Huellas indelebles

 

Zenna Henderson

 

En nuestra quinta selección de Ciencia Ficción se incluía un relato de Zenna Henderson titulado Ángeles ignorantes, perteneciente al ciclo Pueblo. En dicho ciclo, como ya expliqué, se narra las peripecias de una raza alienígena dotada de poderes parapsíquicos afincada en la Tierra.
Como ocurre en la mejor SF, en los relatos de la Henderson el símbolo del extraterrestre es utilizado para poner en evidencia las contradicciones de nuestra sociedad. Así, en Ángeles ignorantes se lleva a cabo una enérgica denuncia del odio irracional hacia lo diferente, de la persecución implacable de quienes se apartan de la norma.
Huellas indelebles pertenece también al ciclo Pueblo, y aunque no implique una crítica tan directa como el otro relato citado, está impregnado de la melancólica poesía y del mensaje de fraternidad que caracteriza toda la obra de Zenna Henderson.

 

Soy una persona que siempre ha pisado segura sobre la tierra. Al volver a leer esta sentencia, las comisuras de mis labios se elevaron. Y es que ahora me sonaba de un modo diferente. De todas formas, es una sentencia que me describe a las mil maravillas, a pesar de que siempre he sido algo escéptica. Me he divertido mucho —quizá con cierta ansiedad— al oír las historias de fantasmas contadas por otras personas, o esas extrañas coincidencias que le cortan a uno la respiración, o todos esos relatos de platillos volantes, mesas que se mueven y sueños proféticos, pero a mí, personalmente, nunca me ha sucedido ninguna de estas fantásticas cosas. Tal vez sea porque esto exige tener un temperamento parecido al de un niño —no infantil— para mantener vivas la ilusión y la admiración en toda una existencia consagrada a la educación. ¡Toda una existencia! ¿Verdad que esto suena horrorosamente a algo que nos hace cada día más viejos? Pero cuanto más pensaba en esto más me adaptaba al papel de la persona que observa que al de la que actúa. Quizá esto explique un poco mi falta de iniciativa en aquella actuación, que fue fundamentalmente la de espectadora. Pero ¡vaya actuación! ¡Y cuan espectacular fue!
Pero volvamos a la escuela y empecemos la historia por el principio. Para una maestra como yo, los nombres y los rostros de los alumnos dan la impresión de que se repiten, de que son los mismos, en todos los cursos a lo largo de los años. Sin embargo, de tarde en tarde se presenta uno completamente distinto; y esto hace que la maestra se sienta contenta o descontenta con esta clase diferente de alumno. Pero en este caso concreto, y fiel a mi forma de ser, no sentí siquiera la menor inquietud o premonición.
El nuevo alumno vino solo. Era pequeño, de aspecto insignificante y de cabellos obscuros y lisos. Tenía esa seguridad en sí mismo propia de un chico que se ha matriculado muchas veces él solo, aunque no daba a entender si se encontraba a gusto o no en su nueva escuela. Había traído un certificado de estudios que no decía nada de especial, excepto una calificación baja en la asignatura de Participación en Grupos de Actividad Escolar, y otra alta en la de Adaptación al Asesoramiento Directivo. Estas calificaciones me hicieron suponer que se trataba de un chico amante de la soledad, pero muy ágil para expresarse, lo cual no me ayudó mucho para valorarlo desde el punto de vista académico.
—¿Qué libro estás leyendo? —le pregunté, mientras miraba hacia el estante de libros por si acaso no se acordaba del título del mismo. Algunas veces hay chicos que ponen cara de asombro y dicen: «¿Leer?»
—¿En cuál de las series? —me dijo mientras fruncía el entrecejo—. ¿En la de «Mire-y-conteste», en la «Ita» o en fonología? Mi familia ha cambiado tanto de sitio últimamente, que cada lugar al que vamos me parece diferente a los demás. Algunas veces hasta me confunde. En realidad no soy un buen alumno, sea cual sea el método utilizado —añadió al ver la sorpresa reflejada en mi rostro—. Tanto es así que sólo estoy a nivel de segundo grado escolar.
—Pues tu vocabulario no corresponde a un chico de segundo grado escolar —le dije mientras hojeaba su certificado de estudios.
—No; pero en lectura sí —repuso—. Tengo miedo... —De acuerdo con tu edad, deberías estar en tercer grado —le interrumpí mientras leía la fecha de su nacimiento.
—Sí, y supongo que esto influye en todo; pero aunque debería estar en tercer grado, estoy muy mal en lectura.
—¿Por qué? —le pregunté, confiando en que, por saber tanto de su verdadero nivel de estudios, sabría responder a mi pregunta.
—Porque soy un zoquete —me contestó—. Tengo miedo...
—¿Por qué dices que eres un zoquete? —le pregunté, tratando de saber por fin cuál era la causa de su torpeza.
—Es que yo... —balbuceó mientras levantaba los ojos—, no soy muy bueno en lectura.
Sus palabras me dieron a entender que trataba de eludir una respuesta concreta a mi pregunta, por lo que decidí dar por terminado el interrogatorio.
—Bueno, está bien —le respondí—; pero escucha atentamente lo que voy a decirte. Aquí, en Rinconcillo, estarás en diferentes niveles escolares. Sólo tenemos una habitación para quince alumnos, por lo que empezamos nuestras asignaturas al nivel que mejor va a todos. ¡Y trabajamos de firme! —añadí mirándole fijamente. —Sí, profesora —susurró.
Intercambiamos una mirada de comprensión recíproca. Sus ojos eran los de un niño de ocho años, y los míos, como es obvio, los de una maestra. Le ordené que se fuera a jugar al patio y yo volví a mi trabajo.
En mi libro de anotaciones escribí su nombre: Vincent Lorma Kroginold. «Un nombre complicado —pensé—, que hace juego con un estudiante difícil.»
Bueno, y ahora voy a explicar lo que es Rinconcillo. Aquí, en el montañoso Oeste, los pueblos pequeños, al tender a convertirse en grandes ciudades, invaden toda clase de terrenos para extender sus límites municipales. En Winter Wells, el crecimiento del pueblo ha seguido, a lo largo de muchas millas, el curso de las tres autopistas que se cruzan en su demarcación, formando una ciudad parecida a una araña de seis patas. La expansión ha proseguido luego fuera de los límites municipales y sobre verdaderas lomas montañosas que se adentran ahora en la ciudad.
Y aquí está Rinconcillo, una escuela con sólo un aula y quince estudiantes, a media milla de un complejo escolar con ocho escuelas y cuatro mil ochocientos estudiantes. La única razón de que exista esta escuela son las facilidades proporcionadas por el LME (Laboratorio de Matemáticas Experimentales) a las familias que habitan en los alrededores del mismo, y a media docena de granjeros independientes que se oponen con obstinación a que sus propiedades sean urbanizadas e incluidas en los planes estatales de desarrollo rural, así como a su integración en el sistema escolar de Winter Wells.
En cuanto a mí, éste era mi cuarto año en Rinconcillo. No sé exactamente si atribuirlo a mi ardiente amor por la independencia o simplemente a mi obstinación, pero la realidad era que cada año volvía a mi «rinconcito interior» arropado, literariamente hablando, bajo la curva de un alto saliente de piedra arenisca al final de un estrecho desfiladero. El intenso tráfico, en las dos autopistas entre las que nos hallábamos, ni siquiera podía sospechar que existiéramos en aquel sitio. Cuando miro por la ventana de la escuela el paisaje silencioso que ofrecen los alrededores a primeras horas de la mañana, aún me cuesta trabajo creer que la civilización exista en cualquier sitio a cien millas de distancia. Los retorcidos y viejos robles proyectan sus sombras alargadas sobre la dorada arena de un riachuelo que discurre —casi siempre seco y en ocasiones tumultuoso a causa de las lluvias— por la parte media de nuestro desfiladero. Los acerolos crecen en sus bordes hasta que éstos se tornan demasiado escarpados y estériles para soportarlos. Y sin embargo, un simple recorrido de veinte minutos —diez para salir de aquí y diez para entrar allí— le permite a uno presentarse ante el MONSTRUO MERCANTIL, TODO MAS BARATO. Raras veces elijo este camino.
Pero volvamos a Vincent Lorma Kroginold. Estaba acostumbrada a tratar extraños niños en mi escuela. El laboratorio atraía por igual a personajes brillantes que a otros más raros. La mayoría de los hombres allí residentes eran buenos ciudadanos y no más excéntricos que otros profesionales, de cuyos hijos nos ocupábamos. La situación no aconsejaba la enseñanza por grados. Por otra parte, el distinto desarrollo mental de algunos niños hacía casi obligatorio el sistema de enseñanza que yo utilizaba. Por ejemplo, en el caso de Vincent, un niño de casi nueve años, por estar mal calificado en lectura, se hallaba a nivel de segundo grado, pero capacitado en conjunto para entrar en el tercer grado, que implicaba unas dotes excelentes, aunque impropias de su edad. ¿Cómo clasificarlo? La situación resultaba tan compleja, que no sabía si situarlo en segundo grado o en el tercero o en el cuarto o, ¿por qué no?, en el quinto. Quizá una charla con su madre arrojaría alguna luz sobre la anómala «torpeza» en lectura de aquel chico. Esto era algo difícil de llevar a cabo, ya que, según constaba en su instancia, sus padres trabajaban en el Laboratorio de Matemáticas Experimentales. A pesar de todos los métodos empleados, a Vincent teníamos que clasificarlo en segundo grado —o menos— debido a su baja calificación en lectura.
—Lo siento, pero me cuesta mucho seguir leyendo —me dijo un día al tiempo que abandonaba la lectura de un libro titulado En las horas felices, cuyo texto había deletreado con dificultad—. Y la lectura es una cosa básica, ¿no es así?
—Así es —le contesté al tiempo que examinaba sus calificaciones en matemáticas; calificaciones que correspondían a un chico de un nivel escolar superior, mientras que las del test de vocabulario demostraban todo lo contrario.
—Si fueran sólo palabras, sería capaz de definirlas —me contestó. Y me lo demostró hasta dejarme pasmada con su dominio de las matemáticas, propio de un alumno de tercer curso de una escuela superior.
—Supongo —le dije— que esta habilidad tuya para las matemáticas la has heredado de tus padres, ¿no es así?
—¡Oh, no! —me contestó—. Ellos nunca me han enseñado nada de esta materia. Lo que ocurre es que..., es que..., me gustan las matemáticas. Me explicaré: en esta ciencia siempre tienes una salida; nunca quedas atrapado.
—¿Atrapado? —le pregunté extrañada.
—Sí, y se lo voy a demostrar —me respondió mientras cogía un lápiz—. ¡Fíjese! Uno más uno es igual a dos. En efecto, así es, pero no se acaba aquí la cosa. Si uno lo desea, puede volver atrás: dos es igual a uno más uno. ¡Nunca queda uno atrapado! ¿Lo ha visto? ¡Las puertas siempre quedan abiertas!
—Pues sí, así es —le dije, dándome cuenta en mi fuero interno de lo que quería dar a entender—. En cambio, en lo que a mí concierne, me ocurre lo contrario: quedo atrapada, como tú dices. Verás. Uno más uno es siempre igual a dos, lo quiera yo o no. Algunas veces me gustaría que fuese igual a uno y medio, o a dos y tres cuartos, pero ¡nunca puede ser así!
—No, no puede ser —me respondió mientras en su rostro se reflejaba cierta preocupación—. ¿Acaso esto la atormenta con frecuencia?
—¡Santo cielo! ¡No, hijo mío! —le dije riéndome—. Esto nunca me ha complicado la vida.
—No, claro —me contestó, con sus ojos fijos en los míos—. Pero es precisamente por eso por lo que...
Su voz se apagó mientras dirigía su mirada a través de la ventana hacia el patio de recreo de donde nos llegaba el griterío de los demás niños. Me di cuenta de ello y le permití ir a reunirse con ellos. A pesar de ser solamente ocho, daban la impresión de ser dieciséis o veinticuatro en sus locas carreras y vueltas.
—¿Era eso entonces? —me dije pensativamente mientras apoyaba los codos sobre la cubierta del libro de ejercicios escolares—. ¿A mí no me agradaba el sistema utilizado en una gran escuela porque su «uno-más-uno» era diferente al mío de «uno y medio» o «dos y tres cuartos»? Podía ser. Sí, podía ser. ¡Cuántos chicos no se habían dado cuenta de ello! Reanudé mi trabajo de preparar unos ejercicios para los chicos que empezaban el curso aquel año, y otro para Vincent.
Mis observaciones sobre la labor escolar de Vincent durante el mes siguiente me demostraron algo en verdad extraño; comprobé que podía leer algunos de los artículos de la enciclopedia, pero, en cambio, no podía leer una sola página de La cabra arisca de Billy. También comprobé que podía leer ¿Hay algo más raro que un día de junio?, y, sin embargo, no podía leer Pedro Masa, comedor de calabaza. En una palabra, daba la impresión de que podía leer lo que le gustaba; eso era todo. No quiero decir con esto que se trataba de un mero capricho, sino que huía de ciertas lecturas y que actualmente no podía llevarlas a cabo. Como no podía encontrar la causa de este extraño fenómeno, opté por dejarle leer lo que más le gustara. ¡Y vaya si lo hizo! Se concentraba tanto sobre los libros de su agrado, lo hacía con tanta avidez, que al final acabó por preocuparme. Sin embargo, seguían siendo patentes sus esfuerzos por evitar las equivocaciones en las lecturas que no le complacían.
Daba la impresión de que le gustaba la escuela, pero sólo en raras ocasiones se juntaba con los demás chicos. Aceptaba muy gustoso, aunque con timidez, las invitaciones de los demás alumnos para unirse a ellos en sus juegos; y jugaba con suma competencia, cosa extraña en un niño de ocho años.
Todo marchó perfectamente entre ellos hasta el día en que Kipper —un alumno del octavo grado— arrastró por el suelo a Vincent, golpeándole y haciéndole sangrar.
—Este chico ha estado a punto de matar a Gene —dijo Kipper—. Ruth le está atendiendo ahí afuera, pero no nos atrevemos a traerlo. En el libro Primeros auxilios se lee que no hay que mover a un herido hasta estar seguro de lo que realmente tiene.
—Espera aquí —le dije a Vincent al tiempo que me dirigía hacia la puerta—. Mientras, ve buscando unas vendas para curar tu rostro —añadí. Luego salí en pos de Kipper.
Encontramos a Gene encogido en medio de un grupo que le contemplaba horrorizado, al pie de la pared del desfiladero. Ruth lloraba, mientras le limpiaba la frente cubierta de barro con un trapo mojado. Tras un rápido reconocimiento, comprobé que no había ninguna herida. Acabé de tranquilizarme cuando le oí quejarse, al mismo tiempo que abría los ojos y comenzaba a moverse. Luego, haciendo un esfuerzo, logró sentarse, mientras palpaba con sumo cuidado su sien.
—¡Ay! ¡Esa maldita piedra! —exclamó con lágrimas en los ojos mientras yo apartaba los cabellos de su cabeza para comprobar si había alguna lesión, además de aquel chichón del tamaño de un huevo. No había ninguna—. Me golpeó con esa piedra grande —añadió.
—¡Imposible! —exclamé, ya algo más sosegada—. Si lo hubiera hecho, te habría destrozado los sesos al mismo tiempo. ¡Fíjate en el enorme tamaño de esa piedra!
El grupo se apartó para que Gene pudiera comprobar el tamaño de la piedra, mientras Pete bajó del repecho, donde se había subido para contemplar mejor la escena.
—Todo lo que usted quiera —dijo Gene mientras se llevaba la mano con sumo cuidado a la parte dolorida de su cabeza—, pero, de todas formas, ¡él lo hizo!
—Bueno, está bien, levántate —le dije mientras intentaba incorporarlo—. ¿Quieres que Kipper te lleve?
—No, no me hace falta —contestó Gene mientras rechazaba la ayuda de mis manos—. No estoy herido. ¡Marchaos de una vez, y dejad de meter vuestras narices donde no os importa! —dijo, airado, al tiempo que volvía la espalda a sus compañeros.
—Bueno, niños, marchaos de aquí —ordené, mientras conducía a Gene delante de mí—. Cuando estemos dentro de la escuela, Gene, tú y yo tenemos que hablar de ciertas cosillas.
Vincent nos esperaba sentado; parecía tranquilo. Se había limpiado cuidadosamente. Sólo tenía manchada de sangre la venda que había colocado sobre la herida de su ceja izquierda. Dos hilillos de sangre se deslizaban por su mejilla. Dediqué unos minutos a curarle. No había duda: Vincent era el más lesionado de los dos. Sentí los latidos de su corazón contra mi pecho mientras hacía girar su dócil cuerpo para arremangarle la camisa y atar la venda.
—Bueno, ya hemos terminado —dije mientras me sentaba detrás de mi pupitre, con expresión seria, y observaba a aquellos dos niños delante de mí—. Habla tú primero, Gene.
—Sí, profesora —contestó mientras, con aire casi de orgullo, separaba sus cabellos y me indicaba con un dedo el chichón de su cabeza—. Vincent me dijo que soltara mi ardilla y yo le dije que no. ¡Qué demonio! ¡Era mía! El insistió en que la soltara y yo volví a repetirle que no. Entonces, él cogió la jaula y... —al llegar a este extremo, la indignación que se reflejaba en sus ojos dio paso al instinto de defensa— le empujé y... bueno, entonces él me golpeó con la piedra. Santo cielo, creo que me dejó K.O., ¿no fue así?
—Así fue —le contesté, muy seria—. ¿Y qué me dices tú, Vincent?
—A él no le pasó nada —respondió con voz ronca al tiempo que bajaba los ojos y los fijaba en el esparadrapo del dorso de su mano. Luego levantó la cabeza, y en sus labios se dibujó una mueca indefinible—. Excepto que le golpeé contra la piedra— concluyó.
—¿Que le golpeaste contra la piedra? ¿Quieres decir como en el judo o algo así? ¿Le empujaste contra la roca con la suficiente fuerza como para hacerle perder el conocimiento?
—Como usted quiera —dijo, encogiéndose de hombros.
—No es como yo quiera —le contesté—. ¿Fue eso lo que en realidad sucedió?
—Le golpeé contra la piedra —repitió Vincent.
—Pero, ¿por qué? —insistí, ignorando los motivos de su terca insistencia.
—Estábamos peleándonos. Ya se lo dijo él.
—¡Me destrozaste la jaula! —intervino Gene, indignado.
—Tú ya hablaste antes, Gene; deja que ahora hable él. Continúa, Vincent.
—Tenía que dejar en libertad a la ardilla —prosiguió Vincent, dirigiéndome una mirada llena de ansiedad—. El se oponía; pero la ardilla quería huir.
Al llegar aquí, sus ojos perdieron aquel reflejo de esperanza; la esperanza de que yo le creyera a él.
—La ardilla no era tuya —le recordé.
—¡Tampoco era suya! —respondió—. ¡La ardilla era libre! ¡El no tenía ningún derecho...!
—Yo la cacé —intervino Gene.
—Cállate, Gene. Ahora le corresponde hablar a Vincent. ¡Si vuelves a interrumpirle, te ordenaré salir fuera!
Gene obedeció, refunfuñando.
—Sin embargo, Vincent, no pusiste ningún reparo a que Ruth tuviera encerrado un conejillo en una jaula —le dije, mientras en mi mente se establecía una relación entre «jaula» y «matemáticas».
—Es que ese animal nació para vivir enjaulado —me contestó mientras se tocaba la mano vendada—. No conoce otra vida y, además, esta circunstancia no le preocupa lo más mínimo. En cambio, a la ardilla, sí. El pobre animal habría sido capaz de matarse, de haber podido, con tal de conseguir la libertad. Yo... tenía que...
Con gran asombro, vi que unas lágrimas se deslizaban por las mejillas de Vincent, mientras apartaba su rostro para que yo no lo viera. Sin decir una palabra, saqué un pañuelo del cajón de mi pupitre y se lo entregué. Se secó las lágrimas con manos temblorosas.
—¿Tienes algo más que decirme, Gene? —le pregunté.
—¡Claro que sí! ¡La ardilla era mía! Y, además, me gustaba mucho. ¡Era... era mía!
—Haremos un trato —dijo Vincent—. Te daré una rata blanca dentro de una hermosa jaula de brillante aluminio. Una que esté preñada, si así lo deseas. De este modo, dentro de una semana, tendrá cuatro o cinco crías.
—¡Caramba! ¿Quieres presumir de honrado? —dijo Gene, cuyos ojos brillaban ahora de manera extraña.
—¿Qué quieres decir, Vincent? —le pregunté, intrigada por su propuesta.
—Es que en casa tenemos unas cuantas ratas —me contestó—. Mister Wellerk, que también trabaja en el Laboratorio de Matemáticas Experimentales, me dio unas cuantas cuando llegamos aquí mi familia y yo. Tenemos demasiadas ratas; y mi madre me dijo que podía regalarle a Gene las que quisiera si su madre estaba de acuerdo.
—¡Claro que estará de acuerdo! —exclamó Gene—. Aquí, los chicos tenemos a nuestra disposición una parte del granero para nuestros animales domésticos, y si nos cuidamos de ellos, nuestras madres no se cuidan de lo que tenemos. ¡Ni una sola vez vino mi madre a ese sitio del granero! En cambio, mi padre viene de vez en cuando para estar seguro de que hacemos bien las cosas. No, mis padres no se opondrán a que yo tenga una rata blanca.
—Bueno, pues en ese caso —intervine—, tú, Gene, le escribirás a tu madre una nota diciéndole que puedes conseguir la rata; y en cuanto a ti, Vincent, si estás decidido a cumplir lo que has dicho, trae mañana aquí la rata y daremos por terminado este enojoso asunto. Ahora ya se pueden marchar los dos —añadí mientras cogía la campanilla.
Gene se marchó inmediatamente, y pude oír cómo gritaba:
—¡Hurra, he conseguido una rata blanca! Vincent estaba a punto de atravesar la puerta cuando le llamé y le hice una pregunta:
—¿Sabía tu madre, antes de venir tú a la escuela, que ibas a dejar en libertad a la ardilla?
—No, profesora. Ni siquiera sabía que Gene tuviese una.
—¿Quieres decir que tu madre no te sugirió que hicieras ese trato con Gene?
—Así fue, profesora —respondió a disgusto.
—¿Cuándo? —le pregunté, temiendo que volviera a enredarme con sus extrañas teorías y misteriosas palabras.
—Cuando usted salió a buscar a Gene. Telefoneé y le conté todo lo que había pasado. Me reprendió por haberme peleado, y luego me sugirió que quizá a Gene le agradaría tener una rata blanca. A mí me gusta mi rata, pero tenía que dejar en libertad a la ardilla.
Al llegar a este punto, Vincent titubeó. No le dije nada. Acto seguido se marchó.
—¡Bien! —exclamé, respirando por fin. ¡Ananías K. Munchausen! ¿Era verdad que había llamado a su madre? ¡El teléfono más cercano estaba en el MONSTRUO MERCANTIL! Pero incluso admitiendo este hecho tan extraño... Resumiendo, aquello era algo que no entendía. ¡No sonaba a mentira!

 

A la tarde siguiente, una vez terminadas las clases, me puse a espiar por la ventana. Vincent se hallaba fuera esperando, igual que yo, a su madre. Era una cosa inevitable: cuando un chico vuelve a casa magullado, herido, o golpeado, es seguro que al día siguiente se presentará en la escuela un padre enfurecido pidiendo explicaciones. ¡Y Vincent había sido golpeado!
No oí la llegada del automóvil, pero comprendí que la madre acababa de llegar por los gritos de alegría de Vincent. Luego les vi dirigirse hacia el porche de la escuela. Vincent, cogido del brazo de su madre, caminaba feliz y contento.
—Esta es mi madre, profesora —dijo—, la señora Kroginold.
—Buenas tardes, señorita Murcer.
La señora Kroginold era baja de estatura, cabellos obscuros y ojos brillantes. Se volvió hacia el muchacho y le dijo:
—Tú espérate ahí afuera, hombrecito. Esta es una conversación entre personas mayores.
Vincent se dirigió hacia la puerta y, al llegar a ella, se volvió y nos dirigió una mirada en la que se reflejaba cierta ansiedad.
La señora Kroginold se sentó en la butaca que siempre tenía preparada para las visitas, y que, antes de que ella entrase, ya había puesto delante de mi mesa de despacho.
—Ya veo que me esperaba —dijo, señalando la butaca—. Comprendo que debí venir antes y explicarle la extraña conducta de mi hijo.
—En efecto, su hijo no es un chico corriente —empecé a decir con tacto—. Es esto lo que más me ha extrañado de él y no el que se pelee con un compañero.
—No, mi hijo no es un chico fuera de lo corriente —dijo la señora Kroginold—. Si lo es, será en otras cosas; su conducta se ajusta perfectamente a su carácter. En esto ha influido mucho la situación de nuestra familia. Resulta que nos hemos visto obligados a movernos constantemente de un sitio a otro, con los consiguientes cambios de escuela para Vincent. Esta es la primera vez que tengo la oportunidad de explicarle a alguien su extraña conducta. Y, desde luego, también es la primera vez que mi hijo golpea a otro chico. A su padre le costaría mucho trabajo creer lo que ha hecho. Bueno, de todas formas, se encuentra tan a gusto en esta escuela y progresa tanto en sus estudios que, francamente, no quiero seguir criticándole... Me dijo que usted le había preguntado sobre ese asunto de la rata...
—La rata preñada —completé yo.
—Pues, bien, aunque a usted le cueste trabajo admitirlo, mi hijo me consultó sobre este asunto. Me explicaré: los miembros de nuestra familia utilizamos una especie de telepatía en casos de emergencia.
—¡Una especie de telepatía! —exclamé extrañada, para luego añadir, tratando de seguirle la corriente—. ¡Oh, qué interesante!
Al observar un extraño fulgor en los ojos de la señora Kroginold, insistí:
—Quiero decir una peculiaridad muy interesante, ¿no le parece?
—Discúlpeme —me contestó rápidamente—. No quise decir... que acostumbramos a adivinar lo que los demás piensan en un momento dado. Pero puede usted creerme que mi hijo oyó —aunque mejor sería decir «sintió»— que la ardilla gritaba al resistirse a ser enjaulada. Esto le ocurre siempre, y en cualquier sitio. A mi juicio, la ineptitud de mi hijo en lectura se debe únicamente a los libros cuyo texto menciona algo que va en contra de la voluntad de un ser viviente, sea persona o animal..., bueno, creo que usted ya me entiende... Quiero decir que Vincent no puede tolerar, ni incluso leyéndolo, el que se obligue a un ser viviente a hacer lo que no quiere...
A mi mente acudieron en aquel momento algunas de las frases que a Vincent más le costaba pronunciar: «Y trataron de encerrarla dentro de una calabaza vacía.» «Las tres cabras ariscas de Billy tenían miedo de cruzar el puente.»
—En las otras escuelas en las que mi hijo estudió anteriormente —prosiguió la señora Kroginold—, sólo le proporcionaron libros en consonancia con su nivel de grado escolar; y por eso usted se ha sorprendido de muchas cosas que Vincent le ha contado... Sí, mi hijo golpeó a Gene contra la roca —prosiguió, con una forzada sonrisa—. Proyectó su cuerpo contra la roca. En realidad, se trata de una interpretación más bien liberal de nuestras reglas de familia. A mi hijo le está prohibido el dejar abandonada cualquier cosa importante, grande. Y en el caso que estamos discutiendo, creo que admitirá, señorita, que su compañero Gene estaba en menos peligro que la pobre ardilla. Como verá, nuestra familia tiene unas características que no son precisamente... nada corrientes. Pero dejando esto a un lado, quiero que sepa que mi hijo es aún un tierno escolar, que nosotros sólo somos sus padres, y que tanto él como nosotros la apreciamos mucho. ¿Acepta nuestras disculpas?
—Pues yo..., yo... —balbucí, sin poder disimular mi estado de confusión—, yo..., yo...
—Bueno, bueno —dijo, sonriente, la señora Kroginold al tiempo que se ponía de pie— Le estoy muy agradecida por no haber tomado como una ofensa todo lo que le he dicho. Y es que en cierta ocasión en que le hablé con toda franqueza a un vecino nuestro, éste trató de arrastrarnos a un pleito...; por eso le estoy muy agradecida. Ha sido tan buena con mi pobre Vincent, que no encuentro palabras para expresarle mi reconocimiento.
Acto seguido, se marchó sin haberme dado tiempo suficiente para poner orden en mis ideas. No sentí el motor del coche de la señora Kroginold al abandonar la escuela, pero cuando me asomé a la ventana no vi ninguno en los terrenos del colegio.
Cerré la escuela y me dirigí a un pequeño apartamento de dos habitaciones, situado detrás de la misma, para coger mi abrigo y mi bolso. En él había vivido durante mis dos primeros años de estancia en Rinconcillo antes de sentir la necesidad de mayor espacio y más libertad fuera de las horas de trabajo. De vez en cuando, incluso ahora, cuando me sentía muy cansada para soportar los ruidos de Winter Wells, pasaba la noche en mi vieja y estrecha cama en aquel apacible desfiladero.
Me volví a preguntar cómo era posible que no oyera el coche de la señora Kroginold al abandonar la escuela. En aquel instante atravesaba el último arenal cercano al riachuelo antes de penetrar en la autopista. Intentó seguir cuidadosamente las huellas que dejara por la mañana. Las mías eran las únicas, tanto de ida como de regreso. Dejé de pensar en aquel hecho tan extraño apenas me vi envuelta en el tráfico de la autopista. Dos camioneros de los que hacen el trayecto de la costa me avisaron con los claxons de sus vehículos. Luego me fijó que por la calzada central marchaban dos turistas del Medio Oeste contemplando el paisaje y sin darse cuenta de que iban a sólo cuarenta kilómetros por hora. Tuve que reírme a la fuerza. Después de todo, no había nada de misterioso en las solitarias huellas de los neumáticos de mi coche. En aquel momento me hallaba un poco desorientada. El Laboratorio de Matemáticas Experimentales se hallaba a menos de una milla de distancia de la escuela, pero a pie implicaba una buena media hora de caminata. Después de mi entrevista con la señora Kroginold, ésta se había marchado a casa con su hijo. Mi fantasía se echó a volar recordando a la señora Kroginold y la imaginé con sus sandalias de tacones de goma trepando por la falda de la colina, pues a nadie se le ocurriría utilizarlas para caminar por terrenos llanos.

 

La rata blanca tuvo seis crías, y este suceso consolidó la amistad entre Gene y Vincent para siempre. A partir de entonces las clases se desarrollaron con más o menos tranquilidad.
Pero de pronto, como obedeciendo a una señal, empezó por todo el país una campaña sobre exploración del espacio, a la cual procuraba aportar cada uno su granito de arena. En la escuela creamos una unidad espacial. De modo que empezamos a desarrollar un cursillo de lecciones sistemáticas en un ambiente realmente ruidoso. Todos los chicos, una vez terminada su misión, se dedicaban a la actividad que habían escogido, cosa que no daba mucho resultado al tratar de poner en práctica lo que tan a disgusto habían estudiado.
El grupo de primer grado se hallaba ocupado en la creación de un paisaje lunar con la arena que habían puesto sobre una mesa. Este paisaje tenía que estar complementado con habitantes de la Luna hechos de tiza.
—Los habitantes de la Luna no tienen que tener narices —dijo Ginny, un alumno muy inclinado a los comentarios críticos—. ¡Son diferentes! ¡No respiran, pues en la Luna no hay aire! Ni tampoco respiran los perros lunares, ni los gatos, ni las flores, ni siquiera las aves.
—No pueden volar en el cielo porque no hay aire —intervino Justin—. ¡Vuelan en tierra! A esos animales les agrada el fondo de los cráteres porque allí hay más suciedad.
—Estos críos son muy divertidos —oí que murmuraba Vincent al escuchar los comentarios de los más pequeños—. ¡Mira que decir que en la Luna hay animales! Cuando mi padre estuvo allí, lo único que vio...
Al llegar aquí, se detuvo, abrió desmesuradamente los ojos y se puso a buscar unos clavos apropiados en una mohosa lata de café.
—También los niños mayorcitos son muy divertidos —dije yo—. ¡Incluso la Luna! ¡No hay papas en la Luna!
—Supongo que no —respondió Vincent mientras cogía un martillo y se alejaba de mi lado—. ¡Por ahora no! —oí que susurraba.
Los chicos discutían lo que debían hacer, teniendo yo que intervenir como arbitro de sus disputas o discrepancias. Si se utilizaba un perdigón para representar a la Tierra, ¿no era lógico que entonces no cupiera en la única habitación de la escuela todo el sistema planetario? Por ello les sugerí a mis alumnos que cogiesen una enciclopedia y estudiaran algo de matemáticas.
Gene y Vincent, haciendo caso omiso de mis sugerencias, se hallaban concentrados en construir una cápsula espacial según el modelo más moderno de Estados Unidos, pero con algunas modificaciones para incluir aspectos de un platillo volante. Observé cómo Vincent trataba de colocar un altímetro —o algo parecido—, utilizando una lata de conservas, en el panel de control de la cápsula espacial. Mientras, Gene pintaba de rojo una hilera de latas situadas en el centro del artefacto. El color rojo era el más corriente para las luces de los platillos volantes.
—Me pregunto si los astronautas no enfermarán de claustrofobia —señalé por decir algo—. Algunas veces, yo he sentido angustia en los ascensores o minas.
—Supongo que antes de ser seleccionados para futuros astronautas, los que padecen esas enfermedades nerviosas son eliminados —dijo Vincent, quien seguía empujando la lata de conservas vacía—. Todos son sometidos a una serie de tests.
—Comprendo —le respondí—. Pero las personas cambian. Imaginemos por ejemplo...
—¡Vaya panorama! —intervino Gene, cuyos brazo y codo aparecían manchados de pintura roja—. ¡Imagínense el subir allá arriba! ¡No poder salir! ¡Tampoco poder bajar! ¡Y por si fuera poco, la claustrofobia!
Esta última palabra la pronunció, sílaba por sílaba, con cierto aire de orgullo. Todos los alumnos de la escuela habían estado discutiendo sobre esta palabra cuando empezaron a construir el artefacto espacial.
En ese instante la lata resbaló y Vincent se echó a un lado, cayendo contra mí.
—¡Oh! —exclamó, al tiempo que se llevaba la mano derecha a la cabeza—. Yo...
Observé durante unos instantes su rostro; un sudor frío se deslizaba por la raya de sus cabellos, para luego caer goteando sobre mi mesa. —Siéntate —le dije.
—¿Qué le ha sucedido? —inquirió Gene, cuya pierna también se había manchado de pintura roja.
—Está un poco mareado —le respondí—. Fíjate cómo te has puesto con la pintura. Has manchado toda la ropa.
—¡Santo cielo! —exclamó—. Cuando me vea mi madre, me va a matar —añadió mientras pasaba su mano por los pantalones, desde la cadera hasta la rodilla.
—Bueno, ya es hora de que acabe todo esto —dije—. Te agradecería que te encargaras de la salida de clase, Kipper.
Kipper intentó poner orden en aquella confusión, ordenando a sus compañeros que arreglaran sus cosas y salieran de la escuela. Luego me volví hacia Vincent y le pregunté cómo estaba.
—Lamento mucho lo sucedido —me respondió—, pero a veces ocurren cosas que no se pueden evitar.
—No te preocupes por eso —le dije, mientras apartaba los cabellos de su frente—, o te volverás loco.
—Mi madre dice que tengo una imaginación demasiado ardiente —dijo, acompañando sus palabras con una mueca de los labios.
—Así es —le dije sonriendo—, y esto no está bien para un verdadero astronauta. No debes atormentarte pensando en problemas que puedan presentarse en nuestra vida. Siempre tendremos problemas con nosotros mismos. No hay necesidad de molestar a nadie.
—Yo no molesto a nadie con mis problemas ni con mis ideas-respondió, señalando con un dedo su cabeza—. Tampoco lo desea mi cerebro; pero ahí están siempre orbitando. Bueno, voy a ayudar a Gene. El pobre resbaló sin que yo pudiera detenerle.
—Dime una cosa, Vincent: ¿quién o qué cosas están orbitando...?
No pude acabar la pregunta, pues en ese instante, Justin saltó sobre aquel montón de cosas desparramándolas por el suelo. El incidente me hizo desistir de otras preguntas que pensaba formularle a Vincent.

 

Aquella tarde dejé a un lado el periódico y me puse a pensar mientras paladeaba mi taza de café. Se trataba del periódico local, el cual aspiraba a convertirse en un importante rotativo como los de las grandes ciudades a pesar de que sólo hacía medio siglo que se editaba semanalmente y de que no constaba más que de cuatro páginas. Entre las noticias había una que llamó inmediatamente mi atención; eran las interesantes observaciones de un tal Morris.

 

«El operador de radio local, Morris Staviski, sostiene que los rusos tienen un nuevo "sputnik" en órbita tripulado por hombres. Asegura que ha podido captar unas señales de radio procedentes de dicha cápsula. Morris afirma que no entiende lo que significan, pero está seguro de que las voces hablan en ruso, lengua que conoce, pues su abuela era rusa.»

 

«¡Qué cosa más extraña! —exclamé para mí misma—. ¿Qué habrá de verdad en todo esto? Quizá Vincent conozca a Morris. Quizá fue esta persona quien le metió en la cabeza todas esas ideas extrañas sobre las "órbitas".»
Así pues, al día siguiente decidí preguntarle.
—¿Staviski? —repitió, extrañado—. No, profesora, no conozco a nadie de ese nombre. Al menos, no me acuerdo en este momento. ¿Es que debo conocerlo?
—No precisamente —le contesté—. Tenía la impresión de que le conocías; eso es todo. Se trata de un operador de radio...
—¡Oh, estupendo! —exclamó interrumpiéndome—. Precisamente estoy trabajando en un código de radio, por lo que, la próxima vez que vaya a Winter Wells, iré a consultar a ese señor.
—¡Y yo! —intervino Gene—. También yo estoy aprendiendo el código de radio.
—Puede venir, profesora, pues está muy torpe en esta materia —dijo Vincent, sonriendo—. Con indicarle que no sabe distinguir aún un punto de una raya, se lo digo todo.
A la mañana siguiente, Vincent llegó a la escuela andando como un sonámbulo. Se movía como una persona que está dormida. La extraña conducta de mi alumno me llamó la atención. Al final me decidí a tomarle la temperatura. Era normal. Pero él no lo estaba. Cuando llegó la hora del recreo, todos sus compañeros salieron disparados hacia el patio de juegos, pero él permaneció en su sitio, la mirada fija en la ventana, su trabajo sin terminar delante de él, y con el lápiz en la misma mano sobre la que descansaba la cabeza.
—¡Vincent! —le llamé; pero no me contestó—. ¡Vincent!
Dio un profundo suspiro y luego dirigió su mirada hacia donde yo estaba, pero lentamente, muy lentamente.
—Sí, profesora-dijo, después de humedecer los labios con la punta de la lengua.
—¿Qué es lo que te ocurre? —le pregunté—. ¿Te duele alguna parte del cuerpo? ¿Estás enfermo?
—¿Enfermo? —Y al decir esto, sus ojos se agrandaron y su rostro se desfiguró como si lo hubieran cubierto con una máscara. Luego hizo un esfuerzo y balbuceó unas palabras—. No soy yo el que usted busca. Es..., es...
Vincent apoyó la palma de su mano en la mejilla y afianzó el codo sobre el pupitre, mientras apretaba sus dedos contra la boca.
—¡Vincent! —exclamé alarmada; luego corrí a su lado y acaricié con ternura su cabeza.
El pobre niño, después de un estremecimiento de hombros y un profundo sollozo, se volvió hacia mí y escondió su rostro en mi seno, mientras gemía:
—¡Oh, profesora! ¡Oh, profesora!
Antes de nada, dirigí mi mirada hacia el patio para cerciorarme de que los demás niños estaban allí construyendo castillos de arena. Luego conduje a Vincent a mi mesa y le hice sentar junto a mí. Durante unos instantes permanecimos en silencio, mi mejilla apoyada en su cabeza. El olor de sus cabellos me recordaba el de las plumas de un pollito.
—¡Está asustado! ¡Está asustado! —exclamó por fin, si abrir los ojos—. El otro está muerto. Está destrozado y por eso ya no volverá. ¡Está asustado! ¡Y el que está muerto tiene los ojos fijos en él, con la boca llena de sangre! ¡Y no puede bajar! ¡Sus manos están sangrando! Se golpeó contra la pared al tratar de salir. ¡Pero no hay aire en el exterior!
—Dime una cosa, Vincent —le rogué cariñosamente—, ¿te has contado historias fantásticas hasta acabar por creértelas?
—¡No! —exclamó apoyando su rostro en mi hombro, mientras su cuerpo parecía ponerse aún tenso—. ¡Lo sé! ¡Lo sé! ¡Puedo oírle! Al principio se puso a llorar y a gritar, pero ahora está muy asustado. Ahora él...
Vincent se calló, y luego apartó su rostro de mi hombro. Poco a poco fue desapareciendo la angustia que le dominaba.
—¡Se ha vuelto a marchar! Tiene que ir a dormir. A lo peor está inconsciente. Ya no le oigo todo el tiempo.
—¿Qué te decía? —le pregunté, tratando de hacer desaparecer su..., bueno, lo que fuese.
—No lo sé —me respondió, y su mirada era aún inquieta—. No entiendo su idioma.
—Pero tú dijiste antes... —protesté—. ¿Cómo puedes saber lo que esa persona siente, si ni siquiera sabes...?
Vincent sonrió con aquella típica mueca en las comisuras de sus labios y me dijo:
—Cuando usted contempla a uno de nosotros sin decir una palabra mientras levanta la ceja izquierda, ¿qué quiere dar a entender?
—Bueno, eso depende de lo que estéis haciendo.
—Si se refiere a mí, ya sé lo que me quiere dar a entender. Y dejo de pensar en lo que estoy pensando. Lo mismo hacen mis compañeros de clase. Pues bien, todo lo que le he contado lo sé gracias a ese método. Más valía que hubiese terminado mi ejercicio de pronunciación —concluyó diciendo mientras se dirigía a su pupitre.
—¿Te refieres a la «orbitación»? —le pregunté, ilusionada, tratando de asociar aquella palabra con lo que acababa de presenciar.
—¿Orbitación? —repitió Vincent, el cual en aquel momento ya se hallaba escribiendo apresuradamente—. Esa palabra es la sexta. Estoy solamente en la cuarta.
Aquella tarde, cuando acabé de examinar los tests, miré al reloj. Eran las cinco. Como me dolían mucho los hombros y el estómago, decidí pasar la noche exactamente donde me hallaba, es decir, en aquel pequeño apartamento de dos habitaciones adyacente a la escuela.
Así pues, me levanté de mi mesa y abrí la puerta que comunicaba la escuela con dicho apartamento. Me quité las zapatillas, apagué la luz y puse en marcha el calentador para eliminar la gran humedad que allí había. Luego encendí una pequeña lamparita, me senté a los pies de la cama y me puse a tomar una taza de café mientras escuchaba un disco de Acker Bilke. Mientras me frotaba los dedos de los pies, a mis oídos llegaban las dulces y claras notas del clarinete, que actuaban como un calmante sobre mis irritados nervios. Acto seguido me puse a componer otra estrofa para mi oración cantada:
«Roguemos a Dios para que nos otorgue alimentos... y calor... y protección... e inocencia... y luz, y un espíritu limpio... y paz... y sosiego...»
Dormité durante cierto tiempo, hasta que de pronto me desperté. El tocadiscos se había parado automáticamente y en el apartamento había tal silencio, que podía escuchar el rumor del viento al agitar las ramas de los robles y, a lo lejos, el ruido de un tren. Pero también volví a percibir el verdadero ruido que realmente me había despertado.
Había alguien dentro de la escuela.
Me estremecí al pensar que podía haber dejado abierta la puerta del apartamento. Pero estaba segura de que había cerrado la puerta de la escuela después de las cuatro de la tarde. Claro que esto no era como para estar tranquila, pues aquella puerta podía abrirse con un simple alfiler, ¿Pero quién podía interesarse por entrar en la escuela a aquella hora de la noche? Seguí percibiendo aquellos ruidos cautelosos. Oí el ruido típico de las dos hojas de la puerta de la escuela al abrirse, así como también un sonido sordo y un crujido en el porche.
Medio paralizada por el miedo, me levanté y me acerqué a la ventanita que daba a dicho porche. Con sumo cuidado separé los visillos y traté de distinguir algo bajo la pálida luz de la luna. Cuando vi lo que afuera había, me llevé tal susto, que solté inmediatamente los visillos, presa de terror.
¡Había un platillo volante! ¡Con luces rojas! ¡En el mismo porche de la escuela!
Me puse a reír como una histérica. ¿Cómo podía haber un platillo volante en el mismo porche de la escuela? Era ridículo. Sin embargo, había un detalle que me resultó familiar: las luces rojas en el centro del platillo. Entonces lo comprendí todo y me tranquilicé: ¡aquel platillo volante era nuestra cápsula espacial, la que estábamos construyendo en la escuela! Pero... ¿quién iba a robar un juguete hecho con latas de conserva, clavos mohosos y trozos de hojalata?
Entonces pegué materialmente mi rostro al cristal de la sucia ventana tratando de ver algo más, pero sólo pude oír un extraño ruido, una especie de misterioso zumbido.
¡Nuestra cápsula espacial estaba volando!
«No puede ser —me repetí varias veces—, que ese conjunto de latas de conservas, clavos mohosos y trozos de hojalata pueda volar.» No, no podía ser. Pero la realidad era que el artefacto se elevaba, bajaba, volvía a elevarse para luego volver a bajar, rozando de vez en cuando las paredes del patio de la escuela.
Salí del apartamento, atravesé la obscura aula de la escuela y me encaminé hacia el porche. Allí, en medio del patio, estaba la cápsula. Bajé los escalones del porche y me dirigí hacia el artefacto; pero cuando ya estaba cerca del platillo volante, sentí dolor en los dedos de los pies: estaba descalza. No obstante, proseguí mi camino en dirección al artefacto, decidida a saber quién era la persona que trataba de apoderarse del mismo.
A pesar de la obscuridad supe quién trataba de apoderarse del platillo volante. Era Vincent. Demudado el rostro, boqueando, el muchacho tapaba sus oídos con las manos mientras, en silencio, todo su cuerpo se contorsionaba de dolor.
—¡Santo cielo! —exclamé mientras me arrodillaba a su lado—. ¡Vincent! ¿Qué demonios te ocurre?
Haciendo un esfuerzo supremo arrastré su cuerpo hacia un lugar iluminado por la luna.
—¡Tenía que hacerlo! ¡Tenía que hacerlo! ¡Tenía que hacerlo! —repetía asustado, tratando de apartarse de mí—. ¡Le oí! ¡Le oí!
—¿A quién oíste? —le pregunté—. ¡Vincent, contéstame! —insistí sacudiéndole—. ¡Vamos, despierta! ¿Qué estás haciendo aquí?
Vincent se arrojó a mis brazos, sollozó durante unos instantes y al final abrió desmesuradamente los ojos mientras exclamaba asombrado:
—¡Profesora! ¿Qué está usted haciendo aquí?
—Soy yo la primera en preguntar —le dije—. ¿Qué estás haciendo aquí, y qué significa todo este jaleo de la cápsula?
—¿La cápsula? —respondió mientras dirigía su mirada hacia el artefacto y las lágrimas se deslizaban por sus mejillas—. ¡Ahora ya no puedo ir, y tengo que ir allí!
—Está bien —le dije—. Vámonos a la escuela y allí arreglaremos de una vez para siempre este dichoso asunto.
Empezamos a caminar hacia el porche de la escuela, pero al llegar al pie del mismo, Vincent se detuvo y exclamó:
—¡Dentro, no! ¡Oh, no, por favor, dentro no!
—Bien, de acuerdo, nos sentaremos aquí un ratito.
Se sentó en la escalera del porche, junto a mí. Sus mejillas brillaban, al reflejarse en las lágrimas que las cubrían, los rayos de la luna. Saqué un pañuelo de mi bolsillo y le limpié las lágrimas. Luego le di otro y le ordené que se sonara la nariz. Acto seguido le exigí que se explicara.
—Yo... —se detuvo para secarse nuevamente las lágrimas—. Vine a coger la cápsula. Pensé que era el único medio de salvar a aquel hombre.
—¿Es ése el principio de toda la historia? —indagué al ver que se callaba.
De nuevo se echó a llorar, y tuve que darle otro pañuelo mientras le decía:
—Mira, Vincent, me consta que alguna cosa te ha preocupado durante estos últimos días. ¿Se la has contado a tus padres?
—No; yo no soy de estos que cuentan todo lo que oyen. No está bien. Aquel hombre acudió primero a mí, y ahora yo no puedo abandonarle, porque sé que se encuentra en un aprieto. Y no se puede ayudar cuando se sabe que alguien está en un aprieto...
—¿Quién es ese hombre? —le pregunté, confiando en que, por fin, me enteraría de todo lo que pasaba—. ¿Acaso es ese que está orbitando?
—Sí —me respondió Vincent—. Ese hombre se encuentra ahí arriba en una cápsula y tiene el grave problema de que sus cohetes retropropulsores no funcionan, no puede encenderlos. Incluso si consiguiera vivir hasta que la declinación orbital le permitiese volver a entrar en la atmósfera, al hacerlo arderían la cápsula y él ¡Y está tan asustado! ¡Está atrapado dentro de ella! ¡No puede salir de la cápsula!
—¡Cálmate, Vincent! —le grité mientras le sacudía por los hombros—. ¡No puedes ayudar a ese hombre de esta forma!
El pobre niño se echó a llorar y ocultó su rostro en los pliegues de mi falda. Traté de tranquilizarle con dulces palabras mientras le acariciaba el cuello.
—¿Cómo te las arreglaste para que la cápsula se moviera? Porque la cápsula se movió, ¿no es así?
—Sí —respondió Vincent—. La solté. Nosotros, sabe usted, podemos..., soltar las cosas... Mi gente puede hacerlo. Pero yo no soy todavía lo suficientemente mayor para hacer que se eleve. Y si no soy capaz de sacar la cápsula de este desfiladero, ¿cómo voy a lograr que se eleve en la atmósfera? Y si no puedo hacerlo, ese hombre morirá... ¡de espanto!
—¿Es que tú puedes hacer volar cosas?
—Sí, todos nosotros podemos. Incluso podemos volar nosotros mismos. ¿Quiere verlo?
¡Y se elevó delante de mí en el aire! ¡Sus rodillas llegaron a ponerse al mismo nivel de mi cabeza! A mis pies cayeron uno de los lazos de sus zapatos y una de sus vendas.
—Baja inmediatamente —le dije tragando saliva—. Escucha: tú sabes que no hay aire en el espacio, y nuestra cápsula... ¡Santo Dios! ¿Nuestra cápsula? ¿En el espacio...? No estaba provista de aire. ¿Cómo esperabas, pues, respirar?
—Disponemos de un «protector» —me respondió—. Mire.
Y, acto seguido, Vincent, tras sentarse, se puso algo sobre la cabeza. Extendí la mano para tocarlo, pero me hice daño en los dedos.
—Este aparato nos protege del frío exterior al mismo tiempo que encierra el aire necesario para respirar.
—Un momento —le dije—; vamos a analizar un poco todo este lío. ¿No acabas de decirme que hay un hombre orbitando en el espacio, que se encuentra en una situación peligrosa y que pretendes subir allí arriba con la cápsula para rescatarle? ¿Crees que puedes hacerlo llevando sólo el aire de tu protector? ¿Bastará ese aire para los dos?
Vincent hizo un gesto afirmativo.
—¡Oh! ¡Qué criatura eres! —exclamé—. ¡Es imposible que puedas llevar a cabo tu intento!
—Entonces morirá —dijo con voz lastimera.
Pero ¿qué clase de consuelo podía yo proporcionarle a aquella criatura? Luego se me ocurrió una idea: teníamos suerte de que aquella noche hubiese claro de luna; la gente sencilla y pueblerina suele especular con toda clase de misterios cuando hay claro de luna.
—Escucha, Vincent; tengo que decirte una cosa.
—Dígame, profesora.
—Si logras que nuestra cápsula vaya muy lejos, ¿a qué altura puede tu padre elevarla?
—Mi padre puede hacer que se eleve a muchísima más altura de la que yo lograría —respondió el alumno—. Mi padre estudió para llegar a ser un Motivador regular cuando fue a la Casa Nueva, pero dejó sus estudios cuando, a través del espacio, regresó a la Tierra, ya que los ajenos no aceptan... ¡Oh, me olvidaba! ¡Me olvidaba de que usted es una ajena! Lamento mucho habérselo dicho, pero se me olvidó. ¡Usted es una ajena! A nosotros nos está prohibido informar..., mostrar... Los ajenos no...
—Eso son tonterías —le dije—. Yo no soy ninguna «ajena». Yo sólo soy una profesora. ¿Podrías ponerte en comunicación con tu madre esta noche de la misma forma que lo hiciste el día en que te peleaste con Gene?
—¿Pelearme? ¿Con Gene?
Por lo visto, aquella pelea fue un suceso del período neolítico para Vincent, pues no la recordaba.
—¡Oh, sí, ahora me acuerdo! Creo que sí, que puedo ponerme en comunicación con mi madre utilizando la telepatía; pero creo que se enfadará. Dejé... y dije..., y..., y... —Vincent estaba a punto de ponerse a llorar de nuevo.
—Pues tienes que escoger entre salvar a ese hombre o que tu madre se enfade contigo. Debiste contar todo a tus padres cuando te enteraste por primera vez de la difícil situación de ese hombre.
—No quise decirles que había estado escuchándole...
—¿Es ruso? —le pregunté por simple curiosidad.
—No lo sé —me respondió—. Dice unas palabras muy extrañas. En este instante dice algo así como Hospodi pomelui. Creo que está hablando con Dios.
—Llama inmediatamente a tu madre. Seguramente estará muy preocupada por ti en estos momentos.
Muy sumiso, se sentó en un escalón junto a mí y permaneció en silencio y con los ojos cerrados durante cierto tiempo. Luego abrió los ojos y me dijo:
—Acaba de enterarse que yo no estaba durmiendo en la cama. En este instante, mis padres vienen hacia aquí —dijo temblando—. Tengo miedo, pues mi padre tiene un carácter muy irascible algunas veces. No puede decirse que tenga un temperamento de lo más ecuánime.
—¡Oh, Vincent —le respondí, riendo—, qué chico más extraño eres! Y no digamos nada de tus padres, pues constituyen una rara mezcla de misteriosas cualidades.
—No, yo no —me contestó—. Tanto mi padre como mi madre pertenecen a la raza del Pueblo. Remy sí que es una extraña mezcla, ya que su abuelo era de la Tie rra, pero el mío vino de la Casa. Bueno, ya me entiende, cuando aquélla fue destruida. Me habría gustado mucho ver la nave espacial en que mis padres vinieron a la Tierra. Mi padre dice que cuando él era pequeño venían de vez en cuando a este planeta y se llevaban muestras que arrancaban de las paredes del desfiladero, precisamente en el mismo sitio en el que se estrellaron la última vez. Pero todavía tienen una muestra viva en un cobertizo detrás de la casa. Mis padres pudieron salvarse cuando la nave espacial se estrelló, pero otros no pudieron. Algunos murieron en el espacio y otros, porque las gentes de la Tierra sintieron miedo de ellos y les mataron.
Me estremecí mientras escuchaba este extraño y escalofriante relato de Vincent, aunque hubo un momento en que me pregunté si toda aquella historia no sería fruto de la imaginación calenturienta de mi misterioso alumno. Después de todo, durante la luna llena ocurren cosas muy extrañas...
Vincent me sacó de mi ensimismamiento con un grito:
—¡Mire, ya están aquí mis padres! ¡Caramba, sí que se han dado prisa en venir! Seguramente se han vuelto locos o están muy enojados conmigo. —Y acto seguido se encaminó hacia el patio.
Me acerqué a la ventana y miré en dirección a la carretera, pero en aquel instante oí unos pasos. Y allí estaban los dos, el señor y la señora Kroginold. ¡Y en verdad que él parecía haberse vuelto loco! No sabría cómo describir su rostro, pero daba la impresión de que estaba cubierto de cortes que brillaban bajo la luz de la luna.
La señora Kroginold surgió de repente detrás de Vincent, y me dio la impresión de que el señor Kroginold se preparaba para dedicarme una larga plática. Dominada por el temor, retrocedí y permanecí callada. Luego, pasados unos instantes, rompí aquel silencio.
—Aquí tenemos nuestra cápsula escolar —les dije, señalando en dirección a la base del desfiladero—. Con este aparato, su hijo pretendía volar como en un «sputnik» y rescatar a un hombre. Dijo que con el aire encerrado en su protector tendría suficiente para los dos. Vincent sostiene que hay un hombre a punto de morir allí arriba, y esto le ha producido una angustia que ha encerrado dentro de su pecho, sin querer comunicárselo a nadie, ni siquiera a ustedes, porque temía que se enojaran con él.
Me callé durante unos instantes para tomar un poco de aliento. Entonces, el señor Kroginold, para mi asombro, me dedicó una simpática sonrisa y me dijo:
—¡Está visto que este hijo mío es un pequeño diablo! Durante las últimas horas estuve inquieto pensando que le había ocurrido algo. Cuando yo era un niño, allá en el desfiladero... —al llegar aquí se interrumpió, y se dirigió a su hijo—: ¡Vincent, ven aquí! Si ocurre algo, dínoslo y haré todo lo que esté en mi mano. Vamos a ver, ¿qué sucede? —le dijo mientras le cogía por el brazo y le conducía hacia el porche, donde todos nos sentamos—. Bueno, ahora explícamelo todo detalladamente.
Vincent, con los ojos fijos en el rostro de su padre y sujetando la mano de su madre, empezó a explicarle todo lo que me había dicho a mí anteriormente.
—Hay dos hombres ahí arriba, en el espacio, orbitando. La cápsula no funciona normalmente. Uno de ellos está muerto, y el otro no hace más que gritar pidiendo auxilio. Este hombre..., se encuentra tan mal que..., ha estado a punto de matarse... Sólo de vez en cuando noto que su angustia y desesperación desaparecen, pues tengo como un presentimiento de que ya no está en peligro... Como en este preciso momento. Pero luego vuelve...; pero aún...
—Ese hombre está orbitando —dijo el señor Kroginold con los ojos fijos en el rostro de Vincent.
—Desde luego que sí —respondió Vincent—. ¡No había pensado en eso, papá! ¡Oh, qué estúpido soy!
—No, no eres ningún estúpido —le dijo su padre, abrazándole—; lo que ocurre es que eres muy joven para comprender ciertas cosas. Ya aprenderás cuando seas mayor. Lo primero que tienes que hacer es contar tus problemas a tus padres. Para eso estamos.
—Pero es que yo no tengo por qué escuchar...
—¿Trataste de buscarlo fuera? —le preguntó el señor Kroginold—. ¿Qué sabías de la cápsula?
—No, sólo sé que vino a mí...
—¿Lo viste? Por otro lado, tú no estabas escuchando telepáticamente. Simplemente estabas «invadido». Es decir, acertaste a ofrecer la receptividad idónea. Y ahora dime cuáles son tus planes.
—Quizá ellos también fueron unos estúpidos —opinó Vincent—. Yo estaba dispuesto a elevar nuestra cápsula... Tenía que hacer algo..., y tratar de interceptar la órbita del otro. Luego pensé sacar fuera a ese hombre —no sé cómo— y traerlo a la Tierra aterrizando en el edificio del FBI, en Washington. Estos agentes seguramente habrían sabido cómo devolverlo a casa.
—Bueno —respondió su padre—; pero, de todas formas, tus planes tienen la virtud de ser la simplicidad personificada. Por ejemplo, ¿cómo el FBI iba a convencer a las autoridades de su país de que no nos habíamos apoderado de su cápsula para provecho nuestro o con fines malévolos? ¿Quieres hacerme el favor, Lizbeth, de ponerte en contacto con Ron? —continuó el señor Kroginold, dirigiéndose a su esposa—. Creo que está en Kerry esta noche. Seríamos muy afortunados si nuestro mejor Motivador anduviera por allí. Veré si Jemmy está allá arriba en el desfiladero. Trataremos de conseguir su aprobación sobre el artefacto de Remy en Selkirk. Si éste se hubiera marchado por mucho tiempo, ya nos habríamos enterado de algo.
Era todo un espectáculo ver a los tres sentados en los escalones de mi porche, hablando entre ellos de cosas extrañas que yo no entendía, y con los ojos cerrados, como tratando de ponerse en comunicación telepática con otros seres del espacio.
De repente, Vincent puso su mano derecha sobre el hombro de su madre y le dijo que en aquel momento volvía el extraño fenómeno.
—No, hijo mío —le dijo su madre —, se trata simplemente de que Ron está tratando de acercarse a Selkirk. Jake —añadió dirigiéndose a su marido—, Vincent ha recibido una comunicación.
—Espera un momento, Vincent —le dijo a su chico el señor Kroginold—. Dime cómo puedo alcanzarlo... Muéstramelo.
Todos permanecieron en silencio mientras Vincent cerraba los ojos y volvía a concentrarse. Pero luego se echó a llorar de nuevo. Su madre sacó un pañuelo y le limpió el rostro, mientras decía:
—Todo esto no terminará hasta que la cápsula no vuelva a desaparecer de nuevo detrás de la Tierra. Con su actitud, Vincent sólo conseguirá contagiar su desesperación a su padre, y éste, por reflejo, a Jemmy, situado en la parte alta del desfiladero. Jemmy es nuestro Viejo, quien nos ayudará a partir de ahora; pero para ello, Vincent tiene que ser nuestro receptor...
—Una especie de acción telepática —dije yo.
—Sí, sí, una especie de acción telepática —dijo la señora Kroginold sonriendo—. ¿No se le ha ocurrido pensar en otra cosa?
—Pues que he tratado de sumar dos y dos, y siempre me ha dado cuatro como resultado.
—¿Y esto no le agrada?
—No pensaba en ello. Estaba pensando que, a lo mejor, los antepasados de Vincent no vinieron a la Tierra en una nave espacial sino en el Mayflower.
—Pero no en el Mayflower de sólo hace unos años..., ¿no es así? ¿Y qué más?
—¿No ha visto el padre de Vincent ninguna vida en la Luna? —continué preguntando.
—No hace mucho tiempo de eso. ¿Y qué más?
—¿Y no es posible que allí se encuentre un hombre en peligro y que ustedes estén tratando de salvarle?
—Pues, verá; para mí, esos cuatro se encuentran bien.
—¿Está segura de ello? Entonces eso significa que esta nueva ciencia acabará conmigo.
—Se lo explicaré —intervino el señor Kroginold—. Todo está en movimiento. Ron ha ido por el artefacto espacial. Vendrá aquí tan pronto le sea posible y nos recogerá, Jemmy está en la cápsula haciendo los cálculos pertinentes para preparar el encuentro. Luego, si el Poder da su visto bueno, nos encontraremos en condiciones de traernos a ese muchacho.
—Yo..., yo... —balbucí asombrada—. Bueno, será mejor que regrese a casa. Sin embargo, hay una cosa que aún me preocupa.
—¿Qué cosa? —me preguntó el señor Kroginold.
—¿Cómo se las va a arreglar el FBI para convencer a las autoridades del otro país?
—¡Ay! —exclamó la señora Kroginold—. Jake...

 

Me recogí las faldas y dejé, sentada en los escalones de mi porche, a toda la familia Kroginold. Cuando cerré la puerta tras de mí, me asombró el contraste entre la obscuridad allí existente y la claridad exterior. Luego empecé a hacerme toda una serie de preguntas. ¿Se trataba de un hombre bueno? ¿Era un personaje importante? ¿Qué clase de recompensa buscaba? ¿Era necesario que pasara todo lo que estaba pasando?
Acto seguido, me calcé los zapatos y me vestí. Luego me puse un jersey y me situé en el centro del apartamento. Después de todo, era una deferencia el que me vistiera de gala cuando en la puerta de mi casa había unas personas que esperaban una nave espacial para emprender un viaje por los espacios siderales. Como oyera voces de una conversación, me acerqué a la puerta y permanecí atenta a lo que estaban diciendo fuera.
—Sí, Vincent, se trata de una ajena.
—No, ella no es una ajena. Ella dijo que sólo era una maestra de escuela. De repente se abrió la puerta y entró el señor Kroginold.
—Perdone que la moleste —me dijo—, pero Vincent dice que a usted seguramente le agradará ver la llegada de la nave, pero...
_Pero —dije— ustedes no están de acuerdo con los deseos de Vincent por creer que se trata de un secreto íntimo.
—¡Aquí llega! —exclamó Vincent desde el porche.
—Yo no veo nada —dije, mirando intensamente el cielo.
—No se extrañe —intervino la señora Kroginold—; esta nave dispone de un aparato que la hace invisible. Jake, pregúntale a Ron...
El señor Kroginold dirigió su mirada hacia el cobertizo. ¡Y allí estaba! Se trataba de un artefacto color de plata, con el morro hacia abajo. Había aterrizado sobre el suelo de arena del patio de recreo de la escuela.
—El sistema para permanecer invisible —dijo la señora Kroginold— hará que nadie nos vea, y otros aparatos impedirán que nos intercepten el radar y otros mecanismos electrónicos de ustedes los terrestres. No, no somos los tripulantes de un platillo volante —añadió, sonriéndose—, y me alegro de ello.
—¿Es esto realmente una nave espacial? —le pregunté.
—¡Claro que lo es! —exclamó Vincent—. Era del Hombre Viejo, y en ella lo llevaron a la Luna para enterrarle; y Bethie y también Remy llevaron a sus padres y...
—Contente un poco, hijo mío —le interrumpió el señor Kroginold—. No es necesario que le cuentes a tu maestra toda nuestra historia.
—Ella ya comprende lo que ocurre —intervino la señora Kroginold—. Para nosotros, ella no es una extraña.
—No iré muy lejos —dijo el señor Kroginold—; pronto regresaré y os recogeré.
—No, yo voy contigo —replicó su esposa—. No estoy dispuesta a perderme esta interesante y maravillosa aventura...
—Deja que venga con nosotros, papá —dijo Vincent.
—¿Con nosotros? ¿Es que tú también piensas venir?
—¡Desde luego! ¡Es mi hombre!
—Ya ve usted la situación, señorita —dijo su padre, dirigiéndose a mí—. ¡Así es mi familia! Ahora resulta que también quieren que la lleve a usted.
Me quedé estupefacta, pasmada, sin poder abrir la boca. ¡Llevarme a mí en aquella aventura espacial! ¡A mí que siempre me han dado miedo las alturas! Pero accedí, doblegándome ante esa curiosidad que siempre he sentido por las aventuras. Me proporcionaron una chaqueta de cuero grueso, indispensable, por lo visto, para esta clase de viajes espaciales, y yo, por mi cuenta, cogí un diccionario inglés-ruso y ruso-inglés, ya que el hombre que tratábamos de salvar podía ser ruso, aunque, dadas las dotes telepáticas de Vincent, no era necesario.
Se abrió una puerta de la nave espacial. Cuando ya nos dirigíamos hacia ella, me acordé de que no había cerrado la puerta de la escuela. Regresé inmediatamente y, antes de volver a cerrarla, entré y llené un bolso de alimentos y conservas. Salí de nuevo, cerré la puerta, cogí mi bolsa como si me dirigiera al MONSTRUO MERCANTIL y, en silencio, recité mi oración de viaje: «Dios mío, acompáñame en mi viaje. No permitas que ponga en peligro la vida de nadie ni que nadie ponga en peligro la mía. Amén.» Bajé los escalones del porche y añadí en un murmullo: «Hacia mi destino, pero ida y vuelta. ¡Por favor, que haya vuelta!»
¿Se han visto ustedes alguna vez en el espacio, rodeados de la nada por todas partes? ¿Han visto ustedes la Tierra desde cierta altura, como si fuera una cosa separada, independiente de ustedes? ¿Se imaginan toda una gama de colores que va desapareciendo poco a poco hasta convertirse en plena negrura, en intensa obscuridad? ¿Han sentido sobre ustedes, aunque sólo sea por un breve instante, la mirada de Dios? ¡Yo, sí! ¡Yo, sí!
—Papá, ¿me dejas que dé un paseo por el espacio?
—No —contestó secamente el señor Kroginold.
—Pues sería muy divertido —insistió Vincent—. Mamá, tengo hambre.
—Lo siento mucho, hijo mío, pero tienes que contentarte con la última hamburguesa que te comiste en la carretera.
—Espera, Vincent —dije—, aquí tengo unas cuantas cosas que te agradarán. Toma: crema de cacahuetes y galletas.
—Oh, un verdadero festín —dijo Vincent—. ¿Con qué extiendo la crema? ¿Con qué abriré la lata?
—Espera un momento, pues creo que tengo algo en el bolso que te servirá, creo yo —dije, mientras observaba que la señora Kroginold no apartaba su mirada de mí.
El olor de la crema de cacahuetes despertó el apetito de todos. Se acercó uno al que todos llamaban Jemmy y me dijo, indicándome un extraño aparato:
—Eso es el amplificador. Gracias a él se puede manejar la nave espacial.
De repente, algo empezó a emitir un ruido en el panel. —¡Ahí está! —dijo el señor Kroginold—. Buen trabajo, Ron.
Aquél cogió a su hijo en brazos y lo acercó a una de las ventanillas de la astronave, al mismo tiempo que le decía que algo marchaba mal en ella.
—¿No podríamos quitar el dispositivo que nos hace invisibles? Así él nos vería —indicó Vincent a su progenitor.
—Eso sería más dañino para él que el mismo infierno en el que se encuentra ahora —intervino Jemmy—. Por eso...
—¡Ay! —exclamó Vincent—. Cree que va a morir.
Piensa que somos las Puertas de Oro.
—No, lo que cree es que somos la puerta de entrada al Más Allá —dijo Jemmy—. Ron, ¿podemos atracar junto a él?
Instantes después, percibí un ruido metálico y, acto seguido, vi cómo el señor Kroginold y Jemmy, protegidos por sus cascos, abandonaban nuestra nave espacial. Al cabo de un rato desaparecieron de nuestra vista. Durante unos minutos que nos parecieron siglos, estuvimos esperando su regreso. Finalmente, el señor Kroginold y Jemmy aparecieron de nuevo llevando entre los dos una forma inerte.
—El hombre piensa que su compañero está muerto —dijo Vincent—. No sabe si debe ponerse a rezar. No esperaba que acudiese nadie después de su muerte. Pero, sobre todo, lo que está tratando es de no pensar en nada.
Lo trajeron dentro de nuestra nave y lo pusieron en el suelo. Pensé que era demasiado joven para haber muerto, pero en ese instante abrió los ojos. Cuando vio a Vincent, abrió desmesuradamente la boca y sus ojos parpadearon.
Los tres hombres se consultaron con la mirada. Luego, el señor Kroginold se dispuso a abandonar de nuevo nuestra nave. Pero esta vez cogió una sábana del equipo de rescate que habían traído en la nave.
—El solo puede manejar el cuerpo —dijo Jemmy—. Tiene el cuerpo fuera, pero va a volver...
En ese instante, Vincent gritó. Antes de que pudiéramos darnos cuenta, una llamarada alumbró todas las ventanillas del aparato. Luego permanecimos en una negra obscuridad mientras nuestros cuerpos iban de una a otra pared de la astronave. De repente se oyó la voz de la señora Kroginold:
—¡Jake! ¡Oh, Jake! ¡Jemmy! Jemmy, ¿qué ha sucedido? ¿Dónde está Jake?
La luz volvió a encenderse y oí una voz.
—No sé si han sido los cohetes retropropulsores o el tubo de escape de los gases inflamados. ¿Qué piensas, Ron?
—Creo que nos han perforado un costado —respondió éste.
De repente se oyó una explosión y todos caímos al suelo, chocando unos contra otros, al mismo tiempo que volvía a apagarse la luz. Acto seguido, se produjo un profundo silencio que habría acabado por volverme loca de no haber sentido que una mano apretaba la mía.
—¿Por qué están todos callados? —pregunté.
—Las palabras no servirían de nada en un momento como éste.
—¿Dónde está el señor Kroginold? ¿Cómo vamos a conseguir rescatarlo del espacio exterior?
Los dedos de aquel extraño individuo me apretaron aún más, pero entonces sentí que Jemmy se sentaba a mi lado y, de un golpe, hizo soltar aquellos dedos que apretaban mi mano. Luego se puso a gritar diciendo que ya veía al señor Kroginold aproximarse a nuestra nave. Instantes después, éste penetraba en la astronave. Daba la impresión de encontrarse moribundo. Le tendieron en el suelo y todos nos pusimos a cuidarle, tratando de que se recuperase, mientras Vincent lloraba desconsoladamente. Por fin, después de varios minutos de esfuerzo por parte de todos, el señor Kroginold abrió los ojos.
Todos respiramos al ver completamente recuperado al padre de Vincent. Poco después, la astronave puso rumbo a la Tierra, mientras Jemmy, al mismo tiempo que sostenía la muñeca del extraño rescatado, le hablaba «mediante ciertos movimientos de los dedos». No sé lo que le dijo, pero el extraño levantó los ojos y me miró a mí... ¡a mí!, como preguntándome con la mirada.
Una mirada en la que expresaba su agradecimiento por haber decidido no entregarle al FBI de Washington y permitirle regresar a su país de origen. Dos semanas después de esta aventura, la familia Kroginold se trasladó a otro laboratorio, donde el señor Kroginold prosiguió..., las investigaciones, o lo que fueran. Antes de marcharse, obsequié a Vincent con un regalo —un libro—, que se negó a aceptar porque no sabía leer.
—No, eso no puedo creerlo.
—Es que mi madre dice que yo no puedo leer ningún libro que trate de cosas violentas, tristes, desdichadas...
—¿Y cómo puedes tú saber lo que contiene este libro? Lo único que dice su título es Stickeen. Ya sé por qué no quieres leerlo: Mientras yo estaba en la otra habitación, te bastó hojearlo para saber todo su contenido, gracias a esas extrañas dotes que posees, y por ello sabes que su contenido trata de violencias. Por eso te niegas a leerlo... de nuevo.
—Entonces, profesora —me contestó Vincent—, ¿cree usted que en realidad puedo leer? ¡Estaba tan avergonzado! ¡Pertenecer a la casta del Pueblo y no ser capaz de leer!
—Voy a hacerte una demostración —le dije—. Déjame el libro y te haré unas preguntas.
Así lo hice. Le formulé unas preguntas y me contestó a todas ellas.
—¡Puedo leer! —empezó a gritar mientras daba saltos de alegría—. ¡Eh, Gene, ya sé leer!
—¡Gran proeza, Vincent! —le contestó Gene, al mismo tiempo que le hacía una reverencia y dejaba de pintar un dibujo que presentaba la bienvenida de los indios a Cristóbal Colón—. Aprendí a leer en el primer grado. ¿De qué lado doblan las rodillas los cocodrilos?
—Todo lo que tienes que recordar —dije, dirigiéndome a Vincent— es ir más despacio y ser menos apasionado. ¡Ah!, y recordar el tiempo que perdimos haciéndote pronunciar unos sonidos distintos a tus palabras. —Es que lo necesito —me dijo—. ¡Todavía no puedo pronunciar las palabras «manzanas podridas»!

 

Vincent acudió aquel viernes por la noche con toda su familia a despedirse de mí. Nos sentamos en el porche de la escuela. Vincent estaba apenado por tener que marcharse de Rinconcillo y separarse de su amigo Gene. Y para demostrarme que podía leer, me dio un regalo. Se trataba de una roca pequeña, una extraña formación cristalina completamente desconocida para mí. En la palma de mi mano producía una extraña sensación de elasticidad, aunque no percibía ninguna ductilidad en ella cuando la apretaba con mi pulgar.
—Mi padre me la trajo de la Luna —me dijo—. Algún día volveré a tener otra. Pero aunque no sea así, quiero que la conserve como un regalo mío.
Durante unos minutos estuve hablando con los señores Kroginold sin hacer mención de su marcha. Luego les dije:
—¿Cómo es posible que ese extraño pudiera enviar sus pensamientos a Vincent? Lo digo porque su hijo, en cambio, no captaba las llamadas de auxilio de otras personas en peligro. ¿Creen que aquel hombre pertenecía al Pueblo, igual que ustedes? ¿Hay personas como ustedes en aquella parte del mundo?
—Francamente, no lo sabemos —dijo el señor Kroginold después de intercambiar una mirada con su esposa—. Faltaban muchos de los nuestros cuando llegamos a la Tierra, pero pensamos que estarían muertos, exceptuando, claro está, a aquellos que se encontraban cerca de aquí...
—Me pregunto —dijo la señora Kroginold— qué pasaría si, alguna vez, esto le ocurriera a Jemmy.
Cuando se hubieron marchado en dirección al LME, me senté, y durante unos instantes no dejé de dar vueltas en mi mano a la roca lunar que me regalara Vincent. ¡Qué episodio más extraño! Dentro de un mes más o menos, todo me habrá parecido un sueño lejano, mezclado con otros sucesos de mis años de enseñanza. Pero aún tenía la impresión de que no todo había terminado. Encontrarse con gente como los Kroginold y los otros produce una impresión indeleble en una persona. Pensar lo que hicieron por aquel extraño...
Y a todo esto, ¿qué había de aquel extraño? ¿Qué explicación habría dado éste de su misterioso viaje por el espacio? Entonces di un salto al recordar un hecho muy significativo: mi nombre y mi dirección estaban bordados en una esquina de la sábana en la que le habían envuelto cuando le rescataron, y ¿si el extraño descubría las señas bordadas en mi sábana? Y ¿si un día se encontrase en un apuro...?
¡Santo cielo! ¿Qué sucedería si un día llamasen a mi puerta, y al abrirla...?