John Wyndham

La rueda

RECIENTEMENTE, un crítico escribió: "Si no ha leído usted «El día de los trífidos», no ha leído usted nada de ciencia ficción". «El día de los trífidos» es la novela más famosa de John Wyndham: una obra maestra sobre el penoso renacer de la humanidad, a partir de una catástrofe mundial (casi toda la humanidad se queda ciega) y un peligro también mundial (unas plantas, los trífidos, capaces de desplazarse por sí mismas). Wyndham (desgraciadamente fallecido en 1969), que junto con Clarke es el autor británico más famoso de ciencia ficción, es considerado un gran moralista en toda su obra. Como lo demuestra en este emotivo relato, sobre la importancia y los peligros del progreso humano.

El viejo se sentó en su taburete y apoyó la espalda contra la pared encalada. Había tapizado elegantemente el taburete con la piel de una liebre, porque en aquellos días no le parecía tener mucha cosa entre su propia piel y sus huesos. Era su taburete exclusivo, y en la granja todos lo aceptaban así. Las tiras de un látigo que se suponía estaban trenzando, colgaban de entre sus dedos arqueados, pero, dado que el taburete era confortable y el sol calentaba, sus dedos habían dejado de moverse, y cabeceaba.

El patio estaba vacío exceptuando algunas gallinas que picoteaban el polvo con más curiosidad que esperanza, pero se oían ruidos que hablaban de otros que no tenían la calma del viejo para poder hacer una siesta. De la esquina de la casa llegaba el ocasional chapoteo de un cubo cuando golpeaba el agua, y su raspar en las paredes del pozo al ser subido lleno. En el cobertizo al otro lado del patio un apagado golpear sonaba rítmica y soporíferamente. La cabeza del viejo cayó más hacia adelante al adormecerse.

Y entonces, de más allá de la tosca pared que limitaba el patio, se oyó otro sonido que se acercaba lentamente. Un resonar y un traquetear, junto con un chirriar intermitente. Los oídos del viejo ya no eran agudos, y durante algunos minutos no le molestó. Entonces abrió los ojos y, localizando el sonido, se quedó mirando incrédulo hacia la entrada. El sonido se acercó más y, por encima de la pared, apareció la cabeza de un chico. Le dedicó una sonrisa al viejo, con una expresión de excitación en sus ojos. No dijo nada, pero fue un poco más deprisa hasta llegar a la entrada. Penetró orgullosamente por ella al patio, arrastrando tras de sí una caja montada sobre cuatro ruedas de madera.

El viejo se alzó súbitamente de su asiento, con la alarma reflejada en cada línea de sus facciones. Agitó ambos brazos hacia el chico, como si quisiera evitar que se acercara. El chico se detuvo. Su expresión de orgullosa alegría fue sustituida por una de asombro. Contempló al viejo que con tanta urgencia le hacía señas de que se alejase. Mientras aún dudaba, el viejo seguía ordenándole alejarse con una mano, mientras se llevaba la otra a los labios y comenzaba a caminar hacia él. Asombrado y reluctante, el muchacho se dio la vuelta, pero era demasiado tarde. Dejaron de sonar los golpes en el cobertizo. Una mujer de mediana edad apareció en la puerta del mismo. Su boca estaba abierta para llamar, pero no surgieron las palabras. Se le cayó la mandíbula, abrió mucho los ojos, se persignó, y luego gritó…

El sonido rasgó la paz de la tarde. Tras la casa, el cubo cayó con estrépito, y la cabeza de una joven apareció en la esquina. Sus ojos se agrandaron. Se tapó la boca con el dorso de una mano y se persignó con la otra. Un joven apareció en la puerta del establo, y se quedó allí como helado. Otra chica salió a escape de la casa, con una niñita a sus talones. Se detuvo tan repentinamente como si hubiera chocado con algo. La niñita se quedó también quieta, vagamente alarmada por la escena y aferrándose a su falda.

El chico se quedó muy quieto, con todas aquellas miradas clavadas en él. Su asombro comenzó a ser sustituido por el miedo ante la expresión de los ojos de los otros. Miró de un rostro horrorizado a otro hasta que sus ojos se cruzaron con los del viejo. Lo que vio en ellos pareció tranquilizarlo un tanto… o asustarle menos. Tragó saliva. Las lágrimas estaban a punto de brotar de sus ojos cuando habló:

—Abuelo, ¿qué sucede? ¿Por qué me están mirando todos así?

Como si el sonido de su voz hubiera roto el encantamiento, la mujer de mediana edad entró en acción. Tomó una horca que estaba apoyada contra la pared del cobertizo. Apuntando con ella al muchacho, caminó lentamente hasta ponerse entre él y la puerta. Con voz dura, gritó:

—¡Vamos! ¡Entra en el cobertizo!

—Pero, ma… -comenzó a decir el chico.

—No te atrevas a seguir llamándome así -le dijo ella.

En las tensas líneas de su rostro, el muchacho podía ver algo que casi era odio. Su propia faz se demudó, y comenzó a llorar.

—Vamos -repitió ella secamente-. Entra ahí.

El muchacho retrocedió, la viva imagen de la angustia asombrada. Luego, repentinamente, dio la vuelta y corrió al cobertizo. Ella cerró la puerta tras de él, asegurándola con un pasador. Miró al resto de los presentes, como desafiándoles a hablar. El joven se refugió silencioso en la oscuridad del establo. Las dos muchachas se retiraron lentamente, llevándose a la niñita con ellas. La mujer y el viejo quedaron solos.

Ninguno de ellos habló. El viejo permanecía inerte, contemplando la caja que descansaba sobre sus ruedas. Al pronto, la mujer se llevó las manos a la cara. Lanzó apagados gemidos mientras se estremecía, y las lágrimas rodaron por entre sus dedos. El viejo se volvió. Su rostro estaba desprovisto de toda expresión. Al rato, ella se recuperó un poco.

—Nunca hubiera podido creerlo. Mi propio pequeño David… -dijo.

—Si no hubieras chillado, no hubiera tenido por qué enterarse nadie -dijo el viejo.

Sus palabras tardaron algunos segundos en causar efecto. Cuando esto se produjo, la expresión de ella se endureció de nuevo.

—¿Le enseñaste cómo hacerlo? -le preguntó, suspicaz.

El negó con la cabeza.

—Soy viejo, pero no loco -le contestó-. Y me agrada Davie.

—No obstante, eres un malvado. Esa cosa que acabas de decir es una maldad.

—Es cierto.

—Soy una mujer temerosa de Dios. No toleraré que haya obras del demonio en mi casa… sea cual sea la forma que estas tengan. Y cuando las veo, sé cuál es mi deber.

El viejo inspiró como para replicar, pero se contuvo. Agitó la cabeza. Se volvió, y regresó a su taburete, pareciendo, de alguna manera, más viejo que antes.

Sonó una llamada en la puerta. Y un «ssst» susurrado. Por un instante, Davie vio un cuadrado de cielo nocturno contra el que se recortaba una figura oscura. Luego, la puerta se cerró de nuevo.

—¿Has cenado, Davie? -preguntó una voz.

—No, abuelo. Nadie ha venido.

El viejo gruñó.

—Me lo pensé. Todos tienen miedo de ti. Toma, come esto. Es pollo frío.

La mano de Davie tanteó y halló lo que el otro le tendía. Mordisqueó la pata mientras el anciano caminaba por la oscuridad, buscando algo sobre lo que sentarse. Lo halló, y lo hizo con un suspiro.

—Es un mal negocio, Davie. Han mandado a buscar al sacerdote. Llegará mañana.

—Pero no comprendo nada, abuelo. ¿Por qué todos actúan como si hubiera hecho algo malo?

—¡Vamos, Davie! —le dijo su abuelo, con tono de reproche.

—De verdad no sé lo que pasa, abuelo.

—Vamos ya, Davie. Cada domingo vas al templo, y cada vez que vas, rezas. ¿Qué es lo que rezas?

El muchacho recitó una plegaria. Al cabo de unos momentos, el viejo lo interrumpió:

—Ahí está -dijo-. La última frase.

—¿Líbranos de la Rueda? -repitió interrogativo Davie-. ¿Qué es la Rueda, abuelo? Debe ser algo terriblemente malo, pues cada vez que lo pregunto me dicen que es obra del demonio, y que no se debe hablar de ella. Pero no me explican lo que es.

El viejo hizo una pausa antes de replicar, y luego dijo:

—Esa caja que trajiste ahí afuera. ¿Quién te explicó cómo hacer eso?

—Bueno, pues nadie, abuelo. Simplemente pensé que sería más fácil moverla de esa manera. Y así es.

—Escucha, Davie. Esas cosas que has puesto en los costados de la caja… son ruedas.

Pasó algún tiempo antes de que la voz del chico surgiera de la oscuridad. Cuando esto sucedió, parecía anonadado.

—¿Cómo, esos trozos redondos de madera? Pero no puede ser, abuelo. Solo son eso… unos simples trozos redondos de madera. En cambio, la Rueda… es algo horrible, terrible, algo a lo que todo el mundo le tiene un santo pavor.

—En cualquier caso, eso es lo que son -el viejo rumió un tiempo-. Te diré lo que va a pasar mañana, Davie. Por la mañana llegará el sacerdote y verá tu caja. Seguirá en el mismo sitio, porque nadie se atreve a tocarla. Echará algo de agua por encima y recitará un exorcismo para asegurarse que ya es posible tocarla. Entonces, la llevarán al campo y encenderán un fuego bajo ella, y se quedarán a su alrededor, cantando himnos religiosos mientras arde.

»Luego, regresarán, y te llevarán al poblado, y te harán preguntas. Y te preguntarán qué aspecto tenía el Diablo cuando se te apareció, y qué es lo que te ofreció a cambio de que usases la Rueda.

—Pero no he visto a ningún diablo, abuelo.

—Eso no importa. Si creen que lo has visto, entonces más pronto o más tarde les dirás que lo has visto, y qué aspecto tenía cuando se te apareció. Tienen métodos… Lo que tienes que hacer es hacerte el tonto. Tienes que decir que encontraste la caja tal cual. Que no sabías lo que era, pero que la trajiste para hacer leña con ella. Eso es lo que debes contar, e insistir en ello. Si insistes, hagan lo que hagan, quizá logres salir con bien de esto.

—Pero abuelo, ¿qué es lo que hay tan malo en la Rueda? No puedo comprenderlo.

El viejo hizo una pausa aún más larga que la anterior.

—Bueno, es una larga historia, Davie… y comenzó hace mucho, mucho tiempo. Parece que en aquellos días todo el mundo era feliz y bueno y demás. Entonces, un día, el Diablo apareció y habló con un hombre al que le dijo que podía darle algo que lo convertiría en tan fuerte como un centenar de hombres, y le haría correr más que el viento, y volar más alto que los pájaros. Bueno, el hombre dijo que eso sería realmente magnífico, y que ¿qué era lo que quería el Diablo a cambio? Y el Diablo dijo que no quería nada… al menos por el momento. Y entonces le dio al hombre la Rueda.

«Así que, cuando el hombre hubo jugueteado con la Rueda un tiempo, averiguó muchas cosas acerca de ella; cómo construir otras Ruedas, y aún muchas más Ruedas, y hacer todas las cosas que el Diablo había prometido, y muchas más de las que ni siquiera había hablado.

—¿Cómo? ¿Podía volar y todo eso? -dijo el muchacho.

—Seguro. Hacía todas esas cosas. Y también comenzó a matar gente… de una forma u otra. Y las gentes fabricaron más y más Ruedas, de la manera en que el Diablo les había explicado, y hallaron que podían hacer muchas cosas más grandes, y también matar a más gente. Y que no podían dejar de usar la Rueda, puesto que de hacerlo se hubieran muerto de hambre.

»Bueno, eso es justamente lo que el Diablo quería. Los tenía atrapados, ¿comprendes? Casi todas las cosas del mundo dependían de la Rueda, y las cosas se fueron haciendo cada vez peores, y el viejo Diablo se quedó confortablemente sentado, riéndose de las cosas que estaba haciendo su Rueda. Entonces, la situación se tornó terrible. No sé exactamente la forma en que sucedió, pero las cosas empeoraron de tal modo que apenas si quedó nadie con vida… Solo unos pocos, como sucedió después del Diluvio. Y casi también estos murieron.

—¿Y todo eso debido a la Rueda?

—Ajá… O al menos no podría haber sucedido sin ella. De todas maneras, el caso es que lograron sobrevivir. Construyeron cabañas, y plantaron maíz, y al cabo de un tiempo el Diablo se apareció a un hombre, y comenzó a hablarle de nuevo de su Rueda. Pero aquel hombre era muy viejo y muy sabio y muy temeroso de Dios, así que le dijo al Diablo: «No, regresa al Infierno», y entonces fue por los contornos advirtiendo a todos acerca del Diablo y su Rueda, consiguiendo aterrarlos.

»Pero el viejo Diablo no abandona tan fácilmente. Y además es tremendamente astuto… Hay veces en que un hombre tiene una idea que se aproxima bastante a una Rueda: quizá deslizadores, o tornillos, algo así… pero nadie hace caso mientras no tengan un eje. Sí, pero él sigue intentándolo, y de vez en cuando tienta a un hombre para que haga una Rueda. Entonces, llega el sacerdote, y queman la Rueda, y se llevan al hombre. Y, para evitar que siga haciendo Ruedas y para descorazonar a los demás, también lo queman a él.

—¿Lo que-queman? -tartamudeó el muchacho.

—Eso es lo que hacen. Así que ya comprenderás por qué tienes que decir que la encontraste, y emperrarte en ello.

—¿Quizá si les prometiese que nunca iba a hacer otra…?

—Eso no serviría, Davie. Están todos aterrorizados de la Rueda, y cuando la gente tiene miedo, se torna airada y cruel. No, tienes que insistir en eso.

El muchacho pensó algunos instantes, y luego dijo:

—¿Y qué hay de ma? Ella lo sabe. Me dio esa caja ayer. ¿Es eso importante?

El viejo gruñó. Y dijo, con voz espesa:

—Sí, eso es importante. Las mujeres hacen ver en muchas ocasiones que están asustadas… pero si se asustan de verdad, se asustan mucho más que los hombres.

Y tu ma está muy asustada.

Tuvo un largo silencio en la oscuridad del cobertizo. Cuando el viejo habló de nuevo, lo hizo con una voz suave y calmada:

—Escucha, Davie. Voy a decirte algo. Y te lo vas a guardar para ti… ¿Prometes no decírselo a nadie hasta que seas viejo como yo?

—Seguro, abuelo, si así lo quieres.

—Te lo voy a contar porque tú mismo has imaginado la Rueda. Siempre hay chicos como tú que lo hacen. Siempre será así. Uno no puede matar una idea tal como ellos querrían. Es posible mantenerla reprimida durante algún tiempo, pero más tarde o más temprano vuelve a resurgir.

Y lo que tienes que comprender es que la Rueda no es algo malvado. No te importe lo que te digan los hombres asustados. Ningún descubrimiento es bueno o malo hasta que los hombres hacen que lo sea. Piensa en eso, Davie. Un día, comenzarán a usar de nuevo la Rueda. Yo esperaba que fuese durante mi existencia, pero… bueno, quizá sea durante la tuya. Cuando eso suceda, no seas uno de los asustados; se uno de los que les muestre cómo usarla mejor que la última vez. Lo que es malo no es la Rueda, Davie… es el miedo. Recuerda esto.

Se agitó en la oscuridad. Sus pies sonaron en el duro suelo de tierra.

—Creo que ya es hora de que me vaya. ¿Dónde estás, muchacho?

Su mano tanteante halló el hombro de Davie, y luego se posó un instante sobre su cabeza.

—Dios te bendiga, Davie. Y no te preocupes más. Todo irá bien. ¿Me crees?

—Sí, abuelo.

—Entonces, vete a dormir. Hay un poco de paja en ese rincón.

El oscuro cielo" apareció de nuevo, brevemente. Luego, el sonido de las pisadas del viejo atravesó el patio hasta desaparecer.

Cuando el sacerdote llegó, encontró a un horrorizado grupo de gente reunido en el patio. Estaban mirando al viejo que trabajaba con un martillo y tacos de madera en una caja. El sacerdote se detuvo, escandalizado.

—¡Alto! -gritó-. ¡Alto, en nombre de Dios!

El viejo volvió la cabeza hacia él. Había una sonrisa de astuta senilidad en su rostro.

—Ayer -dijo- fui estúpido: solo le puse cuatro ruedas. Hoy ya he aprendido… voy a ponerle dos ruedas más, para que vaya mucho mejor.

Quemaron la caja, como había dicho que harían. Luego, se lo llevaron.

Por la tarde, un muchacho al que todo el mundo había olvidado apartó los ojos de la columna de humo que se alzaba en la dirección del poblado, y ocultó el rostro entre las manos.-Lo recordaré, abuelo. Lo recordaré. Solo el miedo es malo -dijo, y su voz fue cortada por los sollozos.