EUCLIDES
P. MARTÍN DE CÁCERES
¿Puede ser romántica la Geometría? Y en cuanto a la Perfección... ¿Acaso no les asalta con frecuencia el sentimiento de que la lógica Belleza de las cosas se va perdiendo paulatinamente en las más torpes de las soluciones? Si su respuesta es afirmativa, solo le pedimos una necesaria precaución: ¡No lleve sus conclusiones demasiado lejos!
uando Isabela acababa de ponerse la lentilla
correspondiente al ojo derecho sonó el timbre de la puerta.
—¡Maldito inoportuno! —murmuro. Y levantando la voz añadió—: ¡Voy!
En el descansillo se encontraba un hombre joven de aspecto atildado, vestido con una elegancia de serie y que sostenía en sus manos una carpeta de cartulina azul.
—¿Qué desea? —pregunto Isabela.
—Perdone, señorita —comenzó el joven con un tono profesional—. ¿Esta es la puerta C?
—Si, es esta.
—Hembra... mayor de edad—musito el muchacho mientras garrapateaba en un impreso—. ¿Vive usted sola o con familia?
—Oiga... —comenzó Isabela.
—No se alarme, señorita. Esto es una encuesta —explico el joven.
—Ah, ya veo —dijo ella refiriéndose exclusivamente a su ojo derecho.
—¿Me permite pasar?
Isabela guiño un ojo, lo que el muchacho tomo como signo de asentimiento, siendo asi que tan solo se trataba de una maniobra táctica para examinarle más detenidamente y a foco.
—Está bien, pase —dijo—. Pero sólo cinco minutos —y reajustándose la bata sobre el opulento pecho le franqueó la entrada—. Siéntese un momento, vuelvo enseguida.
Mientras se colocaba la otra lentilla y se aplicaba una generosa capa de polvos, se dijo que a lo mejor con un poco de suerte le salía un plan. Estaba francamente aburrida de fatigar los taburetes de las cafeterías desde las primeras horas de la tarde. Estos empleadillos inexpertos no debían de ser difíciles de cazar.
Cuando regresó al salón el joven permanecía aún de pie. Lo observó durante unos instantes, provista ya de toda su potencia visual, y concluyó que no estaba mal del todo.
—Pero siéntese, por favor. Está usted en su casa.
—Gracias —repuso el joven.
—¿Casado? —interrogó Isabela con lo que ella creía gran naturalidad.
—Es curioso, yo iba a preguntarle a usted lo mismo.
—Oh, qué indiscreto —dijo Isabela realizando ímprobos esfuerzos por ruborizarse.
—Es que es la primera pregunta de la encuesta.
—Ah, ya —manifestó decepcionada. Y añadió—: No, no tengo marido —como quien confiesa no haber contraído todavía la escarlatina.
—¿Edad?
—Sí, edad sí tengo.
—Ya comprendo —dijo el muchacho sonriente—. ¿Puedo preguntarle cuánta?
—Ya lo creo que puede —repuso Isabela propinándole un insinuante papirotazo con un periódico:—, pero yo no se lo voy a decir.
—Está bien —se resigno el empleado—, pondremos mayor de edad.
—Lo que es mucha presunción por su parte —apostilló ella.
—¿Profesión?
—Soy enfermera.
El muchacho dejó de escribir y levantó el rostro en el que se dibujaba una sonrisa maliciosa.
—¿De qué se ríe? ¿Tiene algo de gracioso ser enfermera? —preguntó.
—Oh, no. Perdone.
—Ya sé por dónde va —continuó Isabela dulcificando el gesto—. Ha oído decir que las enfermeras somos carne de cañón, ¿verdad?
—No, señora, no —se disculpó el joven apresuradamente.
—Está bien, continuemos —concluyó Isabela molesta al oírse tratar de señora.
—Bien. ¿Preferiría usted morir antes o después de los cuarenta años?
—Después, desde luego —repuso ella considerando lo doblemente supèrfluo de la pregunta.
—¿Qué tipo de muerte preferiría? Violenta, por enfermedad, accidental, asesinato, suicidio...
Isabela se puso en pie aprovechando el sobresalto para mostrar una generosa porción de sus muslos.
—¡Vaya unas encuestas que hace usted, hijo mío! ¿Son por cuenta de una funeraria? —exclamó.
—No, no. Es una investigación científica. ¿Qué responde?
—Pues yo en la cama, sin enterarme. Que a la mañana siguiente me encontraran como un pajarito.
—... de muerte natural —escribió el joven.
—Caso de que tuviera que morir por enfermedad ¿cuál elegiría?
—Pero, ¿se da usted cuenta de que son las nueve y media de la mañana? Usted se ha propuesto amargarme el día.
—No exagere —declaró el muchacho—, son cosas naturales.
—Ya, ya... Pues no sé... una cosa rápida. Un infarto, un ataque de algo...
—Si tuviera que morir asesinada y pudiera elegir el arma del crimen ¿cuál elegiría?
—¡Que voy yo a elegir...! —repuso Isabela.
—Arma de fuego, estrangulamiento, arma blanca, atropello deliberado, ser rociada con gasolina y prendida fuego, veneno, violación y acogotamiento...
—¡Menuda lotería!
—Responda, por favor.
—Lo de la violación, según y cómo.
—¿Entonces?
—No, no —respondió Isabela—. Qué sé yo...
—¿No sabe/no responde?
—Eso.
* * *
Isabela se levantó del diván y aproximándose a un mueble cercano extrajo de él una botella y dos copas.
—Voy a tomar una copita, y usted me acompañará. Me ha puesto los nervios de punta, pero, siga, siga. Ya me estoy interesando.
—Caso de muerte violenta, atropello, asesinato, ¿preferiría que el ejecutor fuera un hombre o una mujer?
—Un hombre, desde luego —respondió con seguridad.
—¿Por qué?
—Pues no sé, qué quiere que le diga. Me parece más romántico que se trate de un hombre —explicó.
—¿De día o de noche?
—¿Qué? —preguntó ella saliendo del ensimismamiento romántico.
—Que si preferiría morir de día o de noche.
—Pues... en el crepúsculo, ya ve. O en la madrugada. En el amanecer, eso es. En un amanecer sangriento mientras se oye una música de violines... —explicó arrobada.
—Responda sin vacilar: ¿cuchillo de cocina o puñal?
—Puñal, desde luego. Una daga a poder ser.
—Estrangulamiento con las manos, con una media, un pañuelo de seda, un cordel...
—Pañuelo de seda.
—¿Ser arrollada por un tren, coche, carreta de bueyes, tranvía, trolebús, ambulancia...?
—Por afinidad con mi profesión debería decir ambulancia, pero me inclino hacia la carreta, pero no de bueyes, sino... una calesa, eso es.
—En cuanto a muertes exóticas ¿tiene alguna preferencia? Arsénico, harakiri, estilo bonzo, cartucho de dinamita atado a la cabeza, picadura de araña centroafricana...
—Me quedo con el arsénico. Es más elegante, ¿cómo le diría? Más clásico.
—Y por último ¿preferiría ser incinerada, enterrada, servir de cobaya para estudiantes de medicina, momificada o ser depositada en parihuelas a la manera de los indios?
—Incinerada, es más aséptico —repuso con tono profesional.
—Permítame —dijo el encuestador— que le haga un pequeño obsequio por haber accedido tan amablemente a la realización de la encuesta—. Y entregó a Isabela una tarjetita con un número.
—Muchas gracias. ¿Qué es?
—Se trata de un sorteo en combinación con la lotería nacional del próximo sábado. Si su número coincide con las tres últimas cifras del primer premio recibirá un obsequio en su propio domicilio.
—¿Me lo traería usted? —preguntó insinuante.
—Desde luego, señorita.
El joven se levantó guardando los impresos en la carpeta azul.
—Pero cómo, ¿se va ya?
—He de seguir con la encuesta.
—Oh —exclamó Isabela decepcionada—. Ahora que empezaba a tomarme interés por el asunto...
* * *
Durante toda la semana estuvo pensando en lo mismo, y cuando el sábado por la tarde regresó del hospital compró el periódico y buscó la lista de la lotería mientras subía en el ascensor.
—¡Me ha tocado! —exclamó. El caballero que compartía con ella el elevador se retiró discretamente.
Una vez en su apartamento cotejó repetidamente su número con el agraciado y se aseguró de que, en efecto, el obsequio prometido por el encuestador era suyo. En aquel momento sonó el teléfono.
—¿Señorita Isabela?
—Yo misma —repuso alborozada.
—Soy el que le hizo la encuesta el otro día, ¿me recuerda?
—Ya lo creo. ¿Qué desea? —preguntó haciéndose la desentendida.
—Ha obtenido usted el premio que sorteamos entre todas las damas encuestadas. ¿Tiene todavía la tarjeta?
—¡La tengo! —exclamó—. ¿Cuál es el premio?
—Oh —dijo la voz del teléfono—. Permítame que guarde el secreto hasta que le haga entrega de ello. Así la emoción mutua será mayor.
—Qué intrigante es usted; ¿mutua, ha dicho?
—Desde luego. Usted obtendrá una satisfacción por haber sido agraciada y yo, a mi vez, también, por ser portador de la sorpresa. Recuerde: es mejor dar que recibir. ¿A qué hora puedo pasar por su casa?
—Escuche —dijo Isabela reflexionando rápidamente—, ¿por qué no cena en casa conmigo y luego me entrega el premio? Será más emocionante.
—¿Le parece bien a las nueve? —preguntó el encuestador.
—Le esperaré ansiosamente.
* * *
La carne había quedado demasiado hecha, y a la tarta le faltaba un punto de cocción, pero —pensaba
Isabela— todo no puede ser perfecto. Además, continuó reflexionando, con el traje azul de gasa y este escote, sería una pérdida de tiempo cocinar exquisiteces: cualquier hombre normal engulliría los manjares más insípidos sin advertirlo.
A las nueve en punto se oyó el timbre. Isabela inspeccionó por última vez su persona y se encontró satisfecha. Aquello era el resultado de tres horas y media de denodados esfuerzos ante el espejo, pero había valido la pena.
En la puerta se encontraba el joven arreglado con el mismo atildamiento y elegancia que un empleado de grandes almacenes. En sus manos sostenía unos cuantos paquetes envueltos con papel de colores y atados con vistosas cintas.
—Buenas noches —dijo sonriente—. Y enhorabuena.
—Un millón de gracias. Pero pase, querido. ¿Este es mi regalo?
—Todo es para usted.
—¡No puedo creerlo! ¿No me dijo que se trataba de un obsequio?
—En realidad todo es parte de lo mismo, aunque venga distribuido en distintos paquetes. ¿Puedo dejarlo aquí?
—¡Vamos a abrirlo! —exclamó Isabela alborozada.
—¡No, no, por favor! Perderíamos la ilusión de la espera. Ha de ser como en el amor: los iremos abriendo poco a poco.
—¡Divino! Si me lo permite le diré que usted es el mejor regalo de la noche.
—Es usted muy amable, Isabela. ¿Me permite que la llame así?
—Permitido. ¿Y yo a usted cómo debo llamarle?
—Llámeme Euclides.
—¡Cielos! ¿No le sentará mal?
—¿Por qué? Mucha gente me llama así.
—Está bien, le llamaré Clides y me resultará más familiar. ¿Nos sentamos?
A los postres Isabela descorchó una botella de champán y dejó caer con disimulo uno de los tirantes del vestido.
—¿No resulta fatigosa esa profesión de encuestador? Todo el día arriba y abajo.
—En realidad no es mi verdadera profesión, pero me ayuda bastante a conocer a la gente, lo que es uno de mis objetivos.
—Comprendo, comprendo, se vale usted de ese truco para invadir los hogares de jovencitas solitarias, ¿verdad?
—En cierto modo, Isabela. Soy un apasionado de la sociología, de las estadísticas y de los sondeos de opinión. Hoy día no se puede hacer nada sin contar con el parecer de los demás. Yo he aplicado la cibernética a mi profesión, a mi hobby, diríamos.
—Qué calor, ¿verdad? Si quiere puede quitarse la chaqueta.
—Estoy bien así. ¿No quiere abrir uno de los paquetes?
—Estoy deseándolo —dijo ella abalanzándose sobre uno de los envoltorios—. ¿Este?
El joven asintió con la cabeza e Isabela rasgó el papel impaciente por ver el contenido.
—¡Oh! —exclamó alborozada—, ¡qué maravilla!
Isabela se situó delante de un espejo y pasó sobre sus hombros el magnífico echarpe.
—¡Extraordinario! ¡De auténtica seda natural! Muchas gracias, Clides.
—Le sienta perfectamente.
—Y esto otro, ¿qué es?
—Abralo.
El segundo paquete contenía una magnífica colección de discos.
—¡Absolutamente romántico! ¡«Los Violines Mágicos de Zacagnini»!
El sonido de las cuerdas invadió el ambiente cuando Isabela colocó uno de los microsurcos en el tocadiscos. A continuación se recostó en el diván arrobada por la música.
—¿A qué se dedica realmente? —preguntó—. Quiero decir, aparte de esto de las encuestas.
—Las encuestas que efectúo son un modo de orientación, una investigación de mercado para mi verdadero trabajo, ocupación, diríamos. Hoy en día la gente ha perdido la ilusión por las cosas bien hechas. Yo pretendo hacer de mis actividades un arte, no algo grosero y puramente mecánico. ¿Por qué el modisto ha de crear una moda para imponérsela a la mujer sin contar con sus propias opiniones? ¿No es irracional que un editor lance una colección de libros sin contar antes con el parecer de los potenciales lectores? —dijo, y levantándose del sillón se aproximó al mueble bar.
—¿Puedo abrir otro?
El joven asintió, e Isabela fue desenvolviendo el tercero de los obsequios. Mientras ella rasgaba el papel multicolor el muchacho tomó en sus manos el pequeño reloj despertador situado sobre el' bar.
—Pero... —comenzó Isabela—. ¿Qué significa...?
—Es una artística daga —explicó Euclides.
—¿Por qué adelanta el reloj? —preguntó ella ligeramente alarmada.
—No está en mis manos convertir la noche en día ni el crepúsculo en amanecer, pero modificando la hora del reloj y acudiendo al auxilio de nuestra imaginación podemos suponer que ahora son las cinco y media de un amanecer cualquiera. Suenan los violines, bebemos champán...
—No entiendo dónde quiere ir a parar —dijo Isabela poniéndose en pie.
—Es muy sencillo, Isabela, va a ser usted protagonista de un acontecimiento artístico a la par que científico. Científico en cuanto que fue seleccionada entre miles de mujeres de esta ciudad por una computadora para ser sometida a mi encuesta. Artístico porque usted misma está comprobando la belleza suprema de estos instantes. Y en resumidas cuentas, en la ciencia hay belleza, y quizá en el arte haya también leyes científicas...
—Por favor, Euclides... Euclides —repitió rememorando las páginas de algún periódico.
—¿Sí, cielo?
—¡¡Euclides «el Cibernético»!! —exclamó Isabela horrorizada—. ¡Auxilio! —gritó antes de caer desmayada.
* * *
Cuando volvió en sí se encontraba sentada en un sillón y atada de pies y manos. Euclides se aproximó lèntamente a ella.
—Es inútil que intentes gritar. Sé que los de abajo están de vacaciones, y el piso de arriba es una oficina. Además romperías la armonía de estos últimos momentos.
—¡Por favor! ¡Se lo ruego! —suplicó Isabela—. ¿Qué le he hecho yo?
—Nada en absoluto, y de ahí lo subyugante del juego. Usted no me conoce, ha sido elegida científicamente por mi computadora, y para colmo, sometida a una encuesta por medio de la cual, libremente y sin ningún tipo de presiones, ha elegido el cómo y el cuándo de su propia extinción. ¿No es maravillosamente científico?
—Sí —concedió Isabela con un hilo de voz—, y artístico a la vez, pero yo no le hecho nada. Clides, por favor...
—Ese es un factor despreciable. Si usted, mi querida Isabela, me hubiera hecho algo, ¿tendría algún mérito haberla convertido en protagonista (la de esta semana), de mi científica pasión?
Y al terminar la frase, Euclides extendió sobre la mesa el pañuelo de seda y la daga.
—Abra este otro paquete —ordenó desatando las manos de Isabela—. ¡Vamos! —gritó al ver que vacilaba.
Con manos trémulas la enfermera fue desenvolviendo el pequeño envoltorio hasta que quedó al descubierto su contenido: un tintero.
—¡Tinta china! —musitó ella a punto de enloquecer.
—Es un detalle imperdonablemente grosero, pero no tenía otro recipiente a mano. No obstante, si lee cuidadosamente la etiqueta, verá que el contenido del tintero es lo elegido por usted.
—Ar... arsénico —leyó Isabela con voz temblorosa.
—En cuanto a la calesa, reconozco que está por el momento fuera de mis posibilidades, pero para evocar por lo menos el suave deslizarse de un coche de caballos y el rítmico sonido de sus cascos... ¡Vóilá! —exclamó aparatosamente Euclides señalando otro paquete cuyo papel obligó a rasgar a la enfermera.
—U... una herradura —tartamudeó Isabela ya sin fuerzas.
—«¡Justement!» —exclamó Euclides pensando que seguramente un toque francés añadiría elegancia al asunto—. Y no me pregunte con cuál de estos instrumentos voy a poner científicamente fin a su vida. Puesto que a la postre cada uno de ellos ha sido elegido por usted, sería una imperdonable descortesía no emplearlos todos.
—¡Dios mío! —murmuró Isabela con un hilo de voz.
—Primero la estrangularé con este suave pañuelo de seda —dijo pasándolo delicadamente por el cuello de Isabela—, después abriré su vientre con esta artística daga, a continuación introduciré los dos extremos de esta herradura por sus ojos hasta alcanzar el cerebro; seguidamente haré que beba unas gotas de arsénico, y después —exclamó Euclides con voz triunfal—, después —repitió rasgando el papel del último regalo— la rociaré con esta lata de gasolina y la incineraré. Todo —añadió más calmadamente—, según sus propios deseos.
Euclides depositó la lata en el suelo y, aproximándose por detrás a la enfermera, enroscó en su cuello el pañuelo. Isabela comenzó a sentir la presión resbaladiza de la seda que le provocaba un dolor insoportable. Su lengua comenzó a apuntar entre sus labios a la vez que un ronco gemido salía de su oprimida garganta.
De pronto la cerradura voló por los aires y la puerta se abrió violentamente. Un grupo de hombres armados irrumpió en la habitación y Euclides quedó paralizado por la sorpresa. Los agentes le encañonaron con sus pistolas y el inspector Gálvez hizo su aparición arreglándose el ala del sombrero.
—Está bien, Euclides —dijo reposadamente—. Esta vez te hemos cazado.
—No lo entiendo —exclamó el aludido—. ¡No lo puedo entender! Pero si da un paso más la estrangulo.
—Es mejor que te des por vencido, «Cibernético» —continuó el inspector.
—¡Cucarachas! —gritó el encuestador—. ¿Cómo habéis logrado dar conmigo?
—Te hemos pescado con tus propias armas, sabandija.
—¿Qué quiere decir?
—Hemos alimentado desde hace varias semanas una computadora con todos los datos de tu personalidad y con las características de tus anteriores crímenes. Después introdujimos otros detalles que constan en tu archivo de la comisaría y en el del sanatorio psiquiátrico, y a continuación programamos una encuesta entre un muestrario lo suficientemente amplio de mujeres —explicó el inspector—. Pura basura mecánica. La irrupción violenta en el piso ha sido el único detalle que han dejado a mi propia iniciativa. Se acaban los viejos tiempos —concluyó melancólico.
—¡Escoria! —murmuró el Cibernético—. Sabuesos electrónicos...
—Tienes razón —concedió el inspector echándose hacia atrás el sombrero con ayuda de su dedo índice—. Ya no hay romanticismo, se han perdido los detalles imprevistos.
—¿Tú crees? —preguntó el Cibernético.
—¡Gñññññ...! —gimió la enfermera a quien todos parecían haber olvidado.
—Está bien, polizonte —confesó Euclides—. Me parece que estoy listo, pero sois unos asquerosos aprendices faltos de imaginación. Voy a haceros una última demostración de mi categoría —continuó el encuestador—. A pesar de haber introducido tantos datos en vuestras computadoras domesticadas, ¡qué pronto habéis olvidado el encanto de vuestros métodos artesanos a los que nunca debisteis renunciar! ¡Modernos! —apostrofó escupiendo por un lado de la boca—. Precisamente usted, inspector, ha dejado de lado el factor que le proporcionó los mayores éxitos, y ese mismo factor voy a emplearlo yo ahora mismo en un alarde de flexibilidad y saber hacer.
—¿A qué te refieres? —preguntó Gálvez.
—A esto: al azar, a lo imprevisto, a lo no computable. A lo artístico, seguramente.
Y antes de que los policías pudieran impedirlo, Euclides abrió una ventana con gran rapidez y se arrojó al vacío. El inspector y sus hombres se'asomaron a tiempo de ver cómo el cuerpo del infortunado se estrellaba contra el pavimento. Una calesa de las que paseaban a los turistas por el parque cercano no tuvo tiempo de frenar y pasó por encima del cuerpo.
Uno de los agentes liberó a Isabela de las ligaduras y la enfermera se levantó tambaleante del sillón.
—¿Una copita de cianuro, inspector? —preguntó Isabela con ojos extraviados. Y lanzando una estridente carcajada se desplomó sobre la alfombra.
—¡Maldición! —exclamó Gálvez ajustándose el sombrero—. Nunca debimos recurrir a los cabezas cuadradas.