EL MURO

NINO VELASCO

Era el gesto absorto y deslumbrado de quien descubre, en la soledad de un laboratorio y a través del microscopio, la imagen reveladora de una nueva dimensión de la Naturaleza.

ra un hombre de veintiocho años, delgado y pálido, con el pelo lacio que le caía en un mechón puntiagudo sobre la frente. Tenía unas muñecas frágiles y por una de ellas bailaba un viejo reloj Cyma chapado de oro que había heredado de su padre.

Padecía de agorafobia y, consecuentemente, nunca salía de la casa. Se levantaba tarde y, a partir de ese momento, iniciaba unas largas jornadas de vigilia que terminaban a altas horas de la madrugada, dedicado a esa agotadora tarea consistente en ver como pasa el tiempo en el interior de una casa grande sabiendo que nadie esperaba nada de él, cuando ni siquiera era capaz de emprender pequeños trabajos domésticos que le justificasen cierta medida, porque hacia tiempo que esas cosas dejaron de interesarle, como había perdido, finalmente, cualquier clase de estimulo para atender decorosamente a su aseo personal.

Vivía solo con su madre, una anciana grave y discreta que ocupaba gran parte de sus días en observar a prudente distancia las evoluciones de su hijo por la casa, escuchando sus pasos, reconstruyendo en la mente sus trayectos por habitaciones y pasillos, advirtiendo junto al mirador, sentada a la mesa camilla, todas sus manipulaciones o los más leves roces y crujidos que el producía en su cuarto durante los largos períodos de tiempo que se encerraba allí sin dar ninguna explicación.

A veces, sobre todo a mediodía y al atardecer, penetraba en el comedor y se quedaba quieto frente a los cristales del mirador observando el descampado. La madre simulaba entonces no prestarle interés, pero notaba muy intensamente la presencia cercana de su hijo, un gran bulto gris, desconocido y hostil, al que debía soportar y atender justamente como si todavía fuese un bebé, con la diferencia de que ahora era una cosa mucho menos buena que un bebé y despedía ese olor agrio que dejan a su paso los machos solitarios que se bañan poco.

Vivían en una casa espléndida, un hotelito novecentista de dos plantas rodeado por un melancólico jardín y una verja de hierro, que estaba separado unos quinientos metros de las edificaciones más próximas y ubicado en una zona donde, literalmente, acababa Madrid por el NE. Allí comenzaba el campo agreste de la meseta Sur y, por lo tanto, las ventanas de la casa eran un lugar privilegiado para ver llegar, sobre todo a media mañana, las lluvias de otoño, las tormentas estivales o el nacimiento del verdor humilde que comienza a cubrir las colinas a finales de Marzo.

Sin embargo, por el costado Suroeste de la casa, a través de la ventana del retrete, el panorama que se veía era muy distinto: paralelo a la fachada corría un camino de tierra de unos cuatro metros de anchura, encajonado entre el hotelito y una alta tapia que impedía la visión del horizonte. Ernesto Durán, el hombre que padecía de agorafobia, no sabía realmente qué había detrás de aquella pared de cuatro o cinco metros de altura, ya que, a partir de la fecha en que su madre y él se trasladaron al hotelito, nunca había vuelto a salir a la calle. De esto hacía ya siete años. La tapia se prolongaba unos doscientos metros a derecha e izquierda de la casa, haciendo luego un recodo en ambos extremos que impedía comprobar desde la ventana cuál era su longitud.

Los días de lluvia el muro resultaba particularmente sombrío: el agua resbalaba por su superficie de gravilla, cantos y tierra prensados, llevándose los restos de una primitiva capa de cal de la que apenas quedaban vestigios. En su base umbría se apreciaban irregulares manchas de verdín, y ni siquiera una observación de muchos años aclaraba, incluso para un espectador cultivado, cuál podía haber sido la intención de sus constructores al levantarlo. Tenía una altura que excedía en mucho a lo que es habitual en el cercado de una finca, y sus características técnicas descartaban la posibilidad de que se tratase de una antigua muralla urbana. Se alzaba ante el hotelito donde vivía Ernesto Durán como una de esas construcciones erigidas en tiempos remotos sobre lugares sorprendentes, cuyas particularidades formales, su tamaño e incluso sus originales soluciones constructivas, inducen a atribuirles un carácter religioso o mágico, ya que no es posible descubrir en su estructura ningún fin utilitario probable.

En ocasiones, Ernesto permanecía frente a la ventana abierta del retrete incluso durante horas enteras, observando casi absorto la enorme superficie de la pared que, por aquel lado de la casa, impedía ver lo que había más allá. Sólo muy de tarde en tarde, pasaba alguna persona por el camino que corría junto al muro, esa clase de gente de suburbio o aldea, a las que se encuentra por lugares solitarios, caminando por una vereda o atravesando un paraje inhóspito, sin que sea posible deducir, a través de algún dato externo, a dónde se dirigen, de dónde provienen, ni por qué se encuentran en aquel lugar.

El diecisiete de noviembre de un otoño muy frío, Ernesto descubrió, unos cincuenta metros hacia la derecha de su casa, algo en lo que no había reparado nunca: ligeramente por encima de la cabeza de un hombre de estatura normal, la tapia mostraba un orificio de unos veinte centímetros de radio, que, dada la situación de la ventana, siempre había confundido con una mancha.

Sólo dedujo que se trataba de un agujero cuando, ese diecisiete de noviembre, una vez que había tirado de la cadena del inodoro y había abierto la ventana, vio venir por el camino a un chico y una chica, ambos de unos veinticinco años, que a primera vista parecían una pareja de novios. El era un tipo tan alto como un jugador de baloncesto, con una cazadora de cuero negro, unos jeans descoloridos y una barba corta y ligeramente rojiza. La chica llevaba un chaquetón muy grande, también negro, un foulard morado y unas botas camperas viejas. Caminaban despacio y separados; a veces uno de ellos se adelantaba y luego esperaba a que llegase el otro. Parecían contentos y tranquilos, atravesando uno de esos días en que todo parece bueno y aceptable y la gente que se ama marcha confiada, sin que importe demasiado hablar o estar particularmente próximos, porque las cosas discurren del todo bien y da lo mismo que uno vaya cinco metros por delante o por detrás del otro.

El chico pasó junto a lo que Ernesto siempre había creído que era una mancha, mientras que la chica se había adelantado. Como era un individuo muy alto, la supuesta mancha quedaba justamente a la altura de sus ojos. Entonces, tal vez casualmente, volvió la cabeza hacia el muro.

Se detuvo en seco. Observó algo al otro lado, se estableció firmemente sobre el terreno que pisaba y se dibujó en su rostro la expresión que denota el descubrimiento de una cosa tan particular que pone en marcha todas las posibilidades de atención concentrada de que es capaz un hombre. Luego llamó a la chica con el tono de voz de quien ha tenido una visión del todo infrecuente; ella volvió sobre sus pasos, y el hombre, cogiéndola por la cintura, la elevó hasta que sus ojos alcanzaron el nivel suficiente. Durante unos segundos también permaneció absolutamente concentrada en lo que veía. Después hizo un movimiento brusco de rechazo y, desde la ventana, Ernesto pudo apreciar en sus gestos que se hallaba turbada por el nerviosismo y la agitación. Se revolvió vivamente para que él la depositase de nuevo en el suelo y, cuando lo hizo, ella tiró del joven para que se apartasen de allí. El chico, a su vez, intentó retenerla y, finalmente, la muchacha se alejó deprisa sin volver la cabeza. El hombre de la cazadora negra aún permaneció junto a la tapia durante unos instantes, observando a través del agujero, posiblemente algo pálido, con ese gesto absorto y deslumbrado de quien descubre en la soledad de su laboratorio y a través de un microscopio, una imagen que le desvela una nueva dimensión de la naturaleza; descubrimiento que viene a ser, conjuntamente, fascinante y sobrecogedor. Cuando la chica se había alejado unos cien metros, su compañero se separó del muro y corrió hasta reunirse con ella. Entonces se cogieron de la mano y caminaron muy juntos, en silencio, hasta perderse tras el recodo que hacía el muro más abajo.

A partir de aquel día, Ernesto dedicó más tiempo del habitual a la observación de la tapia desde la ventana del retrete. Esperaba, sobre todo, la aparición de esporádicos caminantes que se detuvieran junto al agujero del muro a fin de observar sus reacciones, pero esto nunca más volvió a suceder. El orificio quedaba siempre demasiado alto para las escasas personas que atravesaban aquellos parajes. Absortos en sus pensamientos, avanzaban con esa especie de desorientación o ensimismamiento que parece aquejar a los transeúntes solitarios, y ni siquiera reparaban en su existencia o, todo lo más, le dirigían una mirada fugaz que tan sólo duraba unas fracciones de segundo.

Advirtió, sin embargo, algunos fenómenos que acrecentaron su ya obsesivo interés por el agujero de la tapia: muy de tarde en tarde, surgía, por alguno de sus recodos, la figura de algún perro vagabundo que se acercaba presuroso por el camino, con esa agitación nerviosa que parece embargarles al atravesar lugares deshabitados y extraños. De pronto, cuando llegaban a unos veinte metros del agujero, se detenían súbitamente, husmeando en el aire algún hálito imprevisto que parecía sumirles en la desorientación y el temor. Permanecían alarmados durante unos instantes, tratando de reconocer la situación, y después, dando media vuelta brusca, desandaban el camino a paso más vivo aún, hasta desaparecer tras el recodo por el que habían surgido.

Los gorriones que se posaban sobre el borde del agujero levantaban instantáneamente un vuelo desordenado al que se mezclaban agudos chillidos, víctimas de un sobresalto imprevisto o como si sus patas, apenas tocaban la tapia, hubiesen sufrido una violenta sacudida.

Y en los días próximos a la Navidad, cuando desde el mirador de la fachada NE se veía Madrid en la lejanía envuelto por una neblina sucia y se escuchaba su ronco rumor propagándose atenuado a través del aire de la mañana, yéndose a la ventana del retrete, se percibía, más allá de la tapia, un helado silencio intemporal, semejante al que llama la atención de un hombre de ciudad al adentrarse en una despoblada zona de charcas o marismas un mediodía invernal.

Tardó más de cuatro meses en determinarse, porque el tiempo para Ernesto Durán era un ente largo y sin límite, y una mañana de Febrero se levantó temprano, le dijo a su madre que le preparase una muda y una camisa limpias y se metió en el baño donde permaneció una hora. Apareció después expandiendo olor a jabón Heno de Pravia, con el cabello limpio y reflectante, todo peinado hacia atrás, y una mirada donde se mezclaba el rubor y una controlada chispa de alborozo, algo semejante al estado de agitación contenida que embargaba a los pasajeros de un trasatlántico momentos antes de la partida.

Después sacó de su armario ropa de calle que no había usado desde hacía siete años, impregnada de ese olor a humedad y difunto propio de las prendas que han permanecido guardadas largo tiempo; vestidos que proporcionan a su usuario, a causa de pequeños detalles de una hechura pasada de moda, un aspecto ridículo y enternecedor.

Su madre le espió en silencio, sobrecogida y hasta cierto punto jubilosa, tras los recodos del pasillo, y finalmente, cuando él ya tenía el abrigo puesto, se atrevió a asomarse al dintel de su cuarto:

—¿Vas a salir?

—Sí —dijo él sin mirarla de frente.

—Pero, ¿dónde vas?

—Voy a dar una vuelta.

—¿Crees que puedes?

—Sí, creo que puedo.

Después bajó a la planta baja, atravesó el amplio recibidor, abrió la puerta y salió al jardín. Sintió intensamente el fresco Húmedo de la mañana invernal en el rostro y el olor a hierba temprana. Una niebla tenue cubría el paisaje, y los edificios de Madrid, a lo lejos, se veían como una masa grisácea aplastada sobre el terreno. Le dio la vuelta a la casa y penetró por el camino de tierra que corría paralelo al gran muro. Allí el silencio reclamaba la atención de cualquier paseante; pequeños susurros naturales entre los brotes de hierba o ligeros chasquidos inaudibles en otras circunstancias, se percibían con una nitidez impecable.

Ernesto se deslizó despacio a lo largo de la tapia. Después de siete años encerrado en su casa, el espacio abierto le producía una especie de desorientación inquietante, algo parecido a la impresión que se experimenta cuando, habiendo visto siempre la cancha de un gran estadio desde las gradas, se baja un día al centro del terreno de juego y los ámbitos abiertos se muestran como una zona peligrosa e insegura.

Su madre, que le había estado observando al principio desde el mirador que daba al jardín, se trasladó entonces a la ventana del retrete. Le vio avanzar hasta que llegó a la altura de la mancha oscura que se destacaba en el muro cincuenta metros abajo y que ella no había tenido ocasión de identificar como un orificio.

Ernesto era lo suficientemente alto como para que sus ojos alcanzasen el nivel del agujero sin dificultad. Unos veinte metros antes de llegar a su objetivo, el imponente silencio y la tácita presencia de un aura extraña y pérfida, le habían sumido en una creciente zozobra. Se detuvo unos segundos con el corazón palpitante antes de decidirse, y después, como quien se resuelve de improviso a ejecutar el acto final que culmina un hecho trascendente, se colocó frente al orificio y miró.

Entonces se quedó inmóvil, con la respiración suspendida.

Una creciente palidez proporcionó a su rostro un tono lívido. Más allá del muro no había nada. No significa esto que estuviese contemplando un terreno despoblado de cualquier elemento contabilizable, semejante a una estepa desnuda: tampoco había terreno, ni cielo, ni espacio, ni dimensión, ni color, ni tiempo. Ernesto Durán estaba contemplando justamente la nada, una inconmensurable carencia que era más que infinita y proporcionaba un sentimiento de desolación ilimitado, incomparablemente mayor que esa tristeza suma que se abate sobre el enamorado naturalmente melancólico cuando asiste al entierro de su esposa adolescente en un día ventoso y frío de marzo; algo que ponía en contacto lacerante con tos más insondables terrores que sacuden al hombre en las altas madrugadas de pesadilla, la desconexión súbita con cualquier referencia al calor entrañable que buscan durante toda su vida los vivíparos, un incoloro océano de angustia donde el silencio era como un hueco absolutamente lleno de atonía.

Miró tan sólo durante unos segundos, y en ese tiempo su cerebro tuvo la oportunidad de asimilar para el futuro todo el desconsuelo del mundo.

Se retiró del agujero completamente curado de su trivial agorafobia: la mañana resultaba sosegante y provista de esa clase de melancolía que te permite caminar a gusto considerando sin tensiones tu propia situación desgraciada.

Su madre le vio avanzar despacio, observando tranquilo los alrededores difuminados por la niebla, con la calma que sobreviene cuando todo funciona bien o cuando la desolación es tan extremada que la congoja se transforma en indiferencia. Después le perdió de vista al doblar por el recodo del muro.

Acto seguido, en el silencio del hotelito novecentista, se marchó a la cocina a fin de preparar la comida para cuando él llegase. Terminó a la una y media y entonces se sentó junto al mirador para esperarle.

Le estuvo guardando muchos años, envejeciendo en silencio tras las vidrieras que daban al jardín abandonado, penetrando en la habitación de Ernesto para mirar su cama hecha, tal como quedó el día en que salió de casa; pasando sus dedos por los jerseys colgados en los armarios, tocando con cuidado sus objetos personales, recordando lejanas mañanas con él en una playa del Norte; mirando, a la caída de la tarde, sus remotas fotografías, cuando todavía era un niño que se reía como hacen los hombres comunes durante toda su vida.