El suelo del topolino estaba lleno de arena. También había arena en los calzoncillos de Tom, y la arena húmeda le rozaba entre los dedos de los pies, «maldita sea —pensó—, construyen autopistas de seis carriles que van directas a la playa, y un gigantesco dispositivo giratorio con capacidad para trescientos coches, con objeto de que el tráfico siga avanzando sobre la playa. Todo es eficacia y organización, mecanización y cooperación, ¿y qué es lo que consigue uno? Arena. En el interior del coche, y a pesar del aire acondicionado, se nota el agrio olor del agua salina secada por el sol.»
Los músculos de Tom empezaron a dolerle con aquellos calambres tan familiares. Apoyó inútilmente sus manos sobre el volante, deseando poder hacer algo, o que hubiera espacio suficiente para estirarse un poco en aquel diminuto coche. Pero inmediatamente se sintió avergonzado de su deseo antisocial. Naturalmente, no tenía nada que hacer puesto que la conducción, al igual que sucedía en todas las autopistas, había sido puesta en el dispositivo «automático». Así era la ley. Y aunque tenía que estar sentado, encogido, de tal modo que sus rodillas estaban dobladas hasta llegarle cerca del mentón, y que el techo del coche le apretaba hacia abajo, casi sobre su nuca como si fuera la tapadera de una caja, y aunque sus cuatro hijos, apretados en el asiento trasero, parecían respirar sobre el cuello de su camisa… bueno, resultaba que aquello era algo a lo que uno simplemente tenía que adaptarse, y, por otra parte, el topolino tenía el metro y medio de base que permitía la ley. Así es que no había nada de que quejarse.
Por otro lado, no había sido un mal día, si se tenían en cuenta todas las circunstancias. Cinco horas para recorrer los sesenta kilómetros que les separaban de la playa. Después, desde luego, un par de horas esperando en la cola, ya en la playa, a que les llegara el turno para poder bañarse. El viaje de vuelta a casa les costaba un poco más. Siempre ocurría lo mismo. En cuanto al túnel, siempre era algo impredecible. Podían estar de regreso en casa a las diez. Buena hora. Una forma tan buena como cualquier otra para matar un día de descanso. Así lo suponía, al menos. A veces parecía como si dispusieran de una terrible cantidad de tiempo libre que matar.
Jeannie, sentada junto a él, miraba a través del parabrisas. Su pelo, casi tan bonito como el de los niños, estaba echado hacia atrás, en pequeñas trenzas, y aunque volvía a estar embarazada no parecía mucho más vieja que diez años atrás. Pero había dejado de hacer labor de punto y su mente sólo estaba pensando de nuevo en el túnel. Él siempre lo podía adivinar.
¡Paf! Algo pegó sobre la nuca de Tom, que se inclinó mucho más hacia adelante, golpeando su frente contra el parabrisas.
—¡Eh!
Se giró a medias y observó la pala de playa que blandía Pattie, ,su hija de cuatro años.
—He nadado —anunció la pequeña, con sus redondos ojos azules—. He nadado bien y no molesté a ninguno.
—A nadie —corrigió Tom.
Le quitó la pala, pensando cansadamente que «nadar» en aquellos tiempos significaba «agua ya utilizada». Era todo lo que se podía hacer en aquella abarrotada zona de baño.
Jeannie también se había vuelto y miraba a su hija con los ojos muy brillantes, pero Tom sacudió su cabeza.
—Olvídalo —dijo él brevemente.
Sabía que un paseo en coche suponía una tensión extra para los chicos. Y Dios sabía lo raramente que les veía y lo que sucedía con los largos desplazamientos de ellos a la escuela y a sus lugares de juego, y de él al trabajo. Pero sus hijos serían educados adecuadamente. En cuanto veía en ellos una señal de extraversión, la aplastaba desde el principio. Esa era su teoría. Eso les ahorraría más tarde muchos dolores.
Jeannie se inclinó hacia adelante y pulsó uno de los botones del tablero de mandos. Se abrió así el cajón tranquilizador. Jeannie seleccionó una píldora de color rosado pero cuando la encontró Pattie ya se había calmado, dejando las manos pacientemente dobladas sobre su regazo, y con los ojos fijos en la pantalla de televisión del asiento trasero. De todos modos, Jeannie suspiró y deslizó la píldora en la entreabierta boca de Pattie.
Los otros tres no habían dicho una sola palabra en varias horas, lo que, desde luego, era como tenía que ser. Jeannie les había alimentado a propósito con una comida muy pesada, tomada en el mismo coche: filete de ternera hinchado y un cuenco caliente y humeante de sopa de algas rehidratadas que sacó del termo. Todos ellos recibieron una dosis extra de tranquilizantes para el viaje de regreso. David, de seis años, ,que estaba pasando una época especialmente mala al tener que aprender a introvertirse, observaba la pantalla de televisión y respiraba con dificultad. David, su primer hijo nacido, llegó al mundo en el puesto de compra del supermercado, en el año dos mil cien, el 3 de abril, a las 8.32 de la mañana. Fue el año en el que la población de Estados Unidos alcanzó la cota de los mil millones. Y fue el quinto niño que nació en el puesto aquella mañana. Pero era su propio hijo. Las mellizas Susan y Pattie estaban sentadas en vertical y observaban la pantalla con una expresión de gran seriedad en sus rostros, mientras que Betsy, la niña de dos años, había extendido frente a ella sus gruesas piernecitas y, evidentemente, se quedaría dormida al cabo de pocos minutos.
El coche avanzaba a marcha lenta, a los permitidos quince kilómetros por hora. Era como una burbuja más, idéntica a otras muchas, como pequeños botones que se arrastraban lentamente a lo largo de la autopista Nueva Pulaski, bajo el sol poniente. La distancia entre ellos, estrictamente controlada por el autoconductor, nunca variaba.
Tom sintió como el sombrío dolor de la tensión se aposentaba detrás de sus ojos. Ahora, cada uno de sus músculos estaba protestando por medio de calambres individuales. Miró como pidiendo disculpas a Jeannie, a quien no le gustaban los deportes, y puso en marcha la televisión del tablero de instrumentos. El tercer juego de las series mundiales, y ya había empezado. Malenkovsky, de rojo. Malenkovsky movió una ficha y se arrellanó en su asiento. Las cámaras giraron hacia Saito, de negro. Iba a ser una buena partida. Más rápida que la mayor parte de ellas.
Estaban a menos de un kilómetro del túnel cuando la línea de coches se detuvo. Tom no dijo nada durante un minuto. Podía tratarse simplemente de un accidente, e incluso de alguien que estuviera conduciendo ilegalmente de modo manual, o que se hubiera salido del carril. Pasó otro minuto. Las manos de Jeannie estaban posadas tensamente sobre la manta amarilla que estaba tejiendo.
Se trataba de una detención definitiva. Jeannie observó las hileras inmóviles de coches y frunció un poco el ceño.
—Me alegro de que esté sucediendo ahora. Eso nos proporciona una mejor oportunidad de pasar, ¿no crees?
Su pregunta era retórica, y Tom volvió a percibir su sensación normal de irritación. Jeannie era una mujer inteligente; de otro modo no podría haberla querido tanto. Pero era inútil explicarle las leyes de la probabilidad. El túnel se cerraba diez veces a la semana por término medio. Y cada una de aquellas diez veces podía suceder en el espacio de pocos segundos con respecto a la anterior, o al cabo de una hora, o no suceder en todo un día. Así eran las cosas. El hecho de que ahora se hubiera cerrado no afectaba para nada a sus posibilidades de pasar.
Jeannie dijo pensativamente:
—Quedaremos atrapados alguna vez, Tom.
Él se encogió de hombros, sin responder. Ocurriera lo que ocurriese en el futuro, no cabía la menor duda de que ahora les quedaba por lo menos una buena media hora.
David se agitó un poco, con una expresión en su rostro con la que parecía querer pedir disculpas.
—Si el túnel está cerrado ahora, ¿puedo salir un momento, papá? Me duele.
Tom apretó los labios. Podía sentir simpatía por él, como cualquier otro, sobre todo al recordar la tortura de los calambres durante aquellos años en los que su cuerpo estaba creciendo y todo lo que deseaba era echar a correr, simplemente correr, hacia cualquier parte. Chicos. Todos eran unos extrovertidos. Quizá en el siglo XX pudiera uno dejarse llevar por aquella salvaje sensación, cuando no había multitudes y se disponía de mucho espacio, pero eso era algo imposible en estos días. David tendría que aprender a quedarse quieto, como todos los demás.
David había empezado a flexionar sus músculos rítmicamente. Ejercicio pasivo. Así se le llamaba. Se trataba de uno de los seudodeportes que no requerían espacio alguno, y era enseñado a los niños, de un modo muy científico, en sus lugares de recreo. Tom miró a su hijo con envidia. Era una gran cosa poder desahogarse de aquel modo. No tenía ninguna necesidad de hacer cola para obtener su ración de tiempo gimnástico, pues de ese modo sólo se dependía de uno mismo.
—Papá, no estoy bromeando. Ahora tengo que salir.
David se volvió a agitar en su asiento. Bueno, aquello parecía válido. Tom miró a través del parabrisas. Los miles de vehículos que veía continuaban inmóviles, así es que terminó por abrir la portezuela. Por suerte había una casamata a pocos metros de distancia y muy poca gente haciendo cola frente a ella. David se deslizó con rapidez fuera del coche. Tom le observó extender los brazos sobre su cabeza, sobresalir del techo bajo y después, recordando cuál debía ser el comportamiento decente y riguroso, echar a andar de un modo introvertido.
«Se está haciendo alto», pensó Tom, con un repentino acceso de impotencia.
Rogaba para que David heredara la altura de Jeannie, en lugar de su metro ochenta. Cuanto más espacio se ocupa, tanto más difíciles resultan las cosas, y todo se ponía cada vez peor. Tom ya se había dado cuenta de que, a veces, le gente le miraba con cierto resentimiento en la calle.
Había una familia italiana en el topolino azul situado inmediatamente detrás de ellos; su vehículo también estaba lleno de niños. Dos de los chicos, viendo a David haciendo cola frente a la casamata, salieron del vehículo y se pusieron en la cola, detrás de él. Su padre estaba haciendo muecas. Tom se dio cuenta de que le observaba, y miró hacia otra parte. Recordó haberles visto pasarse una gran botella de agua de marca, muy cara, bebiendo todos de ella como si el agua fuera algo que creciera en los árboles. Toda aquella familia estaba compuesta por extrovertidos. Era algo casi criminal la forma en que se permitía a la gente comportarse de un modo tan descuidado, aumentando así la incomodidad de todos los demás. Ahora, el padre también abandonó el coche. Tenía el pelo rizado y negro, y su aspecto era rechoncho. Cuando vio que Tom le observaba, sonrió ampliamente haciendo un ademán hacia el túnel y elevó los hombros en una especie de resignación llena de humor.
Tom tamborileó con los dedos sobre el volante. Los extrovertidos tenían mucha suerte. Nunca se les podía sorprender preocupándose impacientemente por la cuestión del túnel. Tenían que sacar a los niños de la ciudad, al menos de vez en cuando, como todos los demás. El túnel era el único camino para salir y entrar, así es que se encogían de hombros y lo aceptaban. Por otra parte, había ahora tantas reglas y regulaciones que ya resultaba muy difícil cuestionarlas. No se podía luchar contra el Ayuntamiento. Los extrovertidos nunca sentirían terror ante el viaje, al menos en la forma en que lo sentía Jeannie, ni… Los dedos de Tom se quedaron rígidos sobre el volante. Reprimió con dureza el pensamiento que acababa de surgir en su mente. Había estado a punto de decirse a sí mismo lo necesitaban.
David salió de la casamata y regresó a su asiento. Los vehículos empezaron a ponerse en movimiento; en un momento reanudaron su lento avance.
A la izquierda de la autopista se acercaban a la urbanización que, humorísticamente, llamaban «Montaña de la Lata de Cerveza». Por ahora no había nada, excepto los montones de brillantes ladrillos, los ladrillos metálicos que una vez fueron botes de estaño, y que no tardarían en ser incluidos en la construcción de otra urbanización, tan urgentemente necesitada. Probablemente, ésta la harían con techos más bajos y paredes más delgadas. Tom se estremeció involuntariamente. Incluso en su propia casa, situada en un antiguo sector residencial, los techos ya eran tan bajos que nunca podía ponerse de pie sin verse obligado a inclinar la cabeza. El espacio individual estaba siendo recortado cada vez más.
Sobre la llanura situada a la derecha de la autopista, kilómetro tras kilómetro, se extendían los bloques de apartamentos, salpicados de estaciones de gasolina y aparcamientos. Y tras aquella llanura se encontraban los suburbios de Long Island, festoneados de rascacielos de colores alegres y con el suelo de cemento.
A medida que se aproximaban a la ciudad, el aire se ensordecía cada vez más con el ruido de los transistores y los aparatos de televisión. La intimidad y la quietud habían desaparecido de todas partes, claro está, pero aquélla era una unidad de clase baja, y resultaba tan ruidosa que el estrépito penetraba incluso a través de las cerradas ventanillas del vehículo. Los inmensos edificios de apartamentos, bloques de cemento y luces de neón, llegaban casi hasta el mismo borde de la autopista, con rampas entre ellos a todos los niveles. Las rampas, construidas originariamente para los vehículos, estaban plagadas ahora de gente que regresaba de su rutinario trabajo, o de hacer la compra, o de las interminables ocupaciones del tiempo libre. Todos parecían muy apáticos. Así lo pensó Tom. No se les podía culpar de nada. Había tanta seguridad que, en el fondo, ninguno de los trabajos que realizaba la gente era realmente necesario, y todos ellos lo sabían. Probablemente, sus trabajos serían incluso mucho más monótonos y fútiles que el suyo. Todo lo que hacía en su trabajo era verificar cifras en un libro mayor y copiarlas en otro libro mayor. Era cosa de matar el tiempo, como cualquier otra persona.
Pero, mientras les miraba, observó una rápida pelea en la multitud, una repentina y breve explosión de violencia. El zapato de un hombre había pegado contra el tobillo de la mujer que andaba delante de él; ella se volvió y elevó su cesto de la compra, estrellándolo contra el rostro del hombre. Entonces, él le pegó un puñetazo en el estómago. Ella le dio un puntapié. Un hombre que estaba detrás de ellos, con la cara crispada, se interpuso entre ellos para seguir su camino. La pareja se separó, refunfuñando entre dientes. A su alrededor, otros grupos de gente estaban empezando a refunfuñar. La irritación se estaba extendiendo, como solía suceder de vez en cuando, como si nadie quisiera otra cosa que hallar una oportunidad para empezar a repartir golpes a un lado y a otro.
Jeannie también había observado la explosión de violencia. Jadeó un momento y apartó la vista de la ventanilla, mirando rápidamente hacia atrás, donde estaban los niños, que ahora ya se habían dormido. Tom acarició suavemente uno de sus tirabuzones.
La silueta de la ciudad fue apareciendo ante ellos. Era el vasto cubo unificado de paredes de cristal de Manhattan. La puesta de sol hacía que los rayos se reflejaran desde allí. Las manchas de follajes, representadas por los jardines-bloque cuidadosamente planificados, uno por cada uno de los niveles de los noventa y ocho pisos de la ciudad, brillaban con un color verde oscuro. Tom bendijo, como siempre hacía, la previsión de quien los había hecho poner allí. A cada uno de sus hijos se le había permitido pasar su hora semanal sobre la hierba, disponiendo así de una buena oportunidad para jugar cerca del árbol. Había incluso un zoo en cada nivel. No era la clase de complicado zoo que tenían en Washington, en Londres o en Moscú, pero disponía al menos de un gato, un perro y un gran tanque de agua con peces. Lujos como aquél casi le hacía a uno olvidarse de las multitudes y de los ruidos y de las diminutas habitaciones y de la sensación de que nunca había bastante aire para respirar.
Estaban ya justo ante el túnel. Jeannie había dejado la labor de punto y miraba intensamente hacia adelante, pero más bien como si tratara de escuchar, antes que de ver. A pesar de sus propios argumentos, Tom se dio cuenta de que sus dedos tamborileaban con un ruido sordo sobre el tablero de instrumentos. En la pantalla de televisión Malenkovsky movió triunfalmente un rey.
Habían llegado a la entrada del túnel. Jeannie estaba en silencio. Miró su reloj, de un modo bastante irracional. Tom apretó el botón del cajón tranquilizador, que surgió ante ellos, pero Jeannie sacudió la cabeza negativamente.
—Odio esto, Tom. Creo que es una idea absolutamente asquerosa.
Su voz tenía un tono casi violento y Tom se sintió un poco impresionado.
—Es lo mejor que se puede hacer —argumentó—, y lo sabes perfectamente.
La boca de Jeannie se había cerrado, formando con sus labios una línea de resolución.
—No me importa. Tiene que haber otra forma.
—Esta es la única forma de hacerlo bien —volvió a decir Tom—. De este modo tenemos nuestras posibilidades, como cualquier otra persona.
Su propio corazón latía ahora con fuerza y sintió frío en las manos. Esa era siempre la sensación que tenía cada vez que entraba en el túnel, y nunca había decidido sí se trataba de miedo o de alegría, o de ambas cosas mezcladas. Hacía ya mucho tiempo que no se molestaba en planteárselo. Echó un vistazo a los niños, en el asiento trasero. David volvía a ver la televisión y se estaba mordiendo las uñas. Los otros tres pequeños seguían durmiendo, semiincorporados, como se les había enseñado a estar, con las manos adecuadamente dobladas sobre su regazo. Eran como tres pequeños ratoncillos ciegos.
El túnel producía un extraño eco y hacía frío en su interior. La luz blanca surgía de las paredes llenas de azulejos blancos, siempre tan limpios y pulidos y tan herméticos. El viento pasaba a lo largo del túnel, sonando como si el vehículo se estuviera moviendo con mayor rapidez de la que en realidad desarrollaba. La familia italiana todavía estaba tras ellos, siguiéndoles a una velocidad constante. Enormes ventiladores colgaban del techo del túnel; su rugido reverberaba sobre el rugido de las gigantescas e invisibles unidades de aire acondicionado, sobre la lenta marcha de los coches en movimiento.
Jeannie había dejado caer su cabeza hacia atrás, sobre el asiento, como si estuvieran durmiendo. Los vehículos se detuvieron un instante, pero no tardaron en ponerse en marcha de nuevo. Tom se preguntó si Jeannie estaría sintiendo la misma y vivida emoción que él sentía. Entonces, miró la línea de su boca, y observó que el miedo se reflejaba en ella.
El túnel tenía poco más de 2.500 metros de longitud. Cada vehículo ocupaba un espacio de poco más de dos metros, y la distancia permitida entre uno y otro era de un metro y medio. Aquello significaba unos setecientos vehículos en el túnel, o sea poco más de tres mil personas al mismo tiempo. Cada vehículo tardaba aproximadamente unos quince minutos en pasar el túnel. Ahora, su coche estaba a medio camino.
Ya habían recorrido las tres cuartas partes. En la pasarela que había bajo el techo del túnel se encendieron las señales luminosas automáticas. El pie de Tom se movió hacia el pedal del acelerador antes de recordar que el coche avanzaba por piloto automático. Fue un gesto impulsivo. Sus manos y sus pies estaban ansiando hacer algo. Por un minuto, su cuerpo deseó controlar la dirección del paso decisivo. Aquélla era la forma en que siempre se sentía cuando se encontraba en el interior del túnel.
Ya casi habían pasado. Sintió como si numerosas y diminutas hormigas estuvieran corriendo por su cuero cabelludo. Movió los dedos de los pies, notando cómo la arena que había entre ellos le raspaba los nervios. Podía ver ahora el lejano final del túnel. Quizá dos minutos más. Un minuto.
Volvieron a detenerse. Uno de los coches, allá adelante, se desvió del carril para buscar la salida de la derecha. Una vez fuera del túnel ya era legal cambiar a la conducción manual, pues era necesario elegir la salida de la derecha, de entre otras diez, y todas ellas muy fáciles de hallar por uno mismo hasta llegar al nivel máximo de la Unidad Manhattan, antes de encontrar un lugar donde detenerse.
La mano de Tom volvió a tamborilear sobre el volante. El disidente de allá adelante había vuelto al carril. Todos empezaron a moverse de nuevo. Cogieron velocidad. Acababan de salir del túnel.
Jeannie recogió su labor de punto y la sacudió con fuerza. Después la dejó caer, como si sólo hubiera servido para ejercitar sus dedos. Sobre sus cabezas estaba sonando una campana, no demasiado fuerte, pero sí con claridad. Justo detrás de su parachoques trasero se cerró una puerta con suavidad.
Jeannie se volvió, mirando hacia atrás, hacia el espacio donde antes había estado el coche de la familia italiana y el de otros muchos. Ahora no quedaba allí ningún coche. Se volvió hacia adelante, mirando fijamente y muy pálida a través del parabrisas.
Tom estaba calculando. Dos minutos para que actuara el gas caído del techo. Después, los setecientos coches atrapados en el túnel serían recogidos y vaciados. Eso tardaría otros diez minutos. Se preguntaba cuánto tardarían los gigantescos ventiladores en eliminar por completo el gas cianhídrico.
«Despoblación sin discriminación», fue como llamaron al programa en época de elecciones. Nadie habría admitido nunca haber votado por este programa, pero casi todo el mundo lo hizo. Cuando se hablaba en voz alta, había que racionalizar las cosas. Era la mejor forma de hacer algo que resultaba necesario. Pero en los rincones secretos de la mente se sabía que se trataba de algo más que de aquello. Era un juego; era el único elemento imprevisible en el largo y aburrido proceso de la supervivencia. Un juego. La ruleta rusa. ¿Un juego que se jugaba para ganar? ¿O quizá para perder? La contestación no importaba porque, en el fondo, pasar por el túnel resultaba una excitación. La única excitación que aún quedaba.
De repente, Tom se sintió notablemente despierto. Cambió a conducción manual y dirigió el morro redondeado del topolino hacia la salida del cuarto nivel.
Empezó a silbar entre los dientes.
—¿De nuevo a la playa la semana que viene, querida?
Los ojos de Jeannie estaban fijos en su rostro. Defensivamente, Tom añadió:
—Es bueno para todos nosotros. Salir de la ciudad, tomar un poco de aire fresco de vez en cuando…
Le dio un ligero codazo y le acarició suavemente el pelo, con afecto.