Únicamente el ratón observó cómo el platillo volante descendía sobre la Tierra. Mientras observaba cómo efectuaba su aterrizaje aquella maravillosa cosa dorada, el ratón se acurrucó recelosamente en la abandonada madriguera de un topo, con cada uno de sus nervios estremeciéndose de temor y mirando con atención lo que veía.

El platillo volante —o nave espacial circular, cuya forma se asemejaba a un sombrero aplanado de alas anchas— pasó deslizándose sobre el tejado de la casa suburbana de dos plantas, cruzó sobre el patio trasero y descendió hacia un macizo de rosas trepadoras, temblando un poco, abriéndose paso entre las ramas y las hojas hasta que éstas le cubrieron por completo. Como el platillo volante sólo tenía unos setenta centímetros de diámetro y no más de veinte de altura, consiguió camuflarse con bastante facilidad.

Eran poco más de las tres de la madrugada. Los habitantes de aquella casa, así como los de las casas vecinas de aquella urbanización suburbana, dormían o se agitaban bruscamente en sus camas, luchando algunos de ellos contra el insomnio. El paso del platillo volante se realizó en el mayor silencio y sin dejar ningún olor tras de sí, de modo que ningún perro ladró. Unicamente el ratón lo observó todo, y lo hizo sin comprender, como siempre que observaba las cosas, incluso su propia existencia… sin comprender.

El platillo volante aterrizó, se cubrió con la maleza y después todo quedó en silencio, y lo que acababa de suceder se convirtió en algo vago y sin sentido alguno en la memoria del ratón, pues apenas si tenía memoria. Puede que no hubiera sucedido nunca. Transcurrió el tiempo. Segundos, minutos, casi una hora y entonces apareció una luz en el macizo de zarzas y hojas donde estaba el platillo. Helado aún de temor, el ratón se fijó en la luz y vio como de ella, que no era otra cosa que una abertura en el platillo, surgían dos hombres que descendieron al suelo.

O, al menos, tenían el vago aspecto de las criaturas que el ratón estaba acostumbrado a ver como hombres —excepto por el hecho de que sólo tenían una altura aproximada de siete centímetros y de que iban embutidos en trajes espaciales—. Si el ratón hubiera podido distinguir entre el traje espacial y lo que contenía y si su visión hubiera sido selectiva, habría podido ver que, bajo la cobertura transparente, los hombres del platillo sólo se diferenciaban de los hombres de la Tierra por su pequeño tamaño, al menos en cuanto a su aspecto general se refería. Y, sin embargo, las diferencias eran bastante considerables en otros aspectos. Tras haber permanecido de pie, en silencio, durante unos cinco minutos, ambos seres intercambiaron pensamientos. No hablaban vocalizando, ni los trajes estaban dotados de ningún tipo de equipo de transmisión radiofónica; eran telépatas y se limitaban a intercambiar pensamientos.

—Lo que hemos de tener en cuenta en primer lugar —dijo el primero—, es que, aun cuando nuestro peso es aquí mucho menor que en casa, seguimos siendo muy, muy pesados. Y este terreno no parece muy sólido.

—No, no lo es, ¿verdad? ¿Están todos durmiendo?

El primero se adelantó un poco. Su mente se convirtió en una red electrónica que se puso en contacto con las mentes de toda criatura viviente en más de un kilómetro a la redonda, investigándolas.

—Casi toda la gente está durmiendo —informó—. La mayor parte de los animales parecen ser nocturnos.

—Muy curioso.

—No, en realidad no lo es. La mayor parte de los animales no están domesticados. Se trata de criaturas pequeñas y salvajes. Sienten un gran temor… hambre y miedo.

—Pobres seres.

—Sí… pobres seres. Y sin embargo, se las arreglan para sobrevivir. Y eso ya es una verdadera hazaña, ante las propias narices de la gente. Son criaturas muy interesantes. Pruébalo un poco.

El segundo hombre extendió su mente hacia el exterior y probó. Su reacción podría traducirse como una exclamación:

—¡Puf!

—Sí…, sí, de verdad. Tienen pensamientos horribles, ¿verdad? Me temo que prefiero los animales. Hay uno justo enfrente de nosotros. Completamente despierto y sin sentir otra cosa en su diminuto cerebro que un gran temor. En realidad, el miedo y el hambre parecen ser todo su bagaje mental. No hay señales de odio, ni de agresión.

—También resulta bastante pequeño para como son las cosas en este planeta —observó el segundo hombre del espacio—. No es mayor de lo que somos nosotros. ¿Sabes una cosa? Puede que nos sirva.

—Sí, puede que sí —confirmó el primero.

Después de esto, los dos diminutos seres se aproximaron al ratón, que seguía agazapado, a la defensiva, en la madriguera del topo, mostrando únicamente la punta de su naricilla. Los dos hombres se movieron con mucho cuidado y muy despacio, eligiendo cada uno de sus pasos con toda deliberación. De repente, uno de ellos se hundió hasta las rodillas en un trozo de tierra removida. Después de este incidente, los dos seres trataron de pisar sobre las piedras, los guijarros y los fragmentos de madera. Evidentemente, su gran peso hacía que la tierra, seca y dura, resultara poco sólida para su seguridad. Mientras tanto, el ratón les observaba, y cuando se hizo evidente la dirección que seguían, el animal intentó llevar a cabo la instintiva acción de escapar.

Pero sus músculos no le respondieron, y como el pánico se apoderara de su pequeño cerebro, el primero de los hombres del espacio se puso en contacto con la mente del ratón tranquilizándole, calmándole, encontrando el centro productor del miedo y bloqueándolo con sus propios pensamientos, desviando después electrónicamente la trayectoria de sus neuronas hacia los centros de placer del pequeño cerebro del animal. Los seres espaciales hicieron todo esto sin esfuerzo alguno y casi instantáneamente. El ratón se relajó, lanzó unos chillidos de alegría y abandonó todo intento de escapar. Después, el segundo ser espacial apartó la hojarasca de la boca de la madriguera, levantó al ratón con facilidad, cogiéndolo en sus brazos, y lo llevó hacia el platillo volante. Y el ratón se quedó allí, relajado y arrullado con delicia.

Cuando los hombres penetraron en la nave por la abertura, llevando consigo al ratón, otros dos seres, ambos mujeres, les esperaban en el interior. Las mujeres —que evidentemente habían estado en contacto mental con los hombres— no tuvieron necesidad de conocer los hechos. Habían preparado lo que sólo podía ser una mesa de operaciones, que disponía de un panel plano, muy iluminado, colgado sobre ella, y de un panel de instrumentos situado en uno de los lados. La iluminaba nítidamente un espacio rectangular en el oscurecido interior de la nave espacial.

—Estoy esterilizada —informó la primera mujer a los hombres, elevando ante ellos sus manos, embutidas en unos guantes delgados y transparentes—, así que podemos proceder inmediatamente.

Al igual que la de los hombres, la piel de las mujeres era amarilla, no cetrina, sino del amarillo brillante de un limón, mientras que el pelo era de un vivo color naranja. Una vez que se quitaran sus trajes espaciales, todos ellos estarían vestidos más o menos iguales. Iban descalzos y con unos simples pantalones cortos en el cálido interior de la nave; las mujeres ni siquiera se cubrían sus bien formados pechos.

—Les he investigado —les dijo la segunda mujer—. Todos están durmiendo, ¡pero sus mentes…!

—Lo sabemos —afirmaron ellos, mostrándose de acuerdo.

—He buscado por ahí… ha sido como viajar por una alcantarilla. Pero me he enterado de bastantes cosas. A este animal se le llama ratón. Es, simbólicamente, la más pequeña e inofensiva de las criaturas, vegetariana, y perseguida y cazada por prácticamente todo ser viviente de este planeta tan curioso. Unicamente su tamaño le permite sobrevivir, así como su gran habilidad para ocultarse.

Mientras tanto, los dos hombres dejaron al ratón sobre la mesa de operaciones, donde quedó relajado y chillando de contento. Mientras los hombres se marchaban a quitarse los trajes espaciales, la segunda mujer llenó un instrumento hipodérmico, insertó la aguja cerca de la base de la cola del ratón, e inyectó suavemente el fluido en su interior. El ratón aún se relajó más y quedó finalmente inconsciente. Después, las dos mujeres cambiaron la posición del animal, manejando al —para ellas enorme— ratón con facilidad y habilidad, como si no pesara nada. En realidad, y en términos de la gravitación con la que estaban acostumbrados a enfrentarse, el ratón no tenía prácticamente peso alguno.

Cuando regresaron los dos hombres, iban vestidos con pantalones cortos, como las mujeres; iban descalzos y llevaban puestos los mismos guantes transparentes. Después, los cuatro empezaron a trabajar juntos, con rapidez y precisión. Evidentemente, se trataba de un equipo que ya había actuado muchas veces de este modo en el pasado. El ratón estaba echado sobre su estómago, con las patas extendidas. Uno de los hombres colocó una máscara en forma de cono sobre su cabeza y comenzó el aprovisionamiento de oxígeno. El otro hombre afeitó la parte superior de la cabeza con una máquina eléctrica, mientras las dos mujeres iniciaron una operación que terminaría por remover toda la parte superior del cráneo del ratón. Trabajando con una gran rapidez y habilidad, cortaron la piel en el espacio necesario y después, utilizando un trepanador armado con una especie de rayo láser en lugar de una sierra, cortaron limpiamente la base superior del cráneo, la apartaron de su posición y se la entregaron a uno de los hombres, que la colocó en un recipiente lleno de una solución brillante. De este modo, quedó al descubierto el cerebro del ratón. Entonces, las dos mujeres hicieron girar una máquina de la que pendía una torrecilla, que bajaron hasta que estuvo cerca del cerebro expuesto, y finalmente apretaron un botón. Cerca de cien finísimos hilos surgieron de la torrecilla y, con una gran rapidez, las mujeres comenzaron a conectar los hilos a las partes del cerebro del ratón. El hombre que había estado controlando el flujo de oxígeno se volvió a otra máquina, de la que extrajo unos tubos y comenzó el proceso de introducir fluido en el sistema circulatorio del ratón, mientras el segundo hombre empezaba a trabajar en la sección de cráneo que se encontraba sumergida en la solución brillante.

Los cuatro seres trabajaron continuamente y, al parecer, sin sentir la menor fatiga. Fuera, terminó la noche y salió el sol, y los cuatro seres del espacio continuaron trabajando. Hacia el mediodía, terminaron la primera parte de su tarea y se apartaron de la mesa para observar y admirar lo que habían hecho. El diminuto cerebro del ratón había aumentado cinco veces su tamaño y tanto en su forma como en sus pliegues parecía un cerebro humano en miniatura. Cada uno de los cuatro seres espaciales tenía la sensación de haber realizado una gran hazaña. Se intercomunicaron sus pensamientos y se felicitaron mutuamente, y después procedieron a terminar la operación. La forma de la sección craneal que había sido seccionada se adaptaba ahora al cerebro transformado, y cuando volvieron a colocarla sobre la cabeza del ratón, la única diferencia notable que aparecía en el aspecto de la criatura era un extraño y elevado bulto situado sobre los ojos. Cerraron las grietas, cosieron la carne con una especie de hilo de plástico, quitaron los tubos, insertaron nuevos tubos y cambiaron la inconsciencia del ratón por una especie de sueño profundo.

Durante los cinco días siguientes el ratón siguió durmiendo, aunque su condición fue cambiando gradualmente, pasando de un sueño profundo e inmóvil a otro menos profundo, hasta que, durante el quinto día, empezó a agitarse y a moverse con inquietud. Finalmente, al sexto día despertó. Durante los cinco primeros días fue alimentado por vía intravenosa, se le dieron masajes constantes y se comprobaron permanentemente sus constantes metabólicas y el estado de su cerebro por vía telepática. Los cuatro seres del espacio se turnaban para penetrar en su cerebro y proporcionarle información, y poco a poco, neurona tras neurona y sección tras sección, programaron por completo su recién aumentado cerebro. Todos ellos eran muy hábiles en esta tarea. Proporcionaron al ratón conocimientos básicos, entendimiento, lenguaje y autocomprensión. Le suministraron una gran cantidad de información, que equilibraron con una capacidad de comprensión filosófica del universo y de su significado, dejándole, sin embargo su naturaleza original, o sea sin impulsos agresivos y sin hostilidad, aunque le eliminaron también el miedo. Cuando finalmente despertó, el ratón sabía lo que era y cómo había llegado a ser lo que era. Seguía siendo, un ratón, pero gracias a aquel milagro y a la majestuosidad de su mente, nunca vivió sobre el planeta Tierra ningún otro ratón como él.

Los cuatro seres espaciales se encontraban a su alrededor cuando despertó, observándole. Se sentían muy contentos, y como su naturaleza era muy directa y muy semejante a la de un niño en lo que se refería a sus respuestas emocionales, no pudieron evitar mostrar su placer y sonreír al ratón. Sus pensamientos eran de la naturaleza de una bienvenida, y todo lo que pudo expresar la mente del ratón fue gratitud. El ratón se puso sobre sus patas, se situó en el suelo, donde había estado echado, miró uno tras otro a los seres espaciales y entonces lloró interiormente ante el hecho de su existencia. Luego, sintió hambre y le dieron de comer. Y fue después cuando el ratón planteó la cuestión básica e inevitable:

—¿Por qué?

—Porque necesitamos tu ayuda.

—¿Cómo puedo ayudaros cuando vuestra propia sabiduría y poder no parece tener límites?

El primer hombre del espacio se lo explicó. Eran exploradores, cartógrafos, investigadores… y tras ellos, a varios años-luz de distancia, se encontraba su planeta-hogar, una gigantesca bola del tamaño de nuestro planeta Júpiter. Eso explicaba su pequeño tamaño y su increíble densidad. Pesando en la Tierra una fracción de lo que pesaban en su planeta-hogar, seguían pesando más que cualquier otra criatura terrestre de su mismo tamaño… tanto que cuando se encontraban en la Tierra estaban en continuo peligro de hundirse y perderse de vista. Cierto que podían ir a cualquier parte con su nave espacial, pero para obtener toda la información que necesitaban tenían que abandonarla… tenían que aventurarse a pie. Así pues, el ratón sería sus ojos y sus pies.

—¡Y para eso habéis elegido a un ratón! —exclamó el animal—. ¿Por qué? Soy la más pequeña, la más indefensa de las criaturas.

—Ya no lo eres —le aseguraron—. Nosotros no llevamos armas porque podemos disponer de nuestras mentes, y ahora tu mente es como la nuestra. Puedes penetrar en la mente de cualquier criatura, de un perro, de un gato… incluso de un hombre. Puedes detener la trayectoria de sus corrientes neuronales para que no lleguen a sus centros de odio y agresión, y todo eso puedes hacerlo con la velocidad del pensamiento. Posees la más poderosa de todas las armas… la capacidad para hacer que todo ser viviente te quiera. Disponiendo de eso, no necesitas de nada más.

De este modo, el ratón se convirtió en un miembro del pequeño grupo de seres espaciales que midieron, exploraron y examinaron el planeta Tierra. El ratón correteó por las calles de cien ciudades, se deslizó y volvió a salir de cientos de edificios, se agazapó en las esquinas, desde donde espió las discusiones de las personas de poder que dirigían esta o aquella parte del planeta Tierra, mientras los seres espaciales escuchaban con sus oídos, olían a través de sus sensitivas narices y veían por medio de sus suaves ojos castaños. Seguro en la nave espacial, echado sobre su estómago y observando con simple, pero enorme adoración a los cuatro seres a quienes tanto amaba, los cuatro seres que le habían proporcionado la mente de un hombre y la personalidad de un santo, el ratón viajó miles de kilómetros a través de océanos y continentes cuya existencia jamás se hubiera atrevido a soñar. Escuchó a profesores pronunciando conferencias ante estudiantes universitarios; escuchó las grandes orquestas sinfónicas, a los mejores pianistas y violinistas. Observó cómo las madres daban a luz a sus hijos, y escuchó cómo se planeaban las guerras y se conspiraba para cometer asesinatos. Vio cómo los dolientes familiares asistían al acto de enterrar a los muertos bajo la tierra, y tembló al escuchar los sonidos ensordecedores de enormes cadenas de montaje en monstruosas factorías. Se apretujó contra la tierra mientras las balas silbaban sobre su cabeza y vio cómo los hombres se mataban unos a otros por razones demasiado oscuras, pues en sus mentes sólo veía odio y temor.

Al igual que los seres espaciales, él era un extraño para las curiosas formas de pensar y actuar del género humano y les escuchó especular sobre la base de la estupidez, de la arriesgada mezcla de diversión y horror que configuraba la civilización humana sobre el planeta Tierra.

Después, cuando ya casi había terminado su misión, el ratón se atrevió a preguntar a los seres espaciales sobre su propio planeta-hogar. Ahora ya era capaz de sopesar los datos, de medir las posibilidades, de enfrentarse a las incertidumbres y de crear sus propias abstracciones. Y así, durante una de aquellas noches en que el calor de las cinco pequeñas criaturas llenaba la nave espacial, cuando se sentaban e intercambiaban pensamientos y reacciones en un entrelazamiento de cuerpos y mentes del que el ratón era una parte, pensó en el lugar donde ellos habían nacido y les preguntó:

—¿Es muy hermoso?

—Es un buen lugar. Hermoso… y lleno de música.

—¿No tenéis guerras?

—No.

—¿Y nadie mata a nadie por el placer de matar?

—No.

—Y vuestros animales…, ¿son seres como yo mismo?

—Existen en su propia ecología. No les molestamos, ni tampoco les matamos. Nosotros fabricamos la comida que ingerimos.

—¿Y no se producen allí crímenes como aquí… asesinatos y asaltos y robos?

—Casi nunca.

Y así fue planteando una cuestión tras otra, mientras se mantenía echado frente a ellos, con su cabeza, de extraña forma, entre sus patas, los ojos, fijos en los dos hombres y las dos mujeres, llenos de adoración y amor. Y fue entonces cuando les preguntó:

—¿Se me permitirá vivir con vosotros… con vosotros cuatro? ¿Podré acompañaros quizá a realizar otras misiones? Vuestra gente nunca es cruel. No me pondréis entre los animales. Me dejaréis estar entre la gente, ¿verdad?

Los seres del espacio no contestaron. El ratón trató de llegar a sus mentes, pero cuando se trataba de poner en juego la telepatía él seguía siendo como un niño que lo está aprendiendo todo. Por eso, sus mentes se le cerraron.

—¿Por qué?

Siguió sin recibir ninguna respuesta.

—¿Por qué? —rogó.

Entonces fue cuando se expresó una de las mujeres.

—Íbamos a decírtelo dentro de poco. No esta noche, pero muy pronto. Pero ahora tenemos que decírtelo. No puedes venir con nosotros.

—¿Por qué?

—Por la más sencilla de las razones, querido amigo. Regresamos a casa.

—Entonces, dejadme que vaya con vosotros a vuestro hogar. También es el mío… el principio de todos mis pensamientos, sueños y esperanzas.

—No podemos.

—¿Por qué? —rogó el ratón—. ¿Por qué?

—¿Es que no comprendes? Nuestro planeta tiene el tamaño de vuestro planeta Júpiter, dentro del Sistema Solar. Por eso nosotros somos tan pequeños en términos terrícolas… porque nuestra propia estructura atómica es diferente a la vuestra. En las medidas de peso que se utilizan aquí en la Tierra, yo peso casi cien kilos, mientras que tu propio peso es inferior a una octava parte de kilo, a pesar de lo cual tenemos casi el mismo tamaño. Si te lleváramos a nuestro planeta, morirías en el mismo instante en que llegáramos a nuestro campo de fuerza gravitatoria. Quedarías tan aplastado que desaparecería de ti toda semejanza a tu forma actual. No puedes pedirnos que te destruyamos.

—Pero vosotros sois muy sabios —protestó el ratón—. Lo podéis casi todo. Cambiadme. Hacedme como vosotros mismos.

—Puede que seamos sabios para vuestros niveles… —los seres espaciales estaban llenos de tristeza, una tristeza que impregnó toda la habitación y el ratón pudo sentir su desolación—. Para nuestros propios niveles tenemos muy poca sabiduría. No podemos hacerte como nosotros. Eso está por encima de cualquier poder con el que hayamos podido soñar. Ni siquiera somos capaces de deshacer lo que hemos hecho, y ahora nos damos cuenta de lo que hemos hecho.

—¿Y qué haréis conmigo?

—Lo único que podemos hacer. Dejarte aquí.

—¡Oh, no!

El pensamiento, cuando lo expresó, fue como un grito de agonía.

—¿Qué otra cosa podemos hacer?

—No me dejéis aquí —les rogó el ratón—. Haced cualquier cosa…, pero no me dejéis aquí. Dejadme que haga el viaje con vosotros y después, si tengo que morir, moriré.

—No existe tal viaje, al menos como tú lo concibes —le explicaron—. El espacio no es una zona para nosotros. No podemos hacer que lo comprendas, sólo podemos decirte que el espacio es una ilusión. En cuanto abandonemos la atmósfera terrestre nos deslizaremos en un pliegue de lo que aquí se llama espacio y emergeremos en nuestro propio sistema planetario. Así pues, lo que harías con nosotros no sería un viaje… sino sólo un paso hacia tu propia muerte.

—Entonces, dejadme morir con vosotros.

—No… nos estás pidiendo que te matemos. No podemos hacer eso.

—Y, sin embargo, me hicisteis tal y como soy ahora.

—Te cambiamos. Te hicimos crecer en un cierto sentido.

—¿Y os pedí yo que lo hicierais? ¿Me lo preguntasteis? ¿Me preguntasteis antes si quería ser como soy ahora?

—No, no lo hicimos.

—Entonces, ¿qué debo hacer ahora?

—Vivir. Eso es todo lo que podemos decir. Tienes que vivir.

—¿Cómo? ¿Cómo puedo vivir? Un ratón se oculta entre la hierba y sólo sabe dos cosas… miedo y hambre. Ni siquiera sabe que es un ratón, como tampoco sabe nada del vasto mundo lunático que le rodea. Pero vosotros me habéis dado ese conocimiento…

—También te hemos dado los medios para defenderte, de modo que puedas vivir sin temor.

—¿Por qué? ¿Por qué debo vivir? ¿Es que no entendéis eso?

—Porque la vida es algo bueno y hermoso… y es en sí misma la respuesta a todas las cosas.

—¿Para mí? —el ratón les miró y les pidió que le miraran—. ¿Qué veis? Soy un ratón. No hay en este mundo ninguna otra criatura como yo. ¿Debo regresar acaso a convivir con los otros ratones?

—Quizá.

—¿Y discutir de filosofía con ellos? ¿Y abrirles mi mente? ¿Debo tener relaciones sexuales con esas pobres criaturas sin mente? ¿Qué voy a hacer? Vosotros sois sabios. ¿Me lo podéis decir? ¿Debo convertirme en el pobre semental de la raza de los ratones? ¿Debo almacenar riquezas en las raíces y en los bulbos? Decídmelo, decídmelo —rogó.

—Volveremos a hablar de este asunto —dijeron los seres del espacio—. Quédate solo contigo mismo y no temas.

Y el ratón se quedó solo consigo mismo. Se echó en el suelo, colocó la cabeza entre las patas y pensó en cómo eran las cosas. Y cuando los seres del espacio le preguntaron dónde deseaba estar, les contestó:

—Donde me encontrasteis.

Así pues, el platillo volvió a descender durante la noche en el patio de la casa suburbana de dos plantas donde le encontraron. Se volvió a abrir la abertura y, en esta ocasión, salió por ella un ratón. El animal se quedó allí y el platillo volante se elevó sobre las hojas muertas y desapareció rápidamente, como un punto dorado perdiéndose en la noche. Y el ratón se quedó allí, enfrentado a su propia eternidad.

Como consecuencia del movimiento producido entre las hojas, surgió un gato que se acercó al ratón, deteniéndose muy cerca de él cuando el diminuto animal no huyó. El gato extendió una pata, pero ésta terminó por detenerse en el aire. El gato trató de recuperar el control de su propio cuerpo y después huyó, mientras el ratón seguía allí, inmóvil. Después, el ratón olfateó el aire, se orientó y se dirigió hacia la boca de una vieja madriguera. Desde allá abajo, desde el fondo del túnel, le llegó el cálido y almizclado olor de los ratones. El ratón se deslizó por el túnel hasta llegar al nido, donde un macho y una hembra estaban agazapados, llenos de temor, observándole con miedo, y el ratón se introdujo en sus mentes y comprobó que en ellas sólo había miedo y hambre.

El ratón echó a correr por el túnel y salió al aire fresco de la noche, y se quedó allí, sollozando y respirando con dificultad. Volvió su cabeza hacia el cielo y trató de extender su mente para establecer contacto…, pero aquellos a quienes trataba de alcanzar ya se encontraban a cien años-luz de distancia.

—¿Por qué? ¿Por qué? —se preguntó el ratón, sollozando—. Son tan buenos, tan sabios…, ¿por qué me han hecho esto?

Después, se dirigió hacia la casa. Se había acostumbrado a penetrar en las viviendas humanas y sólo una cámara acorazada de acero se le podría haber resistido. Encontró su lugar de entrada y se deslizó en el sótano de la casa. Su visión nocturna era muy buena y eso, combinado con su agudizado sentido del olfato, le permitió moverse con rapidez y a voluntad propia.

Moviéndose a través de la movediza red de fuertes olores que caracterizan cualquier habitación habitada por seres humanos, pudo aislar el agudo olor de un viejo queso, por lo que se deslizó sobre el suelo, pasando por debajo de una escalera, donde había instalada una ratonera. Se trataba de un artefacto primitivo. Un estribo de alambre duro doblado hacia atrás, gracias a la tensión de un muelle de alambre, sostenido por un diminuto soporte. Sobre ese soporte había un pequeño trozo de queso. El menor movimiento producido en el soporte, haría saltar la trampa.

Lleno de una gran piedad por los de su propia raza, por su mansedumbre, por su impotencia, por la estúpida hambre que les llevaba a dejarse atrapar por un artefacto tan simple y tan poco disimulado, el ratón tuvo una repentina sensación de triunfo, de conocimiento último. Ahora sabía lo que habían sabido los seres espaciales desde el principio: que le habían entregado el último regalo del universo —la conciencia de su propia existencia—, y ante el destello de tal conocimiento, el ratón supo todas las cosas, y supo que todas las cosas estaban comprendidas en la conciencia. Vio la integridad del mundo y de todos los mundos que existieron o pudieran existir, y no sintió ningún temor y ninguna soledad.

A la mañana siguiente, el hombre de la casa suburbana de dos plantas bajó al sótano y lanzó una exclamación de alegría.

—¡Lo he cogido! —gritó a su familia—. ¡He cogido a ese pequeño bastardo!

Pero, en realidad, el hombre nunca miraba nada, ni siquiera a su esposa, ni a sus hijos, ni al mundo. Y aun cuando sabía que la ratonera contenía un ratón muerto, nunca se dio cuenta de que ese ratón era diferente a los demás. En lugar de fijarse en nada, salió al patio, llevando al ratón por la cola, y lo arrojó, volando, hacia el patio de su vecino.

—Eso le dará en qué pensar —dijo el hombre, haciendo una mueca.