Ray Bradbury

El Peatón

RAY Bradbury es el poeta de la ciencia ficción, el autor de este género que mayor audiencia ha obtenido entre el público no lector de ciencia ficción. De varias de sus obras se han hecho films tan estimables como «Fahrenheit 451» o «El hombre ilustrado». Su libro más famoso, «Crónicas marcianas», llevado también recientemente al cine, fue la primera obra de ciencia ficción en ser publicada, en muchos países y con todos los honores, en colecciones rio especializadas en el género. En «El peatón», Bradbury nos sumerge en su temática preferida: la alienación del hombre por la sociedad tecnificada de hoy, vista desde su poético y nostálgico punto de vista particular.

Entrar en aquel silencio que era la ciudad a las ocho de una nublada noche de noviembre, poner los pies sobre aquella calzada de cemento, avanzar sobre la herbosa senda y seguir su camino, las manos en los bolsillos; en medio del silencio, esto era lo que el señor Leonard Mead amaba más entrañablemente. Se detenía en la esquina de un cruce y contemplaba las largas avenidas que avanzaban en cuatro distintas direcciones bañadas por la luna, decidiendo cuál iba a seguir, aunque esto no importaba mucho; estaba solo en aquel mundo del año 2053, o casi solo, y cuando era tomada una decisión final, era elegido un camino, continuaba andando, lanzando bocanadas de aire helado que parecían el humo de un cigarrillo.

Algunas veces caminaba durante horas y kilómetros, y sólo a medianoche regresaba a su casa. Y en su camino veía las casas y los edificios con sus ventanas oscuras, y le parecía como si fuera atravesando un cementerio, puesto que sólo alguna lucecilla aislada, tímida como una luciérnaga en la noche, aparecía tras los cristales de alguna ventana. O eran grises fantasmas los que se perfilaban a veces tras las otras ventanas cuyas cortinas no habían sido corridas al llegar la noche, o los susurros y murmullos que se escuchaban tras lo que parecían las puertas abiertas de una cripta.

El señor Leonard Mead se detenía, inclinaba su cabeza, escuchaba, miraba, y reemprendía su camino, sin que sus pies hicieran el menor ruido en la irregular acera. Desde hacía mucho tiempo había adoptado los zapatos de goma para caminar por la noche, puesto que los perros, en grupos intermitentes, anunciaban su paso con fuertes ladridos si llevaba tacones, y entonces se encendían luces y aparecían rostros asustados en todas las ventanas, y la calle entera se sobrecogía ante el paso de aquella figura solitaria, la suya propia, en aquel prematuro anochecer de noviembre.

Aquella noche en particular emprendió su camino en dirección oeste, hacia el oculto mar. Había una cristalina escarcha en el aire, que hería sus fosas nasales y encendía sus pulmones como si fueran un árbol de Navidad. Casi podía sentir la fría iluminación interna y las ramificaciones pulmonares cubiertas de invisible nieve. Escuchó con satisfacción el leve crujido de sus zapatos sobre las hojas de otoño, y empezó a silbar entre dientes una suave melodía, cogiendo ocasionalmente alguna hoja a su paso para examinar su esquelético diseño a la infrecuente luz de algún farol, y sentir de cerca su húmeda y sutil fragancia.

—Hola, vosotros -murmuraba a cada casa, en cada esquina del camino-. ¿Qué es lo que hay ésta noche en el Canal 4, Canal 7, Canal 9? ¿Hacia dónde van corriendo los vaqueros, a quién acude a rescatar la valiente caballería de los Estados Unidos desde lo alto de la próxima colina?

La calle estaba silenciosa y larga y vacía, con sólo su sombra moviéndose como la sombra de un gavilán sobre la campiña desierta. Si cerraba los ojos y permanecía muy quieto, inmóvil, podría imaginar que se hallaba en medio mismo del desierto de Arizona, sin ninguna casa en cien millas a la redonda, y con sólo ríos secos -las calles- por compañía.

—¿Qué es lo que ocurre ahora? -preguntaba a las casas, consultando su reloj de pulsera-. ¿Las ocho y treinta p.m.? ¿Hora para una docena de crímenes surtidos? ¿Un concurso? ¿Una revista? ¿Un cómico que se caerá del escenario?

¿Era un murmullo de risas lo que se desprendía de aquella casa blanqueada por la luna? Vaciló, pero continuó su camino al ver que nada más sucedía. Dio un traspié en un tramo de acera particularmente irregular. El cemento había desaparecido bajo las flores y la hierba. En diez años que llevaba caminando, de día y de noche, por cientos de kilómetros, no había encontrado nunca ninguna otra persona caminando… ninguna en todo aquel tiempo.

Llegó a una intersección en forma de trébol, donde se unían dos carreteras principales que cruzaban la ciudad. Durante el día, aquel lugar era un atronador avispero de coches, de estaciones de gasolina abiertas, una gran colmena zumbante llena de insectos incesantemente nerviosos, con el ruido de sus escapes abiertos y un eterno avanzar hacia lejanas direcciones. Pero ahora las carreteras eran como ríos en época de sequía, sólo piedras, soledad y brillo de lima.

Dio la vuelta en una calle lateral, iniciando un semicírculo que lo llevaría de regreso a su casa. Estaba apenas a una manzana de su destino cuando el solitario automóvil dio vuelta a una esquina inesperadamente, y lo iluminó con un deslumbrador cono de luz blanca dirigido directamente hacia él. Se detuvo hipnotizado, aturdido como un mosquito ante la luz y a la vez atraído irremisiblemente hacia ella.

Una voz metálica le gritó:

—¡Quieto ahí! ¡Quédese donde está! ¡No se mueva!

Se detuvo.

—¡Suba las manos!

—Pero… -protestó.

—¡Las manos arriba! ¡O disparamos!

La policía, por supuesto. Pero era extraño, algo increíble; en una ciudad de tres millones de habitantes, solamente había un automóvil de la policía en servicio. Desde el año pasado, 2052, el año de las elecciones, la fuerza había sido reducida de tres coches a uno. El crimen iba desapareciendo; no era necesaria pues la policía, salvo aquel solitario automóvil que recorría las calles desiertas.

—¿Su nombre? -dijo el coche de la policía con un murmullo metálico. La brillante luz dirigida a sus ojos le impedía ver a sus ocupantes.

—Leonard Mead -contestó.

—¡Más alto!

—¡Leonard Mead!

—¿Negocio o profesión?

—Creo que soy lo que ustedes llamarían un escritor.

—Sin profesión -dijo el coche policíaco, como si hablara para sí mismo. La luz lo tenía inmovilizado, como si fuera la aguja que atraviesa a un insecto exhibido en un museo.

—Pueden decirlo así -aceptó el señor Mead. No había escrito en años. Las revistas y los libros ya no se vendían. Todo ocurría dentro de las casas-tumbas, pensó, continuando su fantasía. Las tumbas, iluminadas por la televisión, donde la gente permanecía sentada, como muerta, con las luces grises o multicolores iluminando sus rostros, pero sin tocarlos realmente.

—Sin profesión -dijo la voz metálica, silbante, como la de un fonógrafo-. ¿Qué es lo que está haciendo ahora?

—Paseando.

—¡Paseando!

—Precisamente paseando dijo con sencillez, pero sintiendo algo helado en el rostro.

—¿Paseando, paseando, simplemente paseando?

—Sí, señor.

—¿Pero paseando hacia dónde? ¿Para qué?

—Paseando para tomar el aire. Paseando para ver.

—Su domicilio!

—Calle Saint James, Sur, número once.

—¿Y no hay aire en su casa? ¿No tiene un acondicionador de aire, señor Mead?

—Sí.

—¿Y no tiene usted una pantalla visora en su casa para ver?

—No.

—¿No? -hubo un pesado silencio que era, en sí mismo, una acusación-. ¿Está usted casado, señor Mead?

—No.

—Soltero -dijo la voz del policía, más allá del feroz rayo. La luna se veía alta y clara entre las estrellas, las casas eran grises y silenciosas.

—Nadie me necesitó -dijo Leonard Mead con una sonrisa.

—¡No hable a menos que se le pregunte! rugió el altavoz.

Leonard Mead aguardó en el frío de la noche.

—¿Sólo paseaba, señor Mead? -preguntó la voz.

—Sí.

—Pero no ha explicado con qué propósito.

—Sí lo he hecho: para tomar el aire, para ver; simplemente para pasear.

—¿Ha hecho esto frecuentemente?

—Cada noche, desde hace años.

El coche policíaco se encontraba en el centro de la calle con el transmisor rugiendo suavemente.

—Bien, señor Mead -dijo.

—¿Es todo? -preguntó él cortésmente.

—Sí -dijo la voz-. Venga. -Hubo un zumbido, luego un chasquido. La portezuela posterior del coche policíaco se abrió-. Suba.

—Pero un momento, ¡yo no he hecho nada!

—Suba.

—¡Protesto!

—Señor Mead.

Caminó como un hombre repentinamente borracho. Cuando pasó frente a la ventanilla del coche miró dentro. Como había esperado, no había nadie en el asiento del conductor… no había nadie dentro del coche.

—Suba.

Puso su mano en la puerta y escudriñó el asiento posterior, que era una pequeña celda, una reducida cárcel negra con barrotes. Olía a acero remachado. Olía a antiséptico, olía a algo demasiado limpio, duro y metálico. No había nada suave allí.

—Si al menos tuviera una esposa que le proporcionara una coartada dijo la voz metálica-. Pero…

—¿A dónde me llevan?

El coche vaciló, o más bien produjo un leve chirrido, como si la información, en algún lugar, fuera puesta en forma de una tarjeta perforada bajo sus ojos eléctricos para ser leída.

—Al Centro Psiquiátrico para la Investigación de Tendencias Regresivas,

Subió. La portezuela se cerró con un blando ruido. El coche policíaco se deslizó a lo largo de las oscuras avenidas, iluminadas solamente por sus faros delanteros.

Un momento después pasaban frente a una casa, en una calle.. una casa en una ciudad de casas a oscuras. Pero esta casa tenía todas las luces eléctricas encendidas, y cada una de sus ventanas era un gran cuadro de acogedora luz amarilla en medio de la helada negrura dé la noche.

—Esta es mi casa -dijo Leonard Mead.

Nadie le contestó.

El coche siguió avanzando por las calles, vacías como el lecho de un río seco, dejando tras de sí otras calles vacías, sin el menor sonido y sin el menor movimiento en todo el resto de aquella noche de noviembre.