Los zoólogos
Fred Hoyle
En los relatos de
ciencia ficción escritos por científicos se observa a menudo cierto
esquematismo en la caracterización de los personajes y en los
análisis psicológicos. Afortunadamente, este no es, en absoluto, el
caso de Fred Hoyle, astrofísico de renombre internacional, tan
conocido por sus actividades científicas como por sus brillantes
narraciones, de las que Zoomen es un buen ejemplo.
El tema de la
captura de especímenes humanos por una raza extraterrestre no es
ninguna novedad en la ciencia ficción; pero pocas veces ha sido
tratado con tanta sencillez y sensibilidad como en el presente
relato.
En la segunda quincena de julio logré
marcharme de vacaciones por un par de semanas; quería «seguir los
pasos de Munro» en la región montañosa de Escocia. Como en verano
es difícil encontrar alojamiento en un hotel de los Highlands, y en
especial para una persona sola, alquilé un coche provisto de
roulotte. El primer día llegué a la frontera escocesa, al sur de
Jedburgh. Era un atardecer espléndido y pensé que no me convenía
pasar todo el día siguiente en la carretera si el tiempo continuaba
siendo tan bueno. Lo mejor era ponerse en marcha en cuanto
amaneciera. A las diez podría cruzar los Lowlands; ello me
permitiría alcanzar uno de los picos meridionales de la cordillera
Ben Lawers por la tarde.
Puse en práctica este plan y llegué a Killin
poco después de las diez; encontré un camping; en el pueblo compré
carne y otras provisiones, y salí en dirección a Glenlyon, con el
fin de escalar el Meall Ghaordie. La tarde era hermosa y despejada.
Dejé el coche lo más cerca posible de la montaña que había decidido
escalar y emprendí el camino por la pantanosa ladera, después
inicié el ascenso con lentitud, en parte porque era mi primer día
en las montanas y también porque el sol calentaba mucho. Recuerdo
la cantidad de flores multicolores que hollaban mis pies. Tardé
unas dos horas en llegar a la cumbre, pero una vez allí, me senté y
saboreé con fruición un par de manzanas. Después me tendí sobre la
hierba del suelo y usé mi mochila como almohada. El madrugón y el
calor me infundieron un sueño invencible y creo que no tardé ni un
minuto en quedarme dormido.
Lo había hecho ya en la cumbre de una
montaña en numerosas ocasiones. Al despertar, se sufre
invariablemente un ligero sobresalto, motivado sin duda por la
costumbre cotidiana de levantarse entre cuatro paredes. Siempre
transcurren unos momentos durante los cuales uno se pregunta dónde
está. También fue así en aquella ocasión, pero el sobresalto tuvo
mayores proporciones. En el primer momento me imaginé que estaba en
un dormitorio normal, después recordé que en realidad me encontraba
en la cumbre de una montaña, pero una vez tomé conciencia de mi
emplazamiento, comprendí que no era en absoluto el lugar donde
debía estar; aquello no era la cumbre del Meall Ghaordie.
Me hallaba en el interior de una gran caja
rectangular. Me puse en pie y empecé a inspeccionarla, aunque tal
vez resulte absurdo decir que una habitación parecida a una caja
requiera una inspección, sobre todo teniendo en cuenta que estaba
totalmente vacía. Pero tenía dos características muy extrañas. La
luz era artificial, porque la caja estaba cerrada y era
completamente opaca; sólo había una abertura en una de las paredes
que conducía a un pasillo. La distribución de la luz también era
extraña; se me hacia imposible determinar de dónde procedía, ya que
no había bombillas ni lámparas, por lo que tuve la impresión de que
la luz irradiaba de las mismas paredes, las cuales estaban
compuestas de un material que a mis ojos inexpertos se antojó una
especie de plástico. Pero, si realmente era así, ¿cómo podía
despedir luz un material de esta clase?
La caja no era tan grande Como había pensado
al principio. De hecho, sus dimensiones debían ser aproximadamente
de nueve metros de anchura por quince de longitud y unos seis de
altura; era la iluminación lo que daba a la estancia el aspecto de
una catedral, un efecto que yo ya había observado en algunas
cuevas.
La segunda peculiaridad era mi sentido del
equilibrio. No es que me fuera difícil mantenerme en pie o algo por
el estilo. Cuando se escala una montaña, las piernas adquieren
pronto una gran sensibilidad para el equilibrio, y es probable que
yo no hubiese notado ninguna diferencia de no haber practicado el
alpinismo. Pero dicha diferencia existía, aunque de una forma casi
imperceptible.
Mis exploraciones me condujeron hacia el
pasillo, que continuaba durante un trecho muy corto, bifurcándose
después. Me detuve para recordar la dirección de donde venía, pero
encontré otras muchas curvas, hasta el punto que tuve la firme
impresión de hallarme en un laberinto. Esto me produjo la normal
sensación de pánico que uno tiene al saberse perdido. Entonces me
dije a mí mismo que no podía «perderme», y, acto seguido, recobré
la calma y seguí caminando al azar. El pasillo terminó por
conducirme a la misma habitación en forma de caja, en el centro de
la cual estaba mi mochila, sobre la que apoyé mi cabeza en la
cumbre del Meall Ghaordie. Intenté salir repetidas veces, pero
siempre acababa volviendo a la misma habitación. Aunque los
pasillos parecían tener multitud de bifurcaciones, resultó que
también esto era una ilusión, pues sólo había ocho caminos para
recorrer todo el laberinto. Logré cronometrar el tiempo requerido
para recorrer uno solo de los pasillos, y conté noventa segundos.
Esto me demostró que, si bien no era un espacio reducido, tampoco
era de gran tamaño; pero lo hablan diseñado para que pareciese
grande.
Quise inspeccionarlo todo una vez más; en
esta ocasión me alarmó oír unos pasos apresurados que corrían
delante de mí. El corazón empezó a latirme con fuerza, el miedo no
me abandonaba. Me acerqué a una esquina y por ella salió corriendo
una joven de unos dieciocho años, vestida con una bata. Al verme
allí, bloqueando su camino, prorrumpió en un grito ensordecedor,
pero de pronto se echó violentamente en mis brazos.
—¿Dónde estamos? —sollozó—. ¿Dónde
estamos?
Siguió repitiendo la pregunta mientras se
cogía a mí con toda su fuerza. Yo, sin abusar en absoluto de que
estuviera indefensa, la apreté contra mí; era lo natural, dadas las
circunstancias. De pronto sentí un fuerte acceso de náusea,
parecida al mareo que acomete en el mar. Algo hizo que nos
separásemos el uno del otro: debió ser que la chica sintió el mismo
mareo y fue víctima de un repentino ataque de vómito.
Nos miramos ambos, jadeantes. Yo me apoyé en
la pared del pasillo porque las rodillas se me doblaban.
—¿Puedo saber quién es usted?
—Giselda Horne —contestó ella. Su acento era
americano.
—Será mejor que se quite eso —dije,
señalando su bata, que el vómito había ensuciado.
—Sí, es verdad. Cuando volví en mí estaba en
una habitación que da a este pasillo.
La chica me condujo hasta una caja que,
efectivamente, daba a aquel mismo pasillo y que me pareció
cuadrada. Yo tenía la seguridad de haber pasado muchas veces por
aquel sitio, pero en ninguna de ellas había visto una abertura.
Giselda Horne entró en la estancia tambaleándose y emitiendo
débiles gemidos. Yo la seguí, pero pronto me detuve, porque, tan
pronto como entré me acometió un nuevo acceso de náusea. Retrocedí
hasta el pasillo; entonces vi que un tabique se deslizaba, cerrando
la caja. El mareo me dejó exhausto, pero grité, no obstante,
llamando a la chica, y golpeé la pared con los nudillos. Ignoro si
me contestó; en cualquier caso ya no podía oír nada.
Traté de vencer el mareo recorriendo el
sistema de pasillos, pero no lo logré. Seguía sintiéndome muy
enfermo. Al cabo de un buen rato, porque debí recorrer el laberinto
muchas veces antes de encontrarla, llegué a una caja cuadrada,
exactamente igual a la de Giselda Horne, y entré en ella con una
sensación de temor. Entonces sucedió que un tabique se cerró a mis
espaldas, al tiempo que desaparecía el mareo.
Esta caja era un cubo de unos tres metros y
medio en el que sólo se distinguía una pesada puerta de metal en
una de las paredes. La puerta se abrió lentamente bajo una presión
moderada. Dentro había un hueco del tamaño de un horno, que
contenía una bandeja llena de una substancia tal vez comestible.
Antes de que pudiera examinarla, la náusea volvió a acometerme, y
esta vez me pareció que yo también vomitaría. El tabique se abrió
oportunamente y salí tambaleándome al pasillo, pensando, con
incoherencia, que tenía que encontrar el lavabo antes de vomitar.
Pero una vez fuera de la caja, la náusea desapareció casi por
completo y a los pocos minutos me encontraba perfectamente. Después
la sentí de nuevo; el tabique se abrió, como invitándome a entrar
en la habitación y, una vez en su interior, el mareo volvió a
desaparecer. Este proceso se repitió tres veces más, dentro y fuera
de la caja. Mucho antes de que terminase la lección, ya conocía
exactamente su significado: mis entradas y salidas eran dictadas
por ciertas órdenes. ¿De dónde provenían? No tenía la menor idea,
pero la lección me sirvió de algo: mis temores se habían
desvanecido. Era evidente que me hallaba bajo vigilancia, una
vigilancia cuya finalidad me era imposible adivinar. Entonces, en
lugar de asustarme, me tranquilicé y desde aquel momento no sólo
aparenté serenidad, sino que recobré mi propio dominio.
Cuando pasó el mareo, me sentí muy
hambriento. Si se exceptúa el frugal almuerzo en la ladera del Mean
Ghaordie, no había comido desde las cinco de la madrugada en la
frontera escocesa. Probé la substancia de la bandeja. Era parecida
a un puré de verduras. Como no podía determinar su valor nutritivo,
comí hasta haber saciado mi hambre.
Recobradas las fuerzas, observé que el
pavimento era más blando en el lugar donde me encontraba en
aquellos momentos que en el pasillo o en la gran caja rectangular y
que no debía ser muy incómodo para dormir. Era más duro que una
cama normal, pero después de dos o tres días resultaría bastante
aceptable. ¿Y el retrete? En la caja no había nada que pudiera
hacer sus veces. ¿Qué haría si el tabique estaba cerrado en un
momento de necesidad acuciante? Decidí poner la cuestión a prueba y
adopté una posición que indicase mi propósito de utilizar el suelo
para mis fines. No tuve que esperar mucho. Volvió la náusea, el
tabique se abrió y, un minuto después, apareció la entrada de otra
caja en el pasillo. Al penetrar en ella descubrí dos
compartimentos, uno grande y otro pequeño; éste era evidentemente
el retrete, pues tenía en el suelo un agujero de unos treinta
centímetros de diámetro. Lo utilicé como pude, preguntándome dónde
encontraría algún substituto del papel higiénico. Mis dudas sobre
tan embarazosa cuestión se vieron interrumpidas por un verdadero
diluvio que descendió del techo sobre mi cabeza. De un salto me
trasladé al compartimiento grande. Allí el chaparrón era menos
intenso, pero así y todo, a los pocos segundos me encontraba
totalmente empapado. La ducha se cerró, y entonces empecé a
despojarme de la ropa. Cuando ya estaba casi desnudo, el agua
volvió a caer. Por lo visto se ponía en marcha a intervalos
regulares, como en los urinarios. El chaparrón sobre la piel
desnuda me resultó muy agradable, porque había sudado copiosamente
durante el ascenso a la cumbre de la montaña. El líquido que
descendía sobre mi cabeza era agua, pero contenía algún elemento
jabonoso. Disfruté de seis duchas consecutivas, que aproveché para
lavarme la ropa lo mejor que pude. Después volví a mi caja con mi
chorreante indumentaria. Como tardaría varías horas en secarse,
especialmente las prendas gruesas, como los pantalones, intenté
echar un sueñecito. Mientras me adormecía, pensé en las cosas que
podrían hacerme falta en esta situación tan singular. Carecía de
máquina de afeitar, pero no tenia inconveniente en dejarme crecer
la barba. Por suerte, en mi mochila llevaba siempre unas tijeras
pequeñas. Por lo menos, podría comer, atender a mi limpieza
personal y cortarme las uñas.
Dormí mucho más de lo normal, casi diez
horas. Al despertarme, observé que la puerta de la caja, o de la
celda, si lo prefieren, estaba abierta. Antes de volver a recorrer
los pasillos o de beneficiarme del retrete y sus notables
propiedades de humectación, abrí la puerta del horno. Encontré otra
bandeja, repleta del mismo puré de verduras.
Mi ropa estaba completamente seca, lo cual
denotaba que el porcentaje de humedad era muy bajo, como ya había
supuesto. Me dirigí a las duchas con sólo los calzoncillos, que se
secarían en seguida en el caso de que se repitiera el proceso
anterior. Afortunadamente, el tabique estaba abierto y así se
mantuvo desde entonces, como tuve ocasión de comprobar. Esperé a
que cayera el chaparrón y después me alejé de un salto, antes de
que volviera a dispararse. Mi ropa de alpinista era muy resistente,
pero tras aquel continuo lavado y secado, su aspecto era
lamentable. Consideré innecesario ponerme las botas y me quedé
descalzo, como un marinero después de un naufragio.
Enfilé el pasillo, sabiendo que más pronto o
más tarde llegaría a la «catedral», calificativo que ya daba a la
gran caja rectangular. Vi otra caja abierta, muy diferente de la
mía y acaso también de la de Giselda Horne. Estaba a punto de
entrar en ella cuando oí que una voz a mis espaldas decía con
acento extranjero:
—¡Hola!
Di media vuelta y vi a un hindú que me
pareció de mediana edad. Me miró con extraña fijeza durante unos
treinta segundos. Después se apoyó en la pared. Sorprendido, le oí
proseguir:
—No se trata del mareo. Me he asombrado al
verle, señor, porque el año pasado asistí a una conferencia que dio
en Bombay. Es usted el profesor Wycombe, ¿verdad?
—Es cierto que pronuncié una conferencia, en
Bombay. ¿Estaba usted entre el auditorio?
—Si, pero no puede acordarse de mí; había
mucha gente. Me llamo Daghri, señor.
Nos estrechamos las manos.
—¿Ha estado ya en la sala grande,
señor?
—Si, muchas veces.
—¿Recientemente, señor?
—Ayer. Es decir, antes de quedarme dormido.
Hará unas diez horas.
—Entonces advertirá usted un cambio.
Daghri y yo recorrimos apresuradamente los
pasillos hasta que dimos con la catedral. Ahora centelleaban en las
paredes innumerables puntos de luz, evidentemente estrellas. Su
proyección sobre las superficies planas presentaba las naturales
distorsiones, pero, en realidad, nos hallábamos ante una
representación completa de la bóveda celeste.
—¿Qué significa esto, señor? —murmuró el
hindú.
De momento, no intenté siquiera responder a
tan crítica pregunta. Interrogué a Daghri sobre las circunstancias
de su llegada a aquel lugar. Me dijo que recordaba estar dando un
paseo vespertino por el campo, en la India, su país natal, cuando
de repente, con la rapidez del relámpago, se había encontrado en la
habitación con aspecto de catedral. Fue como si hubiera llegado a
una curva del camino y, unos pasos más allá, el campo hubiese
desaparecido. Se encontró en el centro de esta habitación, más o
menos en el punto exacto donde yo me había despertado.
Partiendo de la base de que tanto Daghri
como yo estábamos cuerdos, sólo podía haber una explicación.
—Daghri, creo que nos hallamos en una enorme
nave espacial. Esto que vemos en las paredes es la vista que se
disfruta desde la nave. Podemos contemplar el espacio tal como lo
ve el piloto.
—Mi única dificultad en aceptar este hecho,
señor, es que no puedo encontrar el sol.
Yo señalé el rayo luminoso que entraba desde
el pasillo.
—Creo que eso es lo que busca.
—¿Existe algún medio de cerciorarse de ello,
señor?
—Es muy fácil. No tenemos más que sentarnos
y esperar. El movimiento de la nave, si realmente estamos en una,
producirá cambios en los objetos. Lo único que hemos de hacer es
fijarnos en las cosas más brillantes.
Al cabo de media hora ya estábamos
orientados; mirando en la dirección apropiada, era fácil distinguir
la coordenada Tierra-Luna y el aparente movimiento de la primera.
Una hora después reconocimos Venus y Marte.
Ya iba comprendiendo la dirección que
llevábamos en nuestro viaje: nos dirigíamos hacia la constelación
de Escorpión. También pudimos calcular la velocidad de la nave, que
sobrepasaba las dos mil millas por hora.
Suponiendo que la nave aceleraba
gradualmente, y guiándome por mi reloj, pude calcular incluso la
aceleración.
Era casi la gravedad normal, sólo algo
mayor, lo cual podía explicar la diferencia que yo había notado en
las piernas desde el principio.
Mientras contemplábamos el espectáculo
proyectado en las paredes de la catedral, los demás fueron llegando
paulatinamente, uno tras otro, en un intervalo de unas cinco horas.
El primero en aparecer fue un hombre de cabellos rubios y hombros
estrechos. Se presentó como Bill Bailey, un carnicero de Rotherham,
Yorkshire; quería saber dónde diablos estaba, si le darían huevos
con tocino y quién era la chica medio desnuda que había visto en
aquellas malditas duchas; no es que tuviera nada que objetar contra
esto último: cuanto más desnuda fuera, mejor para él. Fue un
discurso bastante coherente para un hombre que estaba tan asustado.
Pese a que nunca simpaticé mucho con Bill Bailey, su interminable y
procaz cháchara sirvió en los meses que siguieron para distraernos
de la gravedad dé nuestra situación, por lo menos en lo que a mi
concierne.
Entraron otros dos hombres y cuatro mujeres,
nueve prisioneros en total. De entre los nueve, solamente dos se
habían conocido antes, Giselda Horne y Ernst Schmidt, un industrial
alemán. Este y el padre de la chica se dedicaban al mismo negocio,
las conservas de carne.
Schmidt había visitado en ciertas ocasiones
a la familia Horne en Chicago. El y Giselda se estaban bañando en
la piscina de la casa cuando se produjo el «secuestro», como yo me
complacía en llamarlo. Schmidt se encontró de repente en el centro
de la catedral, con el traje de baño como única vestimenta. Giselda
se sorprendió a sí misma en una de las cajas, envuelta en su
bata.
A él le fastidiaba mucho encontrarse en
traje de baño, pues era evidente que en aquel lugar no tendría
oportunidad de conseguir una ropa adecuada. Puesto que no se nos
permitía el mutuo contacto y que la temperatura de la nave era de
veintiún grados, no existía, en realidad, un motivo lógico para
usar vestidos. Sin embargo, yo comprendía el punto de vista de
Schmidt. Le di el «anorak» de mi mochila, y, aunque la prenda junto
con el traje de baño resultaba ridícula, se la puso muy
satisfecho.
Jim McClay era un australiano alto y
fornido, de unos treinta y cinco años, que se dedicaba a la cría de
ovejas. Su secuestro tuvo lugar cuando recorría su granja al
volante de un «Land Rover». También él se encontró de repente en el
centro de la catedral. Como era de esperar, aquella experiencia le
restó algo de su ecuanimidad habitual. Pero ya recobraría pronto la
confianza en sí mismo; lo comprendí en cuanto observé su modo de
mirar a Giselda Horne. La chica era una pareja ideal para el
australiano: también ella era alta y de contextura fuerte.
Bill Bailey saludó a las cuatro mujeres,
haciendo gala de su campechana verbosidad y se dirigió a Giselda
Horne, que ya se había lavado la bata, sin rodeos:
—Quítatela, cariño, y ven aquí a
refrescarte.
No hizo muchos progresos con Hattie Foulds,
la esposa de un granjero del norte de Lancashire, a la que saludó
diciendo:
—Entra, cariño, entra y siéntate a mi lado;
verás qué bien te arrullo.
—¿Quién es este repugnante globo hinchado?
—replicó al momento ella.
Sin embargo, desde el principio tuvimos la
certeza de que Hattie Foulds y Bill Bailey estaban hechos el uno
para el otro. Durante los días y semanas siguientes hicieron todos
los esfuerzos imaginables para entrar en contacto físico, y pronto
se convirtió en parte de nuestra existencia cotidiana el sonido de
vómitos violentos procedentes de alguna de sus cajas. Las otras
mujeres simulaban sentir repugnancia, pero yo sospecho que sus
vidas hubieran sido muy aburridas allí sin estos incidentes
sexo-gastronómicos. Bailey no cesaba de mencionar el tema.
—No puedes abrazarte sin que te entre el
mareo —decía—, pero no hay más remedio que seguir intentándolo.
Roma no se construyó en un día.
Las otras dos mujeres eran mucho más
interesantes para mí. Una era inglesa, y yo recordaba haber visto
su cara. Cuando le pregunté cómo se llamaba, contestó únicamente
con su nombre de pila, Leonora Mary, pero dijo que la llamáramos
como quisiéramos. El primer día apareció luciendo un abrigo de
visón que le llegaba hasta los pies. Era más bien alta, esbelta,
morena y, tenía la nariz y los labios muy hermosos. Bailey le
dedicó un largo silbido y una frase:
—¿Te ha probado la ducha, muñeca?
Es decir, que era ella a quien Bailey había
visto.
Seguramente la ducha la sorprendió del mismo
modo que a mí. A falta de ropa seca, se cubría con el abrigo de
visón.
La otra mujer era china. Llevaba un sencillo
traje. Nos miró en silencio a todos, con expresión impasible. Su
mirada imperiosa provocó a Bailey, que la interpeló así:
—¡Eh, mirad quién ha entrado! ¿Te han hecho
ya el amor, preciosa?
Querían saber cosas de las estrellas, de los
cálculos que habíamos hecho Daghri y yo sobre nuestro posible
destino y muchos detalles más. A medida que pasaban los días, los
planetas desfilaban lentamente por las paredes. Vimos desdibujarse
los interiores, mientras Júpiter apenas se movía. Pero, después de
tres semanas, incluso Júpiter se fue desvaneciendo. La nave estaba
abandonando el sistema solar.
Todos sabían algo de estas cosas. Resultaba
curioso el gran interés que se despertó en aquellas personas,
aparentemente ignorantes, en cuanto comprendieron hasta qué punto
su destino dependía de estas cuestiones astronómicas. Durante toda
su vida, los planetas habían sido algo remoto e incomprensible.
Ahora, de improviso, eran más reales para todos que un saco de
patatas y eso que no esperábamos volver a ver una patata, aunque en
esto nos equivocábamos.
Pero no tenían idea de la relatividad del
tiempo demostrada por Einstein. Eran incapaces de comprender que en
pocos años podíamos llegar a las estrellas más distantes. Así pues,
tuve que limitarme a decirles que lo aceptaran como un hecho; pero
todos querían saber hacia dónde nos dirigíamos. ¡Como si yo pudiera
contestar a esta pregunta! Lo único que podía decir era que
habíamos sido raptados por una expedición de caza, similar a las
que organizábamos nosotros para proveer de animales a los
zoológicos. Todo parecía concordar con esta suposición: las cajas
para dormir, el alimento a un horario fijo, los obstáculos para el
apareamiento, los pasmos y la catedral para ejercitar los
músculos...
Mis conversaciones más largas eran con
Daghri y con la aristocrática Mary. Ella y yo descubrimos que, si
nos manteníamos a un metro de distancia el uno del otro, podíamos
ir juntos a cualquier parte y a cualquier hora sin sufrir las
molestias que afligían constantemente a Bill Bailey y Hattie
Foulds. Desde el principio, a Mary le preocupó el hecho de que
estuviéramos encerrados tan herméticamente. Decía que los animales
de un zoológico podían por lo menos «ver» a quienes les habían
capturado, respirar el mismo aire y mirarse los unos a los otros a
través de los barrotes de la jaula. Yo contesté que no era éste el
caso de las serpientes o de los peces del acuario. Nosotros los
podíamos ver, pero no era probable que ellos nos vieran a nosotros.
Solamente los pájaros y los mamíferos podían ver el mundo exterior
como éste los veía a ellos.
—Pero las serpientes son peligrosas.
—Puede que nosotros también lo seamos. No a
causa de un veneno precisamente, si no por los microbios. Este
lugar puede significar un verdadero infierno para quienes nos han
traído hasta aquí.
Me preocupaba mucho Ling, la joven china,
porque además del problema que para todos representaba aquella
situación, a ella se le añadía el del lenguaje. Pero la verdad es
que no parecía muy interesada en cooperar. Pedí a Mary que hiciera
lo posible por romper el hielo, y ella me contestó que Ling podía
leer el inglés, pero que aún no lo hablaba. A medida que pasaron
los días, logramos suavizar un poco a la muchacha. La dificultad
estribaba en que Ling había sido un personaje político en su país,
alguien verdaderamente importante, no por su nacimiento, sino
gracias a su voluntad y sus cualidades. Daba órdenes y exigía
obediencia de cuantos la rodeaban. Su glacial actitud hacia
nosotros era su modo de expresar el desprecio que sentía por el
degenerado Occidente.
Nuestras ropas, aunque limpias por las
duchas, se iban deformando y deteriorando cada vez más. Nos
vestíamos con la máxima exigüidad permitida por la modestia, una
virtud de la cual cada uno de nosotros tenía un concepto
particular. Un día, Bill Bailey entró en calzoncillos en la
catedral, se tiró al suelo y exclamó:
—¡Vaya una puta! Es una puta hecha y
derecha. Organizaba peleas de gallos en su granja, ilegalmente,
claro, y se entregaba a media docena de hombres después de cada
pelea. Dice que esto la entonaba, la mantenía en forma. Esto es lo
que necesitamos aquí profesor, una maldita y verdadera pelea de
gallos.
Ling, que se hallaba cerca de nosotros, miró
a Bailey.
—Este hombre debería ser azotado,
concienzuda y prolongadamente. En mi ciudad le azotarían en público
como un ejemplo para el pueblo.
El tono de la chica era imperioso, aunque
habló en voz baja. Debido a esto y también a su acento exótico y a
su elección de las palabras (que no he tratado de imitar), los
otros, y en especial Bailey, no entendieron lo que había dicho. En
mi opinión, la actitud de la joven requería una reprimenda. La tomé
firmemente del brazo y la conduje por los pasillos hasta que
llegamos a la primera celda abierta. Por extraño que parezca, este
acto no provocó el mareo en ninguno de los dos.
—Escucha, Ling, ahora ya no estás en China,
sino en un lugar en el que todos somos «prisioneros». Si no hay
acuerdo entre nosotros, estamos perdidos. Nuestra única fuerza
reside en ayudarnos mutuamente, y si esto significa soportar a un
hombre como Bailey, no hay más remedio que hacerlo.
Incluso a mis oídos, estas palabras sonaron
huecas y poco convincentes, como sucede siempre con la moderación y
la lógica; nada resultará tan persuasivo como las arengas de un
fanático. Ling no pareció inmutarse. Me miró con frialdad, de
arriba abajo, y dijo:
—Llegará un momento en que será una lástima
que usted no sea diez años más joven.
Yo consideré aquellas palabras como un
cumplido hasta que Ling añadió:
—Elegiré al australiano.
—Creo que encontrarás un obstáculo en la
chica americana.
Ling se rió; por lo menos, yo lo tomé por
risa. Observé que sus ojos eran de un verde intenso y los dientes
de un blanco deslumbrante. Seguramente debía enjuagarse con el agua
jabonosa de las duchas, que aunque sabía muy mal, limpiaba los
dientes de los restos del puré, que continuaba siendo nuestro único
medio de subsistencia.
Me di por vencido. Había algo positivo en la
actitud de Ling, y era que su ideología representaba un último
punto de contacto con la Tierra. Tal vez fuera su sistema para
mantenerse cuerda, pero yo me sentía incapaz de comprenderlo. Había
una cosa que me impresionaba mucho: su aspecto invariablemente
pulcro, pese a llevar siempre el mismo vestido.
Nuestro alimento era insuficiente, pues, a
menos que nos sintiéramos muy hambrientos, no nos apetecía comer el
insulso puré de verduras, que era gelatinoso y bastante líquido.
Pero me sorprendió que no tuviéramos necesidad de beber, lo cual
hubiera sido un inconveniente, ya que el único líquido de que
disponíamos era el agua de la ducha. Supuse que nuestro organismo
ya producía una suficiente cantidad de agua debido a la oxidación
de la substancia de verduras. De vez en cuando experimentábamos el
deseo intenso de masticar algo duro. Yo solía morder la cuerda de
mi mochila durante una hora entera.
El efecto natural de la escasa alimentación
fue que casi todos perdimos peso. Yo me libré de los cinco kilos
que me sobraban, algo que nunca conseguí en la Tierra.
Ernst Schmidt perdió muchos más, tantos que
acabó prescindiendo de mi «anorak». Ahora se paseaba con el traje
de baño, cuya cintura anudaba fuertemente. Mantenerse en forma se
convirtió en una manía del alemán. Corría por los pasillos según un
plan sistemático: partiendo de la catedral para volver a ella diez
veces consecutivas, y repetía el recorrido hasta quedar exhausto.
Yo le acompañaba algunas veces, para ejercitar mis músculos; pero
nunca conseguía ser tan constante como él. Un día, me hizo un
comentario al respecto.
—Una curiosa diferencia de temperamento,
profesor. Hacemos a menudo estas pequeñas carreras juntos, pero
usted es incapaz de continuar. Comprendo que no las necesita tanto
como yo, pero, aunque así fuera, no podría mantener el ritmo, estoy
casi seguro de ello.
—¿Temperamento personal?
—Es una pregunta interesante. Creo que es a
la vez personal y nacional. Algo que desorienta mucho en política y
también en los negocios; es la palabra con que se dibuja a su
pueblo. Anglosajones, ¿verdad? ¿Qué es un anglosajón, profesor?
¿Una especie de alemán, tal vez?
—Siempre hemos sido considerados como primos
hermanos. Tenemos, por ejemplo, la similitud de lenguaje.
—Esto es accidental, la imposición de un
puñado de conquistadores. Fíjese en mí. Hablo inglés, pero con
acento americano. ¿Soy por eso americano? Naturalmente que no.
Hablo así porque los americanos han conquistado mi mundo
particular, el mundo de los negocios.
—Continúe.
—Es una lástima que no tengamos espejos en
este lugar. Si los tuviéramos, permítame que le diga cómo se vería
usted: un hombre alto, de piel blanca, una gran barba rojiza y ojos
azules. Vería a un celta, no a un alemán. Sus compatriotas son
celtas, profesor, no alemanes, y ésta es la verdadera diferencia
que existe entre nuestros dos temperamentos, el suyo y el
mío.
—¿De manera que usted cree que la cosa se
remonta a mucho tiempo atrás?
—A más de tres mil años, a los tiempos en
que los alemanes les echamos a ustedes, los celtas, de Europa. Sí,
nos comprendemos muy bien ambos pueblos, pero porque hemos luchado
entre nosotros durante mucho tiempo, no por el hecho de que seamos
iguales.
Schmidt debió leer en mi rostro la sorpresa
causada por el giro de la conversación.
—¡Ah! ¿Se extraña usted de que le diga estas
cosas? Es porque me interesan realmente, más que las conservas de
carne. ¿A quién pueden interesarle las conservas?
—¿Y qué deduce usted de todo esto?
—Nosotros, los alemanes, podemos perseguir
un objetivo inexorablemente, hasta alcanzarlo. Ustedes, los celtas,
son incapaces de hacerlo. Adolecen de lo que se califica como
carácter inconsistente, lo que en realidad fue causa de que los
romanos les admirasen mucho en la antigüedad. Pero también a este
punto débil se debe que perdieran ustedes casi toda Europa, amigo
mío.
—Este carácter puede significar reserva; ya
sabe, reserva de energías para los momentos de verdadera
crisis.
—¡Ah! Usted se refiere a ganar la última
batalla. Tal ha sido el resultado de las guerras del siglo actual,
¿verdad? Ustedes ganaron las últimas batallas, ganaron las guerras.
Sin embargo, cada victoria les ha dejado más débiles que la
anterior. Nosotros, los alemanes, hemos salido cada vez más
fuertes, incluso de la derrota.
—¿A causa de su tenacidad?
—Correcto, profesor.
—¿Qué quiere usted insinuar, herr Schmidt?
¿Qué suceda lo que suceda, ustedes siempre saldrán ganando?
—Del grupo que ahora formamos aquí aparecerá
un caudillo. Será un hombre inteligente. Esto significa que habrá
de ser uno de nosotros dos. Los demás..., uno es un bufón y el otro
un ignorante campesino. Todavía no es estoy seguro de quién será,
si usted o yo.
—No sea usted necio, herr Schmidt. Se está
contradiciendo a sí mismo.
Schmidt se rió. Después recobró la
seriedad.
—En una situación normal, un alemán saldrá
siempre vencedor, por la sencilla razón de que empleará todas sus
energías para un propósito determinado. Pero en una situación
anormal, ya no estoy tan seguro.
Menciono estos sucesos con algún detalle
porque en ellos hay tres puntos que coinciden. Hattie Foulds y sus
peleas de gallos, Ling y los azotes que le hubiera gustado
administrar a Bill Bailey y, ahora, la referencia que Schmidt hacía
sobre sí mismo como un fabricante de conservas de carne. Todo el
conjunto tenía una cierta coherencia, exceptuando una nota
discordante: Daghri. Mantuve una larga y seria conversación con el
hindú. Rechazó todas mis sugerencias con tanto equilibrio y
dignidad, que me vi obligado a creer en sus protestas de inocencia.
Mi teoría tenía que estar equivocada. Esto me deprimió tanto, que
Mary se dio cuenta y quiso saber de qué se trataba. Resolví
contarle todo lo que bullía en mi mente.
—Cada uno de nosotros está simulando una
actitud u ocultando algún problema —le dije.
—¿Cómo lo sabe? ¿Qué sabe de mí, por
ejemplo?
—Usted está considerando el problema moral
de si puede permitirse tener hijos durante su cautiverio.
Mary me miró fijamente y asintió.
—Desde el principio —proseguí—, mi problema
ha sido comprender algo de la psicología de los seres que pilotan
esta nave. Suelo imaginármelos como zoólogos. ¿Qué diablos están
haciendo y con qué fin? Evidentemente, se dedican a capturar
ejemplares de seres vivos tal vez de todos los puntos de la
galaxia.
—¿Quiere decir con esto que puede haber
animales de otros planetas en esta nave?
—Me parece lo más probable. Tras las paredes
de esta catedral, tras las paredes de los pasillos, puede haber
otras «viviendas», más celdas y pasillos habitados por otros
ejemplares.
—¡Un zoológico! En toda la extensión de la
palabra.
—Sí. Sin embargo, mi curiosidad por esas
otras celdas y su contenido es menor que la que siento por el
contenido humano de nuestra vivienda. Somos nueve personas, de las
cuales, cuatro procedemos de las islas Británicas; una chica
americana, otra china, un hombre hindú, otro alemán y otro
australiano. ¿Qué clase de distribución es ésta? De los nueve,
siete somos blancos. ¿Puede usted creer que los zoólogos
interestelares tengan prejuicios raciales?
—Tal vez no fuera sencillo raptar a la gente
y se contentaron con los primeros que encontraron.
—No, no es eso, pues nos recogieron de
lugares tan distantes como Gran Bretaña, Estados Unidos, India,
Australia y China. Sorprendieron a McClay, Daghri y a mí mismo en
el campo; a usted en pleno tráfico de Londres, a Ling en una ciudad
populosa, a Schmidt y a Giselda Borne en los suburbios de Chicago.
No parece que la cuestión del rapto les haya ofrecido la menor
dificultad.
—¿Tiene usted alguna idea de cómo lo
hicieron?
—En absoluto, ninguna. Me lo imagino como
recoger motas de polvo con un aspirador. Se limitaron a absorbernos
con un tubo y borrarnos del mapa.
—Y aparecimos aquí.
—Algo por el estilo. Pero estábamos hablando
del color de nuestra piel. Las diferencias raciales deben carecer
de importancia para los zoólogos. Nosotros distinguimos los rasgos
diferenciales que existen entre usted y Ling, porque gran parte del
cerebro humano se dedica al análisis de unas distinciones
extremadamente sutiles.
Es posible que los zoólogos no las observen,
y si lo hacen, no las deben considerar dignas de atención.
—Entonces, el método de selección debió de
ser otro.
—Seguramente. Si eligieron a los humanos al
azar, la mitad de nosotros seríamos amarillos O negros. Sólo puede
conseguirse un grupo como el nuestro sirviéndose de algún sistema,
pero sin tener en cuenta el color.
—Parece una contradicción.
—No necesariamente. Desde el principio se me
ocurrió que el criterio podía ser la justicia.
—¿La justicia?
—Escuche, si usted decidiera condenar a
cadena perpetua a unos cuantos seres humanos, tal vez se le
ocurriera elegir a las personas que hubiesen demostrado menos
piedad hacia el cautiverio o las vidas de otros animales.
—¡Mi abrigo!
—Sí, su abrigo de visón debió hacerla
resaltar de entre la gente que paseaba por la calle. Los zoólogos
la localizaron y en un abrir y cerrar de ojos la metieron en el
aspirador.
Mary se estremeció, luego sonrió
débilmente.
—Siempre me había parecido un abrigo bonito,
caliente y lujoso. ¿Cree en realidad que fue el abrigo? Ahora sólo
me sirve de almohada.
—Hay muchas cosas que corroboran esta tesis.
Schmidt fabricaba conservas de carne. El padre de Giselda Horne se
dedica al mismo negocio: llenar latas con carne de animales.
Mary estaba muy interesada y olvidó su
propia desgracia al ir entreviendo la solución del
rompecabezas.
—McClay criaba animales y Bailey, que era
carnicero, los degollaba con sus propias manos.
—Y Hattie Foulds hacía pelear a los
gallos.
—Pero, ¿qué hay de usted, de Ling y de
Daghri?
—Olvídese de mí, puedo actuar de fiscal de
mí mismo. Ling y Daghri son los que no concuerdan en esta teoría.
Entre las poblaciones asiáticas no se come mucha carne, en realidad
porque no tienen las cabezas de ganado suficientes para destinarlas
al matadero. Por lo menos me pareció que el motivo de que sólo
hayan escogido a dos asiáticos es éste, y quizá los hayan elegido
por otras razones.
—¿Por qué a Ling?
—Verá, para ella, las personas no son mucho
más que animales. No me cabe la menor duda de que Ling ha hecho
azotar a mucha gente, quizá incluso por placer.
—¿Y Daghri?
—Daghri es la contradicción, el que
desmiente toda esta teoría. Daghri es un hindú. El hinduismo es una
religión complicada, pero una parte importante de ella es la
prohibición de comer carne de animales.
—Tal vez Daghri no respete este aspecto de
su religión.
—Es exactamente lo que yo he pensado. Le
acusé de ello directamente, diciéndole que debía haber torturado de
algún modo a animales o a personas, pero lo negó con la máxima
dignidad.
—Es posible que mintiera.
—¿Por qué había de hacerlo?
—Quizá porque estaba avergonzado. Daghri se
diferencia de nosotros en otro aspecto. ¿Le parece a usted normal
que, entre nueve personas elegidas al azar, ninguna tenga una fe
religiosa profunda?
—Tal vez no.
—Sin embargo, así es, salvo en el caso de
Daghri.
Comprendí con exactitud lo que Mary sugería.
Posiblemente la religión no era más que una farsa para él. Quizá el
hindú era un embustero consumado.
Poco después; de esta conversación, Daghri
desapareció. Al principio creí que se había retirado a su celda,
quizá arrepentido. En una de mis carreras con Schmidt vi que todas
las cajas estaban abiertas. Daghri no se hallaba en ninguna.
Buscamos por todas partes, pero no le encontramos, aunque decir
«por todas partes» es un tanto relativo, porque era imposible
hallar un escondite en nuestro aséptico alojamiento. Sería mejor
decir que le buscamos repetidamente en cada una de las
celdas.
Daghri había desaparecido. La conclusión
general fue que el pobre muchacho estaba en manos de los zoólogos,
sufriendo algún «experimento». Al principio, compartí esta opinión,
pero de pronto vislumbré el verdadero motivo. Corrí hacia la
catedral; los demás me siguieron; ahora éramos sólo ocho. Estudié
el mapa de estrellas de la pared. Últimamente nonos habíamos fijado
en ellas, considerándolas un cuadro decorativo en vez de una fuente
de información.
¡Qué estúpido había sido! Tenia que haber
notado el ligero cambio de las estrellas respecto a sus formas
originales. Debido al movimiento de la nave, las constelaciones se
habían desplazado ligeramente, pero ahora volvían a estar en su
sitio. Aparecieron de nuevo los planetas, los planetas de nuestro
propio sistema solar. Vimos la imagen doble de la Tierra y la Luna.
Ahora la luz del Sol reemplazaba a la luz artificial situada en la
entrada de los pasillos; la diferencia era muy sutil.
—Nos devuelven a la Tierra —oí decir a
alguien.
Yo sabía que no era cierto. Sólo habían
devuelto a Daghri, suprimiendo la contradicción que representaba.
Mi instinto no me había fallado; Daghri me había dicho la verdad.
Daghri no había maltratado a ningún animal; él estaba salvado, pero
no así el resto de nosotros. Los planetas volvieron a moverse sobre
la pared, igual que antes. Nos alejábamos otra vez.
Los otros no podían creerlo al principio,
después se negaron a admitirlo, pero finalmente, a medida que iban
pasando las horas, no tuvieron más remedio que convencerse. La
desmoralización cundió rápidamente. Giselda Horne se desesperó.
Parecía fuerte y animosa, pero en realidad era una niña con aspecto
de mujer. Pensé que quizá le convenía estar sola, y la acompañé a
su celda. Ella se dejó llevar; Ling, que nos había seguido
sigilosamente, se deslizó detrás de Gíselda Horne. Grité a Ling que
saliera y dejara sola a la chica. Ling se volvió con una expresión
de altiva indiferencia y en aquel momento, el tabique se cerró.
Durante una fracción de segundo, vi cómo, en el rostro de Ling, la
indiferencia se trocaba en expresión de triunfo.
Los demás se congregaron frente a la celda.
No podíamos oír absolutamente nada, porque el tabique era de un
material a prueba de ruido. La joven, china había juzgado la
situación con toda exactitud. Giselda Horne estaba al borde de la
demencia. Con palabras cortantes y sádicas y con la fuerza de su
potente personalidad, Ling la obligaría a traspasar aquel
límite.
El tabique se abrió. Horrorizado, miré hacia
el interior de la celda y el horror se convirtió en hilaridad. La
sangre corría por los arañazos del rostro de Giselda Horne. Por lo
visto, Ling había luchado como una gata, tal como yo había temido.
Giselda Horne lo había hecho de otro modo, propinando un buen
puñetazo a Ling en la boca, que estaba hinchada y sangraba. Otro
puñetazo había dejado amoratado el ojo izquierdo de Ling, que salió
tambaleándose, mientras Giselda Horne nos miraba con una triunfante
sonrisa.
—¡Qué bien! Ha sido magnífico —dijo la chica
americana.
No volví a ver a Ling hasta dos días
después. Conservaba todavía su aspecto reservado y altivo, pese a
seguir con el ojo a la funerala más morado que yo viera en mi vida,
y a haberse quedado casi sin vestido.
—La chica americana y yo compartiremos al
australiano —me dijo Ling—. Es una lástima que usted no sea cinco
años más joven —añadió.
Mary se tomó el asunto con gran calma.
—Ya me había adaptado a la situación; me
refiero al cautiverio. Esto demuestra que los zoólogos tienen un
cierto sentido de la justicia; han vuelto para devolver a Daghri a
su hogar.
Ignoro por qué no pude decirle la verdad a
Mary. Yo sabía que los zoólogos no se habían equivocado con Daghri.
Había sido un experimento, llevado a cabo con toda lucidez, para
ver cómo reaccionábamos. Era imposible que los zoólogos me hubiesen
comprendido tan perfectamente a mí, y a la vez cometido tan craso
error con Daghri. Sin él, ahora éramos ocho, cuatro parejas; como
los animales en el Arca. Había otra cosa: éramos pocos. Una
criatura tan irracional como el hombre hubiera podido elegir, por
ejemplo, siete. Una criatura verdaderamente racional siempre
elegiría un número par, el ocho.
Mary me tocó suavemente un brazo.
—Aún no me has dicho lo que hiciste
tú.
—Mi pecado es el peor de todos. He sido un
consumidor. Yo me comía los pobres animales que McClay criaba en su
granja, que Bailey descuartizaba y que Schmidt metía en sus latas
de conserva.
—¡Pero esto lo hacen millones de personas!
Yo también, todo el mundo!
—Cierto, pero no saben lo que hacen. Yo sí
lo sabía. Durante veinte años he sido consciente de ello, y sin
embargo, he elegido el camino fácil. De vez en cuando hacía
pequeñas concesiones, como comer más pescado y menos carne, pero
nunca me enfrenté con el verdadero problema. Yo sabía lo que
hacía.
Pasaron las semanas y los meses. Hacía ya
algún tiempo que Mary y yo compartíamos la misma celda para dormir.
No nos acometió la náusea, ni siquiera cuando ambos usábamos mi
mochila como almohada. El mismo favor no fue concedido
inmediatamente a los demás. Tal vez a mi sí porque había guardado
estrictamente el secreto de lo poco que sabía sobre los
zoólogos.
No obstante, llegó un día en que también a
los otros les fue permitido el contacto físico. Supimos la fecha
con exactitud, porque Bill Bailey hizo su aparición en la catedral
luciendo sus calzoncillos rotos y hablando a gritos:
—Es un milagro increíble. Anoche lo
conseguimos, bien y a gusto.
Entonces salió a grandes zancadas, con las
rodillas sin doblar, como un boxeador que ejercita sus
músculos.
Volvió a la catedral y empezó a dar vueltas,
tarareando:
—Huevos crudos, huevos crudos, madre mía.
¡Oh, qué daría yo por una fuente llena de huevos crudos!
Giselda Horne estaba presente.
—¿Qué significa esto? —preguntó con algo de
timidez.
—Significa, querida niña, que sólo nos
faltan nueve meses para llegar a nuestro destino —contesté
yo.
Este relato fue hallado, en singulares
circunstancias, muchísimos años después de que fuera escrito; de
hecho, mucho tiempo después de que fuera imposible identificar el
Meall Ghaordie, la montaña mencionada por el autor.
Habiendo aterrizado en un remoto sistema
planetario, la tripulación de la V Misión Interestelar descubrió,
con la consiguiente sorpresa, a unos seres que parecían una especie
de humanoides. El lenguaje que hablaban era, completamente
ininteligible en sus detalles, pero en un sentido general, su
sonido se asemejaba notablemente a un arcaico lenguaje
humano.
Aquellos seres llevaban una salvaje
existencia nómada. Sin embargo, estaban imbuidos dé un sentido
profundamente religioso, y su religión parecía basada en un
«testamento», custodiado día y noche en una remota fortaleza. Allí,
en un lejano valle entre montañas, aquellos seres se congregaban
para sus más solemnes ceremonias religiosas. Gracias a un
subterfugio de avanzada tecnología, se logró finalmente el acceso
al «testamento». Este resultó ser la historia del «profesor», que
hemos reproducido más arriba sin rectificaciones ni
omisiones.
Fue escrita en un libro pequeño, de formato
igual al de un diario de la antigüedad. Esto era lo que guardaban
aquellas criaturas con tan celosa ferocidad, pese a que no
comprendían una sola palabra de su contenido.
Es indudable que el manuscrito ha creado
muchos más problemas de los que ha resuelto. ¿Qué significado puede
atribuirse a las fantásticas referencias anatómicas? ¿Qué quiere
decir «seguir los pasos de Munro»? Estas cuestiones siguen siendo
el tema de apasionantes debates entre los sabios. ¿Quiénes eran los
siniestros zoólogos? ¿Tal vez el profesor y sus compañeros
resultaran demasiado difíciles de manejar, en un sentido biológico,
naturalmente, y los zoólogos se vieron obligados a abandonarlos en
el primer planeta deshabitado? Es lamentable que el «profesor» no
continuase su historia. Sus materiales de escritura debieron
agotarse pronto, porque el relato que antecede llena casi todas las
páginas de su diario.
El aspecto de aquellos seres fue lo que
desorientó a los miembros de la expedición, haciéndoles creer que
eran humanoides y no humanos. Presentaban una combinación única de
cabellos violentamente rojos y ojos mongoloides, de un verde
intenso. ¿Sucedió acaso que estas características fueron las
dominantes entre la mezcla de genes del grupo del profesor, o tal
vez la verdadera explicación fue más directa y elemental?