LA HABITACIÓN INTERIOR
PEDRO MONTERO
La casa era un perfecto refugio para el amor que se profesaban. Pero había una habitación, una sola, en la que le estaba negada la entrada. Y ella le había dicho que esa habitación era como su conciencia y, por tanto, inviolable incluso para él...
cepto tu amor y deseo vivir
contigo —dijo la muchacha cuando terminaron de recorrer la
vivienda—, pero hay una cosa que debes saber.
El hombre se estremeció interiormente, temiendo la inminente revelación, pero fingió escuchar con serenidad.
—No todo va a ser fácil en nuestras relaciones. Habrá momentos de duda, de vacilación. Surgirán malentendidos que dificultaran nuestra vida en común. A veces desearas no haberme conocido; otras pensaras que no soy yo misma y que mis cambios de carácter son propios de un ser desequilibrado. Pero te digo de antemano que esos momentos serán compensados —si eres fiel al amor que me profesas— y obtendrás a cambio instantes de dicha tan perfecta como jamás hubieras imaginado que pudieran existir.
—Te amo con todas las fuerzas de mi ser; por tanto, estoy dispuesto a unirme a ti para toda la vida, sin poner condiciones y sometiéndome a todos tus deseos —repuso el hombre.
—Sea —concluyó la joven.
Y la pareja se fundió en una unión tan placentera que cualquier intento de describirla no haría sino degradar aquella inmensa felicidad.
—¿Qué hay en esta habitación cerrada? —preguntó Tomás haciendo girar el pomo de la cerradura.
—Absolutamente nada —repuso Ágata.
—¿Por qué está cerrada, entonces?
—Por la misma razón por la que podría estar abierta.
—¿Me aseguras que este cuarto está absolutamente vacío? —insistió Tomás.
—Te aseguro que no hay nada en él. Es una habitación interior que, en consecuencia, carece de ventana. Es como mi conciencia —dijo Agata, pensativamente; a veces me recluyo en ella durante algunas horas para recuperar la paz interior, y al cabo de ese período de reposo me siento renovada y con deseos de vivir.
Los días transcurrían apaciblemente y la dicha que embargaba a los amantes no se veía enturbiada por la más mínima rencilla; pero al cabo de algunas semanas Tomás observó que la joven iba palideciendo ostensiblemente y su salud parecía a punto de quebrantarse, si no lo estaba ya. La delgadez de sus miembros era extrema; sus bellos ojos habían perdido el brillo y su respiración se había tornado fatigosa.
—¿Qué tienes, querida? —preguntaba anhelante.
—No es nada —respondía, invariablemente, Agata—. Dentro de unos días me encontraré mejor.
—¿Por qué no reposas un poco? Pareces fatigada y tu piel es casi transparente.
—Dentro de unos días —repetía ella.
Pero la muchacha continuaba marchitándose y su amante se sentía presa de una angustia que le oprimía el corazón.
Transcurridos varios días Tomás insistió de nuevo.
—¿Puedo hacer algo por ti, amor mío?
—Ahora, sí puedes —repuso ella con un hilo de voz—. Todo lo qvje necesito es descansar algún tiempo. Prométeme que no interrumpirás ese reposo que tanto preciso bajo ningún concepto.
—Te lo prometo.
—Júrame que pase lo que pase seguirás al pie de la letra mis instrucciones.
—Te lo juro.
—Recuerda, Tomás —reiteró ella con tono admonitorio—, que me has hecho una promesa y un juramento. Así pues, deberás atenerte a las consecuencias si no respetas lo que tú mismo has aceptado voluntariamente.
—¿Por qué esa solemnidad, si lo único que deseo es tu recuperación? Pídeme que me arroje al mar y lo haré de inmediato, si eso puede aliviarte.
—No te ofrezcas de ese modo, amor mío, no sea que en alguna ocasión me vea obligada a requerir de ti el cumplimiento de promesas que yo no he solicitado.
—De acuerdo —manifestó Tomás—. ¿Hago llamar al médico?
El rostro de Agata, tan apacible de ordinario y tan dulcificado por la gran debilidad que había hecho presa en ella, se contrajo en una mueca brutal y de sus labios salió una carcajada estentórea.
—¿De qué te ríes? ¿Acaso no es lo más indicado acudir a un doctor cuando nuestra salud se resiente? —preguntó, un tanto desconcertado.
—Lo único que necesito es reposo —repuso ella, agriamente—. Voy a entrar en esa habitación y permaneceré allí el tiempo que considere oportuno hasta que se produzca mi recuperación. Puede que sean dos días o quizá dos semanas; pero, en tanto yo continúe en esa estancia, habrás de abstenerte de intentar comunicarte conmigo. Tendrás que vivir como si yo no existiera, y, desde luego, si acaso se te ocurriera, en contra de mis repetidas advertencias, abrir la puerta y entrar en la habitación interior, hazte cuenta de que me habrás perdido para siempre.
—¿Dos semanas? —preguntó, alarmado, Tomás—.
Y si lo que necesitabas era esa clase de reposo, ¿por qué no lo has tomado antes?
—Este es el momento oportuno, y no otro —fue la respuesta de Agata.
—Al menos, saldrás para alimentarte o para realizar ciertas funciones...
—¡No saldré en absoluto! —exclamó Agata con un grito tremendo—. Y tú cumplirás lo que me has prometido.
—La comida... —intervino Tomás, con precaución.
—Si eso es lo que te preocupa —declaró ella—, puedes dejarme cada noche una bandeja junto al umbral, pero retírate en el acto o, de lo contrario, no la recogeré.
—Así lo haré si lo deseas.
—Y no te extrañe —continuó Agata dulcificando el tono de su voz— si por medio de esquelas te pido que me proporciones alimentos que pudieran parecer extravagantes o caprichos propios de una persona rara. Piensa, amor mío, que cuando recupere mis fuerzas será tanto el amor que te daré que te considerarás el más feliz de los seres vivientes.
Dichas estas palabras, Agata entró en la habitación interior y cerró la puerta tras ella.
Durante varios días el único indicio de que su amada permanecía en el cuarto era la nocturna recogida de la bandeja que a la mañana siguiente aparecía vacía de viandas, señal inequívoca de que Agata se alimentaba adecuadamente.
Fiel a la promesa que había hecho a la joven, Tomás se retiraba prudentemente tras depositar en el suelo la comida y no volvía hasta la mañana siguiente.
Cierta noche, al pasar junto a la puerta de la habitación interior, la pareció oír una voz. Se detuvo un instante y aplicó el oído al batiente. Hasta él llegó un débilísimo lamento, una queja agónica propia de una persona cuya vida se escapa. Estuvo tentado de golpear la madera y llamar a su amada, pero recordando las promesas y juramentos exigidos por ella se abstuvo de hacerlo.
Al cabo de algunos días un olor a muerte y corrupción se extendió por toda la casa, y del cuarto interior salían lamentos desgarradores que atenazaban el alma de Tomás.
Una mañana, al ir a recoger la bandeja, halló en ella una nota que le tranquilizó acerca del estado de salud de Agata. Su letra, aunque deformada, era reconocible, y las líneas comenzaban con un afectuoso «queridísimo Tomás», que el joven agradeció profundamente; pero a continuación, Agata solicitaba para aquella noche un menú tan extravagante y nauseabundo, que Tomás sintió revolverse su estómago.
El joven hizo caso omiso de la petición y depositó junto a la puerta una cena convencional, consistente en un plato de sopa, dos rodajas de merluza y una manzana; pero al ir a recoger la bandeja por la mañana no pudo evitar unas arcadas de repugnancia al ver los alimentos intactos, pero envueltos en excrementos de los que emanaba un insoportable olor.
Ya se disponía a cumplimentar los deseos de la voluntaria reclusa, cuando la propia Agata se presentó una mañana a la puerta del dormitorio conyugal.
Su aspecto era magnífico, su belleza más radiante que nunca, el brillo de sus ojos intensísimo, el color de su piel muy hermoso. Su cuerpo deseable se aproximó al lecho, desde donde la contemplaba Tomás, y los labios de la joven se abrieron para musitar:
—Gracias, amor mío —y se tendió junto a él.
Tomás no pensó en solicitar explicaciones acerca de aquel misterioso eclipse, sino que, subyugado por la belleza de su amada, besó furiosamente su boca y poseyó ardorosamente aquel cuerpo adorable.
—Gracias —repitió Agata una vez más—. Gracias por no hacerme preguntas.
Y de aquel modo selló completamente la boca de Tomás que acaso hubiera formulado más tarde algún interrogante.
* * *
Cada vez que pasaba junto a la puerta de la habitación interior, Tomás se preguntaba si Agata había dicho la verdad al asegurar que aquel cuarto estaba completamente vacío. ¿Cómo era posible que un ser humano pudiera permanecer en aquel lugar durante muchos días y reaparecer con tan saludable aspecto en vez de salir de él pálido y ojeroso, cuando menos?
O bien la habitación estaba provista de todo lo necesario para una agradable estancia en ella, o bien existía dentro del cuarto una salida secreta al exterior por donde su amada había hecho esporádicas excursiones y quién sabe si visitas a afamados médicos que habían procurado su recuperación.
Probablemente el carácter de Agata, dado a lo misterioso y esotérico, necesitaba de aquellas fantasías y gustaba de transformar lo ordinario en algo extravagante y raro.
Cierta vez estuvo tentado de aplicar su mano al pomo de la puerta para comprobar si la estancia continuaba cerrada, pero se detuvo en el último segundo, suponiendo, sin saber por qué, que Agata terminaría por enterarse.
—Te dije que era como mi conciencia —musitó ella.
—¿Qué dices? —preguntó Tomás, sintiéndose sorprendido en sus íntimos pensamientos.
—La expresión de tu rostro denota que has estado a punto de faltar a tu promesa —declaró Agata—. Y te recuerdo que en esa habitación no hay nada; ni siquiera una cama; mucho menos, por tanto, una salida al exterior. Todas las personas necesitan retirarse de vez en cuando dentro de sí mismas y hallar esa paz interior que nos roba la vida cotidiana. Yo busco esa tranquilidad en la habitación interior —continuó diciendo.
—¿Cómo es posible...? —insistió Tomás.
—Esa pregunta carece de sentido, mi amor. Frecuentemente importa mucho menos el porqué de las cosas que sus efectos y resultados. ¿Te has preguntado alguna vez por qué nos amamos? ¿Vale la pena dedicar horas y horas a analizar la razón del cariño que nos une en lugar de consagrar ese tiempo a disfrutar de él? —manifestó la muchacha—. Con gran frecuencia, y dejando aparte los asuntos de la ciencia, el análisis minucioso de sentimientos y situaciones no hace sino marchitar el encanto de sensaciones puras y gozosas.
—¿No es maravilloso dedicar horas enteras a hablar del amor que nos une y a profundizar así en él? —inquirió Tomás.
—Te aseguro —repuso Agata— que un beso furtivo o una mirada cariñosa son más gratificantes que un lacerante interrogatorio que oculta dudas y bajo el que subyacen desconfianzas gratuitas que, acaso debido a la insistencia, lleguen a tomar entidad real.
—No acierto a comprender... No es razonable que ese aislamiento te haya devuelto tu lozanía.
—Piensa que hay cosas que la razón no acierta a comprender. '
—Me gustaría saber...
Agata se aproximó a su amado y selló su boca con un beso tan ardiente que Tomás se sintió desfallecer. Después musitó:
—Ese es el verdadero conocimiento y el más cercano a la naturaleza de nuestra relación, mi amor.
—Me prometes que en esa habitación...
—No te prometo nada, puesto que ya lo he hecho, y tú, en esa insistencia importuna, pareces haber olvidado que lo prometido es deuda, tanto por tu parte como por la mía. Y ahora te ruego que ceses de hablarme y dejes que repose un poco —rogó Agata—. Con tantas palabras has relegado el silencio a un segundo término. Y no olvides que lo que yo busco en la habitación interior es el gran silencio que nos roban los días.
Cuando Agata se hubo acostado, Tomás continuó dando vueltas al asunto en su cabeza.
Amaba a Agata, deseaba su cuerpo y su alma, pero no podía impedirse, bajo ningún concepto, experimentar una gran curiosidad por la habitación interior.
¿Por qué no había de ser compatible su amor con la satisfacción de aquella curiosidad?
De resultas seguramente de aquella fatigosa discusión Agata se sintió de nuevo desfallecer, y a los pocos días su lozanía y su belleza comenzaron a declinar vertiginosamente.
Tomás, preocupado por el aspecto de su amada, volvió a insistir en los remedios tradicionales, provocando la ira de Agata, la cual manifestó:
—Dentro de algunas horas, y cuando el momento sea propicio, me internaré en mí misma en busca del reposo que me has arrebatado con una discusión inútil. Eso equivale a decir que entraré en la habitación interior, de la que surgiré al cabo de algún tiempo completamente renovada. Te amo con todas mis fuerzas —añadió— y no quisiera perderte; por tanto, confío en que, tal y como sucedió la vez pasada, sigas fielmente mis instrucciones y esperes mi, llamémosla, resurrección. Vuelvo a repetirte que en la habitación interior no encontrarías nada; por tanto, no te atormentes con elucubraciones inútiles, y una mañana volveré a ti radiante y dispuesta a amarte con renovados ímpetus.
Dicho lo cual, Agata se despidió con un beso y cerró tras de sí la puerta de la habitación interior, no sin haber advertido a Tomás que, oyera lo que oyera, se mantuviese alejado de aquel cuarto.
Tomás, recordando la experiencia anterior, supuso que no tardarían en hacerse oír los lamentos y quejas provenientes del otro lado de la puerta. Probablemente aquella misma noche sería despertado por gemidos atormentados que no sabría a qué atribuir y que harían surgir en él deseos de penetrar en la habitación interior.
Pero transcurrieron los días y ni el más leve ruido surgía de aquel misterioso cuarto, cosa que resultaba mucho más inquietante y angustiosa.
Todas las noches depositaba la bandeja junto al umbral de la puerta y la recogía por las mañanas, intentando adivinar por la disposición de los platos, los alimentos consumidos o las huellas de labios en el vaso lo que estaba ocurriendo en la habitación interior.
¿Era cierto que bastaban unos días de reposo absoluto para devolver la lozanía a Agata? ¿No habría algo infernal y ominoso en aquella estancia que, merced a quién sabe qué terrible pacto, restituía la belleza y la salud a su amada?
Cierto que había oído hablar de las curas de reposo o de sueño que ejercen benéficas influencias en las personas agotadas, pero no hasta el punto en que aquellos paréntesis esporádicos favorecían a Agata.
El cerebro de Tomás elucubraba sin pausa preguntándose el porqué de aquellos súbitos desfallecimientos y de aquellas necesarias ausencias. Su mente analítica deseaba conocer de manera racional las motivaciones de cada acto, y ni siquiera era capaz de contemplar una bella puesta de sol sin teñir el gozo de aquellos momentos con disquisiciones de carácter filosófico.
Amaba y deseaba a Agata, pero tanto o más fuerte que este deseo y este amor era el anhelo por conocerla y comprenderla. No era capaz de intuir que para analizar hay que descomponer las partes y desarmonizar el todo. No era de las personas que gozan con la contemplación de una cajita de música o un gracioso autómata de juguete; pertenecía a aquella clase de espíritus inquisidores que ante el milagro o la maravilla tienden a desmontarlo hasta que dan con el trasfondo desconsolador donde se construye el truco o tiene su base la mágica trampa que es el fundamento del ilusionismo.
Pero aquel pertinaz silencio le desconcertaba hasta tal punto que casi era una justificación para irrumpir en la habitación interior. ¿Se encontraba peor Agata? ¿Su salud se había degradado de tal modo que era incapaz de pedir auxilio?
La diaria desaparición de los alimentos le decía que no, pero su curiosidad le forzaba a buscar alguna excusa lo suficientemente poderosa como para forzar la voluntaria clausura y permanecer de nuevo junto a su amada. ¿Acaso podía considerarse como un deseo ilegítimo el ansia de compartir cada uno de los momentos de su vida con Agata? ¿Quién podría acusar a un amante de absorbente por el hecho de desear la continua presencia de la amada?
«Ten paciencia, amor mío —decía una nota que encontró una mañana en la bandeja—. Ten confianza en mí. No hay nada en esta habitación excepto yo en conversación conmigo misma. No repares en las ausencias, porque yo estoy siempre junto a ti.» .
Aquella nota le reconfortó, pero a los pocos días pudo comprobar que los alimentos de la bandeja permanecían intactos, y por la posición de la fuente y el servicio dedujo que Agata ya no se preocupaba de introducir su sustento en la habitación interior.
Un silencio aún más profundo emanaba de la misteriosa estancia. Tomás estaba seguro de que en aquellos momentos se estaba produciendo el prodigio que devolvía a su amada la salud y la belleza, y se sintió celoso de algo que no conocía, de algo que quizá no existía, porque, en definitiva, los celos siempre lo son de algo desconocido y fantasmagórico que no tiene más entidad real que la que nosotros le prestamos.
Enfrascado en aquellos pensamientos comprendió que lo que en realidad le atormentaba no era tanto el misterio de la recuperación de Agata como que aquel proceso no tuviera lugar bajo sus ojos. Su carácter absorbente no le permitía entender los apartes de la mujer que amaba, sus retiros a su propio mundo interior o a aquella habitación que odiaba ya con todas sus fuerzas, y, puesto que ella ya no prestaba atención a la bandeja de alimentos, Tomás, deseando tranquilizarse, deslizó una nota por debajo de la puerta en la que decía:
«Amor mío: no me taches de egoísta si te confieso que no comprendo estas ausencias tuyas. Cuando después de estos interminables eclipses reapareces ante mí me invade un gozo que podría calificarse de perfecto, si no fuera porque no ceso de preguntarme qué es lo que has hecho y dónde has estado, que es lo mismo que decir: ¿Qué es lo que buscas en esa habitación interior? ¿A qué desconocidas fuerzas te abandonas? ¿Qué o quién hay ahí? ¿Existe algo más necesario que yo para tu vida? Necesito saberlo. Preciso que me des una señal que me permita entrar en esa estancia, a fin de comprobar que la inquietud que me atormenta carece de fundamento. ¿Lo harás?»
Pero transcurrieron los días y el silencio se hacía cada vez más desesperante. Y Agata no daba señales de vida.
Cierta noche Tomás se paseó por el pasillo repetidamente, y cada vez que cruzaba junto a la puerta de la habitación tenía que contener sus deseos de asir el pomo de la cerradura y hacerlo girar, porque estaba seguro de que, si efectuaba aquel movimiento, la puerta se abriría sin ofrecer más resistencia.
Una y otra vez sus ojos se detuvieron en los batientes y su oído trató de captar algún ruido proveniente del interior, pero la atenta escucha resultaba inútil.
Finalmente, triunfó la curiosidad sobre la confianza y el deseo de saber se sobrepuso a la generosidad de la voluntaria ignorancia. Posó su mano sobre el pomo y, haciéndolo girar abrió la puerta de la habitación.
La oscuridad era absoluta. Dio unos pasos hacia el interior y los batientes se cerraron suavemente, dejándole aislado del resto de la casa.
Tanteó la pared en busca de un interruptor de la luz, pero no pudo hallarlo. Retrocedió ligeramente hacia la puerta, quizá tardíamente arrepentido de la profanación, pero no pudo encontrar el mínimo rastro; tan sólo un muro frío y rugoso sin solución de continuidad.
—Agata, amor mío —llamó, pero no obtuvo respuesta—. Sé que estás aquí. Háblame, por favor.
El silencio más abrumador se cernía sobre la habitación. De pronto recordó que en un bolsillo de su pantalón guardaba un encendedor y se dispuso a utilizarlo.
Como surgiendo del pasado más remoto o de profundidades abismales, una voz débilísima y monocorde llegó hasta sus oídos. Tomás se estremeció y deseó no haber entrado jamás en aquella estancia, pero ya era demasiado tarde.
—No ilumines este ámbito que debe permanecer siempre silencioso y oscuro —dijo el murmullo agonizante—. No hagas la luz, porque lo que verías te causaría tan profunda impresión que tu cerebro estallaría en mil pedazos al instante... Hombre de poca fe... Tú, que fuiste mi amor...
—¡Agata, amor mío! —exclamó Tomás.
Y Agata respondió:
—Tú, que fuiste mi amor, no has sabido respetar mis deseos de intimidad y de aislamiento... Era tan poco lo que te pedía... Te lo rogué con tanta insistencia... Aquí no hay nada, te dije, nada más que yo; ni siquiera una cama... NI SIQUIERA UNA PUERTA... No, tú que fuiste mi amor... Este es mi reino y sólo yo puedo entrar y salir a voluntad, porque esta habitación interior es mi conciencia, es el rincón más íntimo de mi ser, adonde me retiro cuando necesito volver a conocerme a mí misma... Aquí no hay nada..., ni siquiera una puerta... Cuánto te he prevenido acerca del respeto a mi intimidad y a mis rarezas... De qué forma tan cruel tu pertinaz afán de raciocinio ha profanado este sancta santorum donde, como cada persona, me retiraba esporádicamente para estar conmigo y recobrar el deseo de amarte que tu implacable análisis iba continuamente marchitando... Aquí no hay nada, amor, ningún misterio..., y esto no es una habitación, sino un mundo interior, mi propio mundo... No hay nada, y, sin embargo, te prevengo de que no hagas la luz, porque la dispersión y el abandono a que me he sometido, con ánimo de fortalecerme para ti, todavía están actuando sobre mi persona... ¿Cómo no has comprendido que cada cual posee su propio reino de intimidad que es necesario respetar?... ¿Hasta qué punto ha llegado tu egoísmo, tu desconfianza, tu falta de fe y tu insano deseo de analizarlo todo, que has sido incapaz de permanecer fiel a las promesas que me hiciste?... Aquí no hay nada; tú, que fuiste mi amor; este es mi mundo interior, en el que me rehacía para ti... NO HAY NI SIQUIERA UNA PUERTA... Únicamente yo puedo entrar y salir a voluntad... El que, contraviniendo mis órdenes y rompiendo promesas, penetra en este mundo reservado, se ve sometido a una infinita desesperación..., hasta que llega el fin... ¡Egoísta!... ¡Egoísta!...
—Cómo podía saber... —dijo Tomás—. Deseaba tu continua presencia...
—¡Egoísta!... —repitió Agata desde ningún lugar definido—. Te has dejado vencer por un desmesurado deseo de conocimiento, en lugar de limitarte a gozar de nuestro amor... Nadie puede tener continuamente a nadie... Siempre hay ausencias, pero no son éstas las que importan, sino los regresos... Y yo regresaba siempre de mis viajes... Las despedidas son tristes, pero necesarias... Las arribadas, que se producen siempre cuando existe verdadero amor, son lo definitivamente importante... y mi barco atracaba asiduamente en el muelle de tu amor...
—¡Salgamos, Agata!... ¡Volvamos a la luz del día!
—Es demasiado tarde. Has faltado a tus promesas —dijo la voz lejana y ubicua—. No me mereces...
—¡Deseo verte!
—Guárdate de hacerlo...
—Salgamos.
—NO HAY PUERTA... NO HAY PUERTA PARA TI...
Tomás empuñaba furiosamente el mechero, cuyas aristas se clavaban en la palma de su mano hasta hacerle sangre.
—Deseo verte.
—No añadas otro mal a tu desgracia..., tú que fuiste mi amor... Este es mi mundo interior, adonde me retiro para regresar con más ímpetus y deseos de amar, y debe permanecer silencioso y oscuro. Ya has roto el silencio, no profanes la oscuridad...
Haciendo caso omiso de las palabras de Agata, Tomás fue elevando el encendedor y cuando lo tuvo a la altura de su cabeza oprimió el mecanismo y una llama vacilante iluminó aquel ámbito.
La habitación estaba completamente vacía y no existía ya ninguna puerta. Tomás caminó lentamente con la luz en lo alto, hasta que descubrió un bulto informe junto a una de las viscosas paredes. Al agacharse para contemplarlo mejor sintió que su espíritu le abandonaba.
Aquella masa repugnante y nauseabunda era el cuerpo de Agata que estaba regresando lentamente a su ser desde Dios sabe qué ignorados abismos.
—¡Egoísta! —susurró aquel agujero sin contornos definidos—. ¡Egoísta!... Has querido descubrir el monstruo que llevaba dentro, la bestia incomprensible que nos posee a todos..., y en este hallazgo tienes tu castigo... Te has convertido en ladrón de la intimidad... Has profanado la habitación interior y ahora te espera la desesperación.
El encendedor cayó de la mano de Tomás y el silencio y la oscuridad más aterradores invadieron el ámbito por el que, durante mucho tiempo, antes de que se produjera la horrenda solución final, el profanador se vería obligado a vagar sin reposo ni pausa.