Robert Sheckley
Ciudadano del espacio
LAS principales características de Robert Sheckley son su gran humanismo y su corrosiva ironía. Su relato «La séptima víctima», que después transformaría en novela con el título de «La décima víctima» y sería llevada al cine protagonizada por Marcello Mastroianni y Ursula Andress, es su obra más conocida, pero en su conjunto toda su producción (formada en su mayor parte por relatos cortos) conserva un muy alto nivel de calidad. «Ciudadano del espacio», que dio título a una de sus más famosas recopilaciones de relatos, es considerada junio con la antes citada como su mejor obra.
Ahora, estoy en un verdadero problema, un problema más profundo de lo que jamás creí posible. Es un poco difícil explicar cómo me metí en este lío, así que quizá será mejor que comience por el principio.
Desde que me gradué en la escuela de oficios en 1991, había tenido un buen empleo como montador de válvulas esfinge en la línea de producción de Espacio naves Starling. Realmente me gustaban aquellas grandes naves, que iban rugiendo a Cisne y Alfa Centauro y todos los otros lugares que salen en las noticias. Yo era un joven con porvenir, tenía amigos y hasta salía con chicas.
Pero no estaba conforme.
El trabajo era bueno, pero no podía hacerlo tan bien como sabía con aquellas cámaras ocultas enfocadas a mis manos. No es que me importasen las cámaras en sí; era el sonido chirriante que producían. No podía concentrarme.
Me quejé a Seguridad Interna. Les dije, oigan, ¿no podrían ponerme cámaras nuevas, silenciosas, como a todos los demás? Pero estaban demasiado ocupados para hacer nada al respecto.
Entonces comenzaron a molestarme montones de pequeñeces. Como la grabadora de mi aparato de TV. El F.B.I. nunca la acababa de ajustar correctamente, y se pasaba toda la noche zumbando. Me quejé un centenar de veces. Les dije, miren, ningún otro televisor zumba de esa manera, ¿por qué el mío? Pero siempre me largaban el discurso de que teníamos que ganar la guerra fría, y que no podían complacer a todo el mundo.
Cosas como esas hacen que una persona se sienta inferior. Sospeché que mi gobierno no estaba interesado en mí.
Tomemos mi Espía, por ejemplo. Yo era un Sospechoso 18-D, la misma clasificación que el Vicepresidente, y esto me hacía acreedor a una vigilancia parcial. Pero mi Espía particular debía de creerse que era un actor de cine, pues siempre usaba una trinchera manchada y un sombrero de ala ancha calado hasta los ojos. Era un tipo delgado y nervioso, y me seguía prácticamente pisándome los talones, por miedo a perderme.
Bueno, lo hacía lo mejor que podía. El espiar es un trabajo competitivo, y yo no podía dejar de tenerle pena, por lo mal que lo hacía. Pero él solo hecho de estar relacionado con él, ya era embarazoso. Mis amigos se partían de risa cuando aparecía con él pegado a mi espalda. Bill, me decían, ¿eso es lo mejor que puedes conseguir? Y las chicas con que salía lo consideraban entrometido.
Naturalmente, fui al Comité de Investigaciones del Senado, y les dije, miren, ¿por qué no me pueden dar un Espía entrenado, como a mis amigos?
Dijeron que ya verían, pero yo sabía que no era lo bastante importante como para hacerles preocuparse.
Todas esas cosas me fueron sacando de mis casillas, y cualquier psicólogo les dirá que no es necesaria una cosa muy importante para que uno se vuelva mochales. Estaba harto de ser ignorado, harto de que no me hicieran caso.
Es entonces cuando empecé a pensar en el Profundo Espacio. Allá lejos habían miles de millones de kilómetros cuadrados de nada, tachonados de demasiadas estrellas como para poderlas contar. Había los suficientes planetas de tipo terrestre como para que cada hombre, mujer y niño tuviese uno. Debía de haber un sitio para mí entre tantos.
Compré una Lista de Estrellas del Universo, y un viejo Piloto Galáctico. Me leí el Manual de Mareas Gravíticas y las Cartas de Navegación Interestelar. Finalmente, creí saber lo suficiente.
Invertí todos mis ahorros en un viejo Clíper Estelar Chrysler. Esta antigualla perdía oxígeno por todos sus remaches. Tenía una pila atómica temperamental, y un dispositivo de distorsión espacial que prácticamente le podía mandar a uno a cualquier parte. Era peligroso, pero la única vida que estaba arriesgando era la mía. Al menos, eso es lo que pensé.
Así que obtuve un pasaporte, autorización azul, autorización roja, certificado numeral, inoculaciones contra las enfermedades espaciales y papeles de desratificación. En el trabajo, recogí la liquidación, y saludé a las cámaras. En el apartamento, hice las maletas y dije adiós a las grabadoras. En la calle, estreché la mano de mi pobre Espía, y le deseé suerte.
Había quemado las naves tras de mí.
Todo lo que quedaba era el visado final, así que me apresuré a ir a la Oficina del Visado Final. Un oficinista con las manos blancas y un bronceado de lámpara solar me miró dubitativo.
—¿Dónde quiere ir? -me preguntó.
—Al espacio -le respondí.
—Claro. Pero, ¿a qué lugar del espacio en concreto?
—No lo sé aún -le dije-. Simplemente, al espacio, al Profundo Espacio, al Espacio Libre.
El oficinista suspiró cansinamente.
—Tendrá que ser más explícito, si es que quiere el visado. ¿Va a establecerse en un planeta del Espacio Americano? ¿0 quiere emigrar al Espacio Británico? ¿O al Espacio Holandés? ¿O al francés?
—No sabía que se pudiera poseer el espacio -le dije.
—Entonces es que no está al tanto de los acontecimientos -me dijo con una sonrisa de superioridad-. Los Estados Unidos han reclamado para sí mismos todo el espacio situado entre las coordenadas 2XA y D2B, exceptuando un pequeño sector, relativamente sin importancia, que se ha adjudicado México. La Unión Soviética tiene desde la coordenada 3DB hasta la L02, una región muy inhóspita, puedo asegurárselo. Y hay la concesión de Bélgica, la de China, la de Ceilán, la de Nigeria…
Le detuve.
—¿Dónde está el Espacio Libre? -le pregunté.
—No existe.
—¿No existe en absoluto? ¿Hasta dónde se extienden las fronteras?
—Hasta el infinito -me dijo orgullosamente.
Por un momento me dejó cortado. Lo cierto es que nunca había pensado en la posibilidad de que poseyesen hasta el último rincón del espacio. Pero era bastante natural. Después de todo, alguien tenía que poseerlo.
—Deseo ir al Espacio Americano -dije.
En aquel momento no parecía importar, aunque luego resultó distinto.
El oficinista asintió hoscamente. Estudió mi historial, yendo hacia atrás hasta que llegó a los cinco años… no tenía sentido el proseguir, y me dio el Visado Final.
El espacio puerto tenía preparada mi nave, y logré despegar sin que me estallase una tobera. No fue hasta que la Tierra se convirtió en un punto y desapareció tras de mí, cuando me di cuenta de que estaba solo.
Cincuenta horas más tarde, estaba haciendo una inspección de rutina a mis provisiones cuando me di cuenta de que uno de los sacos de vegetales tenía una forma distinta a los demás. Al abrirlo encontré una muchacha en el lugar en que debiera haber cincuenta kilos de patatas.
Un polizón. Me quedé mirándola, con la boca abierta.
—Bueno -me dijo-. ¿Me va a ayudar a salir o no? ¿O preferiría cerrar el saco y olvidarse de todo?
La ayudé a salir.
Era una chica delgada, en su mayor parte, con un cabello del color rubio rojizo del escape de un cohete, con un rostro vivaz, manchado por la suciedad, y ojos azules soñadores. En la Tierra, habría caminado con gusto quince kilómetros para irla a buscar. En el espacio, no estaba tan seguro.
—¿Puede darme algo de comer? -me preguntó-. Todo lo que he tomado desde que partimos han sido unas zanahorias crudas.
Le preparé un bocadillo. Mientras comía, le pregunté:
—¿Qué es lo que está haciendo aquí?
—No lo comprendería -me dijo, entre bocados.
—Seguro que sí.
Se dirigió a un portillo y miró hacia afuera al espectáculo de las estrellas, estrellas Americanas en su mayor parte, ardiendo en el vacío del espacio americano,
—Quería ser libre -me dijo.
—¿Eh?
Se derrumbó cansada sobre mi litera.
—Supongo que se me podría llamar romántica -dijo en voz baja-. Soy el tipo de persona que recita poesía para sí misma en la noche oscura, y llora frente a alguna estatuilla absurda. Las hojas amarillentas de otoño me hacen temblar, y el rocío sobre un verde césped me parece las lágrimas de la Tierra. Mi psiquiatra me dice que soy una mal ajustada.
Cerró los ojos con un cansancio que podía comprender. El permanecer dentro de un saco de patatas durante cincuenta horas puede ser bastante agotador.
—La Tierra estaba acabando conmigo -me dijo-. No podía soportarla: la regimentación, la disciplina, las privaciones, la guerra fría, la guerra caliente, todo. Quería poder reír al aire libre, correr a través de campos verdes, caminar sin ser molestada por oscuros bosques, cantar…
—Pero, ¿por qué me escogió a mí?
—Porque se dirigía hacia la libertad -me contestó-. Más si insiste, me iré.
Era una idea bastante tonta, allá en las profundidades del espacio. Y no podía gastar el combustible necesario para regresar.
—Puede quedarse le dije.
—Gracias -me dijo con voz muy suave-. Usted me comprende.
—Seguro, seguro -le dije-. Pero primero tenemos que dejar claras algunas cosas. Antes que nada…
Pero se había quedado dormida en mi litera, con una sonrisa de confianza en sus labios.
Inmediatamente miré en su bolso de mano. Encontré cinco lápices de labios, una polvera, un frasquito de perfume Venus V, un libro de bolsillo de poesía y una placa que decía: Investigador Especial, F.B.I.
Naturalmente, ya lo había sospechado. Las chicas no hablan de esa forma, pero los espías siempre.
Era reconfortante saber que mi gobierno aún se estaba preocupando de mí. Hacía que el espacio no me pareciese tan solitario.
La nave se movía por las profundidades del espacio americano. Trabajando quince horas de cada veinticuatro, logré mantener mi dispositivo de distorsión espacial en una pieza, mis pilas atómicas razonablemente frías, y los remaches del casco sin escapes. Mavis O'Day (como se llamaba mi Espía) preparaba las comidas, se ocupaba de las labores caseras, y escondía un cierto número de pequeñas cámaras por la nave. Zumbaban abominablemente, pero yo pretendía no darme cuenta.
Bajo las circunstancias, no obstante, mis relaciones con la señorita O'Day eran muy correctas.
El viaje estaba realizándose normalmente, hasta felizmente, cuando algo sucedió.
Estaba dormitando ante los controles. Repentinamente, una intensa luz destelló a proa por estribor. Me eché hacia atrás de un salto, cayendo sobre Mavis mientras estaba colocando un nuevo rollo de película en su cámara número tres.
—Excúseme -le dije.
—Oh, puede avasallarme cuando quiera -dijo.
La ayudé a ponerse en pie. Su cálida cercanía era peligrosamente placentera, y el enardecedor perfume del Venus V cosquilleaba en mi nariz.
—Ya puede dejarme -me dijo.
—Lo sé -dije, y continué abrazándola. Con la mente inflamada por su cercanía, me oí a mí mismo decir: Mavis… no te conozco desde hace mucho tiempo, pero…
—¿Sí, Bill? -me preguntó.
En la locura del momento, me había olvidado de nuestra relación como Sospechoso y Espía. No sé lo que hubiera podido decirle, pero justo entonces destelló una segunda luz fuera de la nave.
Solté a Mavis, y me apresuré hacia los controles. Con cierta dificultad, logré reducir velocidad, hasta detener el viejo Clíper Estelar, y miré alrededor.
Fuera, en el vasto vacío del espacio, había un solitario fragmento de roca. Sobre él se hallaba un niño revestido de traje espacial, con una caja de bengalas en una mano y un pequeño perro enfundado en una escafandra en la otra.
Rápidamente lo metimos dentro y le desabrochamos el traje.
—Mi perro -dijo.
—Está bien, hijo -le contesté.
—Siento terriblemente el molestarle de esta manera -dijo el muchacho.
—No te preocupes -le disculpé-. ¿Qué es lo qué estabas haciendo ahí fuera?
—Señor -comenzó, con voz trémula-. Tendré que comenzar por el principio: Mi padre era un piloto de pruebas de espacio naves, que murió heroicamente, tratando de romper la barrera lumínica. Mi madre se volvió a casar hace poco. Su actual marido es un hombre robusto, moreno, de ojos estrechos y saltones y labios siempre apretados. Hasta hace poco estuvo empleado en unos grandes almacenes.
«Resentía mi presencia desde el principio, pues supongo que le debía recordar a mi difunto padre, con mis bucles dorados, grandes ojos ovalados y alegre y dicharachero carácter. Nuestras relaciones fueron empeorándose gradualmente. Luego, murió un tío suyo (bajo sospechosas circunstancias) y él heredó unos terrenos en el Espacio Británico.
»Por consiguiente, partimos en nuestra espacio nave. Tan pronto como llegamos a esta área desierta, le dijo a mi madre: "Rachel, ya es lo bastante mayor como para cuidarse por sí mismo". Mi madre le respondió: "Pero, Dirk, ¡si es tan joven!" Pero mi tierna y risueña madre no era enemigo para la inflexible voluntad de un hombre al que nunca llamaré padre. Me metió en un traje espacial, me entregó una caja de bengalas de señales, metió a Flicker en su escafandra y me dijo: "Un chico se las puede arreglar por sí solo en el espacio en nuestros días". "Señor", le respondí yo, "no hay ningún planeta en doscientos años-luz a la redonda". "Te las arreglarás", dijo con una mueca, y me lanzó a este trozo de roca.
El muchacho hizo una pausa para respirar, y su perro Flicker me miró con ojos grandes y húmedos. Le di un plato de leche con pan al perro, y un canapé de jalea y mantequilla de cacahuete al chico. Mavis lo llevó al camarote, y tiernamente lo arropó en la litera.
Regresé a los mandos, puse la nave otra vez en marcha, y conecté el interfono.
—¡Despierta, idiota! -oí decir a Mavis.
—Déjame dormir -contestó el chico.
—¡Despierta! ¿Con qué motivo te ha mandado la Investigación del Congreso? ¿No se dan cuenta que esto es un caso del F.B.I.?
—Ha sido reclasificado como Sospechoso 10-F -dijo el chico-. Eso requiere una vigilancia completa.
—Sí, pero yo ya estoy aquí.
—No lo hiciste tan bien en tu último caso -comentó el chico-. Lo siento, maja, pero la Seguridad ante todo.
—Y por eso te envían a ti dijo Mavis, sollozando-. Un niño de doce años…
—Tendré trece años dentro de siete meses.
—¡Un niño de doce años! ¡Y yo he trabajando tanto! He estudiado, leído libros, asistido a clases nocturnas, escuchado conferencias…
—Es una mala pasada -dijo con simpatía el muchacho-. Personalmente, yo quiero ser un piloto espacial de pruebas. A mi edad, esta es la única manera en la que puedo ir acumulando horas de vuelo. ¿Crees que me dejará conducir la nave?
Desconecté el interfono. Debería haberme sentido muy alegre: dos Espías a tiempo completo me estaban vigilando. Quiero decir que esto significaba que era alguien, una persona que debía ser vigilada.
Pero lo cierto era que mis Espías eran tan solo una muchacha y un chico de doce años. Cuando me enviaron a esos dos, debían andar por la cola de la lista.
A su manera, mi gobierno seguía ignorándome.
Lo pasamos bien el resto del viaje. Young Roy, como se llamaba el chico, se hizo cargo del pilotaje de la nave, y su perro permanecía alerta en el sillón de copiloto. Mavis siguió cocinando y cuidando de nosotros. Yo pasé el tiempo taponando escapes. Éramos un grupo de Espías y Sospechoso de lo más feliz que se pueda hallar.
Encontramos un planeta deshabitado de tipo terrestre. A Mavis le gustó porque era pequeño y bastante atractivo, con los campos verdes y oscuros bosques que mencionaban los libros de poesías. A Young Roy le agradaron los claros lagos, y las montañas, que eran del tamaño adecuado 'para que un chico las escalase.
Aterrizamos, y comenzamos a instalarnos.
A Young Roy se le despertó un inmediato interés por los animales que yo iba reanimando del Congelador. Se nombró a sí mismo guardián de las vacas y caballos, protector de los patos y gansos, defensor de los cerdos y gallinas. Le tuvieron tan ocupado, que cada vez se hicieron más infrecuentes sus informes al Congreso, hasta que cesaron por completo.
Uno no podía esperar más de un espía de su edad.
Y después de que hube instalado los domos, y sembrado algunos acres con semillas de crecimiento rápido, Mavis y yo comenzamos a dar largos paseos en el oscuro bosque, y en los campos de brillante verde y amarillo que lo bordeaban.
Un día preparamos una cesta con merienda y nos la comimos al borde de una cascada. El despeinado cabello de Mavis caía ligero sobre sus hombros, y tenía una mirada de lejano hechizo en sus ojos azules. Total, que parecía muy poco Espía, y tuve que estarme recordando una y otra vez nuestros papeles respectivos.
—Bill -me dijo al cabo de un rato.
—¿Sí? -le pregunté.
—Nada -tiró de una hoja de yerba.
No pude imaginar lo que querría haberme dicho, pero su mano se acercó a la mía. Nuestros dedos se tocaron, y se asieron.
Estuvimos largo rato en silencio. Nunca me había sentido tan feliz.
—¿Bill?
—¿Sí?
—Bill, cariño, podrás alguna vez…
Nunca sabré lo que me iba a decir, ni lo que le hubiera contestado. En aquel momento, nuestro silencio fue destrozado por el rugido de unos cohetes. Del cielo, cayó una astronave.
Ed Wallace, el piloto, era un viejo canoso de sombrero de ala ancha y trinchera manchada. Era representante de la Claro- Flu, una empresa que limpiaba aguas a nivel planetario. Como yo no tenía necesidad de sus servicios, me dio las .gracias y se marchó.
Pero no llegó muy lejos. Sus motores se encendieron, y se detuvieron de inmediato con un aire de aterradora finalidad.
Revisé su sistema de vuelo, y hallé que una válvula esfinge había saltado. Me llevaría un mes hacerle una nueva con las herramientas manuales.
—Esto es terriblemente molesto -murmuró-. Supongo que me tendré que quedar aquí.
—Eso parece dije.
Miró a su nave, dolorido.
—No puedo imaginar como sucedió -dijo.
—Quizás dañó la válvula cuando la cortó con esa sierra -le acusé, y me marché. .Había visto claras señales de ello.
El señor Wallace pretendió no haberme oído. Aquella tarde pude escuchar su informe por la radio interestelar, que le funcionaba perfectamente. Cosa interesante, su casa central no era la Claro-Flu, sino la C.I.A.
El señor Wallace se convirtió en un buen hortelano, aunque pasaba la mayor parte de su tiempo deslizándose con su cámara y libro de notas. Su presencia hizo que Young Roy realizase mayores esfuerzos. Mavis y yo dejamos de caminar por el oscuro bosque, y no parecimos poder encontrar tiempo para volver a los campos verdes y amarillos, a terminar algunas frases inacabadas.
Pero nuestra pequeña colonia prosperó. Tuvimos otros visitantes. Un hombre y su esposa, de la Inteligencia Regional, se dejaron caer, bajo el disfraz de cosecheros eventuales de fruta. Fueron seguidos por dos chicas fotógrafas, representantes secretas de la Oficina de Información del Ejecutivo, y luego se presentó un joven periodista, que realmente pertenecía al Comité de Moral Espacial de Idaho.
A cada uno de ellos le voló una válvula esfinge cuando le llegó el momento de marcharse.
No sabía si sentirme orgulloso o avergonzado. Media docena de agentes me estaban vigilando… pero cada uno de ellos era un segundón. E, invariablemente, tras unas pocas semanas en mi planeta, se integraban en el ambiente y sus esfuerzos como Espías disminuían hasta la nada.
Tuve momentos amargos. Me imaginé como un campo de pruebas para novatos, alguien en el que afilar sus garras. Yo era el Sospechoso que daban a los Espías que eran demasiado viejos o jóvenes, ineficaces, poco inteligentes o simplemente incompetentes. Me vi a mí mismo como un Sospechoso que era una especie de plan de retiro a media paga, un substituto de una pensión.
Pero no me preocupaba mucho. Tenía un cierto estatus, aunque era algo difícil de definir. Me sentía más feliz de lo que me había sentido en la Tierra, y mis Espías eran gente placentera y cooperativa.
Nuestra pequeña colonia era feliz y segura.
Podría haber vivido así por siempre.
Entonces, una aciaga noche, hubo una actividad desacostumbrada. Parecía estar llegando algún mensaje importante, y todas las radios estaban encendidas. Tuve que pedirles a algunos Espías que compartiesen sus aparatos, para que no me quemasen el generador.
Finalmente, se apagaron todas las radios, y los Espías tuvieron conferencias. Los oí susurrar hasta altas horas. A la mañana siguiente, estaban todos reunidos en la sala de estar, y sus rostros eran largos y sombríos. Mavis se adelantó como portavoz.
—Ha sucedido algo terrible -me dijo-. Pero antes, tenemos que revelarte algo. Bill, ninguno de nosotros somos lo que parecemos. Todos somos Espías del gobierno de los Estados Unidos.
—¿Eh? -me asombré, no deseando mortificar su orgullo profesional.
—Es cierto -dijo-. Hemos estado espiándote, Bill.
—¿Eh? -dije de nuevo -¿Incluso tú?
—Incluso yo -reconoció Mavis desconsolada.
—Y ahora todo se acabó -espetó Young Roy.
Esto me dejó helado.
—¿Por qué? -pregunté.
Se miraron los unos a los otros. Finalmente, el señor Wallace, doblando y desdoblando el borde de la ancha ala de su sombrero entre sus manos callosas, me dijo:
—Bill, una segunda prospección ha mostrado que este sector del espacio no es propiedad de los Estados Unidos.
—¿Qué país lo posee? -inquirí.
—Cálmate -dijo Mavis-. Trata de comprenderlo. Todo este sector fue pasado por alto en la prospección internacional, y ahora no puede ser reclamado por ningún país. Como primero en instalarte aquí, este planeta, y varios millones de kilómetros de espacio que lo rodean, te pertenecen a tí, Bill.
Estaba demasiado asombrado para poder hablar.
—Bajo estas circunstancias -continuó Mavis-, no tenemos autorización para estar aquí. Así que nos vamos inmediatamente.
—¡Pero no podéis! -grité-. ¡No he reparado vuestras válvulas esfinge!
—Todos los espías llevan sierras y válvulas esfinge de repuesto -me dijo ella con dulzura.
Contemplándolos irse a sus naves, me imaginé la soledad que me esperaba. No tendría ningún gobierno que se preocupase por mí. Ya no oiría pasos por la noche, me volvería y podría ver el decidido rostro de un Espía tras de mí. Ya no podría escuchar el zumbido de una vieja cámara acompañándome en mi trabajo, ni el zumbido de una grabadora defectuosa me serviría de nana al acostarme.
Y, a pesar de todo, aún lo sentía más por ellos. Esos pobres, dedicados, patosos y chapuceros Espías estaban volviendo a un mundo rápido, eficiente y competitivo. ¿Dónde encontrarían otro Sospechoso como yo, u otro lugar como mi planeta?
—Adiós, Bill -me dijo Mavis, dándome la mano.
Vi como se dirigía a la nave del señor Wallace. Fue solo entonces cuando me di cuenta de que ya no era mi Espía.
—¡Mavis! -grité, corriendo tras de ella. Se apresuró hacia la nave, pero la cogí del brazo-. Espera; hay algo que comencé a decir en la nave. Lo quise decir otra vez en la merienda campestre.
Trató de escapárseme. En el tono menos romántico imaginable, grazné:
—Mavis, te amo.
Estaba entre mis brazos. Nos besamos, y le dije que su hogar estaba aquí, en este planeta con sus oscuros bosques y campos verdes y amarillos. Aquí conmigo.
Estaba demasiado feliz para poderme contestar.
Como Mavis se quedaba, Young Roy reconsideró su decisión. Las hortalizas del señor Wallace estaban a punto de ser recogidas, y deseaba hacerlo. Y todos los demás tenían un trabajo u otro que no podían abandonar.
Así que aquí estoy: líder, rey, dictador, presidente, o lo que me quiera llamar. Ahora, están empezando a llegar espías de todos los países… no solo de América.
Para alimentar a todos mis súbditos, pronto tendré que importar comida. Pero los otros dirigentes están comenzando a negarme su ayuda. Creen que soborné a sus Espías para que desertasen.
No lo he hecho. Lo juro. Simplemente, ellos llegan.
No puedo dimitir, porque soy el propietario del lugar. Y no tengo corazón para echarlos. Estoy en un buen lío.
Con toda mi población consistente en antiguos Espías gubernamentales, uno se podría pensar que iba a tener facilidades para formarme un gobierno propio. Pero no, no colaboran en absoluto. Soy el dirigente absoluto de un planeta de campesinos, criadores de ganado, pastores y hortelanos, así que me imagino que, después de todo, no nos moriremos de hambre. Pero este no es el problema. El problema es: ¿cómo infiernos se supone que debo gobernar?
Porque ni uno solo de esos tipos quiere Espiar para mí.