El alcaide entró en el despacho del director de la prisión y saludó jovialmente.
—Engas ha huido, señor. La fuga se ha llevado a cabo según lo previsto —comunicó.
El hombre de blancos cabellos asintió, complacido.
—¿Encontró la llave?
—Sí, señor.
—¿Y el combustible…?
—Justo para llegar a la Tierra. Nos aseguramos de ello.
El anciano miró pensativo al alcaide por un momento.
—No aprueba esto, ¿verdad?
—No exactamente, señor. Comprendo su modo de pensar y estoy de acuerdo en que un asesino de masas como Engas merezca la muerte, incluso a pesar de que nuestras nuevas leyes prohíban la pena capital. Pero suponga…
—Que estamos equivocados y no acaben con Engas. ¿Es eso?
—Estoy preocupado, en primer lugar, por su extraordinaria inteligencia, unida a su megalomanía y absoluta falta de conciencia. En segundo lugar, los terrícolas sospechan, desde hace ya tiempo, la existencia de vida en otros planetas. Es muy posible que acojan hospitalariamente a un visitante extraterrestre. Sería algo nuevo, agradable para ellos.
El director sonrió fríamente.
—Reflexione un poco acerca de sus conocimientos de historia terrestre y antropología. No tenemos por qué preocuparnos mucho por ellos. Engas y la Tierra son dignos el uno del otro.
—¡Eh, padre! Mira qué te traigo, tan bien envuelto como un regalo de bodas.
Lafe cerró de un portazo, haciendo que la silla en que estaba durmiendo su padre, apoyada contra el muro, se deslizara bruscamente hasta el suelo. El hombre despertó con gran sobresalto, en medio del consiguiente estrépito.
—¡Hombre de Dios! ¿Cuántas veces debo decirte…? ¿Quién demonios es ése?
—Le encontré en la parte alta de la destilería.
—Lleva una especie de uniforme… ¿En la destilería, dices? ¿Es algún visiteador?
Lafe se encogió de hombros.
—Vino en uno de esos areoplanos.
El padre de Lafe enarcó las cejas.
—¿En un areoplano?
—Sí, pero éste no tenía alas. Será por eso que cayó como un gran pedrusco. Perdería las alas por el camino.
—Sé de otros visiteadores que han venido volando en areoplanos antes de ahora —repuso el hombre lentamente—. Buscaban humo.
—¿Tenemos que liquidarlo?
El padre descorchó una botella.
—Aún no. Pero sácale el pañuelo de la boca y no dejes de apuntarle con tu revólver.
Lafe hundió el cañón de su revólver en el estómago de su prisionero, haciéndole retroceder hasta tenerle de espaldas contra el muro. Luego, le quitó el sucio pañuelo rojo de la boca.
Su padre bebió un trago de la botella.
—¿Es usted un visiteador, forastero? —preguntó.
—No comprendo el término visiteador. No se nos enseñó en las clases de español —dijo Engas.
Lafe hundió un poco más el cañón del revólver en su estómago.
—Está mintiendo, padre. Todo el mundo sabe lo que es un visiteador.
—Calma, muchacho. ¿De dónde viene, eh?
El cerebro de Engas trabajaba con rapidez. En el mismo instante en que el muchacho le apresó, supo que el chico estaba confundido. La estupidez siempre lleva consigo cierto grado de confusión. El chico era bastante tonto; el padre tenía, según los métodos analíticos de su planeta, un coeficiente intelectual igual a 3. Un ser con un grado tan bajo en la escala debería impresionarse con facilidad si se le enfrentaba con algo que le resultase incomprensible, algo que no se encontrara entre sus experiencias anteriores. Decirle en parte la verdad, sería conveniente… para empezar.
—Vengo de Marte —contestó.
—Marte… —repitió el hombre, pensativo—. ¿Dónde…? ¡Lafe! Deja la botella en paz. Eres demasiado joven para eso.
—¡Hombre, padre! Cumpliré veintinueve años para la próxima siembra.
—Eres demasiado joven. Tu madre nunca lo permitiría. ¿Sabes dónde está Marte, muchacho?
—No. ¿Cerca de Clebo County, quizá?
Las membranas sinápticas se estremecieron en el cerebro de Engas; pero reaccionaron y pasaron a la ofensiva con rapidez: «Impresiónales, pero no demasiado espectacularmente. ¡Aplica emergencia para C.I.=3, rápido! Temor; comienza con lo conocido y evoluciona hacia lo desconocido».
—No, no comprenden. Vengo del planeta Marte. Soy un marciano.
—Un mar… ¿qué dijo que es? —preguntó el padre de Lafe.
—Marciano. M-a-r-c-i-a-n-o.
—¿Un mar-cia-no? —repitió el hombre.
Engas contestó violentamente:
—¡Sí, y debo ir a Washington inmediatamente! Me dirigía allí cuando…
—¡Washington, padre! Está hablando de Washington, el lugar de donde vienen los visiteadores.
—Oigan, no sé nada de sus visifeadores, pero debo ir a Washington.
El hombre dirigió una torva mirada a Lafe, el cual se alejó de nuevo de la botella. Luego, volvió a fijar sus ojos en el forastero.
—Si no es un visiteador, ¿por qué nos viene con tantas prisas para ir a Washington?
—¡Loco rematado…! Porque era allí adonde me dirigía cuando se agotó el combustible. Porque es allí donde seré bien recibido y donde asumiré el poder. Primero, este país; más tarde, el planeta, y, por último, el sistema solar entero.
»Porque —explicó con apremio— he sido enviado para advertir a vuestro Gobierno, y, a través de él, a todos los de este planeta, de una amenaza mortal. Se aproxima a la Tierra una enorme nube cargada de un gas que acabará con la vida aquí. Puedo enseñar a vuestros ingenieros a construir defensas con las que evitar los efectos del gas, pero deben ser avisados urgentemente.
—Es un embuste, padre. Las nubes no llevan gas, llevan agua. Lo aprendí en la escuela. Y tampoco oí nada de cosas-ingeniero.
Su padre meditó un momento.
—Es verdad, muchacho, que eres el único de la familia que ha llegado al cuarto grado en la escuela; pero creo que será mejor que te llegues en seguida a casa del abuelo y le preguntes qué debemos hacer. Él sabe muchas cosas. Ha vivido muchos años y ha estado dos veces en la capital del condado. Pregúntale qué debemos hacer con el mar-cia-no.
—¡Caramba, padre! El abuelo vive condenadamente lejos de aquí. ¿No podríamos liquidar al tipo ese y en paz?
—¡Andando, muchacho! —le espetó el hombre, al tiempo que le quitaba la pistola y la botella.
—¿Quiere? —preguntó a Engas. Nadie podría acusarle de ser cruel.
—¿De dónde?
—De Marte, abuelo. Creo que está cerca de Clebo County.
—Bueno. No sé nada de este asunto de la nube. Las nubes están ahí, en el aire; no pueden hacer daño a nadie, aquí abajo. ¿Cómo se llama ese cuentista?
—Dice que se llama mar-cia-no.
El anciano dio un puñetazo sobre la mesa, al tiempo que se levantaba de un salto.
—¿Un qué?
—Mar-cia-no. Eso es lo que dice al menos.
—¿Qué demonios os pasa a ti y a tu padre? ¿Por qué no le habéis mandado al otro barrio en seguida?
—Yo quise hacerlo, pero padre dijo…
—No importa. Juraría no haber dejado a ninguno con vida. Ocurrió cuando tenía tu edad, muchacho. Una verdadera guerra, eso es lo que fue. Pensaba que los habíamos liquidado a todos. Sabían pelear bien, pero al final les vencimos, aunque perdimos un hombre más que ellos, si mal no recuerdo. Creo que aún conservo una lista por alguna parte.
El viejo abrió la puerta del aparador y empezó a revolver entre ollas y sartenes, hierbas secas, platos cascados, antiguos calendarios y casquillos de balas. Un ruidoso sorbido hizo que girara en redondo.
—Deja la botella, muchacho. Eres demasiado joven aún. Ahora, márchate a casa y pegadle un par de tiros al tipo ese. No podemos dejar que vaya por ahí contando historias. ¡Vamos, lárgate!
Hacía veinte minutos que Lafe se había marchado cuando el viejo encontró, al fin, un trozo de pizarra con algo escrito. En otros diez minutos, se hizo con un pedacito de sucia tiza.
En el mismo instante en que Lafe y su padre se maravillaban de la verde sangre de Engas, el abuelo sonreía, encantado, al contemplar la lista, tal y como aparecía entonces en el trozo de pizarra:
MARTINS[2] | COYS |
x x x x x | x x x x x |
x x x x x | x x x x x |
—Nos ha llevado mucho tiempo —rió—, ¡pero empatamos!