Papá huyó a la colonia de Marte antes de que Buddy naciera. Mamá bebía. A los dieciséis años, Buddy ayudaba en un taller de reparación de helicópteros en las afueras de St. Gable, debajo de Baton Rouge. Una vez decidió que sería divertido llevarse un helicóptero, algo de contrabando, una muchacha llamada Dolores-jo y sesenta y tres dólares y ochenta y cinco centavos a Nueva Orleáns. Nunca había robado nada. Le pescaron antes de que se elevaran del tejado del garaje. En el tribunal mintió al decir su edad, para evitar la indignidad de un reformatorio. Mamá, cuando la encontraron, no estaba demasiado segura de cuándo había nacido. («¿Buddy? A ver, déjenme pensar, debe ser Laford. James Robert Warren, a quien puse el nombre de mi tercer marido, que entonces no vivía conmigo; mi pequeño James nació en… 2032 creo, o 34… Sí, será Buddy.») El policía se inclinaba a juzgarle más joven de lo que era, pero de todas formas le mandó a una prisión para adultos. Allí ocurrieron algunas cosas terribles. Cuando, tres años después, Buddy salió, era una persona más amable que antes; pero cuando se asustaba se volvía violento. Al poco tiempo, dejó sin sentido a una camarera seis años mayor que él. Arrepentido, pidió emigrar a uno de los satélites de Urano. Pero, en veinte años, la economía colonial se había estabilizado. Eran mucho más exigentes con los solicitantes que en tiempos de papá: las colonias ya eran algo casi respetable. Habían empezado por excluir a ex presidiarios y gente por el estilo. Así que se fue a Nueva York, donde consiguió eventualmente un empleo de asistente en el centro espacial Kennedy.
Por entonces, había en un hospital de Nueva York una niña de nueve años que podía leer las mentes y quería morir. Su nombre era Lee.
También había un cantante llamado Bryan Faust.
Hacía un año que el perezoso, violento y rubio Buddy estaba en Kennedy, cuando apareció la música de Faust. Sus canciones invadieron la ciudad, sonaban en todas las radios y llenaban las selecciones de títulos de todos los tocadiscos; gritaban, susurraban y atronaban desde el altavoz del hangar espacial. Buddy caminaba entre las máquinas mientras oía los ritmos discordantes, repentinos silencios y momentos de voz acompañada por un órgano estridente, un oboe plañidero, bajos y platillos. Los pensamientos de Buddy eran escasos y lentos. Sus manos, enfundadas en lona, y sus pies, en botas de caucho, eran grandes y rápidos.
Debajo de él, la nave espacial llenaba el hangar como una protuberancia de doscientos metros de longitud. La numerosa tripulación irrumpió en el hangar, moviéndose por el cemento como sueltas bolas de engranaje.
Y la música…
—Hola, chico.
Buddy se volvió.
Bim se dirigía hacia él.
—Te estaba buscando, chico.
Buddy tenía veinticuatro años, pero la gente le llamaría «chico» hasta pasados los treinta. Parpadeaba mucho.
—¿Quieres venir y ayudarles a arriar aquel disolvente de arriba? El condenado ascensor se ha estropeado de nuevo. Te juro que habrá huelgas si no mantienen el equipo en buen estado. No es seguro. Dime, ¿qué opinas de la multitud que había afuera esta mañana?
—¿Multitud? —Buddy tartamudeaba ligeramente al hablar. Continuó—: Sí, había mucha gente. He estado abajo, en el taller de mantenimiento, hasta las seis, o sea que me debo haber perdido la mayor parte. ¿Por qué estaban aquí?
El rostro de Bim expresó incredulidad; después cambió a una sonrisa tolerante.
—Por Faust —señaló el altavoz: la música se detuvo, sonó de nuevo, y la voz de Bryan Faust habló de amor con mucha violencia para que resultase más real—. Faust ha venido esta mañana, chico, ¿no lo sabías? Ha estado correteando de satélite en satélite por los planetas exteriores. Tengo entendido que tuvo mucho éxito en los asteroides. También ha estado en Marte, y las últimas noticias son que en la Luna le admiran tanto como en todas partes. Ha llegado a la Tierra esta mañana, y ahora recorrerá las Américas durante doce días. Ésa es su nave —dijo señalándola con el pulgar, moviendo la cabeza y silbando—. ¡Vaya alboroto que hemos tenido! Creo que había chicos por millares, y también personas demasiado mayores para esta exhibición. ¡Tendrías que haber visto a la policía! Cuando intentábamos meter la nave aquí, unos doscientos chicos rompieron el cordón de la policía. Querían desmontar su nave y llevarse las piezas a casa. ¿Te gusta su música?
Buddy miró de soslayo hacia el altavoz. Los sonidos penetraban en sus oídos, en su mente, desencadenando sensaciones. La mayoría eran buenas, envueltas en una firme cadencia, un ritmo sincopado; sensaciones fugaces, pero buenas. Sin embargo, algunas de ellas…
—Sí, me gusta —el latido de su corazón y sus pulmones coincidían con la música—. Sí, me gusta —repitió; la música se aceleró; el corazón y la respiración se quedaron rezagados, Buddy sintió cierto desequilibrio—. Pero es… extraña —turbado, sonrió mostrando su diente roto.
—Ya. Me imagino que mucha gente piensa así. Bueno, ocúpate de esos bidones de disolvente.
—Muy bien.
Buddy fue hacia la escalera de caracol. Se hallaba en el descansillo, a punto de subir, cuando alguien gritó desde arriba:
—¡Cuidado!
Un bidón de cincuenta litros fue a caer a la galería a pocos metros de él. Buddy se volvió rápidamente y vio cómo el bidón se hacía pedazos y el disolvente se desparramaba, oxidándose en el aire, mientras seguían sonando los tambores de Faust.
Buddy dio un chillido y se tapó un ojo. Aquella mañana había estado trabajando con una pulidora mecánica, y tenía los guantes impregnados de aceite y partículas de acero. Se apretó la cara con los guantes de lona.
(El bajo eléctrico de Faust mantuvo en suspenso una disonancia.)
Mientras se alejaba por la galería, sintió a su espalda una lluvia de disolvente. Algo explotó en su interior y empezó a agitar los brazos.
(El último coro de la canción cantaba los últimos acordes y la voz del locutor, sin esperar al final, bramó: «Atención toda la gente de la sala de música…»)
—¿Qué demonios…?
—¡Jesús! ¿Qué pasa con…?
—¿Qué ha ocurrido? ¡Ya os dije que el maldito ascensor estaba roto!
—¡Llamad a la enfermería! ¡Rápido! ¡Llamad a…!
Se oían voces desde el piso de arriba y el piso de abajo. Y pisadas. Buddy llegó a la rampa, dio un grito y se balanceó.
—¡Cuidado! ¿Qué pasa con aquel muchacho?
—¡Aquí! ¡Ayúdenme a aguantar…! ¡Oooh…!
—Se ha vuelto loco.
—¡Traed al doctor de la enfermería!
(«… Y estuvo con ustedes el nuevo disco, asombroso, perturbador, de Bryan Faust, ¡Corona! ¡Ya saben ustedes que será un éxito…!»)
Alguien intentó agarrarle y Buddy le dio un puñetazo. Ciego, rodando sobre las caderas, trataba de aliviar su dolor con manos temblorosas. Y no podía. Era como si le hubiesen metido una bombilla en el ojo y ésta hubiese explotado. Golpeó a alguien más contra la barandilla, y siguió tambaleándose y emitiendo alaridos.
(«… ¡Y por fin ha llegado a la Tierra, queridos amigos! El pequeño hombre de Ganímedes que durante el año pasado ha interpretado de tantas formas la música de las esferas, ha llegado a Nueva York esta mañana. Lo único que yo quiero decir, Bryan…»)
Ira, dolor y música.
(«… Es: ¡La Tierra está contigo!»)
Buddy no sintió siquiera el pinchazo de la aguja en su hombro. Perdió el conocimiento mientras morían los platillos.
Lee se volvió e hizo girar el botón del volumen hasta que dio un chasquido.
En el cuadrilátero de luz que entraba por la alta y pequeña ventana, abierta porque estaban en agosto, se hallaba su radio, un gráfico con una integración incompleta del área de la curva x4 + y4 = k4, y su puño moreno. Sonriendo, intentó vencer la tensión creada por la música.
Bajó los hombros, desarrugó la nariz y abrió el puño. Pero los nudillos aún se movían al ritmo de Corona.
Tenía unas marcas rojizas en la parte anterior del antebrazo, y otras similares en el brazo derecho. Pero databan de tres años antes, de cuando ella tenía seis.
¡Corona!
Cerró los ojos y se imaginó la silueta del sol. En el centro, con los ojos verdes de su padre alemán y los altos pómulos de su madre asiática, se veía el extraño, sensual e impertinente rostro de Bryan Faust. Detrás de ella, sobre la cama, estaba abierta la lujosa revista a cuatro colores, con su interminable e hiperbólica prosa.
Lee cerró los ojos con más fuerza. Si pudiera alcanzar, tal vez tocar (no a él; esto sería demasiado), sino a alguien que se hallase cerca de él, en pie, sentado, o caminando, para saber qué significaba su proximidad, cómo sonaba su voz a través del aire y la luz…; buscó con su mente, alcanzó la música y oyó:
«—… ¿Qué hace tu hija?
»—Todas las semanas, cuando voy a visitarla, me dicen que está un poco mejor. Pero yo, te lo juro, no sé qué pensar. No tienes idea de lo que nos costó enviarla de nuevo a aquel lugar.
»—¡Claro que lo sé! Es vuestra propia hija, y tan bonita, y tan lista. ¿Le han hecho más pruebas?
»—Ha intentado suicidarse otra vez.
»—¡Oh, no!
»—¡Tiene cicatrices desde las muñecas hasta los codos! ¿Cuál habrá sido mi error? Los médicos no saben decírmelo. Y ella ni siquiera ha cumplido diez años. No puedo tenerla a mi lado. Su padre lo intentó; lo ha intentado todo. Sé que el divorcio puede acarrear problemas emocionales a los niños, pero no comprendo cómo una niña inteligente como Lee puede estar tan… ¡confusa! Tuvo que volver; no hubo otro remedio. Pero, ¿cuál es mi error? Me odio a mí misma por ello, y a veces, sólo porque no sabe decírmelo, incluso la odio a ella…»
Lee abrió los ojos; rompió la mesa con sus pequeños puños morenos, y tensó los músculos de su cara para reprimir las lágrimas. Toda la belleza musical había desaparecido. Volvió a respirar. Se quedó mirando la ventana abierta. El alféizar estaba a tres metros del suelo.
Entonces pulsó el timbre para llamar al doctor Gross y se acercó a la estantería. Pasó un dedo por los lomos de los libros: Spinoza, Los mellizos de Spring Lake, La decadencia de Occidente, El viento entre los sau…
Se volvió al oír que abrían la puerta.
—¿Me has llamado, Lee?
—Ha vuelto a suceder. Hace sólo un minuto.
—Anoté la hora cuando me llamaste.
—Duración, cerca de cuarenta y cinco segundos. Era mi madre y su amiga que vive en el piso de abajo. Muy normal. Nada digno de mención.
—Y, ¿cómo te encuentras?
No contestó, sino que miró hacia la estantería.
El doctor Gross caminó por la habitación y se sentó sobre la mesa.
—¿Y te importaría decirme lo que estabas haciendo justo antes de que eso ocurriera?
—Nada. Acababa de escuchar el nuevo disco, en la radio.
—¿Qué disco?
—La nueva canción de Faust, Corona.
—No la he oído —bajó la mirada hacia el gráfico y levantó una ceja—. ¿Es tuyo, o de algún otro?
—Usted me dijo que le llamara todas las veces que yo… tuviera un ataque, ¿verdad?
—Sí…
—Hago lo que usted quiere.
—Claro que sí. Lee. No quería decir que tú no estuvieras cumpliendo tu palabra. ¿Quieres decirme algo sobre el disco? ¿Qué piensas de él?
—El ritmo es muy interesante. Cinco por siete, en general, pero faltan muchos acordes y se tiene que escuchar con gran atención para captarlo.
—¿Había algo, quizá en las palabras, que haya podido poner en marcha la lectura del pensamiento?
—Su acento colonial de Ganímedes es tan fuerte, que me perdí la mayor parte de la letra, a pesar que ésta es básicamente en inglés.
El doctor Gross sonrió.
—Me he dado cuenta de que las expresiones coloniales se han introducido en el lenguaje de la gente joven, desde que Faust es tan famoso. Las oigo continuamente.
—Yo no —dirigió una rápida mirada al doctor, después volvió a fijarla en los libros.
El doctor Gross tosió; entonces dijo:
—Lee, creemos preferible mantenerte apartada de los demás niños del hospital. Sintonizas con más frecuencia en las mentes de personas que conoces, o de aquellas que han tenido experiencias y reacciones similares a las tuyas. Todos los niños del hospital están emocionalmente perturbados. Si de repente entraras en todas sus mentes, podrías resultar seriamente dañada.
—¡No lo estaría! —susurró.
—¿Te acuerdas que nos contaste lo que sucedió cuando tenías cuatro años, en el jardín de infancia, y conectaste con toda la clase durante seis horas? ¿Te acuerdas de lo trastornada que estabas?
—Fui a casa e intenté beber el yodo. —Le lanzó una mirada brutal—. Pero oigo a mamá por toda la ciudad. También oigo a extraños, ¡muchas veces! ¡Oigo a la señora Lowery cuando enseña en la clase de abajo! ¡La oigo! ¡He oído a gente de otros planetas!
—Sobre la canción, Lee…
—¡Usted quiere mantenerme apartada de los demás niños porque soy más lista que ellos! Lo sé, le he oído pensarlo…
—Lee, quiero que me digas qué sentiste al oír esta nueva canción.
—Usted cree que los trastornaré porque soy tan lista. ¡No me deja tener amigos!
—¿Qué sentiste al oír la canción, Lee?
Ella aguantó la respiración y parpadeó, mientras los músculos de la mandíbula le temblaban.
—¿Qué sentiste al oír la canción; te gustó o no te gustó?
Dejó escapar el aire por los labios.
—Hay tres temas melódicos —empezó al fin—. Aparecen con orden decreciente de intensidad rítmica. Hay más silencios en la última línea melódica. Su música está tan compuesta de silencios como de sonidos.
—Sigo preguntándote, ¿qué sentiste? ¿No comprendes que intento llegar a tu reacción emocional?
Miró hacia la ventana y luego al doctor Gross. Entonces se volvió hacia la estantería.
—Aquí hay un libro, una parte de un libro, que lo cuenta, supongo que mejor de lo que yo podría.
Cogió un volumen de Nietzsche del centro de la estantería.
—¿Qué libro?
—Venga —empezó a volver las páginas—. Se lo enseñaré.
El doctor Gross se levantó de la mesa. Se colocaron debajo de la ventana.
El doctor Gross lo cogió y frunciendo el ceño leyó el título: El nacimiento de la tragedia del espíritu de la música… la muerte sólo se encuentra en estos tonos disonantes…
Le arrancó el libro de las manos con la cabeza. Había saltado sobre él como si fuera un mueble y ella un pequeño animal. Cuando su mano no le agarraba el cinturón, la pechera de su camisa, la solapa o el hombro, se estiraba hacia arriba. Logró atraparla justo cuando se asía al borde de la ventana.
Estaban en el piso noveno.
La agarró por el tobillo cuando se tambaleaba sobre el soleado alféizar. Le dio un tirón y ella cayó en sus brazos chillando:
—¡Déjeme morir! ¡Por favor! ¡Déjeme morir!
Cayeron los dos al suelo mientras él gritaba: «¡No!», y la niña lloraba. El doctor Gross se levantó, jadeando.
Ella estaba tendida en el suelo de vinilo verde, enroscada, temiendo el sonido de sus propios sollozos, apretándose el estómago con las manos.
—Lee, ¿no hay ninguna posibilidad de que lo entiendas? Has estado expuesta a más de lo que la mente de una niña de nueve años podría soportar. ¡Pero tienes que acostumbrarte de algún modo! Esta no es la solución, Lee. Me gustaría poder ayudarte. Tal vez pueda…
Ella gritó con la mejilla apretada contra el suelo:
—¡Pero usted no puede ayudarme! ¡Sus pensamientos son tan toscos e imprecisos como los de los demás! ¿Cómo puede ayudar a personas que están asustadas y confusas porque sus propias mentes han formado las asociaciones equivocadas? ¿Cómo? ¡No quiero tener que tropezar también con todas sus inseguridades y temores! ¡No soy una niña! ¡He vivido más años y en más lugares que diez de ustedes juntos! Márchese y déjeme sola…
Ira, dolor y música.
—Lee…
—¡Márchese! ¡Por favor!
El doctor Gross, turbado, cerró la ventana con llave, dejó la habitación y cerró la puerta.
Ira, dolor… Bajo el caos, ella tenía conciencia de la contagiosa melodía de Corona. Alguien (no ella), alguien estaba siendo llevado al hospital, sumergido en una dolorosa oscuridad, soñando con los mismos sonidos. Exhausta y llorando todavía, los dejó entrar.
Se dio cuenta a través de su cansancio que los pensamientos del hombre se habían refugiado, para rehuir el dolor, en las armonías y cadencias de Corona. Ella intentó esconder su mente allí, y se escapó violentamente. Allí había algo terrible. Intentó retroceder, pero su mente seguía la música.
Lo terrible era que alguien le había dicho a él, una vez, que no debía poner la rodilla en el suelo.
Luchando, ella intentó empujarlo a un lado, para ver si lo que había debajo no era tan terrible. («Buddy deja de lamentarte y deja sola a tu mamá. No me encuentro bien. ¡Vete de aquí y déjame sola!») La botella se estrelló contra la puerta junto a él y huyó. Ella se estremeció. No podía haber nada tan malo en poner la rodilla en el suelo. Así que se abandonó y dejó que llegara hasta ella…
La espuma serpenteaba en el agua sucia. El agua estaba debajo de las rodillas de Buddy. Éste se inclinó hacia delante y frotó la húmeda piedra con el cepillo de alambre. Sus zapatos de lona ya estaban empapados.
—¡Pon tu condenada rodilla en el suelo y te agarraré! Vamos, mueve tu… —alguien, no Buddy, fue golpeado—. ¡Y no dejes que la rodilla toque el suelo! No lo hagas, te digo —y fue golpeado de nuevo.
Chapoteaban en el vestíbulo de la prisión, fregando. Había un rótulo sobre el ascensor: «Instituto de corrección penal del Estado de Luisiana», pero era difícil descifrarlo, porque Buddy no sabía leer muy bien.
—Sigue a su ritmo, chico. No dejes que te adelanten —vociferaba Pie Grande—. Sólo para que no pienses que no tienes privilegios especiales —Pie Grande pisaba fuerte sobre la piedra.
—¿Cuándo tendrán aquí una fregadora automática? —se lamentó alguien—. La tienen en la prisión del condado.
—Este instituto —dijo Pie Grande acercándose— se construyó en mil novecientos cuarenta y siete. No ha habido ninguna fuga en noventa y cuatro años. Lo administramos igual que cuando se construyó en mil novecientos cuarenta y siete. La primera vez que no haga bien su trabajo de teneros a todos encerrados…, entonces pensaremos en administrarlo de otro modo. Volved al trabajo. ¡Cuidado con la rodilla!
Buddy tenía los muslos doloridos y los empeines entumecidos. Sus pies ardían y los bordes de sus pantalones estaban empapados.
Pie Grande le había quitado las zapatillas. Mientras vigilaba a los que fregaban, sacudió las suelas una contra otra, primero delante de su barriga, después detrás de sus pesadas posaderas. Slap y slap. A cada golpe, golpeaba con un pie la piedra enjabonada.
—No os molestéis en mirarme. ¡Mirad las baldosas!, y no dejéis que la rodilla toque el suelo.
Una vez, en la letrina del patio, alguien había susurrado: «¿Pie Grande? ¡Cuidado con él, chico! Era un predicador en la zona del pantano. Fue a la oficina de emigración de la ciudad, donde admitían a todos los que se presentaban, y pidió que le hicieran papa o algo así, de la colonia europea que estaban fundando. Le echaron de la oficina a carcajadas. El domingo, cuando todos fueron a la concentración, se encontraron con que se había introducido en la ciudad, golpeando en la cabeza al hombre de la oficina de emigración, arrastrándole al pantano y crucificándole ante la tienda de la concentración. Les hizo rezar a todos para conseguir que bajara de la cruz. Después de una hora de rezos en la que no ocurrió nada, trajeron a Pie Grande aquí. Ahora es el administrador.»
Buddy restregó más fuerte con su cepillo de alambre.
—A ver si friegas hasta ahuyentar el diablo de las baldosas. Y que no vea tu rodilla en el…
Buddy enderezó los hombros. Y resbaló.
Cayó sobre su espalda, se agarró al cubo; el agua se derramó sobre él y formó un charco debajo. El jabón le picó en los ojos. Estuvo allí estirado un momento.
Unos pies desnudos se dirigían hacia él.
—Vamos, chico. Levántate y vuelve al trabajo.
Con los ojos muy cerrados, Buddy se levantó.
—Seguro que eres una desmaña…
Buddy cayó sobre las rodillas.
—¡Te dije que no dejaras que tus rodillas tocaran el suelo!
Lona mojada golpeó su oreja y su mejilla.
—¿Te lo dije o no?
Un pie cayó sobre su espalda y le dejó plano en el suelo. Golpeó el suelo con la barbilla y se mordió la lengua fuertemente. Aguantándolo así con el pie, Pie Grande golpeó una y otra vez la cabeza de Buddy, primero con un zapato y después con el otro. Buddy, ciego y con la boca llena de sangre, se retorcía en la piedra mojada e intentaba escaparse.
—Ahora no vuelvas a tocar el suelo con las rodillas. Vamos, todos ustedes a trabajar —los pasos se alejaron.
Pese al escozor, Buddy abrió los ojos. El cepillo estaba justo frente a su cara. Un poco más allá, vio un tacón sonrosado pisando el suelo jabonoso.
Tardó mucho en moverse. Al tercer golpe de cepillo se puso en pie y saltó. Aterrizó en la espalda de Pie Grande y le golpeó con el cepillo. Golpeó tres veces, y luego trató de despellejar un lado del rostro de Pie Grande.
Al final, los guardias le apartaron. Le llevaron a una habitación donde sólo había una cama de hierro sin colchón, y le ataron al somier, por los tobillos, muñecas, cuello, estómago… Les dijo a gritos que le soltaran. Le contestaron que no, que aún era violento.
—¿Cómo voy a comer? —preguntó—. ¿Me soltaréis para que coma?
—Cálmate un poco; mandaremos a alguien para que te alimente.
Unos minutos después de que sonara el timbre de la cena, Pie Grande miró hacia el interior de la celda. Llevaba la oreja, la mejilla, el cuello y el hombro izquierdo vendados. La sangre había empapado la venda del extremo de su clavícula. En una mano, Pie Grande tenía un plato de hojalata con arroz y tocino, y en la otra, una cuchara de hierro. Se acercó, se sentó en el borde de la cama de Buddy, y se quitó una zapatilla de lona.
—Me han dicho que venga a darte de comer, chico —se quitó la otra zapatilla—. ¿Tienes mucha hambre?
Cuando desataron a Buddy cuatro días después, no podía hablar. Tenía un diente roto y varios descantonados. El paladar estaba en carne viva; el médico de la prisión tuvo que darle cinco puntos en la lengua.
Lee sintió el gusto del hierro.
En algún lugar del hospital, Buddy yacía en la oscuridad, aterrado, con los ojos ardientes y la cabeza llena de los atronadores ritmos de Corona.
Los hombros de Lee se pusieron en tensión; el dolor que Buddy recordaba le hizo apretar las mandíbulas y la lengua. Quería morir.
«¡Basta!», murmuró, y trató de escapar al terror inarticulado que Buddy, obligado por el dolor y el ritmo de una canción, recordaba de una época en que sólo tenía el doble de la edad de Lee. «Oh, ¡basta!» Pero nadie podía oírla del modo como ella oía a Buddy, a su madre, o a la señora Lowery en la clase de la escuela.
Tenía que detener aquel miedo.
Tal vez era la música. Tal vez era porque ya había agotado todos los otros medios. Tal vez era porque el único sitio por explorar era el interior de la mente de Buddy…
… Cuando Buddy quería salir de su celda por la noche, para unirse a una partida de cartas donde apostaban por unos cigarrillos, se llevaba un trozo de chicle y la tapa de una botella de Doctor Pepper y los pegaba en el pestillo superior de la puerta. Cuando iban a cerrar las puertas después del recreo, el pestillo no podía cerrarse…
Lee miró la puerta cerrada de su habitación. Podía conseguir el chicle por la tarde, cuando la dejaban pasear por los pasillos. Pero la máquina de refrescos junto al ascensor, sólo los servía en tazas. Se incorporó de pronto y miró la suela de su zapato. En el tacón estaban las chapas de metal que su madre hizo clavar al zapatero para que no se gastaran tan de prisa. Tenía que detener aquel miedo. Si no le permitían hacerlo suicidándose, lo haría de otro modo. Fue hacia la cama y empezó a despegar una chapa de su suela.
Buddy yacía boca arriba, asustado. Después de drogarle, le habían traído a la ciudad. No sabía dónde estaba, y como no podía ver, estaba asustado.
Algo le rozó la cara; ladeó la cabeza para escapar de la cuchara…
—¡Shhhh! No es nada…
Vio luz con un ojo; con el otro aún no veía. Parpadeó.
—Todo va bien —dijo ella (era una voz femenina, aunque todavía no podía verle la cara)—. No estás en la cárcel. Y no estás en… aquel lugar. Estás en Nueva York, en un hospital. Algo le ha pasado a tu ojo, pero nada más.
—¿Mi ojo…?
—No estés asustado. Te lo ruego. Yo no puedo resistirlo.
Era una voz de niña. Parpadeó otra vez y alargó la mano para frotarse los ojos.
—Cuidado —dijo ella—. Vas a…
Le picaba el ojo y quería frotárselo, así que alargó la mano hacia la voz.
—¡Ah!
Le habían mordido el pulgar y se lo tocó con la otra mano.
—Lo siento —dijo ella—, no quería morderte el dedo, pero ibas a estropearte el vendaje. Te he sacado el del ojo derecho, porque está sano. Espera un momento.
Algo fresco alivió su vista borrosa.
Todo se aclaró.
Una preciosa niña negra estaba arrodillada junto a su cama, con un algodón mojado en la mano. La luz no era tan brillante como le había parecido: sólo una pequeña bombilla sobre el espejo del lavabo.
—Tienes que dejar de estar tan asustado. Es preciso.
Buddy había pasado gran parte de su vida haciendo lo que la gente le ordenaba, cuando no hacía lo contrario por espíritu de contradicción.
La niña se sentó sobre los talones.
—Así es mejor.
Él se incorporó en la cama; no estaba atado. Crujieron las sábanas que le cubrían las rodillas. Se miró el pecho; llevaba un pijama azul cuyos botones estaban mal abrochados. Alargó la mano para arreglarlos, y sus dedos se cerraron en el aire.
—Sólo ves con un ojo, así que no hay paralelismo para la percepción en profundidad.
—¿Qué? —preguntó él, mirándola otra vez.
Llevaba pantalones cortos y una camisa blanca y roja.
Buddy frunció el ceño:
—¿Quién eres?
—Dianne Lee Morris —repuso ella—. Y tú eres…
Entonces también ella frunció el ceño. Se levantó, cogió el espejo de encima del lavabo y lo llevó a la cama.
—Mírate. ¿Quién eres?
Él tocó con sus uñas grasientas el vendaje que caía sobre su ojo izquierdo. Unos cabellos cortos y rubios asomaban por encima de la gasa. Rozó con el índice la familiar cicatriz de su ceja derecha.
—¿Quién eres?
—Buddy Magowan.
—¿Dónde vives?
—St. Gab… —Se detuvo—. En la Calle 119, entre la Segunda y la Tercera Avenida.
—Dilo otra vez.
—En la Calle 119, entre la Segunda y la Tercera Avenida.
—Muy bien; y ¿dónde trabajas?
—En Kennedy, como asistente.
—Entonces no hay por qué tener miedo.
Él asintió.
—No —y sonrió; se vio su diente roto en el espejo—. No. Tenía una… pesadilla.
Ella devolvió el espejo a su sitio. Mientras se volvía, cerró los ojos de repente y suspiró.
—¿Qué pasa?
Los abrió de nuevo.
—Se ha parado. Ya no puedo leer en tu mente. Ha ocurrido así durante todo el día.
—¿Cómo? ¿Qué quieres decir?
—Quizá hayas leído algo sobre mí en las revistas. Me dedicaron un largo artículo en el New Times hace un par de años. Yo también estoy en el hospital. En el otro lado, en la sección de psiquiatría. ¿Leíste el artículo?
—No leía demasiadas revistas por aquel tiempo y ahora tampoco. ¿Sobre qué escribieron?
—Puedo ver y oír lo que la gente piensa. Soy una de las tres que están estudiando. Soy la que lo hago mejor. Pero sólo pasa a ratos. El otro, Eddy, es idiota. Lo conocí cuando hacíamos las pruebas. Es mayor que tú e incluso más tonto. También está la señora Lowery, pero ella no oye, sólo ve y a veces puede hacer que los demás la oigan. Trabaja aquí, en la escuela del hospital. Puede ir y venir a su antojo. Pero yo debo estar encerrada.
Buddy la miró de soslayo.
—¿Puedes oír lo que hay en mi cabeza?
—Ahora, no. Pero podía. Y era… —Su labio empezó a temblar, sus ojos pardos brillaban—. Quiero decir que cuando aquel hombre trató de… con la… —Y empezó a llorar. Se puso el dedo en la barbilla y tembló—. Cuando él… te cortaba…
Buddy vio sus lágrimas y le sorprendieron.
—Vamos, cariño… —dijo tocándole el hombro.
El rostro de Lee le golpeó el pecho mientras se agarraba a la chaqueta de su pijama.
—¡Me dolió tanto! —dijo.
Su tristeza y su dolor la sacudieron.
—¡Tengo que evitar que sufras! Lo tuyo no era más que un sueño, así que pude escaparme de mi habitación, bajar aquí y despertarte. Pero los demás, la niña en el fuego, o el hombre en la mina inundada… ¡Aquéllos no eran sueños! No podía hacer nada por ellos. No podía evitar que sufrieran. No podía, Buddy. Yo quería, pero, ¡uno estaba en Australia y el otro en Costa Rica! —Sollozó contra su pecho—. ¡Y otro estaba en Marte!, y yo no podía ir a Marte, ¡no podía!
—Está bien —murmuró él sin entenderlo, y le frotó el áspero cabello; entonces, como ella se estremeciera en sus brazos, empezó a comprender—. ¿Bajaste… aquí para despertarme? —preguntó.
Ella asintió contra la chaqueta de su pijama.
—¿Por qué?
Se encogió de hombros contra su barriga.
—No…, no lo sé…, quizá fue la música.
Después de un momento él preguntó:
—¿Es la primera vez que haces algo acerca de lo que oyes?
—No es la primera vez que lo he intentado. Pero sí la primera que… lo he logrado.
—Entonces, ¿por qué lo volvías a intentar?
—Porque… —ahora estaba más calmada—, porque pensaba que quizá el dolor se aliviaría si yo lograba penetrar. —Él notaba el movimiento de su mandíbula mientras hablaba—. Y así es. —En su rostro algo se estremeció—. Duele menos.
Puso la mano sobre la de ella, que le apretó el pulgar.
—¿Sabías que estaba… terriblemente asustado?
Ella asintió.
—Lo sabía, porque yo lo estaba al mismo tiempo.
Buddy recordó el sueño. Sintió frío en la nuca y la carne de sus muslos empezó a picarle. Recordó la realidad tras el sueño, y se aferró a Lee con más fuerza, apretando la mejilla contra su pelo.
—Gracias. —No podía decirlo de otro modo, pero no le pareció suficiente; así que lo repitió más lentamente—: Gracias.
Al cabo de un rato, ella se desasió y Buddy contempló su cara llorosa con una visión más profunda.
—¿Te gusta la canción?
Parpadeó, y se dio cuenta que la insistente música todavía se hallaba en su cabeza.
—¿Puedes… oír lo que estoy pensando, otra vez?
—No. Pero antes pensabas en ella. Sólo quería confirmarlo.
Buddy reflexionó.
—Sí —ladeó la cabeza—. Sí, me gusta mucho. Me hace sentir… bien.
Ella vaciló y dijo:
—¡A mí también! Creo que es preciosa. Creo que la música de Faust es tan… —y susurró la palabra siguiente como si pudiera ofender— ¡viva! Pero con la vida que debe ser. No sin dolor, pero con un dolor contenido, ordenado, que da forma y significado, así que todo está bien de nuevo. ¿No lo crees tú también?
—Yo… no lo sé. Me gusta…
—Supongo —dijo Lee un poco tristemente— que a las personas les gustan las cosas por diferentes razones.
—A ti te gusta mucho —bajó los ojos y trató de comprender cómo le gustaba, pero no pudo; las lágrimas habían oscurecido su pijama; como no quería que llorara de nuevo, le sonrió al levantar la vista—. ¿Sabes que estuve a punto de verle esta mañana?
—¿A Faust? ¿Quieres decir que viste a Bryan Faust?
Él denegó.
—Casi. Trabajo en el equipo de servicio en Kennedy. Estábamos trabajando en su nave cuando… —Se señaló el ojo.
—¿Su nave? ¿Tú estabas allí? —el asombro de su voz era totalmente infantil, y encantador.
—Probablemente le veré cuando se vaya —alardeó Buddy—. Puedo entrar en sitios donde no dejan pasar a nadie, excepto a las personas que trabajan en el aeropuerto.
—Daría… —ella se acordó de tomar aliento— cualquier cosa por verle. ¡Cualquier cosa!
—Había una enorme multitud allí esta mañana. Casi desbordó a los policías. Pero yo hubiera podido subir y quedarme en la rampa cuando él bajó, si se me hubiera ocurrido.
Las manos de Lee golpeaban el borde de la cama mientras le contemplaba.
—Claro que le veré cuando se vaya. —Esta vez encontró los botones y empezó a abrocharlos en los ojales adecuados.
—¡Me gustaría verle yo también!
—Supongo que Bim (es el jefe del equipo de servicio) te dejaría atravesar la puerta, si le dijera que eres mi hermana. —Miró su piel oscura—. Bueno, mi prima.
—¿Me llevarías? ¿De verdad me llevarías?
—Claro. —Buddy intentó pellizcarle la nariz, pero no lo logró—. Tú me has hecho un favor. No veo por qué no, si te permiten salir…
—¡La señora Lowery! —susurró Lee alejándose de la cama.
—… Del hospital. ¿Qué pasa?
—¡Saben que he salido! La señora Lowery me está llamando. Dice que me ha visto y el doctor Gross está en camino. Quieren llevarme de nuevo a mi habitación. —Corrió hacia la puerta.
—¡Lee, aquí estás! ¿Te encuentras bien? —En el umbral el doctor Gross le agarró el brazo cuando ella intentaba escaparse.
—¡Déjeme irme!
—¡Eh! —gritó Buddy—. ¿Qué hará con la pequeña?
De repente se enderezó en la cama, destapándose.
Los ojos del doctor Gross se dilataron.
—La llevaré de nuevo a su habitación. Es una paciente del hospital. Debe estar en otra sala.
—¿Ella quiere ir? —preguntó Buddy.
—Está muy perturbada —replicó el doctor Gross a Buddy, que estaba en pie sobre la cama—. Intentamos ayudarla, ¿no lo entiende? No sé quién es usted, pero tratamos de mantenerla con vida. ¡Ha de volver!
Lee sacudió la cabeza contra la cadera del doctor.
—¡Oh, Buddy…!
Éste saltó a los pies de la cama, tambaleándose. En todo caso se tambaleó una vez. No lo logró a causa de la falta de perspectiva. También porque comprendió de pronto la situación. Ya no estaba en el correccional del Estado de Luisiana. ¡Se dio cuenta del mismo modo en que uno comprende una melodía cuando ha dejado de sonar!
—¡Espere! —dijo Buddy.
Al otro lado de la puerta, el doctor decía:
—Señorita Lowery, lleve a Lee a su habitación. La enfermera de noche sabe la medicación que debe darle.
—Sí, doctor.
—¡Espere! —gritó Buddy—. ¡Por favor!
—Perdone —dijo el doctor Gross entrando de nuevo, sin Lee—. Hemos de llevarla arriba y darle un calmante inmediatamente. Créame, siento esta contrariedad.
Buddy se sentó en la cama y arrugó el entrecejo.
—¿Qué… qué le pasa?
El doctor Gross guardó silencio un momento.
—Supongo que le debo una explicación. Es difícil, porque no lo sé con exactitud. Se ha hecho un gran esfuerzo para estudiar los tres casos probados de telepatía que se conocen hasta ahora; Lee es la de mayor fuerza. Es una niña brillante e increíblemente creativa. Pero su mente ha sufrido tal trauma (de todas las vidas que le han llegado telepáticamente), que quiere suicidarse. Estamos intentando ayudarla. Pero si se la deja sola durante un tiempo, a veces semanas, a veces horas, intenta suicidarse.
—Entonces, ¿cuándo mejorará?
El doctor Gross metió las manos en los bolsillos y miró sus sandalias.
—Me temo que lo primero que hay que hacer para curar a alguien de una perturbación mental, es aislarlo del trauma. Con Lee, esto es imposible. Ni siquiera sabemos qué parte del cerebro controla la telepatía, así que tampoco podemos intentar la lobotomía. Todavía no hemos encontrado una medicina efectiva. —Se encogió de hombros—. Espero que podamos ayudarla. Pero cuando soy objetivo, no veo que pueda mejorar. Estará así el resto de su vida. Cuanto antes la olvide usted, menos daño le hará. Buenas noches. De nuevo, siento lo ocurrido.
—Buenas noches.
Buddy se sentó en la cama un rato. Finalmente apagó la luz y se acostó. Tuvo que masturbarse tres veces antes de lograr dormirse. Pero por la mañana aún no había olvidado a la niña de color que se le había acercado y había despertado… tantas cosas en él.
Los médicos se mostraron muy contrariados por lo de la venda y hablaron de oftalmía simpatética. Examinaron la córnea izquierda en busca de restos de polvo metálico. Le retuvieron tres días más en el hospital, ajustando la presión entre los humores vítreo y acuoso, para prevenir su hasta ahora ignorada tendencia al glaucoma. Le dijeron que lo que había empañado ocasionalmente la visión de su ojo izquierdo fue un flotador vítreo y que no debía preocuparse por ello.
—Quédese en casa por lo menos dos semanas —le dijeron—, y lleve el parche hasta dos días antes de volver al trabajo.
Le dieron mucho trabajo con los papeles de compensación de los trabajadores, pero Buddy pudo arreglarlo; era culpa suya, pues había escrito una fecha equivocada. Nunca más volvió a ver a la niña.
Y las radios y tocadiscos de Nueva York y Buenos Aires, París y Estambul, Melbourne y Bangkok, tocaban la música de Bryan Faust.
El día que Faust iba a dejar la Tierra en dirección a Venus, Buddy volvió al aeropuerto espacial. Era tres días antes del fijado para su vuelta al trabajo, y todavía llevaba el parche en el ojo.
—¡Jesús! —dijo a Bim, mientras estaban apoyados en las barandillas del puente de observación, en el tejado del hangar—. Mira a toda esa gente.
Bim escupió al caliente asfalto. La nave estaba sobre la rampa de lanzamiento, bajo el sol de agosto.
—Cantará antes de irse —dijo Bim—. Espero que no se alboroten.
—¿Cantar?
—¿No ves la plataforma de madera que hay allí afuera, y todos los altavoces? Con todos esos chicos, quizá haya un alboroto.
—Bim, ¿puedo bajar al campo y acercarme a la plataforma?
—¿Para qué?
—Para poder verle desde muy cerca.
—Tú eras el que hablaba de toda esa gente.
Buddy, agarrando la barandilla, pasó el pulgar por su superficie. Los músculos de su antebrazo se movieron bajo el tatuaje: «A Marte iría yo por Dolores-jo», grabado sobre los aros de Saturno.
—No veo por qué diablos…
—Es por esa niña de color, Bim…
—¿Qué?
—¡Bim!
—Bueno, bueno. Ponte ropa de trabajo y baja con la tripulación. Estarás con los periodistas. Pero no digas a nadie que yo te he enviado. Ya sabes cuánta gente quiere llegar allí. De todos modos, ¿por qué quieres estar tan cerca?
—Por una… —se volvió en el umbral—. Por una amiga. —Bajó corriendo las escaleras hacia los armarios.
Bryan Faust atravesó la plataforma en dirección a los micrófonos. Sobre sus hombros volaban cometas y desaparecían bajo sus brazos. Los soles explotaban sobre su pecho. Alrededor de sus codos giraban los meteoros. Se vendían camisas de tela polarizada con diseños incandescentes, que se llamaban Fausts; algunas de ellas relucían entre la multitud. Se apartó el cabello de la frente y sonrió. Detrás del cordón de policías, cientos de jóvenes lanzaron gritos. Rió ante el micrófono y se hizo el silencio. A sus espaldas centelleaba una hilera de instrumentos electrónicos. Los controles estaban en los numerosos anillos que colgaban de sus dedos. Levantó las manos, movió las joyas, y los instrumentos, programados para ello, iniciaron el atronador preludio de Corona. Bryan Faust cantó. Por todo Kennedy, miles de personas (Buddy entre ellas), le escuchaban.
En su cama del hospital, Lee escuchaba.
—Gracias, Buddy —susurró—, gracias.
Y sintió menos deseos de morir.