Este año, en un viaje que hice a Nueva York para visitar a mi hijo, que es historiador social en la principal Universidad municipal de allí, tuve una experiencia muy inquietante. En esos momentos negros que ya aparecen con cierta frecuencia a mi edad, desconfío profundamente de esos lazos absolutos establecidos en el espacio y en el tiempo que son nuestra única protección contra el caos, y me temo que mi mente —no, toda mi existencia individual— podría ser destruida en cualquier momento y sin ninguna advertencia previa por una repentina ráfaga de viento cósmico, para ser convertida en algo completamente distinto en el universo de las posibilidades infinitas. O, más bien, llevada a otro universo completamente distinto. Y que mi mente y mi individualidad cambiarían para adaptarse a las nuevas condiciones.

Pero en otros momentos, que aún siguen siendo mayoría, creo que mi inquietante experiencia sólo fue uno de esos notables y vividos sueños que se tienen despierto, y a los que los ancianos como yo parecen ser cada vez más susceptibles. Generalmente, se trata de sueños despiertos sobre el pasado, y especialmente sobre un pasado en el que, en un momento crucial, uno tomó una decisión totalmente diferente y mucho más osada de lo que suele tomar en realidad, o en los que todo el mundo tomó una decisión así, haciendo con ello que el futuro fuera completamente diferente. Doradas y brillantes posibilidades importunan cada vez más las mentes de algunos ancianos.

De acuerdo con esta interpretación, debo admitir que toda mi inquietante experiencia estuvo estructurada de una forma muy parecida a un sueño. Comenzó con sobrecogedores destellos de un mundo cambiado. Continuó, durante un período ya más prolongado, cuando acepté totalmente el mundo cambiado, me sentí deliciosamente asentado en él y, a pesar de los fugaces estremecimientos de desasosiego, deseé poder sumirme para siempre en su bienestar. Pero, al final, todo acabó en horrores y pesadillas que me repugna mencionar, y sobre las que no hablaré hasta que no sea necesario.

En contraposición a esta interpretación crítica, hay veces en las que estoy absolutamente convencido de que lo que me sucedió en Manhattan, en cierto famoso edificio, no fue ningún sueño, sino que todo fue algo muy real y que aún tendré la oportunidad de visitar otra corriente de tiempo.

Finalmente, debo señalar que lo que estoy a punto de contarles será necesariamente escrito en pasado, aunque soy muy consciente de que en todo esto se produjeron varias transiciones, con respecto a las que yo era impotente, que comentaré y sobre las que haré deducciones que no se me ocurrieron en aquellos momentos.

No, en el tiempo en que me sucedió todo —y ahora, mientras escribo, estoy convencido de que me ocurrió y de que todo fue muy real—, un instante se sucedía simplemente a otro de la forma más natural que se pueda imaginar. No pongo en duda nada.

En cuanto a por qué me sucedió a mí y qué mecanismo particular estuvo involucrado en todo el asunto, bueno, estoy convencido de que todo hombre o mujer tiene raros y breves momentos de extrema sensibilidad, o más bien de vulnerabilidad, momentos en los que su mente y todo su ser pueden ser destruidos por los vientos cambiantes y llevados a cualquier otra parte para después, a través de lo que yo llamo la ley de la conservación de la realidad, regresar de nuevo a la realidad del momento.

Me encontraba andando por Broadway, en algún punto cercano a la calle 34. Era un día frío, soleado a pesar de la neblina —un día vigorizante—, y de pronto me hallé caminando a grandes zancadas, mucho más rápidamente de lo que suele ser mi paso normal y precavido, impulsando mis pies ante mí con una débil insinuación del paso de la oca. También eché mis hombros hacia atrás y empecé a respirar profundamente, ignorando los humos que me cosquilleaban las narices. A mi lado, el tráfico bramaba en la mayor de las confusiones, elevándose a veces para producir un sonido similar al de una ametralladora… rata-ta-ta-ta. Mientras tanto, los peatones se precipitaban a mi alrededor con esa desesperada urgencia, similar a la de las ratas cuando huyen, y que es característica de todas las grandes ciudades norteamericanas, pero que siempre alcanza su punto álgido en Nueva York. Alegremente, decidí ignorar también ese detalle. Incluso sonreí al ver a un andrajoso vagabundo y a una dama de sociedad, de pelo gris y abrigo de pieles, cruzando la calle independientemente, entre el peligroso tráfico, con una habilidad tan práctica y fría como sólo se puede observar en las grandes metrópolis norteamericanas.

Precisamente entonces percibí una sombra oscura y grande a través de la calle y frente a mí. No podía ser la sombra de una nube, pues no se movía. Eché la nuca hacia atrás y miré directamente hacia arriba, como un palurdo, viendo un verdadero Hans-Kopf-in-die-Luft (Hans-cabeza-en-el-aire, un personaje de comedia alemana).

Mi mirada tuvo que elevarse, subiendo vertiginosamente los 102 pisos del edificio más alto del mundo, el Empire State, hasta detenerse en la visión de un gigantesco mono de largos colmillos que subía por el exterior del edificio con una hermosa muchacha en una de sus garras… ¡Oh, sí! Estaba recordando la encantadora película norteamericana de fantasía titulada King Kong, o Kong King, como la llaman en Suecia.

Y entonces, mi mirada continuó subiendo, hasta la robusta torre de sesenta y siete metros y medio, en cuyo extremo estaba amarrado el morro de la vasta, enormemente hermosa, aerodinámica y plateada figura que producía la sombra.

Y ahora llegamos a un punto muy importante. En aquellos momentos, no me sentí sobrecogido por lo que vi. Supe inmediatamente que se trataba de la sección de proa del zepelín alemán Ostwald, bautizado así en homenaje al gran pionero alemán de la química-física y de la electroquímica, y verdadero rey de la poderosa flota de transporte de pasajeros y carga ligera que hacían la ruta desde Berlín, Baden-Baden y Bremerhaven. Aquella incomparable armada de paz estaba compuesta por varias titánicas aeronaves, cada una de las cuales había sido bautizada con el nombre de un científico alemán mundialmente famoso… el Mach, el Nernst, el Humboldt, el Fritz Haber, el Antoine Henri Becquerel, de nombre francés, el Edison, de nombre norteamericano, el Sklodowska, de nombre polaco, el T. Sklodowska Edison, de nombre polaco-norteamericano, e incluso el Einstein, de nombre judío. La gran armada humanitaria en la que ocupaba un puesto que no dejaba de ser importante como consejero internacional de ventas y Fachman, o sea como experto. Mi pecho se hinchó con un justificado orgullo ante aquel edel, noble logro de der Vaterland.

Supe también, sin necesidad de rebuscar en mi mente, y sin sorpresa alguna, que la longitud del Ostwald era superior a la mitad de los 448,6 metros de altura del Empire State Building más su enorme torre, lo bastante gruesa como para albergar un ascensor. Y mi corazón se hinchó de nuevo al pensar que la Zeppelinturm de Berlín (la torre de dirigible) sólo tenía unos pocos metros menos de altura. Me dije a mí mismo que Alemania no necesitaba esforzarse por alcanzar simples récords numéricos…, pues sus grandes logros científicos y técnicos hablaban por sí mismos a todo el resto del planeta.

Todo esto sucedió literalmente en poco más de un segundo, aunque no por ello dejé de seguir andando a grandes zancadas. Cuando mi mirada descendió, murmuré para mi mismo: «Deutschland, Deutschland über Alles.»

El Broadway que vi se encontraba totalmente transformado, aunque para entonces esto me pareció tan natural como la serena presencia del Ostwald allá, arriba, con su enorme casco elipsoidal lleno de helio. Camiones y autobuses eléctricos plateados e innumerables vehículos privados ronroneaban en la calle, con mucha mayor uniformidad y tranquilidad y casi con la misma rapidez con que, sólo unos momentos antes, rodaran los ruidosos, contaminantes y espasmódicos vehículos impulsados a gasolina, aunque para mí estos últimos estaban completamente olvidados. Unas dos manzanas más adelante, un reluciente coche eléctrico se detuvo suavemente junto al amplio arco plateado de una estación de cambio de batería, mientras que otros surgían desde debajo del arco para unirse a la casi ensoñadora corriente de tráfico.

El aire que respiré agradecido era fresco y limpio, sin traza alguna de contaminación.

Los peatones, cuyo número parecía haber disminuido, se movían a mi alrededor con bastante rapidez, pero con una dignidad y cortesía que nunca observara con anterioridad, y los numerosos negros que había entre ellos iban tan bien vestidos y mostraban la misma tranquila confianza que los caucasianos.

La única nota discordante fue la de un hombre alto, pálido y bastante demacrado que llevaba un vestido negro y cuyas facciones eran, sin duda alguna, hebreas. De algún modo, sus sombrías ropas eran pobres, aunque se hallaban en buen estado, y sus delgados hombros estaban encorvados. Tuve la impresión de que me había estado mirando fijamente, pero apartó su mirada instantáneamente, en cuanto mis ojos buscaron los suyos. Por alguna razón, recordé lo que mi hijo me había dicho sobre la Universidad Municipal de Nueva York, a la que subrepticia y chistosamente llamaban Universidad Cristiana. Ahora Judía. No pude evitar reírme entre dientes ante esta broma, aunque me alegra decir que fue una risa cordial, antes que una sonrisa maliciosa. Con su bien conocida tolerancia y su noble mentalidad, Alemania había desechado por completo su antiguo y desfigurante antisemitismo. Después de todo, debemos admitir con toda franqueza que quizá una tercera parte de nuestros grandes hombres son judíos y llevan genes judíos. Haber y Einstein entre ellos…, a pesar de los recuerdos oscuros y, sí, perversos, que puedan quedar aún en el subconsciente de viejos como yo, éstos pueden surgir ocasionalmente a la superficie consciente como submarinos dispuestos a lanzarse sobre su presa.

Mi estado de ánimo, feliz y autosatisfecho, se reafirmó inmediatamente, y con un gesto distinguido y casi militar aparté hacia cada lado, con los dedos pulgar e índice, el corto, horizontal y negro bigote que decora mi labio superior y automáticamente puse en su lugar el grueso mechón de cabello negro —debo confesar que lo llevo teñido— que siempre muestra la tendencia a caerme sobre la frente.

Eché otro vistazo al Ostwald, lo que me hizo pensar en las inigualables amenidades de aquella nave aérea tan maravillosamente lujosa; los suaves y ronroneantes motores que impulsaban su hélices —motores eléctricos, naturalmente—, alimentados por bancos de baterías ligeras TSE, y tan seguros como el helio; el gran corredor que se extiende a lo largo de la cubierta de pasajeros, desde el observatorio de proa hasta la sala de juego de popa, igualmente dotada de ventanas, y que por la noche se transforma en la gran sala de baile; las otras incomparables habitaciones que se inician en ese mismo corredor: la Gesellschaftsraum der Kapitan —los aposentos del capitán—, con su ornamentación de madera de color oscuro; la sala masculina para fumar, y la de Damentische —mesas para las damas—; el comedor principal, con su mantelería de lino y su servicio y cubertería de aluminio plateado; la sala de descanso de las damas, siempre profusamente adornada con flores frescas; el bar Schwartzwald; el casino de juego con su ruleta, su baccarat, sus barajas —vingt-et-un—, sus mesas para el póquer y el bridge, y los dominós y los juegos del sesenta y seis, y mesas de ajedrez, presididas por el delicioso y excéntrico campeón mundial Nimzowitch, que podía derrotarle a uno con los ojos cerrados, pero siempre con brillantez, en partidas simultáneas o individuales, en juegos encantadoramente barrocos y breves por los que sólo cobraba dos monedas de oro por persona y juego —una de ellas para el propio Nimzy, y la otra para la empresa—; y finalmente las habitaciones, extraordinariamente lujosas, con costosa chapa de caoba sobre balsa; los enjambres de atentos camareros, cada uno de ellos tan pequeño y ligero como un jockey, o como si fueran enanos, todos ellos expresamente elegidos así para ahorrar peso; y el ascensor de titanio elevándose a través de las innumerables bolsas de helio hasta el doblemente cubierto observatorio Zenith, con la cubierta solarium protegida con ventanales, pero sin techo, permitiendo así la entrada de las siempre cambiantes nubes, de la misteriosa niebla, de los rayos del bueno y viejo sol o de las estrellas y de todo el cielo. ¡Ah! ¿En qué otro lugar del mar o de la tierra podía uno costearse una vida tan lujosa?

Recordé con todo detalle la cabina individual que ocupaba siempre que viajaba en el Ostwald… meine Stammkabine. Vi en mi mente el gran corredor lleno de pasajeros de excelente posición económica, vestidos con trajes de noche; los elegantes oficiales, los discretos y siempre atentos camareros; las relucientes pecheras, el brillo de los hombros desnudos, el silencio deslumbrador de las joyas, la música de las conversaciones, como cuartetos de cuerda, las armoniosas risas que se escuchaban en todas partes…

Exactamente a la hora, dije un limpio: «Links, marschieren!» (¡A la izquierda, marchen!), y crucé las impresionantes puertas del Empire State y su elevado vestíbulo hacia la fecha que brillaba con un color plateado: 6 de mayo de 1937, y la hora del día: 1.07 P.M. Aún me quedaba mucho tiempo para comer tranquilamente y mantener un buen rato de conversación con mi hijo, si se había acordado de encontrarse conmigo, y de eso no me cabía la menor duda, pues es el más considerado y ordenado de los hijos, con una verdadera mentalidad germánica, como tantas veces me digo a mí mismo.

Me uní a los grupos de personas de elevada posición que abarrotaban el vestíbulo sin formar ninguna multitud ostensible, y me situé ante las puertas donde había un cartel que decía: «Sala de partida para el dirigible» y, en un alemán más breve: Zum Zeppelin.

La ascensorista era una atractiva chica japonesa. Vestía una falda plateada, con la insignia de la doble ala y el dirigible de la Unión Aérea Alemana bordada sobre su chaqueta igualmente plateada. Noté con aprobación silenciosa que parecía dominar a la perfección tanto el alemán como el inglés, y que era uniformemente cortés para con todos los pasajeros en su sonriente, pero impasible aspecto japonés que tanto se parece a nuestra germánica precisión científica del lenguaje, aunque sin la cálida pasión que suele existir en este último. ¡Era magnífico que nuestros dos países, situados en dos puntos tan opuestos del globo, mantuvieran unos lazos comerciales y amistosos tan fuertes!

Los compañeros de viaje que subieron conmigo en el ascensor, y que eran principalmente norteamericanos y alemanes, pertenecían todos a la mejor de las clases sociales, e iban muy bien vestidos. Pero, poco antes de que se cerraran las puertas, entró en el ascensor el triste judío vestido de negro. No parecía sentirse a gusto, quizá como consecuencia de sus pobres ropas. Quedé sorprendido, pero me hice el propósito de ser especialmente amable con él, lanzándole una breve, pero cordial sonrisa, mientras mis ojos brillaban. Los judíos tienen tanto derecho al buen gusto de los viajes de lujo como cualquier otra persona del planeta, siempre y cuando posean el dinero suficiente para ello… y la mayor parte lo poseen.

Durante nuestro ininterrumpido e infinitamente suave ascenso, me palpé el bolsillo izquierdo de la chaqueta para asegurarme de que mi billete —¡primera clase en el Ostwald!— y mis papeles estaban allí. Pero me aseguré mucho más, e incluso sentí una secreta alegría, al notar los documentos que guardaba en el bolsillo izquierdo: los acuerdos preliminares, ya firmados, que lanzarían a Estados Unidos a la fabricación de dirigibles de pasajeros. La Alemania moderna siempre es generosa cuando se trata de compartir sus grandes logros técnicos con naciones hermanas responsables, teniendo la suprema confianza de que el genio de sus científicos e ingenieros continuaría manteniéndola a la cabeza de las otras naciones; después de todo, el genio de dos norteamericanos, padre e hijo, había contribuido vital aunque indirectamente al desarrollo de una navegación aérea segura, sin olvidar la parte jugada por la esposa de uno de ellos, y madre del otro, polaca de nacimiento.

La obtención de aquellos documentos había sido la razón principal y oficial de mi viaje a la ciudad de Nueva York, aunque me había sido posible combinarla muy agradablemente con una larga visita a mi hijo, el historiador social, y a su encantadora esposa.

Estas felices reflexiones fueron interrumpidas por la llegada, sin sacudidas, de nuestro ascensor a su término, en el piso 100. La subida realizada por el enamorado King Kong tras un ejercicio exhausto, la habíamos realizado nosotros sin el menor esfuerzo. Las puertas plateadas se abrieron. Mis compañeros de viaje se mantuvieron quietos por un momento, con cierto respeto y quizá un cierto temblor ante el pensamiento del viaje que les esperaba. Pero yo —tan acostumbrado como estoy a viajar por el aire— fui el primero en salir, dedicando una sonrisa y un gesto de aprobación a la agradable, pero fría empleada japonesa.

Apenas pude evitar echar un vistazo por el gran y limpio ventanal situado frente a las puertas y desde el que se contemplaba una vista incomparable de Manhattan desde una altura de 381 metros menos dos pisos. Después, en lugar de volverme a la derecha, hacia las puertas de la sala de partida y el ascensor de la torre, doblé a la izquierda, hacia el excelente restaurante alemán llamado Krahenest (Nido del cuervo).

Pasé entre las estatuas de bronce, de casi un metro de altura, de Thomas Edison y Marie Sklodowska Edison, situadas en un nicho en la pared, así como las del conde Von Zeppelin y Thomas Sklodowska Edison, situadas en la pared de enfrente, y penetré en el selecto recinto del más elegante restaurante alemán existente fuera de la patria. Me detuve un momento, mientras mis ojos buscaban por la sala, con sus paneles de madera oscura, grabados con hermosas representaciones de la Selva Negra y de sus grotescos y sobrenaturales habitantes: duendes, gnomos, dríadas —graciosamente sexuales— y personajes similares. Estas figuras me interesan, pues soy lo que los norteamericanos llaman un pintor dominguero, aunque mis temas son casi siempre zepelines vistos contra el azul del cielo y las elevadas y airosas nubes.

El Oberkellner se me acercó presuroso, con el menú sujeto bajo su codo izquierdo, diciéndome:

Mein Herr! ¡Encantado de volver a verle! Dispongo de una mesa individual perfecta, con vista de todo el puerto a través del Hudson.

Pero justo entonces, una figura juvenil se levantó desde detrás de una mesa situada junto a la pared de enfrente, y una voz querida y familiar llegó hasta mí:

—Hier, Papa!

Nein, herr Ober —le dije sonriendo al maître, pasando de largo a su lado—. Heute hab ich ein Gesellschafter. Mein Sohn.

Lleno de confianza en mí mismo me abrí paso entre las mesas ocupadas por gentes muy bien vestidas, tanto blancas como negras.

Mi hijo me estrechó la mano con vigoroso afecto familiar, aunque sólo nos habíamos separado aquella misma mañana. Insistió en que me acomodara en el oscuro y amplio sillón forrado de cuero que había junto a la pared y desde donde podía observar perfectamente todo el restaurante, mientras que él se sentó en la silla de enfrente.

—Porque durante esta comida sólo deseo verte a ti, papá —me aseguró con viril ternura—. Y disponemos por lo menos de hora y media para estar juntos. Papá… he comprobado tu equipaje y parece ser que ya está a bordo del Ostwald.

Un muchacho serio y reflexivo.

—Y ahora, papá, ¿qué vamos a tomar? —siguió preguntando, una vez nos hubimos acomodado—. Veo que el menú especial de hoy es Sauerbraten mit Spatzel, y berzas rojas con salsa dulce. Pero también hay Paprikahuhn y…

—Dejemos que el pollo se pavonee en el rojo esplendor de la pimienta —le interrumpí—. El Sauerbraten me parece excelente.

Enviado por el Herr Ober, el anciano camarero encargado de los vinos ya se había aproximado a nuestra mesa. Estaba a punto de darle instrucciones cuando mi hijo se hizo cargo de aquella tarea con una autoridad y una amabilidad que ablandaron mi corazón. Echó un vistazo rápido, pero concienzudo a la carta de vinos y después miró al camarero.

—El zinfandel de 1933 —ordenó con decisión, aunque mirándome para ver si estaba de acuerdo con su juicio. Sonreí y asentí con un gesto de cabeza—. ¿Y quizá ein Tropfchen Schnapps para empezar? —me sugirió.

—¿Una copa de licor?… ¡Sí! —contesté—. Pero que no sean unas simples gotas. Que sea doble. No todos los días disfruto del placer de cenar con este distinguido universitario, mi hijo.

—¡Oh, papá! —protestó él, bajando los ojos y llegando casi a enrojecer.

Después; dirigiéndose con firmeza al inclinado camarero de pelo blanco, ordenó:

—También Schnapps. Doble.

El viejo camarero asintió y se marchó apresuradamente.

Nos quedamos mirándonos afectuosamente durante unos pocos y felices segundos.

—Y ahora háblame con más detalles sobre tus logros como historiador social en el Nuevo Mundo. Ya sé que hemos hablado de esto varias veces, pero siempre con bastante brevedad y normalmente cuando estaban presentes algunos de tus amigos, o al menos tu maravillosa esposa. Ahora me agradaría tener contigo una conversación más tranquila, de hombre a hombre, para que me hables de tu gran trabajo. Por cierto, ¿crees que el aparato universitario —los libros und so weiter— de las Universidades municipales de la ciudad de Nueva York es adecuado para tus necesidades, después de haber disfrutado de los de la Universidad de Baden-Baden, de enseñanzas tan elevadas en la Federación Germánica?

—Existen ciertos defectos en algunos aspectos —admitió—. Sin embargo, han demostrado ser completamente adecuados para mis propósitos.

Entonces, una vez más, bajó la mirada y casi enrojeció.

—Pero, papá, elogias demasiado mis pequeños esfuerzos.

Al decir esto último, bajó el tono de su voz.

—No se pueden comparar —continuó— con la victoria de las relaciones industriales internacionales que has conseguido tú mismo en sólo quince días.

—En realidad, sólo ha sido un día de trabajo para la empresa —dije, quitándole importancia, aunque, una vez más, me toqué el bolsillo izquierdo para establecer contacto con aquellos importantes documentos guardados con seguridad en el interior de mi chaqueta—. Pero ahora, basta de amables alabanzas —seguí diciendo con cierta brusquedad—. Háblame de esos pequeños esfuerzos tuyos, como tú les llamas tan modestamente.

Sus ojos se encontraron con los míos.

—Está bien, papá —dijo con una repentina naturalidad—. Todo el trabajo que he realizado durante estos dos últimos años se ha visto crecientemente dominado por una firme conciencia de la fragilidad de los soportes de la buena sociedad mundial que disfrutamos hoy día. Si durante los últimos cien años se hubieran decidido de un modo diferente ciertos diminutos acontecimientos históricos clave, si se hubiera elegido un camino diferente al que se eligió, todo el mundo actual podría verse actualmente envuelto en guerras y en horrores mucho peores de lo que nunca hayamos podido soñar. Se trata de una visión fría, pero que cada vez cobra más cuerpo en todo mi trabajo, en todo lo que escribo.

Sentí el toque emocionante de la inspiración. En aquel momento llegó el camarero encargado de los vinos con nuestros licores dobles contenidos en pequeñas copas de cristal tallado. Aproveché la interrupción para decir algo que pareció surgir de la fábrica de mi inspiración:

—Bebamos pues por lo que tú llamas visión fría —dije—. Prosit!

La picante propagación del calor del excelente licor aún aceleró más mi inspiración.

—Creo que comprendo con exactitud lo que estás consiguiendo —le dije a mi hijo.

Dejé la copa semivacía sobre la mesa y señalé algo por encima de los hombros de mi hijo.

Él se volvió y, tras volver a mirar mi dedo, que señalaba hacia un punto y que oscilaba intencionadamente de un lado a otro, se dio cuenta de que no estaba señalando la entrada al Krahenest, sino a las cuatro estatuas de bronce que la flanqueaban.

—Por ejemplo —continué—, si Thomas Edison y Marie Sklodowska no se hubieran casado y, especialmente, si no hubieran tenido un hijo tan genial, el conocimiento de Edison sobre la electricidad, y el de ella sobre el radio y otros elementos radiactivos nunca se habrían podido juntar. Puede que entonces no se hubiera desarrollado nunca la fabulosa batería T. S. Edison, que es la principal impulsora de todo el tráfico actual, tanto de superficie como aéreo. Aquellos camiones eléctricos introducidos primeramente por el Saturday Evening Post en Filadelfia podrían haber seguido siendo unos monstruos demasiado caros. Y puede que nunca hubiéramos llegado a producir el helio en cantidades industriales para sustituir las escasas reservas subterráneas de la Tierra.

Los ojos de mi hijo se agrandaron, apareciendo en ellos la llama de la más pura erudición.

—Papá —dijo con impaciencia—, eres un genio. Has citado precisamente lo que quizá sea el acontecimiento más importante de ésos a los que me refería. En estos momentos estoy terminando las necesarias investigaciones sobre una larga tesis al respecto. ¿Sabes una cosa, papá? Mediante la investigación de los datos procedentes de París, he establecido firmemente que en 1894 hubo una relación personal entre Marie Sklodowska y su compañero investigador del radio Fierre Curie, y he llegado a la conclusión de que ella podría haberse convertido muy bien en madame Curie —o quizá en madame Becquerel, pues él también estaba trabajando en lo mismo— si el gallardo y brillante Edison no hubiera llegado oportunamente a París en diciembre de 1894 para sacarla de allí y llevársela al Nuevo Mundo, donde pudo realizar logros aún mayores.

»Piensa solamente, papá —siguió diciendo—, qué hubiera podido suceder de no haber inventado su hijo la batería que lleva su nombre… el logro técnico más difícil, cercado por toda clase de aparentes imposibilidades científicas, en toda la larga historia de la industria. De no haber inventado aquella batería, Henry Ford podría haber fabricado automóviles impulsados por vapor o por gas natural comburente, e incluso por gasolina líquida vaporizada, en lugar de esos coches eléctricos que ahora se fabrican masivamente y que han representado una verdadera explosión de bienestar para toda la humanidad. Hubiéramos dispuesto entonces, no de estos coches nuestros que no producen contaminación alguna, sino de vehículos que expelen toda clase de humos nocivos que contaminan el ambiente.

¡Coches impulsados por la peligrosa combustión de gasolina líquida vaporizada! Aquella idea casi me estremeció, pues, sin duda alguna, se trataba de un pensamiento fantástico, aunque no dejaba de caer dentro de los límites de lo posible. Y así tuve que admitirlo.

En aquel preciso momento observé al triste judío vestido de negro, sentado a sólo dos mesas de distancia de nosotros, aunque me pareció un verdadero milagro que se hubiera podido introducir en el exclusivo Krahenest. Me resultó extraño no haberme dado cuenta de su entrada, que probablemente se produjo inmediatamente después de la mía, mientras sólo tuve ojos para mi hijo. De algún modo, su presencia arrojó una sombra negra, aunque momentánea, sobre mi estado de buen humor. Pensé generosamente que se le debía permitir ingerir una buena comida alemana, y algún excelente vino alemán… Aquello llenaría un poco su vacío cuerpo e incluso podría contribuir a poner una buena sonrisa alemana en aquellas hundidas mejillas judías. Me arreglé el pequeño bigote con mis dedos y me eché hacia atrás el errante mechón de cabello que me caía sobre la frente.

Mientras tanto, mi hijo siguió hablando.

—Entonces, padre, si no se hubiera desarrollado el transporte eléctrico y si durante la última década no hubiéramos tenido tan excelentes relaciones entre Alemania y Estados Unidos, quizá no hubiéramos podido conseguir de los yacimientos de Texas el suministro de helio natural que necesitamos desesperadamente para nuestros zepelines durante el breve, pero vital período anterior al momento en que dimos un paso decisivo hacia la creación artificial de helio en cantidades industriales. Las investigaciones que he llevado a cabo en Washington me han revelado que entre los militares norteamericanos se produjo un fuerte movimiento tendente a evitar la venta de helio a cualquier nación, y a Alemania en especial. Únicamente la poderosa influencia de Edison, Ford y de algunos otros pocos, pero importantes personajes norteamericanos permitió evitar esa estúpida prohibición. De haber tenido éxito, Alemania podría haberse visto obligada a utilizar hidrógeno en lugar de helio para hacer flotar los dirigibles de pasajeros. Ese fue otro de los hechos cruciales a los que me he referido.

—¡Un zepelín sostenido por hidrógeno!… ¡Ridículo! Una nave aérea así sería como una bomba flotante, lista para ser abatida por la chispa más ligera —protesté.

—No es tan ridículo, padre —me contradijo serenamente mi hijo, moviendo la cabeza—. Perdóname por meterme en tu campo, pero existe un imperativo ineludible en relación con ciertos progresos industriales. Cuando no existe un camino seguro para el progreso, se tomará invariablemente otro más peligroso. Debes admitir, padre, que el desarrollo de las naves aéreas comerciales fue una aventura extraordinariamente peligrosa durante sus primeras fases. En la década de los años 20 se produjeron los terribles accidentes de los dirigibles norteamericanos Roma, Shenandoah, que se partió en dos, Akron y Macon, el del inglés R-38, que también se partió en el aire, el del también inglés R-101, el del francés Dixmude, que desapareció en el Mediterráneo, el del Italia, de Mussolini, que se estrelló cuando trataba de llegar al Polo Norte, y el del ruso Maxim Gorky, que chocó en vuelo contra un avión. En estos nueve accidentes perdieron la vida no menos de 340 personas. Si a esto hubiera seguido las explosiones de dos o tres zepelines de hidrógeno, la industria mundial podría haber abandonado para siempre el intento de fabricar naves aéreas de pasajeros, dirigiendo su atención hacia el desarrollo de grandes aviones impulsados por hélice y más pesados que el aire.

¿Aviones monstruosos, siempre en peligro de tener un accidente como consecuencia del fallo de los motores, compitiendo con los viejos e indestructibles zepelines? Imposible, al menos considerándolo a primera vista. Sacudí la cabeza, aunque no con toda la convicción que hubiera deseado demostrar. En realidad, la sugerencia de mi hijo era bastante válida.

Por otra parte, él disponía de todos los hechos y dominaba por completo el tema, como también tuve que admitir. Aquellos nueve terribles accidentes que acababa de mencionar habían ocurrido, como muy bien sabía yo, y podrían haber desviado la cuestión en favor de los aviones de pasajeros de larga distancia y transportes de tropas, de no haber sido por el helio, por la batería de T. S. Edison y por el genio alemán.

Afortunadamente, fui capaz de apartar de mi mente aquellas desagradables especulaciones, sumiéndome en una viva admiración por la multifacética erudición de mi hijo. ¡Aquel muchacho era una maravilla!… Un verdadero vástago de la vieja rama y hasta un poco más.

—Y ahora, Dolfy —siguió diciendo, utilizando mi apodo (cosa que no me importó)—, ¿me permites tratar un asunto completamente diferente? ¿O más bien exponer un ejemplo muy distinto acerca de mi hipótesis sobre la importancia de los acontecimientos históricos?

Asentí en silencio. Mi boca estaba llena del exquisito Sauerbraten y de aquellas pequeñas y excelentes bolas alemanas de carne hervida, mientras mi olfato disfrutaba del aroma único de la col roja con salsa dulce. Había quedado tan absorto con las revelaciones de mi hijo que ni siquiera me di cuenta de que nos habían servido el almuerzo. Tragué lo que tenía en la boca, tomé un trago del buen zinfandel rojo y dije:

—Por favor, continúa.

—Esta vez se trata de las consecuencias de la guerra civil norteamericana —me dijo, sorprendentemente—. ¿Sabes una cosa? Durante la década que siguió a aquel sangriento conflicto existió un verdadero peligro de que quedara completamente aplastada toda la causa de la libertad y los derechos de los negros, por la que, según dicen ellos, se luchó en la guerra. ¿No hubiera servido para nada el excelente trabajo de Abraham Lincoln, Thaddeus Stevens, Charles Summer, la Oficina de los Hombres Libres y los Clubs de la Liga de la Unión? ¿Se le habría permitido al subterráneo Ku-Klux-Klan reinar libremente, en lugar de reprimirlo con dureza? Sí, padre. Mis detalladas investigaciones me han convencido de que esas cosas podrían haber sucedido fácilmente, teniendo como consecuencia una especie de vuelta a la esclavitud de los negros, con la posibilidad cierta de que la guerra tuviera que haber sido emprendida de nuevo en un futuro indefinido y, lo que es peor, que la reconstrucción se hubiera detenido durante muchas décadas… lo que habría tenido desastrosos efectos sobre el carácter norteamericano, convirtiendo su profunda y simple fe en la libertad en una gran hipocresía. Me resulta imposible exagerar todo eso. He publicado un extenso artículo sobre la materia en el Journal of Civil War Studies.

Asentí con un gesto sombrío. Una buena parte de la materia que había empezado a tratar mi hijo era terra incognita para mí. Sin embargo, conocía la historia norteamericana lo bastante bien como para darme cuenta de que debía existir una argumentación convincente. Me sentí mucho más impresionado que antes por su multifacética erudición. Indudablemente, mi hijo era una figura en la gran tradición de la erudición alemana, un pensador profundo y amplio. ¡Qué afortunado me sentí de ser su padre! Di gracias a Dios y a las leyes de la Naturaleza, no por primera vez, pero sí quizá con la mayor sinceridad, por haberme trasladado desde Braunau, Austria, donde nací en 1899, a Baden-Baden, donde se había criado mi hijo en el ambiente de la gran Universidad nueva situada junto a la Selva Negra, a sólo 150 kilómetros de la factoría de dirigibles del conde Zeppelin, en Wurttemberg, Friedrichshafen, junto al lago Constanza.

Elevé mi copa de Kirschwasser hacia mi hijo en un solemne y silencioso brindis —de algún modo nos las habíamos arreglado para llegar casi al final de nuestro almuerzo— y bebí un buen trago del fuerte, ardiente y blanco licor de cerezas.

Mi hijo se inclinó hacia mí y me dijo:

—También puedo decirte, Dolf, que mi gran libro, que será popular y erudito al mismo tiempo, mi Meisterwerk, se titulará Si las cosas hubieran salido mal, o quizá Si las cosas hubieran cambiado para lo peor. Ese libro tratará únicamente sobre mi teoría de los acontecimientos históricos, aunque estará ilustrado con docenas de ejemplos diversos; se trata de un concepto muy especulativo, pero firmemente asentado en los hechos —echó un vistazo a su reloj de bolsillo y murmuró—: Sí, todavía nos queda tiempo para tratar de eso. Así es que sigamos… —su rostro adquirió una expresión grave y su voz llegó hasta mí con claridad aunque en tono bajo—. Voy a arriesgarme a informarte de otro acontecimiento, el más discutible y, sin embargo, el más crucial de todos —se detuvo un momento y después continuó—: Te advierto, querido Dolf, que este acontecimiento te puede causar daño.

—Lo dudo —le dije indulgentemente—. De todos modos, continúa.

—Está bien. En noviembre de 1918, cuando los ingleses rompieron la línea Hindenburg y el cansado ejército alemán era empujado insolentemente a lo largo del Rin, justo ante los aliados dirigidos por el mariscal Foch, se emprendió la campaña final y decisiva con la intención de abrirse paso sangrientamente a través de la patria, hacia Berlín…

Comprendí inmediatamente su advertencia. Los recuerdos brotaron en mi mente como los repentinos resplandores del campo de batalla, con su ensordecedor estruendo. La compañía que yo mandaba fue de las que luchó con mayor desesperación, enervada heroicamente, resistiendo en la última trinchera. Fue entonces cuando Foch emprendió aquella última y vasta operación que nos hizo retroceder más y más ante la superioridad numérica de nuestros enemigos, con sus cañones de campaña, sus tanques y carros armados y sobre ellos su gran flota aérea con los «De Haviland» y los «Handley-Page» y otros grandes bombarderos escoltados por flotillas de «Spads» y de otros cazas que, como mosquitos, atacaban a nuestros últimos «Fokkers» y «Pfalzes» y producían en Alemania una destrucción mucho mayor de la que produjeran nuestros zepelines en Inglaterra. Retroceder, retroceder, retroceder, sin descanso, tambaleándonos y volviendo a agruparnos, a través de los devastados campos alemanes, diezmados una docena de veces y, sin embargo, todavía desafiantes, hasta que el final llegó de entre las ruinas de Berlín y hasta el más temerario de nosotros tuvo que admitir que habíamos sido derrotados y que nos teníamos que rendir incondicionalmente…

Aquellos recuerdos vividos y ardientes me llegaron casi instantáneamente.

Después, escuché a mi hijo, que siguió diciendo:

—En aquel momento crucial, en noviembre de 1918, existió una posibilidad muy fuerte —lo he comprobado así y es algo fuera de toda duda— de ofrecer un armisticio inmediato que se habría podido firmar y que habría terminado con la guerra de un modo no concluyente. El presidente Wilson vacilaba, los franceses estaban muy cansados, etc.

»Si aquello hubiera sucedido de verdad, y ahora, Dolf, te ruego que te acerques más a mí, la actitud de los alemanes cuando entraron en la década de los años 20 habría sido totalmente diferente. Alemania habría tenido la sensación de que no fue derrotada por completo y, sin duda alguna, se habría producido un secreto recrudecimiento del militarismo pangermánico. El humanismo científico alemán no habría podido ganar su rotunda victoria sobre la Alemania de… sí… de los hunos.

»En cuanto a los aliados, burlados al no poder alcanzar la completa victoria que esperaban y que se les habría escapado de los dedos, habrían tratado a Alemania, al menos a la larga, con mucha menos generosidad de lo que hicieron una vez satisfecho su deseo de revancha, que terminó por llevarles hasta Berlín. La Sociedad de Naciones no se habría convertido en el fuerte instrumento que es hoy para salvaguardar la paz mundial; podría haber sido rechazada incluso por los mismos Estados Unidos y, sin duda alguna, habría sido detestada en secreto por Alemania. Las viejas heridas no se habrían curado porque, paradójicamente, no habrían sido lo bastante profundas. Eso es todo lo que tenía que decirte. Espero, Dolf, no haberte hecho mucho daño.

Lancé un profundo suspiro. Después, mi ceño fruncido dio paso a una expresión de serenidad. Dije, deliberadamente:

—No me has hecho ningún daño, hijo mío, aunque debo admitir que has removido mis antiguas heridas. Sin embargo, creo que tu interpretación es totalmente válida. De hecho, en aquel negro otoño de 1918 los rumores sobre un posible armisticio corrieron como la pólvora entre nuestras tropas. Y sé muy bien que si en aquellos momentos hubiéramos firmado un armisticio, oficiales como yo mismo habríamos pensado que el soldado alemán no había sido realmente vencido, sino sólo traicionado por sus líderes y por los incendiarios rojos, por lo que no habríamos tardado mucho en empezar a conspirar para reanudar la guerra bajo circunstancias más felices. Hijo mío, bebamos a la salud de tus divertidos giros históricos.

Nuestras pequeñas copas se tocaron, produciendo un sonido delicado, y bebimos las últimas gotas del ardiente y amargo Kirschwasser. Extendí mantequilla sobre una delgada rebanada de pan de centeno y la mordí… Siempre es bueno terminar una comida con pan. De repente, me sentí lleno de una inconmensurable alegría. Era aquél un momento dorado, que me habría hecho muchísimo más feliz de haber continuado así para siempre, mientras escuchaba las inteligentes palabras de mi hijo y nutría mi satisfacción con él. Sí, aquélla era una bendita pausa en el terrible transcurrir del tiempo… la enriquecedora conversación, la incomparable comida y bebida, el ambiente agradablemente en penumbras…

En aquel momento tuve la oportunidad de mirar hacia mi discordante judío, a dos mesas de distancia. Por alguna misteriosa razón, el hombre me estaba mirando con una expresión de odio en su rostro, aunque apartó instantáneamente su mirada…

Pero ni siquiera este pequeño e inquietante suceso interrumpió mi buen humor y mi dorada tranquilidad, que intenté prolongar, diciendo:

—Querido hijo, ésta ha sido la comida más excitante, aunque extraña, que he disfrutado jamás. Tus notables giros históricos me han abierto un mundo fabuloso en el que no puedo dejar de creer. Un horrible y fascinante mundo de zepelines llenos de hidrógeno, de innumerables y siempre malolientes automóviles de gasolina construidos por Ford, en lugar de sus vehículos eléctricos, de norteamericanos negros que vuelven a la esclavitud, de señoras Becquerel o Curie, un mundo sin la batería T. S. Edison y sin siquiera el propio T. S., un mundo en el que los científicos alemanes son parias siniestros, en lugar de los líderes tolerantes, humanitarios y bien intencionados del pensamiento universal, un mundo en el que un solitario y anciano Edison repara una y otra vez una poderosa batería de almacenamiento que no puede perfeccionar; en el que Woodrow Wilson no insiste en que Alemania sea inmediatamente admitida en la Sociedad de Naciones; un mundo de enconados odios que sólo esperan una segunda y mucho más terrible guerra mundial. ¡Oh! Si ponemos todo eso junto, tendríamos la imagen de un mundo increíble. Y, sin embargo, se trata de una imagen en la que me has hecho creer momentáneamente, hasta el punto de que ahora temo que el tiempo retroceda repentinamente y seamos empujados hacia ese terrible mundo, convirtiéndose nuestro mundo real de ahora en un simple sueño…

De pronto, eché un vistazo a mi reloj…

Al mismo tiempo, mi hijo miró su muñeca izquierda…

—Dolf —dijo, levantándose agitadamente—, espero que con mi estúpida charla no te habré hecho perder…

Yo también había saltado de mi asiento.

—No, no, hijo mío —me oí a mí mismo, hablando con una voz susurrante—, pero lo cierto es que me queda muy poco tiempo para coger el Ostwald. Auf Wiedersehn, mein Sohn, auf Wiedersehn.

Y en cuanto me despedí con estas palabras me abalancé hacia la puerta, casi corriendo, o más bien casi volando a través del aire, como un fantasma, dejando que mi hijo se hiciera cargo de la cuenta… Atravesé una sala que parecía oscilar con mi propia y enfebrecida agitación, que parecía luminosa y oscura alternativamente como una bombilla eléctrica con sus finos filamentos de tungsteno a punto de convertirse en polvo y desaparecer para siempre…

En el interior de mi cabeza, una voz calmada, aunque con un tono que parecía mortal, me estaba diciendo: «Las luces de Europa se están apagando. No creo que vuelvan a encenderse en mi generación…»

De repente, lo único importante en el mundo para mí fue coger el Ostwald, subir a bordo antes de que zarpara. Aquello y solo aquello podría darme la seguridad que estaba en mi mundo correcto. Tocaría y sentiría el Ostwald, sin hablar con él, claro…

Cuando crucé ante las cuatro figuras de bronce parecieron desmoronarse, quedar deformadas, mientras sus rostros se transformaban en los de unas grotescas y avejentadas brujas… cuatro endemoniados duendes mirándome con un horrible conocimiento reflejado en sus ojos…

Mientras tanto, acerté a descubrir detrás de mí una figura alta, vestida de negro y con el rostro blanco, esquelético…

El pasillo que había ante mí, extrañamente corto, terminaba en un espacio negro… La sala de partida no estaba allí…

Abrí instantáneamente la estrecha puerta que daba a las escaleras y subí corriendo los escalones, como si fuera un joven y no tuviera los cuarenta y ocho años que tenía…

Al llegar al tercer rellano me arriesgué a mirar hacia atrás y hacia abajo.

Justo detrás de mí, subiendo a grandes zancadas, venía mi terrible judío…

Abrí de golpe la puerta del piso 102. Allí, al fin, a sólo unos pocos metros de distancia, se encontraba la puerta dorada del ascensor que iba buscando. Sobre ella había un letrero, escrito con letras suaves:

«Zum Zeppelin». Por fin podría llegar a tiempo al Ostwald y a la realidad.

Pero el letrero empezó a oscilar, como había sucedido antes con el Krahenest, mientras que, cruzando la puerta, pude ver una pizarra blanca en la que había escrito, con letras rojas: «Fuera de servicio.»

Me arrojé contra la puerta, aporreándola, restregándome varias veces los ojos para aclarar mi visión. Cuando, finalmente, los abrí por completo, la pizarra había desaparecido.

Pero la puerta plateada también había desaparecido, así como las palabras que antes viera sobre ella. Al parecer, estaba aporreando un enlucido de color pálido.

Noté un pequeño golpe en mi codo y me volví.

—Perdóneme, señor, pero parece usted encontrarse en apuros —me dijo solícitamente el judío—. ¿Puedo hacer algo por usted?

Sacudí mi cabeza, pero no sé si lo hice negando, rechazando o aclarando algo.

—Estoy buscando el Ostwald —musité, dándome cuenta entonces de que había estado dando vueltas en las escaleras—. El zepelín —le expliqué al observar su mirada de asombro.

Puedo estar equivocado, pero me pareció ver en su mirada un secreto júbilo que brillaba en lo más profundo de sus ojos, aunque su general expresión de simpatía permaneció inmutable.

—¡Oh, el zepelín! —me dijo con una voz que me pareció azucarada en su solicitud—. Se referirá usted al Hindenburg, ¿verdad?

«¿Hindenburg?», me pregunté. No existía ningún zepelín llamado Hindenburg. ¿O sí que existía? ¿Podía estar equivocado en una cosa tan simple, en una cuestión que parecía inmutable y fuera de toda duda? Mi mente se había nublado mucho durante los dos últimos minutos. Desesperadamente, traté de asegurarme de que yo era yo y de que estaba en mi mundo. Mis labios se movieron y murmuré para mí mismo: «Bin Adotf Hitler, Zeppelin Fachman…»

—En cualquier caso, el Hindenburg no atraca aquí —me estaba diciendo el judío—, aunque creo que en cierta ocasión se tuvo una vaga intención de instalar un mástil de amarre para dirigibles en el Empire State. Quizá leyera usted alguna historia nueva y ha supuesto…

Su rostro se inmutó, o así me lo pareció. La empalagosa solicitud de su voz se me hizo insufrible cuando me dijo:

—Pero, al parecer, no puede haber escuchado las trágicas noticias de hoy. ¡Oh! Espero que no estuviera usted buscando el Hindenburg para encontrarse con algún familiar querido o con algún amigo cercano. Fortalezca su ánimo, señor. Hace sólo unas horas, cuando venía a atracar en Lakehurst, Nueva Jersey, el Hindenburg se incendió y se quemó por entero en cuestión de segundos. Por lo menos treinta o cuarenta pasajeros y miembros de la tripulación han muerto abrasados. ¡Oh, tranquilícese, señor!

—Pero el Hindenburg… quiero decir el Ostwald… no puede incendiarse así —protesté—. Es un zepelín lleno de helio.

El judío sacudió su cabeza.

—¡Oh, no! No soy ningún científico, pero sé muy bien que el Hindenburg estaba lleno de hidrógeno… Una muestra típica de esa imprudente carrera técnica alemana. Al menos, gracias a Dios, nunca les hemos vendido helio a los alemanes.

Le miré muy fijamente, haciendo oscilar mi cabeza de un lado a otro en un gesto febril de negación.

Mientras él me devolvía la mirada, se le ocurrió un nuevo pensamiento.

—Perdóneme de nuevo —dijo—, pero creo que empezó a decir algo sobre Adolf Hitler. Supongo que sabe usted que tiene un cierto parecido con ese execrable dictador. Si yo fuera usted, señor, me afeitaría ese bigote.

Sentí una oleada de furia ante aquella observación inexplicable, con todas sus desconcertantes referencias, y que contenía el tono indiscutible de un insulto. Y entonces, todo lo que me rodeaba enrojeció y vaciló momentáneamente y sentí una tremenda sacudida en lo más profundo de mi ser, la clase de sacudida que puede uno experimentar cuando transita, fuera del tiempo, de un universo a otro paralelo. En un instante, me convertí en un hombre llamado aún Adolf Hitler, el mismo nombre que el dictador nazi, y casi de la misma edad, un norteamericano de origen alemán nacido en Chicago, que nunca había estado en Alemania, que no hablaba alemán, y cuyos amigos se burlaban de él por su extraordinario parecido con el otro Hitler, y que solía decir con sequedad:

—¡No, no me cambiaré el nombre! ¡Que ese bastardo de Führer del otro lado del Atlántico se cambie el suyo! ¿No sabéis que el inglés Winston Churchill escribió al norteamericano Winston Churchill, el autor de La crisis y otras novelas, sugiriéndole que se cambiara el nombre para evitar confusiones por el hecho de que el inglés también había escrito algo? El norteamericano le contestó diciéndole que le parecía una buena idea, pero que como él tenía tres años más de edad, debía ser el inglés quien cambiara de nombre. Eso es precisamente lo que yo siento con respecto a ese hijo de perra de Hitler.

El judío seguía mirándome fijamente, con una sonrisa de desprecio. Empecé a decirle algo, pero entonces me sentí perdido en un segundo estremecimiento, en una nueva transición. La primera me había llevado directamente de un universo paralelo a otro. La segunda también fue una transición en el tiempo… Acumulé varios años en un solo instante infinito mientras transitaba de 1937 (habiendo nacido en 1889 y contando con cuarenta y ocho años de edad) a 1973 (habiendo nacido en 1910 y contando con sesenta y tres años de edad). Mi nombre retrocedió al mío verdadero (¿pero cuál es?), y ya no me parecía en nada a Adolf Hitler, el dictador nazi (¿o experto en dirigibles?), y tenía un hijo casado que era una especie de historiador social en la Universidad municipal de Nueva York, que tenía muchas teorías brillantes, pero que no sabía nada sobre los giros históricos.

Y el judío —quiero decir el hombre alto, delgado, vestido de negro, con posibles facciones semíticas— había desaparecido. Miré a mi alrededor una y otra vez, pero allí no había nadie.

Me toqué el bolsillo interior izquierdo de mi chaqueta y después mi mano se metió temblando en su interior. En el bolsillo no había ningún precioso documento, sólo un par de mugrientos sobres con unas notas que yo había garabateado a lápiz sobre ellos.

No sé cómo salí del Empire State Building. Posiblemente bajé en el ascensor. Todo lo que mi memoria conserva de aquel período es una persistente imagen de King Kong bajando desde lo más alto del edificio, como si fuera un gigantesco oso.

Recuerdo que anduve en una especie de trance, durante un período que me pareció de horas, por las calles de Manhattan inspirando monóxido e innumerables cancerígenos, medio despertando de vez en cuando (normalmente cuando cruzaba las calles, llenas de un confuso tráfico), para volver a caer después en el trance. A mi alrededor, había grandes perros.

Cuando, finalmente, volví en mí, me encontré andando por la calle Hudson, en la parte norte del Greenwich Village. Mi mirada estaba fija en la parte superior de un edificio distante pero inconfundible, de un color gris pálido. Supongo que se trataría del World Trade Center, de 411 metros de altura.

Y entonces, me sentí aliviado al ver el ceñudo rostro de mi hijo, el profesor.

—¡Justin! —grité.

—¡Fritz! —exclamó él—. Empezábamos a preocuparnos un poco. ¿Dónde te metiste? No es que sea asunto mío. Si tenías una cita con una chica, no necesitas decírmelo.

—Gracias —dije—, me siento cansado, lo admito, y también tengo frío. Pero no, sólo estaba mirando una de mis viejas guardias —le dije— y, al parecer, eso me ha ocupado mucho más tiempo del que me di cuenta. Manhattan ha cambiado durante estos años en que he estado en la costa oeste, pero no tanto como se dice.

—Está empezando a hacer frío —dijo él—. Detengámonos un momento en ese edificio de fachada negra. Es el Caballo Blanco. Dylan Thomas solía ir a beber allí. Se supone que escribió un poema en la pared del lavabo, pero después alguien pintó la pared. Pero tienen auténtico serrín.

—Bien —dije—, sólo que yo prefiero café, no cerveza. Y si no puedo tomar café, entonces una Coca-cola.

En realidad, no soy una persona a quien le guste beber.