SANGRE FRÍA (Jane Casey)
En algún momento después de la medianoche, en las primeras horas de Año Nuevo, volvió a nevar. Gruesos copos de nieve revoloteaban y giraban en el viento que soplaba directamente desde el Ártico y se posaban sobre la helada capa de nieve que cubría el suelo desde hacía días. Se arremolinaban en los palos de las vallas y en los postes de telégrafos en una capa blanca y atravesaban carreteras y campos, ocultando el asfalto y difuminando los límites. En los bosques, la nieve volvía borrosas las huellas de un hombre que los había atravesado tambaleante en esa dirección no hacía mucho. La nieve cubrió el lugar donde él se detuvo y miró a su alrededor, debatiéndose en busca de aire, aterrorizado y confuso, y terminó llenando el pequeño claro donde había caído por última vez, formando una colina en su estómago y envolviendo con una capucha su cabeza. Los copos cayeron sobre su cara, sobre sus ojos abiertos, mientras los retorcidos árboles negros se alzaban alrededor como plañideras, con sus enmarañadas ramas revestidas de blanco.
Y la nieve siguió cayendo.
—Iré lo antes que pueda, lo prometo.
Valerie Wade se inclinó y cogió en brazos a su pequeño perro blanco, que se arqueó en una estática U para así poder lamer su cara. Ella se echó hacia un lado para sostener el teléfono fuera del alcance de los lengüetazos del animal.
—Lo sé, mamá, pero eso es lo que significa estar de guardia. Eres el detective que tiene que responder por si pasa algo.
Escuchó durante un momento, dando golpecitos con el pie impacientemente.
—No, no creo que sea porque soy la única sin pareja o familia. Es porque es mi turno. No tuve guardia el día de Navidad, ¿lo recuerdas?
La manta del perro ya estaba en el asiento trasero del coche, junto con un par de juguetes y un poco de pienso dentro de una jarra. Había un bol en el maletero, pero él necesitaría agua.
Valerie corrió hacia la cocina y se puso el teléfono bajo la barbilla mientras llenaba la botella con agua corriente. El perro intentó alcanzar con las patas el chorro de agua para beber y salpicó a su alrededor.
—No, Archie. Para.
Lo dijo con poca firmeza. Le costaba reñirle… era tan mono; y en general, bien educado también. Lo habían adiestrado sus primeros amos, y aunque Valerie nunca se había preocupado de las clases de obediencia o algo parecido, el animal aún conservaba algunas buenas costumbres. Especialmente si considerabas una de ellas rascar la puerta del dormitorio de Valerie para poder entrar y dormir bajo el nórdico.
—Iré tan pronto como termine. Archie viene conmigo, así no tendré que volver a casa. Espero llegar a la hora de comer, no importa si coméis sin mí. Ya os atraparé.
En el recibidor, se calzó cuidadosamente, primero una y luego la otra, las botas que había en el felpudo, que tenían un halo de nieve fundida a su alrededor. Bajó con precaución el escalón de la entrada haciendo malabarismos con el perro, el teléfono y la botella. Pisó la crujiente nieve en dirección al lugar donde estaba estacionado el coche, con la calefacción en marcha para que Archie no se enfriara. Antes había limpiado ya el parabrisas y las ventanas de los lados, y puso su bolsa en el asiento del copiloto.
La radio tenía pilas nuevas. Había empaquetado una muda de ropa para la comida: unos pantalones y un top. Nada rebuscado. Las únicas personas que los iban a ver eran sus padres y la familia de su hermano, nadie se iba a dar cuenta de que el top le quedaba un poco ajustado en los brazos.
—Bien, puedo dejar lo que queda para más tarde. Lo único, por mi bien, es no dejarlo todo para el último momento.
Volvió a la casa para cerrar.
—Conduciré con cuidado. Sé que hay gente que no sabe conducir en estas condiciones.
Se ajustó mejor el gorro de lana mientras volvía al coche, y vio a Archie erguido en el asiento trasero presionando con sus patas contra el cristal y con la cabeza inclinada hacia un lado en una postura encantadora.
—Mamá, tengo que irme. Me están esperando.
Valerie no pudo evitar sentir un pequeño escalofrío de excitación cuando salió del aparcamiento y se dirigió a la carretera. Era cierto, la estaban esperando; era, de lejos, la oficial más veterana que intervenía en el caso y nada podían hacer sin una orden suya. Tal vez se tratara de un simple malentendido, se había dicho a sí misma. La gente se perdía continuamente, sobre todo en vacaciones. Los hombres adultos que no volvían a casa el día de Año Nuevo no acostumbraban a ser una prioridad. Pero Colin Lytton no se ceñía a esa clase de personas capaz de pasarse toda la noche de fiesta, al menos en opinión de su madre, que había telefoneado a la policía tan pronto como se dio cuenta de que no había dormido en su cama. Cuarenta y tantos y divorciado, viviendo en casa de su madre, un hombre de costumbres regulares con un buen trabajo y reputación de formal; no era del tipo que desaparece sin dar explicaciones.
Echó un vistazo por el espejo retrovisor y vio los redondos ojos negros de Archie.
—¿Quién haría algo así a su querida y vieja mamá? Tú no, ¿verdad?
El pequeño terrier gimió y dejó caer la cabeza en el asiento. El coche se incorporó a la carretera principal, donde los demás vehículos levantaban nubes heladas a su paso, y Valerie aceleró con precaución. Podía convencerse de que había una explicación sencilla, pero el nudo en la boca de su estómago le decía que se estaba dirigiendo hacia un crimen.
Era extremadamente poco caritativo, se dijo Valerie, pensar que Colin Lytton, estuviera donde estuviese, estaba mejor que en aquella pequeña y fría habitación donde su madre aguardaba sentada frente a un fuego sin encender, en lo que debía de ser la casa más lóbrega de Deneswood o, posiblemente, de cualquier lugar. En la ventana colgaban raídas cortinas de terciopelo que bloqueaban casi toda la luz entrante. La pequeña colección de postales de Navidad apiñadas en la repisa de la chimenea aún lo hacía parecer todo más miserable.
La sensación de frío no era nada comparado con la frialdad de los ojos de Eileen Lytton. Era una mujer pequeña y delgada hasta el límite de la fragilidad, pero su espalda estaba erguida como una barra de acero y las manos, que había enfundado en su regazo, eran cuadradas y parecían hábiles. Tenía el cabello de color de hierro, cortado a lo chico en un peinado simétrico, y a pesar de su evidente preocupación había encontrado tiempo para empolvarse la cara. Los polvos se le habían quedado prendidos de los minúsculos pelillos de sus mejillas y se habían posado en las arrugas en torno a sus ojos y su boca. La tensión en sus pálidos labios era palpable, y Valerie no podía dejar de mirarlos mientras prestaba atención a la nube de vitriolo que pasaba a través de ellos a medida que la mujer destrozaba sistemáticamente a su hijo desaparecido.
—Inútil. Un completo inútil. Ya le digo. Ha pasado toda la noche fuera. Preocupándome. Y hace un tiempo horrible. Podría haberme sucedido cualquier cosa. ¿Y si hubiera entrado un ladrón? ¿Qué hubiera pasado si los vándalos se hubieran fijado en la casa? Soy una persona vulnerable. Alguien podría pensar que guardo dinero en casa. —Se agarró las manos con fuerza, una contra la otra, hasta que los nudillos se le pusieron blancos—. Pero no.
Valerie asintió, convencida de que había un alijo de billetes en algún lugar (tal vez debajo del colchón o en la nevera) y que Eileen Lytton preferiría morir antes que decirle al ladrón dónde podía encontrarlos.
—¿Sabe adonde fue anoche Colin, señora Lytton?
—A un sitio al que suele ir. Al Dark Duke.
—¿Es un pub?
La señora Lytton entrecerró los ojos.
—No está familiarizada con esta zona, ¿verdad? Todo el mundo conoce el Dark Duke.
—No he trabajado mucho por aquí. No suelen producirse delitos de consideración en las zonas rurales de nuestra división. Son más habituales en los suburbios y en las ciudades.
La vieja mujer se sorbió la nariz.
—Está lleno de crímenes si uno sabe dónde buscar. Sólo a un idiota se le ocurriría pensar que no tenemos maldad en el campo. —Se calmó un poco—. El Dark Duke es el pub que hay al borde de las Downs. Tome un desvío a la izquierda de la vieja carretera de Reigate y lo verá. Aproximadamente a un kilómetro y medio de aquí.
Un kilómetro y medio a través de las tierras altas y de la carretera podría ser de todo excepto bueno. Quizás estaban sobre la pista de un accidente aún sin descubrir. Era muy fácil salirse de la carretera a causa de la escasa visibilidad, siendo noche cerrada, cuando no hay nadie por los alrededores que pueda verte. Y la nieve cubriría las huellas del coche rápidamente.
—¿Condujo Colin hasta allí?
Ella asintió.
—Es un cabrón perezoso. Quiere beber, pero no quiere andar para conseguir la bebida. Conducía un viejo Toyota Corolla. Rojo. Era mío, pero me lo compró antes de irse y dejé que se lo quedara cuando volvió a casa. El Duke es el pub más cercano. Había otro, abajo en el pueblo, pero cerró, e incluso cuando estaba abierto, Colin prefería remontar la colina hasta el Duke. Le gusta el sitio, no me pregunte por qué. Es un lugar miserable. Él hubiera ido allí cada noche si hubiera podido pagarlo. Y no es que se gastara mucho cuando iba. Ella se quedó con todo su dinero cuando le dio la patada. Menuda jugarreta, ¿no?
Valerie ya tenía algunas nociones sobre la esposa del desaparecido desde la perspectiva de su madre. Si bien era dura con su hijo, eso no era nada comparado con lo que pensaba acerca de su nuera.
—¿Cuándo se rompió el matrimonio?
—Interesada, ¿no? ¿Un poquito de cotilleo?
—Sólo quiero saber si es posible que Colin se hubiera encontrado con alguien anoche y se hubiera ido a casa con ellos.
—Él no. No es de esa clase de gente. Demasiado leal para eso, como un perro. —Se ciñó aún más la chaqueta en torno al cuerpo, y puso una mano en el broche de su cuello—. Se mudó hace tres años, cuando se enteró de que ella tenía una aventura. Nunca llegaré a entender por qué no le dio entonces la patada. Julie quería el divorcio, pero el pobre Colin aún creía que ella cambiaría de opinión y le dejaría volver a casa. Y, al mismo tiempo, esa puta estaba durmiendo con su novio en la cama que Colin había comprado, bajo el techo de la casa que él había pagado. Aún se hace cargo de la hipoteca. Ella sigue de okupa ahí; ¿no hay un dicho acerca de que la posesión constituye nueve partes de la ley? No me pregunte qué significa eso. Yo sólo sé que ella está afincada ahí contra viento y marea. ¿Sabe?, no mueve ni un dedo por hacer algo por el lugar, pero aun así se niega a irse. Su novio tiene una casa enorme. ¿Por qué no se muda con él? Eso es lo que me gustaría saber. —La señora Lytton contestaba a sus propias preguntas sin darse un respiro—. Porque sabe que puede sacarle un beneficio si algún día la vende.
A Valerie empezaba a dolerle la cabeza, justo detrás de los ojos.
—¿No cree que su plan sea ése? ¿Quedarse hasta que pueda venderla? No quiere que Colin vuelva, estoy segura de ello. Es su póliza de seguros en caso de que rompa con Mr. Big. Y Colin la está pagando. Un completo idiota, eso es lo que es. Lo vio venir y le despojó de todo lo que tiene. ¿Y qué consigo yo? Lo recogí de nuevo y ahora tengo que preocuparme de por qué ha pasado fuera toda la noche. Pensé que me libraría de él en cuanto se casara pero no, ha vuelto a casa a esperar a que ella cambie de idea.
Valerie añadió a la ex mujer a su lista de posibles sospechosos.
—¿Sabe cómo se llama su novio?
—Sí, y usted seguramente también. Paul Burtop. ¿Ha oído hablar de él?
La detective enarcó las cejas. Burtop era uno de los delincuentes más conocidos del condado. Había estado involucrado en varios robos violentos de alto nivel, a tenor de las sospechas del servicio de información, pero nunca había sido condenado por nada serio. Valerie había visto fotografías de él en las sesiones informativas y recordaba un hombre bajo, de piernas arqueadas con una cara cuadrada y cabello gris, aun cuando sólo tenía treinta y pocos años.
—¿Cómo ha acabado con él?
—Según ella, eran novios de niños. Ella le escribió a la prisión y, cuando él salió, se encontraron y se enamoraron de nuevo. Él le propuso matrimonio. Le regaló un diamante enorme. —La boca de la señora Lytton se arrugó—. No importaba que ella estuviera casada con Colin. Al menos no tuvieron hijos. Ahora veo que fue una bendición.
—¿Colin no quería divorciarse?
—Si me pregunta, está mejor sin ella, pero él sostiene que se supone que sus votos son para toda la vida. Hasta que la muerte nos separe, es lo que le dijo a ella. Y ella le contestó que eso «podía ser más pronto de lo que crees».
—¿Le amenazó? ¿La oyó cuando le decía eso?
—Él me contó lo que le había dicho.
Era un testimonio indirecto, inadmisible en un juicio, pero si alguien más había sido testigo —o si Colin Lytton estaba muerto y no podía testificar por sí mismo— las reglas cambiaban. Valerie sintió de nuevo el pequeño estremecimiento de excitación. Un cargo de asesinato para Paul Burtop sería un regalo precioso para los mandamases. Siempre y cuando Colin estuviera muerto, se recordó a sí misma con severidad. Si él lo había matado, o había hecho que lo mataran.
Una cosa era cierta: vivo o muerto, se imponía encontrar a Colin. Y rápido.
—¿Puedo coger algunas pertenencias de Colin que nos ayuden a dar con él?
—¿Qué clase de pertenencias?
La señora Lytton la miraba de nuevo con desconfianza.
—Un objeto personal que tenga su olor, una camiseta o algo así. Algo que haya vestido recientemente. Y un objeto que pueda proporcionarnos su ADN, un peine, un cepillo de dientes, esa clase de cosas.
—Oh, todo eso está arriba en su habitación. Al final de las escaleras, a la izquierda. Usted misma.
Valerie se levantó y se dirigió hacia la puerta, pero se detuvo cuando la señora Lytton la llamó.
—Quiero un recibo, por supuesto, y quiero ver todo lo que coja. Quiero asegurarme de que todo volverá a esta casa. Si le ha pasado algo a Colin, todo lo que posee me pertenece. Me he asegurado de ello. —Su voz fría y dura se tiñó con un atisbo de satisfacción—. Cambió su testamento cuando volvió a esta casa. La vaca de Julie no verá ni un centavo.
Valerie dejó la congelada salita de estar con un sentimiento de alivio y subió en calcetines las escaleras de dos en dos para no hacer ruido. No podía comprender cómo Colin Lytton se las había arreglado para sobrevivir criándose a la sombra de la amarga y dura mujer que había abajo. ¿Qué le había impulsado a volver a casa después de romper su matrimonio? El dinero, probablemente, ya que todavía estaba manteniendo a su caprichosa mujer. No porque ella lo necesitara. Paul Burtop era un hombre acomodado, aun cuando oficialmente no tenía ninguna fuente de ingresos visible. Siempre tenía a punto una explicación sobre cómo habían llegado a sus manos el último coche despampanante o algunas genialidades tecnológicas. Valerie pensó que lo único que necesitaban era una convicción sólida de que se había producido un gran golpe y se lo confiscarían todo. Y allí estaba Colin Lytton, trabajando duro como perito del ayuntamiento y gastando su sueldo en pagar las facturas de su mujer y volviendo a la inmaculada miseria de esa casa de 1930, donde su madre yacía esperando para volver a hacerlo pedazos. Había cierta soltura experta en la versión amarga de los problemas matrimoniales de Colin que daba su madre. Parecía como si ella le hubiera privado hábilmente de la escasa confianza en sí mismo que le quedaba después de la traición de su esposa.
«Siempre es recomendable mantener el suicidio en la lista», se dijo Valerie cuando abrió la puerta y retrocedió un paso involuntariamente. De la puerta abierta salió una oleada de calor. El calor del Sahara en contraste con la tierra helada donde ella estaba. Se obligó a entrar mientras se ponía los guantes de látex. La habitación estaba a oscuras, con las cortinas echadas, pero bombillas fluorescentes azules y lámparas de calor rojo iluminaban unos terrarios con paredes de cristal. De las fuentes de luz salía un zumbido grave que ahogaba los otros sonidos y Valerie se dio cuenta de que la puerta se había cerrado detrás de ella. Podría haber estado a un millón de kilómetros de la bruja de abajo.
Avanzó hasta la ventana para correr las cortinas, se lo tomó con calma, mirando dónde ponía los pies por si había alguna fuga de las vitrinas de cristal. Con la ayuda de la luz del día, vislumbró uno o dos geckos de color lima y moteados enroscados en una rama desnuda y una gorda e indolente serpiente de tonos verde oscuro que descansaba en la parte trasera del terrario. Valerie no sabía nada acerca del cuidado de reptiles, pero éstos parecían estar limpios y saludables. No se había invertido nada en adecentar la habitación y Colin Lytton parecía haber sacrificado su propia comodidad en aras de las necesidades de los animales. La estancia era pequeña, tenía un lavamanos verde oscuro en un rincón y una silla recta y dura al lado de la cama que hacía de mesita de noche, sobre la que había una lámpara blanca, barata, de plástico y un reloj despertador. Sobre una mesa pequeña, al lado de la ventana, había un ordenador. La luz ámbar de la pantalla sugería que estaba en stand-by. Cuando Valerie apretó el botón del ratón, se abrió una ventanita que le pedía una contraseña. Probó con varias variantes de «serpiente» o de «reptil» pero no consiguió entrar.
Sólo había espacio para una estrecha cama individual y una cómoda de pino. Encima de ésta, al lado de unas monedas y de un clip de oficina doblado, había una fotografía de boda en un deslustrado marco de plata. Valerie se inclinó hacia ella y la levantó, sosteniéndola por los bordes, según una costumbre largamente adquirida, por si acaso había una huella. Examinó el rostro del hombre para encontrar alguna semejanza con la mujer de cara adusta que había abajo y concluyó que había heredado de su madre las cejas rectas y la nariz estrecha.
Colin, sin embargo, era un individuo corpulento que posaba torpemente con las manos colgando como racimos de plátanos. En el día de su boda, vestía un desaliñado traje de gala gris que no le ajustaba bien y una gran corbata amarilla que hacía juego con el ramo de su mujer. Ella era alta y delgada, tenía la cara estrecha y una sonrisa tensa. Ambos guiñaban los ojos, tal vez a causa del sol. El cabello castaño claro de ella estaba cardado y fijado con laca en dos tirabuzones que parecían ridículamente alegres, demasiado grandes para su cabeza. Al mirarla en retrospectiva, parecía tener un cierto aire de reserva. Colin, con toda su torpeza, parecía muy satisfecho.
—Pobre Colin —dijo en voz alta.
Valerie iluminó con su linterna el suelo buscando un objeto para llevarse. Una camiseta blanca con manchas amarillas en torno a las axilas parecía una elección prometedora, así como un cepillo de dientes con las fibras despeluchadas que había en el lavamanos dentro de un vaso con manchas de agua.
—Sin demasiado valor —se sorprendió a sí misma murmurando en dirección a los gecko.
Manipuló la camiseta con precaución, intentando no inhalar el penetrante olor a sudor rancio que provenía de ella, mientras la doblaba para meterla en una bolsa de papel.
—Después de todo, no creo que a la señora Lytton le importe demasiado si esto no vuelve a casa.
Los geckos estaban tan quietos como si hubieran sido esculpidos en jade.
La mañana del día de Año Nuevo no es el mejor momento para llamar a la puerta de un pub, aún menos si está tan alejado como el Dark Duke Inn. Valerie saltó de un pie a otro, temblando, y aporreó la puerta de nuevo. No había signos de vida en la taberna, ni luces encendidas en ninguna de las ventanas. El aparcamiento estaba impoluto, la nieve sin marcas de rodadas o de pisadas excepto por el rastro que Valerie había dejado cuando llegó y aparcó. Había patinado en una zona helada que no había visto en el rincón y el brusco viraje estaba embarazosamente bien conservado en la nieve. Había tres coches en el aparcamiento, cerca del pub, medio escondidos por una cobertura blanca que debía de tener unos quince centímetros de espesor. El que estaba al fondo era de color rojo y por su silueta cuadrada dedujo que podía tratarse de un Toyota Corolla.
Finalmente, oyó un ruido procedente de algún lugar lejano dentro del edificio —un portazo, pensó— y pasos que se acercaban.
—No hemos abierto todavía. Vuelva al mediodía.
El hombre ni se había preocupado en abrir la puerta delantera para hablar con ella. Volvió a golpear la puerta, con más firmeza.
—Policía, señor. Abra.
Una cadena repiqueteó y una llave giró antes de que la puerta se abriera unos cuantos centímetros y dejara ver a un hombre de mediana edad con el pelo alborotado que vestía una raída bata. Obviamente, se acababa de levantar de la cama después de un breve sueño. Sus ojos estaban enrojecidos e hinchados por el cansancio. Guiñó los ojos cuando la nieve lo deslumbró, y Valerie dudó de que pudiera leer los detalles de la orden de registro que le estaba enseñando.
—Detective Valerie Wade, policía de Surrey. Estoy investigando la desaparición de Colin Lytton, señor. ¿Le importa que entre?
—¿Colin ha desaparecido? No sabía nada.
—Él estuvo aquí ayer noche —dijo Valerie, puro acero detrás del educado tono de su voz—. Su coche está allí.
El hombre escrutó en la dirección en la que ella estaba señalando y suspiró.
—Podría serlo, supongo. Había un montón de gente bebiendo aquí ayer noche. No recuerdo a Colin en particular, pero mi mujer estuvo atendiendo la barra del fondo. Tal vez ella pueda ayudarla.
El tipo sostuvo la puerta y Valerie entró arrastrando los pies, sacudiendo la nieve de sus botas antes de pisar en una alfombra que se veía raída en algunos lugares y cuyo diseño recargado sugería que estaba allí desde los años ochenta por lo menos. El bar era oscuro y frío y algo inhóspito. Olía a cerveza rancia y a ambientador de pino.
—¿Y usted es?
—Alan Bradbury. Soy el propietario.
Valerie había visto su nombre en el letrero oficial que había sobre la puerta frontal y que anunciaba al mundo que Alan Bradbury estaba a cargo del local.
—¿Hace mucho que lleva esto?
—Cuatro años y dos meses. Lo crea o no, era gerente de ventas, hasta que me despidieron por reducción de plantilla. Lo compré con la indemnización. —Se pasó una mano por los pelillos de su mandíbula, luego se frotó un ojo y bostezó sin miramientos—. Pensé que sería un buen cambio convertirme en mi propio jefe. Me gustaba la idea de tener un pub. Nunca imaginé la cantidad de trabajo que requería.
—Colin viene a beber aquí a menudo. ¿Lo conoce?
—Todo el mundo conoce a Colin. No muy bien, pero lo conozco.
Mientras hablaba se había desplazado detrás de la barra y ahora estaba jugueteando con la máquina de café.
—¿Cómo le gusta?
—Con leche, dos azucarillos.
—Golosa. Me alegra que no haga estúpidos propósitos para perder peso. Mi mujer siempre está a dieta en junio. Una forma de empeorar un mes horrible.
Sus comentarios, demasiado personales, la hicieron sentir incómoda. Los ignoró.
—¿A qué se refiere con conocer a Colin bien?
—Es un bicho venenoso. No es la persona más habladora del mundo, pero cuando se lanza a hablar, preferirías que no se hubiera molestado. Siempre es negativo. Si tu equipo gana, te dirá que es porque el otro equipo ha jugado mal. Si el sol brilla, empezará a lamentarse por el cáncer de piel y el calentamiento global. Si le toca la lotería, posiblemente encontrará alguna razón para quejarse.
—¿Siempre ha sido así, desde que le conoce?
Bradbury se encogió de hombros, puso una humeante taza en un platillo y echó dentro dos terrones de azúcar moreno.
—Probablemente. No recuerdo que fuera de ninguna otra forma, si se refiere a eso. Y es cliente habitual desde hace ya un par de años. Quizá más.
Había cogido una taza alta para él, que llenó con un café que parecía tremendamente fuerte. Después de un par de sorbos, frunció el ceño.
—El cerebro vuelve a funcionar de nuevo. ¿Ha dicho que Colin ha desaparecido?
—No volvió a casa anoche. Creo que no es propio de él comportarse de ese modo.
El dueño del lugar resopló.
—Tuvo la suerte de ir a otro sitio, eso es todo. Vive con su madre, ¿no? ¿Es ella quien la ha metido en esto? Él es un hombre, deje que pase la noche fuera si quiere.
—Sólo estamos intentando localizarlo para poder asegurar a su familia que está bien y a salvo.
Se oyó un pequeño crepitar cuando cogió tres galletas envueltas en celofán de una caja de al lado de la máquina y las deslizó en el platito. Empujó el café a través de la barra hacia donde Valerie estaba apoyada.
—Allá vamos. Cortesía de la casa. Para celebrar el nuevo año.
—Gracias.
Valerie miró el reloj que había encima de la barra: faltaban tres horas para que sirvieran la comida y no estaba consiguiendo nada.
—¿Cree que podría hablar con su mujer sobre lo que sucedió anoche? Tal vez tuvo ocasión de ver algo cuando se fue. Tengo que averiguar qué hora era y cuál era su estado antes de que se marchara.
Él hizo una mueca.
—Buena suerte. Fue una noche agitada. De todas formas, Elaine es de esa clase de personas capaz de percibir ese tipo de detalles. Le diré que venga, pero tardará un minuto. La última vez que la vi se había dormido como un tronco.
Fue hacia la puerta de detrás de la barra señalizada con el cartel de «Privado» y se asomó por ella bramando:
—¡Elaine!
No hubo respuesta.
—Tengo que ir a levantarla. Vuelvo dentro de un momento.
Cuando la dejó a solas, la atención de Valerie se dirigió a su café, que estaba caliente, fuerte y era sorprendentemente bueno. Las galletas eran quebradizas y dulces, con sabor a caramelo. Si las mordías, se desintegraban en una lluvia de migas, como descubrió de forma traumática. Se sacudió las migajas de la chaqueta y de los pantalones, y al caer éstas al suelo advirtió que el dibujo chillón de la alfombra era ideal para disimularlas.
El rumor de unos pies bajando las escaleras anunció la llegada de Elaine Bradbury, una mujer bajita y rechoncha con la preocupación reflejada en el rostro y el cabello húmedo.
—Le ruego que me perdone por haberla hecho esperar. No sabía quién había llamado a la puerta, así que pensé que no había ninguna necesidad de levantarme aún. Alan me acaba de contar lo de Colin. No puedo creerlo. —A diferencia de su marido, Elaine parecía estar sinceramente alarmada por las noticias—. ¿Qué cree que ha podido sucederle?
—Eso es precisamente lo que estoy intentando averiguar —señaló Valerie con suavidad—. ¿Recuerda haberle visto anoche? Su marido no parece haber reparado en él.
—Es porque Colin estuvo todo el tiempo al fondo del bar. Es más acogedor, tranquilo, y los clientes habituales se refugiaron ahí para escapar del DJ que teníamos en la parte frontal. Alan estaba delante, pero yo estaba en la parte trasera. He perdido audición en el oído derecho y no soporto el ruido —dijo al tiempo que volvía la cabeza para enseñarle el audífono de detrás de su oreja.
—¿Y cómo parecía estar Colin? ¿Como siempre?
Elaine hizo una mueca.
—Siempre es un poco gruñón y de hecho anoche estaba de mal humor. No acostumbra a hablar mucho, incluso si ha bebido. Es uno de esos tipos que están callados y empiezan a mirar el vaso, no bebe para divertirse. Pero anoche estaba más comunicativo, quizá porque estaba bebiendo whisky y no cerveza como suele. Luego empezó una discusión con uno de los habituales, Ray Hart. Si uno conoce a Ray sabe que no es una buena idea.
—Ray Hart. Me suena ese nombre.
Valerie se esforzó en recordar de qué.
—No me sorprende. Es todo un carácter, es chatarrero.
—¿Plomo de los tejados de las iglesias y tuberías de cobre afanadas de las obras?
—No sé decirle. Pero sé que ha estado varias veces en prisión. Es un tipo corpulento con montones de tatuajes y la cabeza afeitada. No me importa que venga aquí porque sabe comportarse. No me malinterprete, no me gusta la violencia, pero es útil tener algo de músculos por si alguien causa problemas. No tenemos un gorila en la puerta y no me gustaría depender de Alan si hay una pelea —dijo con desdén.
—¿Ha visto alguna vez a Ray con un hombre llamado Paul Burtop? —preguntó Valerie en un intento por establecer una conexión, pero no se sorprendió cuando Elaine sacudió la cabeza negativamente.
—Lo siento. No sé quién es. Es posible, siempre viene con gente diferente.
Valerie cambió de tema.
—¿Por qué discutieron anoche?
—Por poca cosa. Estaba sirviendo a un cliente y tuve que ir hacia la otra parte del pub para conseguir más ginebra, aquí la habíamos terminado. Cuando volví, les oí gritar. Colin había ido al baño y al volver tropezó con la mesa de Ray y tiró sus bebidas. Ray le dijo que le pagara otra ronda y Colin se negó.
—¿Es todo lo que dijo?
—Ni la mitad. Dijo que estaba cansado de que todo el mundo le presionara y que nunca más iba a dejarse manipular por un idiota. Dijo que iba a tomar las riendas de su vida. —Se encogió de hombros—. Es una lástima que escogiera enfrentarse a Ray en lugar de decirle a su ex que se largara, quiero decir, imagino que estaba hablando de eso. Todo el mundo sabe que ella le ha estado llevando al huerto desde que rompieron. Pobre Colin. Daba lástima. Hay hombres que pueden gritar y hay hombres que no pueden. Colin sonaba patético, como si estuviera a punto de llorar. Ray le dijo que sacara la billetera o que saliera del pub y se fue hacia la puerta delantera. Una buena decisión, porque no quería que intentara pelear con Ray. Todavía estaríamos limpiando pedazos de él de las cortinas.
—¿A qué hora sucedió?
—Sobre las once y media, supongo. Pero Colin no se fue todavía. Le hice entrar y sentarse en el bar, lejos de Ray y su panda, y le di un poco de conversación. Le pedí que me diera las llaves de su coche para que no tuviera tentaciones de conducir en aquel estado. Le llamé un taxi pero había una espera de cuarenta y cinco minutos. —Suspiró—. Le dirigí una larga y dura mirada a Ray para decirle que se comportara, pero empujó a Colin cuando volvió al bar y no sé qué le dijo (no pude oírlo porque estaban en mi lado malo), pero Colin me dijo que iba a salir a esperar el taxi. Esa fue la última vez que le vi.
—¿Se quedó Ray mucho tiempo después de que él se fuera?
Elaine frunció el ceño.
—No mucho, de hecho. Unos cinco minutos tal vez. Se había acercado a la barra para liquidar la cuenta, así que supongo que estaba pensando en irse. Eran las doce y diez en ese momento.
—¿Cuál era el nombre de la empresa de taxis? Quizá tengan registrada la dirección a la que Colin pidió ir.
—Hillview Cabs, pero no se moleste en preguntarles. Al final, no esperó el taxi. El conductor entró en la taberna buscándole y dijo que no había nadie fuera. Imaginé que había cogido otro taxi o había encontrado a alguien que lo llevara. El conductor no parecía muy molesto, enseguida consiguió otra carrera. No había vuelto a pensar en ello hasta que Alan me dijo que Colin no había regresado a casa anoche. —Se estremeció—. Espero que esté bien. Uno no quiere pensar que puede haber pasado algo malo, ¿verdad?
El trabajo de Valerie era pensar en este tipo de cosas, pero no se lo dijo.
—¿Hay alguna grabación de la cámara de seguridad que pueda ver?
—No. Hace meses que está estropeada. Siempre insisto a Alan que la arregle.
—¿Podría describir cómo iba vestido el señor Lytton?
La respuesta de la mujer fue inmediata.
—Un abrigo tres cuartos de color marino acolchado, una sudadera azul marino, pantalones negros, zapatos negros. —Vio la mirada de sorpresa de Valerie—. Me fijo en cómo viste la gente, siempre lo he hecho, pero en el caso de Colin no es ningún reto. Siempre vestía igual.
Valerie advirtió que Elaine había hablado de él en pasado, pero aun así no lo consideró extraño. Nada de lo que había oído sobre Colin o sobre lo que le había pasado la noche anterior le había dado la menor esperanza de que estuviera vivo.
Valerie rechazó la invitación de los Bradbury a desayunar con ellos y fue hacia el coche para comprobar cómo estaba Archie y esperar que llegara el perro rastreador que había solicitado. Archie tenía muchas cualidades, pero ningún entrenamiento como rastreador, a diferencia de Rocket, el pastor alemán de cinco años que estaba ansioso por ponerse en marcha cuando su adiestrador lo sacó de la furgoneta. El educador parecía notablemente menos entusiasta, pero nunca había destacado por su carácter animoso. Gary Lawlor era alto y delgado, tenía entradas pronunciadas y transmitía un permanente aire melancólico. Su nariz estaba roja y brillante y antes de hablar se la sorbió con fuerza.
—¿A quién estamos buscando?
—Feliz año para usted también. —Valerie no pudo reprimirse pero el adiestrador ni siquiera sonrió—. De acuerdo, ya vale. Volvamos al trabajo. Estamos buscando a un hombre de mediana edad, Colin Lytton. Se marchó de aquí aproximadamente la medianoche de ayer y no ha sido visto desde entonces. Puede que alguien le llevara, puede que se fuera andando. Quiero rastrear los alrededores por si se perdió en la nieve.
Lawlor se sorbió la nariz de nuevo.
—No sería difícil. Nunca había visto esto tan mal. Es peor aquí arriba que cerca de Guildford. Mucho peor.
—¿Será esto un problema para Rocket?
—¿Para él? No. Está entrenado para buscar personas sepultadas en una avalancha, así que un poco de nieve amontonada no constituirá un problema. Lo será para mí, más bien, no soporto el frío. Y hoy, precisamente, tendría que estar en casa con el pie en alto.
—Estoy segura de que todos tenemos cosas que preferiríamos hacer —dijo Valerie con aspereza. Un coche de policía entró en el aparcamiento, sorteando el parche de hielo que la había hecho patinar—. Genial. Aquí están los refuerzos que he pedido para usted. Pongámonos en marcha.
—¿Va a venir con nosotros? —preguntó el adiestrador en un tono de desconfianza.
—No —admitió ella—. Tengo que hacer un par de entrevistas más.
—Lo sabía. Demasiado importante para perder su tiempo caminando por los bosques —soltó Lawlor con amargura.
—Estaré de vuelta tan pronto como termine. Me llevará poco tiempo. —Se sintió molesta por parecer que se estaba disculpando—. Como ya he dicho, cabe la posibilidad de que no se hubiera marchado andando… o por voluntad propia.
—Lo que usted diga, jefa.
Le dio una fotografía del hombre desaparecido y la bolsa que contenía la camiseta de Lytton.
—Este es el hombre que está buscando.
Los dos oficiales uniformados se habían unido a ellos y los tres escucharon su breve relato de los últimos movimientos conocidos de Colin Lytton con varios grados de interés.
—¿Qué quiere que hagamos si encontramos algo?
—Llame a mi móvil. Si no me localiza, llame al departamento de investigación criminal en la comisaría. Ellos me encontrarán.
Les deseó buena suerte y les dejó que emprendieran la búsqueda. El frío era punzante y, aunque se las había arreglado para parecer amable mientras hablaba con ellos, Valerie estaba contenta de volver a su coche. Salió del aparcamiento conduciendo con sumo cuidado, consciente de que los tres hombres estaban mirando sus evoluciones en la superficie helada y de que no había nada en el mundo que les gustara más que verla patinar de nuevo.
No necesitaba correr; de hecho, no iba muy lejos. Era fácil saber por qué Ray Hart prefería beber en el Dark Duke Inn. Su casa estaba a sólo unos metros de distancia, bajando un estrecho camino. Según los Bradbury, nunca iba por la carretera y solía tomar un atajo a través del terreno que había detrás del pub. Estaba prácticamente en su jardín trasero.
Por el aspecto de la casa de Hart, el negocio de la chatarra daba dinero, legal o no. Era una gran villa de ladrillo rojo de 1930 con bombillas de colores que parpadeaban alrededor de las ventanas de la planta baja. En la parte izquierda había un garaje de tres plazas con la puerta abierta y mostraba un gran Land Rover plateado, un lustroso Mercedes y un Porsche Boxster negro. Hasta donde pudo ver Valerie, todos parecían de exposición, impecablemente limpios y pulidos con esmero. Cuando entró en el camino, un individuo calvo enorme de formidables antebrazos se dirigió hacia la parte delantera del garaje con una expresión reprobatoria en su cara. A pesar del tiempo que hacía, vestía una camiseta que se ajustaba a su pecho. Llevaba una esponja en la mano; obviamente estaba atendiendo su colección de coches.
—¿Ray Hart? Soy la detective Valerie Wade, de la policía de Surrey.
Avanzó con dificultad por la nieve en dirección a él, mostrándole su identificación. La cara de él se mantuvo imperturbable.
—¿Qué quiere?
Su voz era profunda y grave. Cuando se acercó, Valerie pudo ver una cicatriz que serpenteaba por su cuero cabelludo y que tenía una alarmante pinta de que en el pasado el hombre había chocado con una botella rota que alguien empuñaba con rabia. Supuso que no había posibilidad de que la invitara a entrar en la casa, e intentó no pensar en la humedad pegajosa de la vuelta de los pantalones que llevaba.
—Quiero hablar con usted acerca de Colin Lytton. Creo que ayer noche tuvo algún problema con él.
—¿Colin? —La miró incrédulo—. No me diga que ese cretino miserable ha puesto una denuncia. No pasó nada. No le toqué.
—No hay ninguna denuncia. Estoy investigando la desaparición del señor Lytton. Anoche no volvió a casa y estamos preocupados por su seguridad. ¿Cuándo fue la última vez que le vio, señor Hart?
—Anoche, cuando me marchaba del Duke… bueno, esta madrugada, para ser exactos. Nos quedamos hasta después de la medianoche porque era Nochevieja y mi mujer quería estar allí para la cuenta atrás de las doce. Una gilipollez, si me permite decirlo. Colin estaba tratando de pasar desapercibido cuando salimos. No me molesté en decirle nada y él no me hizo caso. Tenía el cuello de la chaqueta hacia arriba, como si estuviera tratando de esconderse. —El estómago de aquel tipo enorme tembló al reír—. No le culpo por estar asustado. Anoche me tocó las narices. Le dije que se esfumara antes de que le enseñara lo que pienso de él y supongo que se lo tomó en serio. No le hubiera hecho nada —añadió con rapidez, al ver la mirada de desaprobación de Valerie—. Estaba enfadado, pero ya se me había pasado cuando nos marchábamos. Pobre Colin, normalmente es inofensivo. Anoche perdió los estribos y la corrección.
—¿Sabe por qué estaba tan enfadado?
Hart exhaló una larga bocanada de aire que se condensó delante de él como una nube.
—Si tuviera que decir algo, supongo que fue a causa del dinero que perdió el mes pasado. Un timo de internet o algo así. Se estuvo enviando e-mails con una chica de Marruecos que le dijo que necesitaba un poco de ayuda con sus facturas, que a ella le gustaría conocerle, que pensaba que era realmente especial, toda esa clase de basura… sólo que ella ni estaba en Marruecos ni era una chica. Al parecer se trataba de una banda nigeriana. Su gente le abrió los ojos y le dijo que había perdido miles de libras por ese fraude. Colin no tiene suerte.
Valerie estuvo tentada de darle la razón.
—¿Conoce a su mujer?
Él se encogió de hombros.
—No de hablar con ella. Sé donde vive y la he visto conducir por ahí. Sé lo que pasó entre ellos, si es eso a lo que se refiere.
—¿Conoce a su novio?
—¿Debería?
Hart pareció sinceramente perplejo, pero Valerie no estaba del todo convencida.
—Podría, dado su historial. Paul Burtop. ¿Le suena de algo?
Los ojos de Hart, hasta ahora centelleantes entre sus párpados, se volvieron muy oscuros.
—No es amigo mío y no encontrará a nadie que diga lo contrario, cariño. Uno de sus ayudantes me acusó hace unos años… le dijo a su gente que había estado involucrado en un robo que había salido mal. No tenía nada que ver conmigo, pero aun así me culparon. Pasé dieciocho meses en la jaula sin ningún motivo, salvo mantener a Burtop fuera de sospecha. Pero un par de años después obtuve mi revancha. Hice un par de llamadas en el momento justo a un tipo que sabía que era un confidente de la policía y conseguí que encarcelaran a Burtop por fraude. No por mucho tiempo, desafortunadamente, así que eso, aquí estamos, mejor que nada. —Apoyó sus enormes puños en las caderas—. ¿Por qué está usted interesada en él? ¿Realmente cree que está relacionado con la desaparición de Colin?
—Estoy barajando todas las posibilidades —dijo Valerie, y sonrió a aquel hombre enorme de forma persuasiva—. Vamos, usted le conoce. ¿Cree que sería capaz de hacer daño a alguien?
—Todo es posible. —Se pasó la mano por la cabeza—. No voy a contar nada porque no tengo la certeza, pero circulan algunas historias desagradables sobre Paul Burtop. Tenía un colega en prisión, con el que solía jugar a ping pong casi cada día, y cuando le soltaron, el tipo acudió a Burtop para que le echara un cable. Algo hizo pensar a Burtop que era un soplón. Lo siguiente que se supo de aquel tipo es que estaba clavado en el suelo de una casa de putas del East End, estilo crucifijo, jurando que no tenía nada que ver con la policía. Burtop le dejó así durante horas. El tipo no se desdijo, así que al final le dejó ir, «sin rencores, siento lo de la pistola de clavos» y le dio un par de los grandes por los viejos tiempos. —Hart se encogió de hombros—. No lo sé, quizás era demasiado bueno jugando a ping pong para Burtop y le ganó demasiadas veces. Apuesto a que no es fácil jugar cuando tienes las manos y los pies agujereados.
—Nunca había oído esa historia. ¿Fue juzgado por ella?
—Si usted fuera el chaval del suelo, ¿iría corriendo a la policía a presentar una denuncia?, ya sabe, no puedo jurar que sea cierta, pero es lo que he oído. Usted ha preguntado si era capaz de hacer daño a alguien. Esto es todo lo que puedo decirle. —Sacudió la cabeza—. Pobre Colin, si hay una persona que uno no querría tener como enemigo, ése es Burtop. Me gustaría poder ayudarla, pero no puedo. Le he contado todo lo que sé.
—Me ha ayudado mucho, señor Hart. Si recuerda algo más, hágamelo saber.
Valerie le alargó su tarjeta. Él le echó un breve vistazo y luego se la devolvió.
—Ni hablar, cariño. Nunca he llamado a un poli en mi vida y no voy a empezar ahora. No me quedaría su tarjeta ni aunque quisiera mantener el contacto con usted. No es el tipo de cosas que me gusta llevar encima con los amigos que tengo.
«Canalla adorable» era la descripción que Valerie tenía en mente cuando se alejó en su coche de la casa de Ray Hart. Era descaradamente deshonesto, un delincuente de carrera si es que alguna vez ella había conocido a alguno, era el tipo de profesional que veía una estancia en prisión como un inconveniente natural de la vida que había escogido y lo afrontaba con pragmatismo si se lo había ganado. Estaba absolutamente segura de que no era honrado, pero no podía imaginárselo golpeando con saña a Colin Lytton u ocultándolo si lo hubiera hecho. Además, había hablado de forma amable sobre el desaparecido, incluso con tolerancia. No podía creer que acababa de hablar con alguien al que le hubiera gustado hacerle daño.
No podía decirse lo mismo de la siguiente persona en su lista de entrevistados. Valerie estaba impaciente por reunirse con ella. Había oído muchas cosas sobre Julie Lytton, pero sabía que era mejor no creerlo a pies juntillas. La casa donde vivía —la casa que Colin Lytton había comprado— estaba en las afueras de Deneswood, tan lejos de la madre de Lytton como era posible. A la velocidad que conducía, reflexionó Valerie, bajando penosamente por una colina con una marcha corta, tardaría casi toda la mañana en llegar. Entretuvo el tiempo con una llamada telefónica a la comisaría, donde el detective Patrick Sanders se aburría estando al cargo del fuerte.
—¿Sabes algo acerca de un timo de internet en el que estaba involucrado mi desaparecido?
El móvil de Valerie estaba en posición manos libres y la calidad del sonido no era muy buena, pero pudo oír que Sanders se animaba con su pregunta.
—Sí, lo sé. Un mal asunto. Nos alertó la SOCA. —Valerie no se sorprendió al oír que el Serious Organised Crime Agency había tenido algo que ver. Al parecer, pasaban la mayor parte de su tiempo investigando fraudes de internet de un tipo u otro—. Tuve el placer de visitarle para decirle que había malgastado en esa escoria nigeriana lo que su mujer le había dejado de los ahorros de toda su vida. Le birlaron decenas de miles de libras.
—¿Cómo lo hicieron?
—Lytton pasaba mucho tiempo conectado a la red, era miembro de algunos chats para personas que tenían reptiles. Hizo algunos amigos por todo el mundo, ya sabes cómo funciona esto: no hay nadie en el mundo real que comparta tu amor por los lagartos, encuentras un grupo de gente que piensa como tú y sin que te des cuenta estás colgando fotografías de tu casa y contándoles todo tipo de cosas sobre ti mismo. Admitió que colgó su dirección de correo electrónico para poder comunicarse individualmente con los amantes de los reptiles. Lo siguiente que se supo, en junio, es que recibió un correo de Dina Dehbi, de veintidós años, una entusiasta encantadora de serpientes y empobrecida reina de la belleza. Ella incluso le envió una fotografía.
—¿Cuál era la historia lacrimógena?
—Su madre estaba enferma. Dina tuvo que dejar sus estudios universitarios para cuidarla. Todo lo que necesitaba era un par de miles de libras en concepto de préstamo para poder pagar las facturas del hospital de su madre y así terminar sus estudios.
—¿Y Colin se lo creyó?
—Se tragó el anzuelo por completo. ¿Sabes?, yo vi la fotografía, debo admitir que era despampanante. Luego resultó que la Dina real era un nigeriano de cincuenta años llamado Ese, propietario de una mansión en Lagos que había sufragado, al menos en parte, con la colaboración de Colin Lytton. Él pensó que ella estaba realmente interesada en él. Había estado haciendo gestiones para que volara a Gran Bretaña para pasar unas vacaciones juntos. No sé cómo se hubiera librado Ese de ésta. De todas formas, no tuvo que hacerlo, porque la SOCA, en colaboración con la policía de Nigeria, ya le estaba investigando. Fue arrestado a principios de diciembre. Como el señor Lytton no tenía respuesta a sus correos electrónicos, estaba empezando a preocuparse por Dina. Le mandó mensajes diciéndole lo mucho que la quería y prometiéndole que haría cualquier cosa por ella, incluso vender su casa si ella necesitaba el dinero desesperadamente.
—Oh, Dios mío.
—Sí. No se alegró precisamente cuando nos presentamos ante él y le explicamos lo que había pasado en realidad.
—Debió de quedar destrozado.
—Pobre tipo. Lo que más me conmocionó es que nos rogó que no se lo contáramos a su madre. Estaba viviendo con ella, ¿no? Me dijo que si se enteraba de lo que había hecho, le haría la vida imposible. Parecía un adolescente al que hubieran pillado robando en una tienda o fumando hierba o algo así… No un hombre adulto.
—¿Puedes recordar cuánto le envió a Dina? ¿Has dicho decenas de miles?
—Espera un segundo. —Valerie pudo oír unos dedos tecleando afanosamente en un ordenador—. Bien, ya lo tengo. Sí, en total fueron 98.640 libras.
—Ay.
—Eso duele, sí.
—¿Sabemos de dónde sacó tanto dinero?
Valerie recordaba la austeridad del dormitorio de Lytton en la casa de su madre. No había ningún indicio de que el hombre que vivía allí pudiera tener acceso a esa cantidad de dinero.
—Tenía una propiedad que volvió a hipotecar. Una casita en algún lugar de Deneswood… La dirección era el número 13 de Abinger Drive.
En ese preciso momento, mientras mantenía esa conversación, Valerie estaba cruzando Abinger Drive buscando el número 13, la casa de Julie Lytton. Cuando pasó por delante, agradeció a Sanders la información y colgó. Luego se quedó sentada dentro del coche durante un momento, en actitud reflexiva. Por si no bastara la humillación de perder esa cantidad de dinero, Colin Lytton tenía que preocuparse de que su madre no llegara a enterarse. Tenía razones para hacerlo: ella podría haber convertido su vida en un infierno si hubiera sabido lo estúpido que había sido. Y si su mujer se hubiera enterado de que había rehipotecado la casa donde ella vivía, ¿qué habría hecho? El Año Nuevo era una época para hacer balance, hacer un repaso de tu vida y ver qué necesitas cambiar. Quizá Colin Lytton había llegado a la conclusión de que las cosas habían ido demasiado lejos para arreglarlas. Quizá concluyó que volver a tomar el control de su vida significaba acabar con ella.
Sanders la había descrito como una casita, pero no era la típica casita de campo inglesa de ensueño con rosas alrededor de la puerta y tejado de paja. Era un edificio cuadrado pintado de blanco con feas ventanas dobles. El jardín frontal estaba vacío salvo por un par de cubos de basura negros, con las tapas abolladas. La nieve que se había acumulado sobre ellos los hacía semejar pintas de Guinness. Parecía un lugar sin amor, una propiedad por la que pelearse más que un hogar, y Valerie recordó las palabras que había pronunciado la madre de Colin sobre este sitio y respecto a que Julie se limitaba a ocuparlo ilegalmente. Tenía curiosidad por conocerla. Julie Lytton se las había ingeniado para convencer a su marido de que la mantuviera, mientras ella procuraba tener contento a un novio exigente de quien se decía que era un tipo peligroso. A tenor de la fotografía de boda, no era su belleza lo que mantenía a los hombres cautivados. Para encarnar la persona que Valerie tenía en mente, tendría que tener la personalidad de Marilyn Monroe combinada con la de Sharon Stone.
Sin que apenas la sorprendiera, Julie Lytton fue una especie de decepción. Cuando abrió la puerta, Valerie no pudo evitar comparar a la mujer que tenía frente a ella con la de la fotografía de la boda. Había perdido algo de peso desde entonces, aunque ya era delgada, y parecía casi demacrada. Su cara aún era estrecha, pero ahora estaba marchita, con marcadas arrugas alrededor de los ojos y líneas descendentes que enmarcaban su boca. Se había puesto base de maquillaje y contorno de ojos, pero no usaba pintalabios ni colorete, de modo que resultaba extrañamente pálida. En lugar de los rizos castaño claro, su cabello estaba lacio y sin vida, fino y teñido de un implacable tono negro. El único elemento que sugería la posibilidad de ser el equivalente contemporáneo a la chica de un gánster era el vestido púrpura que llevaba. Era muy escotado y mostraba un busto que no era como la naturaleza lo había creado. En la fotografía de la boda, el escote de su vestido mostraba su esternón y poco más. Vestía finas medias de malla pero calzaba unas zapatillas de felpa. Sin riesgo a equivocarse, podía asegurarse que no estaba del todo lista para aparecer en público.
Valerie se presentó.
—Estoy aquí por su marido, Colin.
Su respuesta fue inmediata; su voz, dura.
—Sea lo que sea lo que haya hecho, no tiene nada que ver conmigo. No he hablado con él desde hace semanas.
—¿Le importa que le pregunte el motivo?
Julie encogió un hombro, irritada.
—No tiene nada que ver con usted, pero me dio una mala noticia y nos peleamos.
—¿Tenía que ver con el dinero que perdió?
—Es posible. ¿Es ésta la razón de su visita? Porque, créame, si hubiera sabido lo que iba a hacer, lo habría cortado de raíz. Menudo idiota. Entregarle todo ese dinero a una completa extraña. Hasta un niño le hubiera dicho que era una idea ridícula.
—¿Le importa que entre?
Valerie no creía que Julie Lytton fuera a conmocionarse con la noticia de la desaparición de su marido pero, no obstante, no quería contárselo en la entrada de la casa.
—Me estoy preparando para salir. —Miró el reloj de pulsera y Valerie pudo ver el reflejo de los diamantes en su cara. Un regalo de Paul Burtop, imaginó, y casi con toda seguridad los nuevos pechos también—. De acuerdo. Tengo diez minutos pero, como ya le he dicho, no sé nada del dinero.
Se dio la vuelta y guió a Valerie hacia la sala de estar. Al pasar por el recibidor, Valerie no vio nada que contradijera su impresión inicial de desolación, si no lisa y llanamente de abandono. La alfombra era de un marrón apagado y las paredes blancas estaban desnudas, sin cuadros ni nada que imprimiera carácter a la casa. Era obvio que ni Colin ni su esposa querían gastarse un centavo en ese lugar: Colin porque seguramente no podía pagarlo; Julie porque no le pertenecía. La salita de estar, presidida por un sofá de piel blanca y un enorme televisor panorámico sobre el hogar, carecía totalmente de encanto. Olía a humo de cigarrillos reconcentrado. Valerie tuvo una visión repentina de Paul Burtop tumbado en el sofá viendo el fútbol. Se preguntó cómo se sentía Colin cuando aparecía por allí. Fuera de sitio, como mínimo. Se sentó en el borde del sofá y esperó a que Julie Lytton encendiera un cigarrillo. Cuando lo hizo, cogió un cenicero lleno hasta los topes de debajo de la silla en la que estaba sentada y resolvió con este gesto el misterio sobre la procedencia del olor.
—Señora Lytton, estoy aquí porque el paradero de Colin es… incierto en este momento. Nos urge encontrarlo para poder asegurar a su madre que está a salvo y bien. ¿Sabe dónde podría estar?
—¿Colin? No me diga que ha salido de su gilipollez y ha hecho algo interesante para variar. —Se inclinó hacia delante—. ¿Cómo está la vieja zorra? Enfadada, ¿no?
—La señora Lytton está disgustada —dijo Valerie reprendiéndola—. No estamos seguros de qué ha hecho el señor Lytton, interesante o no. No se le ha visto desde la medianoche de ayer.
Julie se apoyó en la silla y exhaló una columna de humo entre sus labios sin color.
—Apuesto a que no ha ido muy lejos. A Colin no le gusta alejarse demasiado de su mamá.
—Usted no está preocupada porque pueda estar herido.
No era una pregunta, no había el menor atisbo de ansiedad en su esposa.
—Para ser honesta, me trae sin cuidado qué le ha podido pasar. Ya sabe lo que hizo. Volvió a hipotecar esta casa y tiró el dinero por la borda. No puedo pagar la hipoteca yo sola. Yo no he trabajado nunca.
Lo dijo como si fuera algo de lo que estar orgulloso.
—Tenía entendido que, extraoficialmente, estaba prometida para casarse —dijo Valerie después de dudar un instante sobre la mejor forma de decirlo.
—¿Y? Este sitio es mi única posesión, mi seguridad. Mi novio es un hombre muy bien situado, pero no quiero depender de él para todo.
Especialmente, si él podía cambiarla por una modelo más joven si se aburría de ella. Un romance entre dos antiguos novios de la infancia redescubriéndose el uno al otro era una cosa, pero una mujer de mediana edad envejeciendo de forma acelerada no iba a ser nunca un florero, que era lo que las mujeres tenían que ser en el mundo de Paul Burtop.
—¿Cree que Colin estaba trastornado por lo sucedido, por perder el dinero de esa forma, por haber sido engañado? ¿Parecía deprimido cuando le habló de ello?
Julie se rió sin ganas.
—Usted piensa que había llegado al límite, pero ni hablar. Él no. No estaba deprimido por haber perdido el dinero. Si no lo hubiera conocido tan bien, habría pensado que se sentía feliz por ello. Me dijo que me lo merecía. Reía mientras me lo contaba. Dijo que no podía esperar nada mejor de él ya que le había estado engañando durante tanto tiempo. Dijo que yo lo había convertido en el tipo de persona a la que engañaban los estafadores, y que si perdía la casa la culpa era sólo mía.
Su voz había subido de tono y volumen mientras hablaba y en las últimas palabras se quebró.
Su labio inferior temblaba de forma incontrolable, le dio una larga calada a su cigarrillo, luego lo apagó en medio del cenicero, empujando hacia los lados las colillas para hacer sitio. A pesar de que el anterior aún humeaba, abrió el paquete para coger otro pitillo.
—Entiendo que el señor Lytton rechazó considerar el divorcio. Supongo que no era porque él esperara una reconciliación.
—Sí, claro. Como si fuera a permitir a ese idiota que volviera a mi vida. Nunca me dio nada que valiera la pena. No como Paul. —Sacudió la cabeza—. Al principio pensé que él creía que podía convencerme para que cambiara de opinión, pero sólo era para fastidiarme la vida. No podía irme, ya ve, o perdería la casa y todo lo demás. Paul estaba dispuesto a esperar a que él cambiara de opinión. Eso fue lo que hicimos, esperar. Nunca pensé que encontraría una manera de joderme la vida completamente.
—¿Por qué se casó con Colin?
Valerie hizo la pregunta por pura curiosidad; no tenía ninguna relevancia en la investigación, pero estaba obnubilada.
—Me lo pidió y a mí me gustaba. Soy mucho más joven que él, y le admiraba. —Sonrió ligeramente—. Entonces Paul entró de nuevo en mi vida y surgió. No pude hacer nada para evitarlo.
—El señor Lytton dijo que usted le escribía a la cárcel.
Se pasó una mano por el pelo y la retiró con rapidez, cohibida de repente.
—Sí. Vi su nombre en el periódico. Pensé que podíamos entrar en contacto.
Porque Colin Lytton, cuando ya todo estaba dicho y hecho, era un tipo torpe con un interés desfasado por los reptiles y ni un gramo de glamour, mientras que Paul Burtop era un hombre fascinante, atrevido —un reto— y, además, se podía permitir comprar pequeños y bonitos regalos.
Julie se inclinó hacia un lado para mirar por la ventana. Soltó un pequeño gritito:
—¡Oh, Dios mío! Hablando del rey de Roma. Está aquí para llevarme a comer.
Se había levantado y estaba casi fuera de la habitación cuando Valerie miró y vio que había un Jaguar rojo aparcado fuera, detrás de su coche. El conductor se desabrochó el cinturón de seguridad y salió. Caminó deliberadamente despacio para mirar a través de la ventanilla del Renault Clio de Valerie. Para su desgracia, sufrió una emboscada de Archie, que saltó en el asiento de atrás ladrando. Valerie esbozó una sonrisita de suficiencia. Siempre había creído que Archie era capaz de descubrir a un delincuente a veinte pasos.
Paul Burtop se volvió para mirar hacia la casa; la expresión de su cara era amenazadora. Era más bajo de lo que Valerie había esperado, pero compensaba su baja estatura con unas espaldas muy anchas y unos músculos poderosos, casi como si fuera un bulldog atigrado. Vestía un chaquetón negro, una prenda superior negra y pantalones negros, con zapatos de punta cuadrada y gruesas suelas de goma. Alrededor del cuello tenía anudada, de forma incongruente, una desenfadada bufanda roja y Valerie hubiera apostado dinero a que era un regalo de Navidad para la mujer que bajaba las escaleras ruidosamente, envuelta en una nube de perfume almizclado. Se había cambiado las zapatillas por unos zapatos de salón de charol brillante con tacón alto y suela de plataforma… lo último en calzado, pero desafortunadamente parecía muy difícil andar con ellos. Era obvio que a Burtop no le importaba la diferencia de altura entre él y su prometida. Julie había añadido una raya de colorete en cada mejilla y un toque de brillo de labios rosa púrpura que parecía pegajoso.
—Tiene que irse —soltó por encima de su hombro mientras taconeaba hacia la puerta principal y la abría.
Burtop asomó medio cuerpo e ignoró a Julie para mirar a Valerie.
—¿Quién es? —preguntó, nada amistoso.
—Policía —dijo Julie y añadió rápidamente—, pero ya se iba.
—De hecho, no me importaría hablar un poco con el señor Burtop.
—¿Sobre qué? ¿Necesito un abogado?
—No, no —repitió Julie apresuradamente al mismo tiempo que Valerie decía:
—No lo sé, ¿lo necesita?
—No tiene nada que ver contigo. Es sobre Colin. Al parecer, ha desaparecido.
Julie habló atropelladamente, decidida a adelantarse esta vez a Valerie.
Paul se giró para mirarla un segundo, con las cejas alzadas, luego miró a Valerie de nuevo. Si no hubiera sido por la bufanda, ella podría haber visto como el vello se erizaba en su nuca.
—No veo cómo podemos ayudarla.
—A lo mejor no puede. Sólo quiero preguntarle cuándo fue la última vez que lo vio.
Burtop no contestó directamente, como si estuviera considerando sus opciones. Luego dijo:
—Anoche.
—¿Qué? —Julie se acercó y le puso una mano en el brazo—. No me lo habías contado.
Él posó su mano sobre la de ella y le dio una palmadita. Valerie se descubrió mirando la mano de Burtop, al anillo cuadrado de oro con pequeños diamantes pavé que lucía en su tercer dedo, a los pelos negros que se erizaban en sus dedos y en el dorso de su mano, a la magulladura en medio de sus nudillos que era de color púrpura y con una fea hendidura en el centro.
—Me tropecé con él en el Dark Duke. Fui a recoger a un colega que había estado bebiendo allí y no podía conseguir un taxi. Julie sabe que odio la Nochevieja, así que se quedó tranquilamente en casa. Es por eso que salimos hoy. Tenemos una mesa reservada en Londres. En el Claridge's.
La mente de Valerie iba a toda velocidad.
—¿Quién era el colega?
—Barry Collins. Solía trabajar para mí.
Burtop se frotó la punta de la nariz con el dorso de su mano sana. «Está mintiendo», pensó Valerie.
—¿A qué hora fue eso?
—Alrededor de la medianoche.
—¿Antes o después?
—No podría asegurárselo.
—¿Puede contarme qué pasó?
Se recolocó la chaqueta sobre los hombros y se quitó de la solapa una pelusa roja de la bufanda.
—Lo vi de pie fuera del pub y le hice pasar un mal rato. Lo siento, chicas, pero tenía que hacerlo.
Julie le miró encantada en lugar de dirigirle una mirada de reproche.
—¿Por qué tenía que hacerle pasar un mal rato?
—Él disgusta a Julie. Nadie disgusta a Julie.
La aludida profirió un pequeño chillido de placer.
—¿Le pegó?
Valerie estaba pensando en la marca del dorso de su mano; parecía un mordisco, una herida que te produces cuando le arreas a alguien en la boca y te cortas con sus dientes en el proceso.
—No. Sólo hablamos.
—¿Le amenazó?
—Realmente no. —Se encogió de hombros—. Hablamos sobre qué había hecho mal y le dije que se perdiera. Se fue andando. Supuse que quería volver caminando a Deneswood. No está muy lejos.
—Hacía mucho frío, estaba nevando.
—Iba bien equipado.
El teléfono de Valerie vibró en su cadera, le echó un vistazo: la comisaría.
—Discúlpenme, tengo que contestar.
—No quiero molestarla.
Se alejó un poco antes de responder a la llamada, como si quisiera evitar que la pareja pudiera oír lo que decía. El detective Sanders parecía alegre.
—¿Todo va bien, Wade? Perdona que te interrumpa, pero tienes que echarle un vistazo a un cadáver.
—¿Es el que estamos buscando?
Valerie trataba de no dar demasiadas pistas por la presencia de Burtop y su prometida.
—El mismo. Lo encontramos a dos kilómetros y medio del pub. El agente Knowles se reunirá contigo en el aparcamiento del pub y te llevará a la escena del crimen.
—Quiero especialistas en escenarios criminales y al patólogo forense.
Aunque Valerie murmuraba con la mano tapando su boca, sabía que Julie había oído lo suficiente para suponer qué estaba pasando. La sacudió un estremecimiento y se puso una mano en el pecho como si su corazón se hubiera desbocado. En cambio, y por lo que Valerie pudo ver, Paul Burtop no había reaccionado. Era como si no estuviera sorprendido.
Valerie terminó de hablar con el detective Sanders y se volvió hacia la pareja.
—Me temo que tengo que irme.
—No la echaremos de menos —dijo Burton despectivamente.
—¿Está muerto?
Julie seguía agarrándose el pecho con fuerza, y Valerie sintió su habitual resistencia a dar malas noticias.
—Aún no puedo confirmarlo oficialmente… pero por lo que acaban de decirme, sí, me temo que así es. Lo siento.
Julie emitió un chillido agudo que evidenciaba su estado de excitación.
—Chicos, ¡soy rica! Colin tenía una póliza de seguros y yo soy la beneficiaría. Eso significa que podré liquidar la hipoteca. ¡Y la casa también es mía!
Saltaba arriba y abajo palmoteando mientras Burtop la miraba con una sonrisita burlona.
—Siempre supe que valía la pena esperarte.
De camino hacia la puerta, con el estómago revuelto por el cinismo de la pareja, Valerie se paró de repente y miró a Burtop, con la cabeza ladeada.
—Me he olvidado decirle que lleva una bufanda preciosa.
La cara de él se volvió rosa oscuro, en bonito contraste con el tejido alrededor de su cuello. Antes de que pudiera replicar, Julie intervino; el comentario de la policía la había sacado de su shock.
—Es cachemir auténtico. No es barata tampoco —replicó, orgullosa de sí misma.
—Un regalo de Navidad, ¿no?
—Creía que tenía prisa —gruñó Burtop entre dientes; un músculo temblaba en su mejilla.
—Y la tengo. Disfruten de su comida.
Mientras bajaba por el camino hacia su coche, Valerie empezó a planear cómo iniciar la investigación. Examinar la escena del crimen. Hacer que el SOCO (Scene of the Crime Operatives) tomara fotografías y rastreara en la zona en el caso de que el patólogo tardara en llegar. Llamar al inspector Vickers, su jefe, y explicarle qué estaba pasando… Probablemente también querría inspeccionar la escena. Pero, por el momento, era el caso de Valerie. Ella pondría en marcha la investigación. Ella se encargaría de la búsqueda. Ella se había ocupado de las tareas preliminares y, por esa razón, ellos conocían los antecedentes de la desaparición de Colin Lytton. También tenía algunas conjeturas sobre cómo había muerto.
Cuando entró en el coche, empezó a pensar en el pobre hombre de la fotografía de bodas. Ese debió de ser el mejor día de su vida; las cosas fueron ciertamente cuesta abajo desde entonces. Valerie había pensado que estaba muerto desde que se enteró de que no había ido a casa, pero incluso aunque estaba excitada con la investigación, no podía evitar lamentar que las cosas hubieran terminado así. También porque, de todas las personas a las que había entrevistado, ninguna derramaría una lágrima por él.
El agente Knowles era un hombre corpulento, cubierto hasta las cejas con una chaqueta fluorescente y con ropas de lana. Farfulló una felicitación a Valerie y se puso en marcha con un paso tan rápido que la dejó sin aliento casi enseguida. Concentrada en acompasar sus pasos con las largas zancadas del agente y en no caerse en la nieve, pudo tomar aire suficiente para preguntarle hasta dónde tenían que ir. Como no sabía si tardaría mucho en volver a su coche, había decidido dejar a Archie en el pub, al cuidado de los Bradbury. Cuando se fue. Alan Bradbury estaba arrullando al pequeño perro con voz aguda mientras su mujer le miraba con indulgencia. A Valerie sólo le preocupaba que le dieran demasiadas galletas de caramelo.
El agente Knowles se alejaba más y más. Ella hizo un esfuerzo sobrehumano para acercarse lo suficiente para preguntar con voz entrecortada:
—¿Dónde está el cuerpo?
—A unos tres kilómetros de aquí. —Señaló la cumbre de la colina más cercana, cuesta arriba todo el camino, observó Valerie con desazón—. La estoy llevando por la ruta por la que nos llevó el perro, quizás haya algunos metros más o menos. No es directa, pero creo que querrá ver lo que hemos visto.
Casi sin respiro para preguntar nada más, Valerie asintió con la cabeza y se esforzó en seguir adelante. Los bosques estaban casi en silencio, todo se había transformado extrañamente a causa de la espesa nieve. Aquí y allá se desprendían algunos trozos de las ramas deslizándose con un quejido sordo que sobresaltaba a Valerie. Los pájaros estaban en silencio, parecían sentirse miserables en el frío. Piaban intermitentemente, descorazonados, desde lugares invisibles y, de vez en cuando, un revoloteo de alas turbaba la paz. La respiración de Valerie resonaba con fuerza en sus oídos y no se dio cuenta de que el agente se había parado hasta que casi chocó con sus anchas espaldas.
—¿Ve? —Señaló al suelo, a un metro aproximadamente a su izquierda—. Un zapato.
Realmente lo era, un zapato negro con cordones que yacía de lado. La nieve que se había ido acumulando encima y descansaba debajo de él confirmaba que llevaba allí toda la noche.
—No lo hemos tocado. Hay otro un poco más adelante.
—¿Está seguro de que son los de Colin?
El hombre consideró la cuestión.
—No, pero el perro se ha ido de cabeza por ellos. Y el muerto está descalzo. Por tanto…
—Por tanto, es probable que sean sus zapatos —reconoció Valerie—. De acuerdo, sigamos.
Había agradecido aquel receso para poder refrescarse un poco, ya que estaba sudando dentro de su plumón. Al cabo de un rato, pasaron al lado del otro zapato, éste plantado y apuntando hacia ellos.
—¿Por qué se quitaría los zapatos? —se preguntó Valerie en voz alta.
—Y el resto.
—¿Qué quiere decir?
—Se lo quitó todo. Abrigo, pantalones, jersey, calzoncillos. El lote completo.
—¿Qué? —Valerie sacudió la cabeza—. Esto no tiene sentido. Estaba helando anoche. Literalmente. Y él no estaba tan borracho como para no saber qué estaba haciendo.
El oficial se encogió de hombros.
—Todo lo que sé es que está tan desnudo como cuando vino al mundo.
No tenía sentido volver sobre el tema con Knowles, pero Valerie hizo el resto del trayecto con un creciente sentimiento de horror. Los calcetines de Lytton, de lana gris con un patético agujero en un pulgar, colgaban de una rama cerca del segundo zapato. Había una pequeña depresión en la nieve en el lugar donde yacían los pantalones, como si se hubiera peleado con ellos para poder quitárselos. Por el modo en que estaban, embarullados, parecía como si los hubiera lanzado lejos de sí: el abrigo apareció enmarañado al pie del tocón de un árbol; el jersey y la camiseta estaban embutidos uno dentro del otro, se los había quitado juntos y los había dejado tendidos sobre un arbusto bajo. Había evidencias de lucha también, en forma de montones de nieve y agujeros en lo que debía haber sido una tersa alfombra blanca. No muy lejos del resto de sus ropas, la camiseta interior y los calzoncillos estaban arrugados formando un pequeño gurruño como si los hubiera liado juntos con las manos, tal vez porque era reacio a ponerlos en el suelo. Había sangre seca de color rojo oscuro en una rama a la altura de los ojos, y Valerie levantó las cejas en dirección al oficial.
—Tiene un corte en la cara. —El policía se señaló la mandíbula—. Aquí. Pudo haber sido con una rama. Una contusión más bien. Creemos que pudo haber caído y golpearse con un árbol o con algo.
—Veremos qué piensa el patólogo de ello —dijo Valerie con una prudente evasiva. Ella, por su parte, no estaba segura—. ¿Dónde está el cuerpo?
—A unos ochocientos metros de aquí.
Knowles, entusiasmado ahora al ver que el final se acercaba, imprimió una mayor velocidad a su marcha. Valerie le dejó ir delante porque no quería llegar con la respiración fatigosa y con su dignidad comprometida. Quería ganar tiempo, asimismo, para pensar sobre lo que había visto.
Su meta era un pequeño claro rodeado por árboles espigados que se inclinaban en extraños ángulos, retorcidos por el viento que azotaba con frecuencia las colinas. Los otros dos oficiales estaban esperando cerca, mientras el perro reposaba tranquilo a sus pies. Rocket estaba tumbado sobre una colchoneta impermeable que le había llevado su adiestrador. Valerie sintió un rápido destello de afecto por Gary Lawlor, simplemente por la amabilidad que demostraba para con el perro. Pero apenas duró; cuando se acercó hasta ellos se estaba quejando entre dientes en un tono monocorde sobre lo mucho que había tardado Valerie en llegar allí y cuánto tiempo más tendría que esperar congelándose las pelotas.
—No nos hemos acercado demasiado. No queríamos alterar la escena —explicó Knowles.
—Bien pensado.
Valerie se agachó para examinar el cuerpo que había en medio del claro, boca arriba, con las piernas extendidas y las manos a los lados, casi como si, cuando murió, hubiera estado tumbado sobre la espalda haciendo ángeles en la nieve. Su barriga se alzaba como una fantasmal cúpula blanca que relucía en el tenue sol del invierno. La luz proyectaba sombras alargadas sobre la tierra nevada, falseando la visión, y Valerie tuvo que concentrarse para captar los detalles de la escena. La nieve que había caído sobre el cuerpo estaba impoluta, por lo que el tipo estaba muerto o al menos inconsciente cuando le cayó encima. Se informaría en la estación meteorológica sobre cuándo había empezado a nevar en Surrey Hills y eso les daría una idea muy aproximada de la hora de la muerte, dado que sabían que estaba fuera del pub justo después de la medianoche. Su cara estaba vuelta a un lado y, desde su posición, a unos tres metros, pudo ver una lesión en ella: la herida que Knowles había atribuido a la rama. Por lo demás, a simple vista no parecía tener más heridas, el cuerpo no presentaba marcas. Tenía las manos relajadas y abiertas y Valerie pensó en la fotografía de boda: los grandes nudillos pelados y los gruesos dedos eran, evidentemente, los mismos.
Era el momento de tomar el mando.
—¿Podemos averiguar cuánto van a tardar el SOCO y el patólogo en llegar hasta aquí?
—Tengo que subir un poco más la colina para tener señal —dijo Knowles.
—Vaya, entonces. Y Gary, si quiere regresar, estoy segura de que podría descansar. Pero usted quédese por aquí por si necesitamos buscar algo más que Lytton haya podido tirar. ¿Me repite su nombre?
—David Campbell —dijo el hombre; escocés y bastante joven, tenía cara de muchacho bajo su gorra.
—De acuerdo. Tenemos que acordonar la zona para delimitar una cuadrícula de trabajo. Y quiero que lleve un registro de todo el mundo que entre y salga de la escena. Asegúrese de que nadie entra en el claro hasta que hayamos terminado de fotografiar y de analizar. Si el patólogo llega antes que los del SOCO y no estoy disponible para hablar con él, trate de persuadirlo de que espere.
La nuez del joven agente subía y bajaba nerviosamente mientras escuchaba a Valerie detallar sus responsabilidades. Había un montón de cosas que hacer, se dijo a sí misma, pero él tenía que comenzar en algún lugar. Así es como había empezado ella después de todo.
Cuando hubo dado las instrucciones, Valerie empezó a caminar lentamente alrededor del claro, manteniéndose cuidadosamente fuera del límite de éste. El manto de nieve era desigual en los lugares en los que ésta había caído sobre irregularidades del terreno —hierba muerta, helechos y cosas así—, pero la mayor parte estaba liso e inmaculado. No había huellas en el claro exceptuando las que había dejado Colin Lytton al entrar en él y desplomarse. Valerie estaba buscando algo más, algo que no encajara con la idea que había empezado a tomar forma en su mente en la colina. Porque cuando estaba de pie y reflexionó sobre la disposición del cuerpo, se sintió cada vez más y más segura de que las opciones (suicidio y muerte accidental de la que ya había prescindido) quedaban descartadas en favor del asesinato. Uno casi perfecto también, porque el claro nevado era tan bueno como una habitación cerrada. Parecía obvio que sólo el hombre muerto había andado por él y allí estaba, tendido con una sola marca visible en el cuerpo. Valerie avanzaba con dificultad en círculo, mirando al suelo, sin estar segura de qué estaba buscando. Cuando volvió al punto donde había empezado, Knowles ya había regresado.
—Están a media hora de aquí. El doctor Barnet también está de camino. ¿Quiere que vaya a su encuentro?
Knowles parecía más resignado que irritado ante la perspectiva de otra caminata a través de los bosques.
—Sí, por favor.
Pero no bien el agente había empezado a andar, ella le llamó.
—Antes de que se vaya, ¿ha visto algún rastro mientras caminaba por los bosques la primera vez? ¿Vio algo al lado de las huellas del hombre muerto?
—No. Nada. Preservamos las huellas todo lo que pudimos, ya que estábamos mirando al suelo. Pero con toda esa nieve alrededor…
Se encogió de hombros.
Cuando los primeros técnicos llegaron, jadeando dentro de sus monos y de sus botas y acarreando cajas con pesados equipos, se abrieron en abanico por el área que el agente Campbell había delimitado, buscando, fotografiando, recobrando las prendas de ropa y cualquier cosa que no perteneciera a los bosques. Valerie había visto antes estas colecciones; era increíble la gran cantidad de basura que se podía encontrar en una pequeña zona aparentemente salvaje: colillas, juguetes de niños, piezas de joyería, ropa, envoltorios de comida, condones, pernos y tornillos de maquinaria obsoleta desde hacía mucho… Una búsqueda en cuadrícula tendía a generar un vasto número de pistas falsas, y ella tenía el presentimiento de que ésta no iba a ser diferente. Además, estaba segura de que el asesino de Colin Lytton habría procedido con el suficiente cuidado como para no olvidarse un juego de llaves de su casa o su tarjeta de visita tendidas en la maleza. Aun así, la investigación forense se basaba en la premisa de que cada contacto deja un rastro. Quizá tuvieran suerte.
A pesar de que, en lo que a Colin Lytton se refería, la suerte no había hecho acto de presencia en cantidad suficiente como para serle de ayuda.
El inspector jefe Vickers llegó antes que el patólogo. Vickers era un hombre delgado, encorvado, con penetrantes ojos azules y maneras afables que no permitían traslucir su aguda inteligencia.
Vestía un lamentable jersey azul pálido con copos de nieve y un maloliente abrigo de piel girada que parecía haber sido comprado para un hombre mucho más corpulento que él. Valerie trabajaba con Vickers desde hacía un par de años y caminaría a través del fuego por él si así se lo pidiera. Escuchó el informe de Valerie sin comentarios más allá de mascullar algún que otro: «Buena chica». Como ella, dio una vuelta por la escena del crimen pisando donde los del SOCO ya habían trabajado, mirando el cuerpo y sacando sus propias conclusiones.
Unos crujidos en la nieve anunciaron la llegada del doctor Barnet. Pequeño, calvo e hiperactivo, el patólogo sobrepasó tranquilamente a Valerie y se fue directo al cuerpo, abrió su bolsa mientras se arrodillaba a su lado y empezó su examen preliminar.
—Esto parece un congelador. No conseguiré mucho de su temperatura corporal. —Limpió de nieve la cara del cadáver—. Observo una abrasión menor en la mejilla y un edema en el labio inferior que concuerda con un hematoma.
—Allí atrás hay una rama con sangre —dijo Valerie y el patólogo asintió.
—Bien. Podría corresponder con la herida de la mejilla. Aunque no con la de la boca. Eso debería atribuirse a una caída o un golpe de alguna clase.
—¿Un puñetazo?
—Es posible. —Estaba examinando el cuerpo con cuidado, desde la coronilla hasta las suelas de los zapatos—. Laceraciones en las piernas y en los pies. Hay un largo camino desde la carretera, y a mi juicio él no estaba en las mejores condiciones. —Se inclinó sobre la boca de Lytton e inhaló profundamente—. Todavía puedo oler el alcohol. La bebida entorpece. La hipotermia aún te hace más patoso.
—¿Qué hay de sus manos? Si se cayó colina abajo, ¿no estarían señaladas? Las hubiera extendido para evitar darse un golpe en la cabeza, ¿no?
—Depende de cuánto hubiera bebido. —El doctor Barnet esbozó una pequeña sonrisa traviesa—. Nochevieja… Probablemente llevaba una buena curda. Tomaré una muestra de sangre para que la analicen en toxicología.
Trabajaba deprisa y con destreza, manejaba el cuerpo con metódico respeto. Lo hizo rodar hacia un lado para buscar heridas en la espalda y tomó muestras de los fluidos corporales para examinarlos en el laboratorio. Antes de terminar, tomó un par de pinzas de su maleta y recogió unas cuantas partículas microscópicas del cuerpo, una del párpado izquierdo, una del ombligo, dos del pie derecho. Las deslizó en fundas de papel, luego las puso en sobres y garabateó fuera los detalles sobre dónde las había encontrado. Vickers y Valerie lo miraban, el inspector jefe de pie con las manos en los bolsillos y con pinta lúgubre.
—Se suponía que iba a ir a casa de mamá para la comida —comentó en voz baja Valerie—. No parece que al final pueda ser.
—Mi mujer estaba haciendo un asado. —Vickers miró su reloj y suspiró—. Quizá piensa que, después de treinta y tantos años, está acostumbrada a esta clase de cosas, pero todavía tengo problemas por este motivo.
El patólogo se levantó, limpiándose el polvo de las manos con guantes de goma.
—Bien. Por lo que a mí respecta pueden retirar el cuerpo. Para mí es un caso claro.
—Asesinato —dijo Valerie, asintiendo.
—En absoluto. Muerte accidental.
El patólogo enarcó entonces las cejas, invitándola a preguntarle qué quería decir, disfrutando del momento.
—¿Por qué dice eso?
—Desnudo paradójico. Para explicarlo de un modo sencillo, la gente se despoja de todas sus ropas cuando se está muriendo de hipotermia y la policía emprende la búsqueda de un agresor sexual o un asesino. Es un fenómeno reconocido.
Vicker ladeó la cabeza.
—¿Está diciendo que lo hemos interpretado mal? ¿No se trata de un asesinato?
—Nunca lo había visto antes personalmente, pero he leído acerca de ello en la literatura médica. Hace unas semanas se produjo un caso similar en las Tierras Altas, debieron de verlo en las noticias. Es fácil equivocarse, no hay ninguna razón obvia por la que un hombre que se está muriendo por causa del frío se quite toda la ropa. La teoría es que el frío causa vasoconstricción de la circulación periférica, podemos decir de las manos y de los pies, y dirige la sangre al interior del cuerpo para calentar los órganos de un modo más efectivo. Esto causa una demanda de energía y, si ésta se agota, el cuerpo se relaja provocando vasodilatación. La sangre vuelve a la superficie de la piel y uno empieza a sentir una temperatura agradable, calor incluso. Esto, combinado con la confusión mental que se asocia a la hipotermia, determina que uno necesita quitarse imperiosamente toda la ropa para enfriarse. De hecho, lo que sucede es que te estás congelando hasta la muerte. —El patólogo se quitó los guantes—. Es fácil equivocarse. Lo confirmaré al practicar la autopsia.
—Todavía pienso que se trata de un asesinato —repuso Valerie con la voz chillona por la tensión—, jefe…
—Ya ha oído al doctor Barnet. No hay ningún crimen. Podemos irnos todos a casa y seguir con nuestro día.
Algunos de los del SOCO habían oído las palabras del inspector jefe y se pusieron en pie, mirando con esperanza en su dirección en espera del permiso para abandonar la búsqueda. Valerie, sin embargo, había percibido el dejo de ironía en su voz.
—Con todo el respeto al doctor Barnet, señor, creo que está cometiendo el error que se supone que íbamos a cometer nosotros. La escena está dispuesta de tal modo que parezca un accidente, pero no podemos ignorar que hay gente en la vida de Colin Lytton con interés suficiente para verlo muerto y que son muy capaces de escenificar algo como esto.
—Siga.
El doctor Barnet se puso sarcástico:
—Esto podría ser bueno.
—Paul Burtop necesitaba quitar a Lytton de su camino para poder casarse con Julie y Lytton se había convertido en un lastre. No olvidemos que había perdido una enorme suma de dinero y había puesto la casa en riesgo de embargo. Existe pues un aliciente claro para que quisiera matarlo. Doctor Barnet, usted ha hablado acerca de un caso parecido, el de un hombre cuyo cadáver se encontró en las Tierras Altas no hace mucho. No es imposible que Burtop lo hubiera leído y decidiera que era una buena manera de matar a alguien. Especialmente al hombre que le había estado impidiendo casarse con su amada novia.
—Entonces ¿le hizo andar por los bosques y desnudarse?
La voz del doctor sonaba escéptica.
—Casi. Primero le dio un puñetazo en la boca para que obedeciera y luego supongo que le dio patadas en las piernas mientras se adentraban en el bosque para animarlo un poco más. Cuando estuvieron lo suficientemente lejos, obligó a Colin a desnudarse. Seguramente disfrutó humillándole. Colin había estado bebiendo, debía de estar confuso, estaba intimidado por Burtop e imagino que pensó que éste estaba planeando algún tipo de broma cruel, no que estuviera intentando matarle. Pensó que si le seguía el juego, Burtop no le haría más daño del que ya le había hecho hasta el momento. Pero cuando se dio cuenta de que no se trataba de una broma, si es que llegó a hacerlo, era demasiado tarde. Creo que Burtop le siguió. Creo que aguardó a que el frío hiciera su trabajo y que fue testigo de su muerte. La razón por la que no hemos encontrado sus huellas es porque anduvo detrás de Colin Lytton… Pisó sobre sus pisadas.
Los tres se quedaron un momento en silencio, cavilando acerca de los argumentos de Valerie. Esta se preguntó si los hombres estaban tan horrorizados como ella por la truculenta imagen de Paul Burtop pisando las huellas de su víctima a través de los bosques, persiguiéndole y acosándole hacia su muerte.
Vickers estaba mirando al suelo y no pudo leer su expresión.
—¿Cómo puedes demostrarlo?
—Paul Burtop me dijo que no había tocado a Lytton, pero tenía una marca en el dorso de su mano que podría atribuirse a un mordisco accidental… Los dientes de Colin se clavaron en su piel por accidente cuando le golpeó con el puño en la boca. Compararemos la marca de la mordedura con los incisivos de Colin y veremos si coinciden.
—Eso sólo probaría que él le golpeó y que mintió sobre ello.
—Sí, bien, hablemos de los indicios de pruebas. ¿Qué ha encontrado, doctor?
—Una fibra azul marino en su párpado, lana, creo. Podría proceder de su jersey cuando se lo quitó por la cabeza. Dos fibras grisáceas de entre los dedos de su pie derecho que diría que son de su calcetín. Y una fibra roja de su ombligo.
—No llevaba ninguna prenda roja —señaló Valerie—. Pero sé de un hombre que sí: Paul Burtop. Tiene una bufanda de cachemir rojo brillante que ha estado soltando pelusas por encima de toda su ropa. Seguramente la fibra que ha encontrado coincidirá con la de su bufanda.
—No es una prueba concluyente —dijo Vickers con firmeza—. No cuando él ha admitido que estuvieron juntos por la noche.
—Estaba en su ombligo… una zona un tanto íntima para una conversación fuera del pub cuando las dos partes estaban completamente vestidas.
Vickers se enderezó y se aclaró la garganta, su forma habitual de anunciar que estaba a punto de emitir una opinión.
—Es una buena teoría, pero yo también tengo una. No creo que lleguemos a ninguna conclusión basándonos en las pruebas que tenemos. Él ya ha admitido que estuvo con la víctima la pasada noche… Tuvo que admitirlo, porque cualquiera podría haberlos visto hablando fuera del pub. Mintió sobre el puñetazo en la boca, pero no hay mucho problema en explicar eso: no iba a proporcionar voluntariamente la información de que había atacado a un hombre al hablar con un detective de la policía. Un abogado como es debido podría argumentar que las fibras podrían haber sido transferidas durante su conversación de la pasada noche, incluso en el caso de que, como ha señalado correctamente, el doctor Barnet encontrara una en su ombligo, lo que es difícil de explicar… pero no imposible. Él mismo la podría haber transferido de su manga o de algún lugar más accesible. Y, por último, pero no menos importante, no hay testigos de cómo murió Colin Lytton y, a menos que el doctor encuentre algo más en la autopsia, murió de hipotermia. Burtop no causó su muerte. El frío lo hizo. Por el momento, tengo que decir que tiene más posibilidades de arrestar a la Madre Naturaleza por conspiración que de ver a Paul Burtop en el banquillo de los acusados. —Al ver que la cara de Valerie se descomponía, Vickers añadió en un tono amable—: Pero es un principio. Quién sabe, podemos encontrar más pruebas cuando se produzca el deshielo.
—¿Y mientras tanto?
—Puede buscarle y arrestarle. Consiga la bufanda que llevaba, para compararla. Podemos pasar el día interrogándole. Infórmele de nuestra versión de los hechos, pero no conseguirá una confesión ni tampoco nos dirá nada que nos ayude a probar que él lo ha hecho. Y recuerde, ha sido el frío el que ha matado a Lytton.
—O sea, que va a conseguirlo.
—No sería la primera vez que Burtop se libra de un cargo de asesinato. Añádalo a su cuenta.
—No puedo creer que abandonemos.
Valerie estaba roja de rabia.
—Prefiero pensar que es un juego a largo plazo. Le atraparemos, Valerie, al final lo haremos. Pero, por el momento, ni siquiera podemos probar que ha sido un asesinato: no podemos detenerle.
Vickers se paseó arriba y abajo durante un momento, pensando. Luego se volvió hacia ella.
—¿Han encontrado los del SOCO algún rastro de huellas al lado de Colin Lytton?
—Lo comprobaré.
No tardó mucho. La jefa del equipo, una mujer de baja estatura cuya belleza de muñeca parecía incongruente dada su habitual solemnidad, confirmó que no había nada. Valerie volvió negando con la cabeza y con el alma en los pies.
—Si usted fuera Paul Burtop, ¿se marcharía y dejaría a Lytton antes de saber si estaba muerto?
—No, querría asegurarme de que realmente ha pasado a mejor vida.
—Muy bien. —Vickers examinó el claro—. ¿Dónde se quedaría de pie para ver cómo muere un hombre?
Había dado dos vueltas por su cuenta, había pensado sobre esa cuestión desde que había llegado a la escena del crimen, pero hasta ese momento no se había puesto a resolverla en serio. Ahora, sin dudar, señaló:
—Allí, bajo ese árbol.
Era un pequeño roble con un amplio dosel de ramas desnudas. Se levantaba en una zona de terreno elevada y era un enclave perfecto desde donde observar lo que pasaba en el claro. El tronco del árbol estaba cubierto de blanco por un lado, donde el viento había arrastrado la nieve hacia él, por lo que era plausible pensar que el otro lado habría sido un buen refugio donde guarecerse de las duras condiciones climatológicas.
—Echemos un vistazo.
Los dos anduvieron despacio, con cuidado, hasta el lugar donde se alzaba el roble, mirando dónde ponían los pies. Vickers se agachó y sopló un poco de nieve suelta de las raíces, donde las sombras eran especialmente densas. El viento había cambiado antes de que nevara la primera noche y la nieve fresca sólo había empolvado ligeramente el suelo, que estaba protegido por el árbol.
—Aquí. Hay una huella parcial, ¿no es verdad?
Alguien había estado de pie sobre la raíz expuesta del árbol con los dedos presionando el suelo. Valerie pudo ver la forma del puente y la silueta del calzado del observador, y parecía muy similar a las botas de puntera cuadrada de Paul Burtop, lo suficiente como para que su pulso latiera más rápidamente por la excitación.
—No hay forma de que pueda explicar su presencia aquí. Le tenemos.
Vickers se levantó con un gesto de dolor cuando sus rodillas se quejaron con un fuerte crujido.
—¿Podemos conseguir un molde de esto?
La jefa del equipo se acercó presurosa para verlo y meneó la cabeza, dubitativa.
—Lo intentaremos, pero aunque encontremos algo no será fácil conseguir una huella a menos que la nieve esté helada y casi sólida por el frío. Tengo una lata de cera para huellas en la nieve que la estabilizará un poco, pero tenemos que usar cemento dental para hacer el molde y desprende calor cuando se asienta. Perdería el detalle y es el detalle precisamente lo que quiere. Es una técnica muy especializada. No tenemos práctica en este tipo de técnica porque el clima raramente es tan frío.
—Tome fotografías antes de hacer cualquier cosa que pueda dañar la huella —advirtió Vickers—. Por lo demás, hágalo lo mejor que pueda.
Ella llamó a uno de los oficiales y los dos se apiñaron sobre la huella para discutir cómo iban a sacar el molde. Vickers se volvió hacia Valerie.
—Tiene que retener a Burtop. Consiga sus zapatos y su bufanda y no le explique el porqué. Haré que lo analicen en el laboratorio con urgencia por si pretende huir al continente y tenemos que buscarnos la vida con una orden de extradición.
—Sí, jefe.
—Buen trabajo, detective Wade. Realmente, un trabajo excelente. —Los ojos del inspector jefe brillaban traviesos—. Ahora tenemos una oportunidad de pillarle.
Ella se estremeció.
—Ha estado a punto de lograrlo, ¿verdad?
—Era un buen plan, casi perfecto. —Los ojos del inspector jefe refulgieron otra vez—. Si no hubiera metido la pata.