Su nombre era DOOLEY HANKS y era Uno de Nosotros, con lo que quiero decir que era en parte un paranoico, en parte un esquizofrénico y en su mayor parte un excéntrico con una poderosa idee fixe, una obsesión. Su obsesión era la de que algún día descubriría El Sonido, que había estado buscando durante toda su vida, o al menos desde que consiguió un clarinete siendo un jovenzuelo y aprendió a tocarlo. En honor a la verdad, sólo era un músico de tipo medio, pero el clarinete era su vara y su bastón de mando, así como la escoba mágica que le permitió viajar por todos los continentes de la superficie de la Tierra, en busca del Sonido. Tocaba un poco aquí y allá, y cuando disponía de unos pocos dólares, o libras, o dracmas, o rublos, se daba una vuelta hasta que el dinero empezaba a escasear. Entonces, acudía a la gran ciudad más cercana para buscar otro trabajo.

No sabía cómo sería El Sonido, pero sabía que lo reconocería en cuanto lo escuchara. En tres ocasiones diferentes creyó haberlo encontrado. Una en Australia, la primera vez que oyó bramar a un toro. Otra en Calcuta, cuando escuchó una chirimía con la que un faquir encantaba a una cobra. Y otra al oeste de Nairobi, cuando oyó la risa de una hiena, mezclada con el rugido de un león. Pero al oírlo por segunda vez se dio cuenta de que el bramido del toro sólo era un ruido; cuando le compró la chirimía al faquir, llevándosela a casa, descubrió que sólo se trataba de un tosco instrumento con muy poco alcance y que ni siquiera disponía de una escala cromática; en cuanto a los sonidos de la selva, terminaron por diluirse en simples sonidos de león y de hiena.

En realidad, Dooley Hanks tenía un gran y extraño talento que podría haber significado para él mucho más que su clarinete: un don de lenguas. Conocía docenas de idiomas y podía hablarlos todos con fluidez y corrección. Unas pocas semanas de estancia en cualquier país le eran suficientes para aprender el idioma y hablarlo como un nativo. Sin embargo, nunca había intentado sacar un provecho económico de su talento, y nunca lo intentaría. A pesar de lo mediocre que era tocándolo, el clarinete era su mayor afición.

En la actualidad, terminaba de dominar el idioma alemán, aprendido mientras tocaba con un combo en un club nocturno de Hanover, en Alemania Occidental, por lo que el dinero que tenía en sus bolsillos eran marcos. Ahora, al final de un día de excursión, aumentado por un largo viaje en un «Volkswagen», se encontraba bajo la luz de la luna, en los bancos del río Weser. Llevaba puestas sus ropas de excursión y las prendas de vestir estaban guardadas en la mochila que colgaba de su espalda. Siempre llevaba el estuche del clarinete en la mano, pues nunca lo confiaba a una maleta, cuando la utilizaba, ni a la mochila, cuando iba de excursión.

Se sentía impelido por un demonio, sintiendo repentinamente una excitación que debía ser, que sólo podía ser, un presentimiento: la sensación de que, por fin, estaba a punto de descubrir El Sonido. Temblaba un poco; nunca había sentido con tal fuerza aquel presentimiento, ni siquiera con los leones y las hienas, y eso que aquél había sido el más cercano.

¿Pero dónde estaba? ¿Aquí, en el agua? ¿O en la próxima ciudad? Seguramente no estaría mucho más lejos de la próxima ciudad. Su fuerte presentimiento así se lo indicaba. Y su propio temblor también. Era como si se hallara al borde de la locura y, de repente, se dio cuenta de que se volvería loco si no lo encontraba pronto. Quizá estuviera ya un poco loco.

Se quedó mirando fijamente la luz de la luna, reflejada sobre el agua. Y de pronto, algo perturbó la superficie líquida, brilló silenciosamente a la luz de la luna con un color blanco, y desapareció de nuevo. Dooley observó fijamente el punto. ¿Un pez? No había escuchado ningún sonido, ningún chapoteo. ¿Una mano? ¿La mano de una sirena que procedente del mar del Norte había nadado contra corriente para hacerle señas a él? Vamos, adentro, ¿no está agradable el agua? (Pero no lo estaba; estaba fría.) ¿Algún espíritu sobrenatural del agua? ¿Una doncella del Rin desplazada al Weser?

¿Pero había sido realmente una seña? Dooley, estremeciéndose por lo que estaba pensando, se acercó al agua del Weser y se imaginó lo que sería… caminar hacia el agua lentamente, dejando que sus emociones crearan la melodía del clarinete, inclinando la cabeza hacia atrás a medida que el agua se hiciera más profunda, de modo que el instrumento sobresaliera del agua tras él, Dooley, que se iría sumergiendo en ella, siendo el pabellón del clarinete el último en sumergirse. Y el sonido, fuera cual fuese, sería el formado por el agua burbujeante que se cerraría sobre ellos. Primero sobre él; después sobre el clarinete. Recordó la aseveración tópica que anteriormente había considerado con escepticismo, pero ahora casi se sentía dispuesto a aceptar, que una persona ahogada tiene el placer de ver rápidamente toda su vida ante sus ojos, en un gran final previo a la muerte. ¡Qué montaje tan disparatado sería una cosa así! ¡Qué inspiración para los gorjeos finales del clarinete! Qué frenética mezcla de toda su salvaje, su dulcemente triste y torturada existencia, justo en el momento en que sus tensos pulmones expelieran su última bocanada para formar una nota final, inhalando a continuación el agua fría y oscura. Dooley Hanks se estremeció de anticipada emoción cuando sus dedos temblaron alrededor del maltrecho estuche que tenían asido.

Pero no, se dijo a sí mismo. ¿Quién lo escucharía? ¿Quién lo sabría? Era muy importante que alguien lo escuchara. De otro modo, su búsqueda, su descubrimiento, toda su vida habrían sido en vano. ¿De qué le servía El Sonido si le traía la muerte y no la inmortalidad?

Un callejón sin salida. Otro callejón sin salida. Quizá la próxima ciudad. Sí, la próxima ciudad. Volvía a sentir su presentimiento. ¿Cómo podía haber sido tan tonto como para pensar en ahogarse? Con tal de encontrar El Sonido, sería capaz de matar…, pero no de matarse.

Sintiéndose como quien ha escapado de algo por muy poco, se volvió, alejándose del río, y dirigiéndose a la carretera que corría paralela a éste, empezó a caminar hacia la próxima ciudad; lo hizo con rapidez porque eran las primeras horas de la noche y no disponía de mucho tiempo, tras alquilar una habitación en un hotel y desembarazarse de su mochila, para explorar la ciudad un poco antes de que las aceras quedaran vacías.

La niebla descendía, ondulante. Llegó sin problemas a la ciudad. Era antigua, con calles oscuras y estrechas y edificios viejos. La niebla se elevaba en espiral desde el río, como una serpiente gigantesca que abrazaba primero la calle para hincharse y elevarse después lentamente, hasta desdibujar y borrar su visión. Pero a través de ella, en una calle empedrada con guijarros, pudo ver el anuncio luminoso de un hotel. El lugar no parecía muy caro, y eso era lo que iba buscando. Tomó una habitación y subió su mochila. Durante un momento, no supo si ponerse su traje bueno, pero al final decidió no hacerlo. Aquella noche no buscaría ningún trabajo; mañana habría tiempo para eso. Pero, desde luego, se llevó su clarinete. Quizá hallara un lugar donde encontrarse con otros músicos; y quizá le pidieran que se sentara con ellos.

Antes de salir, preguntó en el mostrador qué caminos le llevarían hacia el centro de la ciudad, hacia los lugares animados. Una vez en la calle, tomó la dirección que se le había indicado, pero las calles eran tan tortuosas y la niebla tan espesa que se perdió al cabo de unas pocas manzanas. Así pues, paseó a la ventura y al cabo de poco tiempo se encontró en un vecindario algo misterioso. Acobardado y en un momento de pánico, empezó a andar más de prisa para pasar por allí lo más rápidamente posible, pero se detuvo de repente cuando escuchó una música en el aire; era una susurrante y misteriosa música inolvidable que, tras haberla escuchado largo rato, le hizo avanzar por la calle oscura en busca de su lugar de procedencia. Lo que producía aquella música parecía ser un instrumento solo, un instrumento de lengüeta que no sonaba exactamente como un clarinete, ni tampoco como un oboe. Aumentaba su tono, para después desvanecerse de nuevo. Miró en vano, buscando una luz, un movimiento, alguna clave que le permitiera descubrir de dónde procedía. Volvió sobre sus pasos, caminando de puntillas, y la música se hizo de nuevo más audible. Avanzó unos pocos pasos más y empezó a desvanecerse. Dooley retrocedió aquellos pocos pasos y se detuvo para escudriñar los sombríos y tristes edificios. No había luz detrás de ninguna ventana. Pero, ahora, la música le rodeaba por completo…, ¿podría proceder del suelo? ¿De debajo de la acera?

Avanzó un paso hacia el edificio y vio lo que no había visto antes. Paralelo a la fachada del edificio, abierto y sin estar protegido por ninguna barandilla, descendía un tramo de desgastados escalones de piedra. Al final de ellos una rendija de luz amarilla perfilaba los tres contornos de una puerta. La música procedía de detrás de aquella puerta. Y, ahora, pudo escuchar unas voces conversando.

Descendió cautelosamente los escalones y dudó un momento ante la puerta, preguntándose si debía llamar o simplemente abrirla y entrar. ¿Se trataba acaso de algún lugar público, a pesar de que no había visto ningún signo que así lo indicara? ¿De un lugar tan conocido para quienes lo frecuentaban que no necesitaba ninguna señal de ese tipo? ¿O se trataba de una reunión privada en la que él sería un intruso?

Pensó al fin que el hecho de que la puerta estuviera o no cerrada contestaría aquella pregunta. Puso su mano sobre el pomo, la puerta se abrió, y penetró en el interior.

La música le llegó con mayor claridad, rodeándole tiernamente. El lugar era una bodega. En el otro extremo de una gran estancia había tres enormes toneles de vino con espitas. También había varias mesas, y hombres y mujeres sentados ante ellas, todos con vasos de vino.

El músico estaba en una alejada esquina de la estancia, sentado sobre un elevado taburete. La habitación estaba casi tan llena de humo como la calle de niebla y, por otra parte, la vista de Dooley no era muy buena; desde aquella distancia no pudo saber cuál era el instrumento del músico.

Cerró la puerta tras de sí y avanzó por entre las mesas, buscando una vacía que estuviera lo más cerca posible del músico. Encontró una que no estaba muy alejada y se sentó ante ella. Empezó a estudiar el instrumento con sus ojos, así como con sus oídos. Le pareció familiar. Había visto uno igual o casi igual en alguna otra parte, ¿pero dónde?

¿Ja, mein Herr? —murmuró alguien cerca de su oreja, haciéndole volverse. Un camarero pequeño y grueso, vestido con liederhosen, estaba junto a él—. Zinfandel. Borgoña. Riesling.

Dooley no sabía nada de vinos, cosa que tampoco le preocupaba, pero nombró uno de los tres citados en un susurro. Y cuando el camarero se alejó, puso unos cuantos marcos sobre la mesa, de modo que no le volviera a interrumpir cuando llegara con el vino.

Después, volvió a estudiar el instrumento, tratando, por el momento, de no escucharlo, con objeto de concentrarse en recordar dónde había visto uno similar. Tenía la longitud aproximada de su • clarinete, aunque con un pabellón ligeramente más largo y más acampanado. Por lo que pudo apreciar constaba de una sola pieza, estaba hecho de alguna madera noble, de un color que oscilaba entre el del nogal oscuro y el de la caoba, y muy bien pulido. Tenía agujeros para los dedos, y sólo tres llaves, dos de ellas en la parte inferior para extender el compás hacia abajo en dos semitonos, y otro, operado por el pulgar, en la parte superior, que debía de ser una llave de octavo.

Cerró los ojos, y habría cerrado los oídos de haber podido hacerlo, para concentrarse en recordar dónde había visto un instrumento similar. ¿Dónde?

Lo fue recordando poco a poco. Un museo, en alguna parte. Probablemente en Nueva York, porque había nacido y se había criado allí y no abandonó aquella ciudad hasta que tuvo veinticuatro años, y de eso hacía ya mucho tiempo, cuando no era más que un jovenzuelo. Recordaba una sala o varias llenas de vitrinas, en las que se exhibían instrumentos de música antiguos y medievales: violas de gamba y violas de amor, sacabuches, caramillos, siringas, laúdes, tambores y pífanos. Y una de las vitrinas sólo contenía hautboys, los precursores del oboe moderno. Y este instrumento, el que ahora estaba escuchando como hechizado, era un hautboy. Sí, en aquella vitrina vio una versión de tres llaves, idéntica a ésta, excepto por el hecho de que aquélla era de madera clara, en lugar de oscura. Y más tarde, descubrió en la biblioteca de la Universidad un libro que trataba sobre instrumentos antiguos y lo leyó. En él se decía —¡buen Dios!—, se decía que el hautboy tenía un tono basto en el registro más bajo, y que era agudo en las notas elevadas. Decididamente, este instrumento no era nada corriente. Dentro de su escala de sonidos era tan suave como la miel; tenía un tono pleno y rico, infinitamente más agradable que la tenue agudeza de un oboe. Era mucho mejor que un clarinete, que sólo se le podía aproximar en su registro más bajo a chalumeau.

Y Dooley Hanks supo con toda certeza que tenía que poseer un instrumento como aquél, y que tendría uno, sin importar lo que tuviera que pagar o hacer para conseguirlo.

Y una vez tomada esta decisión irrevocable, y con la música seduciéndole como una mujer, y excitándole como ninguna mujer le había excitado jamás, Dooley abrió los ojos. Como su cabeza se había inclinado hacia adelante mientras se concentraba, lo primero que vio fue la gran copa de vino tinto que habían colocado frente a él. La cogió, levantándola, y, mirando por encima de ella, se las arregló para captar la mirada del músico. Dooley hizo un movimiento con la copa, a modo de brindis y vertió el vino en su garganta, de un solo trago.

Cuando bajó la cabeza, tras beber, estudió al músico. El hombre era alto, pero delgado y de aspecto frágil. Su edad era indeterminada. De algún modo, daba la impresión de estar enfermo. Su raída chaqueta no hacía juego con sus pantalones sueltos; una llamativa bufanda de rayas rojas y amarillas colgaba suelta alrededor de su descarnado cuello, dotado de una prominente nuez que se agitaba cada vez que aspiraba para tocar. Su despeinado pelo necesitaba un corte; su rostro era delgado y enjuto, y sus ojos eran de un azul tan ligero que parecían descoloridos. Unicamente sus dedos mostraban los signos de un músico maestro: largos, delgados y graciosamente afilados, bailaban diestramente al compás de la maravillosa música que interpretaban.

Después, la música se detuvo con un sonido final de notas elevadas, que sobrecogieron a Dooley porque fueron al menos media octava más altas de la escala máxima que, según él debía tener el instrumento, y que, a pesar de todo, seguían teniendo la rica resonancia de los registros bajos.

Se produjeron entonces unos pocos segundos de lo que casi pareció un silencio aturdidor y, finalmente, se iniciaron y aumentaron los aplausos. Dooley también aplaudió, tanto que las palmas de sus manos empezaron a dolerle. El músico, mirando fijamente ante sí, parecía no darse cuenta de ello. Después de unos treinta segundos, volvió a elevar el instrumento hacia su boca y los aplausos murieron repentinamente en cuanto sonó la primera nota.

Dooley sintió un ligero contacto en su hombro y se volvió. El camarero pequeño y rechoncho había regresado. En esta ocasión ni siquiera murmuró nada; se limitó a elevar las cejas. Cuando le dejó, llevándose la copa vacía, Dooley volvió a prestar toda su atención a la música.

¿Música? Sí, era música, pero ninguna clase de música que hubiera escuchado antes. O más bien se trataba de una combinación de toda clase de música, antigua y moderna, jazz y clásica; una dominante combinación de contrastes, de dulces y amargos, de hielo y fuego, de suaves brisas y violentos huracanes, de amor y odio.

Cuando volvió a abrir los ojos, una nueva copa de vino estaba ante él, sobre la mesa. En esta ocasión lo bebió lentamente, a pequeños sorbos.

La música se detuvo y volvió a unirse a los cordiales aplausos. El músico descendió del taburete y agradeció los aplausos con una nerviosa y pequeña inclinación. Después, escondiendo el instrumento bajo su brazo, cruzó rápidamente la sala —sin pasar, desgraciadamente, cerca de la mesa de Dooley—, con un torpe modo de andar que le hacía inclinarse hacia adelante. Dooley volvió la cabeza para seguirle con los ojos. El músico tomó asiento ante una pequeña mesa, destinada únicamente a una persona, pues sólo tenía una silla, situada en la pared opuesta. Dooley pensó llevar allí su propia silla, pero al final decidió no hacerlo. Al parecer, el hombre deseaba estar solo, pues, en caso contrario, no se habría sentado en aquella mesa especial.

Dooley miró a su alrededor hasta que captó la mirada del menudo camarero, haciéndole una seña. Cuando se acercó, le pidió que llevara un vaso de vino a la mesa del músico, preguntándole al mismo tiempo si le importaría unirse a él en su propia mesa, y diciéndole que él también era músico y que le gustaría conocerle.

—No creo que acepte —le informó el camarero—. Mucha gente lo ha intentado antes y él siempre se ha negado con amabilidad. En cuanto al vino, no es necesario; pasamos un sombrero varias veces, recogiendo algo para él. Alguien ya está empezando a hacerlo así y puede usted contribuir de ese modo si lo desea.

—Lo haré —dijo Dooley—, pero, de cualquier modo, le ruego que le lleve el vino y le dé mi mensaje.

—Ja, mein Herr.

El camarero recogió un marco por adelantado y a continuación se dirigió a uno de los toneles de vino y llenó una copa de vino. Dooley, que le observaba, vio cómo el camarero colocaba la copa en la mesa del músico y, hablándole, señalaba hacia su propia mesa. Para que no hubiera ninguna posibilidad de error, Dooley se levantó, haciendo una ligera inclinación en su dirección.

El músico también se levantó y se inclinó con una mayor amplitud y a partir de la cintura. Pero después se volvió a su mesa, sentándose de nuevo, por lo que Dooley llegó a la conclusión de que su primera aproximación había sido rechazada. Bueno, habría otras oportunidades y otras noches. Volvió a sentarse y tomó otro sorbo de vino.

Llegó el sombrero «para el músico», pasado por un hombre impasible, de cara enrojecida, y Dooley, al ver que no había billetes y no deseando llamar la atención, añadió unos pocos marcos del montón que dejara previamente sobre la mesa.

Pocos minutos después tuvo la oportunidad de indicar al camarero que se acercara para traerle más vino, y cuando se lo sirvió mantuvo una conversación con él.

—Supongo que nuestro amigo ha rechazado mi invitación —dijo—. ¿Puedo preguntarle cuál es su nombre?

—Otto, mein Herr.

—¿Desde cuándo toca aquí? —preguntó Dooley.

—¡Oh! Sólo esta noche. Viaja de un lado a otro. Esta noche es la primera vez que le hemos visto desde hace casi un año. Cuando viene, sólo se queda una noche y le permitimos tocar y que pasen después el sombrero para él. Normalmente, no tenemos música aquí.

Dooley frunció el ceño. Tenía que asegurar entonces el contacto aquella misma noche. Preguntó:

—¿Cuándo volverá a tocar de nuevo?

—¡Oh! Ya no tocará más esta noche. Hace apenas un minuto, en el mismo momento en que le traía el vino, le he visto marcharse. Puede que no le volvamos a ver en mucho…

Pero Dooley no escuchó sus palabras; cogió el estuche de su clarinete y corrió por entre las mesas. Atravesó la puerta, sin preocuparse siquiera de cerrarla, y subió los escalones de piedra hasta llegar a la acera. Ahora, la niebla era menos espesa, excepto en pequeñas zonas. Por un momento, todo lo que pudo escuchar fueron los sonidos procedentes de la bodega. Después, afortunadamente, alguien cerró la puerta que él dejara abierta y, durante un segundo, gracias al silencio que se hizo, creyó escuchar pasos a su derecha, procedentes de la misma dirección en que él había venido.

No tenía nada que perder, así que escogió aquel camino. La calle torcía y después llegaba a una esquina. Se detuvo, volvió a escuchar y creyó volver a percibir los pasos en una determinada dirección, que siguió casi corriendo. Al cabo de media manzana, distinguió una figura delante de él, demasiado alejada para reconocerla, pero, gracias a Dios, era una figura alta y delgada; tenía que ser el músico. Por delante de aquella figura podía ver débilmente a través de la niebla las luces, y escuchar asimismo los ruidos del tráfico. Aquélla debía ser la vuelta que no había dado al tratar de seguir las instrucciones del empleado del hotel para encontrar el distrito más animado de la ciudad.

Redujo la distancia a una cuarta parte de manzana; abrió la boca para llamar a la figura que andaba ante él, pero se dio cuenta de que respiraba con demasiada dificultad para llamarle. Detuvo su carrera y continuó andando. No corría el peligro de perder de vista al hombre, ahora que estaba tan cerca de él. Recuperando poco a poco su respiración normal, fue reduciendo lentamente la distancia que le separaba del otro.

Ya sólo se encontraba a unos pocos pasos detrás del hombre —que gracias a Dios, era el músico—, y estaba alargando el paso para situarse a su lado y hablarle, cuando el individuo bajó la calzada y cruzó la calle en diagonal. En ese mismo momento, un coche lanzado a toda velocidad, conducido probablemente por algún conductor borracho, dobló la esquina tras ellos, se sacudió momentáneamente y después se dirigió directamente hacia el músico, que no se dio cuenta de nada. En una repentina acción refleja, Dooley se lanzó a la calzada y empujó al músico, apartándole de la trayectoria del vehículo. El ímpetu de la carga de Dooley le hizo caer al suelo sobre el músico, quedando tumbado y sin aliento en esa posición protectora, mientras el automóvil pasaba tan cerca que el aire pareció querer arrastrar sus ropas. Dooley levantó los ojos a tiempo de ver las luces rojas de posición desvaneciéndose en la niebla, una manzana más abajo de donde se encontraban.

Cuando se apartó a un lado para dejar levantarse al músico, Dooley pudo escuchar en sus oídos las aceleradas palpitaciones de su corazón. Entonces, los dos hombres se levantaron lentamente.

—¿Estuvo muy cerca?

Dooley asintió con la cabeza, respirando con dificultad.

El músico sacó un instrumento de debajo de su chaqueta y lo examinó con atención.

—No se ha roto —dijo.

Pero Dooley, dándose cuenta de que sus propias manos estaban vacías, se giró rápidamente para buscar el estuche de su clarinete. Y lo vio. Debía de haberlo soltado cuando elevó sus manos para empujar al músico. Una de las ruedas del coche debía de haber pasado sobre él, a lo largo, pues estaba completamente aplastado. Tanto el estuche como cada una de las partes del clarinete se habían roto en cien pedazos, convirtiéndose así en chatarra inútil. Lo señaló un momento y después empujó los restos con el pie hasta la cuneta.

El músico se le acercó, deteniéndose a su lado.

—Es una lástima —dijo con suavidad—. La pérdida de un instrumento es como la pérdida de un amigo.

A Dooley se le estaba ocurriendo una idea, de modo que no contestó, pero se las arregló para parecer mucho más triste de lo que estaba en realidad. La pérdida del clarinete representaba un buen golpe para su bolsillo, pero no era una pérdida irreparable. Tenía el dinero suficiente para comprar uno usado, aunque no tan bueno, con el que poder empezar de nuevo. Durante algún tiempo tendría que gastar menos hasta que pudiera comprar un buen instrumento como el que acababa de perder. Aquél le había costado trescientos. Dólares, no marcos. Pero en aquellos momentos se sentía mucho, muchísimo más interesado en conseguir el hautboy del músico alemán, o uno como aquél. Trescientos dólares, no marcos, eran una bagatela para lo que estaría dispuesto a dar por aquello. Y si el hombre se sentía responsable y le ofrecía…

—Fue culpa mía —dijo el músico—. Por no haber mirado. Quisiera tener lo suficiente para poder comprarle uno nuevo… Era un clarinete, ¿verdad?

—Sí —contestó Dooley, tratando de que su voz sonara como la de un hombre que se encuentra al borde de la desesperación, en lugar de hallarse a punto de realizar el mayor descubrimiento de su vida—. Bien, lo que está kaput, está kaput. ¿Le parece que vayamos a alguna parte a beber algo y velar la pérdida?

—A mi cuarto —dijo el músico—. Tengo brandy allí. Y estaremos en privado, así podré tocar una o dos melodías que no toco en público —dijo, riéndose—. ¿Le parece bien Eine kleine Nachtmusik? (Una pequeña serenata). Pero la mía, no la de Mozart.

Dooley consiguió ocultar su alegría, y asintió como si aquello no le importara demasiado.

—Está bien. Mi nombre es Dooley.

—Llámeme Otto, Dooley —dijo el músico, extendiendo su mano.

Su cuarto no estaba lejos, sólo a una manzana de la calle siguiente. El músico se detuvo ante un edificio antiguo y oscuro. Abrió la puerta con una llave y utilizó una pequeña linterna de bolsillo para iluminar el camino que subía por una amplia escalera sin alfombra. Mientras subían, explicó que la casa estaba vacía y a punto de ser derribada, por lo que no había luz eléctrica. Pero el propietario le había entregado una llave, dándole permiso para utilizarla mientras no fuera derribada; había unos pocos muebles a cuyo lado pasaron. Le gustaba estar en una casa para él solo, sin molestar a nadie.

Abrió la puerta de una habitación y entró en ella. Dooley esperó ante la puerta hasta que el músico encendió una lámpara de aceite que había sobre el aparador. Después, le siguió al interior. Además del aparador, sólo había una silla recta, una mecedora y una cama individual.

—Siéntese, Dooley —le dijo el músico—. La cama es mucho más cómoda que esa silla. En cuanto a mí si voy a tocar para los dos, prefiero la mecedora.

Mientras hablaba, cogió dos vasos y una botella, sacándolos del estante superior del aparador.

Dooley consiguió reprimir con gran esfuerzo su deseo de pedirle inmediatamente permiso para tocar el hautboy, pero al final consideró más prudente esperar. Así pues, se sentó sobre la cama.

El músico alargó hacia Dooley un gran vaso lleno de brandy; después cogió el suyo y se dirigió a la mecedora, sentándose en ella, y elevando el vaso, dijo:

—Por la música, Dooley.

—Por una pequeña serenata —dijo Dooley.

Bebió un buen trago y sintió el líquido quemándole como fuego. Pero era un buen brandy. Después, no pudiendo contenerse por más tiempo, preguntó:

—Otto, ¿le importaría que observara ese instrumento suyo más de cerca? Es un hautboy, ¿verdad?

—En efecto. No hay muchas personas capaces de reconocerlo, ni siquiera músicos. Pero lo siento mucho, Dooley. No puedo dejárselo, ni siquiera para tocar, si es que también me lo fuera a pedir. Lo siento, pero así es como son las cosas, amigo mío.

Dooley asintió con un gesto de cabeza, y trató de no parecer taciturno. «La noche es joven», se dijo a sí mismo. Mientras tanto, disfrutaría de la velada todo lo que pudiera.

—Su instrumento… ¿es auténtico? Quiero decir, ¿es un instrumento medieval? ¿O se trata sólo de una reproducción moderna?

—Lo hice yo mismo, a mano. Fue una tarea muy delicada. Pero, amigo mío, quédese con el clarinete, se lo recomiendo. Y, sobre todo, no me pida que le haga uno igual; no podría. No he utilizado las herramientas desde hace muchos años. Y ahora me encontraría con que he perdido mi habilidad.

—¿Y dónde podría encontrar uno como el suyo? —preguntó Dooley, inclinándose hacia adelante.

—La mayor parte de ellos están en los museos —dijo el músico, encogiéndose de hombros—. Puede encontrar unas pocas colecciones de instrumentos antiguos en manos de particulares, y conseguir comprar uno a un precio exorbitante… y hasta es posible que pueda tocarlo. Pero, amigo mío, sea listo y quédese con su clarinete.

Dooley no pudo decir lo que estaba pensando. Por eso guardó silencio.

—Mañana hablaremos de encontrar un clarinete para usted —dijo el músico—. Pero esta noche, olvidemos el asunto. Y olvide también su deseo de conseguir un hautboy, e incluso su deseo de tocar éste… Sí, ya sé que sólo me pidió examinarlo, ¿pero es que podría tenerlo en sus manos sin desear llevárselo a los labios? Bebamos un poco más y después tocaré algo para usted. ¡A su salud!

Bebieron de nuevo. El músico le pidió a Dooley que le contara algo de sí mismo, y así lo hizo éste. Le contó casi toda su vida excepto lo que más le importaba: su obsesión y el hecho de que estaba dispuesto a matar para satisfacerla si no había otro camino.

Pero no había ninguna prisa. Dooley pensó que lo peor que podría ocurrir era que bebiera demasiado y cayera dormido antes de poder realizar su propósito…, pero si se quedaba dormido allí, aún le quedaría la mañana siguiente. En cualquier caso, quizá la mañana fuera mejor, pues Dooley ya estaba un poco bebido.

Bebieron un poco más. El músico había abierto una segunda botella.

Finalmente, dijo:

—Tocaré ahora.

Y así lo hizo. Y de nuevo, como en la bodega, la música sonó como hielo y fuego, amor y odio, dulzura y amargura. Dooley se reclinó en la cama, con la cabeza vuelta hacia la pared, y cerró los ojos para escuchar mejor.

Al cabo de un rato, se detuvo la música y el hombre preguntó:

—Dooley, ¿está durmiendo?

—No —contestó Dooley.

—Si se queda dormido, no se preocupe. Puedo dormir en esta mecedora. Lo hago a menudo. Así es que no necesita despertarse. Pero mientras tanto… Dooley, aparte de dejarle tocar el instrumento, cosa que no puedo hacer, ¿hay alguna otra cosa que pueda hacer por usted esta noche?

—¿Hacer por mí? —preguntó Dooley, tratando de ordenar sus pensamientos.

—Sí. Alguna pequeña muestra de mi agradecimiento. ¿Qué es lo que más le gustaría en estos momentos?

—Una mujer —murmuró Dooley, somnoliento.

El músico se echó a reír.

—¿Rubia, morena o castaña?

—De todas las clases —contestó Dooley a la ligera—. Toda una habitación llena de mujeres —empezó a reír, sintiéndose mareado, ante su propia absurdidad—. Tráigamelas, Otto.

El músico empezó a tocar de nuevo. Pero, en esta ocasión, la melodía era diferente. Era una melodía armoniosa, pero sensual. Era tan hermosa que hasta hacía daño y, por un momento, Dooley pensó con rabia: «¡Maldita sea! Está tocando mi instrumento. Me lo debe, a cambio del clarinete». Y casi decidió no esperar a la mañana siguiente; levantarse ahora y…

Pero antes de que se pudiera mover, percibió otro sonido en alguna otra parte, por encima o por debajo de la música. Parecía proceder del exterior, de la acera de abajo; era como un rápido clic-clic-clic que se asemejaba al sonido de unos tacones altos, y que se fue acercando más. Era el sonido de unos tacones, de muchos tacones sobre la madera de la escalera… Y entonces sonó un suave tap-tap en la puerta. Como en un sueño, Dooley volvió su cabeza hacia la puerta y abrió los ojos. La puerta se abrió y varias mujeres entraron en la habitación y le rodearon, sumergiéndole en su calor físico, su extremada suavidad y sus exóticos perfumes. Dooley las miró fijamente con una deleitosa incredulidad, pero rápidamente abandonó su incredulidad. Si aquello era una ilusión, que lo fuera. Si estaba soñando, deseaba seguir soñando.

Había morenas de ojos negros, rubias de ojos castaños, y pelirrojas de ojos verdes. Y morenas de ojos azules, rubias de ojos verdes y pelirrojas de ojos negros. Eran de todas las estaturas, desde pequeñas hasta esbeltas, y todas ellas eran hermosas. La habitación estaba llena de mujeres.

De algún modo, la lámpara de aceite perdió intensidad, sin llegar a apagarse, y la música, que ahora era más violenta, parecía venir de algún otro lado, como si el músico estuviera en otra parte y Dooley se encontrara solo en la habitación con las mujeres. Y Dooley pensó que aquello era muy considerado por parte del hombre. No tardó en estar retozando con las mujeres en el más imprudente abandono, probándolas aquí y allá, como un niño en una pastelería, o como un romano en una orgía; pero los romanos nunca se lo pasaron tan bien, ni tan siquiera los dioses del monte Olimpo.

Al fin, maravillosamente exhausto, se dejó caer sobre la cama y, rodeado aún por la fragante carne de las mujeres, se quedó dormido.

Y se despertó de repente y por completo, sobrio, y sin saber cuánto tiempo había pasado. Pero ahora la habitación estaba fría. Quizá fuera eso lo que le había despertado. Abrió los ojos y se dio cuenta de que estaba solo en la cama y de que la lámpara volvía a brillar (¿o seguía brillando?) con fuerza, rechazando las sombras que se apretujaban contra las hojas de vidrio de la ventana. El músico también seguía allí, sonoramente dormido en la mecedora, Tenía el instrumento firmemente cogido entre sus dos manos, y la bufanda de rayas rojas y amarillas aún rodeaba su escuálido cuello. Su cabeza estaba echada hacia atrás, apoyada en el respaldo de la mecedora.

¿Había ocurrido realmente lo de las mujeres? ¿O es que la música le había hecho quedarse dormido y lo había soñado todo, llevando la sugestión a su propio subconsciente cuando planteó al músico una petición ridícula e imposible de satisfacer?

Pero eso no importaba. Todo lo que le importaba era ver que el hautboy estaba allí, y que había llegado el momento de cogerlo. ¿Pero tendría que matar para conseguirlo? Sí, porque si se limitaba a quitárselo de las manos al hombre dormido, nunca tendría la posibilidad de abandonar Alemania con el instrumento. Otto sabía su verdadero nombre, tal y como estaba consignado en su pasaporte, por lo que sólo tendrían que esperarle en la frontera. Mientras que, si le mataba, el cuerpo —dejado en una casa abandonada como aquélla—, puede que no fuera encontrado durante varias semanas, al menos no antes de que estuviera seguro en América. Y para entonces cualquier prueba que pudieran tener contra él, incluso la posesión del instrumento, sería demasiado débil para solicitar una orden de extradición. Afirmaría que Otto le había entregado el instrumento para compensarle de la destrucción del clarinete, a consecuencia de haberle salvado la vida. No poseería ninguna prueba para demostrarlo así, pero ellos tampoco tendrían ninguna prueba de lo contrario.

Se levantó con rapidez y en silencio, quedándose de pie ante el hombre que dormía. Sería fácil, pues los medios estaban a la mano. La bufanda ya estaba alrededor del cuello y sus extremos, cruzados, listos para ser cogidos y apretados. Dooley los cogió y apretó con fuerza. Al mismo tiempo, puso una rodilla sobre el instrumento, en el regazo del músico, de modo que no se pudiera caer al suelo. Todo fue muy fácil. El músico debía de ser mucho más viejo y débil de lo que había supuesto Dooley. Sus esfuerzos por desasirse fueron débiles, y murió con rapidez.

Dooley buscó los latidos de su corazón para estar seguro, y al no sentirlos cogió el instrumento. Por fin lo tuvo en sus manos.

Tembló, no como consecuencia de haber asesinado, sino por la ilusión de tener en sus manos lo que tenía. ¿Cuándo estaría lo bastante seguro como para tocarlo? No lo podía hacer en su hotel, en plena noche, corriendo el riesgo de despertar a los otros clientes.

No, debía tocarlo allí y ahora, en aquella casa abandonada, que le proporcionaba su mejor y más segura oportunidad. Allí y ahora, pero con suavidad y dispuesto a dejarlo rápidamente si el instrumento producía los chirridos y sonidos agudos tan fáciles de producir cuando se toca un instrumento que aún no se domina, aunque tenía la inefable sensación de que no sucedería así.

Bajó la vista y vio y sintió que sus dedos se habían colocado de un modo natural en su posición correcta, sobre los agujeros y las llaves. Los observó comenzar, siguiendo al parecer su propia voluntad, un pequeño baile de dedos. Detuvo sus dedos un tanto asombrado y puso el instrumento en sus labios, soplando con mucha suavidad. Y entonces escuchó un sonido de registro medio, suave y claro, tan rico y vibrante como cualquiera de los que había producido Otto. Elevó cautamente un dedo y después otro, y se encontró tocando una escala diatónica. Y después, se olvidó de sus dedos y únicamente pensó el resto de la escala, y permitió que los dedos la tocaran arrancando tonos absolutamente puros. Pensó una escala en otra llave y pareció como si se tocara sola, y después tocó un arpegio o dos. El instrumento era suyo en ambos sentidos: lo poseía y lo podía tocar.

Decidió ponerse cómodo y se sentó en la cama, apoyando la cabeza y los hombros contra la pared, tal y como estuvo mientras escuchó tocar a Otto. Se llevó el instrumento a los labios y tocó, sin preocuparse en esta ocasión del volumen del sonido; si había algún vecino que se despertaba, pensaría que era Otto el que lo tocaba.

Tocó y en su mente se mezclaron mil pensamientos distintos. Pensamientos opuestos que se convirtieron en sonidos tristes y alegres. Trató de rocordar la melodía tocada por Otto y que había hecho aparecer a las mujeres, o que le había hecho soñar en una habitación llena de mujeres.

No consiguió reproducir la misma melodía. En su lugar, se encontró tocando una melodía extraña, una que no había escuchado nunca hasta entonces, pero que supo por instinto que pertenecía al maravilloso instrumento. Era una melodía de reclamo, de llamada, como había sido la música de las chicas; pero en esta ocasión era una melodía siniestra, en lugar de sensual.

Y entonces, mientras seguía tocando, por encima o por debajo de la música, escuchó otro sonido. No era el clic-clic de los tacones, sino el sonido de cosas que raspaban y escarbaban, como si fuera producido por miles de minúsculas patas con garras.

Y entonces las vio y las escuchó en el momento en que, repentinamente, salieron de muchos agujeros que había en la madera, y que no había percibido antes, y corrieron y subieron a la cama, y se abalanzaron sobre él. Y cuando empezó a luchar contra ellas en un esfuerzo que iba a ser el último de su vida, Dooley apartó el maldito instrumento de su boca y la abrió para lanzar un grito de desesperación. Pero ahora estaba rodeado por todas partes; estaban sobre él, grandes, pequeñas, flacas, musculosas… Y antes de que su garganta pudiera emitir el grito, aquella rata negra, la más grande, la que parecía dirigir a todas las demás, dio un salto hacia su boca y cerró sus agudos dientes sobre el final de la lengua de Dooley, y allí apretó con fuerza, en el interior de su boca, y el grito de Dooley se convirtió en un gorgoteo, ahogándose en el silencio.

Y El Sonido del festín duró mucho durante toda aquella noche, en la ciudad de Hamelin.