Era otro tiempo, otro espacio, otra continuidad.

Warren Casey gritó:

—¡Chico! Tú eres Fredric McGivern, ¿verdad?

El muchacho se detuvo y frunció el ceño con asombro.

—Pues sí, señor.

Era un niño de unos nueve años, algo rollizo, sobre todo de cara.

Warren Casey dijo:

—Ven conmigo. Me han mandado a buscarte.

El chico vio a un hombre de unos treinta años, con cierta expresión dinámica pese al cansancio reflejado en su rostro. Llevaba un uniforme que no le era familiar al joven McGivern, pero que inspiraba confianza.

—¿A mí, señor? —preguntó el chico—. ¿Le han mandado a buscarme a mí?

—Así es, hijo. Sube al coche y te lo explicaré.

—Pero mi padre dijo…

—Es tu padre quien me ha enviado, el senador McGivern. Ahora, vamos o se enfadará.

—¿Está usted seguro?

Todavía muy extrañado, Fredric McGivern subió al helio-automóvil. En unos segundos, el vehículo bajó del segundo nivel al primero y se dirigió a toda velocidad hacia el sudoeste.

Hasta una hora más tarde no fue descubierto el rapto.

Warren Casey se lanzó en picado, descendió rápidamente dos niveles, y realizó un aterrizaje tan perfecto que no se notó ninguna bolsa de aire sobre el techo del garaje. Pulsó un interruptor con la mano izquierda, mientras que con la derecha sacaba de la chaqueta una pipa requemada. Mientras el ascensor del garaje descendía al piso inferior, cargó la vieja pipa con el tabaco de una bolsa igualmente vieja.

En el garaje, Mary Baca esperaba nerviosa, y aunque forzosamente tenía que haber visto al chico, inquirió:

—¿Lo tienes?

—Sí —repuso Casey—. Le he puesto una inyección. Todavía estará inconsciente una media hora. Llévatelo, ¿quieres, Mary?

La enfermera miró con amargura la figura encogida.

—No podía haber sido su padre. Teníamos que cargar con el niño.

Casey le lanzó una rápida mirada mientras encendía la pipa.

—Todo está planeado, Mary.

—Claro —dijo ella con voz tensa—. Lo pondré en la celda de detrás del cuarto trastero.

En el piso de abajo, Casey fue a la habitación que le habían asignado y se despojó del uniforme. Entró en el baño y se duchó concienzudamente. El lavado le dejó sin la tercera parte del cabello que cubría su cabeza, destiñendo el resto. Salió del baño poco refrescado y unos cinco años más viejo.

Se vistió con un traje barato, mal planchado y raído. La camisa no estaba limpia, a pesar de que aquél era sólo el segundo día que la llevaba, y tenía una mancha de comida en la corbata.

Tomó un bolígrafo del pequeño escritorio, lo sujetó en el bolsillo superior de su americana y metió una abultada agenda en el bolsillo lateral. Durante un momento contempló la pistola, pero hizo un gesto y la dejó. Salió de la casa por la puerta principal y se dirigió a las escaleras del Metro.

La salida de Metro más cercana se hallaba a cuatrocientos metros de la residencia del senador McGivern, y Warren Casey caminó hasta allí. Cuando llegó, su expresión de hastío había asumido un matiz cínico. Ni siquiera se dignó mirar la cara de quien le abrió la puerta.

—Jakes —dijo—. HNS. McGivern me está esperando.

—¿HNS? —preguntó el mayordomo con extrañeza.

—Servicio de Noticias Hemisferio —bostezó Warren Casey—. ¡Por los clavos de Cristo! ¿Es que vamos a quedarnos aquí todo el día? Tengo el tiempo justo.

—Bueno; espere un momento, señor. Lo comprobaré.

El otro se volvió y señaló el camino.

Casey hundió un dedo en su espalda y dijo con voz sin inflexiones:

—No se excite y no le pasará nada. Condúzcame hasta el senador. No haga nada que me obligue a apretar el gatillo.

La cara del criado estaba lívida.

—El senador está en su estudio. Le prevengo…, señor, que la policía se enterará de esto inmediatamente.

—Claro, claro, Mac. Ahora vayamos al estudio.

—Es aquí…, señor.

—Perfecto —repuso Casey—. ¿Qué es aquello de debajo de la escalera?

—Es el armario de la limpieza. La criada de este piso guarda…

Casey le golpeó con un movimiento rápido de la mano. El criado se desplomó con un suspiro ahogado y Casey le agarró antes de que llegara al suelo. Le arrastró hacia el armario de la limpieza, lo abrió y lo metió dentro. Después del bolsillo de su chaleco sacó una jeringa.

—Esto te inmovilizará durante un par de horas —musitó cerrando la puerta del armario.

Se dirigió a la maciza puerta que el mayordomo había indicado como el estudio del senador McGivern y llamó con los nudillos. Se abrió al cabo de un momento y apareció un joven de unos veinticinco años, elegantemente vestido y consciente de su propia importancia, que le miró ceñudamente.

—¿Diga? —preguntó.

—Steve Jakes, de Noticias Hemisferio —dijo Warren Casey—. El director me envió… —mientras hablaba apartó al otro y entró en la habitación.

Detrás del escritorio había una edición más antigua del Fredric McGivern de nueve años. Un Fredric McGivern de unos cincuenta años de edad, con pesados carrillos que en otro tiempo fueran regordetas mejillas de niño.

—¿Qué significa esto? —gruñó.

Casey se adentró en la habitación.

—Jakes, senador. Mi editor…

Entre las facultades del senador Phil McGivern se incluía la astucia y un agudo sentido de la supervivencia. Se puso en pie de un salto.

—¡Walters! ¡Agárrelo! —gritó—. ¡Es un impostor! —y se inclinó para abrir un cajón del escritorio.

Walters se movió, pero con demasiada lentitud.

Warren Casey lo alcanzó a medio camino, estiró ambas manos y lo asió por el traje. Luego dio media vuelta rápidamente, dando la espalda al senador. Giró sobre sus talones y tiró al suelo al secretario.

Casey no se molestó en mirarle. Metió la mano en el bolsillo de la chaqueta y apuntó con el dedo a McGivern a través de la ropa.

El rostro de éste, normalmente sonrosado, cambió de color, y cayó sentado en la silla.

Warren Casey dio la vuelta al escritorio y sacó de un cajón la pistola que el otro había estado buscando. Con un bufido se la metió descuidadamente en el bolsillo.

El senador Phil McGivern no era un cobarde. Miró fijamente a Warren Casey y dijo:

—Se ha introducido en mi casa…, criminal. Ha agredido a mi secretario y me ha amenazado con un arma. Puede considerarse afortunado si no le sentencian más que a veinte años.

Casey se hundió en una butaca desde la cual podía vigilar al mismo tiempo a McGivern y a su ahora inconsciente secretario. Dijo con calma:

—Represento a los pacifistas, senador. Hace aproximadamente una hora han raptado a su hijo. Usted es una de nuestras personalidades más importantes y con toda probabilidad se da usted cuenta de las implicaciones.

—¡Fredric! ¡Usted no mataría a un niño de nueve años!

La voz de Casey era inexpresiva:

—He matado a muchos niños de nueve años, senador.

—¡Es usted un monstruo!

—Era piloto de bombarderos, senador.

El otro, que se había incorporado, volvió a desplomarse en la silla.

—Pero eso es distinto —repuso.

—No lo creo así.

En su difícil carrera, Phil McGivern se había encontrado en muchas situaciones de emergencia. Ahora se sobrepuso.

—¿Qué es lo que quiere…, criminal? Le advierto que no soy un hombre compasivo. Lo pagará, señor…

—Siga llamándome Jakes, si lo desea —dijo Casey con suavidad—. Yo no soy importante. Sólo un miembro de una amplia organización.

—¿Qué es lo que quiere? —repitió el senador.

—¿Qué sabe acerca de los pacifistas, McGivern?

—¡Sé que son una banda de viciosos criminales!

Casey asintió amablemente.

—Eso según las leyes por las que usted se rige. Nosotros las despreciamos.

—¿Qué es lo que quiere? —volvió a preguntar el senador.

—Por necesidad —continuó Casey en el mismo tono—, nuestra organización es secreta; sin embargo, tenemos los mejores cerebros del mundo en todos los campos posibles, incluyendo elementos en los gobiernos de ambos hemisferios.

Phil McGivern gruñó con desdén.

Casey continuó, sin perder de vista a Walters, que, echado en el suelo, se había movido y gemía débilmente:

—Entre los nuestros hay algunos capaces de acelerar el progreso del mundo. Por extrapolación, han llegado a la conclusión de que si su programa político continúa, estallará una guerra nuclear dentro de tres años.

El otro se enfureció y, haciendo un esfuerzo por controlar su voz, exclamó:

—¡Espías! ¡Subversivos! Entérese bien de esto, Jakes, o como se llame: nosotros nos damos cuenta de que no son ustedes más que los instrumentos de los polarios.

El que se llamaba a sí mismo pacifista rió entre dientes agriamente.

—Debería estar mejor informado, senador. Nuestra organización es tan activa en el hemisferio norte como en éste.

Se levantó de repente y se inclinó sobre Walters, que había empezado a moverse. Casey levantó la mano y le dio un puñetazo en la mandíbula. El secretario se desvaneció de nuevo, sin emitir ni un sonido.

Warren Casey volvió a sentarse.

—La cuestión es que nuestros expertos opinan que debe usted retirarse de la política, senador McGivern. Le sugiero que dimita por razones de salud en el plazo de una semana.

McGivern tuvo un rápido acceso de cólera; luego guardó silencio mientras reflexionaba, y finalmente gruñó:

—¿Y Fredric?

Casey se encogió de hombros.

—Se le pondrá en libertad tan pronto como usted obedezca.

Los ojos del otro se entrecerraron.

—¿Cómo sabe usted que cumpliré mi promesa? Un contrato hecho bajo coacción no tiene validez.

Casey dijo con impaciencia:

—El tener a Fredric en nuestras manos es ahora una cuestión de poca importancia; un modo de empezar a pactar que da mayor relieve a nuestra posición. Senador, le hemos investigado a fondo. Tiene usted una esposa con la cual está encariñado y una amante a la que quiere. Tiene tres hijos mayores de su primera esposa y cuatro nietos, y dos hijos de su segunda esposa: Fredric y Janie. También viven un tío, dos tías y cinco primos hermanos suyos. Debido a su carrera, tiene usted muchos amigos superficiales a los cuales no tomaremos en cuenta, pero también conoce a unas treinta personas que significan mucho para usted.

McGivern empezaba a acostumbrarse a esta conversación anormal. Gruñó:

—¿Qué tienen que ver con todo esto?

Warren Casey le miró a los ojos.

—Los mataremos uno por uno. Un disparo a distancia con un rifle de mira telescópica, les lanzaremos una bomba, los ametrallaremos, posiblemente mientras bajan las escaleras de su casa.

—¡Usted está loco! La policía… La…

Casey continuó sin hacer caso de la interrupción:

—No tenemos prisa. Quizá el pánico impulse a alguno de sus hijos, parientes, amigos o amante, a esconderse. Pero no hay ningún escondite… en todo el mundo. Nuestra organización no tiene prisa y poseemos muchos recursos. Quizá alguno de nosotros sea capturado o muerto. No importa Estamos dedicados a nuestra idea. Sólo viviremos para matar a las personas que usted ama. Cuando todas hayan muerta, le mataremos a usted. Créame, será un acto de caridad; todos sus amigos, sus seres queridos, sus parientes más próximos ya habrán muerto.

»Mataremos, mataremos y mataremos…, pero en total será menos de un centenar de personas. No serán miles ni millones. Sólo serán sus amigos más íntimos, sus parientes, sus hijos y por ultimo usted. Al final, senador, tendrá usted una idea aproximada de lo que significa la guerra.

Entonces, aunque todo había sido dicho en una voz sin inflexiones, Phil McGivern cayó sobre el respaldo de su silla giratoria, como al borde de un ataque.

Repitió con voz ronca:

—Es usted un loco.

Warren Casey denegó con la cabeza.

—No; es usted, usted y los que son como usted los que están locos. Instalados en sus puestos de mando, por su afán de riqueza, por la preservación de sus privilegios, nos conducirán a una conflagración que nos destruirá a todos. Ustedes son los que están locos.

El agente pacifista se inclinó hacia delante.

—A lo largo de la historia, senador, ha habido pacifistas, pero nunca como nosotros. En el pasado, siempre han sido motivo de risa o de burla en tiempo de paz, y hechos prisioneros o muertos en tiempo de guerra.

—Cobardes —murmuró el senador McGivern con disgusto.

Casey movió la cabeza y rió ahogadamente.

—Eso nunca, senador. No busque a ningún cobarde entre los pacifistas y los protestatarios concienzudos. Se necesita mucho valor para ir contra la corriente de opinión pública. Los cobardes están mejor entre las tropas y en general más seguros. En la guerra moderna, por lo menos antes del advenimiento del conflicto nuclear, sólo una fracción de los soldados entra en combate. El resto está en logística, en un millar de ramas detrás de las líneas. Sólo un hombre entre veinte ve al enemigo.

McGivern estalló:

—No me interesa su filosofía, criminal. Vaya al grano. Quiero que me devuelvan a mi hijo.

—Esta es la cuestión, senador. Hoy día, los pacifistas somos realistas. Estamos dispuestos a luchar, a matar y a morir para evitar la guerra. No nos interesa la supervivencia del individuo; opinamos que otra guerra destruiría la raza, y para salvar a la humanidad haremos cualquier cosa.

McGivern dio un fuerte puñetazo en el brazo de la silla.

—¡Necio! El hemisferio norte pretende dominar el mundo entero. ¡Debemos defendernos!

El pacifista movió la cabeza nuevamente.

—No nos importa quién tiene razón y quién no…, si alguno la tiene. Llega un momento en que esto no significa nada. Nuestros colegas trabajan entre los polarios, del mismo modo que nosotros trabajamos aquí, en el hemisferio sur. Las personas como usted, en el otro bando, juegan con la muerte como usted lo hace, recorriendo el camino que les conducirá a la guerra.

Warren Casey se levantó.

—Tiene una semana para abandonar su cargo, senador. Si no lo hace, nunca más verá a su hijo Fredric. Y luego, uno tras otro, se enterará de la muerte de sus parientes y amigos.

El agente pacifista dio rápidamente la vuelta al escritorio, y el senador, en un esfuerzo por escapar, empujó la silla hacia atrás e intentó ponerse en pie. Pero su tamaño le hacía torpe. Warren Casey se precipitó sobre él y le introdujo una jeringa en el cuello.

El senador Phil McGivern cayó de rodillas maldiciendo e intentó ponerse nuevamente en pie, pero no lo consiguió. Sus ojos se inmovilizaron, y se desplomó inconsciente con una mirada vidriosa.

Warren Casey se inclinó un momento sobre Walters, el secretario, pero decidió que disponía de tiempo suficiente. Lanzó una rápida mirada a la habitación. ¿Qué había tocado? ¿Había olvidado algo?

Salió a grandes zancadas de la habitación, deshizo el camino por el cual le había conducido el mayordomo un cuarto de hora antes, y salió por la puerta principal.

Su taxi se detuvo ante una mansión antigua pero bien conservada. Deslizó unas monedas en la caja de cobros del vehículo y lo miró alejarse entre el tráfico.

Se dirigió hacia la puerta y dejó que la pantalla le identificara. La puerta se abrió y entró.

Una mujer joven, con una expresión tan seria que neutralizaba su natural belleza, estaba sentada ante un escritorio.

Se levantó, le precedió, abrió una puerta y ambos entraron en la sala de juntas. Allí había tres hombres alrededor de la mesa, todos ellos enmascarados.

Casey estaba a sus anchas en su presencia. Se acercó una silla y se sentó. La chica ocupó su puesto en la mesa y se dispuso a tomar notas.

El presidente, flanqueado por los otros dos, preguntó:

—¿Cómo ha ido el asunto McGivern, Casey?

—Tal como estaba planeado. El muchacho no presentó ninguna dificultad. Ahora está en el escondite, a cargo de la operativa Mary Baca.

—¿Y el senador?

—Tal como esperábamos. Le hice todas las advertencias.

—El secretario, Walters, ¿ha sido eliminado?

—Bueno, no. Le dejé inconsciente.

Hubo un silencio.

Uno de los hombres enmascarados dijo:

—El plan era eliminar al secretario para dar mayor énfasis a nuestra determinación ante el senador.

La voz de Casey continuó tranquila:

—Del modo como fueron las cosas, me pareció conveniente hacer lo que hice.

El presidente intervino:

—Muy bien. El operativo trabaja con un considerable margen de iniciativa. Nadie puede prever lo que ocurrirá cuando una operación está en marcha.

Warren Casey no dijo nada.

El segundo miembro del consejo suspiró.

—Pero esperábamos que la vista de un brutal asesinato, justo delante de él, impulsaría a Phil McGivern a someterse inmediatamente. Tal como están las cosas, y si nuestras suposiciones sobre su carácter son ciertas, lo mejor que podemos esperar es que se rinda después de que hayan sido despachados varios de su íntimos.

Casey dijo con cansancio:

—Nunca capitulará, a pesar de todo lo que le hagamos. Es uno de los difíciles.

El tercer miembro de la junta, que hasta ahora no había hablado, comentó pensativo:

—Quizá sería mejor asesinarlo en seguida.

El presidente denegó con la cabeza.

—No. Hemos de acabar con todo esto. Queremos usar a McGivern como ejemplo. En el futuro, cuando nos encontremos en casos similares, nuestra gente podrá amenazar a los otros con este precedente. Lo haremos tal como está planeado —miró a Casey—. Tenemos otra misión para usted.

Warren Casey se recostó en la silla con la cara inexpresiva, a excepción de su perpetuo cansancio.

—Muy bien —dijo.

El segundo miembro del consejo cogió una hoja de papel.

—Es un trabajo de prioridad. Unos treinta operativos están implicados en él. —Carraspeó—. ¿Tuvo usted experiencia de interceptor en su carrera militar?

—Un año, durante la última guerra. Fui abatido dos veces y pensaron que mi cronometraje era correcto, así que me destinaron a los bombarderos medios.

—Estamos informados de que usted voló en un «Y-36G».

—Así es —Casey se preguntaba adonde irían a parar.

El oficial del consejo dijo:

—La primera clase de la academia espacial se graduará dentro de dos semanas. Hasta ahora la guerra se ha restringido a tierra, mar y aire. Con esta graduación, los militares surgirán en un nuevo medio.

—He leído algo de eso —comentó Casey.

—La graduación será espectacular. La clase es reducida, sólo setenta y cinco cadetes; pero la escuela ya se está expansionando. Todos los demás cuerpos estarán representados en la ceremonia.

Warren Casey deseaba que el otro llegara al fondo de la cuestión.

—Queremos hacer de ello una dramática protesta contra el adiestramiento militar —continuó el otro—. Algo que conmueva a toda la nación y atemorice a todos los que están en contacto con las armas.

El presidente tomó la palabra:

—La fuerza aérea hará una exhibición. Veinte «Y-36G» sobrevolarán la tribuna donde estarán sentados los cadetes que se gradúan, esperando su nombramiento.

Casey empezaba a comprender.

—Usted volará en uno de estos «Y-36G» —continuó el presidente. Pronunció la siguiente frase con lentitud—: Las armas de su aparato serán las únicas que estarán cargadas.

Warren Casey dijo sin ninguna clase de emoción:

—Supongo que me agarrarán.

El presidente hizo un gesto negativo.

—No. Tenemos planes para su evasión. Usted sólo hará una pasada, en la cual bombardeará a los cadetes. Entonces se dirigirá hacia el norte, a toda velocidad…

Casey le interrumpió bruscamente:

—Será mejor que no me diga nada más sobre ello. No creo que pueda realizar este trabajo.

Esto evidentemente desconcertó al presidente.

—¿Por qué, Warren? Usted es uno de nuestros hombres más antiguos y un piloto experimentado.

Casey movió la cabeza, apesadumbrado.

—Razones personales. Ningún operativo está obligado a aceptar una misión que no quiere. Me gustaría no encargarme de ésta, o sea que será mejor que no me diga nada más. De este modo me será imposible ceder bajo cualquier presión y traicionar a alguien.

—Muy bien —dijo el presidente apresuradamente—. ¿Quiere unas vacaciones, un descanso de varios días?

—No; encárgueme otra cosa.

Uno de los miembros del consejo cogió otra hoja de papel.

—El asunto del profesor Leonard LaVaux —dijo.

El profesor Leonard LaVaux vivía en un pequeño bungalow, en una parte de la ciudad sin más pretensiones que la de pertenecer a la clase media. El césped podía haber estado más cuidado y las rosas mejor recortadas, pero el lugar parecía acogedor.

Warren Casey iba caracterizado con uno de sus disfraces favoritos: el de periodista. Esta vez llevaba una cámara cogida por la correa y una bolsa de instrumentos colgaba de su hombro. Llamó a la puerta, se apoyó en el marco, asumió una expresión de aburrimiento y esperó.

El profesor LaVaux parecía el clásico ejemplo de sabio estereotipado. Cualquier productor le hubiera contratado a primera vista para un papel de intelectual. Miró parpadeando al pseudoperiodista a través de sus lentes.

Casey dijo:

El Star, profesor. Me envían para hacer unas cuantas fotografías.

El profesor estaba sorprendido.

—¿Fotografías? Creo que no hay ninguna razón por la que yo pueda ser noticia, en este momento.

Casey replicó:

—Ya sabe lo que son estas cosas. Su nombre sale a veces en los periódicos. Nos gusta tener material gráfico en archivo para incluirlo. El director quiere un par de bonitas fotografías en su estudio. Ya sabe, leyendo un libro o algo así.

—Entiendo —contestó el profesor—. Bueno, bueno, desde luego. Leyendo un libro, ¿eh? ¿Qué clase de libro? Entre, joven.

—Cualquier libro servirá —dijo Casey con cinismo periodístico—. Puede ser Caperucita roja, por lo que a mí respecta.

—Sí, claro —contestó el profesor—. ¡Qué tonto soy! Los lectores no podrán ver el título.

El estudio del profesor era una habitación muy masculina. Libros sobre libros, pero también una larga hilera de pipas, un pequeño bar portátil, dos o tres sillones realmente cómodos y un canapé para tenderse sin quitarse los zapatos.

LaVaux cogió uno de los sillones y señaló el otro al presunto fotógrafo.

—Ahora —dijo—, ¿qué hay que hacer?

Casey recorrió la habitación con la mirada.

—¿Vive aquí completamente solo? —preguntó, como si le diera conversación mientras preparaba la fotografía.

—Con el ama de llaves —dijo el profesor.

—Podríamos hacer que saliera en una o dos fotografías.

—Lo siento, pero ha salido.

Casey ocupó el sillón que el otro le había ofrecido.

—Entonces podemos ir directamente al asunto —dijo.

Los ojos del profesor parpadearon detrás de las gafas.

—¿Cómo dice?

Warren Casey inquirió:

—¿Ha oído hablar de los pacifistas, profesor?

—Pues…, pues sí, desde luego. Es una organización clandestina, ilegal. —El profesor añadió—: A menudo les acusan de asesinatos y otros crímenes atroces, pero yo me inclino a considerar exagerados tales informes.

—No lo haga —le cortó Casey.

—¿Cómo dice?

—Soy un operativo pacifista, profesor LaVaux, y me han enviado para prevenirle de que abandone sus actuales investigaciones; de lo contrario, su vida correrá peligro.

El otro se quedó con la boca abierta, incapaz de asimilar este cambio de identidad.

Warren Casey dijo:

—Evidentemente, usted no está al corriente de nuestra organización, profesor. Se lo explicaré. Nuestra existencia tiene como propósito el evitar un próximo conflicto armado sobre este planeta. Para asegurarnos de ello, estamos dispuestos a tomar cualquier medida. Somos despiadados, profesor. No me interesa convertirle, sino sólo prevenirle de que, a menos que abandone su actual investigación, es usted hombre muerto.

El profesor protestó:

—Pero yo soy un científico, no un político. Mi trabajo se limita a la investigación. Lo que los ingenieros, los militares y eventualmente el Gobierno hagan para aplicar mis descubrimientos, no me concierne.

—De acuerdo —asintió Casey con amabilidad—. En cuanto a este punto, usted, como muchos de sus colegas, no se ha preocupado del resultado eventual de su investigación. En lo sucesivo, preocúpese, profesor, o le mataremos. Tiene una semana para decidirse.

—El Gobierno me protegerá.

Casey meneó la cabeza.

—No, profesor. Sólo durante un tiempo, incluso si le consagran el esfuerzo de un centenar de policías de seguridad. A lo largo de la historia, un grupo realmente dedicado, con muchas personas y recursos.

—Esto era en el pasado —dijo el profesor sin dejarse convencer—. En la actualidad pueden protegerme.

Casey seguía meneando la cabeza.

—Permítame enseñarle uno de nuestros instrumentos. —Cogió su cámara y sacó la parte de atrás—. ¿Ve este pequeño mecanismo? Es una reducida pistola de muelle que dispara una diminuta aguja hipodérmica a través de la supuesta lente de esta falsa cámara. El dardo es tan pequeño que cuando se introduce en su cuello, mano o vientre, no se siente más que la picada de un mosquito.

El profesor estaba interesado más por curiosidad que por temor. Se inclinó hacia delante para observar el mecanismo.

—Sorprendente —exclamó—. ¿Lo ha usado usted con éxito?

—Otros operativos de nuestra organización lo han hecho. Hay poca gente, en particular los políticos, que puedan substraerse a los fotógrafos. Esta cámara no es más que uno de los accesorios de nuestro equipo, y con ella un asesino no tiene ninguna dificultad para acercarse a su víctima.

El profesor meneó la cabeza, lleno de admiración.

—Sorprendente —repitió—. Ya nunca me sentiré seguro teniendo a un fotógrafo cerca.

Warren Casey dijo:

—No tiene nada que temer, profesor, si abandona su actual investigación.

Leonard LaVaux preguntó:

—¿Y tengo una semana para decidirme? Muy bien, dentro de ese plazo notificaré a la Prensa o bien que he cesado en mi trabajo o bien que he sido amenazado por los pacifistas y reclamo protección.

Casey empezaba a levantarse, pero el profesor alzó una mano.

—Espere un momento —dijo—. Me gustaría hacerle unas cuantas preguntas.

El pacifista le miró, poniéndose en guardia.

LaVaux observó:

—Usted es el primer miembro de su organización con el que he hablado.

—Lo dudo —replicó Casey.

—¡Ah! Muy secreta, ¿eh? Sus miembros están por doquier, pero no se les conoce. Entonces, ¿cómo reclutan nuevos miembros? Siendo una organización ilegal, el contacto inicial debe de ser realmente delicado.

—Así es —asintió Casey—. Tomamos todas las precauciones. No nos acercamos a ningún aspirante hasta que es evidente que busca una respuesta al problema de poner la guerra fuera de la ley. Muchas personas, profesor, llegan por sí solas a nuestro punto de vista. Empiezan discutiendo el tema y buscando respuestas y compañeros que piensen del mismo modo.

El profesor estaba fascinado.

—Pero incluso así deben de cometerse equivocaciones, y algunos de sus miembros pueden ser desenmascarados a las autoridades.

—Es un riesgo al que siempre se halla expuesto un agente clandestino.

—Y entonces —dijo el profesor triunfalmente—, toda su organización se hunde. Uno traiciona al otro bajo la coacción de la policía.

Casey rió agriamente.

—No. No es así. Hemos aprendido de los que nos precedieron. La historia de las organizaciones clandestinas es muy larga, profesor. Cada unidad de cinco pacifistas conoce sólo a los que pertenecen a su propia unidad y a un coordinador. Este, por su parte, sólo conoce a otros cuatro coordinadores con los que trabaja, además de un jefe de sección, el cual sólo conoce a otros cuatro jefes de sección con los cuales él trabaja, y así hasta llegar a los más altos oficiales de la organización.

—Ya entiendo —murmuró el profesor—. Un miembro normal sólo puede traicionar a otros cuatro. Pero, ¿qué pasa cuando la policía captura a un coordinador?

—Entonces veinticinco personas están en peligro —admitió Casey—. Y a veces ocurre. Pero tenemos decenas de miles de miembros, profesor, y entran otros nuevos diariamente. Crecemos demasiado aprisa para que nos destruyan.

El profesor cambió de tema.

—Bueno, por supuesto nadie puede acusarle de ser un patriota.

Casey le contradijo:

—Es un tipo distinto de patriotismo. Yo no me identifico con este hemisferio.

El otro enarcó las cejas.

—Comprendo. Usted es polario.

Casey meneó la cabeza.

—Tampoco me identifico con ellos. Mi patriotismo es para con la raza humana, profesor. Ya no es una cuestión de nación, religión o hemisferio. Ahora se trata de la supervivencia de las especies. No nos interesa la política, ni los sistemas socioeconómicos o ideológicos más que cuando conducen a un conflicto armado entre las naciones.

El profesor le contempló durante un largo período de silencio. Finalmente dijo:

—¿Cree realmente que dará resultado?

—¿A qué se refiere? —preguntó Warren Casey. Por alguna razón, aquel sabio, fascinante y entremetido científico le seducía. Se hallaba relajado durante la conversación, relajado como no se había sentido desde hacía largos meses.

—Intentando mantener el mundo en paz amenazando, atemorizando e incluso asesinando a los que ustedes creen que aprueban la guerra; ¿cree que lograrán algo?

De repente volvió a invadirle la cautela. Los largos meses de cansancio, dudas, y las crecientes náuseas provocadas por la violencia, violencia y violencia. ¡Si pudiera no volver a oír la palabra matar!

Dijo:

—Cuando me uní a los pacifistas, estaba convencido de que eran los que poseían la única respuesta. Ahora he tomado mi resolución, pero quizá no esté tan seguro. ¿Por qué cree que no dará resultado?

El científico le señaló con el dedo.

—Se equivocan al considerar todo esto como una cuestión de individuos. Para darle un ejemplo, en síntesis lo que usted dice es: matad al dictador y la democracia volverá al país. Tonterías. Construyen el tejado antes que la casa. Ese dictador no llegó al poder porque fuera tan fabulosamente eficiente como para destruir el deseo de libertad de toda una nación. El mismo es el producto de la situación. Cambien la situación y desaparecerá, pero si se limitan a asesinarle aparecerá otro dictador.

Estas palabras preocuparon a Warren Casey, no porque fueran nuevas para él, ya que casi desde el principio las había pensado en su subconsciente. Miró al científico, esperando que continuara.

LaVaux se tocó el pecho con el índice derecho.

—Yo, por ejemplo. Trabajo en un campo que puede adaptarse a usos militares, aunque a mí no me interese. Pero usted amenaza mi vida si continúo. Muy bien. Suponga que me coacciona y yo detengo mi investigación. ¿Cree usted que otros centenares o millares de hombres capaces lo harán también? Claro que no. Mi rama de la ciencia está al borde de varios descubrimientos. Si no los hago yo, otro los hará. No se detiene una avalancha parando, una sola piedra.

Un tic empezó a mover la mejilla del rostro normalmente inexpresivo de Casey.

—Así que usted cree… —urgió.

Los ojos de LaVaux brillaban tras sus lentes. Era un hombre de opiniones entusiastas. Dijo:

—Los individuos del mundo moderno no empiezan las guerras. Es algo más básico que todo eso. Si el mundo quiere acabar con la guerra, tendrá que encontrar las causas de los conflictos internacionales y eliminarlos —rió brevemente—, lo cual, por supuesto, abre una nueva línea de investigación.

Warren Casey se levantó y contestó:

—Mientras tanto, profesor, represento a una organización que, aunque posiblemente equivocada, no está de acuerdo con usted. Ya le he dado el ultimátum. Dispone de una semana.

El profesor LaVaux le acompañó a la puerta.

—Me gustaría seguir discutiendo este tema otro día —dijo—. Pero, claro, supongo que no volveré a verle.

—Así es —contestó Casey torciendo la boca—. Si tratamos con usted más adelante, profesor, y espero que no sea así, algún otro lo hará. —Le miró un momento y pensó por un instante en dejar inconsciente al científico de aspecto estereotipado, antes de irse; pero meneó la cabeza, ya estaba cansado de violencia.

Mientras andaba por el sendero del jardín hacia la cancela, el profesor LaVaux le llamó:

—A propósito de su disfraz. Existen varias excelentes drogas de uso oral que oscurecen la piel con mayor efectividad que su método actual.

Warren Casey estuvo a punto de echarse a reír.

Disponía de un intervalo cada dos misiones, lo cual era un consuelo. Sabía que estaba agotado tanto física como mentalmente. Tendría que recordar al consejo su oferta de unas prolongadas vacaciones.

Tomando las usuales precauciones con el fin de evitar que le siguieran, volvió a su propio apartamento. Había pasado una semana con uno y otro trabajo y era un gran placer pensar en unas horas de completo descanso.

Se desvistió, tomó una ducha y luego se vistió con unas viejas pero cómodas ropas. Fue a la diminuta cocina y se preparó una bebida, pero no encontró hielo, pues había desenchufado la nevera antes de marcharse.

Casey se hundió en su butaca de lectura y cogió el libro que estaba leyendo cuando acudió a la llamada del deber hacía ya una semana. Ya había olvidado el tema. ¡Ah, sí! Era una novela histórica de mosqueteros. Sonrió para sus adentros. ¡Todo era tan simple! Lo único que el héroe tenía que hacer era matar al malvado duque y todo se resolvería por sí solo.

Se sorprendió pensando de nuevo en su conversación con el profesor LaVaux. En esencia, era lo que él…, lo que los pacifistas intentaban hacer. Eliminando el equivalente del malvado duque, los individuos en otras palabras, esperaban resolver los problemas del mundo. Era una solemne tontería.

Dejó la novela y miró, sin verla, la pared de enfrente. Ya hacía tres años que era un agente pacifista. Era probablemente su elemento más antiguo. Un agente no podía esperar sobrevivir tanto tiempo; iba contra los promedios.

Entonces se iluminó la pantalla de su teléfono.

El rostro del senador Phil McGivern le miraba amenazadoramente.

Warren Casey se sobresaltó y se quedó mirándole.

McGivern dijo con frialdad deliberada:

—El edificio está rodeado, Casey. Ríndase. Hay más de cincuenta policías que le impiden cualquier posibilidad de huida.

La mente del pacifista prestó atención. ¿Había algo que pudiera hacer? ¿Algo en el apartamento que pudiera traicionar a la organización o a alguno de sus miembros? Necesitaba unos momentos para pensar.

Trató de dominar su voz y dijo:

—¿Qué quiere, McGivern?

—¡Mi hijo! —el político saboreaba su triunfo.

—Temo que Fredric esté fuera de mi alcance —dijo Casey. ¿Mentía el senador sobre el número de policías? ¿Había alguna posibilidad de huida?

—Entonces, ¿en manos de quién está? Usted lo tiene, Warren Casey, y nosotros le tenemos a usted.

—Él no está aquí —contestó Casey. ¿Había algún servicio que pudiera hacer? Algún modo de prevenir a la organización sobre el método de que se había valido McGivern para encontrar su pista—. ¿Cómo me encontraron? ¿Cómo sabe mi nombre?

McGivern sonrió.

—Usted es tan tonto como criminal. Se sentó en mi oficina y habló con el acento de su ciudad natal. Lo noté inmediatamente. Usted me dijo que había sido piloto de un bombardero y que desde luego había entrado en acción, lo cual significaba que usted había participado en la última guerra. Y usaba el seudónimo de Jakes, ¿no sabía que la gente que usa seudónimos los basa en algo real? Buscamos en su ciudad natal y encontramos a un periodista llamado Jakes. Le interrogamos. Le preguntamos si conocía a un piloto de bombardero, un veterano de la última guerra. Así era. Un tal Warren Casey. De allí en adelante fue fácil…, criminal. Ahora dígame, ¿dónde está mi hijo?

Durante un momento Warren Casey sintió gran compasión hacia el otro. El senador se había esforzado por encontrar a su hijo; había trabajado duro y con éxito.

—Lo siento, McGivern, pero no lo sé. —Casey tiró el vaso contra la pantalla del teléfono, destruyéndola.

Se puso en pie y se dirigió a la cocina. Había estudiado su ruta de huida hacía tiempo, al adquirir el apartamento. El montaplatos era lo bastante ancho como para acomodarle. Se introdujo en él, deslizando la cuerda entre sus dedos, rápidamente pero sin vacilar. Se dirigió hacia abajo.

En el sótano sacó una llave y abrió un armario. Rebuscó en él y asió la pistola y dos cartuchos. Introdujo uno en un bolsillo lateral, colocó el otro en la recámara y quitó el seguro. Corrió por el pasillo hacia la planta calorífica. Tenía de su parte el hecho de que la policía de seguridad no había tenido suficiente tiempo para descubrir que el edificio compartía su calefacción central y aire acondicionado con la casa de apartamentos contigua.

Y evidentemente no lo había tenido.

Un montacargas le llevó hasta el tejado de la casa vecina y de allí, con suerte, podría llegar hasta el edificio contiguo y huir.

Salió al tejado y echó una rápida mirada alrededor.

A veinte metros de distancia había tres agentes de la policía de seguridad, de espaldas a él. Dos de ellos iban armados con rifles automáticos, el otro con una pistola, y estaban atisbando sobre el parapeto, probablemente hacia las ventanas de su apartamento.

Les apuntó con el arma, pero de nuevo se sintió invadido por su gran cansancio. «No más muertes. Por favor. No más muertes.» Bajó la pistola, dio la vuelta y se alejó cautelosamente en dirección opuesta.

Una voz detrás de él gritó:

—¡Eh! ¡Alto! Usted…

Echó a correr.

El disparo alcanzó a Warren Casey cuando intentaba saltar al edificio contiguo. Le atravesó y se hizo inmediatamente la oscuridad, y lejos, muy lejos, su último pensamiento fue: «¡Así está bien!»

Un cuarto de hora más tarde, el senador Phil McGivern se inclinó con el ceño fruncido sobre la figura encogida.

—¿No hubieran podido arrestarle? —preguntó agriamente.

—No, señor —se defendió el sargento de seguridad—. Se trataba de dispararle o dejarle escapar.

McGivern no ocultó su disgusto.

El sargento comentó, pensativo:

—Es curioso, podía haber acabado con nosotros tres. Éramos los únicos que estábamos en el tejado. Hubiera podido dispararnos y escapar luego.

Uno de los otros dijo:

—Quizá no tenía valor suficiente.

—No —gruñó McGivern—. Tenía mucho valor.