Robert A. Heinlein

Colón era un estúpido

EL triángulo de los nombres más famoso de la ciencia ficción mundial pasa, hoy por hoy aún, por tres autores aquí representados: Asimov, Clarke… y Heinlein. Hombre tremendamente versátil, Heinlein ha escrito desde novelas para jóvenes («Hija de Marte») y fantasías de capa y espada («Ruta de Gloria») hasta elucubraciones metafísicas como «Forastero en tierra extraña». Su «Historia del futuro», recientemente editada en español, que recoge lo mejor de su obra escrita a lo largo de treinta años, es un auténtico monumento del género. En este relato, Heinlein nos muestra una vez más sus dos mejores características: su sólida base científica y tecnológica… y su gran imaginación.

—Me gusta remojar una venta -dijo alegremente el hombre grueso, alzando su voz sobre el susurro del acondicionador de aire-. Vacíelo, profesor, que ya llevo dos más que usted.

Alzó la vista de la mesa cuando la puerta del ascensor situada frente a ellos se abrió. Un hombre entró a la fría oscuridad del bar y se quedó parpadeando, como si acabase de llegar del resplandor desértico exterior.

—¡Hey, Fred… Fred Nolan! -gritó el grueso-. ¡Venga aquí! -Se volvió hacia su invitado-. Es un hombre con el que me encontré en el viaje desde Nueva York. Siéntese, Fred. Estréchele la mano al profesor Appleby, ingeniero jefe de la astronave Pegaso. O al menos lo será cuando sea construida. Acabo de venderle al profesor una partida de acero para su cacharro. Brinde con nosotros.

—Me alegra hacerlo, señor Barnes -aceptó Nolan-. Ya conozco al doctor Appleby. En plan de negocios… Soy de la Compañía de Instrumentos Climax.

—¿Eh?

—La Climax nos suministra el equipo de precisión añadió Appleby. Barnes pareció sorprendido, y luego sonrió.

—Esa sí que no me la esperaba. Tomé a Fred por un empleado del gobierno, o uno de ustedes, los científicos. ¿Qué es lo que quiere, Fred? ¿Un whisky con agua? ¿Otro trago, profesor?

—De acuerdo. Pero, por favor, no me llame profesor. No lo soy, y eso me hace viejo. Y aún soy joven.

—Ya lo creo que sí, esto… doc. ¡Pete! Dos whiskys con agua, y otro Manhattan doble. Supongo que esperaba encontrarme con un científico de tebeo, con una larga barba blanca. Pero, ahora que lo he conocido, no puedo comprender una cosa.

—¿Y cuál es?

—Bueno, a su edad, se entierra usted en este lugar abandonado de la mano de Dios.

—No podíamos construir la Pegaso en Long Island -indicó Appleby-, y éste es el lugar ideal para el despegue.

—Ajá, seguro. Pero no es eso. Es… bueno, piense que yo vendo acero. Usted quiere aleaciones especiales para una astronave, y yo se las vendo. Pero de todos modos, ahora que ya hemos cerrado el negocio, dígame: ¿por qué quiere hacerlo? ¿Para qué ir a Próxima Centauri o a cualquier otra estrella?

Appleby pareció divertido.

—No se puede explicar. ¿Por qué los hombres tratan de escalar el monte Everest? ¿Qué es lo que llevó a Peary al Polo Norte? ¿Por qué Colón hizo que la reina vendiera sus joyas? Nadie ha ido jamás a Próxima Centauri… Así que nosotros vamos.

Barnes se volvió hacia Nolan.

—¿Usted lo entiende, Fred?

Nolan se alzó de hombros.

—Yo vendo instrumentos de precisión. Algunas personas cultivan crisantemos, otros construyen astronaves. Yo vendo instrumentos.

El rostro amistoso de Barnes parecía asombrado.

—Bueno… -el camarero les trajo sus bebidas-. Escuche, Pete, dígame una cosa: ¿iría en la expedición de la Pegaso si pudiera?

—Ni hablar.

—¿Por qué no?

—Porque me gusta esto.

El doctor Appleby asintió.

—Ahí tiene su respuesta, Barnes, pero al revés. Algunos tienen el mismo espíritu que Colón, y otros no.

—Está muy bien hablar de Colón -insistió Barnes. Pero él pensaba regresar. Ustedes no piensan hacerlo. Sesenta años… Me ha dicho que tardarían sesenta años. Vaya, si quizá ni siquiera lleguen vivos.

—No, pero nuestros hijos llegarán. Y nuestros nietos regresarán.

—Pero… Diga, ¿no estará casado?

—Claro que sí. Solo participan familias en la expedición. Es un asunto de dos o tres generaciones. Ya lo sabe -sacó una cartera-. Aquí está la señora Appleby, con Diane. Diane tiene tres años y medio.

—Es una chica hermosa -dijo Barnes sobriamente, y se la pasó a Nolan, que sonrió y se la devolvió a Appleby. Luego, Barnes siguió-: ¿Qué le pasará a ella?

—Naturalmente, viene con nosotros. ¿No querrá que la metamos en un orfanato?

—No, pero… -Barnes bebió el resto de su vaso-. No lo comprendo -admitió-. ¿Quién quiere otro trago?

—Yo no, gracias -declinó Appleby, terminando el suyo más lentamente y poniéndose en pie-. Debo ir a casa. Tengo familia, ya saben -sonrió.

Barnes no trató de detenerlo. Dijo buenas noches, y miró a Appleby marcharse.

—Mi ronda -dijo Nolan-. ¿Lo mismo?

—¿Cómo? Sí, claro -Barnes se puso en pie-. Vamos a la barra, Fred, donde podremos beber como se debe. Necesito unos seis.

—De acuerdo -dijo Nolan, poniéndose en pie-. ¿Cuál es el problema?

—¿Problema? ¿Vio esa foto?

—¿Y bien?

—Bien, ¿qué es lo que piensa de ello?

Yo también soy un vendedor, Fred. Vendo acero. No me importa qué uso piense darle el cliente; yo se lo vendo. Le vendería a un hombre la cuerda con que ahorcarse. Pero amo a los niños. No puedo soportar el pensar que esa hermosa niña vaya a ir en esa… ¡en esa loca expedición!

—¿Por qué no? Estará mejor con sus padres. Se acostumbrará a los pasillos de acero como la mayor parte de los niños a las aceras de las calles.

—Pero mire, Fred, ¿acaso cree que van a llegar?

—Quizá lo logren.

—No, no lo conseguirán. No tienen ni una posibilidad. Lo sé. Lo hablé con nuestro equipo técnico antes de salir de la oficina central. Hay nueve posibilidades entre diez de que ardan en el despegue. Eso es lo mejor que podría pasarles. Si logran salir del sistema solar, lo cual es poco probable, ni aún así lo iban a lograr. Jamás alcanzarán las estrellas.

Pete puso otro vaso frente a Barnes, que lo vació de un trago y dijo:

—Prepáreme otro, Pete. No lo lograrán. Teóricamente es imposible. Se congelarán… o se tostarán. O se morirán de hambre. Pero jamás llegarán allá.

—Quizá pase eso.

—Nada de quizá. Están locos. Apresúrese con ese trago. Pete, y tómese uno usted.

—Ya llega. Sí que me apetece, gracias -Pete preparó el vaso, sacó un jarra de cerveza, y se unió a ellos.

—Pete, aquí presente, es un hombre inteligente -dijo confidencialmente Barnes-. No lo cogerá usted tonteando con ningún viaje a las estrellas. Colón… ¡fiu! Colón era un estúpido. Debía haberse quedado en la cama.

El camarero agitó la cabeza.

—Me ha comprendido mal, señor Barnes. Si no fuera por hombres como Colón, no estaríamos aquí hoy en día… ¿No es así? Solo que yo no soy ningún explorador; pero sí un creyente. No tengo nada en contra de la expedición de la Pegaso.

—Pero no estará de acuerdo en que se lleven niños con ellos.

—Bueno… según me han dicho, también había niños en la Mayflower.

—No era la misma cosa -Barnes miró a Nolan, y luego de nuevo al camarero-. Si Dios hubiera querido que fuésemos a las estrellas, nos hubiera equipado con propulsión a cohetes. Prepáreme otro trago, Pete.

—Ya tiene bastante por ahora, señor Barnes.

El preocupado hombre grueso pareció dispuesto a discutir, pero luego se lo pensó mejor.

—Voy a subir a la Sala Celeste y buscar a alguien que quiera bailar conmigo -anunció-. Buenas noches -se tambaleó suavemente hacia el ascensor.

Nolan lo contempló marcharse.

—Pobre viejo Barnes -se alzó de hombros-. Supongo que usted y yo somos duros de corazón, Pete.

—No. Yo creo en el progreso, eso es todo. Recuerdo que mi viejo quería que se pasase una ley contra las máquinas voladoras, para impedir a aquellos tontos que se rompieran los cuellos. Decía que nadie podría jamás volar, y que el gobierno debía acabar con aquello. Estaba equivocado. Yo no soy un tipo aventurero, pero he visto a la bastante gente como para saber que hay quien lo intenta todo al menos una vez, y que es así como se logra el progreso.

—No parece lo bastante viejo como para recordar la época en que los hombres no podían volar.

—Llevo vivo mucho tiempo. Diez años en este lugar.

—Diez años, ¿eh? ¿Nunca desearía tener un trabajo que le permitiese respirar un poco de aire fresco?

—Ni hablar. No tenía ningún aire fresco cuando servía tragos en la calle Cuarenta y dos, y ahora no lo echo a faltar. Me gusta esto. Siempre está pasando algo nuevo aquí, primero los laboratorios atómicos, luego el gran observatorio, y ahora la astronave. Pero no es ésa la verdadera razón. Me gusta esto. Es mi hogar. Mire esto.

Tomó un inhalador de coñac, un grande y frágil globo de cristal, lo hizo girar, y lo lanzó recto hacia el techo. Se alzó lenta y graciosamente, hizo una pausa para una larga y reluctante espera en el punto más alto de su ascensión, y luego bajó lenta, muy lentamente, como un saltador de pértiga en una película a cámara lenta. Pete lo contempló flotar junto a su nariz, luego extendió índice y pulgar, lo cazó fácilmente por el pie, y lo devolvió a su estante.

—Vea esto -dijo-. Un sexto de gravedad. Cuando estaba en un bar de la Tierra, mis juanetes me dolían todo el tiempo. Aquí peso únicamente catorce kilos. Me gusta la Luna.