PROFESIONAL AGRESIVO
MANUEL MARINERO
Sus crónicas periodísticas —en Irlanda del Norte, Vietnam, Biafra...— le habían sido reconocidas y premiadas. Quería alcanzar el cénit de la fama y el dinero, y sabía que nunca lograría esta meta a través de la imaginación. Por eso su «material de trabajo» era siempre absoluta y auténticamente real.
SSUR S. Sadt aparcó su Chrysler
1981 junto al seto del fondo del jardín. Escuchó un gemido agudo y
corto, como un alarido ahogado. Bajó del auto. Encendió un Winston,
ojeando el cielo ceniciento. La pesadez de la atmósfera anunciaba
lluvia. Sacó la bolsa de alimentos del asiento trasero y el paquete
de drogas de la guantera. Caminó con paso decidido y optimista
hacia la entrada de la casa (separada por varias millas de
carretera comarcal de cualquier otra), con los paquetes contra el
costado izquierdo, haciendo girar en el aire con el índice de su
derecha su llavero de plata. Era el recuerdo que le habían regalado
sus colegas de Chicago seis años antes. La inscripción del llavero
decía: «Al mejor reportero de Illinois de 1975. A A. S. Sadt de sus
compañeros del Tribune.» Pero Sadt prefería otros recuerdos de sus
viajes a Vietnam entre 1966 y 1972. Sadt nunca inventaba nada
acerca de lo que escribía. No llegaría a ser jamás un Premio
Pulitzer del estilo de Tarkington, Bromfield, Margaret Mirchell,
Steinbeck, Hemingway, Faulkner o Malamud. Sería un Pulitzer
auténticamente, absolutamente realista. A sus 34 años tenía
reputación de ser uno de los periodistas más destacados y polémicos
de la nación. En realidad era el periodista agresivo más brillante
de los Estados Unidos, o estaba a punto de serlo.
Silbando satisfecho, giró la llave en la cerradura de la puerta. Justo a tiempo de resguardar su traje de hilo crema del chaparrón. Decidió tomar una cerveza en la cocina antes de bajar al sótano y visitar a la Cosa. La cerveza del frigidaire le refrescó. Había sufrido el bochorno de aquella tarde de mayo. Pensó en la magnífica pila de holandesas mecanografiadas que ya tenía en el despacho, y que le abrirían definitivamente la puerta del prestigio y la super-cotización. «Los abismos de la droga» le iban a lanzar en escalada. Podría dirigir cualquiera de los diarios de más de 700.000 ejemplares de tirada. Podría pagar los retrasos a sus cuatro ex-mujeres, y casarse a lo grande con Jacqueline Astor, Van Nesle Agaghiotou.
El periodista agresivo se aflojó el nudo de la corbata. Afuera la lluvia había apretado hasta sonar como un único ruido sordo, sin cambios de ritmo ni intervalos. Semejaba al zumbido amortiguado y continuo de un pequeño motor eléctrico. Assur S. Sadt bajó los nueve y nueve peldaños de la escalera y encendió desde fuera la habitación del sótano. Se percibía desde la escalera un ligero olor a laboratorio. Y al abrir la puerta (como si el músculo pudiera arrojar de un golpe seco un vómito repentino) le dio un vuelco el corazón. Porque las cintas de cuero del camastro estaban reventadas y colgaban de sus bordes. Y el lecho estaba vacío; el colchón retorcido hacia un lado. Sadt giró nerviosamente la vista hacia el suelo en todas direcciones. Pero no. La Cosa no estaba arrastrándose, como esperara el reportero. Este observó con disgusto la magnífica grabadora volcada de la silla, con una cinta desenrollada haciendo eses sobre el piso. Pero la Cosa no se veía. La Cosa había desaparecido.
Sadt se figuró que por décimas de segundo la lluvia había sonado como un llanto apagado. Giró sobre sus talones, llevándose velozmente la mano diestra al cinto, a un costado. Y luego, en otro rápido movimiento, hasta los bolsillos de la americana. Estos solo contenían jeringuillas nuevas. Assur S. Sadt recordó en seguida que había dejado su revólver en la guantera del Chrysler. Con autodisciplina, se impuso a sí mismo serenidad, cordura. Aquella criatura estaba sin lugar a dudas en un estado límite de agotamiento físico, y él pesaba más de noventa kilos. Su rígido cerebro ordenó a sus labios que se estiraran en una sonrisa de ánimo. Su mentalidad económica paseó sobre el hecho de que la Cosa ignoraba dónde se encontraban la cocaína, la metadona, el nembutal, las anfetaminas, el LSD, la heroína, el imesonal, la clor- promacina y los honguitos, la psilocybina. Y estaban bien guardados bajo llave. Sadt estaba haciendo una inversión muy respetable a cuenta de los rendimientos futuros de su reportaje.
Pese a que era impensable que su prisionero no fuera inofensivo, el periodista agresivo Assur S. Sadt resolvió armarse con el contenido de la caja de herramientas del trastero contiguo. Este trastero estaba al pie de la escalera, haciendo ángulo con aquella habitación del sótano. Había allí un juego de martillos de diferentes tamaños. La puerta rechinó al girar en sus goznes. Sadt gritó al casi tropezar con los ojos luminosos, húmedos, voluminosos y enloquecidos sobre las ojeras de cuervo y la piel violácea de la Cosa, empapada en sudor. El aliento convulso de esta alcanzó la cara del escritor. Este se desplomó. Sobre su fornido cuerpo saltó una figura babeante y escuálida, cuyos pasos atravesaron espasmódicamente los peldaños de la escalera. Sadt se incorporó, pasándose el dorso de una mano por la frente cubierta repentinamente de gotitas de sudor frío. La idea de que aquél ser monstruoso pudiera alcanzar su auto se desvaneció en la consciencia de Sadt, mientras sus dedos barajaban y acariciaban las llaves del llavero al mejor reportaje. El escritor se burló de sus ocurrencias. Aquel ser había tenido por fuerza que perder todo rastro de control y de razón. No habría podido conducir un auto, aún con el motor encendido. Si hasta para subir unos pocos metros de escalera, la Cosa había necesitado dar saltos grotescos, víctima de calambres seguramente. Era natural, por el efecto de algunos de los suministros. Y sobre todo, después de pasar veintitrés horas diarias acostada y sujeta, durante casi siete semanas.
Cuarenta y seis días atrás, la Cosa era un joven de 23 años llamado John Ryan. Un joven delgado, de pelo largo, de baja estatura, sin nada de particular en su aspecto y personalidad. Pero no tenía familia, ni amigos ni trabajo fijo. Estaba en Santa Monica Canyon, California (a donde se había ido Sadt a probar fortuna en la Costa Oeste), pero era de los estados centrales, del Medio Oeste. Sadt era simpático y expansivo, y no le fue difícil hacer que Ryan se soltara en una conversación en un autoservicio. Assur S. Sadt tenía mucho dinero. Y contactos. Le proporcionó a John cuantos chutes quiso, sin problemas. Luego le proporcionaría un techo bajo el cual le hubiera convenido a John Ryan no estar jamás.
Cuando quería, Sadt era para la mayoría de la gente un conversador apasionante. Podía hablar de cuando fue campeón de semipesados de la Marina a los veinte años. Y de Viet-Nam. Y de Biafra, de los generales negros Yakubu Gowon y Kukwuemeka Ojukwu y Osaban jo. Y de sus andanzas por el Ubano, Irlanda del Norte, Irán e Iraq. Pero su secreta finalidad era escribir un gran artículo sobre un joven que saltaba alternativamente de la coca a los narcóticos y a los alucinógenos, pasando por (sin pasar de) los barbitúricos, las anfetas, los calmantes, los inhalantes. El mundo de las alucinaciones, los vértigos, la euforia, la paz, el paraíso llevado al extremo del infierno. El artículo apasionaría o escandalizaría, cubriendo todos los sectores y apetitos de lectores. Para Assur S. Sadt el tiempo era oro. Y eso quería decir que no estaba dispuesto a estar cebando a su conejo de Indias durante una larga temporada. Eso sería además más arriesgado que dar un buen tratamiento intensivo. Si moría la cobaya antes de tiempo, sería relevada por un suplente. Assur S. Sadt había estado pensando lo bien que le vendría también otra conejilla de Indias, o una pareja, para los aspectos sexuales del asunto. En cualquier caso, podría realizar una primera etapa voluntaría, incluso pagada, antes de pisar el acelerador ajeno. De momento, su cadena consistía en John Ryan, un enlace primero, un enlace segundo entre el enlace primero y el proveedor, un proveedor, un asesino primero para el enlace primero, un asesino segundo para el enlace segundo y un asesino tercero para el proveedor. Y el octavo eslabón era el secreto profesional, ya que el asesino para Ryan sería él mismo.
A aquellas alturas, cuarenta y seis días después, Assur S. Sadt disponía de un importante expediente sobre las alucinaciones, los monólogos paranoicos, las depresiones, los terrores, los espasmos, las angustias, los delirios, los vértigos, los colapsos, las visiones de la Cosa, ex John Ryan. Contaba con magníficas grabaciones, inmejorables filmaciones y meticulosos apuntes de paciente observador. Sadt se preguntaba sobre la conveniencia, quizás peligrosa, de capitalizar su arsenal en distintas direcciones. Podría vender algunos rollos de película a ciertos distribuidores de emociones fuertes.
Sadt eligió el martillo de mayor tamaño. La Cosa, alimentada en las últimas semanas por sueros, pesaría ahora entre los cuarenta y los cincuenta kilos. Aproximadamente la mitad que él. Y había podido comprobar que el resultante de sus investigaciones estaba dominado por el pánico. El aire estaba cargado de humedad. La casa estaba a oscuras, bajadas todas sus persianas, salvo la cocina y el sótano. La lluvia golpeaba pertinazmente el techo de la casa solitaria. Sadt ascendió las escaleras, empuñando el martillo.
El hall era el centro de todas las habitaciones. Al encender la luz, Sadt descubrió en el sofá el paquete conteniendo tricloroetileno, tal como y donde lo había dejado al llegar. El inhalante era la próxima prueba para Ryan. Si este hubiera salido por la puerta al campo, Sadt lo hubiera oído. Así que pasó a la cocina. Estaba vacía. Al salir, el periodista cerró el pestillo. Y pasó a su despacho. Nada. Nada vivo, salvo el cajón de doble fondo del bureau con las drogas y salvo la gruesa carpeta de apuntes por los que el repórter saltaría a la fama internacional. Sadt cerró con llave la puerta del despacho. Luego inspeccionó sin éxito el cuarto de baño, que dejó cerrado también con pestillo. La habitación para huéspedes estaba igualmente vacía. Ahora no cabía duda: la Cosa se había refugiado en el propio dormitorio de Sadt. Este cruzó de nuevo a través del hall hacia la puerta entornada de su alcoba. La lluvia repicaba sobre madera, lo que quería decir que Ryan no había huido por la ventana, porque no habría podido cerrar luego la persiana desde afuera. Sadt escuchó una tos. Alzó el martillo a la altura de su hombro derecho. Ryan estaba con certeza al otro lado de la puerta. Quizás había llegado el momento de prescindir del chico, y ponerse a buscar a otro, o a una pareja. Si aquél histérico le atacaba, Sadt no podría calcular ni la fuerza de su propio golpe, ni la parte del cuerpo donde alcanzaría al monstruoso muchacho. La más razonable sería reventarle la cabeza como a un melón. Aquella era una buena noche para prender el fuego de la caldera de la calefacción. Un limpio entierro, si es que a eso se le puede llamar con exactitud un entierro. Empezaba a hacer frío a aquella hora. Y abajo había leña de sobra para consumir el menor rastro de la Cosa. Metiendo una mano por la rendija de la puerta, Sadt prendió desde fuera la luz del dormitorio, empujando a la vez aquella violentamente con el pesado martillo. La gran estatura de Sadt se destacó en el vano de la puerta. Y un espeluznante alarido atravesó sus oídos.
La Cosa tenía la cara escondida tras una sábana sostenida por temblorosas manos huesudas, grisáceas. Detrás de la tela surgían sollozos desgarradores. Sadt dio dos pasos. Y lo que había quedado de John Ryan se dejó caer al suelo de golpe, entre contorsiones de epiléptico.
Sadt apenas podía entender las sílabas no... no... no..., repetidas entre los balbuceos, el llanto y los sonidos inarticulados, más propios de un animal al que estuvieran desollando que de un hombre. Sadt dio otros dos pasos, con el martillo en alto. Aquel cuerpo estaba arrodillado a sus pies, envuelto únicamente en una camiseta sucia de mangas cortas, y se debatía es- pasmódicamente. Los codos se abrían y cerraban. Las manos soltaron la sábana y comenzaron a dar tirones de la frente, la barbilla, los pómulos, la nariz de aquél rostro violáceo y demacrado cuyos ojos llorosos bailaban sin control ni intención. Parecía querer arrancarse las partes de la cara, apartarlas de sí. Sadt pensó durante un segundo rematarlo allí mismo, por piedad o repugnancia. Pero decidió no caer en esas debilidades. Se le ocurrió que preferiría tener en las manos una cámara de super 8, en vez del martillo inútil, innecesario. Como no cesaban las convulsiones de pánico de su cobaya, Sadt echó el martillo a un lado, sobre la cama e, inclinándose, recogió a Ryan del suelo venciendo su resistencia.
Aquel ser desnutrido no tenía apenas peso. Sadt lo llevó a rastras fácilmente a través del hall. Pero en la escalera tuvo más dificultades. Las convulsiones de su presa, de una energía nerviosa imprevisible, le obligaban al profesional agresivo a esforzarse para no perder el equilibrio. Sadt dudaba entre someter a ía cobaya al efecto de relajación y anestesia del tricloroetileno recién adquirido (que le detendría los espasmos del corazón) o darle una dosis elevada de nembutal. Pero la reacción de aquél organismo también podría ser de taquicardia o de delirio. Las cintas de cuero de la cama estaban inservibles. Sadt debería darse prisa en atar a aquel desesperado con el cable de cobre de la caja de herramientas. Podía aquel desgraciado sufrir un ataque mortal, y sería entonces imperdonable para Sadt no estar preparado con la cámara de super 8, y con la cinta del magnetofón en orden.
Por fin Assur S. Sadt llegó al pie de la escalera y empujó adentro de la habitación del sótano al joven deshecho. El cuerpo de este chocó contra una pata del camastro. Hecho un ovillo, lloraba a mayor volumen que si aullara, doblando el cuello flexible, como invertebrado, sacudiendo la cabeza adelante y atrás, a derecha e izquierda. Mientras con un brazo doblado se sujetaba un costado y con la otra mano tenía el pene aplastado, sujeto con toda su fuerza.
Sadt estaba en cuclillas, rebuscando en la caja de herramientas. Sacó un grueso rollo de cable de cobre. Desenrolló un poco más de un metro y lo cortó con los alicates. Luego otra parte igual. Y una tercera y una cuarta. Con los cables curvados volvió hacia su víctima. Dejó tres partes de cable sobre la cama y armado con la otra se acercó al infeliz, que emitía chillidos de mono. Consiguió agarrarle por una muñeca. Ryan, en cuatro patas, retrocedió para ocultarse debajo de la cama. Sadt aplicó a la cara espantada una violentísima y sonora bofetada, intentando dominar la histeria del infeliz. El cuerpo del prisionero se tensó hacia atrás, como si Sadt le quemara. Y repentinamente dio un formidable salto de locura furiosa, atenazando con las dos manos la garganta de Sadt. Este soltó el alambre de cobre y le golpeó al desgraciado en los riñones con dos fortísimos puñetazos en corto. Pero los brazos estirados de Ryan, agujereados como alfileteros, estaban tensos, rígidos como cables de acero. Su corazón latía a flor de piel, golpeando el tórax hacia fuera de una manera audible, haciendo el sube y baja de una bomba hidráulica. Sadt dio un traspié. Aferró a su vez los brazos de su agresor por las muñecas. Sentía que la fuerza del enemigo no procedía de su energía física, sino de una contracción muscular nerviosa. Ryan echaba espumarajos por la boca. Sadt no fue capaz de desprenderse de aquellos dedos metálicos, aunque hiciera retroceder unos metros al desgraciado. La pálida piel de Sadt comenzó a teñirse de rosa. Estaba congestionado. Sus rodillas se fueron aflojando poco a poco.
* * *
Era un día radiante, de affiche turístico. Al despertar, Assur Senacherib Sadt, el brillante periodista, estaba echado en su propia cama. Pero advirtió simultáneamente que estaba atado por muñecas y tobillos con cables de cobre, y que Ryan caminaba de espaldas hacia un aparador frente a un espejo. Recordó la lucha en la que había estado a punto de morir estrangulado. El pobre Ryan estaba definitivamente perturbado. Llevaba puesta la chaqueta de hilo crema sobre las piernas desnudas, y babeaba riendo estúpidamente. Se entretenía en... Estaba insertando con su pulso arruinado por los temblores una aguja en una jeringuilla. Sadt pensó con desprecio (luego con pánico) que Johnny Ryan se había degradado al nivel de los simios, y había adquirido el sentido mimètico de estos. El periodista agresivo giró la cara hacia el teléfono de la mesilla de noche. Pero su mirada se cruzó con una silla, y fue descubriendo sobre ella, alineados, su nembutal, su imesonal, su LSD, su metadona, su heroína, su clorpromacina, su psilocybina, su Still-2, su Preludin y su tricloroetileno. Y entre las patas de la silla estaba sobre el suelo, roto, el cajón de doble fondo. Sadt miró con terror hacia el armario destrozado del dormitorio, que tambian había sido objeto de registro, y miró con terror a Ryan, que se aproximaba hacia su brazo desnudo con una goma elástica entre los dedos de la mano. Los ojos de Ryan sonreían como los de un niño que se acercara en Navidad a un juguete de regalo.