Bien venido, camarada
Simón Bagley
El hecho de que los
yanquis, además de chicle y coca-cola, están intentando exportar a
todo el mundo una determinada mentalidad es de sobra
conocido.
En este inteligente
relato se lleva a cabo una abierta sátira de dicha actitud, a la
que sólo cabe calificar como imperialismo ideológico, y se ofrece a
la consideración de aquellos lectores que simpaticen con el
imaginario «Proyecto Americano» (que en USA los habrá sin duda por
millones) el contrapunto de un turbador desenlace.
Trabajé en el Proyecto Americano durante
cinco años antes de enterarme de qué se trataba. Esto puede
resultar muy normal en cualquier hombre de la calle, que es,
calificándole muy benignamente, un personaje poco observador; pero
en un periodista ducho, como a mí se me consideraba, denota una
falta lamentable de las cualidades requeridas para ser un experto
profesional.
Menciono este detalle para probar que el
Proyecto Americano era realmente secreto. A su lado, el Proyecto
Manhattan venía a ser algo así como la Voz de América, lo cual no
es una mala comparación, porque en ambos se había infiltrado
aproximadamente el mismo número de agentes comunistas.
Ustedes comprenderán hasta qué punto era
secreto cuando les diga que ni siquiera el Pentágono estaba
enterado del Proyecto Americano. Algún tipo inteligente había
llegado a la acertada conclusión de que donde hay uniformes, hay
espías, de modo que se mantuvo alejados a los uniformes, los cuales
incluso desconocían la existencia del proyecto, aunque éste ponía a
punto el arma definitiva, el arma más potente del mundo.
Naturalmente, ahora todos conocen ya el éxito enorme que alcanzó en
la práctica.
A principios de 1962, fui a tomar algo a un
bar con un antiguo condiscípulo, Jack Lindstrom. La Universidad nos
había separado; mientras yo me iniciaba en el periodismo, Jack se
había especializado en antropología, convirtiéndose, una vez
graduado, en auténtica lumbrera del mundo académico.
Un día, apareció en mi oficina y me anunció
que acababa de llegar de un remoto rincón del Matto Grosso.
¿Por qué no íbamos a beber algo juntos para
recordar los viejos tiempos? Proponer a un periodista agotado que
vaya a beber algo es como invitar a un ratón a comer queso, así que
al poco rato nos encontrábamos en un tranquilo bar, intercambiando,
ante un par de cervezas, mentiras sobre los buenos tiempos
universitarios.
Jack me habló un poco del trabajo que había
estado realizando en Brasil. Tomé nota mental de su informe porque
se me antojó un buen artículo para el suplemento dominical, siempre
que lograse prescindir de los detalles importantes y retener las
trivialidades.
Después de una hora de conversación me dijo
que iba a unirse a un equipo de investigación que aplicaría,
técnicas antropológicas al actual escenario americano. Parecía
entusiasmarle la idea, que calificó como el proyecto más importante
de la antropología moderna.-Vamos a hacer la disección del
americano moderno y averiguar sus motivaciones —dijo—. Todavía no
se ha hecho a escala nacional.
—¿Qué hay de Middletown?
—Eso no cuenta —respondió—. Fue sólo el
estudio de una ciudad y hecho por un pequeño grupo. Ahora vamos a
estudiar la totalidad del país. Cientos de personas trabajaremos en
ello.
—¿De dónde saldrá el dinero?
—La mayoría de las grandes fundaciones
contribuirán, y creo que también el tío Sam. Como comprenderás,
esto es importante para el Gobierno; cuando obtengamos los
resultados, éste dispondrá por fin de una norma segura para su
política.
—¿Cuánto tiempo crees que tardaréis en hacer
este trabajo? —le pregunté.
Jack se encogió de hombros.
—Diez años, quince, veinte; ¿quién puede
saberlo tratándose de una cosa como ésta?
—Lo miras desde un punto de vista cósmico
—comenté con sequedad.
Pidió otro par de cervezas, y entonces
dijo:
—¿Por qué no te unes a nosotros?
Me quedé mirándole fijamente.
—Oye, Jack —repuse—, me parece que te has
hecho un lío. Yo soy Johnny Murphy, el periodista. ¿Qué diablos
crees que sé de antropología?
—¿Qué antropólogo sabe tanto de periodismo
como tú? —preguntó a su vez—. Este asunto no es sólo para gente
como yo; estamos reclutando hombres de todos los medios de
comunicación social: radio, televisión, prensa. A todos los que
moldean la opinión desde Madison Avenue hasta la Gaceta de Oshkosh.
No basta con antropólogos. Necesitamos, además, informadores
experimentados y reporteros. Nos hacen falta hombres como tú.
Tomó un gran sorbo de cerveza.
—Por otra parte, tengo la impresión de que
empiezas a cansarte del periodismo.
Eso era cierto. Como todos los periodistas,
yo abrigaba el secreto deseo de escribir una novela. Tenía la
convicción de que si trabajaba en serio podía escribir mejor que
Hemmingway, y sabía que el periodismo no contribuye a mejorar el
estilo de un escritor. Para escribir una novela tendría que
abandonar mi empleo. Jack dijo:
—Y la paga es buena; probablemente mejor que
la que te dan en los periódicos.
Un argumento convincente. Mi resistencia se
debilitaba por momentos.
—¿Qué tendría que hacer?
Apoyó los codos sobre la mesa.
—Ante todo, formarías parte de un servicio
de información. Nos conviene más tener una plantilla de hombres
informados que recurrir a personas ajenas a la organización cada
vez que necesitemos la respuesta a una pregunta. Si entraras ahora,
probablemente serías jefe de la sección de periodismo; tu
reputación es garantía suficiente.
»Te interrogaríamos sobre el mundillo de la
prensa, bus funciones y métodos. Si hubiera algo que no supieras,
saldrías a enterarte. Estamos convencidos de que un ex periodista
tiene más contactos y mayores posibilidades de conseguir
información de sus antiguos colegas que un antropólogo.
—Según parece, alguien ha debido estudiar a
fondo este plan —comenté yo.
Jack sonrió.
—Ya te he dicho que es un asunto importante
—repitió—. Si te unes a nosotros ahora, creo que puedo garantizarte
el puesto de jefe de departamento con un grupo de hombres a tus
órdenes.
Reflexionó un buen rato y luego dije:
—Muy bien, hablaré con el encargado de
personal. Pero pongo una condición: Antes de entrar en vuestra
organización me gustaría escribir un artículo sobre ella. Si es tan
importante como dices, es posible que me den una bonita prima de
despedida por ser el primero en darla a conocer.
—Concedido —asintió en seguida Jack—. No
tenemos ningún secreto.
Entonces yo no lo sabía, pero acababa de ser
reclutado para el supersecreto Proyecto Americano.
Entré en la organización con gran facilidad.
Ignoro si fue a causa de la propaganda que me hizo Jack, o por mi
propio renombre. Fuera como fuese, todo marchó sobre ruedas. Me
nombraron jefe de la sección de periodismo, y dediqué el primer año
principalmente a problemas de organización, preparando los
cimientos de tan importante proyecto.
Hay un verso que dice: «No para una sola
era, sino para siempre.» Esta frase describía perfectamente a la
organización. Era IMPORTANTE, y todos trabajaban a un ritmo
mesurado y regular que daba la impresión de ser lento, pero que era
eficiente, aunque los resultados finales no se llegasen a conocer
hasta después de muchos años, quizá hasta la generación siguiente.
Nadie lo sabía, porque era la primera vez que se intentaba una cosa
de esta envergadura.
En realidad yo nunca me acostumbré a aquel
trabajo. Era periodista, y estaba habituado a seguir hasta el
final. El trabajo de la víspera quedaba terminado (no hay nada tan
terminado como las noticias del día anterior), y el trabajo de hoy
no servía para mañana. La transitoriedad es la esencia de la vida
del periodista, lo cual es una de las razones que hacen imposible
escribir una novela. Encontraba difícil ajustarme a aquel ritmo
nuevo y mirar más allá de la mañana del día siguiente.
Los hombres que dirigían aquello sabían
indudablemente lo que hacían. A los seis meses nos trasladamos a
nuestro cuartel general en Nueva York, un gran rascacielos del
conocido estilo piramidal azteca. Incluso mi propia oficina era
lujosa: un escritorio gigantesco, una alfombra turca, paredes
forradas y más aparatos de los que hubiera podido soñar. Después de
instalar un bar que quedaba oculto, me encontré a gusto y dispuesto
a empezar.
Primero sentí verdadera lástima por los
pobres chicos de la oficina del periódico, dándole sin parar a las
viejas máquinas desvencijadas en la ruidosa y atiborrada redacción,
pero, al cabo de poco tiempo, aquel silencio me puso nervioso, y
mandé trasladar a mi oficina el escritorio de mi secretaria; con
ella en un rincón me sentí mejor, menos solo.
Cuando la organización, empezó a funcionar,
ya no tuve tiempo de sentirme solo ni de pasar tantas horas en mi
lujosa oficina.
Viajé, viajé por todas partes. Tal como Jack
me dijo, después de que me exprimiesen el cerebro, fui enviado
primero a San Francisco para organizar la oficina del área del
Pacífico, y después a Chicago, a Nueva Orleáns y a una docena más
de ciudades.
Contesté a muchas preguntas (algunas de
ellas endiabladamente difíciles), recluté a mucha gente, volví a
contestar a más preguntas, organicé otra sucursal, formé muchas
plantillas sobre la marcha, contesté más preguntas, fallé algunas
respuestas, recorrí autopistas y carreteras para encontrar esas
respuestas... y los años fueron pasando.
Vi muy pocas veces a Jack Lindstrom, pero en
ocasiones nuestros caminos se cruzaban y entonces pasábamos una
velada juntos e intercambiábamos noticias de la organización. Un
día me topé con él en Columbus, Ohio, y fuimos a cenar. En aquel
entonces yo estaba interesado en ciertos curiosos aspectos de mi
trabajo, y quería encontrar algunas respuestas para mí, en lugar do
obtenerlas para otra gente.
Mientras comíamos, le pregunté:
—¿Cuántas personas crees que trabajan
actualmente para la organización, Jack?
—Deben de ser muchas —dijo, encogiéndose de
hombros.
—Lo supongo —asentí—. Es extraño,
¿verdad?
—¿Qué hay de extraño en ello? Es un trabajo
importante.
—Sí, es un trabajo importante; pero, ¿para
qué sirve?
—Sabes perfectamente para qué sirve —repuso
Jack—. Es la investigación más grande en su género de todos los
tiempos. Estamos amasando grandes cantidades de datos
utilísimos.
Los ojos le brillaban. Era el típico
científico que no ve más allá de los datos que tiene bajo la
nariz.
—Me pregunto cuántos miles de millones
estará costando —dije.
—¿Miles de millones? —repitió, vacilante,
Jack—. No lo creo..., bueno..., quizá...
—Escucha, Jack —le pedí, recalcando mis
palabras—. Mi propio sueldo no es pequeño, y tengo a más de
doscientas personas trabajando en mi departamento, y sé cuánto les
pagan. Luego vienen las otras secciones de medios informativos:
radio, televisión, etc. No son tan importantes como la mía, pero
también cuentan. Además están todos los otros departamentos,
dedicados a recopilar toda clase de maldita información, desde una
evaluación de la deuda nacional hasta el producto de la venta de
palomitas de maíz del martes pasado en los vestíbulos de los
teatros.
»Y por encima de todo esto, los cerebros que
analizan y estudian los datos obtenidos. Tal es en conjunto la
plantilla de empleados..., personas como tú y yo. Además están los
subalternos: todos los secretarios, taquígrafos, personal de la
limpieza, porteros, botones. ¡Ah!, y añade los ingenieros
electrónicos que evitan las indigestiones de las computadoras..., y
obtendrás la bonita suma de toda una población. Yo he calculado que
no baja de las veinticinco mil almas.
—¿Tantos?
—Probablemente más —repuse con firmeza—. Y
es imposible mantener a tanta gente en una organización no rentable
sin engullir un gran bocado del dinero de los contribuyentes.
—Creo haberte dicho que el tío Sam está
metido en esto —replicó Jack.
—Ya —asentí—. Pero sucede algo extraño. Este
proyecto no es secreto. Yo mismo escribí acerca de él antes de
entrar en la organización, y sin embargo, todo se lleva con el
mayor misterio. La gente sabe que existe, pero ignora su extensión.
Para el público, se trata de un proyecto más cuya finalidad no
conoce. Ya sabes cómo piensa el hombre de la calle: «Sí, todo esto
es muy interesante, pero, ¿para qué diablos sirve?»
Blandí el cuchillo frente al rostro de
Jack.
—Conozco a un par de congresistas que, si se
enterasen de la cantidad de dinero que el Gobierno invierte en
esto, gritarían hasta derrumbar la cúpula del Capitolio. Es un tema
perfecto para ganar votos.
—Yo en tu lugar no se lo diría —murmuró Jack
con suavidad.
—¿Por qué habría de decírselo? —repliqué—.
Es mi sinecura. Pero si alguna vez he visto malgastar tiempo y
dólares, es aquí. Naturalmente, como me gano la vida con él, no
debo preocuparme. No obstante, me gustaría saber qué finalidad
tiene.
Jack abrió la boca para hablar, pero yo le
detuve con un gesto.
—No me largues ahora el cuento de que
estamos ayudando al Gobierno a llevar mejor el país. Ningún
Gobierno se gastaría miles de millones para aprender a gobernar
mejor. Y, ¿por qué habría de hacerlo ahora que está convencido de
que actúa a la perfección? Y lo que es más, puede probarlo. Los
electores lo dijeron en las urnas, y los electores nunca, nunca se
equivocan. Demonios, chico, me temo que no has conocido a ningún
político con experiencia.
—En fin, esperemos que el Gobierno sepa lo
que hace —respondió Jack, un tanto nervioso—. Yo, de ti, no me
preocuparía más. Limítate a seguir trabajando y a embolsarte tu
generosa paga.
—De acuerdo —asentí—; ya sé que tengo un
empleo permanente.
Llegué a la conclusión de que Jack no tenía
un puesto tan alto en la organización como había supuesto en un
principio. No había logrado sacarle ninguna información, así que
cambié de tema y empecé a hablar de otras cosas.
Me equivocaba en esta apreciación sobre
Jack, porque dos días después de nuestra infructuosa conversación
fui reclamado por la oficina de Nueva York y obligado a pasar por
la maroma.
El nombre que figuraba en aquella puerta era
el de J. L. Haggerty, que resultó ser un hombre alto, de rostro
delgado, cabellos blancos y unos ojos que parecían los cañones de
una escopeta. Hizo salir con un ademán a la secretaria que me había
acompañado hasta su oficina, y dijo:
—Siéntese, señor Murphy.
Su voz era tan fría como su mirada. Colocó
ambas manos sobre el escritorio y empezó:
—Tengo entendido que ha dedicado su tiempo
libre a meditar sobre los fines de nuestra organización.
Nada pude replicar, pues aquello no fue una
pregunta, sino una afirmación categórica. De no ser por el tono en
que la hizo, habría pensado que era el exordio de una felicitación,
o de un ascenso. Me limité a asentir. Sus ojos brillaron.
—Y lo que es peor, ha meditado en voz alta,
en un lugar público, donde la gente podía oírle.
Abandoné definitivamente la idea de un
ascenso. Esto no era un ascenso, era una reprimenda. La voz de
Haggerty tenía un matiz desagradable. Con todo cuidado
expliqué:
—No he hecho otra cosa que interrogarme a mí
mismo sobre algunas cosas, en especial sobre el alcance de esta
operación.
Haggerty hizo un gesto de asentimiento al
tiempo que contemplaba una carpeta que tenía delante. Luego la
abrió y dijo:
—Según parece, usted es un sabueso
profesional: un buen reportero. Por suerte para usted, su historial
es impecable, sin un solo desliz. Ninguna afiliación comunista,
ningún contacto con sus compañeros de viaje..., ni siquiera ve las
películas europeas.
Dirigí una mirada a la carpeta, y me asusté.
Era una carpeta gruesa, que debía pesar sus buenos dos kilos. Si
aquello era mi dossier, Haggerty sabía más cosas de mí que yo
mismo. Empecé a sudar ligeramente.
Haggerty levantó la vista y clavó en mí su
mirada, exactamente como un coleccionista clava una mariposa en una
lámina de cartón.
—Debo decirle que de no ser así, de no estar
usted libre de toda sospecha, si no hubiera hecho más que saludar
a,un hombre que conociera a otro hombre que hubiese leído Das
Kapital, ordenaría que le matasen. Sería una gran carga para mi
conciencia, pero lo haría.
Yo le creí. Bastaba ver aquellos ojos para
creerle. El carraspeó:
—Está usted de suerte, Murphy; no voy a
hacerle matar. Por el contrario, voy a contárselo todo. Le voy a
confiar el secreto. Tendrá que prestar un juramento de silencio, lo
cual significa que si, a partir de ahora, abre otra vez la boca, le
haré matar y sin remordimientos de conciencia. ¿Está claro?
No estaba claro, naturalmente, pues yo no
tenía la menor idea de lo que me hablaba. Pero el significado
básico sí se me apareció con toda nitidez: yo había hecho algo que
no debía, aunque no sabía exactamente de qué se trataba. Había
chocado contra el Servicio de Seguridad, y el asunto, fuera cual
fuera, iba en serio. Yo estaba ardiendo; ahora sudaba
copiosamente.
—Comprendo —dije.
—No comprende nada..., todavía —replicó
Haggerty con frialdad. Apretó un botón y ordenó—: Diga al señor
Lindstrom que venga a mi oficina. —Entonces me miró, sonriendo
sardónicamente—. Supimos que empezaba a pensar en voz alta, y
enviamos a Lindstrom para conocer exactamente sus pensamientos.
Eran dinamita. ¿Sabe usted realmente por qué ha sido llamado a esta
oficina?
Negué con la cabeza, sin pronunciar una
palabra.
—Por una estúpida observación suya acerca de
que conocía a un par de congresistas interesados en la economía.
—Su voz se endureció—. El Congreso no sabe nada de esto, y tampoco
el Senado. No hay más que cien personas en todo el país que sepan
con exactitud la finalidad de este proyecto. No podíamos correr el
riesgo de que usted hablara con personas capaces y deseosas de
armar escándalo, y por está razón le confiaremos el secreto; para
que sepa por qué ha de guardarlo. Es una cuestión de estar a favor
o en contra..., y usted está a favor —terminó en tono
tajante.
Sopesó el dossier, y lo dejó caer de
golpe.
—Sé que usted es un americano patriota. Sé
que puedo confiar en usted.
—A decir verdad —confesó—, ignoro de qué se
trata; pero, sea lo que sea, puede confiar en mí.
Me dirigió una sonrisa ambigua, pero no
respondió.
En aquel momento entró Jack Lindstrom, y
Haggerty dijo:
—Bueno, terminemos ya con este asunto.
—Rebuscó entre los papeles de su escritorio y extrajo unos cuantos
folios que me mostró—. Lea esto —me ordenó.
Dócilmente, procedí a su lectura. Parecía
ser el juramento normal del Servicio de Seguridad, al que se añadía
una complicada fraseología por la cual uno se comprometía a ceder
las patentes al Gobierno en caso de inventar algo, todo lo cual se
me antojó extremadamente rebuscado. Llegué hasta el final del
legajo y levanté la vista.
—¿Lo ha leído? —interrogó Haggerty.
—Sí.
—Tengo que hacerle esta pregunta de modo
legal: ¿Ha comprendido lo que ha leído?
—Sí.
Se rió como si ladrara.
—Es usted un embustero. Nadie sino un
abogado podría entenderlo, y antes tendría que estudiarlo durante
un par de días. Pero atengámonos a lo esencial. Si dice una sola
palabra del proyecto a partir de ahora, es hombre muerto.
¿Comprendido?
Tragué saliva y asentí.
—Muy bien. Ahora firme, en cada una de las
páginas.
Firmé todas las páginas; Haggerty y Jack
también lo hicieron como testigos. Cuando terminamos, Haggerty
dijo:
—Bien. Jack, lléveselo y enséñele
todo.
De repente, parecía haberse cansado de mí.
Jack preguntó:
—¿Todo? ¿Incluso el lugar que usted ya
sabe?
—Todo —subrayó Haggerty—; es inútil andarse
con rodeos. Además, siempre he creído que es buena política confiar
en la prensa. Si uno se dedica a jugar a la pelota con ella, la
prensa se la devuelve.
Me señalaba con la mano, pero hablaba como
si yo no me hallara presente.
—Este hombre sigue siendo un periodista de
vocación. Tal vez nos sea útil, cuando todo haya terminado, para
explicar, con palabras de una sílaba, el asunto a la gente.
Y con esta frase nos despidió.
Una vez fuera, me volví hacia Jack y le
dije:
—Ahora tendrás que explicarme de qué
demonios se trata.
Me sonrió.
—Te has metido de un salto en el centro del
mayor secreto desde el Proyectó Manhattan. Será precisa una
explicación muy laboriosa.
—Muy bien. Vamos a mi oficina y
hablemos.
—Imposible —repuso, moviendo la cabeza—.
Ahora perteneces a la élite. Tu despacho ha sido trasladado al piso
de arriba; ya hay otra persona ocupando tu lugar en el
antiguo.
Entramos en una oficina vacía, y Jack
dijo:
—Quédate aquí y no te muevas.
No me moví. A los pocos minutos, entró un
hombre muy bajo con una «Leica» para sacarme unas fotografías. Le
dejó hacer. Un cuarto de hora después, llegó otro hombre, éste muy
fornido, para tomarme las huellas dactilares. Se las dejé tomar.
Dos minutos más tarde, entró una bonita enfermera con una aguja
hipodérmica. Quería una muestra de mi sangre. La consiguió.
Por fin, Jack volvió y me entregó un carnet
con mi fotografía y un facsímil de mis huellas. Por lo visto, yo
trabajaba para Electrónica Carson como miembro del personal de
oficina. Era un oficial de segunda categoría.
Fui con Jack hasta el garaje y salimos en su
coche. En cuanto empezamos a circular, insistí:
—Ahora dime de qué se trata.
Pero él contestó:
—Normalmente, un coche en marcha se
considera seguro para una conversación privada. Este coche es
revisado continuamente, pero aun así podría llevar oculto algún
micrófono, de modo que no te diré nada hasta que lleguemos a
nuestro destino.
—Pero, ¿adonde vamos?
Me dirigió una mirada que me hizo
enmudecer.
Fuimos al aeropuerto y subimos a bordo de un
avión que nos estaba esperando. Volamos durante mucho rato en
dirección oeste, y al final aterrizamos en lo que parecía ser un
aeropuerto particular. Allí nos estaba esperando un coche. Dejamos
el aeropuerto y, después de media hora de atravesar campos y más
campos, llegamos a Electrónica Carson. Lo supe porque lo anunciaba
un gran letrero. Jack dijo:
—Electrónica Carson trabaja en proyectos
clasificados para las Fuerzas Aéreas, y, por consiguiente, hay
muchas reglas de seguridad. Disfruta de un ambiente inmejorable en
cuanto se refiere a las relaciones de los jefes con los empleados,
y sus instalaciones son magníficas. Tiene club, piscina, cine y
muchas otras diversiones para que el personal se sienta contento y
feliz. No hay nadie que desee marcharse de Electrónica Carson, pese
a estar situada lejos de cualquier ciudad.
Llegamos ante una puerta que se abrió para
damos paso y que se cerró tan pronto como hubimos entrado.
Estábamos en un pequeño patio cerrado. Jack bajó del coche y yo le
imité. Mientras cerraba la puerta, me dijo:
—Lo que te he dicho es, naturalmente, la
versión oficial, por si alguien se interesa demasiado, aunque nadie
lo ha hecho hasta el presente, que nosotros sepamos. Pero tampoco
es completamente falsa. Electrónica Carson envía realmente gran
cantidad de material a las Fuerzas Aéreas, sólo para que la versión
resulte convincente.
Un hombre llegó hasta nosotros y Jack le
entregó su carnet. Yo hice lo mismo. Entonces entramos por una
puerta que conducía a un edificio de las oficinas. Jack me mostró
una habitación del tamaño de una cabina telefónica.
—Aquí es donde colgarás tu sombrero y harás
el trabajo que elijamos para ti..., si es que encontramos alguno.
Va a ser un problema —comentó pensativo.
Comprendí la situación y me sentí muy
incómodo. Yo era un peso muerto; un hombre que admitían en su seno
sólo para mantenerle la boca cerrada. Pregunté con tono
hostil:
—Y ahora, ¿puedo ser informado de lo que
está sucediendo? ¿Qué tiene que ver la electrónica con la
investigación antropológica? ¿Y por qué tanto misterio?
—Bueno, bueno —contestó—, aquí te enterarás
de todo. Yo te daré una idea general, lo suficiente para que lo
entiendas, y después tú irás llenando los huecos, preguntando al
resto del personal. —Su expresión se animó—. ¡Vaya! ¿Cómo no se me
había ocurrido antes? Puedes ser el historiador del Proyecto
Americano.
—¿Proyecto Americano?
—La organización para la que has trabajado
hasta ahora constituye la mitad del Proyecto Americano, la mitad
que no podemos mantener en absoluto secreto. Esto es el resto; aquí
todo es ya absolutamente secreto.
Yo suspiré. Jack sonrió y levantó los
brazos.
—Está bien, voy a empezar, aunque es un poco
complicado.
—Todo lo que quiero saber —insistí— es por
qué un antropólogo se ve mezclado con la electrónica.
—Verás, yo fui uno de los promotores de este
asunto. Varios de nosotros, cada uno en su propio campo científico,
entrevimos las posibilidades. Tal es la razón de que me veas tan
metido en esto. —Sonrió irónicamente—. Apuesto algo a que soy el
único antropólogo que ha hecho méritos para quedarse sin
empleo.
Observó mi expresión y se apresuró a
continuar:
—Sucedió lo siguiente. ¿Por qué se inventó
el aeroplano en 1903?
—Pues..., tal vez porque había llegado el
momento propicio —contesté, parpadeando.
—Te has ganado un cigarrillo —aprobó Jack,
contando con los dedos como si me diera puntos de premio—. No podía
existir el aeroplano sin el motor de gasolina, que tuvo que
inventarse antes. Había de ser un motor ligero, así que hacía falta
el aluminio. La extracción del aluminio requiere mucha energía
eléctrica, de modo que, sin una tecnología eléctrica, no podría
haber aeroplanos.
»Lo que quiero decir es que cualquier
adelanto específico es el resultado de una determinada cultura.
Nada importaría que esa cultura se hallase, por ejemplo, en Marte o
en Venus.
—¡Eh! ¿Hay acaso extraterrestres y viajes
espaciales mezclados en esto?
—No exactamente —se rió—, aunque usaremos un
satélite en el proyecto.
—Muchacho —exclamé—, ahora sí que me dejas
estupefacto.
—Prosigo —dijo—. Ocurre que a veces, unas
cuantas ciencias sin relación aparente tienen muchas cosas en común
si las miras con perspectiva. Ya sucedió a principios de los años
cuarenta con la cibernética, y ahora está sucediendo en el Proyecto
Americano.
»Dentro del Proyecto Americano tiene cabida
la electrónica, además de una buena dosis de psicología relacionada
con la hipnosis, un mucho de neurología, toda la teoría espacial
que podamos necesitar, y algo que da su carácter específico al
proyecto: mis conocimientos de antropología.
»Al principio ocurrió que los neurólogos y
los psicólogos se unieron para dilucidar el problema de la hipnosis
y lo lograron. En el pasado había tantas teorías sobre la misma
hipnosis como hipnotizadores; era un campo de investigación muy
embrollado. Se sabía que la hipnosis es un proceso puramente
mecánico (hay gente que ha sido hipnotizada por un disco de
fonógrafo, por ejemplo), pero actualmente ya sabemos qué es en
realidad.
—¿Qué es?
—No puedo explicártelo —me respondió—,
porque yo tampoco lo sé, no es mi especialidad. Lo único que sé es
que tiene algo que ver con la conductividad eléctrica de los
centros nerviosos. Si se altera la conductividad de modo selectivo,
y el sujeto piensa cosas diferentes, sus pensamientos discurrirán
por canales distintos. Pero ten en cuenta que esto es una
simplificación muy burda.
»Afortunadamente, este trabajo empezó a
clasificarse desde el principio, porque formaba parte de un estudio
destinado a combatir las técnicas comunistas del lavado de cerebro.
Después ocurrió que uno de los neurólogos era aficionado a la
electrónica (solía construir él mismo su maquinaria experimental),
y logró inventar un aparato que podía alterar la conductividad
eléctrica desde el exterior, mecánicamente y a distancia.
—¿Te refieres a un rayo, o algo así?
—Era más bien como un campo. Naturalmente,
ahora ya no podía llamarse hipnosis, cuyas fronteras había
traspasado ampliamente. Dicho campo nervioso, utilizado con
eficiencia, altera el cerebro del sujeto permanentemente. Es decir,
se conecta, se aplica según la norma deseada, y el proceso mental
del sujeto se modifica a voluntad. Incluso cuando el campo queda
desconectado, el sujeto no retorna a su mentalidad anterior.
Medité un momento sobre esto; después
comenté:
—Parecéis estar en posesión de una
superlavadora de cerebros.
Jack asintió.
—En efecto, sólo que no nos gusta la frase
«lavar cerebros». La llamamos una máquina de reajuste, que es
precisamente como la concibió Harrod, el tipo que la inventó. Su
idea fue que podía servir de complemento al diván del psiquiatra y
contribuir a la curación de la locura. Y es indudable que así será.
Su utilidad en el campo de la psiquiatría es evidente.
Pensé en las decenas de miles de locos y en
los millones de neuróticos que en el futuro podrían ser curados y
reintegrados a la sociedad.
—El oficial de clasificación lo comprendió
así —prosiguió Jack—; la máquina estuvo treinta y seis horas sin
clasificar, y fue entonces cuando yo me enteré de su existencia.
Hablé de ella con varias personas, y escribimos una carta urgente a
cierto personaje muy importante. Pero hubo alguien que intuyó las
implicaciones, y el invento quedó congelado.
Al observar la expresión de mi rostro, se
apresuró a añadir:
—No te preocupes, no permanecerá congelado
para siempre. Pero antes tenemos un trabajo muy importante que
hacer, más importante que curar a los dementes.
—¿Puede haber algo más importante? —pregunté
con desilusión.
—Unir a toda la humanidad —dijo Jack
haciendo hincapié en sus palabras.
Yo le miré fijamente.
—¿Estás seguro de no ser tú también un
candidato para este campo nervioso? —le pregunté.
—Todos somos candidatos —respondió con
ecuanimidad—. Ahora escucha atentamente y te esbozaré todo el plan.
El prototipo de la máquina de Harrod tenía varios defectos. Carecía
de la energía suficiente y no podía ser dirigida. La hemos
mejorado, pero aún sigue siendo un campo, y no un rayo. Esto no
importa para el fin con que vamos a utilizarla; mejor dicho, es una
ventaja.
Se rascó la barbilla.
—¿Sabes cuál es la causa de las
guerras?
Este giro en la conversación me confundió.
Respondí:
—¿Quién lo sabe? Siempre ha habido guerras,
y nadie se ha tomado la molestia de averiguar por qué.
Jack sonrió.
—Los antropólogos nos hemos tomado esta
molestia, pero casi todos los resultados obtenidos están enterrados
en las revistas, donde los políticos no pueden verlos. Según
nuestras conclusiones, la guerra es el resultado de un choque entre
culturas. A diferentes culturas diferentes puntos de vista. Un
grupo ve sólo el norte y el sur, otro, el este y el oeste.
Resultado: incomprensión y violencia.
»De vez en cuando nos topamos con una
comunidad aislada y sus elementos compenetrados, como los indios
zuni. En este caso ni siquiera tienen una palabra para designar la
guerra, o al menos no la tenían antes de que se la
enseñáramos.
—Esta teoría no puede aplicarse a la guerra
civil —dije yo.
—Eres muy sutil —asintió—, pero no es
necesario que la diferencia sea muy grande para iniciar una guerra.
Por ejemplo, la guerra entre los Estados americanos. Este país se
dividía en dos culturas distintas: el Sur agrario y feudal y el
Norte industrial y democrático. Las dos culturas no podían
coexistir bajo el mismo Gobierno; una de las dos tenía que
desaparecer. La violencia es el único medio que hasta ahora ha
descubierto el hombre para decidir qué cultura ha de
sobrevivir.
Se detuvo como para dejarme pensar, pero yo
le urgí:
—Continúa. Estás llegando al grano.
—Esta máquina es la solución. Verás, concebí
la idea de someter a tratamiento a toda la humanidad y darle la
misma base mental, para una cultura común. Pero en estos momentos
la humanidad no puede recibir este tratamiento de una vez,
conjuntamente. No obstante, así es como ha de hacerse: todos al
mismo tiempo. El único sistema consiste en fabricar una máquina muy
potente, introducirla en un satélite y ponerlo en órbita. De este
modo se podrá bañar todo el planeta en el campo nervioso durante el
período de tiempo que se considere necesario, y a la vez. Aspiré
profundamente.
—¿Quieres decir que vais a imponer un modo
de pensar idéntico a todos los habitantes de la Tierra?
—Sí.
Guardé silencio durante mucho rato. Aquello
era excesivo para asimilarlo de repente. Por mi mente desfilaron un
sinfín de pensamientos. Después de unos minutos pregunté:
—¿Qué clase de mentalidad impondréis?
—Esta cuestión fue causa de muchas
discusiones entre los dirigentes. Se habló hasta la saciedad del
tema del «hombre ideal». Se consultó a muchos filósofos sobre las
cualidades que éste debía poseer, pero no lograron ponerse de
acuerdo.
Jack movió la cabeza con desaliento.
—Cuando un filósofo dice algo, siempre hay
dos que le contradicen. Fue un desastre. Todo el proyectó estuvo a
punto de irse a pique.
—Me hago cargo —dije yo—. Sin diferencias de
opinión, no habría carreras de caballos, ni debates políticos. ¿Qué
sucedió después?
—Bueno, como el proyecto era idea mía, me
endosaron la papeleta. Yo dije que debían atenerse solamente a la
ciencia, a las cosas que podían ser medidas, y no a los ideales. Y
así es como va á ser. Estamos confeccionando un programa de todo lo
que constituye la esencia del hombre.americano, que es el trabajo
en el cual has contribuido tú hasta ahora. Cuando lo sepamos,
sabremos qué mentalidad debemos imponer.
Oculté la cabeza entre las manos.
—Muchacho, ahora sí que no me queda nada por
oír.
Aquel asunto era explosivo. No me extrañaba
que fuera secreto y que Haggerty se diera tanta prisa en hacerme
callar. Una sola palabra a destiempo, y la bomba H explotaría al
cabo de una hora. Los rusos no se quedarían quietos, esperando
tranquilamente a que les convirtieran en americanos. Y tampoco
ninguna otra nación.
—Pero esto es imperialismo —musité—.
Imperialismo mental. No es nuestro sistema normal de actuar.
La voz de Jack se volvió severa al
decir:
—Es el sistema que debemos adoptar. Tú mismo
has puesto el dedo en la llaga cuando has dicho: «Había llegado el
momento propicio.» Si no lo hacemos nosotros, es probable que una
mañana te despiertes pensando que Charlie Marx fue el hombre más
grande que ha existido.
Su voz se suavizó:
—Es el arma más potente del mundo..., pero
la última. Cuando esto haya terminado, podremos empezar a licenciar
a los ejércitos y a desarticular todas las bombas. El mundo podrá
dar un suspiro de alivio y empezar de nuevo. Pero con mi trabajo,
yo me habré quedado sin empleo; sólo quedará una cultura por
estudiar, y esta cultura la dominaremos a la perfección en cuanto
nuestra misión esté cumplida.
—No me parece justo —dije, moviendo la
cabeza.
—Tú eres americano. ¿No te gusta ser
americano?
—Claro que me gusta.
Jack se encogió de hombros.
—Hay cosas peores que ser americano y
maneras peores de vivir. Los americanos somos buenas personas.
Llegamos a este continente y lo hicimos evolucionar. Nuestro nivel
de vida es el más alto del mundo, y nuestra producción industrial
la más elevada. Estamos venciendo a la enfermedad, y nuestros
hospitales son la envidia de todos los países.
»Y es cierto que en esencia somos muy
generosos, y que no nos gusta ver a otros pueblos privados de sus
oportunidades. Por eso siempre damos, damos y volvemos a dar. Pero
lo único que podemos dar son dólares, y los pueblos están
compuestos de seres humanos, ya se llamen europeos, africanos o
asiáticos; les desagrada y les ofende la caridad. La aceptan porque
la necesitan, pero no les gusta tener que aceptarla.
»Todo cuanto tenemos los americanos ha sido
producido por nuestro modo de pensar. Y lo que vamos a hacer con el
Proyecto Americano es regalar este modo de pensar a todos los demás
pueblos. Muchacho, imagínate el increíble progreso del mundo cuando
este proyecto haya sido realizado.
Dominado por el vértigo moví la cabeza. Me
imaginé a los seiscientos millones de americanos chinos y a los
cuatrocientos cincuenta millones de americanos hindúes..., la
facción oriental.
Jack continuó hablando, pero suavemente,
como si tratara de convencerse a sí mismo, y no a mí.
—Los que contribuimos a este proyecto somos
como los físicos atómicos de los años cuarenta. Hemos agarrado a un
tigre por la cola y no nos atrevemos a soltarlo, porque, si lo
hacemos, alguien menos comprensivo se quedará con él. Pero algunos
de los que trabajamos aquí tenemos miedo de lo que estamos
haciendo. Yo lo tengo, y todo el asunto ha sido idea mía.
De improviso cogió mi derecha y la
retuvo.
—Johnny, ¿tú crees que hacemos bien?
Moví la cabeza.
—Jack, lo ignoro, realmente lo ignoro. No he
tenido tiempo de pensarlo; todo ha sido demasiado repentino. —Me
concentré un momento, y entonces añadí—: Tal vez hubiera sido mejor
atenerse al criterio del «hombre ideal».
—¿Y, cómo saber quién es el hombre ideal?
Tenemos que trabajar con lo que sabemos.
—Bueno, dadas las circunstancias, no podéis
hacer nada más. Ser americano no es malo..., para un
americano.
El suspiró y resumió:
—En fin, así están las cosas. Puedes
enterarte de los detalles por ti mismo, cuando hayas conocido a los
demás miembros del proyecto. Desde ahora eres el historiador del
proyecto. Y otra cosa: no abandonarás Electrónica Carson hasta que
el proyecto esté realizado.
—¿Qué diablos...? —protesté.
Esbozó una amarga sonrisa.
—Ordenes. No mías, sino de Haggerty. Ven, te
enseñaré tus habitaciones.
Le seguí dócilmente, pensando con amargura
en la extraña confianza que Haggerty depositaba en la prensa. Pero
en aquellas circunstancias no me atrevía a culparle. No, no le
culpaba en absoluto.
Electrónica Carson resultó la prisión más
lujosa en que he sido encarcelado. El club estaba a la altura del
Westchester Country Club. Tenía pistas de tenis y un campo de golf.
En el cine proyectaban diariamente las películas más recientes, y
el bar estaba bien provisto.
Al principio hice el holgazán a conciencia,
pero pronto me asaltó el aburrimiento y empecé a trabajar en mi
lucrativo empleo de historiador. Según mis noticias, iba a
permanecer en Electrónica Carson una larga temporada, así que
resolví mantener en actividad las células de mi cerebro.
No era un lugar muy grande, por lo menos la
sección dedicada al Proyecto Americano. Realmente se le podía
llamar una operación secundaria, ya que todo el dinero se gastaba
fuera de aquí, en el estudio antropológico. La máquina «de
reajuste» tenía que adaptarse a un satélite de pequeñas
dimensiones, y aunque era muy compleja, no ocupaba mucho espacio.
No había nada que recordase la grandiosidad del Proyecto Manhattan,
lo cual constituía, naturalmente, una gran ventaja en lo
concerniente a las medidas de seguridad.
Hablé con todos los hombres que trabajaban
en el proyecto. Los antropólogos catalogaban los datos procedentes
del exterior. Estos datos ya habían sido examinados previamente; de
ahí que su cantidad no fuera tan abrumadora como antes de la
selección preliminar. Con ayuda de los matemáticos, los datos se
transformaban en grupos de ecuaciones que el personal de
electrónica introducía en los circuitos.
Un ingeniero confesó que en su vida había
diseñado circuitos más absurdos.
—Mire —me dijo mientras encendía el
osciloscopio.
Y al punto apareció en la pantalla el trazo
verde de unas oscilaciones que parecían dibujadas por Picasso en
estado de embriaguez—. Esto es sólo el básico preliminar —me
explicó—. Tendré que superponer muchos otros datos antes de darlo
por terminado.
El proyecto era revisado por los psicólogos
y neurólogos, que vigilaban atentamente la operación, cuidando de
que pasara únicamente el material seleccionado por ellos. A quien
no logré ver fue a Harrod, el genio que había puesto en marcha todo
aquello. Se había seccionado la yugular con una vieja navaja poco
antes de que se iniciara la operación.
El jefe del proyecto era el doctor Paul
Harden, graduado en psicología y neurología. Como historiador del
proyecto, trabé amistad con él, y él conmigo; su preocupación era
el futuro, y tenía un sexto sentido para la publicidad personal. Me
explicó con mucho detalle los objetivos del proyecto, incluidas
muchas cosas sobre las que Jack había hablado con bastante
ambigüedad.
—No atentamos contra el libre albedrío, ni
nada semejante —me dijo—. Lo que hacemos es reformar a la
humanidad, adaptándola al molde americano. El ruso que actualmente
sea un hijo de puta, seguirá siéndolo incluso después de nuestro
tratamiento, pero será un hijo de puta americano.
—Hay un punto que no comprendo —dije—. Usted
afirma que no van a cambiar las convicciones políticas de la gente,
pero al mismo tiempo dice que la política de la gente cambiará. ¿No
es esto una contradicción?
—Enfóquelo de esta manera. Un italiano
piensa a la italiana, porque su ambiente le ha condicionado para
ello. Entonces emigra a América. Poco a poco adopta la mentalidad
americana, tanto más fácilmente cuanto más joven es. Sigue siendo
el mismo hombre, pero sus pensamientos se traducen en acciones
diferentes. Por ejemplo, en una pelea tenderá a utilizar los puños
y no un cuchillo, porque los puños son el método de agresión
americano.
»No adoptará la mentalidad americana de
forma absoluta porque es difícil desarraigar las costumbres del
país natural, pero sus hijos serán totalmente americanos.
Naturalmente, lo mismo sucedería a la inversa, en el caso de un
americano trasplantado a Italia.
»Lo que hacemos nosotros con este proyecto
es una especie de entrenamiento o acondicionamiento forzado. El
modo de pensar americano será imprimido de modo indeleble en todas
las mentes, lo cual implica que en una situación determinada la
gente tenderá a reaccionar según la manera de ser americana.
Indicarán sus preferencias políticas votando democráticamente en
lugar de lanzar bombas; los orientales olvidarán su preocupación
por "perder prestigio" y serán más fáciles de comprender.
»Pero seguirán siendo los mismos pueblos con
sus mismas características. El empedernido conservador inglés
conservará sus ideas políticas, pero probablemente votará en favor
de los republicanos. El radical francés seguirá votando por el
radicalismo, pero al estilo americano.
—De igual modo —intervine yo—, los rusos
renunciarán al comunismo porque no es una ideología americana.
Adoptarán nuestro sistema.
—Exactamente.
—Y no existirá la tendencia a volver al
antiguo régimen porque todos habremos sido tratados al mismo tiempo
—agregué.
—En efecto; no se podrá retroceder porque no
habrá pasado. Es un sistema de educación infalible. —Me miró con
entusiasmo—. Maravilloso, ¿verdad?
Pensé que el doctor Harden no parecía nada
preocupado por las cuestiones morales y éticas implicadas en su
trabajo. Y tenía razón; era realmente maravilloso. Sin embargo, yo
prefería que aquel maldito sistema no hubiera sido inventado.
Cierto que haríamos lo imposible para ser justos con todo el mundo,
para que la democracia no se extinguiera. Pero tarde o temprano
surgiría algún fanático que, como todos los fanáticos, pretendería
que todo el mundo pensase exactamente como él, y entonces la
humanidad se vería condenada a una civilización de termitas.
No obstante («había llegado el momento
propicio»), si nosotros no lo hacíamos, otros lo harían, y me
hubiese molestado mucho verme sometido a una vida dedicada al culto
de los antepasados, por ejemplo.
Pasaron tres años. La máquina ya estaba a
punto para ser puesta en órbita. Lo único que demoraba el Proyecto
Americano era el estudio antropológico, que aún no se había
completado. Asegurarse de que aquel grandioso programa contuviera
solamente la quintaesencia del americanismo, resultaba complicado y
difícil. No podía correrse ningún riesgo.
Los datos fueron recopilados, seleccionados
y evaluados, y la organización exterior fue adquiriendo
proporciones cada vez mayores. Harden me dijo que la plantilla se
componía ya de sesenta mil miembros, y no se había producido el
menor resquicio en el camuflaje. Aparentemente, después de mi
admisión habían introducido un sistema celular, gracias al cual era
imposible que ningún hombre llegase a adivinar siquiera las
dimensiones de la organización.
Cuando empezaron a montar el satélite, supe
que el momento se aproximaba. Pregunté a Harden cuánto tardaría en
realizarse la operación una vez que el satélite estuviera en
órbita. Se rascó la oreja y manifestó con alegría:
—¡Oh!, creo que una semana será suficiente.
El efecto es acumulativo, y supongo que lo mantendremos en órbita
por algún tiempo más. El disparo se hará desde el Polo; de este
modo obtendremos un máximo de rendimiento.
Parecía un astuto ejecutivo de Madison
Avenue hablando de asuntos financieros, pero había un detalle que
aún me inspiraba curiosidad.
—¿Cuál será el efecto en los americanos
nativos?
—Muy pequeño. Sólo un aumento de
americanismo. Nosotros apenas notaremos nada —dijo sonriendo—. Pero
el Comité de Actividades Antiamericanas desaparecerá para
siempre.
La tensión fue en aumento en Electrónica
Carson. Una semana antes del lanzamiento, aislaron toda el área.
Los miembros del personal se movían de un lado a otro con los
nervios a flor de piel. En el bar se consumió más alcohol que de
ordinario y se perdieron grandes sumas en el póquer.
Dos días antes del lanzamiento, Harden
convocó una reunión general en el club. Yo me había despertado
tarde y tenía la cabeza embotada, pese a que no había bebido mucho.
Llegué a la reunión con una sensación de pesadez en el
cerebro.
Harden y media docena de jefes de
departamento se hallaban ante una mesa en el estrado. A los pocos
minutos, Harden se levantó y golpeó fuertemente la mesa con un
mazo.
—Camaradas trabajadores científicos —dijo—,
he convocado esta reunión a fin de elegir un Comité de Trabajadores
legalmente constituido para esta organización.
Yo levanté la mano.
—Voto por el camarada doctor Harden como
presidente.
Me pareció lo más justo e indicado. Otro
gritó:
—Yo le secundo.
La moción fue aprobada.
El camarada Harden detuvo la ovación con un
ademán.
—Camaradas trabajadores científicos: ahora
ya debe resultaros evidente que la grande y gloriosa Unión
Soviética ha demostrado una vez más su natural superioridad sobre
las potencias imperialistas, burguesas y capitalistas.
Todos los comunistas prorrumpieron en
vítores.