Huellas indelebles
Zenna Henderson
En nuestra quinta
selección de Ciencia Ficción se incluía un relato de Zenna
Henderson titulado Ángeles ignorantes, perteneciente al ciclo
Pueblo. En dicho ciclo, como ya expliqué, se narra las peripecias
de una raza alienígena dotada de poderes parapsíquicos afincada en
la Tierra.
Como ocurre en la mejor
SF, en los relatos de la Henderson el símbolo del extraterrestre es
utilizado para poner en evidencia las contradicciones de nuestra
sociedad. Así, en Ángeles ignorantes se lleva a cabo una enérgica
denuncia del odio irracional hacia lo diferente, de la persecución
implacable de quienes se apartan de la norma.
Huellas indelebles
pertenece también al ciclo Pueblo, y aunque no implique una crítica
tan directa como el otro relato citado, está impregnado de la
melancólica poesía y del mensaje de fraternidad que caracteriza
toda la obra de Zenna Henderson.
Soy una persona que siempre ha pisado segura
sobre la tierra. Al volver a leer esta sentencia, las comisuras de
mis labios se elevaron. Y es que ahora me sonaba de un modo
diferente. De todas formas, es una sentencia que me describe a las
mil maravillas, a pesar de que siempre he sido algo escéptica. Me
he divertido mucho —quizá con cierta ansiedad— al oír las historias
de fantasmas contadas por otras personas, o esas extrañas
coincidencias que le cortan a uno la respiración, o todos esos
relatos de platillos volantes, mesas que se mueven y sueños
proféticos, pero a mí, personalmente, nunca me ha sucedido ninguna
de estas fantásticas cosas. Tal vez sea porque esto exige tener un
temperamento parecido al de un niño —no infantil— para mantener
vivas la ilusión y la admiración en toda una existencia consagrada
a la educación. ¡Toda una existencia! ¿Verdad que esto suena
horrorosamente a algo que nos hace cada día más viejos? Pero cuanto
más pensaba en esto más me adaptaba al papel de la persona que
observa que al de la que actúa. Quizá esto explique un poco mi
falta de iniciativa en aquella actuación, que fue fundamentalmente
la de espectadora. Pero ¡vaya actuación! ¡Y cuan espectacular
fue!
Pero volvamos a la escuela y empecemos la
historia por el principio. Para una maestra como yo, los nombres y
los rostros de los alumnos dan la impresión de que se repiten, de
que son los mismos, en todos los cursos a lo largo de los años. Sin
embargo, de tarde en tarde se presenta uno completamente distinto;
y esto hace que la maestra se sienta contenta o descontenta con
esta clase diferente de alumno. Pero en este caso concreto, y fiel
a mi forma de ser, no sentí siquiera la menor inquietud o
premonición.
El nuevo alumno vino solo. Era pequeño, de
aspecto insignificante y de cabellos obscuros y lisos. Tenía esa
seguridad en sí mismo propia de un chico que se ha matriculado
muchas veces él solo, aunque no daba a entender si se encontraba a
gusto o no en su nueva escuela. Había traído un certificado de
estudios que no decía nada de especial, excepto una calificación
baja en la asignatura de Participación en Grupos de Actividad
Escolar, y otra alta en la de Adaptación al Asesoramiento
Directivo. Estas calificaciones me hicieron suponer que se trataba
de un chico amante de la soledad, pero muy ágil para expresarse, lo
cual no me ayudó mucho para valorarlo desde el punto de vista
académico.
—¿Qué libro estás leyendo? —le pregunté,
mientras miraba hacia el estante de libros por si acaso no se
acordaba del título del mismo. Algunas veces hay chicos que ponen
cara de asombro y dicen: «¿Leer?»
—¿En cuál de las series? —me dijo mientras
fruncía el entrecejo—. ¿En la de «Mire-y-conteste», en la «Ita» o
en fonología? Mi familia ha cambiado tanto de sitio últimamente,
que cada lugar al que vamos me parece diferente a los demás.
Algunas veces hasta me confunde. En realidad no soy un buen alumno,
sea cual sea el método utilizado —añadió al ver la sorpresa
reflejada en mi rostro—. Tanto es así que sólo estoy a nivel de
segundo grado escolar.
—Pues tu vocabulario no corresponde a un
chico de segundo grado escolar —le dije mientras hojeaba su
certificado de estudios.
—No; pero en lectura sí —repuso—. Tengo
miedo... —De acuerdo con tu edad, deberías estar en tercer grado
—le interrumpí mientras leía la fecha de su nacimiento.
—Sí, y supongo que esto influye en todo;
pero aunque debería estar en tercer grado, estoy muy mal en
lectura.
—¿Por qué? —le pregunté, confiando en que,
por saber tanto de su verdadero nivel de estudios, sabría responder
a mi pregunta.
—Porque soy un zoquete —me contestó—. Tengo
miedo...
—¿Por qué dices que eres un zoquete? —le
pregunté, tratando de saber por fin cuál era la causa de su
torpeza.
—Es que yo... —balbuceó mientras levantaba
los ojos—, no soy muy bueno en lectura.
Sus palabras me dieron a entender que
trataba de eludir una respuesta concreta a mi pregunta, por lo que
decidí dar por terminado el interrogatorio.
—Bueno, está bien —le respondí—; pero
escucha atentamente lo que voy a decirte. Aquí, en Rinconcillo,
estarás en diferentes niveles escolares. Sólo tenemos una
habitación para quince alumnos, por lo que empezamos nuestras
asignaturas al nivel que mejor va a todos. ¡Y trabajamos de firme!
—añadí mirándole fijamente. —Sí, profesora —susurró.
Intercambiamos una mirada de comprensión
recíproca. Sus ojos eran los de un niño de ocho años, y los míos,
como es obvio, los de una maestra. Le ordené que se fuera a jugar
al patio y yo volví a mi trabajo.
En mi libro de anotaciones escribí su
nombre: Vincent Lorma Kroginold. «Un
nombre complicado —pensé—, que hace juego con un estudiante
difícil.»
Bueno, y ahora voy a explicar lo que es
Rinconcillo. Aquí, en el montañoso Oeste, los pueblos pequeños, al
tender a convertirse en grandes ciudades, invaden toda clase de
terrenos para extender sus límites municipales. En Winter Wells, el
crecimiento del pueblo ha seguido, a lo largo de muchas millas, el
curso de las tres autopistas que se cruzan en su demarcación,
formando una ciudad parecida a una araña de seis patas. La
expansión ha proseguido luego fuera de los límites municipales y
sobre verdaderas lomas montañosas que se adentran ahora en la
ciudad.
Y aquí está Rinconcillo, una escuela con
sólo un aula y quince estudiantes, a media milla de un complejo
escolar con ocho escuelas y cuatro mil ochocientos estudiantes. La
única razón de que exista esta escuela son las facilidades
proporcionadas por el LME (Laboratorio de Matemáticas
Experimentales) a las familias que habitan en los alrededores del
mismo, y a media docena de granjeros independientes que se oponen
con obstinación a que sus propiedades sean urbanizadas e incluidas
en los planes estatales de desarrollo rural, así como a su
integración en el sistema escolar de Winter Wells.
En cuanto a mí, éste era mi cuarto año en
Rinconcillo. No sé exactamente si atribuirlo a mi ardiente amor por
la independencia o simplemente a mi obstinación, pero la realidad
era que cada año volvía a mi «rinconcito interior» arropado,
literariamente hablando, bajo la curva de un alto saliente de
piedra arenisca al final de un estrecho desfiladero. El intenso
tráfico, en las dos autopistas entre las que nos hallábamos, ni
siquiera podía sospechar que existiéramos en aquel sitio. Cuando
miro por la ventana de la escuela el paisaje silencioso que ofrecen
los alrededores a primeras horas de la mañana, aún me cuesta
trabajo creer que la civilización exista en cualquier sitio a cien
millas de distancia. Los retorcidos y viejos robles proyectan sus
sombras alargadas sobre la dorada arena de un riachuelo que
discurre —casi siempre seco y en ocasiones tumultuoso a causa de
las lluvias— por la parte media de nuestro desfiladero. Los
acerolos crecen en sus bordes hasta que éstos se tornan demasiado
escarpados y estériles para soportarlos. Y sin embargo, un simple
recorrido de veinte minutos —diez para salir de aquí y diez para
entrar allí— le permite a uno presentarse ante el MONSTRUO
MERCANTIL, TODO MAS BARATO. Raras veces elijo este camino.
Pero volvamos a Vincent Lorma Kroginold.
Estaba acostumbrada a tratar extraños niños en mi escuela. El
laboratorio atraía por igual a personajes brillantes que a otros
más raros. La mayoría de los hombres allí residentes eran buenos
ciudadanos y no más excéntricos que otros profesionales, de cuyos
hijos nos ocupábamos. La situación no aconsejaba la enseñanza por
grados. Por otra parte, el distinto desarrollo mental de algunos
niños hacía casi obligatorio el sistema de enseñanza que yo
utilizaba. Por ejemplo, en el caso de Vincent, un niño de casi
nueve años, por estar mal calificado en lectura, se hallaba a nivel
de segundo grado, pero capacitado en conjunto para entrar en el
tercer grado, que implicaba unas dotes excelentes, aunque impropias
de su edad. ¿Cómo clasificarlo? La situación resultaba tan
compleja, que no sabía si situarlo en segundo grado o en el tercero
o en el cuarto o, ¿por qué no?, en el quinto. Quizá una charla con
su madre arrojaría alguna luz sobre la anómala «torpeza» en lectura
de aquel chico. Esto era algo difícil de llevar a cabo, ya que,
según constaba en su instancia, sus padres trabajaban en el
Laboratorio de Matemáticas Experimentales. A pesar de todos los
métodos empleados, a Vincent teníamos que clasificarlo en segundo
grado —o menos— debido a su baja calificación en lectura.
—Lo siento, pero me cuesta mucho seguir
leyendo —me dijo un día al tiempo que abandonaba la lectura de un
libro titulado En las horas felices, cuyo
texto había deletreado con dificultad—. Y la lectura es una cosa
básica, ¿no es así?
—Así es —le contesté al tiempo que examinaba
sus calificaciones en matemáticas; calificaciones que correspondían
a un chico de un nivel escolar superior, mientras que las del test
de vocabulario demostraban todo lo contrario.
—Si fueran sólo palabras, sería capaz de
definirlas —me contestó. Y me lo demostró hasta dejarme pasmada con
su dominio de las matemáticas, propio de un alumno de tercer curso
de una escuela superior.
—Supongo —le dije— que esta habilidad tuya
para las matemáticas la has heredado de tus padres, ¿no es
así?
—¡Oh, no! —me contestó—. Ellos nunca me han
enseñado nada de esta materia. Lo que ocurre es que..., es que...,
me gustan las matemáticas. Me explicaré: en esta ciencia siempre
tienes una salida; nunca quedas atrapado.
—¿Atrapado? —le pregunté extrañada.
—Sí, y se lo voy a demostrar —me respondió
mientras cogía un lápiz—. ¡Fíjese! Uno más uno es igual a dos. En
efecto, así es, pero no se acaba aquí la cosa. Si uno lo desea,
puede volver atrás: dos es igual a uno más uno. ¡Nunca queda uno
atrapado! ¿Lo ha visto? ¡Las puertas siempre quedan abiertas!
—Pues sí, así es —le dije, dándome cuenta en
mi fuero interno de lo que quería dar a entender—. En cambio, en lo
que a mí concierne, me ocurre lo contrario: quedo atrapada, como tú
dices. Verás. Uno más uno es siempre igual a dos, lo quiera yo o
no. Algunas veces me gustaría que fuese igual a uno y medio, o a
dos y tres cuartos, pero ¡nunca puede ser así!
—No, no puede ser —me respondió mientras en
su rostro se reflejaba cierta preocupación—. ¿Acaso esto la
atormenta con frecuencia?
—¡Santo cielo! ¡No, hijo mío! —le dije
riéndome—. Esto nunca me ha complicado la vida.
—No, claro —me contestó, con sus ojos fijos
en los míos—. Pero es precisamente por eso por lo que...
Su voz se apagó mientras dirigía su mirada a
través de la ventana hacia el patio de recreo de donde nos llegaba
el griterío de los demás niños. Me di cuenta de ello y le permití
ir a reunirse con ellos. A pesar de ser solamente ocho, daban la
impresión de ser dieciséis o veinticuatro en sus locas carreras y
vueltas.
—¿Era eso entonces? —me dije pensativamente
mientras apoyaba los codos sobre la cubierta del libro de
ejercicios escolares—. ¿A mí no me agradaba el sistema utilizado en
una gran escuela porque su «uno-más-uno» era diferente al mío de
«uno y medio» o «dos y tres cuartos»? Podía ser. Sí, podía ser.
¡Cuántos chicos no se habían dado cuenta de ello! Reanudé mi
trabajo de preparar unos ejercicios para los chicos que empezaban
el curso aquel año, y otro para Vincent.
Mis observaciones sobre la labor escolar de
Vincent durante el mes siguiente me demostraron algo en verdad
extraño; comprobé que podía leer algunos de los artículos de la
enciclopedia, pero, en cambio, no podía leer una sola página de
La cabra arisca de Billy. También comprobé
que podía leer ¿Hay algo más raro que un día
de junio?, y, sin embargo, no podía leer Pedro Masa, comedor de calabaza. En una palabra,
daba la impresión de que podía leer lo que le gustaba; eso era
todo. No quiero decir con esto que se trataba de un mero capricho,
sino que huía de ciertas lecturas y que actualmente no podía
llevarlas a cabo. Como no podía encontrar la causa de este extraño
fenómeno, opté por dejarle leer lo que más le gustara. ¡Y vaya si
lo hizo! Se concentraba tanto sobre los libros de su agrado, lo
hacía con tanta avidez, que al final acabó por preocuparme. Sin
embargo, seguían siendo patentes sus esfuerzos por evitar las
equivocaciones en las lecturas que no le complacían.
Daba la impresión de que le gustaba la
escuela, pero sólo en raras ocasiones se juntaba con los demás
chicos. Aceptaba muy gustoso, aunque con timidez, las invitaciones
de los demás alumnos para unirse a ellos en sus juegos; y jugaba
con suma competencia, cosa extraña en un niño de ocho años.
Todo marchó perfectamente entre ellos hasta
el día en que Kipper —un alumno del octavo grado— arrastró por el
suelo a Vincent, golpeándole y haciéndole sangrar.
—Este chico ha estado a punto de matar a
Gene —dijo Kipper—. Ruth le está atendiendo ahí afuera, pero no nos
atrevemos a traerlo. En el libro Primeros
auxilios se lee que no hay que mover a un herido hasta estar
seguro de lo que realmente tiene.
—Espera aquí —le dije a Vincent al tiempo
que me dirigía hacia la puerta—. Mientras, ve buscando unas vendas
para curar tu rostro —añadí. Luego salí en pos de Kipper.
Encontramos a Gene encogido en medio de un
grupo que le contemplaba horrorizado, al pie de la pared del
desfiladero. Ruth lloraba, mientras le limpiaba la frente cubierta
de barro con un trapo mojado. Tras un rápido reconocimiento,
comprobé que no había ninguna herida. Acabé de tranquilizarme
cuando le oí quejarse, al mismo tiempo que abría los ojos y
comenzaba a moverse. Luego, haciendo un esfuerzo, logró sentarse,
mientras palpaba con sumo cuidado su sien.
—¡Ay! ¡Esa maldita piedra! —exclamó con
lágrimas en los ojos mientras yo apartaba los cabellos de su cabeza
para comprobar si había alguna lesión, además de aquel chichón del
tamaño de un huevo. No había ninguna—. Me golpeó con esa piedra
grande —añadió.
—¡Imposible! —exclamé, ya algo más
sosegada—. Si lo hubiera hecho, te habría destrozado los sesos al
mismo tiempo. ¡Fíjate en el enorme tamaño de esa piedra!
El grupo se apartó para que Gene pudiera
comprobar el tamaño de la piedra, mientras Pete bajó del repecho,
donde se había subido para contemplar mejor la escena.
—Todo lo que usted quiera —dijo Gene
mientras se llevaba la mano con sumo cuidado a la parte dolorida de
su cabeza—, pero, de todas formas, ¡él lo hizo!
—Bueno, está bien, levántate —le dije
mientras intentaba incorporarlo—. ¿Quieres que Kipper te
lleve?
—No, no me hace falta —contestó Gene
mientras rechazaba la ayuda de mis manos—. No estoy herido.
¡Marchaos de una vez, y dejad de meter vuestras narices donde no os
importa! —dijo, airado, al tiempo que volvía la espalda a sus
compañeros.
—Bueno, niños, marchaos de aquí —ordené,
mientras conducía a Gene delante de mí—. Cuando estemos dentro de
la escuela, Gene, tú y yo tenemos que hablar de ciertas
cosillas.
Vincent nos esperaba sentado; parecía
tranquilo. Se había limpiado cuidadosamente. Sólo tenía manchada de
sangre la venda que había colocado sobre la herida de su ceja
izquierda. Dos hilillos de sangre se deslizaban por su mejilla.
Dediqué unos minutos a curarle. No había duda: Vincent era el más
lesionado de los dos. Sentí los latidos de su corazón contra mi
pecho mientras hacía girar su dócil cuerpo para arremangarle la
camisa y atar la venda.
—Bueno, ya hemos terminado —dije mientras me
sentaba detrás de mi pupitre, con expresión seria, y observaba a
aquellos dos niños delante de mí—. Habla tú primero, Gene.
—Sí, profesora —contestó mientras, con aire
casi de orgullo, separaba sus cabellos y me indicaba con un dedo el
chichón de su cabeza—. Vincent me dijo que soltara mi ardilla y yo
le dije que no. ¡Qué demonio! ¡Era mía! El insistió en que la
soltara y yo volví a repetirle que no. Entonces, él cogió la jaula
y... —al llegar a este extremo, la indignación que se reflejaba en
sus ojos dio paso al instinto de defensa— le empujé y... bueno,
entonces él me golpeó con la piedra. Santo cielo, creo que me dejó
K.O., ¿no fue así?
—Así fue —le contesté, muy seria—. ¿Y qué me
dices tú, Vincent?
—A él no le pasó nada —respondió con voz
ronca al tiempo que bajaba los ojos y los fijaba en el esparadrapo
del dorso de su mano. Luego levantó la cabeza, y en sus labios se
dibujó una mueca indefinible—. Excepto que le golpeé contra la
piedra— concluyó.
—¿Que le golpeaste contra la piedra?
¿Quieres decir como en el judo o algo así? ¿Le empujaste contra la
roca con la suficiente fuerza como para hacerle perder el
conocimiento?
—Como usted quiera —dijo, encogiéndose de
hombros.
—No es como yo quiera —le contesté—. ¿Fue
eso lo que en realidad sucedió?
—Le golpeé contra la piedra —repitió
Vincent.
—Pero, ¿por qué? —insistí, ignorando los
motivos de su terca insistencia.
—Estábamos peleándonos. Ya se lo dijo
él.
—¡Me destrozaste la jaula! —intervino Gene,
indignado.
—Tú ya hablaste antes, Gene; deja que ahora
hable él. Continúa, Vincent.
—Tenía que dejar en libertad a la ardilla
—prosiguió Vincent, dirigiéndome una mirada llena de ansiedad—. El
se oponía; pero la ardilla quería huir.
Al llegar aquí, sus ojos perdieron aquel
reflejo de esperanza; la esperanza de que yo le creyera a él.
—La ardilla no era tuya —le recordé.
—¡Tampoco era suya! —respondió—. ¡La ardilla
era libre! ¡El no tenía ningún derecho...!
—Yo la cacé —intervino Gene.
—Cállate, Gene. Ahora le corresponde hablar
a Vincent. ¡Si vuelves a interrumpirle, te ordenaré salir
fuera!
Gene obedeció, refunfuñando.
—Sin embargo, Vincent, no pusiste ningún
reparo a que Ruth tuviera encerrado un conejillo en una jaula —le
dije, mientras en mi mente se establecía una relación entre «jaula»
y «matemáticas».
—Es que ese animal nació para vivir
enjaulado —me contestó mientras se tocaba la mano vendada—. No
conoce otra vida y, además, esta circunstancia no le preocupa lo
más mínimo. En cambio, a la ardilla, sí. El pobre animal habría
sido capaz de matarse, de haber podido, con tal de conseguir la
libertad. Yo... tenía que...
Con gran asombro, vi que unas lágrimas se
deslizaban por las mejillas de Vincent, mientras apartaba su rostro
para que yo no lo viera. Sin decir una palabra, saqué un pañuelo
del cajón de mi pupitre y se lo entregué. Se secó las lágrimas con
manos temblorosas.
—¿Tienes algo más que decirme, Gene? —le
pregunté.
—¡Claro que sí! ¡La ardilla era mía! Y,
además, me gustaba mucho. ¡Era... era mía!
—Haremos un trato —dijo Vincent—. Te daré
una rata blanca dentro de una hermosa jaula de brillante aluminio.
Una que esté preñada, si así lo deseas. De este modo, dentro de una
semana, tendrá cuatro o cinco crías.
—¡Caramba! ¿Quieres presumir de honrado?
—dijo Gene, cuyos ojos brillaban ahora de manera extraña.
—¿Qué quieres decir, Vincent? —le pregunté,
intrigada por su propuesta.
—Es que en casa tenemos unas cuantas ratas
—me contestó—. Mister Wellerk, que también trabaja en el
Laboratorio de Matemáticas Experimentales, me dio unas cuantas
cuando llegamos aquí mi familia y yo. Tenemos demasiadas ratas; y
mi madre me dijo que podía regalarle a Gene las que quisiera si su
madre estaba de acuerdo.
—¡Claro que estará de acuerdo! —exclamó
Gene—. Aquí, los chicos tenemos a nuestra disposición una parte del
granero para nuestros animales domésticos, y si nos cuidamos de
ellos, nuestras madres no se cuidan de lo que tenemos. ¡Ni una sola
vez vino mi madre a ese sitio del granero! En cambio, mi padre
viene de vez en cuando para estar seguro de que hacemos bien las
cosas. No, mis padres no se opondrán a que yo tenga una rata
blanca.
—Bueno, pues en ese caso —intervine—, tú,
Gene, le escribirás a tu madre una nota diciéndole que puedes
conseguir la rata; y en cuanto a ti, Vincent, si estás decidido a
cumplir lo que has dicho, trae mañana aquí la rata y daremos por
terminado este enojoso asunto. Ahora ya se pueden marchar los dos
—añadí mientras cogía la campanilla.
Gene se marchó inmediatamente, y pude oír
cómo gritaba:
—¡Hurra, he conseguido una rata blanca!
Vincent estaba a punto de atravesar la puerta cuando le llamé y le
hice una pregunta:
—¿Sabía tu madre, antes de venir tú a la
escuela, que ibas a dejar en libertad a la ardilla?
—No, profesora. Ni siquiera sabía que Gene
tuviese una.
—¿Quieres decir que tu madre no te sugirió
que hicieras ese trato con Gene?
—Así fue, profesora —respondió a
disgusto.
—¿Cuándo? —le pregunté, temiendo que
volviera a enredarme con sus extrañas teorías y misteriosas
palabras.
—Cuando usted salió a buscar a Gene.
Telefoneé y le conté todo lo que había pasado. Me reprendió por
haberme peleado, y luego me sugirió que quizá a Gene le agradaría
tener una rata blanca. A mí me gusta mi rata, pero tenía que dejar
en libertad a la ardilla.
Al llegar a este punto, Vincent titubeó. No
le dije nada. Acto seguido se marchó.
—¡Bien! —exclamé, respirando por fin.
¡Ananías K. Munchausen! ¿Era verdad que había llamado a su madre?
¡El teléfono más cercano estaba en el MONSTRUO MERCANTIL! Pero
incluso admitiendo este hecho tan extraño... Resumiendo, aquello
era algo que no entendía. ¡No sonaba a
mentira!
A la tarde siguiente, una vez terminadas las
clases, me puse a espiar por la ventana. Vincent se hallaba fuera
esperando, igual que yo, a su madre. Era una cosa inevitable:
cuando un chico vuelve a casa magullado, herido, o golpeado, es
seguro que al día siguiente se presentará en la escuela un padre
enfurecido pidiendo explicaciones. ¡Y Vincent había sido
golpeado!
No oí la llegada del automóvil, pero
comprendí que la madre acababa de llegar por los gritos de alegría
de Vincent. Luego les vi dirigirse hacia el porche de la escuela.
Vincent, cogido del brazo de su madre, caminaba feliz y
contento.
—Esta es mi madre, profesora —dijo—, la
señora Kroginold.
—Buenas tardes, señorita Murcer.
La señora Kroginold era baja de estatura,
cabellos obscuros y ojos brillantes. Se volvió hacia el muchacho y
le dijo:
—Tú espérate ahí afuera, hombrecito. Esta es
una conversación entre personas mayores.
Vincent se dirigió hacia la puerta y, al
llegar a ella, se volvió y nos dirigió una mirada en la que se
reflejaba cierta ansiedad.
La señora Kroginold se sentó en la butaca
que siempre tenía preparada para las visitas, y que, antes de que
ella entrase, ya había puesto delante de mi mesa de despacho.
—Ya veo que me esperaba —dijo, señalando la
butaca—. Comprendo que debí venir antes y explicarle la extraña
conducta de mi hijo.
—En efecto, su hijo no es un chico corriente
—empecé a decir con tacto—. Es esto lo que más me ha extrañado de
él y no el que se pelee con un compañero.
—No, mi hijo no es un chico fuera de lo
corriente —dijo la señora Kroginold—. Si lo es, será en otras
cosas; su conducta se ajusta perfectamente a su carácter. En esto
ha influido mucho la situación de nuestra familia. Resulta que nos
hemos visto obligados a movernos constantemente de un sitio a otro,
con los consiguientes cambios de escuela para Vincent. Esta es la
primera vez que tengo la oportunidad de explicarle a alguien su
extraña conducta. Y, desde luego, también es la primera vez que mi
hijo golpea a otro chico. A su padre le costaría mucho trabajo
creer lo que ha hecho. Bueno, de todas formas, se encuentra tan a
gusto en esta escuela y progresa tanto en sus estudios que,
francamente, no quiero seguir criticándole... Me dijo que usted le
había preguntado sobre ese asunto de la rata...
—La rata preñada —completé yo.
—Pues, bien, aunque a usted le cueste
trabajo admitirlo, mi hijo me consultó sobre este asunto. Me
explicaré: los miembros de nuestra familia utilizamos una especie
de telepatía en casos de emergencia.
—¡Una especie de telepatía! —exclamé
extrañada, para luego añadir, tratando de seguirle la corriente—.
¡Oh, qué interesante!
Al observar un extraño fulgor en los ojos de
la señora Kroginold, insistí:
—Quiero decir una peculiaridad muy
interesante, ¿no le parece?
—Discúlpeme —me contestó rápidamente—. No
quise decir... que acostumbramos a adivinar lo que los demás
piensan en un momento dado. Pero puede usted creerme que mi hijo
oyó —aunque mejor sería decir «sintió»— que la ardilla gritaba al
resistirse a ser enjaulada. Esto le ocurre siempre, y en cualquier
sitio. A mi juicio, la ineptitud de mi hijo en lectura se debe
únicamente a los libros cuyo texto menciona algo que va en contra
de la voluntad de un ser viviente, sea persona o animal..., bueno,
creo que usted ya me entiende... Quiero decir que Vincent no puede
tolerar, ni incluso leyéndolo, el que se obligue a un ser viviente
a hacer lo que no quiere...
A mi mente acudieron en aquel momento
algunas de las frases que a Vincent más le costaba pronunciar: «Y
trataron de encerrarla dentro de una calabaza vacía.» «Las tres
cabras ariscas de Billy tenían miedo de cruzar el puente.»
—En las otras escuelas en las que mi hijo
estudió anteriormente —prosiguió la señora Kroginold—, sólo le
proporcionaron libros en consonancia con su nivel de grado escolar;
y por eso usted se ha sorprendido de muchas cosas que Vincent le ha
contado... Sí, mi hijo golpeó a Gene contra la roca —prosiguió, con
una forzada sonrisa—. Proyectó su cuerpo contra la roca. En
realidad, se trata de una interpretación más bien liberal de
nuestras reglas de familia. A mi hijo le está prohibido el dejar
abandonada cualquier cosa importante, grande. Y en el caso que
estamos discutiendo, creo que admitirá, señorita, que su compañero
Gene estaba en menos peligro que la pobre ardilla. Como verá,
nuestra familia tiene unas características que no son
precisamente... nada corrientes. Pero dejando esto a un lado,
quiero que sepa que mi hijo es aún un tierno escolar, que nosotros
sólo somos sus padres, y que tanto él como nosotros la apreciamos
mucho. ¿Acepta nuestras disculpas?
—Pues yo..., yo... —balbucí, sin poder
disimular mi estado de confusión—, yo..., yo...
—Bueno, bueno —dijo, sonriente, la señora
Kroginold al tiempo que se ponía de pie— Le estoy muy agradecida
por no haber tomado como una ofensa todo lo que le he dicho. Y es
que en cierta ocasión en que le hablé con toda franqueza a un
vecino nuestro, éste trató de arrastrarnos a un pleito...; por eso
le estoy muy agradecida. Ha sido tan buena con mi pobre Vincent,
que no encuentro palabras para expresarle mi reconocimiento.
Acto seguido, se marchó sin haberme dado
tiempo suficiente para poner orden en mis ideas. No sentí el motor
del coche de la señora Kroginold al abandonar la escuela, pero
cuando me asomé a la ventana no vi ninguno en los terrenos del
colegio.
Cerré la escuela y me dirigí a un pequeño
apartamento de dos habitaciones, situado detrás de la misma, para
coger mi abrigo y mi bolso. En él había vivido durante mis dos
primeros años de estancia en Rinconcillo antes de sentir la
necesidad de mayor espacio y más libertad fuera de las horas de
trabajo. De vez en cuando, incluso ahora, cuando me sentía muy
cansada para soportar los ruidos de Winter Wells, pasaba la noche
en mi vieja y estrecha cama en aquel apacible desfiladero.
Me volví a preguntar cómo era posible que no
oyera el coche de la señora Kroginold al abandonar la escuela. En
aquel instante atravesaba el último arenal cercano al riachuelo
antes de penetrar en la autopista. Intentó seguir cuidadosamente
las huellas que dejara por la mañana. Las mías eran las únicas,
tanto de ida como de regreso. Dejé de pensar en aquel hecho tan
extraño apenas me vi envuelta en el tráfico de la autopista. Dos
camioneros de los que hacen el trayecto de la costa me avisaron con
los claxons de sus vehículos. Luego me fijó que por la calzada
central marchaban dos turistas del Medio Oeste contemplando el
paisaje y sin darse cuenta de que iban a sólo cuarenta kilómetros
por hora. Tuve que reírme a la fuerza. Después de todo, no había
nada de misterioso en las solitarias huellas de los neumáticos de
mi coche. En aquel momento me hallaba un poco desorientada. El
Laboratorio de Matemáticas Experimentales se hallaba a menos de una
milla de distancia de la escuela, pero a pie implicaba una buena
media hora de caminata. Después de mi entrevista con la señora
Kroginold, ésta se había marchado a casa con su hijo. Mi fantasía
se echó a volar recordando a la señora Kroginold y la imaginé con
sus sandalias de tacones de goma trepando por la falda de la
colina, pues a nadie se le ocurriría utilizarlas para caminar por
terrenos llanos.
La rata blanca tuvo seis crías, y este
suceso consolidó la amistad entre Gene y Vincent para siempre. A
partir de entonces las clases se desarrollaron con más o menos
tranquilidad.
Pero de pronto, como obedeciendo a una
señal, empezó por todo el país una campaña sobre exploración del
espacio, a la cual procuraba aportar cada uno su granito de arena.
En la escuela creamos una unidad espacial. De modo que empezamos a
desarrollar un cursillo de lecciones sistemáticas en un ambiente
realmente ruidoso. Todos los chicos, una vez terminada su misión,
se dedicaban a la actividad que habían escogido, cosa que no daba
mucho resultado al tratar de poner en práctica lo que tan a
disgusto habían estudiado.
El grupo de primer grado se hallaba ocupado
en la creación de un paisaje lunar con la arena que habían puesto
sobre una mesa. Este paisaje tenía que estar complementado con
habitantes de la Luna hechos de tiza.
—Los habitantes de la Luna no tienen que
tener narices —dijo Ginny, un alumno muy inclinado a los
comentarios críticos—. ¡Son diferentes! ¡No respiran, pues en la
Luna no hay aire! Ni tampoco respiran los perros lunares, ni los
gatos, ni las flores, ni siquiera las aves.
—No pueden volar en el cielo porque no hay
aire —intervino Justin—. ¡Vuelan en tierra! A esos animales les
agrada el fondo de los cráteres porque allí hay más suciedad.
—Estos críos son muy divertidos —oí que
murmuraba Vincent al escuchar los comentarios de los más pequeños—.
¡Mira que decir que en la Luna hay animales! Cuando mi padre estuvo
allí, lo único que vio...
Al llegar aquí, se detuvo, abrió
desmesuradamente los ojos y se puso a buscar unos clavos apropiados
en una mohosa lata de café.
—También los niños mayorcitos son muy
divertidos —dije yo—. ¡Incluso la Luna! ¡No hay papas en la
Luna!
—Supongo que no —respondió Vincent mientras
cogía un martillo y se alejaba de mi lado—. ¡Por ahora no! —oí que
susurraba.
Los chicos discutían lo que debían hacer,
teniendo yo que intervenir como arbitro de sus disputas o
discrepancias. Si se utilizaba un perdigón para representar a la
Tierra, ¿no era lógico que entonces no cupiera en la única
habitación de la escuela todo el sistema planetario? Por ello les
sugerí a mis alumnos que cogiesen una enciclopedia y estudiaran
algo de matemáticas.
Gene y Vincent, haciendo caso omiso de mis
sugerencias, se hallaban concentrados en construir una cápsula
espacial según el modelo más moderno de Estados Unidos, pero con
algunas modificaciones para incluir aspectos de un platillo
volante. Observé cómo Vincent trataba de colocar un altímetro —o
algo parecido—, utilizando una lata de conservas, en el panel de
control de la cápsula espacial. Mientras, Gene pintaba de rojo una
hilera de latas situadas en el centro del artefacto. El color rojo
era el más corriente para las luces de los platillos
volantes.
—Me pregunto si los astronautas no
enfermarán de claustrofobia —señalé por decir algo—. Algunas veces,
yo he sentido angustia en los ascensores o minas.
—Supongo que antes de ser seleccionados para
futuros astronautas, los que padecen esas enfermedades nerviosas
son eliminados —dijo Vincent, quien seguía empujando la lata de
conservas vacía—. Todos son sometidos a una serie de tests.
—Comprendo —le respondí—. Pero las personas
cambian. Imaginemos por ejemplo...
—¡Vaya panorama! —intervino Gene, cuyos
brazo y codo aparecían manchados de pintura roja—. ¡Imagínense el
subir allá arriba! ¡No poder salir! ¡Tampoco poder bajar! ¡Y por si
fuera poco, la claustrofobia!
Esta última palabra la pronunció, sílaba por
sílaba, con cierto aire de orgullo. Todos los alumnos de la escuela
habían estado discutiendo sobre esta palabra cuando empezaron a
construir el artefacto espacial.
En ese instante la lata resbaló y Vincent se
echó a un lado, cayendo contra mí.
—¡Oh! —exclamó, al tiempo que se llevaba la
mano derecha a la cabeza—. Yo...
Observé durante unos instantes su rostro; un
sudor frío se deslizaba por la raya de sus cabellos, para luego
caer goteando sobre mi mesa. —Siéntate —le dije.
—¿Qué le ha sucedido? —inquirió Gene, cuya
pierna también se había manchado de pintura roja.
—Está un poco mareado —le respondí—. Fíjate
cómo te has puesto con la pintura. Has manchado toda la ropa.
—¡Santo cielo! —exclamó—. Cuando me vea mi
madre, me va a matar —añadió mientras pasaba su mano por los
pantalones, desde la cadera hasta la rodilla.
—Bueno, ya es hora de que acabe todo esto
—dije—. Te agradecería que te encargaras de la salida de clase,
Kipper.
Kipper intentó poner orden en aquella
confusión, ordenando a sus compañeros que arreglaran sus cosas y
salieran de la escuela. Luego me volví hacia Vincent y le pregunté
cómo estaba.
—Lamento mucho lo sucedido —me respondió—,
pero a veces ocurren cosas que no se pueden evitar.
—No te preocupes por eso —le dije, mientras
apartaba los cabellos de su frente—, o te volverás loco.
—Mi madre dice que tengo una imaginación
demasiado ardiente —dijo, acompañando sus palabras con una mueca de
los labios.
—Así es —le dije sonriendo—, y esto no está
bien para un verdadero astronauta. No debes atormentarte pensando
en problemas que puedan presentarse en nuestra vida. Siempre
tendremos problemas con nosotros mismos. No hay necesidad de
molestar a nadie.
—Yo no molesto a nadie con mis problemas ni
con mis ideas-respondió, señalando con un dedo su cabeza—. Tampoco
lo desea mi cerebro; pero ahí están siempre orbitando. Bueno, voy a
ayudar a Gene. El pobre resbaló sin que yo pudiera detenerle.
—Dime una cosa, Vincent: ¿quién o qué cosas
están orbitando...?
No pude acabar la pregunta, pues en ese
instante, Justin saltó sobre aquel montón de cosas desparramándolas
por el suelo. El incidente me hizo desistir de otras preguntas que
pensaba formularle a Vincent.
Aquella tarde dejé a un lado el periódico y
me puse a pensar mientras paladeaba mi taza de café. Se trataba del
periódico local, el cual aspiraba a convertirse en un importante
rotativo como los de las grandes ciudades a pesar de que sólo hacía
medio siglo que se editaba semanalmente y de que no constaba más
que de cuatro páginas. Entre las noticias había una que llamó
inmediatamente mi atención; eran las interesantes observaciones de
un tal Morris.
«El operador de radio local, Morris
Staviski, sostiene que los rusos tienen un nuevo "sputnik" en
órbita tripulado por hombres. Asegura que ha podido captar unas
señales de radio procedentes de dicha cápsula. Morris afirma que no
entiende lo que significan, pero está seguro de que las voces
hablan en ruso, lengua que conoce, pues su abuela era rusa.»
«¡Qué cosa más extraña! —exclamé para mí
misma—. ¿Qué habrá de verdad en todo esto? Quizá Vincent conozca a
Morris. Quizá fue esta persona quien le metió en la cabeza todas
esas ideas extrañas sobre las "órbitas".»
Así pues, al día siguiente decidí
preguntarle.
—¿Staviski? —repitió, extrañado—. No,
profesora, no conozco a nadie de ese nombre. Al menos, no me
acuerdo en este momento. ¿Es que debo conocerlo?
—No precisamente —le contesté—. Tenía la
impresión de que le conocías; eso es todo. Se trata de un operador
de radio...
—¡Oh, estupendo! —exclamó interrumpiéndome—.
Precisamente estoy trabajando en un código de radio, por lo que, la
próxima vez que vaya a Winter Wells, iré a consultar a ese
señor.
—¡Y yo! —intervino Gene—. También yo estoy
aprendiendo el código de radio.
—Puede venir, profesora, pues está muy torpe
en esta materia —dijo Vincent, sonriendo—. Con indicarle que no
sabe distinguir aún un punto de una raya, se lo digo todo.
A la mañana siguiente, Vincent llegó a la
escuela andando como un sonámbulo. Se movía como una persona que
está dormida. La extraña conducta de mi alumno me llamó la
atención. Al final me decidí a tomarle la temperatura. Era normal.
Pero él no lo estaba. Cuando llegó la hora del recreo, todos sus
compañeros salieron disparados hacia el patio de juegos, pero él
permaneció en su sitio, la mirada fija en la ventana, su trabajo
sin terminar delante de él, y con el lápiz en la misma mano sobre
la que descansaba la cabeza.
—¡Vincent! —le llamé; pero no me contestó—.
¡Vincent!
Dio un profundo suspiro y luego dirigió su
mirada hacia donde yo estaba, pero lentamente, muy
lentamente.
—Sí, profesora-dijo, después de humedecer
los labios con la punta de la lengua.
—¿Qué es lo que te ocurre? —le pregunté—.
¿Te duele alguna parte del cuerpo? ¿Estás enfermo?
—¿Enfermo? —Y al decir esto, sus ojos se
agrandaron y su rostro se desfiguró como si lo hubieran cubierto
con una máscara. Luego hizo un esfuerzo y balbuceó unas palabras—.
No soy yo el que usted busca. Es..., es...
Vincent apoyó la palma de su mano en la
mejilla y afianzó el codo sobre el pupitre, mientras apretaba sus
dedos contra la boca.
—¡Vincent! —exclamé alarmada; luego corrí a
su lado y acaricié con ternura su cabeza.
El pobre niño, después de un estremecimiento
de hombros y un profundo sollozo, se volvió hacia mí y escondió su
rostro en mi seno, mientras gemía:
—¡Oh, profesora! ¡Oh, profesora!
Antes de nada, dirigí mi mirada hacia el
patio para cerciorarme de que los demás niños estaban allí
construyendo castillos de arena. Luego conduje a Vincent a mi mesa
y le hice sentar junto a mí. Durante unos instantes permanecimos en
silencio, mi mejilla apoyada en su cabeza. El olor de sus cabellos
me recordaba el de las plumas de un pollito.
—¡Está asustado! ¡Está asustado! —exclamó
por fin, si abrir los ojos—. El otro está muerto. Está destrozado y
por eso ya no volverá. ¡Está asustado! ¡Y el que está muerto tiene
los ojos fijos en él, con la boca llena de sangre! ¡Y no puede
bajar! ¡Sus manos están sangrando! Se golpeó contra la pared al
tratar de salir. ¡Pero no hay aire en el exterior!
—Dime una cosa, Vincent —le rogué
cariñosamente—, ¿te has contado historias fantásticas hasta acabar
por creértelas?
—¡No! —exclamó apoyando su rostro en mi
hombro, mientras su cuerpo parecía ponerse aún tenso—. ¡Lo sé! ¡Lo
sé! ¡Puedo oírle! Al principio se puso a llorar y a gritar, pero
ahora está muy asustado. Ahora él...
Vincent se calló, y luego apartó su rostro
de mi hombro. Poco a poco fue desapareciendo la angustia que le
dominaba.
—¡Se ha vuelto a marchar! Tiene que ir a
dormir. A lo peor está inconsciente. Ya no le oigo todo el
tiempo.
—¿Qué te decía? —le pregunté, tratando de
hacer desaparecer su..., bueno, lo que fuese.
—No lo sé —me respondió, y su mirada era aún
inquieta—. No entiendo su idioma.
—Pero tú dijiste antes... —protesté—. ¿Cómo
puedes saber lo que esa persona siente, si ni siquiera
sabes...?
Vincent sonrió con aquella típica mueca en
las comisuras de sus labios y me dijo:
—Cuando usted contempla a uno de nosotros
sin decir una palabra mientras levanta la ceja izquierda, ¿qué
quiere dar a entender?
—Bueno, eso depende de lo que estéis
haciendo.
—Si se refiere a mí, ya sé lo que me quiere
dar a entender. Y dejo de pensar en lo que estoy pensando. Lo mismo
hacen mis compañeros de clase. Pues bien, todo lo que le he contado
lo sé gracias a ese método. Más valía que hubiese terminado mi
ejercicio de pronunciación —concluyó diciendo mientras se dirigía a
su pupitre.
—¿Te refieres a la «orbitación»? —le
pregunté, ilusionada, tratando de asociar aquella palabra con lo
que acababa de presenciar.
—¿Orbitación? —repitió Vincent, el cual en
aquel momento ya se hallaba escribiendo apresuradamente—. Esa
palabra es la sexta. Estoy solamente en la cuarta.
Aquella tarde, cuando acabé de examinar los
tests, miré al reloj. Eran las cinco. Como me dolían mucho los
hombros y el estómago, decidí pasar la noche exactamente donde me
hallaba, es decir, en aquel pequeño apartamento de dos habitaciones
adyacente a la escuela.
Así pues, me levanté de mi mesa y abrí la
puerta que comunicaba la escuela con dicho apartamento. Me quité
las zapatillas, apagué la luz y puse en marcha el calentador para
eliminar la gran humedad que allí había. Luego encendí una pequeña
lamparita, me senté a los pies de la cama y me puse a tomar una
taza de café mientras escuchaba un disco de Acker Bilke. Mientras
me frotaba los dedos de los pies, a mis oídos llegaban las dulces y
claras notas del clarinete, que actuaban como un calmante sobre mis
irritados nervios. Acto seguido me puse a componer otra estrofa
para mi oración cantada:
«Roguemos a Dios para que nos otorgue
alimentos... y calor... y protección... e inocencia... y luz, y un
espíritu limpio... y paz... y sosiego...»
Dormité durante cierto tiempo, hasta que de
pronto me desperté. El tocadiscos se había parado automáticamente y
en el apartamento había tal silencio, que podía escuchar el rumor
del viento al agitar las ramas de los robles y, a lo lejos, el
ruido de un tren. Pero también volví a percibir el verdadero ruido
que realmente me había despertado.
Había alguien dentro de la escuela.
Me estremecí al pensar que podía haber
dejado abierta la puerta del apartamento. Pero estaba segura de que
había cerrado la puerta de la escuela después de las cuatro de la
tarde. Claro que esto no era como para estar tranquila, pues
aquella puerta podía abrirse con un simple alfiler, ¿Pero quién
podía interesarse por entrar en la escuela a aquella hora de la
noche? Seguí percibiendo aquellos ruidos cautelosos. Oí el ruido
típico de las dos hojas de la puerta de la escuela al abrirse, así
como también un sonido sordo y un crujido en el porche.
Medio paralizada por el miedo, me levanté y
me acerqué a la ventanita que daba a dicho porche. Con sumo cuidado
separé los visillos y traté de distinguir algo bajo la pálida luz
de la luna. Cuando vi lo que afuera había, me llevé tal susto, que
solté inmediatamente los visillos, presa de terror.
¡Había un platillo volante! ¡Con luces
rojas! ¡En el mismo porche de la escuela!
Me puse a reír como una histérica. ¿Cómo
podía haber un platillo volante en el mismo porche de la escuela?
Era ridículo. Sin embargo, había un detalle que me resultó
familiar: las luces rojas en el centro del platillo. Entonces lo
comprendí todo y me tranquilicé: ¡aquel platillo volante era
nuestra cápsula espacial, la que estábamos construyendo en la
escuela! Pero... ¿quién iba a robar un juguete hecho con latas de
conserva, clavos mohosos y trozos de hojalata?
Entonces pegué materialmente mi rostro al
cristal de la sucia ventana tratando de ver algo más, pero sólo
pude oír un extraño ruido, una especie de misterioso zumbido.
¡Nuestra cápsula espacial estaba
volando!
«No puede ser —me repetí varias veces—, que
ese conjunto de latas de conservas, clavos mohosos y trozos de
hojalata pueda volar.» No, no podía ser. Pero la realidad era que
el artefacto se elevaba, bajaba, volvía a elevarse para luego
volver a bajar, rozando de vez en cuando las paredes del patio de
la escuela.
Salí del apartamento, atravesé la obscura
aula de la escuela y me encaminé hacia el porche. Allí, en medio
del patio, estaba la cápsula. Bajé los escalones del porche y me
dirigí hacia el artefacto; pero cuando ya estaba cerca del platillo
volante, sentí dolor en los dedos de los pies: estaba descalza. No
obstante, proseguí mi camino en dirección al artefacto, decidida a
saber quién era la persona que trataba de apoderarse del
mismo.
A pesar de la obscuridad supe quién trataba
de apoderarse del platillo volante. Era Vincent. Demudado el
rostro, boqueando, el muchacho tapaba sus oídos con las manos
mientras, en silencio, todo su cuerpo se contorsionaba de
dolor.
—¡Santo cielo! —exclamé mientras me
arrodillaba a su lado—. ¡Vincent! ¿Qué demonios te ocurre?
Haciendo un esfuerzo supremo arrastré su
cuerpo hacia un lugar iluminado por la luna.
—¡Tenía que hacerlo! ¡Tenía que hacerlo!
¡Tenía que hacerlo! —repetía asustado, tratando de apartarse de
mí—. ¡Le oí! ¡Le oí!
—¿A quién oíste? —le pregunté—. ¡Vincent,
contéstame! —insistí sacudiéndole—. ¡Vamos, despierta! ¿Qué estás
haciendo aquí?
Vincent se arrojó a mis brazos, sollozó
durante unos instantes y al final abrió desmesuradamente los ojos
mientras exclamaba asombrado:
—¡Profesora! ¿Qué está usted haciendo
aquí?
—Soy yo la primera en preguntar —le dije—.
¿Qué estás haciendo aquí, y qué significa todo este jaleo de la
cápsula?
—¿La cápsula? —respondió mientras dirigía su
mirada hacia el artefacto y las lágrimas se deslizaban por sus
mejillas—. ¡Ahora ya no puedo ir, y tengo que ir allí!
—Está bien —le dije—. Vámonos a la escuela y
allí arreglaremos de una vez para siempre este dichoso
asunto.
Empezamos a caminar hacia el porche de la
escuela, pero al llegar al pie del mismo, Vincent se detuvo y
exclamó:
—¡Dentro, no! ¡Oh, no, por favor, dentro
no!
—Bien, de acuerdo, nos sentaremos aquí un
ratito.
Se sentó en la escalera del porche, junto a
mí. Sus mejillas brillaban, al reflejarse en las lágrimas que las
cubrían, los rayos de la luna. Saqué un pañuelo de mi bolsillo y le
limpié las lágrimas. Luego le di otro y le ordené que se sonara la
nariz. Acto seguido le exigí que se explicara.
—Yo... —se detuvo para secarse nuevamente
las lágrimas—. Vine a coger la cápsula. Pensé que era el único
medio de salvar a aquel hombre.
—¿Es ése el principio de toda la historia?
—indagué al ver que se callaba.
De nuevo se echó a llorar, y tuve que darle
otro pañuelo mientras le decía:
—Mira, Vincent, me consta que alguna cosa te
ha preocupado durante estos últimos días. ¿Se la has contado a tus
padres?
—No; yo no soy de estos que cuentan todo lo
que oyen. No está bien. Aquel hombre acudió primero a mí, y ahora
yo no puedo abandonarle, porque sé que se encuentra en un aprieto.
Y no se puede ayudar cuando se sabe que alguien está en un
aprieto...
—¿Quién es ese hombre? —le pregunté,
confiando en que, por fin, me enteraría de todo lo que pasaba—.
¿Acaso es ese que está orbitando?
—Sí —me respondió Vincent—. Ese hombre se
encuentra ahí arriba en una cápsula y tiene el grave problema de
que sus cohetes retropropulsores no funcionan, no puede
encenderlos. Incluso si consiguiera vivir hasta que la declinación
orbital le permitiese volver a entrar en la atmósfera, al hacerlo
arderían la cápsula y él ¡Y está tan asustado! ¡Está atrapado
dentro de ella! ¡No puede salir de la cápsula!
—¡Cálmate, Vincent! —le grité mientras le
sacudía por los hombros—. ¡No puedes ayudar a ese hombre de esta
forma!
El pobre niño se echó a llorar y ocultó su
rostro en los pliegues de mi falda. Traté de tranquilizarle con
dulces palabras mientras le acariciaba el cuello.
—¿Cómo te las arreglaste para que la cápsula
se moviera? Porque la cápsula se movió, ¿no es así?
—Sí —respondió Vincent—. La solté. Nosotros,
sabe usted, podemos..., soltar las cosas... Mi gente puede hacerlo.
Pero yo no soy todavía lo suficientemente mayor para hacer que se
eleve. Y si no soy capaz de sacar la cápsula de este desfiladero,
¿cómo voy a lograr que se eleve en la atmósfera? Y si no puedo
hacerlo, ese hombre morirá... ¡de espanto!
—¿Es que tú puedes hacer volar cosas?
—Sí, todos nosotros podemos. Incluso podemos
volar nosotros mismos. ¿Quiere verlo?
¡Y se elevó delante de mí en el aire! ¡Sus
rodillas llegaron a ponerse al mismo nivel de mi cabeza! A mis pies
cayeron uno de los lazos de sus zapatos y una de sus vendas.
—Baja inmediatamente —le dije tragando
saliva—. Escucha: tú sabes que no hay aire en el espacio, y nuestra
cápsula... ¡Santo Dios! ¿Nuestra cápsula? ¿En el espacio...? No
estaba provista de aire. ¿Cómo esperabas, pues, respirar?
—Disponemos de un «protector» —me
respondió—. Mire.
Y, acto seguido, Vincent, tras sentarse, se
puso algo sobre la cabeza. Extendí la mano para tocarlo, pero me
hice daño en los dedos.
—Este aparato nos protege del frío exterior
al mismo tiempo que encierra el aire necesario para respirar.
—Un momento —le dije—; vamos a analizar un
poco todo este lío. ¿No acabas de decirme que hay un hombre
orbitando en el espacio, que se encuentra en una situación
peligrosa y que pretendes subir allí arriba con la cápsula para
rescatarle? ¿Crees que puedes hacerlo llevando sólo el aire de tu
protector? ¿Bastará ese aire para los dos?
Vincent hizo un gesto afirmativo.
—¡Oh! ¡Qué criatura eres! —exclamé—. ¡Es
imposible que puedas llevar a cabo tu intento!
—Entonces morirá —dijo con voz
lastimera.
Pero ¿qué clase de consuelo podía yo
proporcionarle a aquella criatura? Luego se me ocurrió una idea:
teníamos suerte de que aquella noche hubiese claro de luna; la
gente sencilla y pueblerina suele especular con toda clase de
misterios cuando hay claro de luna.
—Escucha, Vincent; tengo que decirte una
cosa.
—Dígame, profesora.
—Si logras que nuestra cápsula vaya muy
lejos, ¿a qué altura puede tu padre elevarla?
—Mi padre puede hacer que se eleve a
muchísima más altura de la que yo lograría —respondió el alumno—.
Mi padre estudió para llegar a ser un Motivador regular cuando fue
a la Casa Nueva, pero dejó sus estudios cuando, a través del
espacio, regresó a la Tierra, ya que los ajenos no aceptan... ¡Oh,
me olvidaba! ¡Me olvidaba de que usted es una ajena! Lamento mucho
habérselo dicho, pero se me olvidó. ¡Usted es una ajena! A nosotros
nos está prohibido informar..., mostrar... Los ajenos no...
—Eso son tonterías —le dije—. Yo no soy
ninguna «ajena». Yo sólo soy una profesora. ¿Podrías ponerte en
comunicación con tu madre esta noche de la misma forma que lo
hiciste el día en que te peleaste con Gene?
—¿Pelearme? ¿Con Gene?
Por lo visto, aquella pelea fue un suceso
del período neolítico para Vincent, pues no la recordaba.
—¡Oh, sí, ahora me acuerdo! Creo que sí, que
puedo ponerme en comunicación con mi madre utilizando la telepatía;
pero creo que se enfadará. Dejé... y dije..., y..., y... —Vincent
estaba a punto de ponerse a llorar de nuevo.
—Pues tienes que escoger entre salvar a ese
hombre o que tu madre se enfade contigo. Debiste contar todo a tus
padres cuando te enteraste por primera vez de la difícil situación
de ese hombre.
—No quise decirles que había estado
escuchándole...
—¿Es ruso? —le pregunté por simple
curiosidad.
—No lo sé —me respondió—. Dice unas palabras
muy extrañas. En este instante dice algo así como Hospodi pomelui.
Creo que está hablando con Dios.
—Llama inmediatamente a tu madre.
Seguramente estará muy preocupada por ti en estos momentos.
Muy sumiso, se sentó en un escalón junto a
mí y permaneció en silencio y con los ojos cerrados durante cierto
tiempo. Luego abrió los ojos y me dijo:
—Acaba de enterarse que yo no estaba
durmiendo en la cama. En este instante, mis padres vienen hacia
aquí —dijo temblando—. Tengo miedo, pues mi padre tiene un carácter
muy irascible algunas veces. No puede decirse que tenga un
temperamento de lo más ecuánime.
—¡Oh, Vincent —le respondí, riendo—, qué
chico más extraño eres! Y no digamos nada de tus padres, pues
constituyen una rara mezcla de misteriosas cualidades.
—No, yo no —me contestó—. Tanto mi padre
como mi madre pertenecen a la raza del Pueblo. Remy sí que es una
extraña mezcla, ya que su abuelo era de la Tie rra, pero el mío
vino de la Casa. Bueno, ya me entiende, cuando aquélla fue
destruida. Me habría gustado mucho ver la nave espacial en que mis
padres vinieron a la Tierra. Mi padre dice que cuando él era
pequeño venían de vez en cuando a este planeta y se llevaban
muestras que arrancaban de las paredes del desfiladero,
precisamente en el mismo sitio en el que se estrellaron la última
vez. Pero todavía tienen una muestra viva en un cobertizo detrás de
la casa. Mis padres pudieron salvarse cuando la nave espacial se
estrelló, pero otros no pudieron. Algunos murieron en el espacio y
otros, porque las gentes de la Tierra sintieron miedo de ellos y
les mataron.
Me estremecí mientras escuchaba este extraño
y escalofriante relato de Vincent, aunque hubo un momento en que me
pregunté si toda aquella historia no sería fruto de la imaginación
calenturienta de mi misterioso alumno. Después de todo, durante la
luna llena ocurren cosas muy extrañas...
Vincent me sacó de mi ensimismamiento con un
grito:
—¡Mire, ya están aquí mis padres! ¡Caramba,
sí que se han dado prisa en venir! Seguramente se han vuelto locos
o están muy enojados conmigo. —Y acto seguido se encaminó hacia el
patio.
Me acerqué a la ventana y miré en dirección
a la carretera, pero en aquel instante oí unos pasos. Y allí
estaban los dos, el señor y la señora Kroginold. ¡Y en verdad que
él parecía haberse vuelto loco! No sabría cómo describir su rostro,
pero daba la impresión de que estaba cubierto de cortes que
brillaban bajo la luz de la luna.
La señora Kroginold surgió de repente detrás
de Vincent, y me dio la impresión de que el señor Kroginold se
preparaba para dedicarme una larga plática. Dominada por el temor,
retrocedí y permanecí callada. Luego, pasados unos instantes, rompí
aquel silencio.
—Aquí tenemos nuestra cápsula escolar —les
dije, señalando en dirección a la base del desfiladero—. Con este
aparato, su hijo pretendía volar como en un «sputnik» y rescatar a
un hombre. Dijo que con el aire encerrado en su protector tendría
suficiente para los dos. Vincent sostiene que hay un hombre a punto
de morir allí arriba, y esto le ha producido una angustia que ha
encerrado dentro de su pecho, sin querer comunicárselo a nadie, ni
siquiera a ustedes, porque temía que se enojaran con él.
Me callé durante unos instantes para tomar
un poco de aliento. Entonces, el señor Kroginold, para mi asombro,
me dedicó una simpática sonrisa y me dijo:
—¡Está visto que este hijo mío es un pequeño
diablo! Durante las últimas horas estuve inquieto pensando que le
había ocurrido algo. Cuando yo era un niño, allá en el
desfiladero... —al llegar aquí se interrumpió, y se dirigió a su
hijo—: ¡Vincent, ven aquí! Si ocurre algo, dínoslo y haré todo lo
que esté en mi mano. Vamos a ver, ¿qué sucede? —le dijo mientras le
cogía por el brazo y le conducía hacia el porche, donde todos nos
sentamos—. Bueno, ahora explícamelo todo detalladamente.
Vincent, con los ojos fijos en el rostro de
su padre y sujetando la mano de su madre, empezó a explicarle todo
lo que me había dicho a mí anteriormente.
—Hay dos hombres ahí arriba, en el espacio,
orbitando. La cápsula no funciona normalmente. Uno de ellos está
muerto, y el otro no hace más que gritar pidiendo auxilio. Este
hombre..., se encuentra tan mal que..., ha estado a punto de
matarse... Sólo de vez en cuando noto que su angustia y
desesperación desaparecen, pues tengo como un presentimiento de que
ya no está en peligro... Como en este preciso momento. Pero luego
vuelve...; pero aún...
—Ese hombre está orbitando —dijo el señor
Kroginold con los ojos fijos en el rostro de Vincent.
—Desde luego que sí —respondió Vincent—. ¡No
había pensado en eso, papá! ¡Oh, qué estúpido soy!
—No, no eres ningún estúpido —le dijo su
padre, abrazándole—; lo que ocurre es que eres muy joven para
comprender ciertas cosas. Ya aprenderás cuando seas mayor. Lo
primero que tienes que hacer es contar tus problemas a tus padres.
Para eso estamos.
—Pero es que yo no tengo por qué
escuchar...
—¿Trataste de buscarlo fuera? —le preguntó
el señor Kroginold—. ¿Qué sabías de la cápsula?
—No, sólo sé que vino a mí...
—¿Lo viste? Por otro lado, tú no estabas
escuchando telepáticamente. Simplemente estabas «invadido». Es
decir, acertaste a ofrecer la receptividad idónea. Y ahora dime
cuáles son tus planes.
—Quizá ellos también fueron unos estúpidos
—opinó Vincent—. Yo estaba dispuesto a elevar nuestra cápsula...
Tenía que hacer algo..., y tratar de interceptar la órbita del
otro. Luego pensé sacar fuera a ese hombre —no sé cómo— y traerlo a
la Tierra aterrizando en el edificio del FBI, en Washington. Estos
agentes seguramente habrían sabido cómo devolverlo a casa.
—Bueno —respondió su padre—; pero, de todas
formas, tus planes tienen la virtud de ser la simplicidad
personificada. Por ejemplo, ¿cómo el FBI iba a convencer a las
autoridades de su país de que no nos habíamos apoderado de su
cápsula para provecho nuestro o con fines malévolos? ¿Quieres
hacerme el favor, Lizbeth, de ponerte en contacto con Ron?
—continuó el señor Kroginold, dirigiéndose a su esposa—. Creo que
está en Kerry esta noche. Seríamos muy afortunados si nuestro mejor
Motivador anduviera por allí. Veré si Jemmy está allá arriba en el
desfiladero. Trataremos de conseguir su aprobación sobre el
artefacto de Remy en Selkirk. Si éste se hubiera marchado por mucho
tiempo, ya nos habríamos enterado de algo.
Era todo un espectáculo ver a los tres
sentados en los escalones de mi porche, hablando entre ellos de
cosas extrañas que yo no entendía, y con los ojos cerrados, como
tratando de ponerse en comunicación telepática con otros seres del
espacio.
De repente, Vincent puso su mano derecha
sobre el hombro de su madre y le dijo que en aquel momento volvía
el extraño fenómeno.
—No, hijo mío —le dijo su madre —, se trata
simplemente de que Ron está tratando de acercarse a Selkirk. Jake
—añadió dirigiéndose a su marido—, Vincent ha recibido una
comunicación.
—Espera un momento, Vincent —le dijo a su
chico el señor Kroginold—. Dime cómo puedo alcanzarlo...
Muéstramelo.
Todos permanecieron en silencio mientras
Vincent cerraba los ojos y volvía a concentrarse. Pero luego se
echó a llorar de nuevo. Su madre sacó un pañuelo y le limpió el
rostro, mientras decía:
—Todo esto no terminará hasta que la cápsula
no vuelva a desaparecer de nuevo detrás de la Tierra. Con su
actitud, Vincent sólo conseguirá contagiar su desesperación a su
padre, y éste, por reflejo, a Jemmy, situado en la parte alta del
desfiladero. Jemmy es nuestro Viejo, quien nos ayudará a partir de
ahora; pero para ello, Vincent tiene que ser nuestro
receptor...
—Una especie de acción telepática —dije
yo.
—Sí, sí, una especie de acción telepática
—dijo la señora Kroginold sonriendo—. ¿No se le ha ocurrido pensar
en otra cosa?
—Pues que he tratado de sumar dos y dos, y
siempre me ha dado cuatro como resultado.
—¿Y esto no le agrada?
—No pensaba en ello. Estaba pensando que, a
lo mejor, los antepasados de Vincent no vinieron a la Tierra en una
nave espacial sino en el Mayflower.
—Pero no en el Mayflower de sólo hace unos
años..., ¿no es así? ¿Y qué más?
—¿No ha visto el padre de Vincent ninguna
vida en la Luna? —continué preguntando.
—No hace mucho tiempo de eso. ¿Y qué
más?
—¿Y no es posible que allí se encuentre un
hombre en peligro y que ustedes estén tratando de salvarle?
—Pues, verá; para mí, esos cuatro se
encuentran bien.
—¿Está segura de ello? Entonces eso
significa que esta nueva ciencia acabará conmigo.
—Se lo explicaré —intervino el señor
Kroginold—. Todo está en movimiento. Ron ha ido por el artefacto
espacial. Vendrá aquí tan pronto le sea posible y nos recogerá,
Jemmy está en la cápsula haciendo los cálculos pertinentes para
preparar el encuentro. Luego, si el Poder da su visto bueno, nos
encontraremos en condiciones de traernos a ese muchacho.
—Yo..., yo... —balbucí asombrada—. Bueno,
será mejor que regrese a casa. Sin embargo, hay una cosa que aún me
preocupa.
—¿Qué cosa? —me preguntó el señor
Kroginold.
—¿Cómo se las va a arreglar el FBI para
convencer a las autoridades del otro país?
—¡Ay! —exclamó la señora Kroginold—.
Jake...
Me recogí las faldas y dejé, sentada en los
escalones de mi porche, a toda la familia Kroginold. Cuando cerré
la puerta tras de mí, me asombró el contraste entre la obscuridad
allí existente y la claridad exterior. Luego empecé a hacerme toda
una serie de preguntas. ¿Se trataba de un hombre bueno? ¿Era un
personaje importante? ¿Qué clase de recompensa buscaba? ¿Era
necesario que pasara todo lo que estaba pasando?
Acto seguido, me calcé los zapatos y me
vestí. Luego me puse un jersey y me situé en el centro del
apartamento. Después de todo, era una deferencia el que me vistiera
de gala cuando en la puerta de mi casa había unas personas que
esperaban una nave espacial para emprender un viaje por los
espacios siderales. Como oyera voces de una conversación, me
acerqué a la puerta y permanecí atenta a lo que estaban diciendo
fuera.
—Sí, Vincent, se trata de una ajena.
—No, ella no es una ajena. Ella dijo que
sólo era una maestra de escuela. De repente se abrió la puerta y
entró el señor Kroginold.
—Perdone que la moleste —me dijo—, pero
Vincent dice que a usted seguramente le agradará ver la llegada de
la nave, pero...
_Pero —dije— ustedes no están de acuerdo con
los deseos de Vincent por creer que se trata de un secreto
íntimo.
—¡Aquí llega! —exclamó Vincent desde el
porche.
—Yo no veo nada —dije, mirando intensamente
el cielo.
—No se extrañe —intervino la señora
Kroginold—; esta nave dispone de un aparato que la hace invisible.
Jake, pregúntale a Ron...
El señor Kroginold dirigió su mirada hacia
el cobertizo. ¡Y allí estaba! Se trataba de un artefacto color de
plata, con el morro hacia abajo. Había aterrizado sobre el suelo de
arena del patio de recreo de la escuela.
—El sistema para permanecer invisible —dijo
la señora Kroginold— hará que nadie nos vea, y otros aparatos
impedirán que nos intercepten el radar y otros mecanismos
electrónicos de ustedes los terrestres. No, no somos los
tripulantes de un platillo volante —añadió, sonriéndose—, y me
alegro de ello.
—¿Es esto realmente una nave espacial? —le
pregunté.
—¡Claro que lo es! —exclamó Vincent—. Era
del Hombre Viejo, y en ella lo llevaron a la Luna para enterrarle;
y Bethie y también Remy llevaron a sus padres y...
—Contente un poco, hijo mío —le interrumpió
el señor Kroginold—. No es necesario que le cuentes a tu maestra
toda nuestra historia.
—Ella ya comprende lo que ocurre —intervino
la señora Kroginold—. Para nosotros, ella no es una extraña.
—No iré muy lejos —dijo el señor Kroginold—;
pronto regresaré y os recogeré.
—No, yo voy contigo —replicó su esposa—. No
estoy dispuesta a perderme esta interesante y maravillosa
aventura...
—Deja que venga con nosotros, papá —dijo
Vincent.
—¿Con nosotros? ¿Es que tú también piensas
venir?
—¡Desde luego! ¡Es mi hombre!
—Ya ve usted la situación, señorita —dijo su
padre, dirigiéndose a mí—. ¡Así es mi familia! Ahora resulta que
también quieren que la lleve a usted.
Me quedé estupefacta, pasmada, sin poder
abrir la boca. ¡Llevarme a mí en aquella aventura espacial! ¡A mí
que siempre me han dado miedo las alturas! Pero accedí,
doblegándome ante esa curiosidad que siempre he sentido por las
aventuras. Me proporcionaron una chaqueta de cuero grueso,
indispensable, por lo visto, para esta clase de viajes espaciales,
y yo, por mi cuenta, cogí un diccionario inglés-ruso y ruso-inglés,
ya que el hombre que tratábamos de salvar podía ser ruso, aunque,
dadas las dotes telepáticas de Vincent, no era necesario.
Se abrió una puerta de la nave espacial.
Cuando ya nos dirigíamos hacia ella, me acordé de que no había
cerrado la puerta de la escuela. Regresé inmediatamente y, antes de
volver a cerrarla, entré y llené un bolso de alimentos y conservas.
Salí de nuevo, cerré la puerta, cogí mi bolsa como si me dirigiera
al MONSTRUO MERCANTIL y, en silencio, recité mi oración de viaje:
«Dios mío, acompáñame en mi viaje. No permitas que ponga en peligro
la vida de nadie ni que nadie ponga en peligro la mía. Amén.» Bajé
los escalones del porche y añadí en un murmullo: «Hacia mi destino,
pero ida y vuelta. ¡Por favor, que haya vuelta!»
¿Se han visto ustedes alguna vez en el
espacio, rodeados de la nada por todas partes? ¿Han visto ustedes
la Tierra desde cierta altura, como si fuera una cosa separada,
independiente de ustedes? ¿Se imaginan toda una gama de colores que
va desapareciendo poco a poco hasta convertirse en plena negrura,
en intensa obscuridad? ¿Han sentido sobre ustedes, aunque sólo sea
por un breve instante, la mirada de Dios? ¡Yo, sí! ¡Yo, sí!
—Papá, ¿me dejas que dé un paseo por el
espacio?
—No —contestó secamente el señor
Kroginold.
—Pues sería muy divertido —insistió
Vincent—. Mamá, tengo hambre.
—Lo siento mucho, hijo mío, pero tienes que
contentarte con la última hamburguesa que te comiste en la
carretera.
—Espera, Vincent —dije—, aquí tengo unas
cuantas cosas que te agradarán. Toma: crema de cacahuetes y
galletas.
—Oh, un verdadero festín —dijo Vincent—.
¿Con qué extiendo la crema? ¿Con qué abriré la lata?
—Espera un momento, pues creo que tengo algo
en el bolso que te servirá, creo yo —dije, mientras observaba que
la señora Kroginold no apartaba su mirada de mí.
El olor de la crema de cacahuetes despertó
el apetito de todos. Se acercó uno al que todos llamaban Jemmy y me
dijo, indicándome un extraño aparato:
—Eso es el amplificador. Gracias a él se
puede manejar la nave espacial.
De repente, algo empezó a emitir un ruido en
el panel. —¡Ahí está! —dijo el señor Kroginold—. Buen trabajo,
Ron.
Aquél cogió a su hijo en brazos y lo acercó
a una de las ventanillas de la astronave, al mismo tiempo que le
decía que algo marchaba mal en ella.
—¿No podríamos quitar el dispositivo que nos
hace invisibles? Así él nos vería —indicó Vincent a su
progenitor.
—Eso sería más dañino para él que el mismo
infierno en el que se encuentra ahora —intervino Jemmy—. Por
eso...
—¡Ay! —exclamó Vincent—. Cree que va a
morir.
Piensa que somos las Puertas de Oro.
—No, lo que cree es que somos la puerta de
entrada al Más Allá —dijo Jemmy—. Ron, ¿podemos atracar junto a
él?
Instantes después, percibí un ruido metálico
y, acto seguido, vi cómo el señor Kroginold y Jemmy, protegidos por
sus cascos, abandonaban nuestra nave espacial. Al cabo de un rato
desaparecieron de nuestra vista. Durante unos minutos que nos
parecieron siglos, estuvimos esperando su regreso. Finalmente, el
señor Kroginold y Jemmy aparecieron de nuevo llevando entre los dos
una forma inerte.
—El hombre piensa que su compañero está
muerto —dijo Vincent—. No sabe si debe ponerse a rezar. No esperaba
que acudiese nadie después de su muerte. Pero, sobre todo, lo que
está tratando es de no pensar en nada.
Lo trajeron dentro de nuestra nave y lo
pusieron en el suelo. Pensé que era demasiado joven para haber
muerto, pero en ese instante abrió los ojos. Cuando vio a Vincent,
abrió desmesuradamente la boca y sus ojos parpadearon.
Los tres hombres se consultaron con la
mirada. Luego, el señor Kroginold se dispuso a abandonar de nuevo
nuestra nave. Pero esta vez cogió una sábana del equipo de rescate
que habían traído en la nave.
—El solo puede manejar el cuerpo —dijo
Jemmy—. Tiene el cuerpo fuera, pero va a volver...
En ese instante, Vincent gritó. Antes de que
pudiéramos darnos cuenta, una llamarada alumbró todas las
ventanillas del aparato. Luego permanecimos en una negra obscuridad
mientras nuestros cuerpos iban de una a otra pared de la astronave.
De repente se oyó la voz de la señora Kroginold:
—¡Jake! ¡Oh, Jake! ¡Jemmy! Jemmy, ¿qué ha
sucedido? ¿Dónde está Jake?
La luz volvió a encenderse y oí una
voz.
—No sé si han sido los cohetes
retropropulsores o el tubo de escape de los gases inflamados. ¿Qué
piensas, Ron?
—Creo que nos han perforado un costado
—respondió éste.
De repente se oyó una explosión y todos
caímos al suelo, chocando unos contra otros, al mismo tiempo que
volvía a apagarse la luz. Acto seguido, se produjo un profundo
silencio que habría acabado por volverme loca de no haber sentido
que una mano apretaba la mía.
—¿Por qué están todos callados?
—pregunté.
—Las palabras no servirían de nada en un
momento como éste.
—¿Dónde está el señor Kroginold? ¿Cómo vamos
a conseguir rescatarlo del espacio exterior?
Los dedos de aquel extraño individuo me
apretaron aún más, pero entonces sentí que Jemmy se sentaba a mi
lado y, de un golpe, hizo soltar aquellos dedos que apretaban mi
mano. Luego se puso a gritar diciendo que ya veía al señor
Kroginold aproximarse a nuestra nave. Instantes después, éste
penetraba en la astronave. Daba la impresión de encontrarse
moribundo. Le tendieron en el suelo y todos nos pusimos a cuidarle,
tratando de que se recuperase, mientras Vincent lloraba
desconsoladamente. Por fin, después de varios minutos de esfuerzo
por parte de todos, el señor Kroginold abrió los ojos.
Todos respiramos al ver completamente
recuperado al padre de Vincent. Poco después, la astronave puso
rumbo a la Tierra, mientras Jemmy, al mismo tiempo que sostenía la
muñeca del extraño rescatado, le hablaba «mediante ciertos
movimientos de los dedos». No sé lo que le dijo, pero el extraño
levantó los ojos y me miró a mí... ¡a mí!, como preguntándome con
la mirada.
Una mirada en la que expresaba su
agradecimiento por haber decidido no entregarle al FBI de
Washington y permitirle regresar a su país de origen. Dos semanas
después de esta aventura, la familia Kroginold se trasladó a otro
laboratorio, donde el señor Kroginold prosiguió..., las
investigaciones, o lo que fueran. Antes de marcharse, obsequié a
Vincent con un regalo —un libro—, que se negó a aceptar porque no
sabía leer.
—No, eso no puedo creerlo.
—Es que mi madre dice que yo no puedo leer
ningún libro que trate de cosas violentas, tristes,
desdichadas...
—¿Y cómo puedes tú saber lo que contiene
este libro? Lo único que dice su título es Stickeen. Ya sé por qué
no quieres leerlo: Mientras yo estaba en la otra habitación, te
bastó hojearlo para saber todo su contenido, gracias a esas
extrañas dotes que posees, y por ello sabes que su contenido trata
de violencias. Por eso te niegas a leerlo... de nuevo.
—Entonces, profesora —me contestó Vincent—,
¿cree usted que en realidad puedo leer? ¡Estaba tan avergonzado!
¡Pertenecer a la casta del Pueblo y no ser capaz de leer!
—Voy a hacerte una demostración —le dije—.
Déjame el libro y te haré unas preguntas.
Así lo hice. Le formulé unas preguntas y me
contestó a todas ellas.
—¡Puedo leer! —empezó a gritar mientras daba
saltos de alegría—. ¡Eh, Gene, ya sé leer!
—¡Gran proeza, Vincent! —le contestó Gene,
al mismo tiempo que le hacía una reverencia y dejaba de pintar un
dibujo que presentaba la bienvenida de los indios a Cristóbal
Colón—. Aprendí a leer en el primer grado. ¿De qué lado doblan las
rodillas los cocodrilos?
—Todo lo que tienes que recordar —dije,
dirigiéndome a Vincent— es ir más despacio y ser menos apasionado.
¡Ah!, y recordar el tiempo que perdimos haciéndote pronunciar unos
sonidos distintos a tus palabras. —Es que lo necesito —me dijo—.
¡Todavía no puedo pronunciar las palabras «manzanas
podridas»!
Vincent acudió aquel viernes por la noche
con toda su familia a despedirse de mí. Nos sentamos en el porche
de la escuela. Vincent estaba apenado por tener que marcharse de
Rinconcillo y separarse de su amigo Gene. Y para demostrarme que
podía leer, me dio un regalo. Se trataba de una roca pequeña, una
extraña formación cristalina completamente desconocida para mí. En
la palma de mi mano producía una extraña sensación de elasticidad,
aunque no percibía ninguna ductilidad en ella cuando la apretaba
con mi pulgar.
—Mi padre me la trajo de la Luna —me dijo—.
Algún día volveré a tener otra. Pero aunque no sea así, quiero que
la conserve como un regalo mío.
Durante unos minutos estuve hablando con los
señores Kroginold sin hacer mención de su marcha. Luego les
dije:
—¿Cómo es posible que ese extraño pudiera
enviar sus pensamientos a Vincent? Lo digo porque su hijo, en
cambio, no captaba las llamadas de auxilio de otras personas en
peligro. ¿Creen que aquel hombre pertenecía al Pueblo, igual que
ustedes? ¿Hay personas como ustedes en aquella parte del
mundo?
—Francamente, no lo sabemos —dijo el señor
Kroginold después de intercambiar una mirada con su esposa—.
Faltaban muchos de los nuestros cuando llegamos a la Tierra, pero
pensamos que estarían muertos, exceptuando, claro está, a aquellos
que se encontraban cerca de aquí...
—Me pregunto —dijo la señora Kroginold— qué
pasaría si, alguna vez, esto le ocurriera a Jemmy.
Cuando se hubieron marchado en dirección al
LME, me senté, y durante unos instantes no dejé de dar vueltas en
mi mano a la roca lunar que me regalara Vincent. ¡Qué episodio más
extraño! Dentro de un mes más o menos, todo me habrá parecido un
sueño lejano, mezclado con otros sucesos de mis años de enseñanza.
Pero aún tenía la impresión de que no todo había terminado.
Encontrarse con gente como los Kroginold y los otros produce una
impresión indeleble en una persona. Pensar lo que hicieron por
aquel extraño...
Y a todo esto, ¿qué había de aquel extraño?
¿Qué explicación habría dado éste de su misterioso viaje por el
espacio? Entonces di un salto al recordar un hecho muy
significativo: mi nombre y mi dirección estaban bordados en una
esquina de la sábana en la que le habían envuelto cuando le
rescataron, y ¿si el extraño descubría las señas bordadas en mi
sábana? Y ¿si un día se encontrase en un apuro...?
¡Santo cielo! ¿Qué sucedería si un día
llamasen a mi puerta, y al abrirla...?