Un extraño en la casa
Kate Wilhelm
Uno de los temas más
sugestivos de la SF es sin duda el de la comunicación con los
extraterrestres. Cuando esta comunicación se plantea a nivel
íntimo, de hombre (o mujer, en este caso) a xenoide, con todas las
implicaciones psicológicas del contacto de dos mentes muy
distintas, el asunto se presta a un tratamiento especialmente
interesante, aunque a menudo sólo sirva para dar lugar a un tópico
relato de terror, en la línea de la peor xenofobia.
Por ello resulta particularmente atractiva
esta excelente narración de Kate Wilhelm, en la que el turbador y
doloroso contacto de dos mentes que en principio se repelen a causa
de su distinta naturaleza logra desembocar en la comprensión y el
afecto. Con el aliciente adicional de que esta comunicación
lacerante, al borde de lo imposible, sirve de contrapunto a la
presunta intimidad entre marido y mujer, mostrando cuan básica
puede ser la desconexión entre dos personas sumidas en un mundo de
convencionalismos, aunque aparentemente se hallen unidas por un
laso fuerte y profundo.
Robert conducía su coche lentamente por la
avenida del enorme caserón; al verlo, sonrió divertido. Mandy soltó
una carcajada. Realmente, aquel edificio era una broma gastada a
una viuda respetable. Era de piedra y tenía tres pisos, con un
amplio porche que rodeaba tres de sus cuatro fachadas. Se decía que
el primitivo edificio, al que se le añadieron después los dos pisos
superiores, había sido construido en 1820. Unas altas columnas se
erguían hasta la segunda planta, restando importancia a la puerta
de entrada, de doble batiente; las ventanas del primero se
arqueaban hacia fuera, a pares, y simétricamente espaciadas, y las
del segundo seguían la misma pauta. Pero en el tercer piso daba la
impresión de que el arquitecto había heredado una colección de
ventanas, ninguna de las cuales tenía el mismo tamaño, forma o
estilo. Unas se abrían hacia fuera, otras de abajo arriba, algunas
tenían rejas, y dos de ellas unas raquíticas persianas. «Una casa
extraña de verdad», pensó Robert. En el asiento posterior del
coche, el doble letrero iba de un lado para otro al tiempo que
tintineaba la cadena que unía las dos partes. En una se leía:
«Agencia de Seguros Phillips», y llevaba adornos de estilo
colonial; en la otra parte, agresivamente moderna: «Modas Amanda.»
Este fin de semana colgaría el letrero, y se instalaría de modo
oficial, aunque los de las mudanzas tardarían seis días en
venir.
Robert aparcó el coche frente a la fachada
posterior de la casa, después miró hacia el bosque, que se extendía
al otro lado del patio.
—A veces es necesario que suceda algo muy
importante para que se te abran los ojos y te pares a considerar
las cosas. En mi caso ha sido el ataque cardíaco, ¿no crees?
Mandy se volvió rápidamente, y él sonrió al
ver cómo escrutaba su cara. Ambos sabían que ella no podía
evitarlo; después de su ataque al corazón, ocurrido dos años atrás,
ella le observaba siempre atentamente a la menor provocación.
—Me refiero a nuestra marcha de la ciudad.
¡Dios mío, una casa de campo! ¡Nosotros, en una casa de
campo!
—Tienes razón, esto no parece para nosotros.
Tendremos que acostumbrarnos, supongo. Después de veintidós años en
diversos apartamentos... —Mandy volvió a reírse al tiempo que abría
la portezuela del coche y salía corriendo hacia la puerta posterior
de la casa.
Robert la siguió a paso lento, mirándola
satisfecho. Mandy era esbelta y ágil, y sus movimientos recordaban,
por la fluidez de los mismos, los de un líquido. Llevaba muy cortos
sus cabellos negros, aún sin una cana, y sus ojos obscuros
brillaban y se humedecían con facilidad. Esto la molestaba, pero
prestaba a su mirada una gran tersura y vivacidad. Rebosaba
energía, sus músculos eran tensos, y tenía tendencia a la delgadez,
contra la que luchaba con un régimen que hubiera obligado a Robert
a volver al hospital en una semana.
Mandy canturreaba mientras trabajaba en la
casa. Esperaba la llegada de un joven vecino que la ayudaría a
ordenar los enseres amontonados en el garaje hasta el techo. Dio
una ojeada por la ventana y vio a Robert con dos hombres que
vestían sendos monos y que limpiaban el arroyo y reparaban el
dique, gracias al cual se formaba un lago en el terreno
perteneciente a la propiedad. Los contempló durante varios minutos;
Robert, muy derecho y bien vestido, parecía fuera de lugar en aquel
ambiente. Le compraría pantalones de pana, y quizá incluso un mono.
Trató de imaginárselo con este atuendo, pero no lo logró. En aquel
momento vino el muchacho.
El sábado por la noche, tanto ella como
Robert estuvieron de acuerdo en que instalarse en una casa era un
trabajo agotador.
—Ve arriba y toma un baño mientras lleno el
lavaplatos —sugirió Mandy al tercer bostezo de Robert—. Yo subiré
dentro de pocos minutos.
El le dio un beso en el ojo derecho, sin
replicar, y salió bostezando de nuevo. Mandy ansiaba andar sola,
con su cansancio y su satisfacción, por la nueva casa. Quería tocar
el entarimado, pasar la mano por los muebles, disfrutar de su
hermosa adquisición. ¿Por qué ninguno de los dos había pensado
antes en la posibilidad de abandonar la ciudad? Ahora les parecía
algo tan natural. Jamás se había hecho ilusiones de que Robert
accediera a marcharse, y, probablemente, él pensaba lo mismo de
ella. Si Robert hubiera leído en su interior una sola vez durante
todos aquellos años, habría sabido la nostalgia que ella sentía por
el campo, por un jardín, por el bosque y por ver crecer las
plantas. Dejó por unos momentos su tarea de fregar los platos y se
quedó mirando fijamente hacia delante; después reanudó su trabajo
con energía. Las personas siempre tienen facetas que los demás
desconocen, a menos que quieran descubrirlas preguntando
directamente. ¿Cómo podían haber adivinado ellos sus mutuos
pensamientos?
Pero ahora ya no importaba. Se encontraban
aquí, y les gustaba. Su hija Tippy, de veinte años, también estaba
de acuerdo y Laura acabaría por convencerse cuando viniera, aunque
de momento era muy contraria a la idea. Se hallaba en París,
estudiando arte. Tippy estaba haciendo un curso avanzado de
matemáticas en el estado de Pennsylvania. «Ojalá hubieran vivido en
un lugar como éste cuando eran niñas y estaban en casa», pensó
Mandy con nostalgia. «¡Basta!», se dijo bruscamente a sí misma,
apagando la luz de la cocina. Las lámparas de la sala continuaban
encendidas; era la única habitación de la planta baja que contenía
algunos muebles. Se quedó en el umbral observando los sedosos
cortinajes, las sillas blancas y doradas, el diván, y expresó su
aprobación con un movimiento de cabeza.
De repente, se tambaleó al tiempo que
alargaba la mano en busca de un punto de apoyo, pero no encontró
nada. Cerró fuertemente los ojos. En un instante, la habitación
había cambiado, volviéndose grotesca, demasiado chillona,
inhospitalaria, opresivamente calurosa y, asfixiante. Cuando abrió
de nuevo los ojos y miró a su alrededor, la habitación volvía a
estar como antes. Pero ella notaba una extraña sensación de
ingravidez, aunque el malestar ya había pasado. ¿Indigestión? Había
sido algo muy fugaz, el tiempo de cerrar los ojos y volver a
abrirlos; quizá sólo dos segundos. Salió de la habitación y se
dirigió al panel de interruptores desde donde se controlaban todas
las luces de la planta baja. Apagó las lámparas, y en la obscuridad
le invadió el terror, sólo el terror. Apretó de nuevo los
interruptores y, al volver la luz, se desvaneció su miedo
momentáneo. Rió débilmente, pero, cuando volvió a apagar las luces,
tuvo la precaución de dejar encendidas las del vestíbulo.
Robert ya dormía cuando entró de puntillas
en el cuarto. Sumergida en el agua caliente de la bañera, y ya más
relajada, leyó un capítulo de un libro que él había dejado en el
baño: El cine escandinavo. Ahora sí que Robert tendría espacio
suficiente para una cámara obscura, y una sala de proyección, y
para su colección de películas de ocho milímetros...
Robert gimió con un largo e inarticulado
sonido de dolor o de protesta. Mandy dejó caer el libro, saltó de
la bañera y se encontró junto a la cama, sin tener conciencia de
haberse movido, con la bata encima de su cuerpo húmedo. Ahora
dormía pacíficamente. ¿Había sido un sueño? Mandy se mordió los
labios, hubiera querido despertarle, asegurarse de que estaba bien,
pero temió interrumpir su descanso... Entonces sintió un
escalofrío, y volvió al baño para secarse. Vio el libro dentro de
la bañera y lo sacó; ya no servía para nada. Lo tiró a la papelera
y se metió en la cama junto a Robert, acercándose mucho a él. Dejó
encendida la luz del cuarto de baño y la puerta entreabierta.
A la mañana siguiente, en tanto que ella
preparaba el desayuno, Robert fue al pueblo a comprar el periódico.
Mientras comían, hablaron de la casa.
—¿Por qué no ha vivido nadie aquí durante
los últimos treinta años? —preguntó Mandy—. Los anteriores
propietarios gastaron miles de dólares en mejorar la propiedad, y
sin embargo, nadie se ha quedado. ¿Por qué?
—La razón principal es el gasto de miles de
dólares. El último comprador se arruinó. Y si no fuera porque ambos
tenemos aquí nuestro local comercial, tampoco nosotros podríamos
mantenerla, querida. A nosotros nos resultará más barato que dos
oficinas en la ciudad, pero para una familia es imposible...
—Robert volvió a mirar la página financiera del periódico, pero en
seguida levantó la vista—. ¡Oh! Gus Farley me ha dicho que ayer su
chico llegó enfermo a casa después de estar aquí. ¿Comió algo?
—Ella negó con la cabeza—. Bueno, de todos modos, Gus dice que el
chico no trabajará aquí este verano. Siente habérnoslo prometido,
pero el caso es que tiene todas sus horas ocupadas.
—Si no podemos conseguir ayuda de la gente
del pueblo, nos veremos en un buen lío —dijo Mandy—. Nosotros solos
no tenemos tiempo para llevar una casa como ésta.
—Compraré una segadora y cortaré la hierba
yo mismo.
—Si es de motor, seré yo quien corte la
maldita hierba —replicó rápidamente Mandy.
El lunes recibieron contestación al anuncio
de Mandy en el semanario local.
—Ellen Turnbull —dijo Mandy con excitación—;
pide permiso para venir a verme el jueves y puede empezar
inmediatamente.
—Si puede empezar este mismo jueves, dile
que sí. ¡Dios santo! Ya temía que llegaran los muebles y no
tuviéramos a nadie para ayudarnos.
—Sí, yo también —confesó Mandy—. Una semana
más, cariño, y lo peor habrá pasado. Entonces sólo tendremos que
habituarnos a la nueva vida.
El groth se movió lentamente, con gran
dolor, e inspeccionó el sello de la puerta cuya alarma había
empezado a sonar despiadadamente, avisando que se había producido
una entrada. Ellos habían vuelto otra vez. Todos los movimientos
que hacía significaban una tortura, y su único deseo era que le
dejasen solo, y morir sin ningún esfuerzo ulterior. Volvió a su
cama-tanque, un material semi rígido que cedía bajo la masa del
groth, se cerraba automáticamente y se llenaba de un líquido que
aliviaba, pero que ya no curaba a su ocupante. El groth volvió a
sumirse en un sueño agitado.
El sótano de la casa estaba lleno de
instrumentos: grabadoras, una pantalla, auriculares y un potente
transmisor conectado a una máquina traductora y a un codificador.
Había un tanque lleno de un obscuro y espeso cultivo de olat —el
alimento del groth— y un equipo que alteraba la atmósfera en el
interior de la habitación sellada; la obscuridad era casi total,
como la última penumbra del atardecer. La temperatura se mantenía
agradablemente a 4,44 °C. Al groth no le faltaba ninguna comodidad
durante su estancia en la Tierra, exceptuando la compañía de su
pareja, muerta hacía ya mucho tiempo. También él se estaba
muriendo, con el amargo convencimiento de que su permanencia en
este planeta había sido un fracaso. Dormía con desasosiego, soñando
con los mares de Gron donde se divertían los jóvenes. En su sueño
había un joven groth que se sumergía hasta las profundidades para
coger a su pareja que jugaba a escaparse de él una y otra vez. Los
mares rebosaban de olat, y no existían especies peligrosas, lo cual
hacía que la vida en aquel lugar fuera feliz y segura. Sus sueños
le llevaban repetidamente a los mares de Gron, y su despertar era
cada vez más doloroso y triste. Se despertó con el recuerdo de los
sonidos escuchados la noche anterior; surgían del edificio, y
resolvió que debía hacer un último esfuerzo. Abandonar su húmedo
lecho disminuyó la fuerza emotiva de su decisión, y la esperanza de
cumplir la misión se transformó de nuevo en la seguridad de que
tampoco esta vez lograría alcanzar su objetivo. La esperanza que le
había despertado se fundió en los mares del sueño, y el groth
inició la rutina cuya realización era ineludible.
Sacó su ración diaria de olat, midió la
acidez del cultivo, añadió líquido para compensar el que había
sacado, y volvió a cerrar el tanque. Sorbió el olat y entonces
procedió a la comprobación de los sistemas vitales que mantenían el
líquido de la cama a la necesaria concentración de ácido sulfúrico,
y el aire, a la mezcla precisa de oxígeno, ácido sulfúrico,
nitrógeno y pequeñas cantidades de otros elementos. La presión se
mantenía constante a medio kilo por centímetro cuadrado, lo cual
era satisfactorio. Después de inspeccionar los sistemas, el groth
fue hacia la computadora y empezó a introducir datos en la máquina
traductora y en el codificador. Ya no dedicaba mucha atención a los
datos, ni estaba muy interesado en las tempestades de los océanos
occidentales ni en las guerras que estallaban en los distintos
puntos de todo el globo, como hogueras en la vertiente seca de una
montaña. El equipo instalado por la pareja de groths durante los
diez primeros años de su estancia en la Tierra tomaba medidas
automáticamente; todos los aspectos de las actividades terrestres
eran vigilados y registrados: lluvias, velocidades del viento,
temperaturas, cambios de población, operaciones mineras, proyectos
de construcción, guerras constantes, la evolución en las industrias
de automóviles y aviones, la investigación de la energía atómica,
los crecientes adelantos espaciales... Habían analizado
concienzudamente todas las lenguas habladas en la Tierra,
registrándolas en el computador para hacer posible la comunicación
cuando llegase el momento. Se registraban a diario las clases de
las Universidades, se copiaban los periódicos, se captaban los
programas de radio y televisión para su posterior análisis, se
vigilaban las iglesias y se tomaban datos de las distintas
religiones; y todo ello era clasificado y archivado por el
computador, incluidos también todos los mitos y todos los hechos
históricos, con el fin de que el groth pudiera, en su día, estudiar
todos los datos y formarse una idea completa.
Pero sólo nueve años después de su llegada,
su pareja había sufrido un accidente. Incapaz de creer en la
magnitud de la depresión económica que sumió al planeta en la
desesperación, la guerra inminente y el fallo del cuadro de
previsiones, su pareja había ido a inspeccionar personalmente
algunos de los increíbles sucesos que veían centellear en la
pantalla de televisión. Mientras su pareja volaba sobre el área
totalmente desértica de la región meridional, un tornado, fenómeno
desconocido para el groth, surgió de improviso y, sorprendiendo en
su vórtice al pequeño aparato, lo había derribado y lanzado contra
el suelo a muchas millas de distancia. El terrible calor, los rayos
solares y los remolinos de polvo habían atormentado a su pareja
mientras intentaba reparar el aparato. Al volver a funcionar, su
pareja ya sufría quemaduras mortales. Cuando el groth que
permanecía en el vlen captó su agonía, emitida desesperadamente, ya
era demasiado tarde para salvarle la vida. El groth moribundo
volvió por piloto automático, pero como ya no era capaz de
controlar su mente, el dolor que irradiaba se propagó por el aire y
alcanzó la casa erigida sobre el vlen, matando á un terrestre, una
hembra, y provocando, la locura de otros dos.
El groth comprendió entonces que debía
alejar el vlen de los frágiles terrestres que resultaban tan
sensibles a sus ondas de pensamiento. Cuando, al año siguiente,
empezó a efectuar el traslado, la casa se quedó misteriosamente
vacía. El groth esperó acontecimientos. Al instalarse en la casa
otros terrestres, volvió a pensar en marcharse de allí, pero era la
estación veraniega del planeta, y el groth sabía que el calor
minaría sus fuerzas, haciendo el traslado más largo y peligroso que
si esperaba la llegada de la estación fría. Se quedó, pues,
cerrando fuertemente sus ondas mentales y limitándose a dirigir sus
dispositivos electrónicos. Pero los nuevos ocupantes de la casa, en
especial los niños, también deseaban huir del calor, y jugaban en
el sótano del edificio, muy cerca del vlen. Cierto día, uno de los
niños terrestres utilizó unos tentáculos mentales que él mismo
ignoraba que poseía, y sintió la proximidad de un ser extraño. El
niño gritó de terror. El groth retrocedió ante el momentáneo e
inesperado contacto provocado por la mente desconocida y se
retorció a la vista de las imágenes que ésta le transmitía,
sintiendo un dolor particularmente intenso cuando sus propios
nervios respondieron al chorro de luz entrevisto por el niño. Más
tarde, aquella misma noche, el groth vio interrumpido su profundo
sueño por la repentina intrusión de una mente abierta que buceaba
en la suya. El niño terrestre gritó en la cabeza del groth y ambos
sufrieron con el contacto desnudo y sin protección. El pequeño no
podía romperlo. Se produjo un fallo total de control, y cuando el
groth consiguió desenmarañar sus propios pensamientos de los de la
mente extraña, el niño se encontraba gravemente enfermo, con una
fiebre muy alta. Murió al cabo de una hora.
El groth sintió mucho esta muerte, y se
culpó a sí mismo del accidente, pese a que el niño había entrado en
contacto con él de modo accidental. Entonces sondeó suavemente el
cerebro del otro terrestre que habitaba la casa, pero éste quedó
paralizado por el terror. El groth comprendió que jamás podría
volver a sondear la mente de un habitante de este planeta y reanudó
los preparativos de marcha hacia una región totalmente deshabitada,
muy al norte de la actual situación del vlen.
El groth dejó de pensar en el pasado para
considerar el presente. Ahora tenía que resolver los problemas
sencillos y básicos. De nuevo había gente viviendo en la casa. Se
le presentaba una última posibilidad de cumplir la misión de mayor
trascendencia, y con la ayuda de uno de los terrestres aún podría
conseguirlo. Había pasado todo el verano y el otoño echado en su
cama, semiinconsciente. Se despertaba todos los días para atender a
los aparatos y después volvía a la vida ficticia de su juventud. Al
llegar el invierno, el groth comprendió que su propia muerte no
estaba muy lejos. Su respiración era débil y dolorosa,
insuficiente, y el mareo que a veces le acometía se prolongaba cada
vez más y le dejaba totalmente confuso. Hizo un esfuerzo para
desechar el pasado y se preguntó si realmente importaba ya que
volviese a haber terrestres a su alcance. Ignoraba si ahora tendría
el poder necesario para intentar algo que valiese la pena. El groth
sabía que si aceptaba el fracaso, sus últimos actos serían de
destrucción. La aceptación del fracaso implicaba inevitablemente la
desaparición total del satélite en órbita, de la nave espacial
sobre la Tierra, del vlen de aquel sótano del edificio, y
finalmente, su propia destrucción.
Abrió su mente con precaución extrema, pero
encontró a la hembra terrestre, que, al igual que él mismo,
retrocedió ante el contacto. Después sondeó al macho, y se alejó de
él con una rapidez todavía mayor. El macho estaba débil, a causa de
una lesión cardíaca; no podía sondearle. El groth se quedó pensando
en la hembra; intentaría un nuevo contacto con ella.
El jueves, Mandy se sentía cansada como si
hubiera estado corriendo durante un mes. Llegó en coche a la casa
de campo bajo una lluvia torrencial, pero una vez dentro de ella,
la lluvia y el viento se le antojaron muy lejanos. Al enderezarse
después de quitarse las botas, se fijó en una mancha de aceite que
había en el suelo, junto a la puerta que bajaba al sótano. La abrió
y examinó la mancha más de cerca. ¿Quién podía haber derramado el
aceite allí? Hizo ademán de tocar el brillante líquido, pero retiró
bruscamente la mano y cerró la puerta. Miró hacia el teléfono y lo
probó, pero sin esperar que funcionara. Le habían dicho que lo
conectarían por la tarde, y todavía eran las once; la señora
Turnbull vendría a la una. Tenía tiempo de medir las ventanas del
tercer piso y decidir en qué emplearía las habitaciones. El tercer
piso tenía cinco habitaciones pequeñas, dispuestas en hilera, y sus
acabados eran toscos: probablemente estaban destinadas al servicio.
Había también una estancia muy espaciosa, en forma de L. Aquí
instalaría la máquina de coser y las mesas para cortar los
patrones, las telas, los accesorios, los estantes..., había espacio
para todo. Además, aún quedaba el resto del piso, de pavimento
desigual, pero con ventanas. Mientras lo recorría, volvió a pensar
en la comodidad de tanto espacio, luminoso, caliente, aireado..., y
rodeado de la paz más absoluta.
Se detuvo en su inspección y escuchó. La
quietud era tan profunda, que en aquellos momentos lamentó no tener
una radio, o no estar un poco más cerca de la carretera, o del
pueblo. Daba la impresión de que la casa estaba conteniendo el
aliento.
Frunció el ceño, enfadada consigo misma.
Nunca había sido timorata ni temido la soledad. Y la casa no tenía
nada de alarmante; era una casa alegre, acogedora. Terminó
rápidamente de medir las ventanas, silbando entre dientes mientras
lo hacía.
A las doce y media, hizo café y abrió una
lata de copa para el almuerzo. Ahora la lluvia caía furiosamente
sobre la casa. No tenía ningún deseo dé salir para recoger las
cortinas que había dejado en el coche.
La señora Turnbull apareció cuando Mandy
estaba lavando los platos. Debía de tener unos cincuenta años,
llevaba el pelo teñido de rojo, ostentaba un incipiente bigote que
debía requerir frecuentes afeitados y sus piernas recordaban a las
de un futbolista. Sus ojos muy azules no dejaron de mirar a su
alrededor con suspicacia mientras hablaba con Mandy.
—¿Usted es la señora Phillips? Soy Ellen
Turnbull. Gus Farley me ha dicho que necesita una asistenta. Pero
me es imposible quedarme a dormir; tengo un chico que va a la
escuela y una hija con su bebé que también vive conmigo. No puedo
quedarme fuera de casa por la, noche.
Al cabo de un cuarto de hora, Mandy había
aceptado sus servicios.
—¿Puede empezar mañana? —preguntó
Mandy.
—Vendré a las nueve. ¿Me da una nave?
—¿Una llave? Por supuesto. "Pero tendré que
hacerme otra...
—Démela y yo me encargaré de esto. ¿No
estará usted mañana a las nueve, verdad? ¿Cuándo vienen los de las
mudanzas?
—A la una —repuso Mandy. Buscó en silencio
la llave, que tenía en el monedero, y la entregó a la mujer del
pelo rojizo. «Quizá no lo lleve teñido», pensó dé improviso.
Cuando la señora Turnbull se hubo ido con la
llave, Mandy se dio cuenta de que ni siquiera le había pedido
referencias. Pero pensó que no valía la pena con una mujer como
aquella: su aspecto ya era suficiente referencia. Mandy se echó a
reír, y cuando levantó el auricular del teléfono, la línea ya
estaba conectada. Marcó con gran alegría el número de la oficina de
Robert, y empezó a silbar mientras esperaba que le
contestara.
Robert opinó que había hecho bien en seguir
su intuición en lo que concernía a la señora Turnbull.
—Haré discretas indagaciones sobre ella en
el pueblo —dijo—. Por lo que me cuentas, parece una joya. ¿Por qué
no le dices mañana que venga su hijo a echarme una mano en el
patio?
Mandy colgó, sonriendo, y decidió ir a
buscar las cortinas y colgarlas mientras esperaba la vuelta de su
flamante asistenta con la llave de repuesto. Se puso el abrigo y
corrió hasta el coche. La lluvia ya no caía oblicuamente, pero
seguía siendo torrencial. Cubrió cuidadosamente los cortinajes con
varias sábanas y corrió de nuevo hacia el porche de la parte de
atrás, donde comprobó que, sin darse cuenta, había cerrado la
puerta al salir. Dio varias vueltas al pomo con exasperación, pero
estaba echado el cerrojo y no había forma de abrir. Pateó furiosa,
mirando fijamente la puerta y preguntándose cuánto tardaría en
volver la señora Turnbull pues no le quedaba más remedio que
esperarla a la intemperie. Sabía que todas las ventanas estaban
cerradas, protegidas, además, por los postigos, como precaución,
contra las tormentas. Entonces recordó la puerta del sótano, y se
inclinó sobre la barandilla de la escalera para ver si también
estaba cerrada. La habían dejado abierta por si venía el encargado
de encender la caldera, y no recordaba haber bajado a cerrarla, ni
creía que Robert lo hubiera hecho. Dudó unos momentos, pero una
ráfaga de viento la empapó de lluvia, y entonces decidió ir a echar
un vistazo. Dejó las cortinas sobre la barandilla, bajó corriendo
los peldaños y encontró abierta la puerta del sótano. Hacía calor,
allí, y olía a cerrado y un poco a azufre... Fue apresuradamente
hacia las escaleras que conducían a la cocina. A mitad de camino
volvió a notar aquella sensación.
De improviso, su visión de los escalones y
de la puerta cerrada se transformó, desenfocándose, convirtiéndose
en algo diferente, extraño, irreconocible y amenazador. Se agarró a
la barandilla, luchando contra el miedo, un miedo espantoso. Cerró
con fuerza los ojos al ver cómo se movían y aumentaban de volumen
los escalones. Pensó que iba a caerse, y entonces oyó un gemido.
Sintió que la cabeza se le hinchaba, que aumentaba de tamaño,
causándole un dolor insoportable. Pero bruscamente, del mismo modo
que había empezado, la sensación desapareció, tan de repente, que
la hizo tambalear, y se hubiera caído por las escaleras de no ser
por un movimiento reflejo de sus manos que se asieron fuertemente a
la barandilla. Se quedó medio sentada durante unos momentos,
tratando de recobrar el aliento y esperando a que el corazón le
latiese con normalidad. Respiraba espasmódicamente, y no podía
serenarse. Subió a gatas los escalones hasta alcanzar la puerta,
pero al traspasar el umbral tocó con una mano aquella extraña
mancha de aceite, que le produjo al momento una fuerte quemadura.
Corrió a la fregadera y se lavó la mano, llorando de dolor; toda la
palma estaba enrojecida.
Cuando Ellen Turnbull volvió con las llaves,
Mandy estaba bebiendo una taza de café y fumando un
cigarrillo.
—¿Se encuentra bien, señora Phillips? ¿Está
enferma?
—Me quedó cerrada fuera y tuve que entrar
por el sótano, y como una estúpida, me caí por las escaleras
—explicó Mandy, asiendo fuertemente el asa de la taza. ¿Qué otra
cosa podía decir? Había sido algo muy fugaz, y cuando hubo pasado,
se sintió completamente normal. ¿Qué otra cosa podía decirle a
aquella mujer?
La señora Turnbull, tras mirarla unos
segundos, abrió la puerta del sótano.
—Tenía barro en los zapatos —dijo—, y por
eso resbaló. —Se volvió a mirar a Mandy-¿Está segura de no haberse
hecho daño? La veo muy pálida. —Mandy negó con la cabeza—. Bueno,
será mejor que quite este barro antes de que alguien vuelva a
resbalar.
Desapareció, volviendo en seguida con una
toalla de papel que tiró al cubo de la basura. Entonces salió por
la puerta que daba al patio y volvió con las cortinas.
—Se las ha dejado olvidadas en la barandilla
—dijo.
—Sí..., las colgaré mañana-murmuró Mandy—.
Hoy no haré nada más. Me iré con usted.
«¿Qué otra cosa podía decir?», se preguntó
Mandy mientras se alejaba en el coche. ¿Cómo podía explicárselo a
Robert? ¿Cómo describir algo completamente extraño a cualquier
experiencia humana? No había palabras para hacerlo; ni siquiera de
modo aproximado. Extraña, diferente, ominosa. La palabra terror se
le parecía, pero tampoco era exactamente terror. No conocía ninguna
palabra que pudiera describirlo. Sus manos y pies conducían el
coche, mientras ella miraba fijamente hacia delante; la hora de
trayecto que la separaba de la ciudad pasó pronto. Cuando llegó al
piso, empezó a pasearse arriba y abajo, y al final decidió que no
explicaría a Robert lo sucedido. Él lo achacaría a los nervios, o a
una indigestión; le diría que la caída, la quemadura, el terror,
eran parte de un breve desmayo que había sufrido, y que el desmayo
se debía al cansancio. El traslado, las compras, la costura, tomar
medidas y más medidas... Estaba tan cansada que ya no reconocía los
síntomas de la fatiga, y se engañaba atribuyéndolos a otras
causas.
Cuando llegó Robert, le dijo simplemente que
había resbalado sobre el barro de las escaleras del sótano, y él
estuvo muy solícito y le dio un masaje en la espalda y en las
piernas.
El groth sabía que esta vez tendría que
esperar pacientemente a que los nuevos inquilinos se instalaran en
la casa. Seguramente se quedarían a vivir en ella de una forma
permanente. Esto parecía confirmar la vuelta de la receptiva hembra
terrestre. El groth ignoraba si tenía tiempo para esperar, así que
decidió tantearla con mucha cautela. Había olvidado la distorsión
con que veían el mundo, la fuerza de su iluminación, los ángulos
agudos que usaban, las superficies brillantes y los colores
chillones y cegadores. Sintió nostalgia por los amables mares de
Gron donde podría curarse, aliviado por la frescura de sus aguas, y
por la suavidad de las formas, siempre sumidas en la penumbra y
siempre redondeadas.
Hacía mucho tiempo que el groth había
aprendido que los terrestres utilizaban la luz del mismo modo que
los groth utilizaban las sombras en Gron. Allí los ojos reposaban
en las sombras profundas, en las formas redondas, en las curvas,
buscando siempre la obscuridad más densa; aquí, en la Tierra, la
luz se reflejaba en los objetos y en las superficies, hacía daño a
los ojos, y los obligaba a moverse de un lugar a otro para lograr
el mismo fin: forzarlos a ver el conjunto, en lugar de sólo una
parte. La dificultad estribaba en el efecto que dichas superficies
brillantes y relucientes producían en los enormes ojos de los
groth, cuya reacción inmediata era la misma que sufren los ojos de
los terrestres después de contemplar durante varias horas un campo
nevado a pleno sol. Dolor, alucinaciones, y ceguera, que en
ocasiones podía ser permanente. El groth no pudo controlar la
terrible sensación de que la superficie se le echaba encima, aun
sabiendo que sólo se trataba del cegador reflejo de la luz. Pero,
peor todavía que el sufrimiento físico era el odio instantáneo e
intenso que inspiraba aquel contacto: un odio semejante a una
fuerza potente que absorbiera la energía del groth. Fue él quien la
tocó, pero le pareció que la fuerza invasora era ella. El groth se
liberó bruscamente, y desde una distancia prudencial, vio cómo la
hembra perdía el equilibrio.
Todos los groth poseían cualidades
extrasensoriales, pero sólo un pequeño porcentaje tenía el poder de
controlar y ordenar el proceso a un alto nivel. El entrenamiento
facilitaba el dominio del conjunto de neuronas hasta el punto de
que la mente del groth era como una habitación cuya puerta
estuviera abierta, pero más resguardada de cualquier intrusión que
si la protegieran siete llaves. El groth perfectamente entrenado
jamás entraba en la mente de otro sin invitación, a menos que le
moviera un propósito puramente terapéutico, o si la mente que debía
penetrar no estaba en situación de dar su consentimiento. Cuando un
groth que carecía de entrenamiento buceaba en una mente entrenada,
hallaba imágenes familiares, conceptos elementales comunes, pero
ningún pensamiento formado ni conversaciones mentales organizadas.
Entonces no había sacudida alguna. El groth invadido se limitaba a
retirarse, si el contacto persistía, y ahí acababa todo. Pero ser
invadido por una inteligencia extraña implicaba para ambas mentes
una conmoción perturbadora, revelando ambas una imagen del mundo
totalmente distinta, y unos temores dominantes que eran
irracionales, pero ineludibles. Si el poder invasor era grande,
como el que poseían los terrestres, había el peligro de que la
conmoción del groth se comunicara a la de la mente invasora antes
de que el contacto pudiera ser interrumpido. En esto residía el
peligro: provocar la locura.
El groth se retiró por completo, para
serenarse y reflexionar. Aún ignoraba si le sería posible utilizar
á aquella hembra. Vendrían otras personas; se lo había oído decir.
Lo intentaría con ellas antes de tomar una decisión. Tenía que
utilizar a alguna si no quería perder una oportunidad
inestimable.
Cuando el planeta fue descubierto, en 1896,
año terrestre, y 14395 años de Gron, el entusiasmo de los
habitantes de este último rozó casi la exaltación. Nunca habían
encontrado un mundo situado en el preciso umbral psicológico que
conduciría a una civilización tecnológica durante el término de
vida de los groth. Se hicieron planes para el envío de
observadores, y se programaron las computadoras para estimar la
medida del progreso alcanzado en aquel planeta recién descubierto.
Se calcularon fechas terrestres para los probables avances: en
1965, descubrimiento de la energía atómica; en 1980, primer
satélite espacial; en 1995, primera nave tripulada en órbita; en
2010, alunizaje; 2040, aterrizaje en el planeta más próximo; en
2150, listos para comunicarse con una civilización extraterrestre.
Se planeó la primera estación de Gron para la observación constante
de la Tierra, con computadoras y satélites espías en órbita. Para
esta fase de la operación se calcularon cuarenta años de Gron,
transcurridos los cuales se previo una discreta retirada,
posiblemente hacia el planeta más alejado del sistema. En términos
terrestres, esto significaba que el primer aterrizaje se haría en
1920, y que los groth permanecerían allí hasta 1973. Cuarenta años
de Gron, cincuenta y tres años terrestres. Se consideró
particularmente necesaria la presencia de observadores en la Tierra
mientras los terrícolas descubrían y ensayaban la energía atómica,
fase tras la cual, al comenzar los terrestres la exploración del
espacio exterior, un satélite de procedencia extraterrestre en su
firmamento ya no les confundiría ni inspiraría sentimientos
suspicaces y agresivos.
Se sabía que la Tierra era un planeta
peligroso para un groth; se trataba de un mundo caliente, y la
atmósfera rica en oxígeno era más densa que aquella a que estaban
acostumbrados; peligrosamente densa y pegajosa. El exceso de
oxígeno provocaba una reacción peculiar en la composición química
de sus cuerpos, haciéndoles perder con la orina y el sudor más
cantidad de azufre de la que convenía a su salud. Además, el
espectro de las ondas electromagnéticas procedentes de la estrella
de este mundo estaba menos moderado por la distancia —Gron se
hallaba a trescientos cincuenta millones de kilómetros de su
astro—, lo cual significaba una acción brutal de los rayos
ultravioleta e infrarrojos sobre la piel de los groth, y en
especial sobre sus enormes ojos, protegidos únicamente por un fino
párpado, perfecto para los mares de Gron y sus frescos y tenebrosos
continentes, pero inadecuado para la superficie terrestre. Se
diseñaron especiales lentes de contacto, que protegían, pero
causaban, no obstante, cierta irritación en sus ojos. La
alcalinidad de las aguas terrestres era venenosa para el groth, lo
cual significaba otro inconveniente. Pero, por otra parte, existía
la ventaja de que los terrestres, con la arrogancia típica de los
planetas en vías de desarrollo, no creían en otras formas de vida.
Esto protegía a los groth en el momento en que su presencia se
hiciera evidente. Por lo tanto, aunque se trataba de una misión
ciertamente arriesgada, las ventajas superaban a los
inconvenientes, y al final del período indicado por las
computadoras, otra potencia mundial vendría a unirse a las familias
interestelares. Otra cosa igualmente importante era que, por
primera vez, podría ser estudiada una raza que atravesaba un
período de los mayores cambios imaginables. Se eligió a una pareja
de groth, ambos especialmente entrenados en el uso de todos sus
instrumentos, con extraordinarias dotes ultrasensoriales y
facultades de penetración enormemente desarrolladas. Pero sólo
vivía uno de ellos para llevar a cabo su misión.
Una semana después de haberse instalado,
Mandy se paseaba por la casa mientras esperaba a que Robert
terminase el trabajo de la oficina, que realizaba en unión de su
socio, Erie, y la colaboración de Grace, la secretaria. La casa
resplandecía bajo el sol del atardecer, que se filtraba por las
ventanas de la fachada principal, por los cristales dobles de la
puerta y por las amplias ventanas que coronaban ésta. El tiempo
lluvioso y frío había cedido el paso a una serie de días soleados.
Recordó vagamente el terror que había sentido en la casa en dos
ocasiones diferentes, y se encogió de hombros. Entonces se
encontraba muy cansada, y, aunque seguía estándolo, ya no era la
fatiga que sintiera la semana anterior. Repasó la habitación de los
huéspedes, que destinaba a Dwight. El dormitorio del lado izquierdo
era el de Eric, que ya había pasado dos noches en la casa. Eric
tenía treinta años y era un hombre soltero y muy simpático, que se
contentaba con trabajar en la compañía de seguros sin ambicionar
nada más, aunque Mandy tenía la seguridad de que cuando fuese el
dueño absoluto de la agencia, ampliaría el negocio fácilmente y sin
esfuerzo, lo cual no le importaba; lo que no quería era que Robert
tuviese más trabajo.
Mandy estaba en el vestíbulo de arriba,
sobre las oficinas, cuando oyó abrirse la puerta y la voz de Grace,
que decía:
—¿No has sentido nada en absoluto, Robert?
Yo lo he advertido durante unos segundos en cuanto he llegado esta
mañana. Nada extraordinario, ni muy desagradable, pero sí
algo.
—Es de esperar que una casa como ésta tenga
sus fantasmas —comentó Eric con ligereza, y Grace le replicó:
—Jamás en mi vida he esperado que una casa
tenga fantasmas. Y no he dicho que ésta los tenga. Sólo he dicho
que he sentido algo extraño, y nada más.
Eric se rió, y sus voces se alejaron.
Entonces Mandy se acercó a la barandilla y vio los cabellos grises
y muy rizados de Grace y la cabellera castaña y demasiado larga de
Eric. Caminaban juntos hacia la fachada delantera de la casa. Miró
su reloj de pulsera: las cuatro y media, hora del aperitivo. Bajó
rígidamente las escaleras.
Se dirigió a la cocina, donde Ellen Turnbull
preparaba una bandeja con el cubo de hielo, los vasos, el queso y
las galletas.
—He pensado que desearían esto con las
bebidas —dijo.
—Gracias, yo lo llevaré —contestó Mandy.
—Mike vendrá conmigo mañana por la mañana —dijo la señora
Turnbull—. ¿Por dónde quiere que empiece, por el garaje o por el
patio?
—Creo que será mejor por el garaje. Iría muy
bien si pudiera quitar las cosas suficientes para poder meter los
coches. —Cogió la bandeja, y apoyando el hombro contra la puerta,
preguntó—: ¿Cómo está el chico de Farley?
—Pete Farley ha visto demasiados seriales de
televisión, eso es todo. Ya ha vuelto a la escuela. Como le dije,
sólo fue un empacho. También se lo dije al estúpido de Gus.
Cuando Mandy entró en el salón, Eric y Grace
discutían si la chimenea sería suficiente para calentar la
habitación. Siempre discutían fuera de la oficina; según Mandy, la
culpa era del instinto maternal de Grace. Eric decía:
—Dejadme encender el fuego y veréis cómo
calienta. Es lo mejor, con este clima.
A diferencia de Robert, Erie parecía estar
en su ambiente en el campo; vestía un pantalón de franela, un
jersey y calcetines de lana. Mientras hablaba, hizo una bola con
los periódicos, la colocó en la chimenea, junto con tres troncos, y
la encendió con una cerilla. Los troncos estaban muy secos, y
prendieron sin dificultad. Pronto las llamas empezaron a crepitar.
Robert se acercó con las bebidas y se sentó en el sofá, al lado de
Mandy. El fuego daba mucho calor, y como los rayos del Sol entraban
casi horizontalmente, la habitación resultaba acogedora y
alegre.
Eric y Robert empezaron a comentar en voz
baja los problemas relativos al traslado del negocio, y Grace hizo
un gesto de resignación. Se dirigió a Mandy:
—¿De verdad no te han dicho nada de esta
casa? No puedo imaginarme que una casa esté vacía tantos años sin
que se oigan ruidos, o se vean luces, o la gente chismorree.
Robert apretó brevemente la mano de Mandy
mientras decía:
—Claro, la semana pasada ocurrió lo de Pete
Farley. Trabajó aquí unas horas y volvió a casa muy enfermo. No
pudo ir a la escuela durante dos días; tenía mareos, nerviosismo,
náuseas, pero el médico no encontró la causa. La gente dice que es
culpa de la casa.
Mandy no pudo controlar un estremecimiento
de su propia mano; Robert la miró en aquel momento y le guiñó un
ojo. Estaba bromeando con Grace, y pensaba que Mandy le seguía el
juego. A ésta le pareció increíble que él no notase lo mucho que le
desagradaba esta conversación. Bebió un gran sorbo y se
levantó.
—La cuestión no es lo que piensa la gente,
sino lo que piensa el chico —dijo Grace—. ¿Está dispuesto a volver
a trabajar aquí?
—Su padre le ha prohibido que vuelva
—replicó Mandy con sequedad, mientras se encaminaba hacia la
puerta—. Tengo que vigilar el asado; vuelvo en seguida.
Ellen ya se había ido; el asado se estaba
dorando y despedía un ligero olor a ajo. Mandy cerró el horno. Se
sirvió una taza de café y empezó a sorberlo, deseando que Tippy y
Dwight estuvieran allí. Se preguntó si Grace ya habría abandonado
el tema de la casa y su hipotético fantasma; ella no quería hablar
del asunto ni que los demás volvieran a mencionarlo en su
presencia.
Tippy y Dwight no tardaron en llegar, y la
reunión se animó; hubo bromas, chismes universitarios, la cena, y
el inevitable recorrido por toda la casa. Tippy era alta, esbelta,
casi demasiado delgada y muy bonita; los cabellos negros le cubrían
media espalda y sus ojos, rasgados como los de Mandy, pero mucho
más pintados, resaltaban en su rostro desprovisto de maquillaje.
Llevaba pantalones negros y una túnica blanca; aquella noche,
parecía una hermosa modelo de la portada de una revista. Fumaba
demasiado e irradiaba una energía desbordante que algunas veces
resultaba agotadora. Poseía auténtica intuición para las
matemáticas, cualidad que la volvía impaciente cuando una persona
no comprendía algo en seguida.
Dwight tenía veinticuatro años, había
terminado el doctorado en literatura neolatina, y ya era autor de
un libro sobre literatura española. Trabajaba en una editorial de
libros de texto. Mandy no lo había dicho nunca, ni siquiera a
Robert, pero opinaba que Dwight era insoportablemente aburrido.
Hacía tres meses que Tippy y Dwight eran novios.
Mandy logró por dos veces desviar a Grace
del tema de las casas encantadas, y en cuanto Tippy se llevó a Eric
y a Dwight a visitar el resto de la casa, Mandy dijo:
—Grace, te ruego que no hables más de esto.
Tippy es demasiado joven y tiene mucha imaginación...
—¡Tippy! —exclamó con incredulidad Grace—. A
esta niña no la asusta ni el mismo diablo.
—Le entusiasma la casa, y no me gustaría que
suscitaras dudas en su mente...
Grace vaciló, y terminó por encogerse de
hombros. —Las dudas le vendrán por sí solas cuando tenga esa
sensación. Yo ya la he tenido. —¿De qué sensación hablas?
—¿No te lo ha contado Robert? —Grace se
acercó más a Mandy y bajó la voz—. Lo siento, Mandy; estaba segura
de que Robert te había dicho algo; de otro modo, yo no hubiese
mencionado el asunto. Esta mañana he experimentado algo extraño,
como una repentina sensación de pánico: todo se ha desenfocado a mi
alrededor. En aquel momento, en el piso de arriba se oyó un agudo
chillido, y ambas mujeres se levantaron de un salto. Mandy fue más
rápida que Grace; salió corriendo y subió las escaleras a toda
prisa. Oía vagamente la voz de Tippy y, detrás de ella, a Grace
llamando a Robert, que había ido a las oficinas.
—¡Tippy! ¿Dónde estás?
Se abrió la puerta del tercer piso y
salieron Tippy y Dwight, seguidos de Eric. Tippy se encontró con
Mandy en el descansillo de la escalera y se abrazó a ella.
—¡Mamá! Algo... me ha tocado, ¡por dentro!
Algo... caliente... —Estaba temblando. Mandy la apretó contra su
pecho y miró a Dwight.
—¿Qué ha sucedido?
—No lo sé. Nos hallábamos en las
habitaciones vacías y no había luz. Eric tenía cerillas, pero no
veíamos casi nada. Tippy estaba cerca de mí cuando ha empezado a
gemir y, cuando la he tocado, ha lanzado un grito.
Robert se unió a ellos, y Mandy pensó que no
debía haber subido tan de prisa las escaleras; estaba pálido. Tippy
empezó a recobrar el aliento y el color volvió a su rostro. Mandy
se imaginó su propia palidez.
—¡Dios mío! —murmuró Tippy de pronto, con
voz clara y expresión asombrada—, ¡tenemos un fantasma!
—Esta casa no está encantada —sentenció
Robert con severidad, un cuarto de hora después. Estaban en la
sala; Mandy en el sofá, con Dwight y Tippy, Eric atizando el fuego,
que crepitaba débilmente, y Grace y Robert en las dos sillas
doradas. Tippy se sentía demasiado excitada para permanecer quieta.
Empezó a pasear, con el ceño fruncido y fumando.
—Puede que tú no lo creas, papá —dijo—, pero
yo tengo la impresión de que alguien me ha tocado. Nunca había
sentido nada semejante.
—¿Os convencéis ahora de lo contagioso que
es decir tonterías? —reprochó Robert, mirando a Grace...-Esto no es
justo —protestó Mandy—. Grace no ha dicho una palabra a Tippy.
Nadie le ha hablado de nada.
Eric seguía atizando el fuego. Entonces se
volvió y dijo tranquilamente:
—Debe de haber algo en el tercer piso.
—¡Por Dios! —exclamó Robert, pero Eric
continuó:
—Vamos, Robert. Está claro que ha sucedido
algo. —Miró a Tippy, que se había detenido y le contemplaba
atentamente.
Robert hizo tintinear el hielo de su vaso,
fijando en él la mirada. Mandy sabía que estaba muy enfadado.
Detestaba los misterios; no creía en ellos. Para él, cualquier cosa
que se saliera de lo corriente se debía a los nervios o una
indigestión. Una tableta, o una visita al médico, o un simple
esfuerzo de voluntad era la única solución que estaba dispuesto a
aceptar. Mandy pensó que su marido siempre se negaba a admitir las
cosas que no tenían un nombre, porque eran las más peligrosas, y
por ello clasificaba todos los sucesos anormales, para poder
olvidarlos.
—Eric —dijo Dwight—, no hablemos más del
asunto. Arriba hacía calor y el silencio nos ha afectado. Yo
también he notado la falta de aire y una quietud inusitada. Pero
eso ha sido todo.
Mandy reprimió un gesto afirmativo; Dwight
se parecía muchísimo a Robert.
—Ha sido algo más —replicó Tippy con
firmeza—. Eric tiene razón. Hemos de considerarlo con lógica y
tratar de comprender de qué se trataba. —Sonrió a Robert, que
miraba enfadado a Eric y también a ella—. Cálmate, papá. Es un
problema mío, y no es preciso que intentes resolverlo, si no
quieres. —Entonces se volvió hacia Grace—. Comparemos notas. ¿Qué
es lo que me has dicho? ¿Tú también has sentido algo aquí?
Grace miró a Mandy, la cual se encogió de
hombros, entonces, Grace dijo:
—No estoy segura de nada. De pronto he
sentido un pánico absoluto, me ha dolido la cabeza y todo ha
empezado a girar.
Vació su vaso de un solo trago. Tippy
asintió:
—Ya somos dos. Yo ignoraba lo tuyo, o sea
que no se trata de una pura sugestión. He sentido lo mismo que tú.
Me ha parecido que un alambre caliente me tocaba la cabeza.
Caliente y vivo. La luz de la cerilla se ha retorcido y me he visto
obligada a cerrar los ojos. Las cosas tenían un aspecto horrible.
—Miró a Robert—. Papá, es inútil decir que no ha ocurrido nada,
porque no es cierto. Ha ocurrido ya dos veces.
—No, tres veces, o quizá cuatro —intervino
Mandy, con acento de cansancio. Contó sus dos experiencias, y
Robert se quedó mirándola con incredulidad—. Yo pensaba que tú
también lo habías notado, cariño —añadió—, la semana pasada,
mientras dormías. Te oí gemir, no sé si de dolor, o de miedo. Pero
fue sólo un momento, y en seguida volviste a la normalidad.
—¡Por todos los santos! —exclamó Robert de
pronto—. ¡Las tres mujeres hablando de nervios y de histeria
colectiva! ¡Pensad un poco en lo que estáis diciendo! Todo porque
un niño estúpido cayó enfermo y su padre es un idiota. Mandy, tú
sabes cómo ha empezado todo esto, ¿verdad? Aquel niño enfermo.
Probablemente fumó un par de cigarrillos y le marearon. Y ahora te
empeñas en dar al caso un aura de misterio y haces que Grace y
Tippy piensen lo mismo.
Mandy se quedó mirándole, deseando darle
crédito, esforzándose por creerle. Se acordó de los ángulos
repentinamente torcidos de los escalones, pronunciados, extraños, y
después se miró las manos que descansaban en la falda. Grace se
levantó.
—Tengo que irme ya —dijo. Miró a Tippy, y
luego a Mandy—. ¿Estáis bien las dos? ¿Queréis queda...? —No
terminó la pregunta, sino que añadió con más animación—: Bueno, me
voy.
Robert la acompañó hasta el coche; durante
su ausencia, Eric dijo:
—Tippy, este fin de semana tengo el
apartamento vacío. ¿Quieres...?
—¡Acaba de una vez con estas tonterías! —se
encolerizó Dwight.
—¡Oh, Dwight, cállate! —intervino Tippy.
Miró sonriente a Eric—. ¿Por qué no te vas tú, si piensas que aquí
pasa algo raro?
—Pues, porque siento curiosidad. Yo tampoco
creo en los fantasmas, ¿sabes?
—Muy bien, ninguno de nosotros cree en
fantasmas, y, sin embargo, aquí hay algo, invisible a nuestros
ojos, que es terrible, espantoso y repugnante. Nosotros estamos
cuerdos, somos responsables y sensatos —continuó, con algo de
ironía—, pero aquí hay algo que no va bien.
Sintió un escalofrío y cruzó los brazos,
acercándose después al fuego.
Robert volvió y les miró con suspicacia. Se
sirvió otro vaso; Mandy estuvo a punto de reprocharle que bebía
demasiado, pero no dijo nada. Todos necesitaban un trago o dos
más.
Charlaron otro rato antes de irse a dormir;
después, Mandy y Robert se retiraron a su habitación. Ella sabía
que Robert aún seguía enfadado, y hablaron poco antes de acostarse.
Oyó a Eric que añadía más leña al fuego, pero, poco a poco, la casa
se quedó en silencio. Mandy, ya en la cama, miraba el techo; Robert
se había quedado dormido, después de estar mucho rato inmóvil a su
lado. Pensó en el pasado, cuando una pelea a la hora de acostarse
provocaba sus lágrimas, que aún eran más abundantes después de la
reconciliación. Sonrió, y le tocó suavemente la espalda; empezaba a
adormecerse cuando, al poco rato, se despertó con sobresalto. No
quería dormirse; tenía que hacer una tentativa.
Eran casi las tres y media. Se levantó
cautelosamente de la cama, se puso la bata y las zapatillas y
abandonó la habitación sin el menor ruido. Eric había dejado
encendidas las luces del vestíbulo, tal como ella le había pedido y
las sombras formaban extraños contornos frente a las ventanas. Las
puertas de los dormitorios estaban cerradas, y el silencio reinaba
en la casa. Bajó las escaleras, y al llegar a la planta baja empezó
a llamarle, sin emitir ningún sonido, concentrándose en las
palabras que pensaba para que él las captara:
«¡Tú, quienquiera que seas! ¡Déjala
tranquila! ¡No vuelvas a tocarla! Yo ya no te tengo miedo, ahora
puedo enfrentarme a ti, pero, ¡no te metas con ella! ¿Comprendes lo
que te estoy diciendo? Sal, ahora que estoy esperándote. Las otras
veces me cogiste por sorpresa, pero ahora te espero...»
Sabía que podía ahuyentarle. Sintió la misma
fuerte emoción que precedía a un desfile de modelos, antes de que
fueran exhibidos los trajes diseñados por ella; el mismo desafío y
la misma convicción de estar capacitada para enfrentarse a él.
Esperó, pero la casa continuaba vacía y en silencio. Volvió a
llamarle, tampoco sintió nada esta vez. Entró en la sala y vio que
aún ardía el rescoldo de la chimenea. Resolvió esperarle durante
media hora. Colocó un tronco sobre las cenizas y sopló hasta que
una pequeña llama empezó a crecer. Se sentó en el suelo, delante
del fuego, y esperó a que él contestara su llamada.
Cuando contestó, no estaba preparada.
Contemplaba las llamas, y repentinamente volvió a sentirlo, algo
que se introducía a tientas en su cabeza, hinchándola,
atormentándola. El fuego se inmovilizó y los colores se
desdibujaron, adquiriendo un brillo tan cegador que los ojos se le
anegaron en lágrimas. Pestañeó con fuerza y empezó a levantarse,
pero los ángulos de la habitación se deformaban aterradoramente, y
el suelo y las paredes parecían amenazarla. Sintió que aquella
presencia haría estallar su cabeza, y el dolor y el miedo se
hicieron insoportables. Una sensación de náusea le revolvió el
estómago y empezó a vomitar inconteniblemente, mientras la
presencia crecía dentro de ella hasta consumirla. Era horrible y
repulsiva. Mandy gritó y cayó al suelo con los ojos cerrados,
incapaz de abrirlos de nuevo, horrorizada por el aspecto de la
habitación, del suelo y de las paredes amenazadoras, por los
colores que herían su vista y por el aire viciado. Vomitó otra vez,
violentamente, y se echó a llorar, pensando que debía volver al
vlen, donde estaría segura. Empezó a arrastrarse lentamente por el
suelo, con los ojos muy cerrados, aspirando el aire viciado, que
ahora le quemaba los pulmones. Tenía que quitarse aquellas ropas
gruesas, la estaban ahogando; y sin abrir los ojos, trató de
arrancarse a tirones aquel género burdo y sofocante. Le repugnaba
su solo contacto; con aquella ropa encima, no podía respirar. El
aire caliente la debilitaba. Chocó contra algo, y tuvo que abrir
los ojos para encontrar la salida de aquella opresiva habitación.
En aquel momento, entró uno de ellos, y oyó muchos ruidos, mientras
unas luces deslumbrantes la martirizaban. Gritó y se revolvió para
protegerse los ojos, y uno de ellos la tocó. Ella quiso apartarlo
con un furioso ademán. Un dolor insoportable explotó en su cabeza,
y perdió el conocimiento.
El groth estaba adormecido en su cama-tanque
cuando sintió la llamada urgente de la hembra. Era tan desesperada
como los gritos de agonía de su pareja; tan fuerte como el chillido
de espanto de un niño en los mares; tan intensa como los lamentos
de una hembra durante el parto. Aquella llamada contenía todos
estos matices y además era totalmente angustiosa. El groth movió su
cuerpo dolorido y se arrastró fuera del vlen, en medio del aire
opresivo del resto del sótano, con la mente fija y casi indefensa
ante la barrera de miedo y repulsión de la hembra terrestre. Cayó
al suelo, retorciéndose y gimiendo en un paroxismo de dolor, sin
saber que la hembra también se retorcía en el piso de arriba.
Sudaba peligrosamente y se sentía más débil a cada instante, casi
sin fuerzas para contener los deseos mortíferos de la hembra. De
pronto, el contacto se rompió. Pese a ello, el groth ya no podía
moverse, y tuvo que yacer inmóvil durante horas en espera de
recobrar su energía.
Pensó en el hecho de que el vlen estuviera
situado tan cerca de una casa habitada, y comprendió que había sido
un error. Tenían que haberse quedado en la nave espacial. Pero
creyeron que existía el peligro de ser perseguidos hasta ella;
además, la proximidad de los terrestres había resultado tan
fructífera como esperaban. Los pensamientos del groth se remontaron
a muchos años atrás, a todas las cosas cuyo resultado había sido
negativo.
En cuanto llegaron a la casa, la pareja de
groth construyeron un túnel con el fin de proteger el vlen, oculto
bajo el área excavada. El túnel desembocaba en el bosque, a medio
kilómetro de distancia, y su boca quedaba escondida entre la
espesura y algunas rocas. Después de la muerte del niño, cuando el
groth decidió abandonar el vlen y vivir en la nave, aprovechó una
noche obscura para salir en el pequeño aparato de una sola plaza
que guardaba en el túnel. Su plan era traer la nave hasta el
bosque, destruir todo vestigio del vlen y después volar hacia las
vastas tierras deshabitadas del norte. Voló rozando las copas de
los árboles hasta el lugar donde los dos groth habían ocultado la
nave espacial, en un valle rodeado de grandes árboles. Allí la
habían dejado tras cubrir el ligero desnivel que se formó con
piedras y peñascos. Habían plantado asimismo algunos arbustos entre
ellos, de modo que nadie pudiera advertir la existencia de aquel
aparato, al cual podía llegarse fácilmente y sin pérdida de tiempo
arrancando tan sólo uno de dichos arbustos. El groth voló
directamente hacia aquel lugar, pero, al llegar, se quedó
paralizado por la sorpresa e incapaz de creer lo que veía. El agua
cubría todo el valle. Voló hasta el extremo de éste y encontró un
dique de cemento; en él había una placa con la inscripción:
«Pantano de Falsmouth, NYC».
El groth localizó el aparato a doce metros
de profundidad; después regresó al vlen. Podía llegar hasta la
nave, pero el agua lo hacía más difícil. Ahora requería un equipo
submarino y la construcción de una cámara de aire. Trabajó en los
preparativos, y el primer día que llovió, volvió al pantano, pues
sabía que los terrestres no solían salir con aquel tiempo. Ya
estaba preparado para lanzarse al lago cuando se dio cuenta de la
presencia de algunos terrestres en la orilla, los cuales se
resguardaban de la lluvia con unos capotes. Buscó el motivo entre
sus recuerdos y lo encontró: los terrestres cazaban pájaros en esta
estación. De nuevo tuvo que regresar al vlen. En su siguiente
visita, el lago estaba helado, y el groth vio nuevamente frustrado
su plan.
Además, los terrestres se hallaban
diseminados por la lisa superficie gris, pescando entre el
hielo.
En las estaciones que siguieron, el lago se
hizo cada vez más inaccesible para el groth. Se había convertido en
un área turística. En verano, los amantes de los deportes náuticos
pululaban por las orillas y la superficie del agua; en otoño
llegaban los cazadores, y después los pescadores y los patinadores
sobre hielo; más tarde construyeron un trampolín, casas, cabañas,
y, finalmente, un hotel...
Fueron unos años amargos para el groth,
entristecido todavía por la pérdida de su compañera y por el
remordimiento de haber causado, aunque fuese indirectamente, la
muerte de varios terrestres. No habían previsto la latente
capacidad extrasensorial de los terrestres, no incluida, por tanto,
en la planificación. Si el groth movía ahora la nave, perjudicaría
a los nadadores, causando quizá más muertes. De haber vivido su
pareja, entre los dos hubieran podido detener los torpes contactos
de los terrestres por medio de sus mutuos esfuerzos, pero, ¿cómo
lograrlo estando solo? El groth sabía que en estas circunstancias
podía ser sorprendido por uno o más contactos en un momento dado.
No se trataba de incapacidad por parte del groth, aunque para una
mente completamente aislada requería una enorme concentración; se
trataba de la falta de entrenamiento y control de los terrestres.
Poner en funcionamiento un gran poder latente era tan peligroso
para el que lo usaba como para aquel contra quien iba dirigido; así
pues, si se daba el caso de que varios terrestres encontrasen su
mente por azar, el groth temía carecer de la resistencia suficiente
para combatirlos a todos a la vez, aparte de que ellos tampoco
saldrían ilesos. Muchos morirían, otros perderían la razón. No
podía actuar hasta el último momento, y quizá para entonces ya
podría ponerse en contacto con la nave groth que viniera a
recogerle, y le facilitarían un nuevo plan.
Por consiguiente, el groth se quedó en el
sótano de la casa y puso en funcionamiento de nuevo sus máquinas.
En ocasiones vinieron los terrestres a la casa, incluso llegaron a
construir, pero siempre la abandonaron. En 1957, año terrestre, el
groth hizo otra tentativa para marcharse de la Tierra y esperar en
una órbita distante a la nave de Gron, pero los terrestres que se
llamaban a sí mismos rusos habían puesto un satélite en órbita,
varios años antes de lo previsto.
El groth recuperó la cámara de aire que
había construido unos años antes, se puso el doble traje que le
permitiría trabajar bajo el agua, impermeable por el exterior y a
prueba de ácido sulfúrico en el interior, y se dirigió una vez más
hacia el lago. Salió unas horas antes del amanecer porque pensó que
eran las más idóneas para no ser interrumpido. Nadie vio cómo se
sumergía en el agua. Fue directamente hacia la nave espacial,
cubierta ahora por una espesa capa de fango. El groth analizó el
agua y la encontró aún más alcalina de lo que había previsto, lo
cual le obligaba a trabajar con rapidez. El área estaba sembrada de
botellas rotas, de vidrio y de metal; las apartó cuidadosamente: su
traje se rompía con facilidad. Entonces el groth nadó alrededor de
la nave, inspeccionándola; de pronto sintió un tirón en su traje y
descubrió que tenía una puntiaguda pieza de metal clavada en el
pantalón. No trató de arrancarla, temiendo desgarrar la tela; se
limitó a romper el hilo al que estaba sujeto el metal, y prosiguió
su inspección. Localizó la puerta de la nave y empezó a limpiarla
del fango.
En la orilla, un hombre que dormitaba se
despertó súbitamente al notar un tirón en la caña de pescar que
sostenía entre las rodillas. Enrolló el hilo roto y lo estudió
atentamente. Una sonrisa distendió sus labios, y silbando
suavemente, ató otro anzuelo; añadió un peso mayor y un pequeño
foxino, y lo lanzó al lugar exacto del cual había procedido el
fuerte tirón.
El groth tuvo que trabajar de firme para
dejar al descubierto el metal de la nave. Estaba lleno de
herrumbre, pero el groth sabía que era sólo la capa exterior y no
sintió la menor preocupación. No vio el sedal que se sumergía en el
agua a sus espaldas y tocaba el fondo, con el foxino revolviéndose
vigorosamente en círculos, a pocos milímetros de sus piernas. El
foxino dio una rápida vuelta sobre sí mismo y se soltó del anzuelo,
escapándose velozmente. Entonces el anzuelo quedó flotando sobre el
fondo del lago, meciéndose al extremo del sedal de nylón, que era
invisible bajo el agua. El groth se volvió para coger la cámara de
aire, pero, al hacerlo, se enganchó con el anzuelo. El hombre de la
orilla reaccionó inmediatamente tirando con fuerza del sedal, y el
anzuelo hizo un corte de dos centímetros en el pantalón del traje.
El groth sintió la quemadura de las aguas alcalinas y se retorció
de dolor. La reacción del agua a la acidez de su sudor levantó
nubes de vapor, ocultando aún más el sedal. El groth buscó a
tientas con ambas manos el objeto que le tenía aprisionado. El
hombre de la orilla empezó a enrollar de nuevo el hilo, con lo cual
el desgarrón de la tela se hizo mayor, pero el groth encontró el
sedal y lo rompió. Iba perdiendo fuerzas rápidamente y nadó hacia
el pequeño aparato, que ahora también estaba lleno de agua. Cerró
la puerta y puso en marcha la bomba; antes de secarse por completo,
el aparato empezó a moverse bajo el agua. El groth localizó al
terrestre de la orilla, miró luego a su alrededor, pero no había
nadie más. Este hombre podía sentir curiosidad por lo que sucedía
en el fondo del lago; entonces se sumergiría y encontraría el metal
de la nave antes de que el fango volviera a cubrirlo. El groth no
quería pensar en el terrestre y en sus posibles acciones, no quería
hacerle daño, no deseaba tocar su mente. Se quitó el traje empapado
tan rápidamente como pudo, pero sin dejar de observar al terrícola,
que ahora se había puesto en pie y miraba el agua que cubría la
nave. «Burbujas —pensó el groth—, está viendo burbujas.» El
pescador se metió en el agua. Entonces el groth le tocó la mente.
El hombre se tambaleó y perdió el sentido. El groth lo arrastró
hasta la orilla, lo depositó suavemente allí, y lo abandonó. Aquel
hombre estaba muerto.
El groth se sentía demasiado débil para
seguir observando el lago u otros posibles testigos. Salió del agua
y despegó casi en vertical, tomando la dirección del bosque. Volvía
al túnel, al vlen y al descanso vital de su cama-tanque. Permaneció
en ella varios días, durante los cuales se alternaron en su mente
el sueño y la realidad, viéndose a sí mismo, ya en los mares de
Gron, ya en m cama-tanque, ya en las aguas corrosivas del pantano,
ya matando al terrestre.
El groth redactó un informe y envió el
mensaje al satélite en órbita cuya misión era recopilar datos;
sabía que disculparían su acción. Uno de los mayores daños que una
civilización podía hacer a otra era desviarla de su propia y
natural evolución, descubriéndole prematuramente técnicas mucho más
avanzadas que las suyas, y esto hubiera sucedido con el
descubrimiento de la nave espacial groth; por tanto, aquella muerte
había sido necesaria. Pese a ello, el groth sufrió, y resolvió no
tomar ninguna otra iniciativa a menos que fuera absolutamente
imprescindible.
Su recuperación fue lenta, y no total; sabía
que mientras no regresara a Gron y recibiera los cuidados de los
expertos, continuaría sufriendo los efectos del contacto con las
aguas calizas del lago y la inhalación de los gases formados por la
reacción del ácido y la cal.
Los acontecimientos se sucedían con enorme
rapidez en la Tierra, y el groth se vio obligado a rectificar
varias veces su mecanismo de espionaje. Finalmente diseñó unas
unidades movidas por control remoto, parecidas a una abeja, que
podía mandar a cualquier punto sin que fueran descubiertas. Las
unidades, al llegar a su destino, se posaban en un árbol,
taladraban el tronco, y desde allí informaban al groth de cuanto
sucedía en su radio de acción. Este método resultó satisfactorio, y
las salidas del groth al exterior del vlen se hicieron menos
frecuentes. Ahora cada salida representaba un peligro mayor; los
terrestres habían fabricado unos eficaces aparatos detectores, y la
vigilancia aérea era constante. El groth prefería no tener que
salir al exterior, pues la idea de abandonar el vlen le parecía más
arriesgada a medida que transcurrían los años. Periódicamente, sin
embargo, sobrevolaba el lago y comprobaba la posición de la nave
espacial bajo las aguas; hizo dos inmersiones más para inspeccionar
el casco de la nave. La oxidación iba en aumento, pero aún no era
peligrosa. La capa de fango se había hecho más densa, y la
posibilidad de que descubrieran la nave disminuía con los años. El
groth estaba satisfecho.
Hasta casi diez años después de su accidente
en el lago, el groth no se vio de nuevo obligado a recurrir a la
acción. El satélite-espía era observado. El mensaje llegó al vlen y
la computadora interpretó esto como una operación de reconocimiento
por parte de los terrestres, cuyo objetivo era probablemente la
destrucción de cualquier objeto no identificado, pues lo
consideraban un peligro para su incipiente ciencia espacial.
Nuevamente el groth tuvo que dirigirse al
lago y sumergirse en sus venenosas aguas para entrar en la nave, en
cuyo interior disponía del equipo necesario para variar la órbita
del satélite. Trabajó rápidamente en la obscuridad, pero mientras
realizaba su tarea percibió unas sensaciones que se adentraban en
su cerebro: miedo, odio, terror, repugnancia... Esta vez le habían
visto. Muchos hombres aparecieron en la orilla, algunos de ellos
armados, y todos seguros de que había algo en el lago. El groth
cerró su mente sin penetrar en la de ningún terrestre; ya era
suficiente saber que estaban allí y que le enviaban sus
pensamientos. No era preciso buscar en sus mentes. Aceleró su
trabajo; su misión primordial era alterar la órbita del satélite.
Trazó el nuevo curso, señalando una órbita muy alejada de la
anterior. Después de una hora pudo asegurarse de que el satélite ya
se había movido y se hallaba fuera del alcance de los aparatos que
lo habían detectado. Entonces dedicó su atención a la actividad
desplegada en la orilla. Había más gente, y en toda la parte sur
del lago cundía la excitación. En caso de necesidad, el groth
abandonaría el área en la nave espacial, pero aún no había llegado
el momento. Primero tenía que hacer desaparecer el vlen. Esperaría
y emprendería las medidas apropiadas cuando los hombres tomaran
alguna iniciativa. Al amanecer, bajaron buzos al lago. Tres de
ellos empezaron a nadar en dirección a la nave; el primero llevaba
un aparato detector que, pese a su primitivismo, era efectivo. El
groth lo neutralizó; la nave estaba en funcionamiento desde su
llegada al área y ningún instrumento de reconocimiento utilizado
por el hombre hubiese podido encontrarla. Lo que temía el groth era
la capacidad visual de los terrestres para descubrir el metal en el
agua, pues había tenido que rascar el fango que cubría la entrada.
El groth continuó observando los movimientos de aquellos
hombres.
Por la tarde, los buzos abandonaron el área,
pero entonces aparecieron unos cuantos nadadores en la superficie.
El groth no hizo caso de ellos. Al día siguiente quedaban sólo tres
guardianes, y al llegar la noche fueron relevados por otros dos,
que siguieron vigilando. El groth los sondeó con cautela; estos dos
últimos eran diferentes, pero no quería entrar en contacto con
ellos, así que se limitó a observarles durante toda la noche. Se
enteró de que eran detectives privados que se dedicaban a
ridiculizar los informes sobre platillos volantes. El groth se
sintió aliviado. Los terrestres no tomaban muy en serio aquellos
rumores sobre la existencia de vida en otros planetas. El peligro
era mucho menor de lo que había supuesto en un principio. Cuando
llegara la noche, abandonaría el área. Su sistema de espionaje le
avisaría de cualquier peligro para la nave, así podría volver
cuando fuese necesario.
Al anochecer, el groth cambió muy lentamente
el agua de la cámara por aire, para que las burbujas fueran
diminutas y casi invisibles. Una vez fuera de la nave, esperó a que
el fango volviese a cubrirla, y examinó cuidadosamente el casco
para asegurarse de que quedaba bien oculto. Sobre la superficie
tranquila del lago flotaba un ligero olor a azufre, que se extendió
hasta despertar a uno de los dos hombres que se negaban a admitir
una presencia extraña en aquel lugar. El detective se incorporó
repentinamente. ¡El mismo olor que había notado la otra vez!
Dio un codazo en las costillas de su
compañero y ambos abandonaron sus sacos de dormir; después se
encaminaron al lindero del bosque, donde se quedaron vigilando. Uno
de ellos sacó del bolsillo un retransmisor y empezó a llamar con
excitación hasta recibir respuesta. Agarró su rifle y esperó.
Cuando la cápsula de extremos aplastados emergió del agua,
centellearon unos focos y sonaron disparos de rifle.
El groth casi sufrió un desmayo a
consecuencia del dolor insoportable que le produjo aquel chorro de
luz cegadora. Como su plan había sido trabajar y volar sólo de
noche, no iba provisto de los lentes de contacto obscuros, que
hubieran protegido sus ojos del potente resplandor. Buscó a tientas
los controles de opacidad de las ventanillas, y aceleró
desesperadamente al oír los disparos de rifle y el impacto de los
proyectiles contra la cápsula. Voló directamente hacia el bosque,
esperando que la altura tomada fuera suficiente, ya que ahora no
podía ver nada. Pasó rozando la copa de un viejo pino, y el aparato
se tambaleó, pero no escapó a su control. El groth subió aún más;
se oyeron disparos, uno de los cuales alcanzó el aparato,
causándole desperfectos, pero continuó elevándose hasta que estuvo
fuera del alcance de los proyectiles. Entonces el groth siguió en
línea recta, volando a ciegas mientras esperaba recobrar la
vista.
Unos minutos después, el groth dio media
vuelta y se dirigió hacia el vlen. Ya veía algo, borrosamente, pero
lo suficiente como para distinguir su ruta. La presión en el
interior de la cápsula estaba bajando y la dirección tendía hacia
la izquierda. La luz era más intensa por momentos. Comprendió que
debía llegar a su escondite rápidamente si no quería ser visto en
pleno día. Además, por el orificio practicado en el aparato se
introducía el aire altamente oxigenado que le causaba vértigos. El
groth no se atrevía a conectar el piloto automático para proceder a
la búsqueda y reparación de la avería; la cápsula podía estar
seriamente dañada y los controles automáticos sin coordinación con
el vlen. Mientras el groth pensaba esto, el aparato se ladeó y
perdió altura. Luchó para enderezarlo, pero se inclinó aún más
hacia la izquierda; y entonces decidió aterrizar antes de llegar al
refugio del túnel. El aparato se estrellaría si no lo hacía
inmediatamente. Los controles ya casi no respondían, y continuaba
perdiendo altura. El groth aterrizó con dificultades en un pequeño
claro del bosque y, allí, permaneció inmóvil unos momentos, hasta
que pudo concentrar sus confusas ideas en el problema que tenía
ante sí. Ocultar la cápsula en el túnel. Salir de esta atmósfera
densa y volver al aire puro del vlen. Esto tenía que hacer. Pero el
sol brillaba implacable, y ambos objetivos parecían
inasequibles.
Durante dos horas luchó con el aparato
averiado, guiándolo a marcha lenta por entre los árboles, los
riscos, y los barrancos. El groth llevaba una capucha sobre la
cabeza, que confeccionó rompiendo la tela del traje protector y
separando cuidadosamente las dos capas. La capucha protegía algo su
vista, pero no servía contra el oxígeno del aire y el calor del
sol. El aire dañaba sus pulmones, acaso irreparablemente esta vez.
Los efectos del accidente anterior se sumaban a su actual
sufrimiento. Respirar era una tortura, y la pérdida de líquidos
alarmantemente elevada. El calor del sol, aunque algo debilitado
por las ramas de los árboles, era agotador; el groth segregaba más
y más líquidos para proteger sus pieles exteriores. De repente el
aparato se le escapó, resbalando sobre el terreno y siempre hacia
la izquierda. Desapareció en el fondo de un barranco. El groth,
tambaleándose, lo siguió, sin ver el borde del precipicio, hasta
que fue demasiado tarde y él también cayó rodando hasta el fondo;
cuando recobró el conocimiento, unos minutos después, comprendió
que algo se había roto en el interior de su cuerpo.
Con furia, casi como un autómata, el groth
continuó luchando por llegar al túnel y a la seguridad que éste
representaba. No tuvo plena conciencia de sus actos hasta que se
encontró dentro de él, jadeante y casi ahogado por el aire puro que
respiraba con ansiedad. Dejó el aparato detrás de la primera
pantalla del túnel y se arrastró hasta la cama-tanque, en la cual
cayó exhausto. Esta se cerró, bañó al groth, hizo descender su
temperatura al más bajo nivel prudencial, y empezó a curarle los
numerosos rasguños, cortes y magulladuras que eran superficiales,
pues las heridas internas no podían curarse en la cama-tanque;
requerían la ciencia y las manos de un médico.
Ahora el groth sabía que nunca podría llegar
a la nave oculta bajo las aguas del lago. La pequeña cápsula que
había hecho posibles sus visitas al lago tenía averías
irreparables, causadas por los proyectiles de los rifles, pero
principalmente por la caída al fondo del barranco. La nave sólo
podría ser destruida desde el vlen, lo cual implicaba la
destrucción de gran parte del lago y de muchos de los terrestres
que vivían en las proximidades. Después tendría que conectar los
controles automáticos de destrucción del satélite, y, finalmente,
borrar todo vestigio del vlen, y también de sí mismo. O entrenar a
un terrestre para ponerlo en verdadera comunicación con él,
enviarlo después al lago y hacerle traer la nave hasta el bosque
que rodeaba el vlen. Entonces el groth podría marcharse en ella sin
dejar ninguna huella de su visita a la Tierra, lo cual
desorientaría a los habitantes de este planeta. Pero antes tenía
que educar a una de las salvajes mentes terrestres y comunicarse
con ella. Era preciso el mismo grado de concentración que su pareja
había logrado alcanzar, y que no pensara en imágenes primarias,
sino en símbolos controlados. De esta manera, él podría ver a
través de los ojos del terrestre y pensar con su cerebro. Había
creído que la hembra le serviría, pero su contacto sumergía
instantáneamente el cerebro racional de aquélla en el odio y el
terror. Tanteó a los otros, y encontró idéntica reacción. Se quedó
pensando en el poder latente que poseían y en su incapacidad de
utilizarlo. El último ataque de la hembra, que estuvo a punto de
resultar efectivo, demostró al groth que todavía eran salvajes,
todos ellos, y que matarían sin reflexión a cualquier ser
desconocido que encontraran. Los pensamientos del groth se hicieron
más y más desesperados mientras descansaba, esperando recobrar la
fuerza suficiente para volver al vlen.
Mandy abrió los ojos y miró a su alrededor
con asombro. El piso, de Eric, su dormitorio. Ella le había buscado
aquel piso. Trató de recordar la noche pasada, su desafío infantil
a... aquella cosa; pero su mente estaba en blanco. Se levantó con
cautela de la cama y fue hacia la puerta de la habitación, que
estaba entreabierta. Echó una mirada a la sala de estar y respiró
aliviada.
Robert dormía en un sillón, y, frente a él,
Tippy, que rozando con sus cabellos negros el hombro de Eric,
hablaba con éste en voz baja. Mandy abrió más la puerta y Tippy
levantó la cabeza. Al ver a su madre, fue apresuradamente a su
encuentro.
—¿Estás bien? ¿Cómo te sientes?
—Muy bien. Débil, hambrienta, pero muy bien.
—Mandy miró fijamente a su hija y le preguntó expectante—: ¿Qué
sucedió?
Eric se acercó a ellas, entonces Robert se
movió, despertándose completamente un segundo después, con una
expresión de miedo y ansiedad en el rostro como Mandy no le había
visto nunca.
—¿Puede decirme alguien qué sucedió?
—insistió ella.
Robert la cogió en sus brazos con tal
fuerza, que le hizo daño. «¿Tan malo fue?», se preguntó Mandy. ¿Qué
podía haber ocurrido? Se apartó un poco y contempló sus facciones
pálidas.
—Estoy muy bien, cariño. De verdad.
Tranquilízate, ¿quieres?
Robert no la soltó, pero aflojó la presión
de los brazos. Mandy se volvió hacia Eric, que dijo:
—Te encontramos desmayada en el suelo del
salón, cerca de la puerta del vestíbulo. No logramos hacerte
despertar, así que te trajimos aquí.
Ella sabía que esto no era todo, pero de
momento le bastaba. No estaba segura de querer saber nada más, por
lo menos, no inmediatamente.
—¿Dónde está Dwight? —preguntó Mandy.
—Fue a recoger algo de ropa —explicó Tippy—.
Dirá a la señora Turnbull que hoy no la necesitamos. —Sonrió un
poco y añadió—: Le contará que he sufrido un ataque de apendicitis
y que pasaremos todo el día en el hospital.
Eric trajo café y todos se lo tomaron en
silencio. «Tuvo que ser algo terrible —pensó Mandy— Todos estaban
aterrados y Robert y Tippy no dejaban de mirarla. ¿Por qué? ¿Qué
habría hecho?» Eric se levantó.
—Iré a ayudar a Dwight —dijo.
—Voy contigo —anunció Tippy.
—¡No! ¡Tú no! —Mandy oyó el sonido
estridente de su propia voz. Cogió fuertemente a Tippy por la
muñeca, y la chica volvió a sentarse, palideciendo de
improviso.
—No debes volver allí nunca —dijo Mandy,
esforzándose por aparentar una normalidad que no sentía.
—Entonces, es que sabes algo...
—No recuerdo lo que sucedió anoche, pero sé
que no puedes ir. Prométeme que no lo harás.
—Me quedaré aquí contigo hasta que ellos
regresen —accedió Tippy, mirando a Eric—: Telefonéanos cuando
llegues allí, por favor.
—Yo te acompaño —dijo Robert, sombrío. Mandy
hizo ademán de levantarse, pero él se lo impidió con suavidad—. No
me pasará nada, cariño. Traeré cosas para unos cuantos días, y
entonces descansaremos y decidiremos lo que tenemos que hacer.
Entretanto, ninguno de nosotros pasará allí la noche ni entrará en
la casa sin ir acompañado.
Dwight vio a la señora Turnbull frente al
garaje, hablando con un chico de piernas muy largas y unos cabellos
color de zanahoria que debían ser herencia materna. Vaciló, pero al
final decidió entrar en la casa. Ella ignoraba que no había nadie,
pues creía que aún estaban dormidos. Miró hacia el salón y recordó
la figura retorciéndose en el suelo, gritando de terror; se
estremeció. Había visto a los enfermos mentales del hospital
haciendo lo mismo y sabía que, más pronto o más tarde, Tippy y su
padre tendrían que enfrentarse con la realidad. Pobre Tippy.
Recogió rápidamente sus cosas y bajó la escalera. Se ocuparía de la
ropa de Mandy.
La llamó desde la cocina, pero nadie
contestó. Entonces oyó al chico profiriendo chillidos. Salió
corriendo y vio al chico cruzando velozmente el patio. La mujer de
cabellos rojos y elevada estatura le alcanzó junto a la puerta del
garaje y le sacudid con fuerza. El chico señalaba hacia la casa y
hablaba. Dwight se acercó a la puerta abierta que conducía al
sótano. El chico y su madre entraron en la cocina. Luego la madre
dijo:
—Asegura que allí abajo hay una especie de
animal grande, que está muerto o herido, y que no se parece a
ningún otro. Será mejor que no baje usted, señor.
—No hay absolutamente nadie —repuso Dwight,
deteniéndose en el primer peldaño. No podía distinguir ninguna cosa
en la obscuridad del fondo del sótano—. ¿Dónde lo has visto? —le
preguntó al chico.
—En el fondo, cerca de la bodega, muy al
fondo. Está respirando con fuerza, como muriéndose. —El también
jadeaba—. No sé qué es.
Dwight se encogió de hombros y empezó a
bajar. —¿Dónde están los Phillips? —inquirió la señora
Turnbull.
—Tippy se puso enferma y tuvieron que
llevarla al médico —contestó., recordando la mentira con la que
habían decidido a justificarse. Se detuvo para que sus ojos se
acostumbraran a la obscuridad—. ¿Dónde está el interruptor?
—preguntó.
—Yo encenderé la luz —dijo la señora
Turnbull—. ESTA aquí.
Dwight avanzó unos pasos en la penumbra, que
no era tan densa como había pensado al principio. No vio nada, pero
notó un olor muy extraño en el aire. No como el del zoológico, pero
sí intenso y extraño, como el de un animal salvaje cuyo olor se
mezcla al aroma de los árboles, al de la tierra; pero también olía
a azufre. Olfateó y avanzó un poco más. Alrededor de la caldera,
donde se amontonaban los trastos inservibles, las sombras se
intensificaban, vio la puerta que debía conducir a la bodega y se
preguntó por qué la señora Turnbull tardaba tanto en encender la
luz. Las sombras no eran más que cajas y alfombras enrolladas, y se
aseguró dándoles un puntapié. No se oía ningún sonido, ningún
jadeo; sólo flotaba en el aire aquel olor. Dio un paso más y en
aquel momento se encendió la luz.
Algo gritó, profiriendo un ronco alarido que
no era humano, y uno de los bultos se retorció y se alargó,
golpeando a Dwight en la pierna, que empezó a arderle de calor;
entonces tropezó con algo, y, al caer también él empezó a gritar.
Rodó hacia un lado, tratando de huir, pero tocó aquello con la mano
y volvió a gritar de miedo y de dolor. Era algo gris, de unos dos
metros de altura o quizá más. Tenía unos ojos grandes y redondos,
una boca que se abría y se cerraba al proferir los gritos de dolor,
y unos brazos largos, con muchos dedos y muy flexibles que se
extendían hacia él, moviéndose en el aire. Dwight los tocó, y
aquello se le echó encima quemándole como el fuego, mientras se
mezclaban los alaridos de ambos. Dwight se convulsionó en un
paroxismo de terror y agonía insoportables; luego se puso rígido y,
finalmente, quedó inmóvil.
Cuando llegaron Eric y Robert, la señora
Turnbull ya había enviado al chico a su casa, y el sheriff esperaba
a la policía del distrito. Reconstruyeron los hechos como pudieron,
llegando a la conclusión de que un animal había atacado a Dwight, y
que éste, en su lucha por desasirse, había tropezado con un
recipiente que contenía ácido. No pudieron encontrar al animal, y
tampoco el recipiente de ácido, pero no había otra explicación. El
forense determinó que Dwight había muerto de un paro cardíaco, y la
autopsia reveló quemaduras de ácido en la mayor parte del
cuerpo.
Un grupo de policías registraron la casa,
abrieron todas las cajas y todos los bultos del sótano, examinaron
las paredes por si encontraban ranuras que indicasen habitaciones
ocultas, golpearon con bastones los muros de la bodega para
asegurarse de que el área no excavada carecía de concavidades; no
encontraron nada. El caso se cerró con una conclusión imprecisa que
no satisfizo a nadie.
El groth sólo deseaba que le dejaran
tranquilo, pero su paz se vio perturbada por la llegada de otro
terrestre. Primero un niño, y después un macho adulto, al que
también había tenido que matar. De nuevo sufrió por una muerte
ajena, aun sabiendo que había sido necesaria. El odio de los
terrestres era la causa de su muerte.
La casa volvió a quedarse tranquila después
de un período de febril actividad, durante el cual muchos
terrestres hicieron ruidosos registros en busca del vlen. El groth
no durmió durante estos días ni conectó sus instrumentos;
únicamente se concentró en mantener bien oculto su equipo y hacerse
a sí mismo invisible. Los terrestres se marcharon. Y mientras el
groth se recuperaba, hizo planes para su próxima vuelta.
Mandy, estirada sobre la arena caliente,
escuchaba el constante oleaje y se esforzaba en no pensar.
Suplicaba, ¿quizá a sí misma?: «Por favor, basta, déjame tranquila
un poco más, solamente unos días más.» Estas palabras no
abandonaban su cerebro. Sentía la presencia de Robert, pero no se
hablaban. «¿Por qué no me abrazas una sola vez, y me dices que no
ha sido culpa mía?», pensó. ¿Por qué no se lo decía, aunque no
fuera verdad? No podía adivinar qué estaba pensando Robert, del
mismo modo que apenas conocía sus propios pensamientos. Si por lo
menos Tippy se decidiera a escribirles una carta, diciendo que ya
estaba bien, que se distraía, que trabajaba para olvidar. La semana
próxima tenían que volver a Manhattan; Laura iría a pasar el verano
con ellos. Había que contarle algo, aunque no fuera la verdad, ni
las medias verdades que ya no sabían decir. Las mentiras, dichas
claramente o veladas, y las verdades a medias eran mucho más reales
que la verdad desnuda, ahora que pasaban el día inventando
historias, intentando recordar detalles falsos, contradiciéndose
continuamente y siempre sin mirarse a los ojos.
No sabía si Robert tenía idea de que le
había oído hablar por teléfono con el médico para que le aconsejara
con respecto a ella. Mandy se había parado a escuchar y las
palabras de Robert la hirieron. Como no podía decírselo en términos
claros, como no lograba hacerle comprender que había ocurrido algo,
Robert tenía la firme convicción de que nada había sucedido. Los
muros que distanciaban a las demás personas le parecieron siempre
tan evidentes, que estaba convencida de que no existía ninguno
entre ella y Robert. Pero existía, invisible e inexpugnable. Sus
pensamientos siguieron girando en círculos, y su cuerpo, en
tensión, no se relajó hasta que el calor de la arena la obligó a
meterse de nuevo en el mar para refrescarse.
Robert la miró cuando salía del agua. Mandy
leyó en su mirada el temor; temía por ella y por los demás. Pensó
que tenían que hablar de dinero, de sus planes para la casa, de
Tippy... Tenían que hablar. «Quizá esta noche», se prometió a sí
misma. Tal vez lograrían romper el hielo del silencio que les
envolvía y, lo que era peor, el hielo de la charla inocua que
sostenían durante las comidas o cuando el silencio se les antojaba
incómodo.
Tippy estuvo una hora paseando frente a la
casa donde vivía Eric hasta que éste por fin salió. Cuando él la
vio, su rostro se puso tenso y la cogió con fuerza del brazo.
—¿Dónde diablos has estado? ¿No sabes que tu
madre está muy angustiada por ti?
—Pero si yo le dije... —Tippy se desasió y,
mirando a la gente que pasaba por su lado, murmuró—: Entremos.
Tengo que hablar con alguien.
Eric le preparó una bebida.
Ella empezó a sorberla, sin saber ahora cómo
empezar ni qué decir. Sintió alivio cuando Eric rompió el
silencio.
—Ante todo, ¿te has puesto en contacto con
Mandy últimamente? Le devolvieron una carta después de que dejaras
tu apartamento de Londres, sin decir adonde ibas.
—¡Vaya! —exclamó Tippy—. Encargué a mi amiga
que me guardara todas las cartas hasta que le escribiera
comunicándole mi nueva dirección; cuando me fui, no la sabía. —Miró
el teléfono, pero no lo cogió—. Les llamaré dentro de un rato
—añadió.
—¿No has estado enferma? Tienes muy mal
aspecto. Tippy se tocó la cara, extrañada; no se había dado cuenta.
Se encogió de hombros.
—Supongo que estoy bien. He aprobado todos
los exámenes finales, o sea, que, debo de estar bien. —De pronto,
se levantó de un salto y fue hacia la ventana, donde se quedó de
espaldas a Eric—. ¿Qué debió suceder? ¿Qué fue exactamente?
—Lo ignoro —dijo él y vació su vaso. —Papá
cree que mamá nos comunicó a todos su propio nerviosismo,
obligándonos a sentir lo mismo que ella —dijo Tippy con
incredulidad en la voz.
—Para él, resulta más fácil creer esto que
creer en un fantasma —explicó Eric—. He leído artículos en las
revistas sobre telepatía patológica, y aunque sea difícil de
tragar, siempre es más verosímil que la resurrección de los
muertos.
Tippy musitó, todavía sin mirarle:
—Pero... ¿y si está equivocado? —Entonces se
volvió, y dijo con vehemencia—: Algo mató a Dwight, ¡y no fue un
ataque de nervios contagiado! Esto es evidente. El nerviosismo de
mamá no le pareció en absoluto una consecuencia de su supuesta
telepatía, además, no le dio ninguna importancia.
Eric se sirvió otro trago, no porque le
apeteciera, sino por hacer algo. Dijo:
—No te lo he dicho antes, Tippy, pero siento
mucho lo de Dwight. Ha debido ser un gran golpe para ti...
Ella se encogió de hombros.
—No sé cómo hubiera terminado lo nuestro.
Cuando tengo ánimos para pensar en ello, me da la impresión de que
al final hubiéramos roto el compromiso. Pero ahora nunca lo
sabré.
Miró su vaso y bebió lentamente. Guardaron
silencio durante unos momentos. Entonces, Eric preguntó:
—¿Qué vas a hacer ahora?
—No lo sé. Me gustaría averiguar qué ocurrió
en aquella casa, pero no sé cómo hacerlo ni por dónde empezar. Si
papá está en lo cierto, entonces no correremos ningún peligro con
volver, pero si está equivocado... significa que algo mató a
Dwight, y que este algo está volviendo loca a mamá. Sea lo que sea,
tengo que averiguarlo.
—No puedes volver allí —declaró
terminantemente Eric.
Tippy le miró con extrañeza.
—¿Por qué? ¿Qué es lo que sabes? ¿Ha
ocurrido alguna otra cosa?
El titubeó unos segundos, después sacó unos
papeles de un cajón y los extendió sobre la mesa.
—He hecho algunas investigaciones —dijo—. En
la casa todo fue normal hasta 1920, más o menos. A finales de este
año, en los periódicos de entonces se publicaron unos artículos
sobre unas luces extrañas, y los propietarios de la casa dijeron
que había un fantasma. —Tippy meneó la cabeza, rechazando lo del
fantasma; él prosiguió—: Si te dan dos versiones, y no puedes
aceptar ninguna de las dos, ¿qué haces? Tienes que buscar otra. No
es un ataque de nervios, no es un fantasma, ¿qué es, entonces?
Imagínate una criatura de otro mundo, y los hechos empezarán a
concordar. No hay otra alternativa más verosímil que ésta.
Tippy le miró fijamente, entrecerrando los
ojos, como si sospechara que él le gastaba una broma. Luego pareció
concentrarse en lo que había dicho; al final asintió con la
cabeza.
—Está bien, continúa. Ignoro si podré
creerlo, pero me gusta más que lo del fantasma.
—De acuerdo. Todo retornó a la normalidad y,
durante doce años, la casa disfrutó de paz. La familia que la
habitaba, un importador holandés, sus siete hijos y los criados
fueron muy felices. Pero, en 1932, ocurrió algo que dio al traste
con aquella situación. Según me han informado, la esposa murió de
un ataque cardíaco y dos de los niños enloquecieron en una sola
noche. Un día, seis meses después, todos se fueron y no volvieron
jamás. Mandaron a buscar los muebles, las alfombras, todo lo que
poseían. Un año más tarde, la casa fue vendida a John Prentiss, que
fue a vivir allí con su esposa y los tres hijos de ésta, habidos en
un matrimonio anterior. Uno de ellos, un niño de siete años, murió
al poco tiempo de una aguda infección respiratoria. La esposa se
marchó con los otros dos niños, pero John Prentiss se quedó en la
casa dos semanas más. Un día alguien fue a verle y le encontró en
estado catatónico, casi muerto..., de pena, según opinaron todos.
Pudo recobrarse, pero no recordaba absolutamente nada de aquellas
dos semanas que estuvo solo en la casa. Yo he hablado con él y así
me lo ha afirmado.
Tippy estaba mirándole como fascinada;
cuando él dejó de hablar, se dejó caer en un sillón.
—¡De modo que es cierto que hay algo extraño
viviendo en la casa!
—Esto no podemos saberlo —dijo Eric. —¿Y los
otros propietarios? ¿Qué hay de ellos? —Ninguno llegó a vivir en la
casa después de aquello. Algunos hicieron planes para introducir
cambios, otros, incluso, empezaron las obras, pero al final, nadie
se instaló a vivir en la casa. He hablado con sólo uno de ellos, la
señora Herschel Myers. Es tan hermosa, que sin verla no puedes
imaginártela. Pesa más de cien kilos y es alta y maciza, de ojos
apasionados. Escapó de Polonia con su marido, caminó a través de
toda Europa hasta llegar al Canal, e hizo la travesía en una balsa
de troncos atados con trozos de ropa. Increíble. Pero consiguieron
llegar a Inglaterra; después de la guerra vinieron aquí. Compraron
la casa en 1947 y pasaron en ella un solo fin de semana; dice que
durante aquellos días luchó con el diablo y, aunque no la venció,
está convencida de que la casa pertenece a un espíritu maligno, y,
claro, no quiso compartirla con él. —Eric sonrió e hizo un gesto
con los brazos—. Continuaron siendo propietarios de la casa hasta
1959, año en que el marido murió de cáncer. Ella necesitaba dinero,
si no nunca la hubiera vendido. La Compañía Inmobiliaria Plainview
la adquirió como inversión, pero no encontraron a nadie que
quisiera comprarla. Y así, cuando tu padre les visitó para hablar
de seguros con el presidente de la compañía, éste mencionó la casa
y el precio, tan ridículamente bajo, como ya sabes, que la casa
volvió a cambiar de propietario.
—Si ese ser vive allí, podemos encontrarlo
—murmuró Tippy—. Ahora ya sabemos qué buscamos: algo largo y gris.
Mike Turnbull lo describió así.
—El informe oficial dice que probablemente
se escondía en el sótano un perro herido, que huyó, saltando sobre
Dwight y derramando el ácido sobre él, y que en su carrera arrastró
el recipiente que contenía dicho ácido.
Tippy no se molestó siquiera en
refutarlo.
—Podemos hacerle salir; llamarle y obligarle
a que revele su presencia...
—¿Cómo?
—Por medio de símbolos matemáticos. Hay
constantes que nos servirían, sea cual sea el sistema que él use.
La velocidad de la luz, una simple cuenta, el número pi, las tablas
de multiplicación... Esto no es problema. Pero, ¿cómo hacerle
comprender que no queremos lastimarle?
—¿Estás segura de esto último? Recuerda que
mató a Dwight, que derribó a tu madre...
Tippy palideció ligeramente, pero su
expresión continuó firme.
—Ninguno de los dos estaba preparado, y, en
cambio, nosotros sabemos lo que vamos a hacer.
Eric se levantó y estiró los músculos de su
cuerpo.
—Salgamos a cenar y lo discutiremos. Tenemos
que estar muy seguros de lo que vamos a hacer, del sistema a usar
si sale de su escondite y cómo entender sus respuestas. —La tomó
del brazo ayudándola a levantarse del sofá, donde seguía sentada y
sumida en sus pensamientos—. Ven. Creo que lo que has dicho no es
mala idea, pero antes será mejor que cenemos.
La tarde era muy cálida, Eric y Tippy
salieron de la ciudad en coche y se dirigieron a la casa de campo.
Después de terminar Eric en la oficina, habían ido a hacer algunas
compras, así que llegaron alrededor de las tres. La casa ya parecía
abandonada, con la hierba sin cortar, algunas hojas diseminadas por
el porche y las cortinas en desorden. Tippy se estremeció.
—¿Has cambiado de opinión? —le preguntó
Eric, pero ella negó con la cabeza.
—Entremos y comamos un bocadillo —propuso
Tippy—. Tenemos tiempo.
Sacaron las bolsas del coche y, mientras
Eric abría las ventanas, Tippy preparó bocadillos de jamón y queso.
Bebieron cerveza y apenas hablaron. Al terminar, Tippy dijo:
—¿Por dónde quieres empezar? —Por el sótano,
supongo. Es el lugar más adecuado. Ella asintió. Bajaron la
escalera con la grabadora y el aparato de alarma que Eric había
comprado. El sótano estaba en la penumbra, y su temperatura
resultaba mucho más fresca que la de la planta baja; el aire estaba
enrarecido, pero todo tenía su aspecto normal. Colocaron la
grabadora y el aparato de alarma sobre un taburete que Eric
arrastró hasta el centro de la habitación. Se habían llevado las
cajas y las alfombras, de modo que el taburete era el único
mobiliario a la vista. Ella empezó a llamar por el aparato: «Uno,
dos, tres, cuatro, cinco...» Cuando lo hubo repetido tres veces, se
mantuvieron a la expectativa. Eric seguía con el dedo sobre la
grabadora, dispuesto a pulsar el botón. Permanecieron una hora en
el sótano, repitiendo seis veces más la misma llamada. Eric conectó
el control automático de la grabadora, para que funcionase cuando
se oyera algún ruido e hizo lo mismo con el timbre de alarma, que
sonaría en el exterior de la casa cuando la grabadora empezase a
funcionar. Entonces se fueron; Tippy, con una mueca de
desengaño.
—Recuerda que convinimos en que sería muy
estúpido si acudía a la primera llamada —le dijo Eric.
—Ya lo sé —replicó ella—, pero lo más
probable es que no salga. Sabe que está bien seguro en su pequeña
guarida; en estos momentos quizá planee un ataque. Creo que
tendríamos que quemar la casa hasta los cimientos y olvidarnos de
todo esto.
Eric asintió. Si aquel ser les estaba
escuchando y les comprendía, sabría que ahora ellos conocían su
existencia y que podían obligarle a salir por medio del fuego.
Mientras tanto, decidieron esperar los acontecimientos...
El groth escuchaba y comprendía el
significado de sus pensamientos; estaba acostumbrado a ellos. Ya
había tanteado una vez a la hembra y sabía que no podía utilizarla
para sus propósitos. Más tarde tantearía al macho, cuando no
estuviera en guardia... Lamentaba tener que desechar a la hembra;
era casi adecuada, pero en su mente había un obstáculo cuya
erradicación requeriría muchas horas de entrenamiento intensivo, y
el groth carecía del tiempo necesario para ello. La hembra había
dedicado años a aprender el arte de pensar con una determinada
lógica, que los terrestres consideraban indispensable para la
educación, y aquel estudio era de los que embotaban las dotes
extrasensoriales. Podía combatirse, si su capacidad latente era lo
bastante poderosa, pero sólo después de algún tiempo. El groth
examinó de nuevo el primitivo aparato que habían dejado en el
sótano, seguro de que volverían para conectarlo. De improviso, le
acometió la soledad acumulada durante todos aquellos años que había
pasado sin su pareja, y concentró sus pensamientos en la grabadora
y en el aparato de alarma. Podía comunicarse otra vez con alguien,
desquitarse de los años de aislamiento, y quizá incluso conseguir
ayuda a fuerza de explicaciones... Olvidó los instrumentos y
escuchó las palabras que decían en el piso de encima.
—Qué feliz hubiera sido en esta casa cuando
era niña —decía Tippy.
Subían juntos la escalera, hablando; se
separaron al llegar arriba para ponerse los trajes de baño. El
groth siguió a Tippy hasta su habitación, que examinó a través de
una minúscula parte de su mente, sin profundizar demasiado para no
ser advertido. Pensó que si se hubiera tratado de la otra hembra,
no hubiera podido hacer ni esto; la otra hembra era demasiado
receptiva. Deseó que fuera la otra y no ésta. La dejó y buscó al
macho, pero sin entrar todavía en su mente. No podía arriesgarse a
que se fueran de nuevo; si se iban, quizá no volvería a presentarse
otra oportunidad.
Les contempló mientras se bañaban en el agua
fría del lago y sintió de nuevo la punzada de la soledad, esta vez
con fuerza y persistencia mayores. Se imaginó a los jóvenes de Gron
jugando también en el agua, y experimentó el deseo casi invencible
de entrar en una de sus mentes y sentir el contacto del agua fresca
con la piel, pero resistió la tentación y se limitó a vigilarlos
hasta que volvieron a la casa, temblando de frío.
—Mientras tú te duchas, yo encenderé el
fuego —dijo Eric—. Luego llamaremos otra vez a esa bestia.
—No tardaré en bajar —anunció Tippy. Cuando
volvió, tenía la cabeza envuelta en una toalla. Eran casi las
seis.
—¿Quieres beber algo? —inquirió Eric.
—Sólo café —repuso ella. Fue a la cocina
para hacerlo; Eric la siguió.
—No pareces nada asustada de estar aquí
—observó. —No. Es el típico síndrome de «no puede sucederme a mí».
—El café empezó a hervir—. Bajemos y volvamos a probarlo
—añadió.
El groth vigilaba y escuchaba mientras le
llamaban repetidas veces, haciendo una pausa entre cada prueba.
Hubiera querido contestarles. En tanto no sospecharon su presencia,
fue fácil pensar en ellos casi como si fueran animales, o por lo
menos, seres de inteligencia retardada, pero ahora se habían
convertido en seres con quienes se podía comunicar, Y el groth se
sentía tan solo...
—No nos contestará, ¿verdad? —dijo Tippy, de
nuevo en el salón. Estaba cepillándose el pelo, tras secarlo frente
al fuego. —No sé.
—No lo hará. Quedémonos aquí en lugar de ir
al restaurante como dijimos. Prepararé algo de comer. —Sus ojos
estaban fijos en el movimiento de las llamas. Eric la miró en
silencio unos momentos antes de contestar. —Nos hicimos la promesa
de no desviarnos del plan —le recordó—. Fue una de las condiciones,
¿te acuerdas? —Lo sé. Pero..., escucha, tardamos días enteros en
decidirnos a intentar esto. ¿Por qué esperar que él se decida en
unos minutos, o en unas horas, a contestar nuestras llamadas? No se
me había ocurrido hasta ahora. Tenemos que darle una
oportunidad.
Eric encendió un cigarrillo y lo observó con
fijeza. —¿Has sentido algo de particular? —Nada. Sólo me encuentro
un poco ridícula. —Claro, lo comprendo —dijo Eric, sonriendo—. Muy
bien, cenaremos aquí. Pero el resto del plan sigue sin cambios. No
me digas después que no quieres ir al motel, ¿de acuerdo? —Por
supuesto.
El groth continuó escuchándoles y comprendió
que tenían la intención de irse más tarde. Se sumergió en el
tanque, meditando la situación. No podían irse ahora. Se
comunicaría con ellos y de este modo les retendría. Pero tal vez
habían planeado llamar a las autoridades si él les contestaba.
Tendría que tantearles para conocer todos sus planes.
Suspiró.
Tippy hablaba mientras preparaba la cena;
entonces levantó la vista de la cazuela y sorprendió una mirada de
Eric que la dejó inmóvil. Confusa, siguió removiendo el contenido
de la cazuela.
—No pasa nada —dijo Eric, al verla remover
con tanta energía—. Tranquilízate.
—No sé qué quieres decir.
—Lo sabes perfectamente. Y estás derramando
la salsa por todo el fogón.
Ella movió la cazuela.
—No es salsa, es tomate para los spaghetti.
Eres demasiado viejo para mí. —Le miró de arriba a abajo—. Eres el
socio de mi padre.
Eric se echó a reír.
—Si no has quemado completamente el tomate,
será mejor que comamos.
Entonces ella también se rió, convencida de
que no era demasiado viejo.
El groth continuó vigilándoles mientras
charlaban y se tranquilizaban. El macho era el indicado para
averiguar qué planes tenían. No se alarmaría tan fácilmente como la
hembra, que ya había sentido su contacto una vez. Esperó a que
estuvieran cómodos delante del fuego; entonces empezó a
transmitirles ritmos y armonías, como solían hacer con los jóvenes
de Gron. El macho se puso nervioso, y en guardia; el groth se
retiró. Ellos habían usado una cadencia para comunicarse con él;
posiblemente una cadencia les tranquilizaría. Les envió unas notas
más lentas y el resultado fue bueno: el macho volvió a relajarse.
Sin embargo, cuando el groth le tocó la mente, el macho se puso
rígido y emitió pensamientos de odio y pánico, quedando su mente
racional totalmente obnubilada. El groth se retiró rápidamente para
no ser víctima otra vez de las emociones de los terrestres.
—¡Eric! ¿Te encuentras bien? ¿Qué ha
ocurrido? —Tippy le sacudía con fuerza.
—Creo que ya pasó. Ahora..., ya comprendo lo
que sentiste aquella vez. —Eric estaba nervioso y casi avergonzado.
Su reacción había carecido de control; el odio que le invadió le
dejó impresionado—. Está aquí —añadió, con voz tensa y pausada—;
tenemos que encontrarlo y destruirlo. Una cosa como ésta no puede
andar suelta en el mismo mundo que nosotros. Es la esencia del
mal.
Tippy le contempló fijamente.
—Vámonos —murmuró—. Esto..., esto mató a
Dwight y casi mató a mamá. No sé qué pretendíamos lograr...
¡Vámonos!
Pronunció esto último casi a gritos. Eric
asintió.
El groth no podía dejarles marchar. Aún
temblaba, debido al choque emocional con la mente del macho, pero
sabía que si ahora se marchaban, toda esperanza de salvar la misión
se desvanecería. Su única posibilidad de sobrevivir, y de llevar a
cabo su objetivo era volar al espacio, fuera del alcance de los
terrestres y esperar allí, en estado de letargo, la llegada de la
nave de Gron. Necesitaba su ayuda. Entró en contacto con el macho;
ahora estaban en la parte trasera del edificio, cerca de la puerta
del patio. Tocó al macho con suavidad, tratando de dañarle lo menos
posible, sólo lo suficiente para detenerle. El macho cayó al suelo.
El groth sabía que no estaba muerto, sino en un estado de profundo
trance del que no se despertaría durante varias horas. La hembra
gritaba histéricamente. No se movía, sólo profería gritos. El groth
se retiró ante sus gritos inarticulados; estaba llamando a sus
padres. No utilizaba la voz, ni siquiera sabía que les llamaba,
pero en su mente repetía sus nombres una y otra vez. De pronto,
empezó a llamar solamente a su madre. El groth intentó tratarla con
más suavidad que al macho, pero ella también cayó al suelo,
inconsciente. El groth sintió que le fallaban las fuerzas y
comprendió que el contacto había vuelto a lastimarle. Se sumergió
en el tanque. Sudaba de modo alarmante y necesitaba descansar. El
macho y la hembra ya no se moverían, y el groth podría reposar un
rato. Dejó su mente en blanco, y los sueños que siempre le
acechaban le invadieron, sumiéndole en el reposo.
Mandy se incorporó, con una expresión
interrogante en el rostro. ¿La llamaba Tippy? Fue hacia la puerta
del piso, y se detuvo confusa frente a ella. Lo oyó otra vez, o le
pareció que lo oía. ¡Era Tippy! Pero, ¿dónde? Robert tosió en la
otra habitación y Mandy se volvió, deseando preguntarle si también
él lo había oído, pero reprimió su impulso. De pronto empezó a
temblar y sintió flojedad en las piernas; casi se cayó antes de
llegar a una silla. ¿Sería realmente víctima de una depresión
nerviosa? Había voces en su cabeza. La recorrió una sensación de
miedo y recordó la otra vez que había oído la voz de Tippy en su
interior. En aquella ocasión corrió hacia la puerta y llegó a
tiempo de saltar al volante del coche en marcha y poner el pie
sobre el freno antes de que el vehículo se despeñara por un
barranco. Tippy estaba en el asiento delantero, sin moverse ni
gritar, aterrorizada por lo que había hecho. Tenía cuatro años.
Esta sensación de ahora se parecía a aquélla.
«¿Dónde estás?», gritó mentalmente, pero no
hubo respuesta. No tenía ninguna prueba ahora, a excepción de su
propio miedo. Despacio, todavía temblorosa, se dirigió hacia la
puerta miró aun hacia el dormitorio, pero no dijo nada a Robert.
Este leía en la cama y pronto se quedaría dormido, sin advertir que
ella se había ido. Si se lo decía, intentaría detenerla, cosa que
seguramente lograría, Se mordió los labios con fuerza y reprimió
las lágrimas que acudían a sus ojos. Pero la culpa no era de él. Se
trataba simplemente de que no podía soportar las cosas que no
tenían explicación, y ésta no la tenía. Su obligación era irse. No
sabía adonde, pero sabía que debía irse a alguna parte.
Fue a buscar el coche al aparcamiento del
edificio y cogió la West Side Drive, todavía ignorando adonde iba.
Conducía con firmeza y regularidad, y cuando cruzó el puente Tappan
Zee, comprendió que desde el principio había tenido la intención de
ir a la casa. No vaciló al comprender cuál era su destino.
No le sorprendió ver la casa iluminada y el
coche de Eric en la avenida. Fue hacia la puerta de la cocina como
si la empujaran; allí tampoco sintió sorpresa al ver los dos
cuerpos en el suelo. Se arrodilló junto a Tippy y le buscó el
pulso; después hizo lo propio con Eric. Sólo estaban inconscientes.
Se dirigía ya hacia el teléfono cuando notó otra vez aquello.
El groth se despertó con sobresalto,
apesadumbrado por haberse dormido. La otra hembra estaba aquí. El
groth ya había aprendido a captarla, pero ahora titubeó, sabiendo
que debía ser muy precavido para que el contacto no provocara en
ella otro desmayo. Utilizó una sonda tan suave y amorosa como la
utilizada en el primer contacto con una pareja.
Mandy gimió y se tambaleó, agarrándose la
cabeza. «No, por favor —imploró—, otra vez no, por favor.» El fuego
la invadió, y empezó a llorar. El groth sintió que la oleada de
angustia debilitaba momentáneamente su control, y experimentó en el
propio cerebro el miedo de ella, incontenible como el ataque de una
fiera. Se concentró en símbolos que la mujer pudiera entender y
encontró que la parte inteligente del cerebro de ella le rehuía,
dominado por la parte instintiva. Era como luchar con una horda de
demonios que se desenfocaban, fundiéndose en formas más horribles
que ellos mismos. Mandy había cerrado con fuerza los ojos al primer
contacto, pero de pronto los abrió y el groth retrocedió ante el
resplandor de la habitación donde ella se encontraba. Lloraba,
suplicándole que se fuera. Entonces el groth comprendió que tenía
que usar un control total, sin preocuparse de si la lastimaba o no.
Oculto en el vlen el groth cerró los ojos para escapar al dolor de
la resplandeciente luz; Mandy también los cerró. El reguló su
respiración, haciéndola más lenta y moderada, y los sollozos
disminuyeron. El groth sabía que la hembra tendría que usar su
traje especial para soportar la atmósfera sulfurosa del interior de
la nave. También necesitaría oxígeno, pero en el lago había el
suficiente. Esto no era lo que él había querido. No había
cooperación, sino solamente control.
Lentamente, como una sonámbula, Mandy se
dirigió a la escalera que conducía al sótano, llevando aún el bolso
en la mano. Atravesó el sótano y esperó a ser conducida al interior
de la bodega, donde recogió un vestido. Cuando lo levantó del suelo
se le cayó el bolso; entonces dio media vuelta, salió de la casa y
se metió en el coche. Al hacer girar la llave de contacto, abrió
mucho los ojos y empezó a temblar. El horror se apoderó de su
mente; gritó y miró desesperada en torno suyo. Pero inmediatamente
volvió a sentir el fuego: que aquel ser acechaba en su cerebro. La
expresión de inteligencia se trocó en la mirada ausente de un
sonámbulo; puso el coche en marcha, retrocedió para girar y se
fue.
El groth se alarmó al comprender que casi la
había perdido. Se estremeció en su tanque y se concentró con todas
sus fuerzas. Si no estuviera tan debilitado por sus heridas y por
el efecto destructor que causaba en su cerebro el odio corrosivo de
los terrestres, habría intentado buscar en la mente de ella la ruta
del lago por carretera, y al hacerlo, habría aflojado la presión
que ahora impulsaba todas las acciones de Mandy. Tendría que
confiar en la intuición de ella para que pudiese llegar al lago sin
ser dirigida. Su deseo hubiera sido tratar con su mente racional,
pero en los terrestres, la mente racional se hallaba siempre en
peligro de ser eclipsada por el cerebro primitivo, del cual no
podía esperarse una conducta inteligente. El groth se esforzó por
mantener el contacto mientras la hembra se alejaba, pues la
dificultad era mayor a medida que iba recorriendo kilómetros. No
tenía la menor idea de que el macho empezaba a moverse en el piso
superior.
Eric tenía la sensación de que su cabeza
estaba partida en dos. Abrió con cautela los ojos y se concentró en
averiguar de dónde provenía el extraño ruido que estaba oyendo.
Entonces se acordó. Se incorporó con rapidez y sintió una punzada
de dolor. ¡Tippy! Se movió y exhaló un gemido cuando la tocó; en
aquel momento comprendió que el ruido provenía de la alarma que
había conectado a la grabadora del sótano.
—¡Tippy, despierta! Ven, todo ha pasado. Se
ha ido.
Ella abrió los ojos, llenos de pánico hasta
que vio a Eric inclinado sobre ella. Miró hacia la cocina.
—¿Qué sucede...? ¡La alarma! ¡Está
sonando!
—No sé qué diablos habrá ocurrido aquí —dijo
Eric. La ayudó a levantarse y la empujó hacia la puerta—. Métete en
el coche mientras echo un vistazo al sótano.
Tippy le agarró por el brazo.
—No irás solo —dijo—. Déjame
acompañarte.
Eric asintió de mala gana. Entraron en la
cocina y vieron que la puerta del sótano estaba abierta.
—Yo la he dejado cerrada —murmuró él—.
Recuerdo haberla cerrado. —Miraron hacia el fondo de las escaleras;
Eric dijo—: Bueno, voy a buscar la grabadora y oiremos qué ha
pasado. Ese insoportable aparato me está volviendo loco.
La alarma dejó de sonar en cuanto cogió la
grabadora y subió corriendo las escaleras.
—La puerta de la bodega también está abierta
—dijo mientras hacía girar la grabadora hacia atrás. Entonces
apretó un botón y se pusieron a escuchar. Hubo un crujido, el golpe
de algo al caer al suelo, después nada. Eric aumentó la velocidad y
casi al final de la cinta oyeron unos pasos muy pesados..., luego
el silencio; la grabadora había sido parada. Tippy la miró sin
comprender.
—Otra vez —dijo. Después del crujido, Tippy
había parado la grabadora—. Esto significa que se ha abierto la
puerta de la bodega, que cruje cada vez que lo hace. Algo ha
salido...
—O ha entrado.
—Ahora viene el golpe seco. —La puso de
nuevo en marcha y la paró después de escuchar el golpe—. ¿Qué será
eso? Tendremos que bajar a averiguarlo, ¿no crees?
Bajaron y se acercaron a la puerta de la
bodega. Tippy gritó cuando vio el objeto causante del golpe
seco:
—¡Es el bolso de mamá! ¡La bestia la ha
hecho entrar en su guarida!
Eric se llevó a Tippy a la cocina y llamó
por teléfono a Robert. Mientras hablaba con él, dijo a Tippy:
—La está buscando. No le dijo una palabra de
que se iba. —Escuchó de nuevo, y entonces añadió pausadamente—:
Será mejor que vengas a la casa. Mandy ha estado aquí, pero su
coche ha desaparecido.
Convino en llamar a la policía y colgó el
auricular.
La policía dio la alarma a todos los coches
patrulla para que buscaran el coche de Mandy. Después procedieron a
registrar la casa, medida que resultó tan infructuosa como la vez
anterior. El groth advirtió su presencia en la bodega, y entonces
Mandy estuvo a punto de desviar el coche, lo cual le obligó a
centrar toda su atención en ella. Mandy conducía bien, pero
demasiado de prisa. Aminoró la marcha. Para ella, cada momento era
suficiente en sí mismo; no había futuro, no había pasado. Aquello
resultaba igual que un sueño, en el cual todo se acepta por
incoherente que sea. Sus actos eran correctos, obedecía las leyes
de tráfico, conducía con precaución en los cruces pero no pensaba
adonde iba ni por qué. Conducía el coche y esto era suficiente. De
vez en cuando sentía una impresión fugaz de terror y repulsión,
pero pasaba inmediatamente, y ya no experimentaba ningún malestar
físico. El groth estaba encantado con la rapidez y perfección de
esta maniobra. Sabía que las anteriores experiencias compartidas
con ella habían hecho posible el contacto de ahora, pero no se hizo
ilusiones respecto a poder comunicarse de un modo recto y racional.
Intentarlo significaría desatar en ella un conflicto interior tan
grande, que probablemente la perdería. Escuchó unos momentos a los
que practicaban el registro; ahora una voz nueva llamaba a Mandy a
través de él, del groth, tratando de comunicarse con ella. El groth
procuró acallar estos gritos, pero lo logró sólo en parte. Notó el
efecto que producían en la hembra y redobló sus esfuerzos para
mantenerla bajo su control.
Mandy se dirigía hacia el norte por
carreteras de segundo orden hasta que tomó un camino estrecho, sin
asfaltar, que desembocaba en la orilla sur del lago.
El groth seguía percibiendo la angustiosa
llamada; tenía que acallar aquella voz silenciosa, bombardear el
cerebro que la emitía. El coche de Mandy se desvió y frenó
bruscamente. «¡No!», gritó en su mente, al tiempo que luchaba por
alejarse del groth, provocando el caos en su cerebro, que hasta
ahora le había obedecido ciegamente. ¡Había captado su pensamiento!
El groth volvió a dominarla, pero no totalmente, y ambos
experimentaron el esfuerzo de ella por liberarse de aquella
conexión. Mandy luchaba casi con histerismo y el groth sudaba tan
copiosamente, que temió desmayarse antes de decidir el combate a su
favor. Sabía que era el compañero de la mujer quien la llamaba a
través de él y también que no podía dañar a aquel hombre si quería
tener a la hembra bajo control. En cuanto el groth comprendió esto,
la hembra volvió a su docilidad anterior y continuó su marcha hacia
el lago...
Mandy vio ante ella la superficie negra de
las aguas, y torció a la izquierda; aquél era el camino. Necesitaba
un equipo para bucear. Ni siquiera se detuvo a pensar que nunca
había nadado bajo el agua. Necesitaría una botella de oxígeno
mientras rascaba el fango que cubría la puerta y colocaba la cámara
de aire, y para respirar en el interior de la nave. Detuvo el coche
y lo aparcó cuidadosamente entre la maleza, de modo que no fuera
visible desde la carretera. Entonces recogió el traje especial que
llevaba en el coche, y entre los dobleces encontró la cámara de
aire. El groth intentó hallar la botella de oxígeno utilizando la
mente de Mandy, pero mientras buscaba, estuvo a punto, por dos
veces, de perder el contacto con la hembra. Cada vez que esto
ocurrió, los temores primitivos hicieron presa en ella; cada vez se
produjo una nueva lucha para recuperar el control. El groth sabía
que se estaba debilitando rápidamente y que tenía que actuar de
prisa para conseguir sus propósitos. ¡Si por lo menos cesaran los
ataques procedentes de la casa, los de Robert, no los de quienes
efectuaban el registro! El groth no podía defenderse del macho; le
había tocado sólo una vez antes y sabía que sufría una dolencia que
le podía causar la muerte casi instantánea en caso de ser atacado,
aunque fuera débilmente; y el contacto del groth era demasiado
fuerte. Por fin pudo localizar unas botellas de oxígeno y Mandy
volvió a actuar con decisión. Robó una botella de una de las
cabañas y, tras deslizarse entre sus dormidos ocupantes, salió
corriendo hacia el lago. El groth comprendía el principio de la
botella, pero jamás había usado nada parecido; así que fue una
cuestión de suerte dirigir a Mandy en la colocación de la botella a
su espalda. Ella se había puesto el traje especial sin ninguna
vacilación cuando él se lo indicó, y ahora, con el oxígeno a
cuestas, se hallaba dispuesta. No importaba que el traje fuese
demasiado grande para ella; apenas si tenía que nadar. Y sus dedos
podían hacer bien el trabajo, aunque su número fuese tan limitado.
Mandy entró torpemente en el agua, respirando con dificultad por la
boquilla, pero sin demostrar el menor miedo ante la idea de
sumergirse. El groth se sintió muy orgulloso de Mandy, que pareció
tener conciencia de este orgullo puesto que su resistencia
disminuyó. Pero el groth sabía que entre ellos no cabía el
verdadero placer que sentían las parejas cuando trabajaban en
armonía.
Los terrestres que buscaban en el edificio
donde se ocultaba el vlen, pusieron en marcha una máquina
perforadora que el groth exploró para estimar su peligro. Estaban
haciendo un agujero en el suelo de la bodega y llegarían al terreno
compacto que rodeaba el vlen dentro de una hora. El groth podía
detenerles en aquellos momentos, naturalmente; si decidían volarlo
con explosivos, sabrían que no estaban perforando solamente
rocas... Pero todo esto requería tiempo, y cuando llegaran a esta
fase, el groth quizá estaría lejos, volando por el espacio...
Mandy se hundió hasta el fondo del lago,
respirando con dificultad, moviendo los brazos y las piernas en una
fútil tentativa de nadar. Iba completamente cubierta por un
material extraño que olía muy mal, y le faltaba el aire. Tiró de la
ropa que le cubría la cara tratando de romperla. Los pulmones
parecía que iban a explotar en su pecho, y un mareo extraño
obnubiló todo a su alrededor. Sus movimientos se hicieron más
lentos. El miedo y el dolor en los pulmones era lo único que
notaba, hasta que, de pronto, él volvió a invadirla. «Ayúdame
—suplicó—. Por favor, ayúdame.» No hubo lucha esta vez. Él le
dirigió las manos hacia la cámara de aire y la ayudó a colocársela.
Mandy notó que se ahogaba al respirar la primera bocanada, pero él
la tranquilizó hasta que su respiración fue normal. El groth se
sorprendió al comprobar que sus propios ojos estaban anegados en
lágrimas. No podía abandonarla, puesto que, ya en el interior de la
nave, la hembra moriría casi instantáneamente y su muerte sería
dolorosa. Entonces centró toda su atención en ella para ayudarla a
ajustar la cámara de aire y a meterse en su interior. Mandy puso en
funcionamiento la pequeña bomba y, cuando no quedó nada de agua,
abrió la puerta de la nave y entró en ella. El groth vio la nave
con sus propios ojos, después con los de Mandy, y se quedó
anonadado por la diferencia. Ella encontró aquel artefacto
horrible, obscuro y repugnante, lleno de formas extrañas que se
fundían en las sombras. La condujo hasta el tablero de mandos y los
comprobó... ¿Por qué nadie hacía algo para calmar a aquel macho, a
la pareja de Mandy? Intentó anular sus llamadas que eran más y más
persistentes. La obligó a trabajar más de prisa, pero sus dedos se
movían torpemente con aquel traje que no estaba diseñado para seres
que sólo tuvieran cinco dedos y tan cortos por añadidura. Se
preguntó cómo habían podido bajar de los árboles unos seres con
aquellas manos. El groth pensó con amargura que tal vez se vería
obligado a abandonar la nave, el vlen, el satélite espía,
todo...
De pronto, la nave empezó a despegarse
lentamente del barro del fondo. El groth buscó a través de los ojos
de ella la presencia de algún testigo en los alrededores, pero no
había nadie; entonces apretó el botón de despegue. La nave se elevó
en vertical, mientras Mandy seguía pendiente de lo que le ordenase
hacer con sus manos. El groth pensó que el volar dependía en mucho
del reflejo condicionado y apenas del control consciente. Tuvo que
concentrarse profundamente para mantener la vista de Mandy fija en
la dirección correcta, gracias a lo cual él podía ver los mandos.
Era tan diferente hacer ahora con la mente lo que antes había hecho
con las manos sin ninguna atención especial. La nave se elevó
demasiado y el contacto se debilitó.
Mandy contempló con horror los mandos que
tenía ante los ojos. Sabía que lo principal era no soltar otra vez
la cámara de aire; entonces, clavó fuertemente los dientes en la
boquilla mientras sentía que un grito le atenazaba la garganta. No,
ahora no. ¿Dónde estaba aquel ser? ¿Dónde estaba ella? No se
atrevía a mover las manos. Sin saber cómo, le volvió a encontrar, o
él la encontró a ella, y pese al terror de hallarse sola en la
nave, advirtió que luchaba de nuevo contra él, que intentaba
ahuyentarle, horrorizada ante el contacto repulsivo y abrasador que
invadía su cerebro.
El groth notó, sobre todo por la debilidad
del cuerpo de ella, que estaba tratándola con demasiada dureza:
incluso se hubiera desplomado de no ser por su ayuda. Había entrado
de nuevo en ella sin ninguna suavidad, creyendo que ya estaba
acostumbrada a él. Pero no era así; probablemente jamás se
acostumbraría. El cuerpo respondía a su mandato, pero no había
tiempo para usar precauciones con ella. La nave dio media vuelta y
se aproximó al vlen y a la entrada del túnel. Quedó unos instantes
suspendida sobre el área y después descendió con suavidad sobre el
claro, cerca del peñasco que ocultaba la entrada. La hembra giró la
nave en la dirección correcta y encendió el rayo eléctrico que
desplazó el peñasco con la mayor facilidad. La energía penetró en
el túnel; en el fondo de éste, el groth colocó el computador para
que fuese transportado afuera. El rayo se lo llevó y lo introdujo
en la nave. Uno tras otro, eran trasladados a bordo todos los
instrumentos del groth, cuando, de pronto, la hembra se escapó.
Estaba de pie en el suelo, junto a la nave.
—¡Robert! —gritó. Después miró a su
alrededor, a la extraña forma de la nave; sintió la quemadura del
aire ácido y abrió la boca para gritar de nuevo. Cuando el groth
volvió a tocarla, se desplomó en el suelo; entonces la llevó
cuidadosamente a un lugar donde pudiera respirar su propio aire. Se
cercioró de que estaba viva, aunque era difícil predecir si lo
continuaría estando. Se apresuró en desalojar el vlen. La pareja de
la hembra estaba saliendo del edificio. El groth le siguió con una
parte de su mente mientras doblaba hacia dentro las paredes del
vlen, junto con todos los restantes instrumentos que aún quedaban
en él. Salió de espaldas por el túnel, derribando las paredes a su
paso. Ya en el exterior, colocó el peñasco en su sitio. Se detuvo,
contempló a la hembra tendida en el suelo y la tocó con gran
suavidad. Ella gimió. El groth examinó las quemaduras de ácido que
había sufrido y vio que no revestían ninguna importancia. Sólo
estaba desmayada. Con delicadeza extrema, le quitó el traje que
llevaba, y serenó su mente, presentándole la imagen del mar de
Gron, tenuemente iluminado en su superficie y rizado por olas
bienhechoras que provocaban un sueño profundo y reparador. Le
comunicó la sensación de amor y de paz que esta imagen llevaba
consigo. La respiración de la mujer se hizo menos fatigosa, y el
corazón empezó a latir con más fuerza y regularidad. Ya no podía
hacer más por ella. Su pareja se aproximaba ya al lugar donde ahora
se encontraba, con una intuición que parecía increíble en un ser de
dotes tan rudimentarias. El groth subió a bordo de la nave y aspiró
con fuerza el aire puro de su interior. Elevándose en silencio,
como una sombra obscura que se alejase de la Tierra sin el menor
sonido, abandonó el lugar antes de que llegara Robert. Se sentía
tan cansado, que ignoraba si sobreviviría o no a su calvario. Pero
aquello no era importante. La misión sería un éxito. Los groth
podrían estudiar a los terrestres y, cuando llegase el momento de
la comunicación, ésta se llevaría a cabo con un mínimo de tensión y
un máximo de buena voluntad. Esto era lo único importante.
Mandy se despertó gritando y no dejó de
gritar hasta que sintió el pinchazo de una aguja en el brazo.
Cuando recuperó el conocimiento, Robert estaba a su lado, pero la
luz de la habitación era cegadora. Cerró los ojos con fuerza, como
si estuviera a punto de recordar... algo. Pero se desvaneció. Se
hallaba en una habitación de hospital; conocía aquel olor, el tacto
de las sábanas, los sonidos propios de un hospital.
—Estás bien, Mandy —dijo Robert, con un tono
de voz que revelaba la falta de seguridad de que así fuera. Ella
volvió a abrir los ojos, y la extrañeza fue dando paso a la
familiaridad. Robert estaba pálido y tenía unas ojeras muy
pronunciadas.
—¿Viste... viste, algo? —preguntó ella. Le
dolían la boca y la garganta.
—No había nada que ver. Tienes que creerlo,
Mandy. Es preciso que lo creas. Derribamos el sótano, buscamos en
el bosque, centímetro por centímetro; e incluso vinieron personas
especializadas. ¡No había absolutamente nada!
—¿Y Tippy y Eric?
—Están muy bien. Mandy, no me dejarán estar
mucho rato contigo. Por favor, trata de comprender que no había
nada en el sótano. Eric debió de caerse y herirse en la cabeza.
Tippy se asustó al verle en el suelo y se desmayó. Les hemos hecho
docenas de preguntas y ninguno de los dos sabe nada. Después de
destruir el sótano, incluso Eric admitió que no podía haber
existido nada allí dentro. Mandy, mírame. Me crees, ¿verdad?
Ella cerró lentamente los ojos, esta vez con
cansancio. Entreveía algo que rozaba su subconsciente; si tuviera
la suficiente rapidez mental, lograría verlo.
—¿Por qué fuiste al bosque? Fuiste tú quien
me encontró, ¿verdad?
—Sí, aunque no sé por qué me dirigí al
bosque; quizá porque te oí gritar. No lo recuerdo bien, pero
seguramente hiciste algún ruido.
En rápida sucesión, Mandy vio imágenes
sueltas: un lago, negro en la obscuridad de la noche; ella
sumergiéndose en el agua; una nave extraña; un ser también extraño,
solo y herido y que resultaba repelente y aterrador, pero al mismo
tiempo hermoso. Intentó retener algunas de estas imágenes, pero no
lo logró. No podía situarlas en ningún momento concreto.
—¿Cómo te quemaste, Mandy? ¿Lo recuerdas?
—preguntó Robert.
Ella negó con la cabeza, sin abrir los ojos.
Pero la explicación también estaba allí, aunque lejos de su
alcance. Si Robert pudiera verlo con sus ojos, ayudarla a
comprender. Pero no, se negaría a aceptar lo poco que ella aún
recordaba. No existían pruebas, ni manera alguna de demostrarlo,
analizarlo o compararlo con otras experiencias. Sus pensamientos se
hicieron confusos al caer en un fuerte sopor; entonces, gritó.
Robert le acarició la mano, pero ella no se había sentido tan sola
en toda su vida. Robert no podía comprender sus temores, sus penas.
Entonces vio más cosas: la imagen de un mar fresco, tenuemente
iluminado, donde jugaban unos niños, y cuyas olas suaves inducían a
un sueño profundo y reparador, y donde había amor y paz y uno nunca
estaba solo. Sonrió y volvió a quedarse dormida. Al cabo de un
momento, Robert le soltó la mano.
—No había nada allí —murmuró para sí mismo,
contemplándola—. Hubiéramos encontrado alguna huella.
Pero, ¿dónde había estado Mandy? ¿Qué le
había sucedido? ¿Qué le inducía a sonreír con tanta ternura al
quedarse dormida? Salió de la habitación desorientado. Ya le
avisarían cuando volviera a despertarse. Se encaminó por el
solitario pasillo del hospital hacia la habitación que le habían
dado para pasar la noche; en aquellos momentos comprendió que las
paredes y las puertas no significaban nada. Estaba tan separado de
ella ahora como lo había estado a la cabecera de su cama, con su
mano entre las suyas, incapaz de compartir lo que ella sentía, lo
que pensaba, los recuerdos que primero la obligaron a gritar de
terror, y después a sonreír en su sueño. Por cerca que estuvieran
el uno del otro, siempre estarían separados, solos. Siempre
solos.
[1] B. A.
(Bachelor of Arts): Diplomado en Arte. (N. del T.)