LA ESFERA DE PODER

JOSÉ LEÓN CANO

Bajo nuestros pies se esconden misterios pavorosos. A veces, la excavación sistemática del arqueólogo o la simple casualidad hacen que esos misterios afloren nuevamente a la superficie, para desgracia de quienes tuvieron el horrible privilegio de encontrarlos.

ace algunos años aparecieron varias momias en el subsuelo de una antigua iglesia toledana. La prensa dio la noticia, pero no cumplidamente. Había algunos detalles tan espeluznantes que se considero necesario silenciarlos. En aquella época reciente, aunque ya políticamente superada, determinadas autoridades —con y sin báculo— podían dulcificar y hasta trastocar la verdad impresa a su conveniencia. Por eso no se dio a este descubrimiento una importancia mayor que la meramente arqueológica. No era conveniente evocar determinadas imágenes inquisitoriales, aunque fueran falsas, cuando el país, agonizante ya de la dictadura, se encontraba tan revuelto. Porque, a juzgar por la forma en que aparecieron dichas momias, aquellas personas habían sido enterradas vivas.

Mi interlocutor hablaba con voz pausada, grave, mientras dábamos buena cuenta de un excelente rioja. El dulce crepúsculo toledano se infiltraba por los cristales de su viejo palacio, armonizado por las fragancias del pequeño jardín que lo rodeaba, y tan grato ambiente hacia mas soportables las truculencias de su relato. Le había conocido esa misma tarde, mientras admiraba por enésima vez cierto Greco del Palacio de Santa Cruz. Nuestra común afición al arte y a los buenos caldos hizo que congeniáramos rápidamente, y no tardamos en «recorrer las estaciones» de la mejor forma que puede hacerse en Toledo: alternando la visita a iglesias y museos con la no menos provechosa de las tabernas. No diré el nombre de mi anfitrión, pero sí que la sencilla elegancia de su porte y la corrección de sus maneras testimoniaban la hidalga ascendencia de su apellido. Tendría alrededor de cincuenta años, vivía solo y sentía enormes deseos de relatar una historia a alguien que fuera capaz de comprenderla. La afinidad de nuestros caracteres, o tal vez la exaltación producida por el vino, le movió a confiarme el secreto que tanto le había atormentado en los últimos años de su vida.

«El párroco—prosiguió su relato con ojos chispeantes, tras remojarse el gaznate a satisfacción— decidió renovar las baldosas del pavimento de la iglesia. Uno de los obreros advirtió que cerca del ábside el suelo retumbaba de una forma particularmente alarmante. Al dar unos golpes se produjo un desprendimiento y apareció una cámara subterránea, de unos tres metros de profundidad. Mi condición de experto en arte y mi amistad con el párroco me permitieron ser uno de los primeros en bajar a la cripta. Cuando mis pies tocaron el suelo y dirigí a mi alrededor la luz de mi linterna, se me ofreció un espectáculo que no podré olvidar jamás. Treinta y dos cuerpos momificados de hombres, mujeres y niños, parecían haber estado esperándome durante siglos para comunicarme su mensaje de horror».

«No me asusta el espectáculo de la muerte. He visto morir uno a uno a casi todos mis familiares, y sé que el tránsito es algo doloroso, pero natural. Lo insoportable, sin embargo, es comprender que la muerte se ha producido en unas circunstancias de angustia suprema, amplificadas hasta el delirio por el hecho de ser una muerte colectiva. Y las inequívocas señales de esa angustia se conservaban vividamente en la cripta, a pesar de que la tragedia debió ocurrir hace cientos, tal vez más de mil años. Como usted sabe, Toledo es una superposición de ciudades antiguas, y bajo los cimientos de los actuales edificios pueden aparecer vestigios de culturas olvidadas. La tragedia, como le digo, debió de ocurrir hace mucho tiempo, sin duda antes de que se edificase la vieja iglesia, pero sus señales eran tan indelebles, tan espeluznantes, que el tiempo parecía haber transcurrido en vano».

«El polvo acumulado sobre aquellos cuerpos retorcidos paliaba apenas la pavorosa impresión que producían esas mandíbulas abiertas, anhelantes, que parecían gritar todavía una suprema desesperación. Era tal el desorden de los restos, el macabro revoltijo de aquellos girones de carne apergaminada, que la enrarecida atmósfera parecía vibrar todavía con la desesperanza de los últimos estertores... No me fue difícil imaginar lo que había sucedido. Introducidos a empujones en aquella trampa mortal, vieron cómo sobre sus cabezas se cerraba para siempre la inaccesible losa, privándoseles con ello de la luz y del aire. Supongo que morirían asfixiados a las pocas horas de la que, sin duda, fue una de las agonías más espantosas que puedan sufrirse. Mientras mi lámpara recorría aquellos execrables vestigios, el horror que emanaba de ellos me puso los pelos de punta, creándome una angustia difícilmente soportable. Así que decidí escapar de allí cuanto antes. Y ya me disponía a hacerlo cuando mis ojos tropezaron con algo verdaderamente insólito en el fondo de aquella dantesca cámara».

«Lo que excitó mi curiosidad fue la visión de una momia que, al contrarío que las demás, había adoptado en la hora suprema una actitud de calma. Estaba sentada con las piernas cruzadas, a lo sastre, y tenía la espalda erecta, apoyada en la pared. Pertenecía sin duda a un hombre de mediana edad cuyos rasgos, pese al horrible gesto de la mandíbula caída, común a todos los cadáveres, denotaban una evidente serenidad. El contraste con el resto de los cuerpos (en los que había hecho presa la desesperación) era tan extraordinario que no cabía pensar sino que aquel hombre había aceptado la muerte con tranquilidad, y me atrevería a decir que casi con complacencia. Era, además, uno de los cuerpos que se encontraban en mejor estado, ya que conservaba intactas las uñas y una buena parte del cuero cabelludo. Sujetaba con ambas manos, como protegiéndolo sobre el hundido vientre, un cofre cuadrado, de plomo, que sería aproximadamente como la mitad de una caja de zapatos».

«Los restos fueron exhumados y se consultó a varios expertos. Todos ellos coincidieron conmigo en que su antigüedad era bastante remota, y aunque no se disponía de elementos suficientes para determinarla, sin duda era anterior a la construcción misma de la iglesia. Dictaminaron, asimismo, la muerte atroz que habían sufrido aquellas pobres gentes, y alguien apuntó la posibilidad de que tal vez perteneciesen a una raza perseguida o fueran miembros de alguna secta secreta, tratando con ello de explicar los móviles de tan horrendo crimen. Pero lo más sorprendente de las investigaciones llevadas a cabo se centró en el cofre de plomo que con tanta tenacidad había sostenido uno de los cadáveres durante siglos. Tanta, que al intentar separarla de la momia, los miembros superiores de ésta se descoyuntaron con un fuerte chasquido».

«La caja era totalmente hermética. No había junturas, y en realidad se trataba de un cuadrado hecho, al parecer, de una sola pieza. Fue preciso fundirla parcialmente, con la ayuda de un soplete, para que revelara su contenido».

«Dentro se encontraba un objeto que nos deslumbró por su perfección y por su rareza. Se trataba de una bola de cristal, extraordinariamente pulida, cuyo diámetro era algo mayor que el de una caja de tabaco de pipa. En el centro mismo de la esfera se encontraba una diminuta pieza metálica, tal vez de oro, en forma de pirámide con la base cuadrada... Puedo asegurarle que se trataba de algo fascinante, en el más idóneo sentido de la palabra, pues era tal la perfección de su factura que parecía capaz de recoger toda la luz ambiente y devolverla con renovado brillo. Pero era también inquietante, por cuanto que no existían referencias históricas para situar su procedencia en el tiempo ni en el espacio. Se trataba, en suma, de uno de esos raros objetos que los arqueólogos son incapaces de clasificar y que a veces aparecen en los museos con la vaga etiqueta de «objetos de culto. Pero las circunstancias de su descubrimiento le prestaban, además, un tinte sombrío... Pero todo ello, no era nada extraño que cuantos contemplamos esa esfera no pudiéramos evitar el nacimiento, en nuestra imaginación, de las más oscuras fantasías».

«Como le digo, la prensa tuvo sólo un conocimiento parcial de los hechos. Ni siquiera pudieron tomar fotos de la cripta, pues se pretextó que se encontraba en malas condiciones y había peligro de hundimiento. Se hizo una fosa común, a toda velocidad, para ocultar los cadáveres. Y la esfera fue objeto de concienzudas investigaciones que se realizaron en el más absoluto de los secretos. Sólo unas pocas personas tuvimos acceso al resultado de tales investigaciones. En un laboratorio especializado fue sometida al método del Carbono-14, y gracias a ello pudo determinársele una antigüedad pavorosa: entre quince y veinte mil años. Era, evidentemente, mucho más antigua que la época imprecisa del enterramiento. Pero cuál podía ser su procedencia, o a qué insólita cultura pudo pertenecer, son preguntas cuya respuesta no se pudo hallar jamás».

«Era una esfera hermosa y tenía la virtud de atraer todas las miradas. Eso, y el hecho de que la parroquia padeciera escasez de fondos a causa de las obras, movió al cura a incluirla, como una atracción más, en su pequeño museo de la sacristía, junto a casullas del siglo XVI, cálices del Renacimiento y otros objetos de interés. El mismo la mostraba, a veces, a turistas y feligreses, aunque limitándose a decir que había aparecido junto a las momias de la cripta. Pero entre los visitantes del museo había seguramente alguien que no necesitaba este tipo de explicaciones, alguien que, sin lugar a dudas, sabía más sobre la esfera recién descubierta que todos nosotros. Porque una mañana, al ir a abrir el museo, la esfera había desaparecido. Y, al contrario de lo que suele ocurrir en otras acciones delictivas de esta naturaleza, el resto de los objetos, algunos de ellos sumamente valiosos, habían sido respetados».

—Naturalmente —interrumpí—, dieron aviso a la policía.

«Naturalmente. Pero al cabo de dos meses de pesquisas policiales no se obtuvo resultado alguno. Me planteé entonces una pregunta obvia: ¿Para qué quería el ladrón esa esfera? Porque estaba claro que no había actuado por afán de lucro, y que eran otros móviles los que le empujaban».

—Y usted decidió descubrir cuáles eran esos móviles.

«Sí, y como las investigaciones de la policía eran infructuosas, decidí recurrir a un método poco convencional y, desde luego, nada ortodoxo. Solicité los servicios del profesor Martín, un famoso hipnotizador del que usted seguramente ha oído hablar, y los de Salomé, su no menos famosa médium. Se sorprendería de lo eficaz que puede resultar a veces una ayuda semejante».

«El profesor Martín se mostró sumamente interesado cuando le conté el caso completo, incluyendo el dato de la asombrosa edad de la esfera. Tuve la satisfacción de escuchar de sus labios lo que yo mismo había intuido, pero no me había atrevido a pensar. ‘Sospecho —me dijo—, que se trata de un caso de nigromancia, algo sumamente peligroso. Seguramente ha sido un alevín de brujo quien se ha apoderado de la esfera, y si esto es así, la cosa podría acarrear consecuencias fatales. Le aconsejo que tenga mucho cuidado, si es que piensa seguir con esto*. Le aseguré que tendría todo el cuidado del mundo, pero que si en manos extrañas la esfera podía resultar peligrosa, estaba dispuesto a cualquier cosa con tal de rescatarla. El viejo profesor, que para mí ha sido siempre como un padre, me estuvo mirando un rato profundamente, sin duda para cerciorarse de la limpieza de mis intenciones, y como el resultado de su pesquisa le resultara satisfactorio, me ordenó que volviera la semana siguiente, para realizar la sesión con Salomé, provisto de un poco de tierra de la cripta, recogida lo más cerca posible del lugar donde había aparecido la esfera».

Al llegar a esta altura del relato ya habíamos consumido, casi sin darnos cuenta, dos botellas de rioja. Pero ni él ni yo estábamos borrachos. Ni siquiera ligeramente amodorrados. Como tampoco nos dimos cuenta de que la tarde había caído definitivamente, dejando paso a una tibia noche de verano, profusamente acompañada por el canto de las cigarras. Estábamos tan metidos en la historia que ni él ni yo echábamos en falta la luz.

«A la semana siguiente —continuó hablando mi anfitrión— acudí al gabinete del profesor Martín llevando un poco de tierra envuelta en un pañuelo. Para mí aquello constituía un auténtico trofeo, pues tuve que vencer no poca repugnancia para descender de nuevo a la cripta. Como es práctica usual en el profesor Martín, su medium desconocía totalmente el asunto. No me extenderé sobre las más que conocidas, y celebradas, dotes clarividentes de Salomé, pero quizá sea bueno que le diga que tiene unos ojos negros de extraordinaria belleza, unos ojos en los que, sin duda, el personaje de Borges hubiera descubierto ese Aleph donde se refleja todo el universo... Discúlpeme esta divagación literaria. Tal vez hayamos bebido demasiado».

Le confesé que estaba sumamente interesado en su relato, y que no me importaría consumir la noche entera escuchándole. Eso le animó a seguir hablando:

«El profesor sumió a Salomé en un estado de trance, y eso me privó de seguir contemplando sus hermosos ojos. Me compensó, en cambio, con sus revelaciones extraordinarias. El profesor Martín abrió la mano derecha de la médium y echó en ella un poco de la tierra contenida en el pañuelo, cerrando el puño a continuación y explicándole que esa porción de tierra se encontraba al lado de una esfera cristalina, sobre cuya naturaleza queríamos indagar. Salomé sufrió un fuerte escalofrío y habló con una voz lejana, temblorosa: «Veo muertos —dijo—, muchos muertos al lado de la esfera... La ha fabricado un hombre que lleva una túnica blanca hasta los pies... Este hombre es de otra raza. Tiene la piel rojiza como la arcilla. Es una esfera de poder. Almacena y refleja todo lo que sucede a su alrededor, todas las vibraciones que recibe... No debería cogerla ninguna mano de este tiempo... Puede hacer que las circunstancias almacenadas en su memoria se repitan, y ahora está llena de horror... Es mejor que vuelva a la tierra o sea destruida».

«La tierra que apretaba en su puño derecho producía grandes molestias psíquicas a Salomé, según me hizo notar el profesor Martín. Y, en efecto, pese a estar sometida a un trance profundo, su palidez era creciente, y el temblor de su brazo amenazaba con extenderse por todo el cuerpo. El profesor me sugirió la conveniencia de acabar cuanto antes aquella sesión, pero yo le pedí que la prolongara un poco más, siquiera fuera para tener una idea del lugar donde entonces se encontraba la esfera. Accedió a mi ruego y le formuló la correspondiente pregunta. Salomé habló de una construcción semiderruida encima de un río pequeño, en las afueras de un pueblo blanco, e indicó la existencia de una cueva muy húmeda en el interior de dicha construcción, pero sus temblores llegaron a ser tan agudos que le impidieron seguir hablando, y el profesor Martín la sacó inmediatamente de su trance».

—En definitiva —intervine aprovechando su pausa—, no sacó demasiada información de la médium.

«No, pero al menos obtuve algunos indicios bastante reveladores sobre la naturaleza de la esfera robada. Y eso me animó a seguir investigando, convencido como estaba, además, de que si lograba encontrar el objeto podría tal vez evitar una desgracia».

—Perdóneme que vuelva a interrumpirle —repuse con cierta impaciencia—, ¿pero logró encontrar la esfera?

Sin duda el vino desataba mi lengua y me hacía, tal vez, un tanto impertinente. Aquella pregunta estaba fuera de lugar, la había formulado demasiado pronto, y en esa pregunta precipitada estaba implícito un asomo de incredulidad. O eso es, al menos, lo que mi anfitrión debió entender, a juzgar por la torva mirada que me dirigió. Estuvo pensativo un rato, hasta que su rostro se volvió todavía más sombrío, y entonces contestó:

«Sí, logré encontrarla. Y puedo asegurarle que hubiera preferido mil veces no haberla encontrado nunca».

Las cigarras habían dejado de cantar y empecé a percibir la oscuridad como algo denso y aplastante. No olvidaré el sombrío gesto de mi interlocutor, apenas entrevisto a la difusa luz de las estrellas. Creo que la suma gravedad de aquel rostro hizo que los vapores alcohólicos se esfumaran de inmediato y mi cerebro entró en una fase de extrema lucidez, como la que se experimenta al intuirse un peligro inmediato. Porque —pensé—, ¿quién era en realidad aquel hombre? ¿Me había atraído a su viejo palacio únicamente para contarme una rara historia? De pronto me sentí indefenso y aceché el brillo de aquellos ojos extraviados por la bebida, tratando de descubrir en ellos sus más ocultas intenciones. La súbita confianza que me inspiró un individuo al que, al fin y al cabo, apenas conocía de unas horas antes, se trocó, también súbitamente, en un temeroso recelo. Era como si temiera que la tierra fuese a fallar de un momento a otro bajo mis pies.

Sin embargo, mis temores eran infundados. Me convencí de que la gravedad de su mirada no obedecía a la impertinencia de mi pregunta, sino a la evocación de sus tortuosos recuerdos. Volvió a llenar su vaso y lo vació de un trago antes de seguir hablando.

«Desde muy joven —prosiguió— me he sentido atraído por las ciencias ocultas. Eso me ha permitido conocer a personajes de lo más extravagante, pero también a individuos cuya ayuda me resultó muy valiosa en algunas circunstancias. El profesor Martín era uno de ellos. Pero había otra persona, un radiestesista, cuyo nombre no viene al caso, a quien le debo el hallazgo de la esfera. Era un hombre moreno, bajo, nervioso, muy delgado, cuya sensibilidad psíquica estaba tan exacerbada que parecía una auténtica caja de resonancia. Había tenido muy pocos fracasos como radiestesista, pero sólo unos pocos conocíamos esta actividad, ya que sentía verdadero pánico a que su nombre fuera excesivamente divulgado».

«Al igual que el profesor Martín, este hombre mostró un sumo interés por el caso. Percibí que se había sobresaltado, aunque trató de disimularlo, en cuanto le hablé de la esfera, y sospeché que al igual que el ladrón, sabía bastante más de aquel objeto que yo mismo. En cambio, cuando le transmití la información suministrada en estado de trance por Salomé, no pareció alterarse lo más mínimo, como si lo que yo le contaba lo conociera sobradamente. Se limitó a comentar que la esfera debía de ser un instrumento ‘sumamente valioso’, y que podía contar con su ayuda».

«Esa misma noche extendió sobre la mesa de su estudio un gran mapa de España. Yo le observaba a cierta distancia y vi cómo sacaba del bolsillo un pequeño péndulo de punta metálica y lo dejaba caer a la distancia de un palmo sobre el mapa. El péndulo comenzó a oscilar, primero en todas direcciones, y luego señalando una zona muy concreta del Sureste. Seguidamente extrajo un mapa de aquella zona, del mismo tamaño que el anterior, y lo colocó encima de éste. El péndulo señaló entonces (según aquel individuo, sin lugar a dudas) un apartado pueblecito de la provincia de Murcia, situado en una zona montañosa y al que se llegaba, de acuerdo con las indicaciones del mapa, a través de una carretera de tercer orden, sinuosa y en mal estado».

«Le ahorraré los pormenores del viaje, que efectuamos a la mañana siguiente a bordo de mi pequeño utilitario. Era en pleno verano, como ahora, y el coche se calentaba bastante, así que tardamos más de lo previsto. Pero conseguimos llegar al pueblo poco antes de que el sol se ocultara. Como había dicho Salomé se trataba, en efecto, de un pueblo blanco, encalado hasta la saciedad como la mayoría de los cercanos pueblos granadinos. Salomé había hablado de una construcción sobre un río. Efectivamente, un riachuelo pasaba cerca del pueblo, pero no vimos construcción alguna y el sol iba apagándose poco a poco. Dejamos atrás el pueblo siguiendo el curso del río, paralelo a la carretera, y cuatro kilómetros más allá, metidas en un hondo valle, descubrimos las ruinas de un viejo molino de agua a cuyos costados se encontraban, también ruinosas, unas pequeñas edificaciones. Aparcamos el coche en la cuneta y bajamos la pronunciada pendiente. A nuestro alrededor reinaba la desolación y el abandono. Apenas cuatro olivos retorcidos, y tan ruinosos como el viejo molino, daban una mínima nota de color sobre el polvoriento y grisáceo entorno, cuyo tono ceniciento se acentuaba por la penumbra del atardecer. Con toda probabilidad, éramos los primeros que atravesábamos tan tristes parajes en mucho tiempo».

«Llegamos al pie del molino y comprobamos que parte de la techumbre se había desplomado. A través de un enorme boquete en la pared vimos algunos restos oxidados de la maquinaria y la gran piedra de moler partida en dos. Mi compañero sacó su péndulo, y éste se puso a oscilar rápidamente, casi con violencia.»

Al introducirnos por el boquete tuvimos que encender nuestras linternas. Entonces me di cuenta de que estábamos desarmados y tuve miedo. Me recriminé por no haber tomado una precaución tan elemental, pero mi compañero avanzaba entre las ruinas resueltamente, aunque procurando no hacer ruido. El silencio, sin embargo, era absoluto, a no ser por el reconfortante murmullo del río. Los únicos seres vivos que nos rodeaban parecían ser las ranas, los ratones y una culebra de agua que había asomado, desafiante, la cabeza entre los légamos de la orilla».

«Recorrimos las pequeñas construcciones adosadas al molino sin descubrir otra cosa que una desvencijada cama de hierro, restos de ropa deshilachada, papeles y platos rotos. Finalmente encontramos una trampilla de madera adosada al suelo que podía levantarse tirando de una argolla. Al hacerlo vimos los primeros peldaños de una escalera, pero emanaba un hedor tan insoportable que tuvimos que volver a cerrarla. Mi compañero sacó un pañuelo del bolsillo, levantó la tapa, y sin ocuparse para nada de mí encendió su linterna y comenzó a descender escaleras abajo. Yo no tuve más remedio que imitarle, pese a que el hedor de la putrefacción era tan fuerte que se me revolvieron las entrañas y tuve que vomitar, apenas sobrepasados los primeros escalones. Pero el radiestesista se había olvidado completamente de mi presencia, y su naturaleza parecía totalmente insensible a la cercanía de la corrupción, puesto que le vi avanzar con paso rápido hasta el final de la escalera y luego su silueta se fundió con las sombras de aquella bodega abandonada».

«Una vez desalojada la carga de mi estómago me sentí aliviado y comprobé que mi organismo se adaptaba bastante mejor al húmedo hedor del subterráneo. Con la ayuda de la linterna bajé resueltamente los peldaños que quedaban. Llegué así a una pequeña sala de paredes rezumantes, y volví a ver la espalda de mi compañero, que se había detenido junto a una de ellas, contemplando algo que su propia silueta me impedía percibir. Estaba tan absorto que siguió mirando sin darse cuenta de que yo me encontraba a sus espaldas. Le dirigí un haz de luz con la linterna y entonces se echó a un lado, permitiendo de esa manera que se iluminase también para mí lo que estaba contemplando. Al verlo lancé un grito y la linterna cayó de mi mano».

«Pero la suya seguía iluminando, imperturbable, aquel infame rincón. Pequeños gusanos blancos recorrían blandamente la brillante superficie de la esfera, que unos dedos informes, carcomidos, sujetaban junto al putrefacto agujero del vientre. Unas órbitas sin ojos, sustituidos por sendos gusanos oscuros, nos contemplaban desde un cráneo ladeado, sujeto apenas por un tronco erecto, apoyado en la pared, cuyas costillas rezumaban la insoportable purulencia de los pulmones. El cadáver parecía sonreír desde su agujereado rostro (pese a que la totalidad de los labios había sido devorada por multitud de vermes) y se mostraba en la misma postura, con las piernas cruzadas, que aquella momia en la que había aparecido la esfera. Pero qué diferencia, qué horrible diferencia...»

«Mi compañero, lejos de sorprenderse, se acercó al cadáver y trató de arrebatarle la esfera. Hacia ella iluminaba la linterna, sosteniéndola con la mano izquierda, mientras la derecha se acercaba, con un gesto que yo nunca me hubiera atrevido a realizar, hacia la masa deforme y sanguinolenta del vientre. Las horribles pústulas resaltaban nítidamente con los vividos reflejos de la bola cristalina. Pero poco le importaba a aquella mano viva entrar en contacto con la descomposición con tal de apoderarse del objeto, cuya fascinación parecía enloquecer al radiestesista».

«Una vez con la esfera en su poder y sin mediar palabra, comenzó a subir las escaleras a una velocidad que denotaba claramente su agitación. Ni que decir tiene que yo subí al instante, a la misma velocidad y con la mente en blanco, incapaz todavía de asimilar lo que allí había visto. El curso de sus pensamientos debió de ser tan acelerado que nuevamente se olvidó de mí. Le seguí hasta la orilla, dejando atrás el maldito caserón, y vi cómo sumergía la esfera en el agua, limpiandola con sus propias manos hasta que el cristal recuperó nuevamente su magnífico brillo. La luna se asomó tras unas colinas y parecía observarnos atraída por las manipulaciones de mi compañero. Su palidez prestaba al cristal reflejos inusitados, y el radiostesista estaba tan radiante como si tuviera una estrella entre las manos. Recordé entonces todo el horror que había rodeado a la esfera y me resultó difícil comprender los motivos de su júbilo».

«Me acerqué sin decir palabra, esperando que fuera él quien rompiera el silencio. Tardó mucho en hacerlo, dedicado como estaba a acariciar una y otra vez la bola y a contemplarla con ojos extasiados. Es una joya increíble, dijo al fin, mientras me instaba a que la contemplase admirativamente, haciéndome ver la exquisita transparencia del cristal, la perfección absoluta de su forma, la delicada tibieza de aquella piel cristalina que me invitó a tocar. «No sé qué hacer ni qué pensar —le confesé— después de lo que he visto».

«Lo que ha visto —volvió a decirme— es una consecuencia de ciertos intentos mágicos mal realizados, porque sólo quien resiste a su fascinación puede dominarla; pero quien es capaz de dominarla consigue de éste mundo todo cuanto quiera... Ese pobre hombre que se está pudriendo ahí abajo consideró que era capaz de hacerlo, pero el poder contenido en esta esfera anuló su voluntad, y sólo pudo recoger el fracaso de quien lo había intentado anteriormente. Por eso murió en su misma postura».

«Me parecieron las palabras de un demente. Pero sin duda estaba en posesión de algunos conocimientos relacionados con la esfera, y traté de sonsacárselos. Le hice mil preguntas sobre su procedencia y su historia, pero no logré que contestara ninguna y sólo obtuve una sonrisa de desdén. Le expuse entonces francamente la conveniencia de hacerla desaparecer, y para mi sorpresa tuvo un inesperado ataque de cólera: Ahora es mía y nadie podrá quitármela, gritó mientras se aferraba al objeto oprimiéndolo, como los dos cadáveres, sobre su bajo vientre. Deduje que aquella postura tendría algo que ver con los hipotéticos beneficios que fuera capaz de suministrar».

«El radiestesista era un hombre relativamente enclenque, y hubiera podido arrebatarle violentamente la esfera sin demasiado esfuerzo, pero soy un hombre pacífico y decidí emplear otros métodos. Debo confesarle, además, que temía vérmelas con un loco».

«Con el propósito de que se calmara traté de convencerle de que no era mi intención arrebatarle el objeto. Quise hacerle ver, sin embargo, la conveniencia de marcharnos de allí cuanto antes. 'Márchese usted si quiere —me respondió—, yo regresaré por mis propios medios’. Semejante respuesta me convenció de que, evidentemente trastornado, mi compañero no se prestaba a razones y podía ser peligroso. «Allá usted si quiere quedarse —le dije—, pero yo me voy ahora mismo». Me marché, en efecto, pero no lo bastante lejos como para perderlo de vista, sino que me escondí tras unos matorrales, a un tiro de piedra, y desde allí me dispuse a espiar sus movimientos».

«Estoy convencido de que el radiestesista se olvidó de mí en cuanto me hube alejado unos cuantos pasos. Desde el escondite pude observar cómo se sentaba en el suelo, con las piernas cruzadas, mientras acariciaba la esfera sobre su regazo y salmodiaba unas palabras incomprensibles. No podía dar crédito a mis ojos, pero después de aquello la esfera comenzó a emitir una débil luz verdosa que poco a poco fue tomando una consistencia ectoplasmática. De su interior luminoso surgía una masa informe, una especie de nube verde que se situó delante del radiestesista y acabó envolviéndole completamente. Vi entonces cómo mi compañero trataba de levantarse del suelo sin conseguirlo. Comenzó a jadear y a gritar. Le oí gritar mi nombre desesperadamente, pero el terror me tenía paralizado y no fui capaz de acudir en su ayuda. La masa verdosa estaba tomando la forma de un ser abominable, dudosamente humano, cuyos tentáculos se aferraban con fuerza al cuello de aquel desgraciado. Vi el copioso sudor de su rostro congestionado y el temblor que sacudía su cuerpo, escuché un largo estertor y presencié luego el momento en que cayó desplomado como un pelele. Entonces la masa verdosa desapareció como atraída por el interior de la esfera, y ésta cayó rodando de sus manos hasta hundirse en el légamo del río. Me acerqué temblando hasta donde se encontraba mi compañero y comprobé que había muerto. Luego me acerqué a la orilla del río, pero mi búsqueda resultó infructuosa. La esfera había desaparecido sin dejar rastro, y quiera Dios que nadie vuelva a encontrarla jamás».