EL BARRIL DE AMONTILLADO
EDGAR ALLAN POE
«Desde el seno de un mundo hambriento de materialidades, Poe se lanzó al reino de los sueños... Para el, la imaginación es la reina de las facultades...»
(Charles Baudelaire.)
il ofensas me había hecho Fortunato y siempre las
soporté lo mejor que pude, Pero acabó llegando al insulto, y
entonces juré vengarme cumplidamente. Quienes tan bien conocéis la
naturaleza de mi temperamento, habréis adivinado que no pronuncié
palabra alguna con relación a este propósito. Sin duda, a la larga
yo sería vengado. Pero quería excluir, naturalmente, toda
posibilidad de peligro. Porque mi propósito era castigar, sí, pero
castigar con impunidad absoluta, ya que una injuria no queda
justamente reparada si el vengador se ve perjudicado de alguna
forma por el castigo que infringe. Pero tampoco existe reparación
si el ofendido no da a entender claramente al causante de su
agravio que es él quien se venga. Fiel a mis designios jamás di a
Fortunato, ni de palabra ni de obra, el más leve motivo de
sospecha, sino que en todo momento le hacía ver que le profesaba la
mejor voluntad del mundo. Continué sonriendo en su presencia, como
de costumbre, pero él no pudo advertir que mi sonrisa estaba
inspirada por el firme propósito de asesinarlo.
Era Fortunato hombre digno de ser temido, y aún merecedor de toda consideración, pero como todos los seres humanos tenía su punto flaco. Y era que se vanagloriaba de ser un excelente catador de vinos. Aunque, realmente, el verdadero talento de los catadores parece haber sido negado a la casi totalidad de los italianos. No era éste el caso de Fortunato, cuyo entusiasmo por los vinos añejos era sincero pese a que, en pintura y piedras preciosas fuese un verdadero charlatán, como todos sus compatriotas. Tampoco yo era desconocedor de la excelencia de los vinos italianos, y cuando se me presentaba la ocasión los compraba en gran cantidad.
Encontré al que en otro tiempo había sido mi amigo en plena euforia del Carnaval. Estaba anocheciendo. Con toda evidencia había bebido mucho, a juzgar por la desbordante cordialidad con que me acogió. El pobre infeliz se había disfrazado de payaso. Su traje, muy ceñido, era un vestido con listas de colores, y se tocaba la cabeza con un ridículo sombrerillo cónico adornado con multitud de cascabeles. Nunca, como en aquel momento, me alegré tanto de estrechar su mano.
—¡Mi muy querido Fortunato! —le dije—. Le encuentro a usted muy a propósito. Tiene un aspecto excelente. Me alegro mucho de verle, porque precisamente hoy he recibido un barril que me aseguran es de amontillado, pero no las tengo todas conmigo.
—¡Un barril de amontillado! —dijo él—. ¡Y en pleno Carnaval! ¡No es posible!
—Precisamente por eso tengo mis dudas —contesté—. Y, naturalmente, quería consultarle antes de pagarlo.
—¡Amontillado!
—Lo dudo mucho.
—¡Amontillado!
—Y tengo que pagarlo.
—¡Amontillado!
—Pero imaginé que iba a estar usted muy ocupado, y por eso iba a buscar a Luchesi. Es un gran conocedor. Y sin duda, él me dirá...
—Luchesi es un incapaz. Sus narices no están preparadas para distinguir un amontillado de un jerez.
—Y sin embargo, hay muchos imbéciles que creen que su paladar puede competir con el de usted...
—¡Vamos, vamos ahora mismo!
—¿Adonde?
—A sus bodegas, naturalmente.
—Mi querido amigo, temo abusar de su amabilidad y no quisiera hacerlo por nada del mundo. Imagino que tiene usted algún compromiso. Luchesi...
—No tengo ningún compromiso. ¡Vamos!
—No, no. Aunque no tenga ningún compromiso, veo que tiene usted mucho frío. Mis bodegas son terriblemente húmedas. Están materialmente cubiertas de salitre.
—¡Vamos a pesar de todo! El frío no importa nada. ¡Nada menos que amontillado! Sospecho que le han engañado a usted. Luchesi le seguiría engañando, porque es incapaz de distinguir el jerez del amontillado.
Se cogió a mi brazo con cierta vehemencia. Me puse un antifaz de seda negra y arrebujándome bien en mi capote me dejé conducir por Fortunato hasta mi palacio.
Mi casa estaba vacía, ya que los criados habían escapado para participar en el jolgorio del Carnaval. Antes les había advertido, de todas formas, que no regresasen hasta la mañana siguiente, orden más que suficiente, como yo sabía de sobra, para asegurarme su inmediata desaparición nada más les volviera yo la espalda.
Arranqué dos velas de sus candelabros, entregué una de ellas a Fortunato y le guié, haciéndole encorvarse a través de distintos aposentos, por el pasadizo abovedado que llegaba hasta la bodega. Bajé delante de él, abriéndole paso, a través de una larga y tortuosa escalera, encomendándole que adoptara precauciones al seguirme. Por fin llegamos a los últimos peldaños y nos encontramos, frente a frente, sobre el húmedo suelo de las catacumbas de los Montresors.
Vacilaba mi amigo al andar, y a cada una de sus zancadas resonaban los cascabeles de su gorro ridículo.
—¿Y el barril? —preguntó.
—Está un poco más allá —le contesté—. Pero aquí tiene usted esos blancos festones de telaraña que brillan en las paredes.
Al volverse hacia mí me miró con unas pupilas nubladas que continuamente destilaban las lágrimas de la borrachera.
—¿Salitre? —me preguntó por fin.
—Salitre, sí —le respondí—. ¿Tiene usted esa tos hace mucho tiempo?
—Ejem, ejem, ejem...
Le fue imposible contestar a mi pobre amigo hasta pasados unos minutos.
—No es nada, no es nada —dijo al fin.
—Volvámonos —repuse con energía—. Mi querido amigo, su salud es demasiado preciosa para mí. Es usted rico, respetado, admirado, querido. Es usted feliz, como yo lo he sido en otro tiempo. Tiene usted el deber de cuidarse. Hemos de regresar, pues si se enfermase me sentiría abrumadoramente responsable. Por otra parte, Luchesi vive muy cerca de aquí.
—Olvídese de mi tos —me contestó—, no tiene importancia alguna. Pierda cuidado, que no me matará. De tos no moriré.
—Cierto, cierto —le contesté—. No era mi intención, en realidad, alarmarle sin motivo. Pero debemos tomar precauciones. Un trago de ese exquisito Medoc nos defenderá de la humedad sobradamente.
Y al decir esto, rompí el cuello de una botella que se encontraba en una larga fila de otras análogas, tumbadas en el húmedo suelo.
—Beba —le dije ofreciéndole el vino.
Mirándome de soslayo se llevó la botella a los labios. Hizo una pausa y me saludó con suma familiaridad. Al hacerlo, el soniquete idiota de sus cascabeles resonó largamente en la profundidad de la cueva.
—Bebo —dijo— a la salud de los enterrados que descansan a nuestro alrededor.
—Y yo, porque los dioses le concedan una larga vida.
Se cogió de nuevo a mi brazo y continuamos nuestro camino.
—Estas cuevas —me dijo— son muy grandes.
—Los Montresors —le contesté— constituían una familia tan grande como numerosa.
—No recuerdo cuáles son sus armas.
—En el escudo está grabado un gran pie de oro en campo de azur. El pie aplasta a una serpiente rampante cuyos dientes se clavan en el talón.
—¿Y cuál es su divisa?
—«Nemo me impune lacessit» («Nadie me ofende impunemente»).
—¡Magnífico!
Retiñían los cascabeles de su cabeza, y el vino brillaba en sus ojos. A causa del Medoc también se caldeó mi fantasía. Llegamos a los recintos más profundos de las catacumbas atravesando murallas formadas por montones de esqueletos entre los que se mezclaban toneles y barriles. De nuevo me detuve, y esta vez me atreví a coger a Fortunato de un brazo, más arriba del codo.
—El salitre —le dije—. Observe cómo va en aumento. Cuelga de las bóvedas como si fuera musgo. Ahora nos encontramos bajo el lecho del río. Comprobará que las gotas de humedad se filtran por entre los huesos. Insisto en que debemos regresar antes de que sea muy tarde. Esa tos...
—No es nada —dijo—. Continuemos. Pero echemos antes otro traguito de Medoc.
Rompí un frasco de vino de De Grave y se lo ofrecí. Lo vació de un solo trago y sus ojos llamearon con un fuego ardiente. Luego se echó a reír y tiró la botella al aire con un ademán que me resultó incomprensible, así que le miré sorprendido. El repitió su grotesco movimiento, y «¿No comprende usted?» —preguntó.
—La verdad es que no —le contesté.
—Entonces, ¿no es usted de la hermandad?
—¿Cómo?
—¿No pertenecía usted a la Masonería?
Le repliqué que así era, en efecto.
—¿Usted un masón? ¡Imposible!
—Pues lo soy.
—Muéstreme un signo, entonces.
—¡Este! —le contesté, al tiempo que sacaba de mi capa una paleta de albañil.
—Está usted bromeando —exclamó, y retrocedió unos pasos—. Pero, en fin, vamos por el amontillado.
Guardé la herramienta bajo la capa y le ofrecí de nuevo mi brazo. Se apoyó pesadamente en él y seguimos nuestro camino en busca del amontillado.
Atravesamos una serie de bóvedas bajísimas, avanzamos, seguimos bajando y bajando hasta llegar a una profunda cripta donde la impureza del aire hacía que las velas dieran una luz particularmente rojiza. Otra cripta menos espaciosa se abría en lo más apartado de la anterior. Habían sido alineados en sus paredes restos humanos de los que se amontonaban en la cueva por encima de nosotros, tal y como ocurre en las catacumbas de París. Del mismo modo estaban adornados tres lados de aquella cripta interior. Los huesos habían sido retirados del cuarto lado y yacían esparcidos por el suelo, formando un montón de cierta altura en uno de los rincones.
El desprendimiento de los huesos había dejado al descubierto otra cripta aún más reducida dentro de la pared. Tendría unos cuatro pies de profundidad y tres de anchura, y una altura de seis o siete. Su construcción no parecía obedecer a un uso determinado, sino que formaba sencillamente un hueco entre dos de los enormes pilares que servían de apoyo a la bóveda de las catacumbas, y se apoyaba en una de las paredes de granito macizo que la circundaban.
La debilitada y rojiza luz que portábamos nos impedía distinguir el fondo, y en vano trataba Fortunato de penetrar la profundidad de aquel recinto levantando su vela casi consumida.
—¡Adelántese —le dije—, porque el amontillado está aquí! Si también estuviera aquí Luchesi...
—Luchesi es un ignorante —dijo mi amigo abruptamente, al tiempo que avanzaba con paso inseguro, inmediatamente seguido por mí.
Llegó al fondo del nicho en un momento, y al hallar interrumpido su paso por la roca se detuvo perplejo y atónito. Inmediatamente conseguí encadenarlo al garito. Había en su superficie dos argollas de hierro, separadas horizontalmente una de otra por unos dos pies de distancia. Rodeé su cintura con los eslabones para sujetarlo en pocos segundos. Se encontraba demasiado borracho y aturdido para ofrecerme la menor resistencia. Saqué la llave y retrocedí, saliendo fuera de aquel oscuro recinto.
—Si tiene la amabilidad de pasar la mano por la pared —le dije con sorna— no dejará de sentir la presencia del salitre. Está muy húmeda, en efecto. Permítame que le ruegue se vuelva atrás. ¿No viene? En ese caso, no me queda más remedio que abandonarle. Pero antes debo prestarle algunos cuidados que estén en mi mano hacer.
—¡El amontillado! —exclamó mi amigo, todavía sin volver de su asombro.
—Cierto —repliqué—, el amontillado.
Y al decir esto, me atareé en aquel montón de huesos a que antes he aludido. Los aparté a un lado y no tardé en dejar al descubierto una cierta cantidad de mortero y piedra de construcción. Con estos materiales y la ayuda de mi paleta empecé activamente a tapar la entrada del nicho.
Y percibí entonces un grito que no era ya el de un hombre embriagado. Luego se produjo un largo y obstinado silencio. Encima de la primera hilada coloqué la segunda, la tercera y la cuarta. Oí entonces las furiosas sacudidas de la cadena. Se prolongó el ruido durante unos minutos y, para deleitarme con él, interrumpí mi tarea y me senté en cuclillas sobre los huesos. Cuando se apaciguó el rechinamiento de las cadenas proseguí sin interrupción para acabar la quinta, sexta y séptima hiladas. La pared estaba entonces levantada a la altura de mi pecho. Me detuve nuevamente, levanté la vela de nuevo por encima de la obra que había ejecutado, y dirigí la luz sobre la figura que se hallaba en su interior.
De la garganta del hombre encadenado salió de repente una serie de agudos y fuertes gritos, tratando con ellos de rechazarme con violencia. Vacilé un momento y me estremecí, pero saqué mi espada y empecé a tirar estocadas por el interior del nicho. Bastó para tranquilizarme, sin embargo, un momento de reflexión. Al poner la mano sobre la maciza pared de la cueva, respiré satisfecho. Volví a acercarme entonces a la pared y contesté a los gritos de quien clamaba. Los repetí, los acompañé y vencí en extensión y en fuerza, de tal modo que quien gritaba acabó por callarse.
Era ya medianoche y mi trabajo llegaba a su término, tras concluir la octava, novena y décima hiladas. Habiendo terminado casi del todo la oncena, me quedaba solamente una piedra que colocar y revocar. Pero tenía que pelear con su peso, ya que sólo parcialmente se colocaba en la posición necesaria.
Entonces salió del nicho una risa ahogada que me puso los pelos de punta. La voz que la emitía era tan triste que difícilmente la identifiqué con la del noble Fortunato. Se expresaba en los siguientes términos:
—¡Ja, ja, ja...! Muy buena broma, amigo mío, una broma excelente... Nos reiremos muchísimo luego, en el palacio... ¡Ja, ja...! A propósito de nuestro vino...
—El amontillado —dije—.
—¡Je, je, je...! Sí, el amontillado... Pero, ¿no se nos está haciendo ya un poco tarde? Seguramente estarán esperándonos en el palacio Lady Fortunato y los demás... Deberíamos irnos ya.
—Si —dije—, vámonos ya.
—¡¡Por el amor de Dios, Montresors!!
—Sí —repetí—, por el amor de Dios.
Pero aquellas últimas palabras mías no obtuvieron respuesta. En vano me esforcé por conseguir alguna. Lo que me produjo cierta impaciencia, y entonces llamé en voz alta:
—¡Fortunato!
Como tampoco recibí respuesta, volví a llamar:
—¡Fortunato!
Tampoco me contestaron esta vez. Por el orificio que quedaba sin taponar introduje una vela y la dejé caer en el interior. Sólo me contestó un cascabeleo. Sentí una presión en el corazón, sin duda causada por la humedad de las catacumbas. Decidí apresurarme y terminé mi trabajo. Con grandes esfuerzos conseguí colocar en su sitio la última piedra y la cubrí con argamasa. Luego levanté nuevamente la vieja muralla de huesos contra la nueva pared. Nadie los ha tocado durante medio siglo. Descanse en paz.