El cohete se erguía alto y magnífico, amparado todavía por los brazos de su armazón, pero esperando, mirando hacia arriba y esperando…

«¿Y por qué diablos —se dijo Burnett— tengo que pensar frases de ficción incluso cuando estoy viendo algo real?»

—Debe de producirte una sensación muy extraña —dijo Dan.

—¡Ya lo creo! —Burnett se encogió de hombros, sonriendo—. Extraña y llena de orgullo. Yo lo inventé. En agosto hará treinta años que, en mi novela Sueño estelar, lo diseñé, lo construí, lo lancé y lo hice aterrizar en Marte, y me pagaron a céntimo la palabra por publicarla en Relatos Fantásticos.

—Es una lástima que no lo patentaras.

—Alégrate de que no lo hiciera —dijo Burnett—. Vas a volar en él. Mi Sueño estelar era más bonito que éste, pero sólo tenía dos breves párrafos de intestinos. —Hizo una pausa, y movió la cabeza—. Resulta bastante adecuado, después de todo. El cheque de cuatrocientos dólares que recibí por Sueño estelar fue lo que me dio el valor para pedir a tu madre que se casara conmigo.

Se quedó mirando a su hijo, aquel muchacho delgado, de grave rostro juvenil y tranquila sonrisa. Ahora podía confesarse a sí mismo su decepción de que Dan hubiese heredado la complexión de su madre. Burnett era un hombre corpulento, de cabeza voluminosa, manos grandes y anchos hombros, y Dan siempre le había parecido pequeño y casi frágil. Y ahora, ahí estaba Dan, luciendo el uniforme caqui desteñido por el sol, y fresco como una rosa después de todas las pruebas de presión, vértigo, altitud, y las variadas torturas de las cámaras acorazadas y centrífugas, pruebas que Burnett no sabía si hubiese resistido él aun en sus mejores tiempos. Se sintió invadido por una emoción insólita y turbadora.

—De todos modos, no irás a Marte con él —observó.

Dan soltó una carcajada.

—En este viaje, no. Nos conformaremos con posarnos sobre la Luna.

Caminaron por la explanada, bajo el sol implacable, dando la espalda al cohete. Burnett tenía una extraña sensación, como si le hubiesen limado todos los nervios y el más ligero estímulo los hiciera vibrar. El sol nunca le pareció tan caliente ni había sentido nunca el escozor de su piel, el olor de la tela de algodón empapada en sudor, el crujido de la arena bajo sus pies y la proximidad de su hijo, que caminaba a su lado…

No lo bastante cerca. Nunca lo bastante cerca.

Era extraño, pensó Burnett, que nunca hasta este momento se hubiera dado cuenta de una laguna en sus mutuas relaciones.

¿Por qué? ¿Por qué no antes y por qué ahora?

Caminaban juntos bajo el sol, y la mente de Burnett trabajaba, la mente del escritor, adiestrada y agudizada por treinta años de lucha con la máquina de escribir y un sueldo precario, la mente que ya nunca podría concentrarse por completo en una situación personal, sino que siempre se mantendría aparte, analítica y fría; Burnett escritor frente a Burnett hombre, como si éste fuera el personaje de un relato. La motivación, el hombre. Una emoción no es real si no ha sido motivada, y ésta no sólo carecía de motivación, sino que era inconsistente. No venía a cuento. A menudo las personas parecen inconsistentes, pero no lo son; siempre tienen una razón para todo, aunque no lo sepan, aunque nadie lo sepa. «¿Cuál es la tuya, Burnett? Sé sincero, ahora. Si no lo eres, ni el hombre ni el personaje tendrán consistencia.»

¿Por qué esta repentina y dolorosa sensación de vacío, de no haber hecho lo suficiente por y para este joven satisfecho y, en apariencia, completamente feliz?

«Porque… —pensó Burnett—, porque…»

Las olas de calor vibraban, resplandecían, y la blancura de la arena, del blocao, y de los distantes edificios era insoportablemente dolorosa para su vista.

—¿Qué ocurre, papá? —preguntó Dan con voz aguda y lejana.

—Nada, es la luz, que me deslumbra…

Ahora el sudor recorría su vigoroso cuerpo, y una alarma fría tembló en su interior. «Es esto, claro: estoy asustado. Estoy pensando que… Adelante, suéltalo, no conseguirás nada con ocultarlo. Estoy pensando que este hijo mío trepará dentro de pocas horas a la boca de este maravilloso monstruo, y unos hombres cerrarán la escotilla y se alejarán, y otros hombres pulsarán unos botones y prenderán fuego a la cola del monstruo; y es posible, puede ocurrir que…

»Siempre queda la cápsula de emergencia.

»Naturalmente que sí.

»De todos modos, ahí la tienes, la motivación más sencilla del mundo. La sensación de vacío no es por el pasado, sino por el futuro.»

—El sol puede ser brutal aquí —estaba diciendo Dan—. Tendrías que usar sombrero.

Burnett se rió, se quitó las gafas de sol y secó el sudor que le empañaba los ojos.

—No subestimes a tu viejo padre; aún puedo partirte en dos.

Volvió a ponerse las gafas y siguió caminando a paso firme junto a Dan. A sus espaldas, el cohete apuntaba hacia el cielo.

En la sala común de la vivienda de los astronautas se reunieron con algunos de ellos: Shontz, que iría con Dan; Crider, que sería el tercer tripulante, y tres o cuatro más del equipo. Otros ya se habían ido hacia las estaciones de control general, desde donde seguirían el vuelo de Dan y Shontz. Todos eran de un temple similar al de Dan, «que no era corriente, ni mucho menos», pensó Burnett. La mayoría le habían visitado en su casa. Tres de ellos incluso habían leído sus relatos antes de conocerles a él y a Dan. Ahora, naturalmente, todos estaban familiarizados con sus cuentos. Parecían encantados de tener en su equipo a un muchacho inteligente cuyo padre era escritor de ciencia ficción. No dudaba de que hacían bromas al respecto, pero ahora le acogieron con alegría, y él también se alegró, porque necesitaba alguna distracción para olvidar la frialdad de su interior.

—¡Hola! —exclamaron—. Aquí llega el experto en persona. ¿Qué tal, Jim? ¿Cómo va todo?

—He venido a asegurarme de que lo estáis haciendo tal como lo hemos escrito —dijo.

Ellos sonrieron.

—¿Y cuál es el veredicto de un viejo profesional? —preguntó Crider.

Burnett apretó los labios y adoptó una actitud crítica.

—No está mal, excepto un pequeño detalle.

—¿Cuál?

—Las inscripciones del cohete. Habría que pintarlas con colores más vivos, amarillos y rojos, para que contrastasen con la negrura aterciopelada y cuajada de estrellas del espacio.

Shontz dijo:

—Yo tenía una idea mejor: quería que pintaran el cohete de un negro aterciopelado, cuajado de estrellas, para que los habitantes del espacio no advirtieran nuestro paso. Pero los generales se limitaron a miramos de un modo muy peculiar.

—Son unos analfabetos —dijo un muchacho alto, de rostro solemne, llamado Martín. Era uno de los tres que habían leído los relatos de Burnett. «Me chiflaron», había dicho al comentarlos, haciendo que Burnett se sintiera más pasado de moda que halagado.

—Tienes razón —convino Crider—. Dudo de que conozcan siquiera al capitán Marvel.

—Esto es lo malo de casi toda la gente de Washington —dijo Fisher, un chico de cara redonda, alegre y tostada por el sol, a quien también habían «chiflado» los relatos de Burnett—. De niños no leyeron más que las aventuras del capitán Billy, y por eso ahora salen con preguntas como: «¿Por qué poner a un hombre en la Luna?»

—Bueno —repuso Burnett—, no se trata de nada nuevo. Ya le dijeron lo mismo a Colón. Por suerte, siempre hay algún idiota que no se conforma con los convencionalismos.

Crider levantó la mano derecha.

—¡Os saludo, camaradas idiotas!

Burnett soltó una carcajada. Ya se sentía mejor. Era fácil relajarse al verles tan tranquilos y contentos.

—No os hagáis los listos conmigo —dijo—. Todos habéis salido de mi pluma. Cuando lloriqueabais en la cuna, yo os inventaba con tinta y el sudor de mi frente para poder pagar las facturas. ¿Y, qué hicisteis vosotros, seres desagradecidos? Os convertisteis en personas reales.

—¿En qué está trabajando ahora? —preguntó Martin—. ¿Va a escribir la continuación de El hijo de los mil soles? Fue un relato estupendo.

—Depende —repuso Burnett—. Si me prometéis no acercaros a la constelación de Hércules hasta que yo haya escrito el libro… —contó con los dedos—. Edición seriada, edición encuadernada, edición de bolsillo… Tres años como mínimo. ¿Os veis capaces de esperar?

—Por usted, Jim —dijo Fisher—, nos demoraremos.

—De acuerdo, entonces. Pero os aseguro que no es nada fácil. Con todos esos sondeos alrededor de Marte, Venus, y la divulgación de cuanto se descubre, y un sesudo científico que aparece todos los días con un nuevo avance en partículas elementales, criogenia o campos de fuerzas…, la cosa se está poniendo complicada. Actualmente, he de saber de qué estoy hablando, en vez de limitarme a elaborar una teoría o inventar algo totalmente imaginario. Y ahora, mi propio hijo parte hacia la Luna, y cuando vuelva me explicará cómo es en realidad, y ya habrá doce relatos más que no podré escribir.

Eran palabras, sólo palabras. Pero pronunciarlas y contemplar aquellos rostros sinceros y sonrientes le hacía mucho bien, y ya no sentía aquella frialdad interior…

—Ten fe, papá —dijo Dan—. Ya te encontraré algo en las cavernas: una ciudad muerta, por ejemplo, o una galaxia lejana y abandonada.

—¿Y por qué no? —dijo Burnett—. Todo lo demás ya ha ocurrido. —Les sonrió—. Voy a deciros algo: la ciencia ficción es un difícil medio de vida, pero me alegro de que todo se haya realizado mientras yo vivo para verlo, y para saber cómo se lo toma la gente que se reía de aquellas patrañas infantiles. La expresión de asombro en sus pequeños rostros cuando fue lanzado el «Sputnik», y el horror que se apoderó de ellos cuando empezaron a comprender que el espacio es realmente, algo inmenso…

Ahora no hablaba por hablar; sentía una gran emoción y un gran orgullo de que su propia carne formara parte de aquel futuro que se había convertido tan rápidamente en presente.

Hablaron un rato más, pero llegó el momento de irse, y se despidió de Dan tan casualmente como si el muchacho partiese para un corto viaje entre Cleveland y Pittsburgh. Sólo un momento, cuando se volvió a mirar el cohete, que ahora aparecía muy lejano, como un dedo blanco que apuntara hacia el cielo, el miedo volvió a retorcerle las entrañas.

Aquella noche volvió a su casa de Cartersburg, en el Ohio central. Estuvo levantado hasta muy tarde, hablando de Dan con su mujer, del aspecto que tenía, de lo que había dicho, y de lo que él, Jim, creía que su hijo sentía en realidad.

—Es feliz como una almeja cuando sube la marea —le dijo—. Tendrías que haber venido conmigo, Sally. Te lo aconsejé.

—No —contestó ella—. No quería ir.

Su rostro reflejaba la misma calma y tranquilidad que el de Dan, pero una nota en su voz le impulsó a rodearla con sus brazos y besarla.

—No te preocupes, cariño. Dan no está preocupado, y es él quien se va.

—Exactamente —repuso ella—. Es él quien se va.

Burnett tomó una o dos copas de más para que le ayudaran a conciliar el sueño. Pero incluso así, no durmió bien. Y por la mañana llegaron los periodistas.

A Burnett comenzaban a disgustarle los periodistas. Algunos de ellos eran buenos chicos, otros se limitaban a hacer su trabajo; pero había otros… en especial aquellos que consideraban emocionante que un escritor de ciencia ficción fuese padre de un astronauta.

—Dígame, míster Burnett, cuando usted empezó a escribir ciencia ficción, ¿creía que todo aquello se haría realidad?

—Es una pregunta un poco tonta, ¿no cree? —replicó Burnett—. Si lo que quiere saber es si yo creía posibles los viajes espaciales… sí, así es.

—He leído algunos de sus primeros relatos. Logré hacerme con algunas revistas viejas…

—Ha tenido suerte. Algunas de ellas se están vendiendo por casi tanto dinero como el que me dieron por los relatos. Continúe.

—Verá, míster Burnett, no sólo algunos de sus relatos, sino casi todos, me impresionaron por su fe en los viajes espaciales. Dígame, ¿cree usted que sus relatos de ciencia ficción contribuyeron a hacer realidad los viajes espaciales?

Burnett refunfuñó:

—Seamos realistas. La verdadera razón de que se lancen cohetes ahora y no hace un siglo es el temor que tienen las dos grandes potencias de que la otra les tome la delantera.

—Pero usted cree que la ciencia ficción contribuyó en algo a su realización, ¿verdad?

—Bueno —repuso Burnett—, podría decirse que animó a la opinión pública y preparó un poco el clima mental para lo que tenía que venir.

El periodista ya había obtenido la respuesta que deseaba, e insistió triunfalmente:

—Así que se podría decir que los relatos que usted escribió hace años son en parte responsables de que su hijo vaya a la Luna.

El vacío volvió a producirse en el interior de Burnett. Repuso, con voz átona:

—Podría decirse así, de querer añadir un matiz sentimental de interés humano a las razones para el viaje a la Luna, pero carecería de fundamento.

El periodista sonrió.

—Verá, míster Burnett, seguramente sus relatos tuvieron alguna influencia sobre Dan en la elección de su carrera. Quiero decir que, habiendo estado expuesto a ellos durante toda su vida, leyéndolos, oyéndole hablar a usted, ¿no será eso la que le empujó a decidirse?

—No tenía por qué ser esto, y no lo fue —contestó Burnett, y abrió la puerta—. Y ahora, si quiere disculparme, tengo muchas cosas que hacer.

Cerró la puerta con llave. Sally había salido para ahorrarse las entrevistas, y la casa estaba silenciosa. Se dirigió al jardín de la parte posterior y permaneció allí, mirando fijamente unas flores rojas y fumando, hasta que se calmó del todo.

—Bueno —dijo en voz alta—. Olvidémoslo.

Volvió a entrar en la casa y fue a su habitación de trabajo (nunca la había llamado estudio porque nunca estudió en ella, sólo trabajó). Cerró la puerta y se sentó ante la máquina de escribir. En el rodillo había una hoja escrita a medias, y, sobre la mesa, seis hojas de papel carbón y el borrador lleno de tachaduras del primer capítulo aún sin terminar de la continuación de El hijo de los mil soles. Leyó la última página, luego la que había en la máquina, y apoyó las manos en el teclado.

Después de largo rato, suspiró y empezó a escribir de un modo casi mecánico.

Más tarde llegó Sally, y le encontró allí sentado. Había sacado la hoja de la máquina, pero no volvió a poner otra; estaba inmóvil, como ensimismado.

—¿Dificultades? —preguntó Sally.

—No logro salir adelante, eso es todo.

Ella le sacudió cariñosamente los hombros.

—Ven a tomar una copa y déjate de preocupaciones por un buen rato.

No acostumbraba hablar así. Él asintió y se levantó.

—Nos vendría bien dar un paseo en coche por el campo y podríamos ir al cine por la noche.

«Cualquier cosa con tal de olvidar que mañana por la mañana se efectuará el lanzamiento, si el tiempo es bueno. Dan ya está fuera de nuestra tutela, aislado, y recibiendo las instrucciones finales.»

—¿Le impulsé a ello? —preguntó de repente—. ¿Lo hice alguna vez, Sally?

Ella le miró, sorprendida, y luego movió enérgicamente la cabeza.

—No, Jim, nunca lo hiciste. Fue sencillamente su vocación, así que olvídalo.

«Claro. Olvídalo.

»Pero a Dan se le marcaron sus horizontes desde muy joven, y, ¿quién puede saber en qué momento dejamos caer la semilla en su camino? Quizá fue sólo una palabra, valorada en dos, uno o incluso medio centavo, y olvidada hace tiempo, lo que había conducido al chico a aquella pequeña cápsula de acero al extremo del cohete.

»Mejor será que lo olvides; ya nada puedes hacer.»

Dieron el paseo por el campo, comieron algo, fueron al cine, y después no pudieron hacer otra cosa que volver a casa y acostarse. Sally se fue a la cama; Jim ignoraba si dormía. Se quedó sentado en su despacho, solo, con una máquina de escribir y una botella.

En torno suyo, colgadas de la pared y enmarcadas, había las ilustraciones originales de las cubiertas y el interior de sus relatos. Una era del Sueño estelar, escrito mucho antes de que Dan naciera, que mostraba un precioso cohete blanco en el espacio, con Marte al fondo. Bajo los cuadros, había una estantería que contenía el resultado de más de treinta años de trabajo: montones de papeles amarillentos, con los bordes desgajados, tomos en rústica y ediciones de lujo con brillantes cubiertas. Aquella habitación era él mismo, un caparazón compuesto de sus necesidades y sus sueños de los momentos inspirados en que de su mente fluían las ideas como el agua de un manantial, y de los momentos áridos en que no se le ocurría nada, y del trabajo que amaba y sin el cual dejaría de ser Jim Burnett.

Miró la máquina de escribir vacía y las páginas junto a él, y pensó que si iba a pasarse la noche en vela, debería continuar el relato. ¿Qué era lo que le había dicho Henry años atrás? «Un profesional es un escritor que puede componer un relato cuando no tiene ánimos para hacerlo.» Era verdad, pero incluso para un viejo profesional había ocasiones en que…

A cierta hora de la noche, Burnett se quedó dormido en el sofá, y soñó que se encontraba junto a la cerrada escotilla de la cápsula y que la golpeaba, llamando a Dan. No podía abrirla, y se paseaba furiosamente alrededor de ella, hasta que pudo mirar a través de la portilla y ver a Dan tendido en su sillón modular, vestido como un muñeco, con un reluciente casco de plástico, mientras sus manos enguantadas manipulaban las filas de palancas y manivelas de colores con una eficiencia fría y calmosa que le daba una extraña semejanza con un robot. «Dan —le gritó—, Dan, déjame entrar, no puedes irte sin mí.» Vio que Dan volvía la cabeza dentro de su casco de plástico, aunque continuó manipulando las palancas y manivelas. Vio una sonrisa en su rostro, una sonrisa cariñosa, pero impersonal, y le pareció que movía la cabeza con algo de impaciencia, y le oyó contestar: «Lo siento, papá, no puedo detenerme ahora; tengo el tiempo limitado». Una persiana, o una cortina, o quizá una nube de vapor del hidrógeno líquido, ocultó la portilla, y ya no pudo seguir viendo a Dan, y cuando volvió a golpearla no tuvo fuerzas para producir el más ligero sonido.

Entonces, de improviso, se encontró muy lejos, y el cohete se elevaba en el cielo mientras él continuaba gritando: «Dan, Dan, déjame entrar». Pero un trueno ahogó su voz. Empezó a llorar de rabia y frustración, y sus lágrimas hacían el mismo sonido que la lluvia.

Cuando despertó era ya de día, y se acercaba una pequeña tormenta, una de esas tormentas indecisas que no cambian nada. Se levantó, entumecido, intentando recordar su sueño, y entonces miró el reloj. Faltaba algo menos de dos horas para el lanzamiento.

Bebió un trago para deshacer el nudo que tenía en el estómago, y dejó la botella. Pasara lo que pasase, tenía que estar sobrio para verlo.

«Vaya sueño estúpido», pensó. No había estado en absoluto preocupado, sólo furioso.

Sally ya estaba levantada y había preparado café. Oscuras ojeras cercaban sus ojos, y sus arrugas parecían más marcadas que nunca. No es que Sally fuera vieja, pero ya no tenía veinte años, y esta mañana se le notaba.

—¡Animo! —le dijo, besándola—. Lo han hecho otras veces, ya lo sabes; unas ocho, y todavía no han perdido a nadie. —En seguida, supersticiosamente, sintió haberlo dicho. Rió demasiado alto—. Si conozco a Dan —añadió—, si conozco a este muchacho, ya debe de estar sentado en esa cápsula más fría que la nariz de un oso polar en enero; el único hombre del país que no está…

Se calló de repente, y sonó el teléfono. El teléfono. Hacía tiempo que habían cortado la línea regular, para evitar el gran número de llamadas de parientes, amigos, vecinos, periodistas y entremetidos, y este teléfono que sonaba era privado entre ellos y el Cabo. Lo descolgó y escuchó, mirando a Sally, que permanecía como petrificada en medio de la habitación, con una taza en las manos, y al final dijo: «Gracias», y colgó.

—Era el mayor Quidley. Todo va bien menos el tiempo. Pero creen que estas nubes pasarán pronto. Dan está perfectamente. Nos envía un abrazo.

Sally asintió con la cabeza.

—Si aplazan el lanzamiento lo sabremos en seguida.

—Espero que no lo hagan —murmuró Sally—. No me siento capaz de empezar de nuevo.

Tomaron el café, entraron en la sala y pusieron la televisión; y allí estaba, en la pantalla, solitario y magnífico en el centro del campo desierto, con su brillante superficie, rodeado de pequeños chorros de vapor, y muy arriba, muy pequeña, al extremo del enorme cohete, la cápsula apuntaba impacientemente hacia las nubes.

Y Dan estaba allí dentro, equipado, con el casco puesto, alejado ahora de los hombres y de su tierra natal, esperando, observando el cielo y escuchando para oír la palabra que le mandaría al encuentro de los truenos y a desafiar a los rayos, hacia la silenciosa y negra inmensidad donde las estrellas…

«¡Oh, Dios mío! Palabras habladas, palabras escritas, pero no hay palabras ni papel en ese maldito ataúd donde está mi hijo, mi pequeño, mi niño de dientes sucios, pantalones rotos y rasguños en las rodillas, del cual nunca debió esperarse que desafiara a los rayos y los truenos; nadie es capaz de hacerlo. Los héroes inventados están hechos de madera y pueden hacerlo, pero Dan es humano, delicado y fácil de romper. No tiene nada que hacer allí, ni él ni nadie.

»Y sin embargo, en aquel sueño demente, yo estaba desesperado porque no podía ir con él.»

Cuarenta segundos, y continuaba la cuenta atrás. Quizá lo aplazarían…

Rostros de locutores, diciendo esto y aquello, hablando, haciendo tiempo, expresando ponderadas opiniones. Personajes importantes explicando su punto de vista. Rostros de gente, montones de gente con niños, comida, botellas de gaseosa, sillas plegables, gafas de sol, pantalones estrechos y absurdos sombreros que luego lanzarían al aire; todos observando.

—Me atacan los nervios —gruñó Jim—. ¿Dónde se creen que están, en una gira campestre?

—Todos están con nosotros, Jim. Les desean suerte, a él y a Shontz.

Burnett se calmó, avergonzado.

—De acuerdo —masculló—, pero ¿es preciso que beban naranjada?

El locutor se ajustó los auriculares para escuchar y dijo:

«La cuenta atrás continúa, señoras y caballeros. Treinta y nueve segundos. Todos los sistemas están apunto, la nubosidad desaparece, y ya sale el sol…»

El comentarista desapareció de la pantalla y se vio nuevamente el cohete. El sol caía de pleno sobre sus pulidos costados y su extremo largo y afilado.

Dan notaría el calor del sol.

«Treinta segundos y la cuenta continúa.

»Me gustaría escribirlo en vez de estar contemplándolo —pensó Burnett—. Lo he descrito cien o doscientas veces. La nave se eleva entre llamas, firme, segura, parecida a una flecha de plata con una cola de fuego, y sabes mientras lo escribes que va a hacer exactamente esto porque tú lo dices, y que se sumergirá en la libre y ancha oscuridad del espacio y se dirigirá sin dificultad alguna adonde tú le ordenes.»

Veinte segundos.

«Me gustaría —pensó Burnett—, me gustaría…»

No sabía lo que le gustaría. Se sentó y clavó la vista en la pantalla, y apenas se dio cuenta cuando Sally se levantó y salió de la habitación.

«Diez, nueve segundos. También es ciencia ficción esta cuenta atrás. Hace algunas décadas, alguien lo hizo en una película o en un relato porque creyó que sería una buena idea y ahora lo hacen aquí.

»Con mi hijo.

»Tres, dos, uno, ignición, el humo blanco se convierte en nubes en forma de hongo desde la base del cohete; pero no ocurre nada, nada absolutamente. ¡Ah, sí, claro que sí!, todo el aparato empieza a elevarse, sólo que parece ir mucho más despacio que los otros que he visto. ¿Qué sucede? ¿Qué diablos sucede?

»Nada, no ocurre nada malo todavía. Aún está subiendo, y quizá no va más despacio que los otros, sólo lo parece. Pero, ¿dónde están todas las emociones que estaba seguro de experimentar, después de haberlo escrito tantas veces? ¿Por qué estoy sentado aquí, con los ojos muy abiertos y las palmas de las manos sudorosas, temblando un poco, no mucho, pero sí un poco…?»

Por encima del monótono estruendo y de todas las voces, la voz de Dan, tranquila y rápida: «Todos los sistemas funcionan. Todo va bien. ¿Cómo se ve desde ahí abajo? Esto es estupendo…»

Burnett sintió una insensata punzada de resentimiento. «¿Cómo puede estar tan tranquilo mientras nosotros nos consumimos aquí abajo? ¿Es que no le importamos un bledo?»

«Efectuada la separación…, efectuada la segunda etapa de la ignición…, todo va bien», continuó diciendo la tranquila voz.

Y Burnett supo de pronto la respuesta a su resentido asombro. «Conserva la calma porque está haciendo el trabajo para el que ha sido entrenado. Dan es el profesional, no yo. Nosotros, los escritores que soñábamos despiertos y llenábamos borradores sobre el espacio, no éramos más que aficionados; pero ahora han llegado los verdaderos profesionales, los jóvenes serenos, tostados por el sol, que no hablan del espacio, sino que simplemente se dirigen hacia él y lo conquistan…»

La flecha blanca continuó su ascensión, las voces siguieron hablando, y el cohete desapareció.

Sally volvió a la habitación.

—Ha sido un lanzamiento perfecto —dijo Jim, y añadió, sin saber por qué—: Ya se ha ido.

Sally se desplomó en una silla, en silencio, y Burnett pensó: «¿Qué clase de diálogo es éste en un hombre que acaba de ver a su hijo lanzándose al espacio?»

Las voces seguían hablando, pero ya sin tanta tensión. «Ha sido perfecto, todo va bien, ya están en camino…»

Burnett se levantó y apagó el televisor. Como si hubiese estado esperando que se hiciera el silencio, el teléfono volvió a sonar.

—Contesta tú, cariño —dijo Jim—. Todo va bien, por lo menos de momento… Será mejor que vuelva al trabajo.

Sally le dirigió una sonrisa, la clase de sonrisa que una esposa dirige a su marido cuando conoce sus pensamientos y quiere darle a entender que a ella no le importa, que siga fingiendo si así lo desea.

Burnett entró en su estudio y cerró la puerta. Cogió la botella y se sentó frente a la máquina de escribir, ante el rodillo vacío y un ordenado montón de hojas amarillas a un lado, y el todavía delgado manuscrito al otro. Le echó una mirada, y después miró hacia la estantería donde se amontonaban treinta años de revistas, libros, sueños, dedicación, sudores y grandes desengaños, como un montón de rígidos cadáveres hechos de papel.

«Seguramente sus relatos han tenido alguna influencia sobre Dan en la elección de su carrera.»

—No —exclamó Burnett en voz alta, y bebió un trago.

«¿No habrá impulsado todo esto…, a su hijo…, a volar hacia la Luna…?»

Tapó la botella y la dejó sobre la mesa. Se levantó, caminó hacia la estantería y se quedó ante ella. Contempló los libros, cogió uno y después otro, y contempló las brillantes cubiertas con las naves espaciales, los astronautas con sus cascos, y los fondos de estrellas y planetas.

Volvió a colocarlos en sus sitios respectivos. Inclinó un poco los hombros y entonces golpeó suavemente con el puño los montones de silenciosos papeles.

—Malditos seáis —murmuró—, malditos seáis…