
La confusión desbordó a Bradley.
—Pero yo oí…
—Creo que sé lo que pasó —dije—. Oíste la voz de tu madre y pensaste que estaba en la habitación con tu padre.
La señora Meade miró a Bradley, pero él evitó su mirada.
Seguí.
—Supongo que tu padre tenía conectado el manos libres mientras hablaba con tu madre. Ella lo usó en esa misma habitación para contestar una llamada después de que te arrestaran y el volumen estaba muy alto. Tu padre debió de dejarlo así. No es extraño que creyeras que tu madre estaba en el estudio con él.
—Oh, Dios, ¿creíste que…?
La señora Meade avanzó para tocar a Bradley pero él se apartó.
—Os oí discutir —dijo Bradley—. Fui a mi habitación. Me puse los auriculares y subí el volumen de la música.
—Pero no fue suficiente para amortiguar el sonido del disparo, ¿no? —dije—. Olivia también lo oyó mientras estaba fuera, paseando el perro. Olivia, ¿te acuerdas?, dijiste al principio que no estabas segura sobre qué habías oído.
—Como una explosión —dijo Olivia—. Genghis empezó a ladrar. Le mandé callar. Esperé. Y esperé. Pensé que lo había imaginado. Luego hubo más ruidos, uno después de otro, como una traca. Genghis no paraba de ladrar. Prácticamente me arrastró hacia la casa.
—¿Cuánto tiempo transcurrió desde el primer disparo y los siguientes? —pregunté.
—No estoy segura. Me pareció mucho tiempo, pero es probable que sólo fuera un minuto, tal vez dos.
—Olivia, comentaste algo más acerca de una cuestión sobre la que he estado reflexionando —le recordé—. Me dijiste que en las últimas semanas tu hermano se había recluido. Tanto que estabas preocupada de que pudiera hacerse daño a sí mismo.
—¿Eso dije? —Olivia parecía perpleja. Pensó por un momento—. Oh, ya lo recuerdo. ¿Pensaba que me refería a Bradley?
—Ahora sé que no —dije, y me giré hacia la señora Meade.
—¿Por qué me mira así? —preguntó la señora Meade.
—Sólo me pregunto —dije—, ¿cómo puede permitir que su hijo esté de por vida en la cárcel por algo que usted sabe que no hizo?
—Él… Yo… No es lo que usted piensa —dijo la señora Meade.
—Bradley, ¿estabas tratando de ayudar a tu madre a salvar GAR Entertainment? —pregunté—. Porque eso es lo que estabas haciendo al declarar que tú mataste a tu padre.
Miró a su madre. La señora Meade abrió la boca pero no salió ningún sonido de ella.
—Bancarrota —dijo Bradley—. Los dos estabais hablando de la bancarrota. Yo estaba fuera en el vestíbulo. Oí tu voz. Pensé que estabas con él.
—Pero no estaba… —empezó a decir ella.
—¡Sin embargo te oí! —gritó Bradley—. Volví a mi habitación. Me puse a escuchar música. Tenía los auriculares puestos cuando oí el disparo. —Se estremeció—. Luego lo olí, como si algo se estuviera quemando.
La señora Meade empezó a decir algo, pero Jerome alzó la mano para hacerla callar. Bradley continuó:
—Volví al vestíbulo. No había nadie. Estaba en silencio. La puerta seguía cerrada. Llamé. Llamé de nuevo. Les grité que abrieran la maldita puerta. Entonces entré. Él estaba sólo. En la silla. Sangrando.
Bradley se tocó la frente con los dedos temblorosos. Miró a su madre.
—Pensé que tú le habías disparado. La pistola estaba en el suelo. No sabía qué hacer. Estaba tan… tan… —La cara de Bradley se retorció en agonía, luego se endureció—. Enfadado. Había imaginado tantas veces cómo matarle… Recogí la pistola y disparé. Volví a disparar una y otra vez. En el pecho, en la cabeza. Continué haciéndolo, disparando a esos preciosos prototipos.
Casi pude oír los disparos resonando bajo los tenues sollozos de la señora Meade. Había lágrimas en su cara cuando levantó la mirada.
—Tu padre estaba trastornado. Nos habíamos pasado de presupuesto con el nuevo juego y aún estaba lleno de errores. Él quería retrasar el lanzamiento, pero habíamos pedido muchos anticipos y necesitábamos ingresos desesperadamente. Ya llevábamos un año de retraso. Si se producían más demoras, nos íbamos a la quiebra. Eso hubiera sido el fin. Tu padre estaba convencido de que era culpa suya. No lo era. Y, además, ¿qué importaba eso? Le supliqué, le rogué que esperara a que llegara a casa. Estaba en el coche, sólo a diez minutos. Encontraríamos una salida. Pero él no quería. No podía.
Bradley parpadeó y se puso en pie, asimilando la enormidad de aquellas palabras.
—Se mató. —Su voz sonaba apagada—. Tú estabas al teléfono con él, por tanto, ¿durante todo este tiempo sabías que se había suicidado?
—Si hubiera trascendido, significaba el final de todo —dijo la señora Meade alzando la voz—. La gente habría empezado a hacerse preguntas. Por razones inexistentes, pero eso no hubiera importado. Nos hubiera destruido, Bradley. Pensé que lo sabías. Pensé que aceptabas asumir la culpa para salvarnos a todos. Para salvar el negocio.
—Sí, claro —dijo Bradley—. Como si el negocio me importara una mierda.
La señora Meade no pareció oír las duras palabras de Bradley.
—Nunca pensé que acabarías en la cárcel. Es por eso que le dije a Olivia que pidiera ayuda a la doctora Sullivan. ¿No lo entiendes? Pensé que tal vez ella podría…
No necesitó terminar. Estaba perfectamente claro lo que ella quería de mí: liberar a Bradley alegando enajenación mental. Habría sido una solución provechosa para todos, el negocio hubiera sobrevivido y Bradley hubiera salido de la prisión.
La miré boquiabierta, horrorizada de que fuera capaz de encontrar una explicación racional a permitir que su hijo asumiera la culpa de la muerte de su padre. Horrorizada de que hubiera estado dispuesta a dejarlo a su suerte en manos de un abogado de empresa sin ninguna experiencia criminalista. Aun en el supuesto caso de que su plan hubiera tenido éxito… ¿habría permitido que su hijo desperdiciara su vida en una institución psiquiátrica para criminales dementes? Quizás ella llegó a pensar que con todo su dinero podría mover algunos hilos y conseguir que lo trasladaran a uno con campo de golf. Y tal vez tuviera razón.
¿Era sincera la angustia reflejada en su rostro?, me pregunté, mientras la señora Meade miraba como Bradley se encogía y su firmeza se derrumbaba. Fue Olivia quien se acercó y le sostuvo entre sus brazos.
Esa noche, sola en casa, encendí una vela, abrí una botella helada de Prosecco y me regalé un plato de centollos. Esparcí algunas fotografías de mi madre que había traído conmigo.
A las dos de la madrugada todavía estaba levantada, mirando el frasco vacío de píldoras que había acabado por meter en mi bolsa porque no sabía qué hacer con él. Cuando mi padre me dijo que no era necesario que trajera nada porque tenía todo lo que necesitaba, ¿qué quiso decir?
¿Cuántas píldoras había tomado? No muchas. La enfermedad la había consumido y estaba ya muy débil. El vino blanco hubiera podido ser la bebida escogida para tragárselas. ¿Era ella la que estaba demasiado exhausta para continuar o fue mi padre el que no pudo soportar la espera?
«¿Prefiere saberlo o imaginárselo?» Eso es lo que acostumbro a decir a mis pacientes cuando evitan enfrentarse a preguntas difíciles.
Estaba amaneciendo cuando finalmente llamé a mi padre. Angie contestó al teléfono.