El matemático chiflado
Richard Underwood
La posibilidad de que
existan microcosmos inconcebiblemente pequeños en el seno de
nuestro Universo, así como macrocosmos de los que éste sólo sería
una partícula insignificante, ha sido tratada a menudo en la SF. En
esta ocasión da lugar a un desenfadado y demencial relato que muy
bien podría figurar en cualquier antología de humor
absurdo.
Los fantásticos sucesos de las generaciones
interiores comenzaron con una llamada telefónica a primeras horas
de la noche. Aunque el sueño me vencía cuando descolgué el
auricular (me había acostado a las diez, después de un día
agotador), bastó un minuto para desvelarme por completo. Al cabo de
otro minuto me hallaba frente a la pensión de la señora Jenrod, en
el interior de mi pequeño coche, que puse en marcha para dirigirme
al número 2.057 de Plymouth Street.
Aunque mi experiencia se reducía a seis
meses escasos de trabajo como reportero del Enterprise de Willowby, mi empleo se consideraba
importante. Después de todo, poseía un flamante diploma del
Departamento de Periodismo de la State University, y si Harry Parks
resultaba demasiado exigente, un montón de otros editores se
interesarían por Calvin P. Wilkins, B. A.
[1], de veintidós años, dos metros de estatura, moreno, musculoso, atractivo y competente. Así que cuando el jefe Harry me comunicó que alguien quería verme en la dirección antes mencionada, mi tono debió de ser, al principio, de ligero reproche y con razón. Entonces oí el nombre: «¿Profesor Rumpel, ha dicho?» «Sí, el gran E. P. en persona, y dese prisa.»
Pues bien, si el mismo Albert Einstein me
hubiera llamado un día para una entrevista (y ya pueden imaginarse
mi emoción), desde luego, no habría podido compararse a ésta.
Albert también fue un genio en su día, naturalmente, pero un genio
cuerdo. Este, en cambio, era un genio con un cierto porcentaje de
locura, pero una celebridad mundial en matemáticas, física,
astronomía..., en lo que quieran. Todavía no hacía un año que había
llegado misteriosamente de un lugar remoto. Poco después, procedía,
con toda tranquilidad, a desvelar los secretos del universo, por
así decirlo, ante treinta grupos distintos de profesores
boquiabiertos. Cuando un tipo como él llama a un reportero
insignificante a una hora intempestiva, es evidente que va a
suceder algo.
Mientras conducía el coche, sumido en un
peligroso estado de trance, hacia el área de Plymouth Street,
medité sobre el hecho de que me conociera y requiriese mi
presencia, la de un modesto reportero que solía emborronar
cuartillas sin firma.
Tenía que ser (no cabía otra explicación), a
causa de aquellos dos artículos de fondo. El último, publicado tres
días antes, era ciertamente sensacional y, además, ostentaba mi
nombre bajo el título. Contenía alguna alusión científica, lo cual
probablemente habría llamado la atención de aquel hombre. Aunque en
la Universidad yo me había especializado en periodismo, siempre me
habían gustado las matemáticas, e incluso hice algunos cursos,
incluyendo uno muy difícil de cálculo, para el que es preciso tener
algo de talento, por supuesto. Tal vez el artículo científico
demostraba este talento y alguna pincelada de genio. La cuestión es
que me sentía muy animado cuando enfilé Plymouth Street.
La luz del porche iluminaba tenuemente la
entrada, ante la cual aparqué el coche. Después bajé para echar un
vistazo. A juzgar por lo que se veía a media luz, la vecindad no
era demasiado elegante. El cemento de la acera irregular y las
maderas del porche cedieron y crujieron bajo mis precavidas
pisadas. Sí, el número era el 2.057, pero quizá me había equivocado
de calle. Me encontraba en esta duda cuando advertí que la puerta
se abría silenciosamente y que una silueta de elevada estatura se
destacaba en la penumbra del interior.
—Adelante.
La voz era grave, gutural, extraña. De
pronto, no sé por qué, sentí deseos de no entrar. Pero aquello era
una tontería. Los periodistas siempre quieren entrar. Tragué saliva
y di unos pasos. La puerta se cerró con suavidad a mis espaldas, y
me cegó una luz repentina. Quizá pasaron diez segundos, durante los
cuales parpadeé, asustado y un poco confuso, antes de que pudiera
contemplar la asombrosa escena.
La habitación era grande y no contenía casi
nada, a excepción de una caja resplandeciente, del tamaño de una
cómoda, colocada, del modo más incongruente, en el centro de la
estancia. Había también una elegante silla de molduras, una
alfombra gruesa y cortinajes negros en las ventanas. Pero en lo
único que me fijé con detención fue en el gigante. Medía algo más
de dos metros y vestía un traje de una sola pieza, una especie de
mono de pana. Tenía la cabeza calva y en forma de pera, y bajo la
protuberante y enorme frente se abrían dos ojos grandes como
cavernas. ¡Eran enormes! Negros, como si el color de las cortinas
se reflejase en ellos, pero también tenían destellos violetas. Unos
ojos potentes e hipnóticos, pero no crueles, afortunadamente. Con
una mirada me señaló la silla, donde me desplomé con cierto
alivio.
—¿Cuál es su nombre?
Ni siquiera lo sabía.
—W... Wilkins, señor. Cal Wilkins. Soy
periodista.
—Naturalmente, solicité uno. Le dije a su
director que lo necesitaba con urgencia, y que prefería uno que
tuviese nociones de matemáticas. Me repuso que podía enviarme a un
principiante que tal vez poseyera algún conocimiento de ellas, y
supongo que se trata de usted.
—Pues... he estudiado matemáticas, en
efecto; es posible que más a fondo que la mayoría de mis
colegas.
—Bien. En tal caso, quizá conozca usted la
frase más ridícula, estúpida, ilógica y totalmente inexplicable que
se usa a menudo en el ámbito científico. Pero, perdóneme; no la
conocerá, claro.
—Pues... no, creo que no.
—¿Cuál...? —Los profundos ojos se
aproximaron a los míos—. ¿Cuál es el número positivo más
pequeño?
Vaya, una pregunta fácil. Recobré la
confianza.
—No existe tal cosa, señor. Porque si
existiera, podríamos llamarle épsilon, pero entonces épsilon,
dividido por dos aún sería más bajo, con lo que incurriríamos en
una contradicción.
—Bien, exacto. Entonces, ¿cuál es la frase
sin sentido que he mencionado? No importa, se lo diré.
Hizo ademán de aspirar con fuerza, y, acto
seguido, escupió las palabras como si fuesen una afrenta a su
inteligencia casi imposible de soportar:
—La partícula
final.
Transcurrieron unos momentos antes de que
continuara.
—Un día dijeron que el átomo podía serlo,
pero más tarde empezaron a hablar de sus partes componentes:
protones, neutrones, electrones y mesones. No iban muy
desencaminados, hasta que un idiota hizo la observación de que
debían seguir buscando la partícula final. Cualquier matemático en
ciernes, incluso usted, hubiera podido echarle en cara la futilidad
de esta búsqueda. Pero, probablemente, el significado completo de
las palabras que usted acaba de recitar, y que oyó en algún aula,
nunca ha sido realmente comprendido. Supongamos...
Se volvió hacia la caja del tamaño de una
cómoda. A mí me invadió una extraña sensación al mirarla. ¿Era
posible que resplandeciera de verdad, hinchándose un poco y luego
contrayéndose, o se trataba solamente de un truco de aquellos ojos
hipnóticos?
—Hoy he traspasado la última barrera.
Las cavernas de luz violácea me enfocaron
otra vez.
—No queda mucho tiempo. Debemos intentarlo
antes de una hora; de lo contrario, las fuerzas del campo perderán
su alineación.
Me pellizqué enérgicamente. Los ojos
penetrantes no se desviaron ni desaparecieron.
—Supongamos que podemos construir una
máquina reductora. Sería incomparablemente más importante que la
«máquina del tiempo» que nos ha presentado la ciencia ficción,
porque con ésta ya tenemos al menos una idea vaga de lo que
sucedería si pudiéramos viajar en el tiempo, hacia delante o hacia
atrás. También es cierto que nuestras mentes pueden elevarse,
aunque sea muy débilmente, hacia las ilimitadas galaxias del
espacio; pero jamás hemos intentado siquiera viajar en la dirección
opuesta: hacia adentro.
»Imaginemos ahora que nos introducimos en la
máquina y que, cuando la fracción uno sobre diez aparece en una
superficie sensible, nosotros y la caja nos vemos instantáneamente
reducidos a una décima parte de nuestras dimensiones lineales. Ello
significa que los volúmenes se reducirían al cubo de una décima
parte. Una célula eléctrica se dispara, añadiendo cero tras cero al
denominador y con cada uno de ellos nuestro tamaño va disminuyendo
en una milésima parte. A los diez ceros, aproximadamente, seríamos
tan pequeños como el átomo normal, y con unos cuantos más
entraríamos en un territorio desconocido, cuya
naturaleza nadie ha tratado siguiera de aprehender. Después de
veintiséis ceros más, seríamos en comparación con el hombre normal,
como éste ante el universo del radio-telescopio, suponiendo que
dicho universo tenga unos diez billones de años luz de diámetro. Y,
entretanto, en el interior de la caja todo parecería perfectamente
normal.
Estaba loco, sin duda, pero, en cierto modo,
yo comprendía lo que quería decirme.
—Sería una verdadera proeza. Realmente le
haría sentirse a uno muy raro.
—¿Por qué? Otras cosas igualmente grandes
están ocurriendo continuamente, como usted sabe muy bien. En este
mismo momento nos encontramos viajando a más de dieciocho millas
por segundo alrededor del Sol y sobre la superficie de la Tierra, y
ambos, la Tierra y el Sol, giran a su vez dentro de la galaxia la
Vía Láctea a una velocidad diez veces mayor. Y sin embargo, no
notamos nada. ¿Qué es lo que dijo Shakespeare acerca de que había
más cosas?
—«Más cosas en el cielo y en la tierra
—cité— de las que sueña este mundo.»
—Precisamente. Y ahora llegamos al verdadero
problema de la ciencia que se aparta completamente de mis propias
pretensiones, si podemos llamarlas así. Supongamos que la máquina
ha disparado ya un millón de ceros, y su tamaño, del mismo modo que
el de usted, se ha reducido proporcionalmente. Usted sale de la
caja. El átomo que le rodeaba en un determinado momento se ha
convertido en una montaña, en un sol, en una galaxia, y por fin en
algo ilimitadamente vasto. Yo le pregunto, ¿qué podría usted
alcanzar, tocar, en estas circunstancias?
Me sentí inspirado.
—¿La partícula final?
—Por supuesto que no, idiota. Porque el
proceso continúa indefinidamente; no existe nada en la naturaleza o
en la lógica que pueda detenerlo. Se trata únicamente de la primera
generación interior, pero luego otro millón de ceros nos lleva a la
segunda, y otro...
—Ya basta —interrumpí—. Creo que le he
comprendido.
—Entonces, entre.
Una mano de acero me agarró por el brazo.
Luché en vano mientras la puerta de la máquina reductora se cerraba
a mis espaldas, y, al ver una luz diminuta lanzando una hilera de
ceros, gemí. Se movían hacia la izquierda, primero lentamente,
después a mayor velocidad, hasta que por fin se fundieron en la
obscuridad. Entonces los ojos enormes de E. P. Rumpel surgieron
para clavarse en los míos.
—¡Fuera!
La palabra sonó alegre y despreocupada. La
oí desde lejos, mientras mi mente y yo nos debatíamos en una densa
niebla; entonces me di cuenta de que la puerta estaba abierta y de
que la voz de Rumpel tenía un timbre cálido y humano.
Sujetó un aparato a mi espalda y pasó un
tubo flexible y transparente bajo mi axila izquierda,
introduciéndomelo después en la boca.
—Aire comprimido —me informó. Aquel hombre
pensaba en todo. Una mirada al espejo que por casualidad llevaba en
el bolsillo me mostró solamente unos labios apretados alrededor del
tubo, casi invisible, por el cual respiraba un aire agradable y
normal, con un suave olor de heno recién cortado. Me alegré de no
ir enfundado en un antiestético traje espacial, pues, aunque
deteste repetirlo, soy bastante apuesto. Era difícil predecir lo
que podía sucederme en una situación como aquélla—. Estación Un
Millón Sesenta y Tres. Tenga cuidado.
Salí a un ambiente de luz difusa y advertí
que mis pies no pisaban el suelo. A mi alrededor flotaban trozos
grotescos de un material amarillo Heno de agujeros, parecido a una
esponja o a un pedazo de queso. Unos treinta metros más abajo se
extendía una superficie plana de color marrón que se perdía en un
horizonte verde.
—Como observará —dijo el profesor Rumpel,
carraspeando—, parecemos ingrávidos. Sólo estamos atraídos
ligeramente por un diminuto protón con el aspecto de la Tierra que
hay debajo de nosotros, lo cual nos da la sensación de que nos
movemos de arriba abajo. Pero fíjese en el techo rojo, que
prácticamente equilibra las dos atracciones. La miasma, marrón y
roja nos mantiene estacionarios y conduce el sonido de mi voz. ¿No
lo había notado?
Tuve que confesar que no. Había otras cosas
que requerían mi atención, incluyendo el tacto húmedo de las
esponjas gigantes. Nos deslizábamos juguetonamente de un trozo a
otro, salpicándonos mutuamente con el líquido. Pero de repente el
profesor Rumpel, que estaba cabeza abajo, se enderezó, me cogió por
el cuello y me indicó una burbuja dorada.
—Está palpitando —gritó—; sólo disponemos de
dos minutos.
Su fuerza era casi sobrehumana. Tropezamos
juntos contra un peñasco amarillo, y fue una suerte que la ley de
acción y reacción del profesor Isaac Newton siguiera funcionando.
Apoyándonos en los trozos que nos rodeaban por todos lados, nadamos
y avanzamos hacia nuestro resplandeciente objetivo. Pocas veces he
visto algo de aspecto tan acogedor como aquella pieza rectangular
de tan extraño material en cuyo interior nos refugiamos jadeantes.
La puerta se cerró. La luz de la cinta pestañeó y los ceros
empezaron a surgir en el lado izquierdo.
—Me he descuidado —dijo Rumpel—. Si no paro
el cronometrador, la máquina vuelve a ponerse en marcha a los cinco
minutos. La estancia más prolongada que podré lograr es algo más de
una hora. Esto necesita muchas rectificaciones.
Yo me encontraba demasiado aturdido para
hacer algún comentario, pero tenía la impresión de que el trabajo
realizado hasta el momento no era de despreciar.
De este modo continuamos el proceso,
haciendo frecuentes paradas en nuestro camino, hacia la Estación
Tres Billones, que, como supe después, era el punto culminante de
todo él viaje. La mayor parte de las paradas tuvo lugar en balones
exóticos semejantes a planetas, con distintas formas de vida,
algunas casi humanas. En una ocasión me interesé por una
encantadora criatura que a su vez pareció interesarse por mí. El
profesor Eumpel tuvo que llevarme a rastras cuando la máquina
empezó a parpadear. Solté una mano cálida con bastante desgana, al
tiempo que notaba la extrañeza de su contacto.
—Seis dedos y ningún pulgar —observó el
profesor—. ¿No ha leído en los letreros que utilizan como base el
doce en lugar del diez, como hacen los humanos? La razón debería
ser obvia. ¿No se ha fijado?
Suspiré. Tenía mucho que aprender y Rumpel
no se perdía un solo detalle. Era lo que podía llamarse un
individuo dotado.
En un neoplaneta, los soles pululaban en el
cielo. El profesor dijo que se trataba de una región similar a los
núcleos globulares del exterior de nuestra galaxia, en el
superuniverso del hombre. Naves espaciales surcaban la bóveda
celeste, algunas de ellas muy parecidas a platillos volantes.
Contemplé una gran variedad de criaturas, tanto atractivas como
repelentes, que convergían en una rampa gigante. Era realmente una
de las reuniones más cosmopolitas que he visto en mi vida.
Olvidaba mencionar que en esta etapa me
pareció estrechar una mano entre las mías; tenía unos siete dedos y
pertenecía a un ser que acaso fuera femenino y que se acurrucaba
contra mi brazo. Yo sabía que, en circunstancias similares, el
profesor Rumpel se hubiera puesto a especular sobre las bases siete
y catorce, con la sola intención de practicar y llegar a una
posible comunicación, pero, en mi opinión, tal conducta rayaba en
lo excesivo. En la Universidad se me consideraba un hombre rápido,
decente, pero nada tímido. Ahora estaba comprobando que mi técnica
tenía cualidades universales.
Bueno, fuera lo que fuese, debíamos
marcharnos y reanudar la ruta. Pronto advertí que ya no perdía el
conocimiento durante las precipitadas salidas; entonces Rumpel me
enseñó que, girando el conmutador hacia el lado inverso, podíamos
retroceder en cualquier momento, lo cual se me antojó uno de los
trucos más útiles de aquella máquina. Empecé a divertirme con el
conmutador, girándolo a mi capricho, fascinado con la idea de que
nos reducíamos o agrandábamos a voluntad. Observé que, entre parada
y parada, el profesor Rumpel, sumido en la lectura de un libro, no
me hacía el menor caso. (Cogí una vez este volumen del estante que
estaba bajo la luz y vi que sólo contenía jeroglíficos, según
creo.) Pero de pronto levantó la vista, miró la esfera con
expresión alarmada y, luego, sacó el reloj y contó diez
segundos.-Corte —gritó—. Estación Tres Billones. Salgamos.
¡Oh! ¡Qué mundo tan maravilloso era aquél!
Había árboles, hierba, viento, como en la Tierra, pero todo más
bello. Y justamente por delante de nosotros pasó una criatura que
caminaba con una gracia imposible de igualar por ninguna mujer de
nuestro planeta, una criatura de aspecto increíblemente hermoso,
como un ser humano de una era distinta y enteramente purificado de
todos los defectos del hombre actual.
¿Quién era yo, Calvin P. Wilkins, B. A.,
educado, sofisticado, petulante y viviendo en circunstancias
anormales, para pensar en el amor a primera vista? La máquina se
detuvo; entonces Rumpel me advirtió que la duración de la parada
sería sólo de media hora. Yo tenía la convicción de que debía hacer
algo. No tenía idea de qué ocurriría si me ocultaba y obligaba al
piloto a seguir solo su camino, y dudo de que alguien hubiera
podido saberlo en una situación como aquella. Además de este
problema, uno nuevo e inusitado surgió en el momento más oportuno.
Por primera vez en mi vida, mi confianza en la propia técnica me
había abandonado.
Esto era realmente desastroso. Se me ocurrió
que media hora no podía ser suficiente. Necesitaba por lo menos una
hora entera para conseguir la dirección de aquella estupenda
criatura, si es que había direcciones en aquel maravilloso lugar.
Mientras pensaba esto, la fui siguiendo a una distancia discreta,
hecho que demostraba mi desequilibrio emocional.
Ella siguió caminando, serena, majestuosa y
sin percibir mi presencia. Al llegar a un pequeño edificio, se
sentó en un banco, como hace la gente de la Tierra cuando espera el
autobús.
Tenía que ser ahora o nunca. Por suerte, soy
un hombre de recursos. Haciendo acopio de valor, retrocedí hasta
donde estaba el profesor, me apoderé de un oportuno mazo y lo
blandí con fuerza sobre él, dejándole inconsciente. Sentía hacerlo,
naturalmente, pero era preciso para tener tiempo de conseguir mis
fines.
Llevé al gigante a rastras hasta la máquina
reductora, donde era menos probable que llamase la atención, y fijé
el cronometrador en la posición de una hora. Una vez hecho esto, el
tiempo de la parada era irreversible, así que Rumpel no podría
hacer nada, cuando recobrase el sentido, para adelantar la marcha.
Volví adonde estaba ella y me senté a su lado, temblando en mi
interior, pero firmemente decidido. En seguida observé que era uno
de los pocos seres que había visto en este viaje provistos de
cuatro dedos y un pulgar.
La situación era comprometida, teniendo en
cuenta el abandono de mi confianza y lo inmenso de mis
pretensiones. La diosa miraba fijamente ante sí y su perfil era
devastador. Parecía indicada la técnica dilatoria de los casos
desesperados y me decidí a usarla: miradas casuales, ojos que se
encuentran, parpadeo, consulta al reloj, imperceptible cambio de
posición..., en fin, lo de siempre. Pensé por un momento que había
llegado la ocasión de decir: «¿No nos hemos visto antes?», pero
comprendí que era una tontería. Hablar era inútil,
naturalmente.
Y sin embargo, entre los billones y billones
de posibilidades, ¿no podía darse la casualidad de una repetición,
incluso del aspecto lingüístico? Totalmente absurdo e improbable,
claro, pero...
—¿No nos hemos visto antes?
Tal vez a ustedes les cueste creerlo, pero
fue ella quien lo dijo. Cuando ocurre una cosa así, no hay más
remedio que abandonarse al destino y dejarle actuar, como hice
yo.
Resultó que su inglés era tan bueno como el
mío, quizá mejor, o así me lo pareció en mi estado de confusión,
que iba en aumento a medida que crecía mi pasión amorosa. Pero
comprendí que su observación inicial era completamente correcta.
Estaba en un país de costumbres amables, y ella se equivocaba al
creer que nos habíamos visto antes.
Aquello requería una complicada explicación.
No creo que aceptase íntegramente mi relato de la máquina
reductora, pero fue muy cortés al respecto. Y le apenó, estoy
seguro de ello, que tuviera que irme. Sacó del bolso una hoja de
papel, escribió apresuradamente unas líneas en la parte superior y
en la inferior, rompió el papel en dos mitades y me entregó
una.
—Si vuelves algún día —murmuró—, juntaremos
las dos mitades. Adiós y buena suerte.
Ni siquiera un beso. ¡Y yo con mi
técnica!
Con tristeza, guardé en el bolsillo la mitad
de la hoja y eché a correr hacia la máquina. Estaba seguro de una
cosa: volvería, si es que había un camino de vuelta. No me hubiera
marchado de no sentir una cierta lealtad hacia el profesor Rumpel,
quien, después de todo, me había ayudado a encontrar el amor,
aunque fuese de modo indirecto.
El pobre hombre seguía allí, todavía
inconsciente. Pero yo ya había aprendido a despegar. Me sentía
culpable, pero al mismo tiempo noble, competente y casi
insoportablemente sentimental cuando apreté el conmutador y esperé
el momento.
Unos versos me vinieron a la mente. Una vez,
rebuscando en el desván, encontré un ejemplar de una antigua
revista, The Literary Digest, fechado el 3 de noviembre de 1923.
Recordaba la fecha porque el poeta me había «entrado», como
decíamos en aquellos días, a pesar de mi indiferencia hacia lo
intelectual. Me aprendí la poesía de memoria. Jamás sus versos me
habían parecido tan apropiados y emocionantes:
Estuvimos juntos en un
solo fragmento de la mañana.
Los caminos se unían en
las colinas, y fuimos hacia el oeste.
Sí, nuestros caminos se habían unido y yo
esperaba que para siempre, en un lugar oculto y nuevo para el
vetusto universo.
Camaradas casuales de
la juventud y de la montaña,
perdimos un tiempo
precioso jugando y riendo tontamente.
¡Oh!, pero nosotros no lo íbamos a perder,
porque yo pensaba volver.
¿Cómo podía saber yo que su ausencia obscurecería las colinas? Riendo, la miré dirigirse hacia el sur y alejarse de mi vista.
¿Al sur? ¿A la Generación de Tres
Billones?
debí seguirla hasta los
confines de la Tierra.
Y lo haría. La seguiría incluso mucho más
lejos.
Durante el ascenso hacia nuestra generación,
imploré al gran hombre que me entregara el secreto de la máquina
reductora para poder regresar al lado de mi distante y maravilloso
amor. Pero el profesor Rumpel estaba enfadado, lo cual no era de
extrañar, teniendo en cuenta el chichón de su cabeza.
—Usted y su amor a primera vista —se burló—.
Sí, le he perdonado, supongo, pero dudo de que le confiase el
secreto aunque me fuera posible. No es una persona de fiar. Al
fijar el cronometrador en una hora, cuando ya estaba fijado en
media, estropeó la maquinaria, poniendo en funcionamiento el
alternador de aumento y disminución, de tal suerte que ahora ya no
sé dónde estoy. ¿Qué digo dónde estoy? Ya ve, entre otras cosas, ha
estropeado usted mi dicción.
—Vamos, profesor, no se enfade. Se lo ruego.
¿No comprende lo que esto significa para mí?
Pero todo fue inútil. Edwin Percival Rumpel
no cedió.
Cuando la máquina se posó con un ligero
golpe, salimos de su interior. El aún estaba enfurruñado, pero
habló, y lo que dijo fue muy extraño:
—Vea: G. Uno. Su chica se halla en la
generación representada por uno partido por diez con el exponente
tres billones. Claro que usted descompuso de tal modo la máquina
que el número exacto es difícil de precisar, pero en cualquier
caso, esta jovencita se halla gravemente desplazada. Mi propia
generación es también tres billones, pero usted se queda en la que
indica el numerador. Yo voy en la dirección opuesta.
Los enormes ojos me miraron con afecto,
según me pareció, desde el interior de la caja. De pronto, ésta
desapareció... La luz del amanecer me reveló el papel negro que
cubría las ventanas y que yo había tomado por cortinajes, una silla
con el brazo roto, que yo viera elegantemente esculpida, y una capa
de polvo amarillento en lugar de la alfombra gruesa.
Una vez en la calle, subí a mi coche,
embargado por la tristeza, y me alejé para siempre de la casa vacía
del 2.057 de Plymouth Street.
Es curioso que el tiempo pueda dar tanto de
sí. Cuando me desperté en la pensión de la señora Jenrod, tuve la
sensación de haber estado ausente durante un año. ¡Qué sueño tan
absurdo! ¿O no había sido un sueño? ¿Cómo podía recordar con tan
meridiana claridad todos y cada uno de los emocionantes detalles:
los ojos, la boca, las orejas, el modo de andar y... también, cómo
no, la máquina?
En la calle, un vendedor de periódicos
voceaba una noticia:
—¡Extra! ¡Extra! Un gran hombre desaparece
durante la noche. Desaparece también su abultado equipaje. ¡Extra!
El profesor Rumpel, el mayor... —Los gritos se perdieron en la
distancia.
Yo salté de la cama. ¿Por qué estaba
vestido? El bolsillo de mi americana contenía algo, y metí la mano
en él. Saqué una hoja de papel, cortada por la mitad, así como un
peine y un espejo pequeño. En el papel aparecía el nombre de una
chica y su dirección. ¡La dirección era increíble!
¿Sería posible que yo hubiese dirigido la
máquina hacia dentro, y luego de nuevo hacia fuera, de modo que la
Estación Tres Billones fuese en realidad el viejo planeta Tierra
enfocado desde un ángulo diferente? Rumpel había admitido que mis
métodos de navegante aficionado, impeliendo la máquina hacia
delante y hacia atrás, habían embrollado sus cálculos. Aquel largo
ascenso hacia Plymouth Street podía haber sido un segundo viaje de
vuelta extremadamente afortunado.
Y de este modo, en caso de que ustedes se lo
hayan preguntado, fue como encontró a Norma, mi esposa. Ella dice
que pensó que yo estaba un poco chiflado
cuando me senté en aquel banco y le conté aquella ridícula
historia, pero..., bueno, le causé cierta impresión. Como es
natural, hizo falta un montón de correspondencia y muchas dotes de
persuasión para convencerla de que no era tan mentiroso..., aparte
de que cuando la abordé con aquella expresión de enamorado era
pleno día, y una hora perfectamente respetable; no era tarde,
ni mucho menos. Me vi obligado a mandarle
libros que tratasen de zonas del tiempo, de astronomía y cosas por
el estilo; a explicarle que, habiendo salido mucho después de obscurecer, había llegado frente a su
casa antes de la cena, al final de mi
primer viaje de vuelta a la Tierra; que la segunda vez habíamos
aterrizado en un lugar distinto porque logré dar, por casualidad,
con Plymouth Street. También tuve que explicarle la razón de que yo
supiera que el universo de los libros de astronomía se encontraba
probablemente en una minúscula parte de uno de los llamados átomos,
situado bajo una de las uñas de quién sabe si el pie izquierdo del
profesor Rumpel, el cual había desaparecido tan
misteriosamente.
Norma se limita a mirarme de un modo
extraño, aunque bastante atractivo. Después de todo, la gente del
lugar donde ella vive se muestra siempre un poco superior y
escéptica hacia los inocentes que vivimos en Florida. Por esta
razón tuve que trasladarme a su preciosa California para poder
seguir dándole explicaciones. Todavía no he conseguido
terminarlas.