Estaba acostado en la oscuridad, esperando. La habitación había sido preparada para que él muriera. Agradecía a sus amigos esta soledad.
No quedaba ya mucho tiempo, así que rememoró de nuevo el día. No podía empezar desde la mañana y recordar el día entero, paso a paso. Había planeado hacerlo así e intentó recordarlo todo tal como había ocurrido; pero sólo pudo hacerlo por partes, como fragmentos de tiempo divididos y entrevistos por su mente.
Recordaba haber estado en la playa aspirando la brisa otoñal, impregnada del olor húmedo y penetrante del mar. Podía recordar esto. Entonces se quedó dormido bajo el cálido sol. Una parte de él nunca dormía. Al cabo de un rato esta parte percibió un sonido, despertó al resto de su ser y pudo sentarse para escuchar y averiguar de qué se trataba.
Cuando oyó de nuevo el ruido se tranquilizó. No era más que el tenue sonido de los pies desnudos de un muchacho sobre la húmeda arena. Ya lo había oído antes muchas veces.
—Terrestre —dijo el chico, y se plantó frente al astronauta.
Éste le miró, vio al chico como entre la niebla y tuvo que mover la cabeza y enfocar los ojos para verle bien. La razón era bastante sencilla. La radiación cósmica había dañado su retina, causando cicatrices en las que no podía formarse imagen visual. Encontró el punto de sus ojos que podía ver y miró al chico.
—Jed, hijo de Jed, que vive junto al mar —dijo el astronauta.
De este modo demostraba al muchacho que le reconocía y le permitía hablar.
—Terrestre, mi padre te saluda y me encarga que te diga que es hora de comer y que estás invitado a compartir nuestra comida y nuestro techo.
Era un chico robusto, guapo y bien plantado. Tenía la piel morena. Su cabello era totalmente blanco. Sus ojos eran típicos de su pueblo, brillantes rendijas de púrpura iridiscente.
—Me siento muy honrado —dijo el astronauta—. Habla a tu padre y dile que me hace un gran honor, al igual que su hijo.
El ritual era cotidiano, confiriendo un aire de gracia social a una cultura poco evolucionada.
El joven asintió con gravedad, gratamente impresionado por las palabras del astronauta.
—Hablaré a mi padre.
El hombre se levantó y se sacudió la arena de su ropa; luego ambos se dirigieron a la casa de la colina, a una milla de allí.
Tras un adecuado intervalo de silencio, el chico preguntó:
—¿Cómo es tu mundo?
—Parecido a esto. Vuestro planeta es más grande que el mío, pero es similar.
—Pik, hijo de Pik, el zapatero, dice que tu mundo está tan poblado que la gente debe vivir junta en altos y grandes edificios.
—Es verdad. Pero no todos vivimos en edificios así. Algunos viven en casas particulares, como vosotros.
—Pik, el zapatero, dijo a su hijo que tú has estado al servicio de tu pueblo durante largo tiempo.
—Sí —dijo brevemente el astronauta—. Mucho tiempo.
Se encerró en sí mismo, ignorando al muchacho.
¿Cuánto era «mucho tiempo»? ¿Cuánto tiempo había recorrido el espacio por cuenta de la Tierra? ¿Cuánto tiempo había esperado en las salas de hospital mientras reparaban sus partes rotas? ¿Y cuánto tiempo había viajado solo, y a veces asustado, dejando huellas y señales suyas tras de sí, mientras la radiación cósmica atravesaba su cuerpo día tras día? ¿Cuánto era «mucho tiempo»? No podía acordarse.
«Mucho tiempo» era suficiente como para ir de un lado para otro, supuso, sin que hubiera mucha distancia entre el origen y el final.
—Me han dicho que no hablara de ello —dijo el chico—, pero hay muchas cosas que me gustaría saber.
El astronauta le miró y sonrió.
—Habla, y nadie más que nosotros lo sabrá.
—Jed, que es mi padre, dice que has servido bien a tu pueblo, e incluso has luchado en sus guerras.
—Es verdad.
El muchacho hizo una pausa, tratando de encontrar las palabras adecuadas.
—Según vuestro tiempo, hoy es el fin del tercer ciclo desde que llegaste a nuestro mundo.
—Sí.
—Has dicho que morirás cuando acabe el día.
—Sí.
—¿Por qué?
—Es la costumbre de mi pueblo —dijo el astronauta, con calma.
—¿Vendrán aquí y te matarán?
—Hay un mecanismo en mi interior que no puede ser extraído. Cuando llegue el momento, me destruirá.
—¿Nunca has traicionado la confianza de tu pueblo?
—No. No, hasta que llegué aquí para quedarme y me casé con la que es tu hermana.
—Pik, hijo de Pik, el zapatero, dice que eres muy rico.
—Los pilotos espaciales están bien pagados.
El astronauta desvió la mirada y volvió a enfocar sus ojos para ver el sendero.
—¿Por qué tienes que morir?
El hombre titubeó durante tanto rato, que el muchacho llegó a pensar que se había ofendido y no contestaría.
—Cuando los astronautas empezaron a salir del mundo, se olvidaban a veces de los intereses de la Tierra y sólo se ocupaban de los suyos propios. Algunos perjudicaron mucho a la Tierra de esta forma, y por eso se implantaron restricciones muy severas para los astronautas. Cuando estas reglas aumentaron en rigidez, los hombres se mostraron reacios a pasar su vida en el espacio.
»Entonces, durante un tiempo, no hubo viajes espaciales desde mi mundo. Esto ocurrió antes de que yo naciera. No sé cuándo empezaron de nuevo. Yo todavía era un niño cuando todo cambió. Crecí sabiendo que llegaría a ser un piloto espacial. Lo fueron muchos de nosotros. Fuimos siempre a escuelas espaciales. Se nos paga mucho dinero por nuestro trabajo, pero como en el espacio no lo necesitamos, se deposita en un Banco en la Tierra. Cuando lo retiramos es nuestro. Cuando yo muera, el dinero pertenecerá a la que es mi mujer.
—Pero, ¿por qué debes morir?
—Es una cuestión de control. Los pilotos espaciales debemos comunicarnos con ciertos lugares, cada tres ciclos, para que los dirigentes de la Tierra estén seguros de que hacemos lo que debemos. Si no informamos en el lugar y el momento adecuados, el mecanismo de nuestro interior nos destruye.
—No lo considero justo —declaró el chico.
—Cuando yo era joven y quería ser rico y ser piloto espacial, creí que era justo.
—Pero ¿ahora no lo crees?
—No creo que sea indispensable.
—¿Decidiste ser piloto espacial cuando tenías mi edad?
—No recuerdo cuándo lo decidí. Siempre supe que sería piloto espacial.
—¿Estás asustado? —el muchacho no conocía el disimulo.
—Sí —contestó el astronauta—. Estoy asustado.
—¿Hay un otra-vez-tú en otro mundo?
—No.
—¿Desearías mucho un otra-vez-tú?
El astronauta se detuvo y contempló el mar, aspiró el húmedo aire salado y miró el sol que comenzaba su caída hacia el otro lado del planeta.
—Sí —dijo el astronauta—. Mucho más que cualquier otra cosa que el hombre pueda desear.
El muchacho se inclinó y dibujó algo en la arena con el dedo del pie.
—Entonces, que éste sea el año del terrestre —dijo el chico al mar.
El astronauta puso la mano sobre su hombro.
—Vamos, llegaremos tarde para la comida.
Caminaron hacia la casa. Era una construcción de piedra y se parecía mucho a los antiguos castillos de la Tierra. Un hombre, con las mismas facciones y tez del muchacho, estaba en la puerta principal. Era fuerte, como la tierra que le alimentaba.
El astronauta se detuvo en la puerta. Era la última vez que la cruzaría como un ser viviente.
—Terrestre —dijo el hombre del portal; su tono convirtió esta sencilla palabra en una ceremonia.
—Jed, que vives junto al mar; me honras con tu hospitalidad.
—Mi casa se enorgullece al complacerte —dijo Jed.
El astronauta no podía recordar las horas que siguieron. Debía haber saludado a la mujer de Jed. Era la madre de la joven con quien se había casado, y el saludo prescripto era rígido. No recordaba haberla saludado, ni tampoco su última comida, aunque sí recordaba que la había planeado muchos días antes.
El siguiente fragmento de tiempo que recordaba era cuando se hallaba con su mujer, solos en su habitación. Pronto anochecería.
Pam era una mujer hermosa, y se sentía orgulloso de ella, satisfecho de los meses que había pasado proporcionando datos a las computadoras de la nave, para encontrar un pueblo parecido a los humanos, con los cuales fuera posible la procreación. Pero por encima de todo, estaba orgulloso de que ella le hubiera aceptado como marido.
Se hallaban sentados junto a la chimenea de su habitación cuando se lo dijo. Ya no les quedaba mucho tiempo, pero ella había esperado a encontrarse solos.
—Terrestre —dijo con ternura, y apartó la cabeza de su hombro para poder mirarle a los ojos—. Terrestre, puedes estar orgulloso.
Él no podía hablar. Asintió y esperó.
—Terrestre, tu hijo está en mi vientre, vivo y bien.
—¿Estás segura? —palabras roncas, palabras impregnadas de intensa urgencia—. ¿Estás segura?
—Vi a Lor, el que cuida de nuestra salud. Estoy segura. El ser-ahora-mío encierra al otra-vez-nosotros.
—¡Dios mío! Pam, no sé cómo agradecértelo —pronunció tales palabras como una plegaria.
—¿Por qué agradecerme lo que ha creado nuestro amor?
Él se acercó más al fuego.
—Tengo un hijo —murmuró, mirando las llamas.
—¡Vaya! ¿Cómo sabes que no es una hija?
—Sea lo que fuere, llevará mi sangre —dijo el astronauta—. Será mío.
—Y mío —añadió la mujer.
Él le sonrió.
—No quiero decir que yo sea el único necesario para hacer un niño. Pero estuve mucho tiempo en el espacio. Temía que mi semilla hubiera muerto. Antes de abandonar la Tierra, nos dijeron que teníamos todo lo necesario para engendrar hijos, excepto la semilla. Ésta era la única diferencia entre los pilotos espaciales y los demás hombres.
La mujer volvió a apoyar la cabeza en su hombro.
—Tu semilla es buena —dijo únicamente.
—Es buena —repitió él—, es buena.
Le acarició el hombro, y este fragmento de tiempo se cerró para él; ya no pudo recordar nada más del día.
El tiempo era algo tan corto y rápido. Su último día, cuando llegó, parecía tan normal que casi no lo reconoció.
Había dicho al muchacho que estaba asustado, pues así lo creía. Ahora ya no estaba seguro. Hubo ocasiones, en el espacio, cuando su vida pendía de un hilo, en que sintió más miedo.
Unos momentos más y estaría muerto; no tenía ninguna duda respecto a ello. Sin embargo, a menudo había estado más asustado en el espacio.
Le llegó una sensación desde más allá de la oscuridad, y supo que la espera había terminado. Oyó un chasquido en su interior, extraño y muy profundo, y su fuerza fue desconectada. Una tras otra, sus partes vitales interrumpieron su misterioso funcionamiento.
«No es tan terrible morir», pensó, y con este pensamiento, la claridad le penetró con tanta violencia que le hizo estremecerse. No podía detener esta claridad tosca y vulgar que había irrumpido en el cálido y tranquilo lugar donde se ocultaba.
Supo lo que la Tierra nunca quiso que aprendiera, lo que no hubiese podido aprender de no ser por la radiación, que había alterado y disminuido el bloqueo que pusieron en su mente.
No era un hombre. Ahora podía recordarlo. Habían cogido tejido humano, y después de cultivarlo y alimentarlo habían cubierto sus huesos con él, pero no era un hombre.
Entonces, ¿qué era si no era un hombre? Existía una palabra para todo; ¿cuál sería la palabra para él?
Programado, ésa era. Había sido programado. No…, eso no. Los hombres le habían programado al fabricarlo.
¡Padre! Esta, sí. Esta era la palabra para él. Padre. Porque había engendrado un niño en el vientre de su mujer. No. Sólo un hombre podía engendrar hijos; así se lo habían dicho. Le dijeron:
—Eres exactamente como un hombre, pero no tienes semilla.
Pues bien, ahora tenía semilla; se había asegurado de ello antes de casarse con su mujer. La fuerte y profunda radiación del espacio le había proporcionado esperma, del mismo modo que había alterado el bloqueo mental que los hombres pusieron en su cerebro.
Sintió enfriarse sus extremidades y sonrió a la oscuridad. Su nombre no importaba. Cuando su hijo naciera, tendrían que encontrar un nombre nuevo…, tendrían que encontrar un nombre nuevo…, encontrar un nombre nuevo…
Hubo un chasquido final.
En la Tierra, un hombre de la Compañía Interestelar de Flejes y Minerales anotó que Charlie Abel, modelo 1.500, combinación explorador-soldado, había dejado de existir. El hombre no dio mucha importancia al hecho. Después de todo, la compañía perdía a menudo costosas piezas en el espacio.