El mundo de Myrion Flowers, que era el mundo del negro norteamericano, era algo así como una Inglaterra idealizada, y un verdadero Renacimiento. Como sucede en algunas versiones de la sociedad inglesa, todos los miembros de la clase superior eran los mejores amigos entre sí. Cualquier hombre de negocios de Harlem sabía automáticamente quién era el nuevo jefe del departamento de música de la Universidad Howard, una semana después de que se produjera un trastorno en la facultad. Y, al igual que ocurría en la Florencia de Cellini, había espacio para los hombres versátiles. Un negro norteamericano podía ser un médico constructor-educador-propietario-político. Myrion Flowers lo era.

Nacido en Boston en 1913 de un padre abogado-propietario-político y de una atractiva madre del mundo del espectáculo, trabajó duro, sacó el número afortunado y se le permitió asistir a las escuelas que le condujeron finalmente al título de médico y a la licencia para practicar en el Estado de Nueva York. Durante los años que siguieron se produjeron a su alrededor vacíos de poder que él cubrió, de buen grado o por fuerza. Cuando una empresa constructora se desgastó y necesitó un poco de capital y otro poco de sentido común… ¿qué otra cosa podía hacer? Lo hizo, y aceptó sus acciones. Y lo mismo sucedió cuando el consejo director de la escuela acudió a él para que, como hombre honrado, representara «¿a su gente?». Fue un hombre digno de confianza. Sirvió bien al consejo de dirección. Tuvo que pasar un insignificante examen para obtener la licencia de constructor —insignificante para él, que había memorizado una docena de libros de texto de patología, histología, anatomía y materia médica—, ¿por qué no? Y si ellos consideraron como un favor que hablara en apoyo del candidato de Fusión, ¿por qué no iba a hablar? Y si, más tarde, le invitaron a presentar nombres para cubrir puestos en una docena de pequeños patronatos, ¿por qué no iba a dar los nombres de las personas necesitadas que él conocía?

Flowers era un hombre frío y con un gran dominio de sí mismo. Nunca se casó. En lugar de hijos, tenía protegidos. Se trataba de niños negros procedentes de los orfanatos y de desesperadas familias indigentes; les apoyó a lo largo de las escuelas y facultades universitarias siempre y cuando trabajaran hasta el límite de lo que él consideraba como su capacidad; a la primera muestra de desilusión, les abandonaba. A lo largo de los años, el índice de mortalidad fue aproximadamente de un no graduado por cada cuatro. Myrion Flowers podía predecir el éxito mucho mejor que cualquier comité de admisión universitaria. Sus éxitos en este sentido eran de cuarenta y dos cuando uno de sus protegidos obtuvo el doctorado en psicología clínica y le hizo un ruego.

El nombre del protegido era Ensal Brubacker. Después de la cena, y junto con otros muchos suplicantes, ocupó su lugar en la sala de espera de la mansión de piedra del doctor Flowers, en Brooklyn. Allí estaba la anciana que deseaba un aumento del plazo de pago de su hipoteca, cosa que consiguió; allí se encontraba el comerciante que poseía excesivas existencias en su almacén, y que solicitaba una ayuda que no consiguió; allí estaba la madre cuyo hijo tenía un vicio, y el esposo cuya mujer se estaba comportando de una manera cada vez más extraña; allí estaba el propietario acosado por el departamento de construcción; el policía que deseaba ser transferido de puesto; el candidato al Colegio de Abogados, que deseaba obtener un nombre poderoso como referencia; también había un arzobispo que sólo deseaba saber si el doctor Flowers estaba a bien con Dios.

Brubacker fue admitido en el despacho del doctor a las 9.30. Era la sexta vez que veía al hombre que le había sacado de un orfanato y que, desde entonces, había invertido unos veinte mil dólares en su educación. Le encontró más seco, frío e incisivo que nunca.

El doctor ni siquiera le felicitó.

—Ha conseguido usted su título, Brubacker —le dijo. Si viene a pedirme consejo, le sugiero que evite la vida académica, especialmente en las escuelas destinadas a los negros. Sé lo que debería hacer. Podría encontrar trabajo en cualquier sitio, pero me gustaría que intentara conseguir un puesto en una de esas grandes empresas publicitarias y de relaciones públicas, con la intención de convertirse en un investigador de motivaciones. Creo que ya es hora de que un negro trabaje en los niveles más elevados de la avenida Madison.

Brubacker le escuchó con respeto, y cuando le llegó el turno de hablar, dijo:

—Doctor Flowers, evidentemente me siento muy agradecido por todo lo que ha hecho por mí. Sinceramente, desearía poder… Doctor Flowers, me gustaría dedicarme a la investigación. Le envié a usted mi tesis universitaria, pero eso sólo es el principio…

Myrion Flowers recordó inmediatamente el caso y dijo fríamente:

—La correlación de la exposición toposcópica, ampliaciones de ondas beta y la percepción de progresiones de acordes musicales en 1.107 adolescentes no seleccionados. Muy bien. Ahora tiene usted, de una parte a otra, todos los títulos que necesita. Espero que se dedique a conseguir el trabajo para el que ha sido entrenado.

—Sí, señor. Me gustaría mostrarle una…

—No quiero —dijo el doctor Flowers, interrumpiéndole— que se convierta usted en un amado y viejo George Washington, inclinado sobre sus informes y tubos de ensayo. La investigación académica no tiene una importancia inmediata.

—No, señor. Yo…

—Los centros de poder en Estados Unidos —siguió diciendo el doctor Flowers— están en el gobierno, donde nuestro amigo Wilkins ya está actuando con mucha habilidad, y en los niveles ejecutivos de las grandes empresas, donde estoy intentando conseguir lo que creo necesario. Quiero que llegue usted a ser un ejecutivo en una gran empresa, Brubacker. Ha sido entrenado para ese propósito. Ahora quizá le sea muy posible poner un pie en un puesto así. Me resulta inconcebible que no realice usted ningún esfuerzo, ni por mí ni por su gente.

Brubacker le miró con una gran pena, y finalmente escondió el rostro entre sus manos. Sus hombros temblaban.

El doctor Flowers dijo con desprecio:

—Entiendo que está usted negándose a realizar ese esfuerzo. Está bien, adiós, Brubacker. No deseo volver a verle.

El joven abandonó el despacho tambaleándose, llevando consigo una gran maleta de piel de cerdo que no se le había permitido abrir.

Como había esperado convencer a su benefactor con sus logros, había hecho planes para esa situación. Ahora sólo podía confiar en regresar a la universidad que acababa de abandonar, con la esperanza de conseguir una subvención antes de que se le terminara el poco dinero de que disponía. Pero, en realidad, no tenía muchas esperanzas de conseguir aquello. No había hecho ninguna instancia, ni pedido ningún consejo.

Su estado de ánimo no había mejorado aún cuando se encontró en la estación central, dispuesto a tomar el tren nocturno para Chicago. Fue de los primeros en subir, y tomó asiento junto a una ventanilla. Los lugares vacíos fueron ocupados amablemente por matronas cargadas de equipaje, jóvenes y vendedores de bolsas de papel. Pero no tardaron en marcharse todos, muy desagradablemente, cuando vieron que debían sentarse al lado de aquel gorila-violador-inculto-bobo-peligroso que parecía ser el doctor Ensal Brubacker.

No obstante, al final no se quedó solo. El tipo que se sentó en el asiento contiguo, en el momento en que el tren iniciaba su marcha, era Uno de Su Propia Clase. Se trataba de un hombre sucio, indocto, que parecía haber tomado mucho de eso que no paga impuestos, y que, en definitiva, estaba muy drogado. Brubacker apenas pudo comprender su jerga de Harlem.

Pero, una vez llegados a la ciudad, la amabilidad y el terror a parecer un «remilgado» obligaron a Brubacker a aceptar, en la calle 125, un sofocante trago de la botella que llevaba su compañero de asiento. Su amabilidad por un lado, su terror por el otro y la insoportable sensación de haber perdido algo, le hicieron aceptar la última oferta de su compañero, que le ofreció placeres aún más paralizantes. Al cabo de diez meses, Brubacker murió en Lexington, Kentucky, a causa de una pulmonía de la que enfermó mientras disfrutaba del vicio de la heroína. Sólo dejó tras de sí a un médico totalmente perplejo.

—Habrán dicho la última palabra sobre cómo encerrarse uno en sí mismo y abandonarse —le confió a su esposa—, pero me pregunto si este tipo habrá escuchado alguna vez la palabra criptestesia.

Fue aproximadamente un mes después cuando Myrion Flowers recibió un paquete con los efectos personales de Brubacker. No hubo nadie más a quien enviárselos.

Aquel hombre, siempre tan capaz de controlarse a si mismo, quedó impresionado. Había visto seguir el mismo camino a muchos de sus protegidos, pero ellos fueron luchadores, actores o predicadores. Nunca habría esperado una cosa así de un joven y brillante graduado universitario. Por esa razón, no se deshizo inmediatamente del paquete, sino que observó su contenido durante unos minutos. Su siguiente visita le encontró con una especie de casco plateado en las manos.

La visita de Flowers era un antiguo consejero de la corporación de la ciudad de Nueva York. Asistía a la iglesia del doctor Powell, y el doctor Flowers se encargaba de cuidar su salud. De este modo mantenía un pie, muy bien afianzado, en cada uno de los dos principales campos políticos de la ciudad. Ya no era un hombre muy necesitado de apoyo político, pero en una ocasión el doctor Flowers le había sacado de una enfermedad coronaria, y ahora se sentía demasiado viejo para cambiar de médico.

—¿Qué tiene usted ahí, Myrion? —preguntó.

Flowers levantó la mirada y dijo con precisión:

—Si he de creer las notas del hombre que lo construyó, se trata de un receptor y amplificador de oscilaciones de ondas beta.

El ex consejero de la corporación gruñó:

—Que Dios me proteja de las mentes médicas. ¿Qué significa eso en lenguaje llano?

Quedó entonces sorprendido al ver la expresión de perplejidad que se reflejó en el marchito rostro de Flowers.

—Lee los pensamientos —murmuró Flowers.

El ex consejero municipal se llevó inmediatamente la mano al pecho, pero no sintió ningún dolor. Se limitó a decir de mal humor:

—Está usted bromeando.

—No lo creo, Wilmot. El hombre que construyó este invento tenía todos los títulos apropiados… summa cum laude, citado elogiosamente por el propio decano y entrevistado por correo por cerca de treinta posibles patronos. Antes de que descubrieran el color de su piel, claro. No —dijo, reflexivamente—, no estoy bromeando. Pero hay una forma de saberlo. Levantó el casco, llevándoselo hacia su cabeza.

El ex consejero municipal gritó:

—¡Maldita sea, Myrion! No haga eso.

Flowers se detuvo.

—¿Teme que lea su mente y me entere de sus secretos?

—¿A mi edad? ¿Y siendo usted mi médico? No, Myrion, pero debe saber que mi corazón no está bien. No quisiera verle electrocutado ante mis propios ojos. Por otra parte, ¿qué demonios persigue un negro con una máquina capaz de decirle lo que está pensando la gente? ¿Es que eso no le hace suponer nada malo para usted mismo?

Myrion Flowers prefirió ignorar las últimas palabras de su paciente.

—No creo que esto vaya a electrocutarme, y tampoco creo que afecte a su corazón, Wilmot. De cualquier modo, no tengo la intención de seguir asombrado mucho tiempo por esta cosa. Y tampoco quiero probarla estando solo. Así que, como no hay nadie más aquí…

Y se colocó el cuenco de acero sobre su cabeza. Le ajustaba mal y era muy pesado. De él salía un cable eléctrico que Flowers, sin detenerse, introdujo en el enchufe que había en la pared, junto a su sillón.

El casco vibró débilmente y Flowers se puso de pie de un salto, gritando.

El ex consejero municipal se movió con la rapidez suficiente para agarrarle. Le quitó el casco de la cabeza de un solo golpe y, cogiendo a Flowers por los hombros, le volvió a sentar en el sillón.

—¿Está usted bien? —gritó.

Flowers se estremeció epilépticamente y después se controló.

—Gracias, Wilmot. Espero que no haya usted dañado el invento del doctor Brubacker. —Y después, repentinamente, exclamó—: Me afectó inmediatamente, ¡Y duele!

Aspiró con fuerza y se levantó del sillón. De uno de los cajones de su mesa de despacho sacó un tubo de pastillas de muestra y tragó una sin beber agua.

—Todo el mundo se puso a gritar de repente —dijo.

Iba a guardar las pastillas cuando vio al ex consejero con las manos sobre el pecho y le ofreció una en silencio.

Después, pareció quedar sobrecogido.

Miró a su visitante, directamente a los ojos.

—Aún puedo escucharle.

—¿Qué?

—Creo que es una angina falsa. De todos modos, tómese la pastilla. Pero… —se pasó una mano por los ojos—, pensó usted que me había electrocutado y se preguntó cómo pagarme mi última factura. Es una factura correcta, Wilmot. No le be cobrado de más. —Flowers abrió mucho los ojos y dijo—: El chico del quiosco de periódicos de la esquina me engañó en el cambio. El… —tragó saliva y añadió—. A los guardias del coche patrulla que ahora mismo está doblando la calle Fulton no les gusta que tenga pacientes blancos. Uno de ellos está pensando en atropellar a una mujer que viene hacia aquí. —De pronto, se echó a llorar—. Esto no se detiene, Wilmot.

—Por el amor de Dios, Myrion, échese un rato.

No se detiene. No es como una radio. No puede uno apagarlo. Ahora puedo escuchar… ¡a todo el mundo! Toda mente a varias millas a la redonda está vertiendo en mi cabeza LO QUE PIENSA DE MI… ¡DE MI… DE VOSOTROS!

Ensal Brubacker, que había sido un psicólogo clínico, y no un ingeniero de radio, no construyó su casco para que resistiera la tensión de una operación continua, ni tampoco pensó en dotarle de interruptores de circuito. Lo había construido con la intención de que sólo operara durante unos minutos, los suficientes para variar la posición de varias neuronas y abrir uno o dos caminos bloqueados. Una de las partes del casco se sobrecalentó. Como consecuencia de ello, la otra absorbió demasiada carga y, al cabo de un momento, se incendió. Se fundieron los fusibles, y el despacho quedó a oscuras. El anciano ex consejero municipal se las arregló para apagar el fuego. Después, descolgó el teléfono. Gritando con todas sus fuerzas, para que su voz se oyera por encima de los gritos de Myrion Flowers, ordenó que acudiera inmediatamente una ambulancia del hospital Kings County. Allí conocían al doctor Flowers. La ambulancia llegó al cabo de nueve minutos.

Algunas semanas más tarde, Flowers murió en el hospital, no en el de Kings County, pero él no se enteró de la diferencia. Durante casi un mes, lo mantuvieron bajo dosis masivas de sedantes, hasta que, por simple necesidad fisiológica fue necesario despertarle. En cuanto recuperó el conocimiento se las ingenió para ahorcarse en su propia habitación.

Su funeral constituyó una gran ceremonia de la que se enteró todo el Estado La multitud era enorme y muchos de los asistentes lloraban. El ex consejero municipal fue una de las pocas personas a las que se permitió echar un puñado de tierra sobre el ataúd de bronce. Pero él no derramó una sola lágrima.

Nadie se figuró nunca lo que pudo haber sido aquel instrumento destruido, y Wilmot no se lo dijo a nadie. Pensó que había inventos e inventos, y que aquello de leer los pensamientos era una tarea para hombres blancos. Si es que los blancos podían resistirlo. Puede que en el mundo de Myrion Flowers crecieran con vigor muchas semillas, pero algunos de los frutos madurarían hasta convertirse en veneno.

No cabe la menor duda de que la máquina podría haber destrozado cualquier mente, siendo capaz, como era, de hacer escuchar todos los pensamientos que tuvieran relación con uno. Era un invento enloquecedor y que producía vértigos, y el hombre que se pusiera el casco habría quedado herido en cualquier mundo, pero sólo en el mundo de Myrion Flowers hubiera sido capaz de poner al descubierto tanto odio. Tanto, que le llevó hasta la muerte.